Marcos Cueva
Investigador Titular, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México
cuevaperus@yahoo.com.mxResumen: este artículo plantea que la desinstitucionalización de la familia, la cual ya no prepara a los hijos para el ser-en sociedad, crea en cambio un tipo de personalidad de apariencia familiar y al mismo tiempo calculador, conjugando de esta manera a la vez un acercamiento y una distancia distintos de los de antaño. El artículo muestra cómo una lectura errónea de Freud puede llevar al psicoanálisis a reproducir este tipo de personalidad, que es igualmente posible de describir a partir de algunos planteamientos filosóficos de Martin Heidegger, por lo que utilizamos una aproximación desde varias disciplinas.
Palabras clave: cálculo, familia, informalidad, personalidad, psicoanálisis.
Abstract: This article argues that the des-institutionalization of the family, which already does not prepare children for being-in society, creates instead a familiar personality type appearance and at the same time a calculator person, bringing this way simultaneously approachment and a distance different from the ancient one. The article shows how a misreading of Freud psychoanalysis can lead to play this type of personality thanks to psychoanalysis itself, and that is equally possible to describe from some philosophical expositions of Martin Heidegger, for what we use an approach from several disciplines.
Keywords: calculation- family-informality-personality- -psychoanalysis
Para citar este artículo puede uitlizar el siguiente formato:
Marcos Cueva (2015): “¿La familia y el yo “ante” la sociedad en el psicoanálisis?”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, n. 30 (octubre-diciembre 2015). En línea: http://www.eumed.net/rev/cccss/2015/04/familia.html
Introducción: Este artículo se propone mostrar desde un punto de vista interdisciplinario (psicoanálisis, pero también sociología, antropología y filosofía) cómo el psicoanálisis puede contribuir a reproducir erróneamente una concepción de la familia informal y del individuo que los enfrentan con la sociedad, en vez de insertarlos en ella mediante la sublimación y la actividad creativa. Hemos partido de las tesis enunciadas por Marcel Gauchet para mostrar cómo una lectura apresurada de Freud puede encerrar al paciente en una personalidad de apariencia familiar pero al mismo tiempo incapaz de compromiso en el ser-en-sociedad, como no sea para “estar ahí” calculando el beneficio/costo.
I .La nueva familia informal
A juicio del sociólogo francés Marcel Gauchet, uno de los grandes cambios antropológicos actuales es la desinstitucionalización de la familia. Esta tesis puede sonar errónea: ante un mundo exterior que suele implicar numerosos peligros (los medios de comunicación suelen encargarse de recrear esta sensación de amenaza), la familia podría haber recobrado fuerza y haberse convertido en lo que Christopher Lasch llamó un “refugio en un mundo despiadado” 1, de tal modo que es una de las pocas “instituciones” que han sobrevivido. Si bien la familia parece ahora informal, al mismo tiempo pareciera haberse reforzado como célula social básica: a diferencia de antaño, las historias de gente sin familia (como los huérfanos) son hoy menos llamativas y quizás hasta temidas: son historias de pérdidas que muchos quisieran evitar.
En todo caso, “desinstitucionalización quiere decir, según Gauchet, que la familia se ha convertido en un asunto privado –lo contrario de un asunto público-“2, dentro de un movimiento que ahora tiende a separar al Estado de la sociedad civil (y de hecho, el Estado existe no tanto “siendo reconocido” cuanto “reconociendo” los derechos de la sociedad civil, por ejemplo los matrimonios entre personas del mismo sexo). El problema está en el lazo social. “La familia, prosigue, deja de ser lo que siempre fue (…), un engranaje del orden social. Deja de constituir una colectividad significativa desde el punto de vista del mantenimiento y establecimiento del lazo social” (Gauchet, 2004: 190)3. Es una familia que no se siente obligada: ni hacia el Estado, ni en general hacia la sociedad. Cuando “la familia seguía siendo una institución, (era) en cuanto persistía oscuramente en la obligación del intercambio”, considera Gauchet, y ciertamente un matrimonio, por ejemplo, era un “comercio” entre familias que creaba a su vez una comunidad o una alianza nuevas. “Era uno de los últimos refugios de la obligación, simbólicamente significada, de los actores de salir de sí mismos y de su pequeño mundo para ir hacia el otro y su mundo, ligarse con él, hacer una alianza con él”, escribe el sociólogo. “Ese lazo social –continúa- no va de suyo, no es algo simplemente dado, exige ser instaurado y restaurado permanentemente por un reconocimiento simbolizado e institucionalizado de la co-presencia junto al otro. Es este reconocimiento que la regla de reciprocidad debe significar (…); aliarse por matrimonio no era simplemente aliarse con una persona, era (…) entrar en un ciclo que nos (estaba) marcado y en el que (debíamos) devolver aquello que nos (había sido) dado”4. Así, la familia estaba orientada hacia el exterior y no centrada en cambio en sus propios asuntos privados como si fueran los únicos de importancia y pasaran antes –e incluso por encima- del ser-en-sociedad. La familia estaba en deuda con una sociedad a la que debía contribuir a reproducir, y no consideraba que el “resto social”, el “allá afuera” estuviera en cambio en deuda con ella por su carácter particular y tal vez, agreguemos, por el hecho de tener derechos de propiedad, algo que Gauchet no toma en cuenta. Ahora, el Estado está en deuda con los derechos de la sociedad civil, y es así el “allá afuera” el que está en deuda con los reclamos de seguridad de la familia (otra vez ligados al derecho de propiedad) y con el ejercicio de sus libertades, que ese mismo Estado debe garantizar.
Con todo, al hablar de “desinstitucionalización de la familia” Gauchet se refiere a otra cosa más. En efecto, la familia ha dejado de preparar al niño para “socializarlo” en el mundo exterior, lo que no está reñido con la idea de Lasch (¿prepararlo para un mundo hostil?). Antes, “la felicidad, en el espíritu de los padres de la familia institucional, hasta hace muy recientemente, considera Gauchet, era el de un hijo que iba a hacer su camino en la vida estando bien armado para la vida social. La misión de la familia era por ende de adaptarlo para esta existencia para la sociedad que era la condición de su felicidad (…) (En cambio), “la felicidad ideal de la familia informal, es la felicidad íntima por la protección contra la sociedad”5. La familia ha dejado de “entregar un niño” a la sociedad –mediante la educación para enfrentar la vida-, para que ésta se reproduzca en el tiempo y perdure. La idea misma de esta perdurabilidad se ha vuelto evanescente, de tal modo que “sociedad” es “precariedad” e inseguridad. Frente a un mundo precario –aunque de “todo-consumo”-, sin sentido de la duración, la familia aparece como la instancia que “se eterniza” y “perdura”. Lo que llama la atención es que ahora la familia parece estar jugando en cierto modo contra la sociedad, con la justificación de que ésta es riesgosa.
Gauchet ha propuesto que este cambio ha llegado junto con el “hijo deseado”, resultado del placer y menos de la responsabilidad de entregarlo algún día a la sociedad. El hijo no es deseado para perpetuar lazos sociales ni para hacerlo entrar en una vida que bien pudiera desarrollarse lejos de la familia, o al menos sin tenerla como centro gravitacional. Ahora, dice Gauchet, “se hace un niño no para la sociedad, para la perpetuación de la vida colectiva, sino para uno mismo y para él mismo” (Gauchet, 2008: 15)6. Así, se hace un hijo para el deseo de los padres y para el niño en sí (“en sí mismo”). Por así decirlo (y puesto que hemos hablado antes del derecho de propiedad), una familia particular hace un niño particular, ya que no es un niño entre otros. Lejos está la idea que debía resolverse por la solución al complejo de Edipo: entregar este niño al padre para que éste, habiéndole enseñado el límite, lo hiciera a su vez ser-en-sociedad. “El jefe de familia -.constata Gauchet-, el magistrado paterno, el padre en su sentido más fuerte, era aquél sobre quien recaía la responsabilidad de la célula familiar ante la sociedad global. Se ubicaba en la articulación entre la sociedad doméstica y la gran sociedad. La desinstitucionalización de la familia ha vaciado de sentido esta función” 7. Como la familia no hace “lazo social”, menos aún mediante el padre (lo que no impide criticar los problemas que carreaba antaño el patriarcado), y como por lo demás tampoco se instituye el límite en la igualdad entre todos, Gauchet constata que “los vínculos constituyentes obligatorios, aquéllos que no se escogen y que se imponen a todos, que están del lado de lo político”, parecieran oponerse a los “vínculos libres, que están a la disposición de los individuos, y que definen lo que se llama comúnmente sociedad civil”8. La familia particular reclama que el derecho de propiedad de lugar a todas las libertades, aunque en cambio rechaza obligaciones: ni con el Estado, con frecuencia “autoritario” (o “ladrón”), ni con la sociedad amenazante.
Para Gauchet, aunque no es el único autor en plantearlo, donde mejor aparece el efecto del cambio antropológico es en el momento de la entrada y la permanencia del niño en la escuela. “La familia, explica, se ha vuelto desde este punto de vista un lugar de cuestionamiento de las reglas de funcionamiento de la vida social cuyo punto de aplicación por elección es la escuela”9, la misma que en la igualdad reclama hacer a un lado la particularidad (creemos a diferencia de Gauchet que no se trata de singularidad) y el carácter “excepcional” de cada niño; ahora sucede que en algunas escuelas, con frecuencia privadas, la “atención” a la particularidad de cada uno impide por completo mantener normas e incluso reglas de conducta en el aula, puesto que cada quien reclama ser una “excepción” (en calificaciones, en tiempos de entrega, en asistencia, etcétera…). No es raro que los padres reclamen derechos por encima de los que tiene la escuela y más aún de los de quien enseña. Para Gauchet, los padres reclaman el reconocimiento de esta “singularidad” del “hijo deseado”, que lo hace “único” y “diferente”; en cambio (y prueba de ello está en el uso del uniforme, por ejemplo, en muchas escuelas, más si son públicas), la escuela reclama el primer aprendizaje de que el niño es uno entre otros, con una condición idéntica a todas las demás, no una excepción a la regla. El peligro es que ante la escuela los padres reclamen sistemáticamente esta excepción y que consideren por lo demás que esta es la prueba de amor para el hijo, como si el hecho de ser particular lo hiciera también singular (digámoslo así: singular y nunca plural, nunca en un “nosotros”). Es así que en los últimos tiempos el funcionamiento de la escuela se ha visto dificultado no solo por formas de violencia entre los niños (como el buliying), sino también por el derecho de la familia a incursionar en las labores docentes reclamando excepciones. Estos ejemplos muestran bien cómo la familia llega a operar contra el espacio público. Lo hace en nombre de la “libertad del niño”.
El “hijo del deseo” ha venido al mundo para ejercer desde pequeño su “autonomía”: “de ahí la extraordinaria pasión de la autonomía del niño que caracteriza los procedimientos educativos espontáneos de los padres (…), constata Gauchet. Todo debe hacerse para que el niño vaya a la autonomía, lo que quiere decir que corre a cargo del padre hacer existir una autonomía que no existe. El niño, es su definición, no tiene, en efecto, los medios de autonomía a la cual debería arribar”10. “(…) La autonomía, observa el autor, no aparece de ninguna manera incompatible con la dependencia respecto de los padres, al contrario. En suma, la buena manera de ser autónomo está en ser sustentado por una instancia exterior que no sea demasiado difícil de soportar. Esta iniciación a las ventajas de la libertad sin el inconveniente mayor que representa la necesidad de proveerse de sus propios medios de subsistencia no carece de consecuencia” 11. He aquí una aberración, según Gauchet, puesto que lo propio del infante es no poder ser autónomo, bastarse a sí mismo (¿acaso el niño se gana la vida, como no sea el niño en la pobreza o en la miseria?). ¿Pero es autonomía o libertad? En realidad, a diferencia de Gauchet, creemos que es libertad y que la verdadera autonomía- de personalidad- importa menos. El niño es empujado desde temprana edad a una libertad casi absoluta que debe consistir sobre todo en no tener obligaciones (lo que llega a la perpetua distracción y la “hiperactividad” del entretenimiento, en algunos casos, mientras se desprecia cualquier disciplina para una tarea).
¿Cuál es el resultado, más allá de la mitificación de la infancia como edad de la pura inocencia? Para Gauchet, en el individualismo contemporáneo está “en un polo, la angustia de haber perdido a los otros”12. El individuo quiere ser libre pero también tener “apegos”. “Ella (la angustia) se encuentra en el fondo de ciertos ataques de pánico, prosigue Gauchet; se manifiesta como una experiencia de soledad anonadante. Una experiencia que casi no amenazaba las personalidades de la edad tradicional, habida cuenta de la ‘capacidad’ de soledad que les procuraba la incorporación del ser-en-sociedad”13, que en cambio parece ahora un vacío donde la sociedad no ofrece socialización, menos aún duradera. “Mientras que el ser de la independencia radical que vemos emerger en la actualidad– considera Gauchet- detesta en realidad la verdadera soledad. Su independencia es inseparable de una intensa preocupación de sociabilidad. Para existir, hay que estar conectado a los otros”14, al grado que se sabe de ataques de pánico entre quienes de dos celulares que tienen pierden uno: es un temor a esa pérdida radical que sin embargo debiera estar implícita en el alejamiento de la familia para entrar en la sociedad. El primer apego a conservar es el de la familia misma, en todas sus variantes. ¿Temor a la soledad? Tal vez no sea exactamente esto si este individuo está en realidad muy solo, porque carece del ser-en-sociedad al que se refiere Gauchet. Si en familia este individuo ha sido “deseado”, en sociedad no: aquí no es nadie (mucho menos alguien de excepción) y difícilmente lo acepta. “En el otro polo, prosigue Gauchet, el miedo a los otros. Conectado, pero distante”15 o, si se quiere, al mismo tiempo muy “familiar” y siempre con un “algo” de reserva. “Necesidad de presencia de los otros, escribe Gauchet, pero en el alejamiento para con los otros: distancia y desconfianza son las dos (caras) del individualismo ultracontemporáneo. Su comportamiento maestro es la evitación: quien dice conflicto, dice contacto. Tal distancia y tal evitación se acompañan de un miedo difuso del otro. Y podemos concebir que el otro pueda ser percibido como una amenaza, en la ausencia de un mecanismo capaz de regular la distancia con el otro. A veces, éste está demasiado lejos, a veces, demasiado cerca. Es peligroso desde el momento en que se acerca puesto que no sabemos en qué lugar fijarlo”16. ¿En qué lugar “familiar” para calcular? Así aparece la familiaridad sin compromiso (producto de esa libertad/autonomía ya mencionada), menos cuando hay un “resto” de desconocido que no puede “fijarse” ni reducirse a lo conocido/familiar. El resultado en el trato es una familiaridad que puede ir incluso hasta el exceso y al mismo tiempo la evitación sistemática de cualquier compromiso y contacto real, como si se fuera siempre el niño de la familia donde están a la vez todos los apegos (y respaldos) y ninguna exigencia ni el sentido del límite (si el otro es un límite). La literatura psicoanalítica se puebla así de estudios sobre este tipo de personalidad, a la vez muy familiar y perfectamente frío (indiferente). Es probable que no sea más que alguien que ya no es un ser-en-sociedad, salvo para tomar lo que convenga –para lo cual, paradójicamente, no hay que encontrarse nunca solo (en “pérdida”). Agreguemos que si la distancia no es aceptada, no hay límite en el sentido en que lo entendía por su parte Jacques Lacan, como castración. La distancia está en el cálculo, no en la asunción “conceptual” de que hay cosas que se pueden hacer y otras que no.
II. Ambivalencia del psicoanálisis en Freud
En la medida en que se rehúsa a considerar el mundo de la psicología social, el psicoanálisis reproduce con frecuencia la preeminencia de la familia y de un “yo” –a veces el Yo ideal- que se afirma como si el mundo exterior fuera exclusivamente eso, “exterior”: la familia y el yo llegan a afirmarse en cierta medida contra la sociedad u opera en el mejor de los casos como si la sociedad no fuera sino la prolongación de los lazos familiares. No hay distancia entre familia y sociedad, una distancia que el niño y adolescente al crecer y madurar deba cubrir para hacer lo que Gauchet llama “entrar en la vida”. Esta ausencia provoca que la actitud más frecuente consista en reducir un mundo exterior mal que bien desconocido a una “familiaridad”, para poder operar sobre ella, aunque este “operar” implica al mismo tiempo una distancia calculadora.
Es posible encontrar en los escritos de Freud el principio de esta actitud –de familiaridad y distancia extrema al mismo tiempo- de apariencia ambivalente. La familia es el referente de base en la transferencia psicoanalítica tal y como la entiende Freud, de tal modo que no hay mayor lugar para la formación de un Ideal-del-yo fuera de las figuras parentales (Ideal-del-yo que podría formarse de muchas formas). “(…) El paciente, escribe Freud, no se limita a considerar al analista, a la luz de la realidad, como sostén y consejero, al que además se retribuyen sus esfuerzos y que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida a la de un guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en aquél una copia –una reencarnación- de alguna persona importante en su infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito. Al poco tiempo, prosigue Freud, este fenómeno de la transferencia resulta ser un factor de insospechada importancia: por un lado, un recurso auxiliar de valor sin igual; por el otro, una fuente de grave peligro. Esta transferencia es ambivalente; comprende actitudes tanto positivas y cariñosas, como negativas y hostiles frente al analista que, por lo general, es colocado en lugar de un personaje parental, del padre o de la madre” 17. No es que Freud niegue que el psicoanalista pueda tener algo de educador, según se verá; lo que ocurre es que el proceso de base de identificación sigue estando dentro de la familia y no forzosamente encuentra asidero fuera de ésta, por lo que, contradictoriamente, puede reproducirse el conflicto que se quiere solucionar (la dependencia del cuadro familiar), simplemente porque no hay exterior hacia el cual “dirigirse” (dirigir, por ejemplo con la sublimación, la energía pulsional), en el cual encontrar algún asidero. El psicoanálisis puede entonces recrear de este modo el apego familiar con sus ambivalencias, cuando el acceso a la madurez podría suponer una distancia que relativice este “placer del apego” para poner énfasis en la responsabilidad en sociedad, en particular en el trabajo, en distintas actividades re-creativas y en otra familia. Desde luego, hay sociedades que no ayudan, si no ofrecen más que una precariedad en la cual nada toma el lugar del apego familiar: ni el trabajo (mucho menos si no es creativo y no pasa de ser un empleo o una “ocupación”), ni una actividad recreativa activa (creadora y no de simple distracción o entretenimiento). Frente a esta “imposible entrada en la vida” (Gauchet), el psicoanalista puede parecer otro refugio familiar y lo que pudiera representar un adelanto bien puede ser un repliegue.
Freud vuelve sobre este lugar central de la familia cuando ubica en ésta la formación del superyó: “el paciente, escribe, colocando al analista en lugar de su padre –o de su madre-, también le confiere el poderío que su superyó ejerce sobre el yo, pues estos padres fueron otrora origen del superyó” 18, a reserva de que el neurótico (con toda suerte de problemas en el superyó) deba ser –en palabras del propio Freud- sujeto a una “reeducación” (sic). Digamos por lo pronto que con esta concepción de la transferencia –el psicoanalista ocupa el lugar de una figura parental-, una psicología social con amplitud de miras queda excluida, el mundo exterior no es formador ni “alentador” –en el ser-en-sociedad- y el centro de la energía pulsional está en las relaciones familiares, algo que, dicho sea de paso, limita notoriamente las múltiples posibilidades que de otro modo se le abrirían a la sublimación. Con todo, no hay que omitir que en algún momento Freud llama a luchar contra la inercia psíquica (que, agreguemos, este encierro familiar puede conllevar, aunque el autor austríaco no lo diga): “”Así, dice Freud, no puede convenirnos cierta inercia psíquica, una escasa movilidad de la libido que no quiere abandonar sus fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la capacidad de la persona para sublimar sus instintos, así como su facultad para elevarse sobre la vida instintiva grosera y, por fin, la potencia relativa de sus funciones intelectuales”19. Nada en estas líneas opone la emoción –menos aún rebajándola al instinto- a una sublimación que entonces sí resulta ser creación e involucra al intelecto (seguramente que en su sentido más amplio). Freud no ha descartado el ser-en-sociedad, pese a la preeminencia del cuadro familiar. Incluso cuando el mismo Freud considera que el psicoanalista sustituye en cierto modo la función parental, no deja de tomar en cuenta una dimensión formadora: “Aunque servimos al paciente en distintas funciones, escribe, como sustitutos de la autoridad de los padres, como maestros y educadores, nuestro mayor auxilio lo rendimos cuando, en calidad de analistas, elevamos el nivel normal de los procesos psíquicos de su yo”20; lo que, añade Freud, supone despertar en el paciente un “interés intelectual”, textualmente21. Queda por saber si la familia informal puede tener una función educativa donde no busca más que “dejar en libertad” al infante y “reprimirlo” lo menos posible. Y desde luego, queda por saber si el psicoanalista puede seguir la orientación mal que bien sugerida en Freud o si buscará recrear a la vez el cuadro familiar y la libertad sin mayor dirección de sublimación.
Freud no escribió en cualquier momento. Su trabajo coincide en Austria con el auge del marginalismo económico, vigente hasta hoy en la enseñanza de la microeconomía (el comportamiento de los agentes individuales en el mercado), y para el cual el trabajo no es más que un factor más de producción y la clave está en la inversión. Para el marginalismo, lo más importante es la capacidad para evaluar el costo-beneficio de cualquier actividad económica (maximizar la ganancia, minimizar el costo). En Esquema del psicoanálisis Freud vuelve sobre una representación del individuo que lo coloca en la posición de calcular, si bien este cálculo no está mencionado como tal. ¿Cómo se define la actividad del yo? Básicamente, por la búsqueda de la autoconservación, algo en lo que Freud no se explaya, pero que no está reñido a primera vista con el cálculo: “el yo, escribe Freud, se ajusta a la consideración de las tensiones excitativas que ya posee o que le llegan. Su aumento se hace sentir en general como displacer, y su disminución, como placer (…) El yo tiende al placer y quiere eludir el displacer. Responde con la señal de la angustia a un aumento espero y previsto de displacer, calificándose de peligro el motivo de ese aumento, ya amenace desde fuera o desde dentro”22. En otros términos, “estos procesos –explica Freud en otro texto a propósito del principio de placer- aspiran a ganar placer; y de los actos que pueden suscitar displacer, la actividad psiquica se retira”23. La función constructiva del yo consiste, siempre según Freud, en “(…) insertar, entre la exigencia instintiva y el acto destinado a satisfacerla, una actividad ideativa que, previa orientación en el presente y utilización de experiencias anteriores, trata de prever el éxito de los actos propuestos, por medio de acciones de tanteo o ‘exploradoras’. De esta manera, el yo decide si la tentativa de satisfacción debe ser realizada o diferida, o bien si la exigencia del instinto habrá de ser reprimida de antemano, por peligrosa (principio de realidad)”24. Dejemos en claro que la actividad ideativa no equivale forzosamente al cálculo (es algo que no está dicho tal cual en Freud), aunque podría confundirse aquélla con éste. Lo que sorprende es que el mundo exterior está para satisfacer al yo –para dar placer- con el mínimo displacer, y de no ser así, este mismo mundo resulta “peligroso”. Se corre el riesgo de que el cálculo placer/displacer, asociado a satisfacción/peligro, sea identificado con el principio de realidad; no se está lejos de una “economía” donde el juicio de realidad está remplazado por el cálculo, si bien no es lo mismo hacer un juicio que calcular. Aquí se encuentra entonces enunciado en la ambivalencia el “principio de placer” que de todos modos Freud llegará en algún momento a relativizar: es un placer familiar, “emocional”, pero que implica al mismo tiempo el cálculo más frío.
Aunque no habla de calcular, Freud traduce el principio psíquico a un lenguaje económico. “En la teoría psicoanalítica, explica, adoptamos sin reservas el supuesto de que el decurso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio de placer (…) Cuando consideramos con referencia a ese decurso los procesos anímicos por nosotros estudiados, introducimos en nuestro trabajo el punto de vista económico”25. Se trata en la búsqueda del placer de “hacer economía” del displacer. “Así como el yo-placer no puede más que desear, dice por lo demás Freud, trabajar por la ganancia de placer y evitar el displacer, de igual modo el yo-realidad no tiene más que aspirar a beneficios y asegurarse contra perjuicios. En verdad, la sustitución del principio de placer por el principio de realidad no implica el destronamiento del primero, sino su aseguramiento. Se abandona un placer momentáneo, pero inseguro en sus consecuencias, sólo por ganar por el nuevo camino un placer seguro, que vendrá después” 26. Dicho así, parecería obvio que nadie querrá perjuicios. “En su mayor parte, considera Freud, el displacer que sentimos es un displacer de percepción. Puede tratarse de la percepción del esfuerzo de pulsiones insatisfechas, o de una percepción exterior penosa en sí misma o que excite expectativas displacenteras en el aparato anímico, por discernirla como ‘peligro’. La reacción frente a esas exigencias pulsionales y amenazas de peligro, reacción en que se exterioriza la genuina actividad del aparato anímico, puede ser conducida luego de manera correcta por el principio de placer o por el de realidad, que lo modifica”27. Llama la atención la asociación de displacer con “esfuerzo” pulsional y la percepción del exterior como peligro que obliga a buscar la autoconservación.
III. Psicologización de la vida cotidiana: ¿la emoción como “filosofía de vida”?
Freud abrió en distintos textos el camino a la aparición de una psicología social, aunque ésta no suela ser muy tomada en cuenta en mucha de la práctica psicoanalítica, que se centra en el individuo, sus emociones y sus figuras parentales. Ambos aspectos –el del individuo tomado de modo aparentemente separado de la sociedad y el de la importancia dada a las emociones- no dejan empero de ser más problemáticos y menos evidentes de lo que parecen. Como sea, no habría nada más natural que ocuparse del individuo – entiéndase que en busca de placer (¿quién preferiría el dolor?)- y de sus emociones. Estas pueden aparecer a su vez como lo más natural del mundo, a tal punto natural que debe ser exteriorizado y de tal modo que el individuo sea “él mismo”, alguien “auténtico” (¿y tal vez completamente transparente?).
Del mismo modo en que no es tan obvio que todo individuo deba regirse “eternamente” por el cálculo “económico” de placer/beneficio y displacer/costo, tampoco es evidente que las emociones –a flor de piel o inconscientes- sean naturales por el solo hecho de ser emociones. Hay aquí una toma de posición que privilegia la emoción –y lo sensorial- sobre la razón, haciendo con frecuencia aparecer a esta segunda como artificial, “no auténtica”. Cierto sentido común –distinto de una sabiduría común, dicho sea de paso- parece reforzar esta percepción: “el corazón tiene sus razones que la razón no conoce” (Pascal), y a diferencia de una razón que parece necesitar de un esfuerzo, del cogito ergo sum (el pensar), con el cuidado de la lógica e incluso de la exposición clara, el sentimiento (confundido con la emoción) es algo que “nace” (“nace del corazón”) y que es espontáneo; no tiene “razón” o explicación, ni necesidad de ellas, porque es natural. Desde el momento en que es espontánea y en que “es”, la emoción difícilmente admite cuestionamiento.
Esta visión muy naturalizada es el lugar ideal para colocar –sin que sea visto- un dispositivo social que difícilmente podrá detectarse. Es así que el Hombre actual está casi obligado a “expresarse”, entiéndase que a mostrarse emocionalmente, de ser posible en absolutamente todas sus facetas. Cierta vulgarización del psicoanálisis facilita esta especie de obligación de “mostrarse emocionalmente”: quien no manifieste todas sus emociones (¿reales?¿supuestas?) será un “reprimido” (cuando no un “intelectual” en el sentido más peyorativo de la palabra). Digamos de paso que cierto psicoanálisis arriesga aquí una cercanía excesiva con lo que se conoce como “literatura de autoayuda” e incluso con las revistas de moda, que suelen concentrarse en las revelaciones sobre la vida emocional de tal o cual vedette. En ambos casos ha desaparecido la dimensión social y política, aunque no pueda decirse lo mismo de la economía: el ideal es el hombre de dinero individual (hombre “de éxito”) con lo que se ha dado en llamar “un lado muy humano”. En la vida cotidiana, “ello” da en la necesidad recurrente de “intimar” y “confesar” en las relaciones interpersonales.
Al seguir anteriormente a Gauchet cuando éste habla de “ser en sociedad” y de “estar en deuda con…”, aceptamos una visión antropológica que pareciera remitir al lazo social tal y como lo entendiera Marcel Mauss (Ensayo sobre el don) en su antropología (saber dar, saber recibir, saber devolver). Lo importante no es lo que este lazo dice “emocionalmente”, justamente: es lo que dice desde el punto de vista de la reproducción de la sociedad, y dice en efecto que el intercambio es necesario para esa reproducción. Hay así en Gauchet y desde Mauss una visión a la vez sociológica y antropológica que bien pudo estar inscrita también en el inconsciente social, si lo hay, y que toca así a buena parte de lo que está en juego en el psicoanálisis, que no es nada más lo íntimo. Distintos estudios antropológicos dan por sentado –al menos desde el momento en que aceptan una perspectiva como la de Mauss- que una sociedad debe fomentar el intercambio entre sus miembros para sobrevivir y reproducirse. Este espacio de intercambio no es más que un espacio común, un mercado sencillo: los individuos necesitan encontrarse en un espacio de intercambio (que no es únicamente económico) para que la sociedad sobreviva –y con ella sus integrantes, los mismos individuos.
En su forma moderna, este intercambio supone un contrato, sin ir mucho más lejos (hasta el contrato social de Rousseau, por ejemplo). Podría decirse que el trabajo psicoanalítico puede suponer distintas variantes de un contrato y por ende de un intercambio, aunque solo sea porque casi siempre el análisis es un servicio remunerado y debiera implicar tal vez y de paso alguna forma de “pacto”- llegar a una transferencia. Bien puede suceder que sea la ruptura social de esta forma contractual la que esté también afectando hoy a un psicoanálisis que reconoce a veces dificultades nuevas con pacientes que no conocen este intercambio, o que no lo anhelan (también está desde luego el analista que, dicho sea en términos lacanianos, olvida que no es un amo sino un “supuesto sujeto saber”). Ni siquiera está claro entonces el “fin” –en todos los sentidos- del análisis. No está de más señalar que en la actualidad una perspectiva como la de la resiliencia propone otra posibilidad: un trabajo psicoanalítico puede curar y llegar a un “fin”, pero una sociedad puede volver a golpear y hacer tambalear lo adquirido. Ocurre lo mismo que con el reo que rehabilitado al salir de prisión, vuelve a las redes de la delincuencia, o que con el rehabilitado de una adicción a una droga que regresa a ella inducido por el señuelo de ciertas “amistades”.
¿En qué va más allá Gauchet? En afirmar que el contrato antiguo de interés mutuo ya no tiene mayor cabida en las relaciones interpersonales actuales. Esto no deja de plantear serios problemas sobre el alcance de la palabra dada. “Idealmente, dice este autor, lo que se puede tolerar al máximo como neutralización del vínculo afectivo entre las personas es el contrato, el acuerdo basado en el interés mutuo a falta de reconocimiento interpersonal. Pero incluso al interior de esta esfera del contrato, la psicologización de las relaciones sociales es una regla. No es necesario ir más lejos para buscar la extraordinaria dificultad que padecen nuestras sociedades para hacer funcionar las relaciones de autoridad. La relación de autoridad solo marcha si es impersonal. Resulta que jerárquicamente, usted y yo ocupamos una función que nos pone en posición de representar algo que no somos nosotros, pero que es, en general, la eficacia de la organización en cuyo interior estamos inscritos. Es algo ejercido desde luego por personas pero es también evidentemente impersonal (…) Ahora es la cosa más ininteligible, e inconscientemente ininteligible, incluso para gente que está de acuerdo con esos principios en teoría, pero que se vuelve incapaz de ponerlos en práctica a partir del momento en que se encuentra en relaciones afectivas entre personas”28. Dicho sea de otro modo, la norma del contrato no funciona y es posible agregar que es también una distancia la que tampoco parece funcionar, puesto que lo impersonal supone por lo menos cierto distanciamiento (si bien Gauchet se encarga de precisar que nunca es completo y que el margen intersubjetivo existe). Esta norma ha sido remplazada por otra, la afectiva, la cual, agreguemos, implica un acercamiento permanente, a riesgo de que, dicho sea “lacanianamente”, el acercamiento cada vez mayor, que se lleva a cabo en nombre de la afectividad, termine por conllevar también la ruptura del o la inexistencia del límite.
Para Gauchet, la norma es la deformación de las relaciones desde el vínculo privado: esto se debe al surgimiento de un individuo “privado” y “privatizado” en su manera de concebirse y de representarse los vínculos con una sociedad que le parece inexistente, porque se cree desconectado del colectivo, aún sin estarlo forzosamente (Gauchet, 2013: 13): “vemos aparecer (…) un individuo, dice Gauchet, considerado psíquicamente en su personalidad más profunda en desconexión de una sociedad a la que por lo demás pertenece por todas sus fibras”28. Este individuo aparece en libertad absoluta y sin ataduras con un mundo que al mismo tiempo está dado. Entretanto, nada limita la intrusión de lo privado en el campo social, “disponible”, ni por ende la intrusión de lo emocional de cada quien: según Gauchet, el presupuesto del nuevo individualismo es que el individuo debe “estar resintiendo”29. Ocurre así lo que Gauchet llama “psicologización de las relaciones sociales”: “esto quiere decir también –observa- luchas a muerte de las consciencias por el reconocimiento, como lo dice un autor muy ilustre, y lucha, en particular, en todas las relaciones marcadas por la organización jerárquica” 30.
El cálculo está tal vez al servicio de esta búsqueda de reconocimiento, que a lo mejor no sea sino otra variante del principio de placer –o incluso del goce, para el psicoanálisis lacaniano. Esas mismas luchas a muerte indican que el límite ha desaparecido y que lo que ha quedado es la relación entre “fuerzas emocionales”, que por cierto no son equivalentes del amor (la literatura psicológica que ha trabajado las figuras del perverso narcisista y del codependiente detectan bien la anomalía). El don de Mauss, el intercambio derivado de aquél e incluso el contrato como simple pacto o como algo formalizado cumplían en las relaciones interpersonales/intersubjetivas un papel pacificador, que sociedades anteriores parecen haber conocido y valorado. Hay en la psicologización actual una contradicción: la desaparición de esta fuerza pacificadora contractual y conduce a luchas de reconocimiento (¿de poder?) en las cuales es probable que la competencia de todos contra todos sea particularmente dura. La norma afectiva, norma del amor o de a felicidad (the pursuit of hapiness, dice la Constitución estadounidense), parece llevar muy paradójicamente al forcejeo generalizado. ¿Por la “psicologización”? Aquí nos distanciamos de Gauchet: en realidad, es un acercamiento que toma el lugar de la distancia e impide entonces ver con claridad –la de la distancia misma- el cálculo que sin embargo es evidente desde el momento en que cada quien, sin renunciar a nada ni tener sentido del límite, y por lo demás sin educación para la socialización “en sociedad”, se “apersona” en el espacio social a reclamar “lo suyo” y el reconocimiento, pero también a buscar y calcular el mayor placer con el menor displacer.
Hay un señalamiento interesante de Gauchet sobre este cuasi-culto al amor/felicidad: “los hechos del lenguaje y los hechos sociales –dice Gauchet- se entrecruzan en el culto a la emoción que está en el corazón de la cultura mediática y cuyos efectos resplandecen en todas las direcciones” 31. Aunque parezca que se trata simple y llanamente de expresar algo de lo más natural, la emoción, ésta se encuentra vehiculada –como se encuentra moldeada- en un culto que es artificial, aquí en el sentido de que es algo fabricado, digamos que “concebido”. Una cosa es que la emoción “sea” natural; otra cosa distinta es que “sea mostrada como” natural, y que más de uno considere que, más que ser en verdad natural, debe “mostrarse como si fuera” natural, lo que ya es cálculo –como nada le impide a un medio de comunicación calcular el rating de tal o cual conmoción emocional.
IV. ¿Qué tipo de “filosofía de vida”?
El individuo moderno quiere a la vez una suerte de “desapego” de lo colectivo (digamos que del “nosotros” en el que compartir es lo contrario del egoísmo) y el suficiente apego como para no encontrarse por completo fuera y sin beneficios. Ha desaparecido del horizonte del individuo la sociedad a la cual al mismo tiempo pertenece –y de la que no quiere alejarse demasiado. ¿Qué puede ser entonces lo que hay en este espacio que no es un “nosotros” compartido y que no supone deuda ni obligaciones? Es un extraño “soporte” que ya había sido descrito por Martin Heidegger al referir al “uno” en El ser y el tiempo, un “uno” que permite “estar con otros” sin responder de nada ni ante nadie, aunque si recibiendo esta forma de existencia en común. Es el “uno” del “se”: “disfrutamos y gozamos como se goza, escribe Heidegger; leemos, vemos y juzgamos de literatura y arte como se ve y juzga; incluso nos apartamos del “montón” como se apartan de él; encontramos sublevante lo que se encuentra sublevante. El “uno”, que no es nadie determinado y que son todos, si bien no como suma, prescribe la forma de ser de la cotidianeidad” 32. Tal vez otros llamarían a este “uno” un fenómeno gregario, pero lo cierto es que permite “pertenecer” (y obtener los beneficios de esta pertenencia) sin responder concretamente devolviendo. Heidegger señala: “el ‘uno’ es en y por todas partes, pero de tal manera que siempre se ha escurrido ya de dondequiera que el “ser ahí” urge a tomar una decisión. Pero por simular el “uno” todo juzgar y decidir, le quita al “ser ahí” del caso la responsabilidad. El ‘uno’ puede darse el gusto, por decirlo así, de que ‘uno’ apele constantemente a él. Puede responder de todo con suma facilidad, porque no es nadie que haya de hacer frente a nada. El ‘uno’ ‘fue’ siempre, y sin embargo puede decirse que no ha sido ‘nadie’. En la cotidianeidad del ‘ser ahí’ es lo más obra de aquel del que tenemos que decir que no fue nadie” 33. En esta fusión, “todos son el otro y ninguno es él mismo. El ‘uno’ con que se responde a la pregunta acerca del ‘quién’ del ‘ser ahí’ cotidiano, es e ‘nadie’ al que se ha entregado en cada caso ya todo ‘ser ahí’, en el ‘ser uno entre otros’” 34. El individuo hace lo que “uno” hace. Esto explicaría el remplazo del antiguo don (dar, recibir, devolver) por otra secuencia (recibir, no devolver, guardarse), puesto que, en el “uno” en el que se está con otros, en fusión, puede parecer natural recibir pero no aparece nadie para reclamar una devolución, lo cual puede estar igualmente en el origen de una “educación” en familia en la que “se” prepara para recibir (el “hijo del deseo” no hace más que recibir bajo forma gratuita) sin preparar para dar o incluso para obligarse a dar y/o devolver; el “uno” no lo pide –no es nadie-: traducido a la “economía” de la que hemos hablado, el ideal es el de la gratuitad del beneficio (la ganancia sin costo). Gauchet no la menciona, pero es otra perspectiva la que “priva” aquí. Heidegger no reconoce la “deuda” que en cambio en algunas antropologías (como la de Mauss) equivale a “obligación” y llama a dar, a recibir y a devolver: El ser y el tiempo recusa la deuda como si se redujera a una “culpa” (algo muy diferente de la antropología planteada) y rechaza explícitamente “(…) la referencia a un deber y una ley faltando a los cuales carga alguien con una deuda”. Para alguien “el invocar el ‘uno mismo’ –considera Heidegger- significa avocar el más peculiar ‘sí mismo’, a volverse a su ‘poder ser’, y esto en cuanto ‘ser ahí’, es decir, ‘ser en el mundo’, ‘curándose de’ (ocupándose de, nota nuestra) y ‘ser con’ otros”35.
Lo que resta al “sí mismo” es hacerse de un “yo” que es un “poder ser propio”, que parezca lo más auténtico posible. Para Heidegger es una “singularización”36, sin duda del “singular arrojado”, aunque es, creemos, el “particularismo” de un “uno” que no es universal (no es un “nosotros”) porque cada “sí mismo” no está en deuda más que consigo mismo. Así, “únicamente el buscar la orientación fenoménica en el sentido del ser del ‘poder ser sí mismo’ propio pone en estado de discutir qué derechos ontológicos puede reivindicar la sustancialidad, simplicidad y personalidad como caracteres del ‘ser sí mismo’”. Aquí, el sujeto no afirma gran cosa, pero es “sí mismo”, “auténtico”, exactamente como el hijo deseado de Gauchet: “único” sin ser al “como los demás”, puesto que estos no existen aunque al “yo” lo orienta el “uno”. Heidegger, quien ya ha hecho al “uno” indeterminado (de tal forma que no responde ante nada concreto), señala sobre el “yo”: este “mienta en cada caso a mí y a nada más. Al ser esta cosa tan simple, tampoco es el ‘yo’ ninguna determinación de otras cosas; no es él mismo predicado, sino el ‘sujeto’ absoluto”37, seguramente entonces con la creencia en una libertad igual de absoluta. Hurgando en lo que describe Heidegger reencontramos al individuo de Gauchet: amparado en el “uno” que le ha regalado la libertad absoluta, la de ser “auténtico”, “sí mismo”. El regalo sin contrapartida ha tomado aquí el lugar del don, que siempre la exige; el contrato ha dejado de existir (más aún si ya no es posible ver el origen de este regalo del “uno”, porque “no hay nadie”). “Se” está así ante el “uno” sin tener que responder de nada. La familia desinstitucionalizada de Gauchet es justamente el “uno” por el cual en lugar de intercambio hay una psicologización del regalo sin contrapartida, regalo hecho “por amor”, aunque se asemeja a la total permisividad. Tal vez es el tipo de transferencia que más de uno puede esperar en el psicoanálisis actual y complicarlo, ya que las defensas no están claras en quien es “toda emoción” y soltura ( o desenvoltura), a diferencia de las antiguas neurosis e histeria donde había algo reprimido.
CONCLUSION
En la época reciente de desinstitucionalización de la familia se llega a hablar de ésta como de una “inversión”: la familia –el “uno” al que nos referimos más arriba- pareciera ser la mejor inversión y la sociedad, en cambio, la más riesgosa, siempre presentada como algo repleto de peligros y entiéndase que de potenciales pérdidas. La búsqueda de esa “inversión” es también una comodidad –la del apego eterno- que se sirve del cálculo para reproducirse autoconservándose como “célula básica”. Parte del problema seguramente pase por un tipo de “educación” para la “libertad” en el niño que busca ahorrarle cualquier displacer, equiparando por lo demás éste con la obligación. El problema está en la cercanía de este enunciado del principio de placer con el mundo del consumo (el inversor en cierto modo consume factores de producción, pero no trabaja él): el mundo del trabajo sabe que difícilmente hay placer sin cierto grado de displacer (ya no se diga el trabajo agotador sin creación), lo mismo que el artista en la actividad creativa (puede ser, pongamos por caso, un artesano). En el mundo del trabajo y en el de la creatividad artística (como por lo demás en la ciencia o en el deporte), no existe tal cosa como la “evitación del displacer” y mucho menos del esfuerzo.
El psicoanálisis puede partir en dos direcciones, según tome o no en cuenta la necesidad de sublimación: la primera, no reñida con la visión de Freud, puede –respetando la individualidad del paciente- orientarlo en parte a buscar crear en sociedad, si ésta lo permite. En cambio, otra orientación del mismo psicoanálisis tal vez pueda agravar el problema: entre apego y afirmación del Yo, éste no hará más que servirse de cada familiaridad –en un estilo con frecuencia light o cool-para calcular en toda libertad y a conveniencia el beneficio propio “pagando lo menos”. En este segundo caso, el psicoanálisis –para la familia informal- puede conllevar dificultades para el lazo social y más bien corroerlo.
Freud dejó las cosas hasta cierto punto en la ambivalencia: aún reconociendo la importancia de la “psicología de los pueblos” e influencias culturales parecidas, cifró sus esperanzas de un análisis “terminable” –a diferencia del “interminable”- en el resquebrajamiento de las defensas con frecuencia adquiridas en la infancia. “La intensidad constitucional de las pulsiones y la alteración perjudicial del yo –dirá Freud-, adquirida en la lucha defensiva, en el sentido de un desquicio y una limitación, son los factores desfavorables para el efecto del análisis y prolongar su duración hasta lo inconcluíble” 38, a lo que agrega el “influjo de los traumas” 39. Freud se pregunta si es posible tramitar de manera duradera y definitiva, mediante la terapia analítica, un conflicto de la pulsión con el yo o una demanda pulsional patógena dirigida al yo 40. Siempre en “Análisis terminable e interminable”, uno de los puntos clave a vencer parece ser el de las represiones. Puede sin embargo que en lo que el psicoanálisis actual tiene que enfrentar, el problema no sea tan evidente, ni siquiera como “problema”: la ostentación de la emoción –en total libertad, a diferencia de lo que las defensas del neurótico o la histérica parecían “esconder”- puede sugerir que no hay represión, y el origen incluso parental de tal o cual enfermedad puede a su vez haberse diluido en el “uno” que “lo ha dado todo”. Así las cosas, la psicologización descrita llega tal vez a velar la desinstitucionalización de la familia, la generalización de un cálculo incluso inconsciente y la angustia de fondo ante el “costo” del “ser en sociedad”, donde el “uno” se convierte en “alguien” –en pareja o en el trabajo, por ejemplo.
1 Lasch, Christopher (2009), Refugio en un mundo despiadado, Gedisa: Barcelona.
2. Gauchet, Marcel (2004), La democracia contra sí misma, Rosario: Homo Sapiens, p. 189
3. Gauchet, Op.cit., p. 190
4. Gauchet, Ibid., p. 190
5. Gauchet, M. (2008). L’impossible entrée dans la vie, Bruxelles, Temps d’arret, p. 23
6.-Gauchet, Op.cit., p. 6
7.-Gauchet, Ibid., p. 25
8.-Gauchet, Ibidem., p.10
9.-Gauchet, Ibidem, p. 25
10.-Gauchet, Ibidem, p. 10
11.-Gauchet, bidem, p.11
12-Gauchet, La democracia…, Op.cit., p. 13
13.-Gauchet, Op.cit., p. 203
14. Gauchet, Ibidem, p. 203
15. Gauchet, Ibidem., p.203
16.-Gauchet, Ibidem., p. 203
17. Freud, Sigmund (2014), Esquema del psicoanálisis, México: Paidós, p.15
18. Freud, Op.cit., p. 16
19. Freud, Ibidem, p. 66
20. Freud, Sigmund (2012), Obras Completas, vol XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, p. 65
21 Freud, Esquema…, p. 65
22.Freud, Op.cit, p. 13
23. Freud (1986), Obras Completas, vol. XII Buenos Aires: Amorrortu, p. 224
24. Freud, Esquema…, p. 93
25.- Freud (2012), p.7
26. Freud, Obras Completas, vol. XII… p. 228
27.- Freud, Obras Completas, vol. XVIII, p. 11
28.-Gauchet, Marcel; Charles Melman, con Philippe Sollers (2013). “La maladie d’amour”, La célibataire, no 26, automne., Paris, p. 15
29, Gauchet, Op.cit., p. 11
30, Gauchet, Ibid., p.15
31.-Gauchet, Ibidem,. P. 11
32.- Heidegger (1988), El ser y el tiempo, México: Fondo de Cultura Económica, p. 143
33, Heidegger, Op.cit., p. 144
34, Heidegger, Ibid., p. 144
35, Heidegger, Ibidem., p. 308
36. Heidegger, Ibidem, p. 350
37, Heidegger, Ibidem, p. 345
38.-Freud, Obras Completas,vol. XXIII, p. 223-224
39. Freud, Op.cit., p. 227
40.-Freud, Ibid. P. 227
REFERENCIAS
Freud, S., (2014), Esquema del psicoanálisis, México: Paidós
Freud, S. (1986) Obras Completas, V. XII, Buenos Aires: Amorrortu
Freud, S. (1980) Obras Completas, V. XXIII, Buenos Aires: Amorrortu.
Freud, S., (2012), Obras Completas, V. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu
Heidegger, Martin (1988). El ser y el tiempo, México: Fondo de Cultura Económica
Gauchet, M, (2004), La democracia contra sí misma, Rosario (Argentina): Homo Sapiens
Gauchet, M., (2008). L’impossible entrée dans la vie, Bruxelles: Temps d’arrët
Gauchet, Marcel; Charles Melman, con Philippe Sollers (2013). “La maladie d’amour”, La célibataire, no 26, automne.Paris
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