Maximiliano Korstanje
International Society For Philosophers
maxikorstanje@arnet.com.arResumen
El presente ensayo tiene como función discutir críticamente la relación existente entre delincuencia y terrorismo tanto en forma idiosincrática del latinoamericano como del anglosajón. El crimen local alude a un “yo” desarreglado de un contexto nacional más amplio porque ha sido víctima de grandes procesos de privación e inestabilidad. En sociedades donde el sistema económico no ha sido estable en los últimos diez años, el miedo toma forma de “delito”, mientras que las sociedades con sistemas productivos más estables, el terrorismo ocupa el lugar. El terrorismo apela a construir el temor por medio de un “ethos-colectivo” donde lo que está en juego no es una sola persona, sino los valores nacionales, el estado y todos los ciudadanos. Empero ambas construcciones son mecanismos ideológicos de adoctrinamiento interno que funcionan cerrando las alternativas de decisión en un contexto donde la centralización económica laboral implica la ruina de miles de ciudadanos.
Palabras Claves, Miedo, Crimen, Terrorismo, Estados Unidos.
Para citar este artículo puede uitlizar el siguiente formato:
Maximiliano Korstanje (2015): “Seguridad”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, n. 27 (enero-marzo 2015). En línea: http://www.eumed.net/rev/cccss/2015/01/seguridad.html
Una de las cuestiones que hacen a la seguridad responde a su misma imposibilidad. El problema de la seguridad es una de la prioridad de la mayoría de los partidos políticos, pero paradójicamente ningún estado ha podido reducir las tasas de crímenes y robos en las grandes urbes mundiales. Como bien advierte Zygmunt Bauman, la idea de criminalizar y penalizar al otro se debe más a su categoría de pobre, o de persona inmóvil cuyas características personales lo excluyen del sistema de consumo, que por su predisposición al delito (Bauman & Lyon, 2013). En este sentido, la mayoría de las culturas latinoamericanas ha asistido a una nueva clase de temor en donde el delito y el crimen ocupan el lugar que el terrorismo adquiere en las sociedades del norte (Korstanje, 2010; 2013; Kessler, 2006; Entel 2007; Murillo 2008). Los argentinos han sufrido dos atentados terroristas importantes en la década de los noventa, aun cuando la mayoría de ellos considera que “el terrorismo” es un problema estadounidense exclusivamente (Skoll & Korstanje, 2012; Green 2010). Empero ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la seguridad?.
La filósofa italiana, Andrea Cavalletti sugiere que la ciudad nace como dispositivo bio-político en donde las fuerzas externas del orden confluyen con el mundo interior. La ciudad remite siempre a una economía de la disciplina, cuya expresión del orden es la seguridad. Es, precisamente, el estado moderno el cual promulga la idea de bienestar común, o de felicidad común acorde a criterios de racionalidad específicos. El discurso moderno en materia política apuntaba sentar las bases epistémicas para la detección y aislamiento de aquellas “amenazas” que podían atentar contra el bienestar de todos. A la vez que el mundo fuera de la muralla era visto como hostil e inseguro, el seno de la ciudad se presentaba como un espacio deseado, y anhelado, sometido al orden linean y jerárquico de la autoridad. Barrios, calles, plazas bien delineadas, planificadas bajo el ojo atento de la racionalidad (Cavaletti 2010).
No obstante, el proceso de globalización también ha alterado las formas en las cuales se construye el conceso dentro de las ciudades urbanas. En esta perspectiva de pensamiento, Zygmunt Bauman advierte que la idea de Panóptico tal y como fuera desarrollada, primero por Bentham y luego por Foucault remite a una forma de control donde pocos controlan a muchos. La pieza clave para que esta lógica funcione es que esos muchos no deben estar familiarizados con los movimientos de esos pocos. El panóptico alude a que el prisionero no tenga certeza sobre la posibilidad que el guardia lo observe, a la vez que este último puede eludir el control visual del prisionero. Empero, esta forma de disciplina ha cambiado a una nueva condición, el sinóptico, espacio donde ahora muchos observan a pocos. Uno de los casos más representativos de estos espacios son los reality show como Gran Hermano, donde un grupo de concursantes entra en competencia con el fin de ganar un premio. Su vida privada y sus negociaciones son observadas por miles de telespectadores alrededor del mundo. Ello sugiere sólo una cosa. El sistema capitalista postmoderno habilita una movilidad global para un limitado grupo de personas, a la vez que impone una localización extrema para quienes no pueden consumir, que son la mayoría de la sociedad. El discurso de la movilidad olvida los miles de millones que deben permanecer atados al territorio, también los esfuerzos estatales para disminuir la entrada de extranjeros en el primer mundo. La elite ya no queda atada a un reino, o ciudad, sino que es global. Siguiendo este mismo punto de discusión, agrega Bauman, el sistema productivo arroja ciertas cifras que son escalofriantes. El 80% de la riqueza del mundo queda en manos de apenas el 20%, lo cual implica que el restante 80% de la población mundial apenas subsiste. Por ende, podemos pensar que la movilidad es apenas un proyecto reservado para unos pocos, aun cuando la ilusión es hacernos creer que es un bien extensible a todos (Bauman, 2008).
En este sentido, Korstanje establece una tesis por demás particular. Lo importante del Gran Hermano no es analizar quien mira a quien o porque lo hace, sino la que su lógica de dominación subyace en dos elementos claves del ethos capitalista. El primero es la unicidad y el segundo, el temor. Max Weber no equivocó su diagnóstico sobre el capitalismo cuando afirma que existe evidencia que prueba éste deriva del ethos protestante. A diferencia de la cosmología católica, anclada en el presente, el protestante parte de la tesis que la salvación del alma se encuentra de forma predestinada en el Libro de la Vida. La ciudad protestante ha sido construida por encima de las demás (uphill city) para demostrar no solo su superioridad moral sino su sentido de exclusividad. Los protestantes, nómadas constantes en busca de un pacto con su Dios, reconocen su imposibilidad de poder saber “quien es el elegido para entrar al reino de los cielos” y por ello deben demostrar a otros por sus actos que pueden pertenecer al círculo sagrado. El anglosajón es en parte un “achiever”, una persona que basa su propia identidad en lo que puede lograr creando de esa manera una forma de autoridad nueva y desconocida para las sociedades tradicionales, la meritocracia. El sentido de seguridad en el mundo anglo-sajón no se encuentra determinado por el presente, sino por el futuro. Lo importante no remite a lo que pasa, sino a lo que puede pasar en un futuro cercano, si es que no se hace nada. El sentido mismo de la amenaza se encuentra pre-asociado a la acción. El alma debe ir hacia el futuro para conseguir respuesta a sus preguntas, para convencerse que pertenece al círculo de los salvados por el Señor. En el mundo medieval católico este dilema es inexistente. El hombre reconoce su capacidad de ser salvado en sus propias obras, o en lo que puede hacer en el presente. Por ende, no requiere más que de ayudar al otro. La caridad es a la sociedades católicas un criterio para entrar al reino de los cielos, mientras para los anglosajones representa lo peor de un espíritu agobiado por la vagancia y la falta de respeto por uno mismo (Korstanje, 2014).
No es extraño por ese motivo no solo que el capitalismo haya nacido en ciudades de raigambre protestante (por su apego a la realización y a la extra-ordinariedad), sino que sean sistemas productivos altamente desiguales donde la gloria de pocos equivalen a la ruina de todos. No menos paradójico parece ser que, esta clase de “darwinismo social” donde prima la lucha del más fuerte, sea una característica de muchas instituciones sociales actuales, algunas establecidas como formas de entretenimiento y otras de naturaleza más política. Seguramente uno de los cambios que mejor representa este nuevo espíritu protestante es el apego de las sociedades modernas al Mundial de Futbol FIFA. El arquetipo de este tipo de competencias se establece bajo el mensaje que solo la gloria pertenece a un equipo. Si los ya tradicionales juegos Olímpicos promovían una suerte de multi-ganadores donde cada nación tenía acceso a una medalla, el mundial FIFA es precisamente todo lo contrario. De todos los equipos que participan, solo uno alcanzará la gloria absoluta (Korstanje, Tzanelli y Clayton 2014). La misma lógica subyace no solo en gran hermano sino en el mercado laboral desregularizado, donde las personas no tienen garantizado el trabajo a largo plazo sino es a través de contratos temporales. Esta clase de espectáculos dicen más por lo que callan que por lo que abiertamente admiten. El mensaje, en el fondo, es que ir por todo abre la puerta a aceptar un riesgo, el riesgo de perderlo todo por un ideal. Empero ninguno de los participantes, ni de los trabajadores, saben o reconocen sus propias posibilidades de organización respecto a la lucha sindical sino es por medio de la competencia. Cada trabajador (al igual que el deportista) entrará en competencia con su par con el fin de lograr “calificar” para un puesto de trabajo, para un ascenso, o para ser gerente. En el fondo no se trata de otra cosa más que demostrar que “uno es parte de algo especial, del círculo de los elegidos por el Dios Mercado” (Bauman 2001).
Partiendo de este supuesto, el segundo elemento discursivo que sustenta la maquinaria capitalista, es el miedo. Si hay una lección que podemos aprender de los noventa, esa lección es que las masas se pueden auto-organizar para protestar por las promesas incumplidas del mercado. Estos jóvenes utópicos y con miles de preguntas, pueden agruparse en Seattle para hacer colapsar a la conferencia de Comercio más importante del mundo, pero no menos cierto es que el terror instalado por el 9/11 no solo debilitó sustancialmente toda lucha organizada, a los líderes sindicales, sino que además sepultó las críticas contra la injusticia del sistema capitalista. Ello pudo suceder gracias a que el temor permite que la “lucha de todos contra todos” propia del mercado se lleve a cabo. El “miedo a no perder” se transforma en un mecanismo ideológico principal que lleva al trabajador a no abandonar esta especie de competencia condicionada por el propio destino. Un participante puede darse cuenta que sus probabilidades de ser el ganador son ínfimas, puede, en tal circunstancia disuadir a otros o abandonar la competencia; de no ser por el temor “de lo que está por venir”. Es, precisamente, éste el rol que juega la noción liberal de la seguridad, discurso que hoy se ha impuesto a las naciones latinoamericanas. En ambos casos, en sus versiones “anglo y latina” el miedo a perder la “propiedad” o la posición es una constante. Si el ciudadano estadounidense teme al terrorismo, este sentimiento es por sus efectos. El terrorista no solo odia al americano por su “estilo de vida democrático”, sino que además “por sus valores ligados a lo material”. El terrorista para discurso americano clásico es una persona llena de odio por sus propias frustraciones, sus fracasos dentro del sistema capitalista. Es decir, es una persona que asesina a otros para no sentirse “un impotente, un condenado”. Al ciudadano se le educa para que trabaje, se perfeccione y pague impuestos, haciendo lo que hace, se le considera una buena persona. ¿Cómo puede entonces comprender que haya alguien que atente contra su seguridad porque se mofa de sus valores?. El temor ha llevado a la sociedad americana a sacrificar legal y materialmente parte de los logros obtenidos por sus propios sindicatos. Al igual que un competidor de reality, no abandona sus ilusiones aun cuando las probabilidades a caer en la pobreza son muy altas. El trabajador considera que porque es elegido, tendrá éxito en su gestión. A mediano plazo, la precarización laboral no solo se hará cada vez más aguda, sino que subsume a una gran cantidad de personas en la incertidumbre absoluta. Elegir y ser elegido son los pilares del ego postmoderno. El pobre es inferior al rico porque no “tiene la libertad de elección” para revertir su condición de explotado. El terrorismo permite, por medio de un doble juego, cerrar las fronteras en lo externo y reforzar los modos ideológicos de adoctrinamiento para que los ciudadanos acepten políticas económicas que de otras formas serían rechazadas. El pobre queda sujeto a la voluntad de la elite global que usa “al terrorismo” como una excusa.
Lo mismo ocurre en Latinoamérica, aun cuando la máscara del terrorismo se transmuta en el crimen local. Para el ciudadano latinoamericano, la estabilidad económica es algo casi desconocido, sus países han estado envueltos en diversas crisis, conflictos domésticos graves, golpes de estado agravados por vaivenes financieros e historias de personas que de un año a otro han perdido todas sus fortunas. A diferencia de Estados Unidos, las culturas latinoamericanas no poseen elites bien consolidadas, sino simplemente grupos de presión que tienen mayor probabilidad de llegar al poder (Imaz, 1964; Palacios 2003; 2012; Korstanje, 2006). Este estado de incertidumbre apela a reconstruir el discurso de convivencia, por medio de la propiedad privada. Lo que uno tiene, la propiedad, es más importante a otros valores como “la seguridad nacional”, el terrorismo o simplemente “la democracia”. En otros abordajes M Korstanje ha demostrado que una de las características de la forma en que los latinoamericanos ven a la democracia se asocia a sus efectos sobre la economía. La democracia es buena o mala acorde si ella funciona para la sociedad (Korstanje, 2007). El crimen local, precisamente, es discursivamente lo contrario al “terrorismo”. Vamos a prestar atención por ejemplo a la psicología del delincuente y la del terrorista. Para el primero, la ley y el orden son cuestiones sin sentido, el bien personal está primero y su infancia se ha caracterizado por la falta total de límites (Winnicott, 1958). Sin importar su clase, el ladrón, sin ir muy lejos, tiene serios para obtener un trabajo estable, relaciones amorosas en el tiempo, para entablar una tarea a largo plazo que exija sacrificio o devoción. Su apego a los grupos es mínimo y cuando lo hace es por fines especulativos e instrumentales. La pobreza, tema recurrente en los debates televisivos, tiene poca influencia en la mentalidad del delincuente, o casi marginal. Por el contrario, la figura paterna y la forma en que el sujeto se ha relacionado, a lo largo de su vida, con la autoridad son más influyentes. Por ende podemos afirmar, que la delincuencia alude siempre a lo subjetivo, a lo individual, a lo que es mío. En Argentina, se ha despertado un interesante debate sobre si la sociedad debe aceptar la “pena de muerte” y/o un sistema de “penas más duras” respecto al delito. En la mayoría de los discursos prima una lógica de lo “personal”; por ejemplo “Si se meten con mi gente, con mi familia yo tengo derecho a matarlos!, “si entran a mi casa yo les disparó”; “los delincuentes son seres despreciables no merecen vivir!, la cárcel no los regenera, a veces sería mejor matarlos”. Obviamente si se presta la debida atención, el reclamo no solo parte de lo individual, del deseo de posesión, del anhelo de no ser despojado del bien material adquirido por el consumo, sino que aplica tanto para el robo de una cartera en el colectivo (bus) como para un brutal asesinato seguido de robo. Todo es válido en el mundo del consumo.
Por el contrario, el terrorista es una persona meticulosa, respetuosa de la autoridad, pero con una visión totalmente pesimista del mundo. El terrorista concibe a la sociedad como “moralmente en ruinas”, su posición es simple a grandes rasgos, se recluye en un grupo no muy grande para mantenerse inmune a la corrupción de una comunidad que no solo no lo representa sino que aprende a odiar. Si el delincuente miente para “salirse con la suya”, el terrorista dice la verdad porque se reafirma como una persona que es ajena a la sociedad que ataca, no acepta sus reglas, sus valores ni sus pautas. Este proceso de radicalización ha sido brillantemente estudiado por McCauley & Moskalenko (2008) en un modelo donde el tamaño del grupo y el grado de permeabilidad del sujeto con la sociedad son de vital importancia para comprender el fenómeno. Una persona que tiene una mala imagen de la sociedad se va a resguardar en un grupo con iguales ideales. Si el grupo es pequeño, las reglas pueden hacerse cada vez más rígidas y entonces los miembros comienzan a aislarse físicamente y emocionalmente de la sociedad. Cuando este discurso se radicaliza por completo, el sujeto está dispuesto a todo por complacer al grupo. Precisamente el éxito de los grupos terroristas radica no solo en su captación de los nuevos miembros por medio de la emocionalidad, sino en su habilidad para mantener grupos relativamente de pocos miembros.
El crimen local alude a un “yo” desarreglado de un contexto nacional más amplio porque ha sido víctima de grandes procesos de privación e inestabilidad. En sociedades donde el sistema económico no ha sido estable en los últimos diez años, el miedo toma forma de “delito”, mientras que las sociedades con sistemas productivos más estables, el terrorismo ocupa el lugar. El terrorismo apela a construir el temor por medio de un “ethos-colectivo” donde lo que está en juego no es una sola persona, sino los valores nacionales, el estado y todos los ciudadanos. Empero ambas construcciones son mecanismos ideológicos de adoctrinamiento interno que funcionan cerrando las alternativas de decisión en un contexto donde la centralización económica laboral implica la ruina de miles de ciudadanos. El sistema solamente funciona introduciendo dos de los sentimientos cuya mayor influencia tienen en la “psique humana”, la esperanza (esperanza a ser único, el mejor, el más fuerte, el elegido de Dios) y el miedo a la condenación eterna. Particularmente, éste último tomará diversas formas acorde a los valores culturales, religiosos, y las formas productivas de la sociedad. Cuando la sociedad es individualista, altamente jerarquizada, en donde prima la competencia (como en las culturas algo sajonas), el miedo toma una naturaleza colectiva. Por el contrario, en sociedades de mayor apego a lo agrario como las latinoamericanas, más solidarias respecto a sus tradiciones, el temor adquiere un tinte individualista.
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