Claudia María García Muñoz (CV)
claudiamgm17@hotmail.com
“Los comienzos regresan siempre”
Francoise Proust
I. Reflexión disciplinar en torno a las categorías de Sujeto y Subjetividad
Inicio esta reflexión señalando algunos trazos relevantes referidos a la noción de Sujeto y a su definición dentro del campo de la Psicología. Tradicionalmente, dicha categoría no sólo ha implicado una demarcación conceptual central dentro de dicho campo de conocimiento, sino que ha constituido un cimiento de su existencia disciplinar, en tanto a partir de esta definición se han establecido los límites desde donde se ha construido un saber, se ha producido un discurso y se ha determinado una identidad, cuya forma reactualiza permanentemente sus reglas (Foucault, 1978).
En el mismo sentido, el asunto de la subjetividad del sujeto representa un fundamento esencial de la disciplina psicológica y en un horizonte más amplio de análisis, expresa una forma particular de pensamiento dominante en la historia de la humanidad. Así, se afirma que es la Modernidad el momento histórico donde se inaugura la subjetividad como una expresión de la existencia humana, la cual corresponde a una visión del sujeto visto como una entidad inacabada, que está en proceso de construcción y en función de un propósito de vida trascendente que le da sentido a su ser. Esta mirada recoge la tradición filosófica moderna en la cual el sujeto es fin en sí mismo, y su devenir histórico con otros, lo ubica en una circularidad constitutiva entre él como sujeto humano que construye su subjetividad en sociedad y a su vez, contribuye a crear dicha sociedad.
En este orden de ideas, en la autofinalidad del ser humano se funda el
surgimiento de un mundo propio, en tanto el sujeto puede representar el mundo
exterior desde sí mismo mediante la relación con el mundo y con los otros,
empleando su autonomía, la cual puede considerarse como una forma de
autoposesión a través de la cual el individuo logra el dominio sobre su propia
voluntad y actos, liberándose de su naturaleza salvaje, para ingresar en el
mundo de las relaciones sociales normadas actuando libremente, esto es,
produciéndose a sí mismo.
Esta capacidad de autoproducción no es otra que la configuración de una subjetividad que le es propia y le brinda el fundamento de su singularidad. Este individuo “subjetivado” compone selectivamente las representaciones del mundo que le permiten re-conocer e interpretar su realidad. Este proceso opera como cerco cognitivo pero también como cerco emocional, pues implica por parte del sujeto, una capacidad de elección que le permite ser selectivo frente a su organización subjetiva pero a la vez, lo obliga a ser partícipe del mundo-con-otros. De este modo, el sujeto es en su clausura pero a la vez es en su apertura y se revela en el mundo como entidad inacabada, en permanente autorrealización.
En esta visión moderna, casi bucólica del sujeto y su subjetividad, existe un predominio de procesos que operan en lo íntimo, lo privado, haciendo referencia a un mundo propio, secreto y profundo, que porta la marca de lo único y lo irrepetible. Sin embargo, hoy son muchos los planteamientos que señalan el carácter ilusorio de esta visión, pues la primacía de lo socio-cultural en el proceso de subjetivación implica que la subjetividad sea mediada por la intersubjetividad y por tanto, su ocurrencia es imposible sin esta última. El reconocimiento de este carácter relacional, implica asumir la subjetividad como producción mediatizada e influenciada por los otros, o mejor dicho, por las prácticas discursivas que circulan en la cultura.
La anterior concepción de la subjetividad, pese a los aparentes matices que la liberan de la tradición psicologista, aún responde a lo que se ha llamado la construcción moderna de la subjetividad, definida a partir de una matriz dicotómica adentro/afuera, individuo/sociedad subjetivo/objetivo y en cuya base están dos elementos fundamentales: una visión teleológica del ser humano y una autonomía preexistente que le permite la elección voluntaria. Por estas razones, la visión moderna de la subjetividad es esencialista, estable, universalista, privada y ahistórica y corresponde a un sujeto autónomo, individualizado, centro de la voluntad y la conciencia racional (Gomez S, Lucia, 2003).
El pensamiento moderno ha dominado el campo de las ciencias sociales y específicamente, la disciplina psicológica como heredera de dicho pensamiento, se instala en una episteme escindida de la realidad humana mediante la creación de dos objetos de estudio independientes: la realidad social exterior al individuo, y la realidad psicológica interior al mismo (Henriques et al.,1984). Esta fractura no sólo se ha naturalizado en una versión única de la subjetividad sino que además, la ha despolitizado en tanto resulta ser una entidad fija, inmutable y compartimentada.
Por ello, para una Psicología que quiere dar cuenta de sus conexiones complejas con el fenómeno político (Sabucedo, 1996) le es urgente repensar la subjetividad como construcción histórica y política, desnaturalizando las dicotomías propias del pensamiento moderno que se expresan en su misma conceptualización disciplinar: Psicología Política. Es decir, adjetivar la Psicología con la categoría de la Política implica suponer que existe una psicología que no es política, lo cual entraña una contradicción pues toda psicología es política en tanto da cuenta de una subjetividad producida histórica y culturalmente, mediada por las relaciones de poder. Para aceptar esta orientación, es necesario abandonar los esencialismos y compartir con realismo la afirmación de Rorty, R (1982): “…no existe nada en lo profundo de nosotros mismos, más que aquello que nosotros mismos hemos introducido; no existe criterio que no hayamos creado nosotros, creándolo con nuestras prácticas; no existe criterio de racionalidad que no sea una referencia a tal criterio; no existe argumentación rigurosa que no sea obediencia a nuestras convenciones.”(p.42)
La tarea inicial de una psicología política radica pues en abandonar las seguridades del pensamiento moderno para adentrarse en la empresa de deconstruir la versión del Sujeto-esencia, el Sujeto-universal, interiorizado e individualizado. Ello supone, más allá de la crítica a la modernidad que por lo demás, las ciencias sociales críticas han asumido con vigor, la aceptación de que la única ontología posible es la histórica, lo cual obliga a pensar la subjetividad tanto en sus condiciones de producción, como en sus determinantes históricos (Braidotti, 1994); es decir, aquella subjetividad que en modo análogo al Yo pareciera que “ha pasado a ser una fábula, una ficción, un juego de palabras” (Nietzsche 1998, pág.22).
Para la psicología actual resulta crucial la forma como Foucault (1975) critica la visión universalista y esencialista del pensamiento moderno, revelando tres modos de objetivación mediante los cuales el sujeto se convierte en objeto para sí mismo, transformando la experiencia de sí en juego de verdad; estos modos se refieren a la objetivación a través de la ciencia, las prácticas jerarquizadas y la sexualidad. Dichos modos de objetivación, más allá de la mera descripción de sus variaciones de tiempo, modo y lugar, deben ser reconocidos en sus condiciones de producción y reproducción de poder, cuya efectividad está determinada por las formas mediante las que el sujeto se relaciona con los procesos de objetivación/subjetivación. En suma, para Foucault (1994), la deconstrucción del sujeto-esencia se convierte en una sentencia contundente: “… el verdadero sentido histórico reconoce que vivimos, sin referencias ni coordenadas originarias, en miríadas de sucesos perdidos".(p.21)
La implicación de esta perspectiva para la psicología, es el desplazamiento desde lo que Rose (1996) ha llamado las imágenes del conocimiento psicosocial, correspondientes a una psicología basada en los fundamentos de la ciencia positiva, o en la perspectiva analítica de la sociología clásica de la ciencia o del materialismo histórico, hacia una psicología crítica de corte postestructuralista, que ponga en tensión el privilegio del lenguaje representacional dando paso a una pragmática lingüística (De Sousa Santos, 2003), ubicada en contextos extralingüísticos donde sea posible que el sujeto subvierta las formaciones discursivas donde se reproduce el discurso hegemónico. Este abordaje de la psicología permite recobrar el carácter político e histórico de la subjetividad que vista así, se inscribe en una topografía de las relaciones entre individuo, sociedad y conocimiento o al modo foucaultiano, entre subjetividad, poder y saber.
Este orden de relaciones que podemos llamar topografía postestructuralista , permite develar a partir de lo que Foucault llamó una ontología histórica del presente (Foucault, 1994), las ideas naturalizadas que dominan la subjetividad de los sujetos y sus prácticas, lo cual implica operar con sospecha epistemológica sobre aquello que se erige como inevitable e innegable, ampliando el campo de las posibles disidencias que permitan descubrir los lugares donde tienen lugar los procesos de subjetivación que configuran las subjetividades contemporáneas.
Las subjetividades de hoy, necesariamente se hallan vinculadas a las diferencias generizadas o dicho de otra manera, las subjetividades de hoy herederas del orden moderno, portan un sustrato de orden clasificatorio generizado que entra en tensión con la emergencia de nuevas subjetividades, razón por la cual las disidencias frente al pensamiento moderno deben enfatizar en el desenmascaramiento de la supuesta neutralidad en el proceso de configuración de las estructuras mentales de la subjetividad (Bourdieu, 2003), dando cuenta del estatuto político de la subjetividad generizada como campo de reinvención del poder colonial basado en la diferenciación de clases sexuales.
En concordancia con lo anterior, una psicología adjetivada “política” que aborde la subjetividad y los procesos de subjetivación desde la topografía postestructuralista, admite por lo menos dos intenciones; de un lado, la reflexión debe transitar de una subjetividad sustantiva hacia el abordaje de una subjetividad situada, es decir, como producción singular y única, ubicada en una perspectiva histórica y política donde es posible reconocer y denunciar las estructuras de dominación que están a la base de su proceso de configuración, lo cual ha sido invisibilizado bajo la comprensión tradicional de una subjetividad inmanente, dada como un a priori universal de la existencia del sujeto.
De otra parte, bajo dicha topografía la psicología adjetivada “política” debe transitar hacia el reconocimiento del sustrato político implicado en la subjetividad y por tanto, debe incorporar una reflexión crítica sobre los procesos de subjetivación que trascienda las descripciones ingenuas, de tal forma que revele las relaciones instituidas entre la diferenciación dicotómica de género hombre/mujer, masculino/femenino y el dualismo objetivo/subjetivo, público/privado como referentes constitutivos de la subjetividad.
En este camino, la psicología adjetivada “política” debe apropiarse de la deconstrucción epistémológica propuesta desde diferentes vertientes afines a la crítica postestructuralista, tales como los estudios de género, las epistemologías feministas, lo estudios postcoloniales, como una vía para explorar el carácter situado de la subjetividad como un ámbito de producción de la existencia que ha sido diferenciado para hombres y mujeres, generando “diferentes posibilidades de intervenir en el mundo político, lo que obliga a revisar categorías centrales de la reflexión sobre la política, cuestionando su universalidad”(Castell, 1996, pág. 15).
Dicha reflexión contribuye a que la psicología supere las adjetivaciones fragmentadoras y potencie un proyecto emancipador que denuncie la concepción universalista, homogenizadora y hegemónica presente en “los discursos de la ciencia, la religión o el derecho como los supuestos generales de producción de conocimiento que se refieren tácitamente a un sujeto que es varón, también occidental, de clase media y heterosexual” (Gomez, Lucia, .2003)
En suma, una psicología política como ciencia de lo humano, no puede ser ajena a la posibilidad de resignificar al sujeto mismo, contribuyendo a la emergencia de su emancipación, renunciando a visiones deificadas de la subjetividad. De esta forma, ”una vez que se han abandonado las ilusiones modernas no nos queda, nada más y nada menos, que una preocupación profundamente política, por el arte o la estética de la existencia, una preocupación ética por construir la propia vida como algo que valga la pena, como algo valioso…”.(Ibáñez, citado por Garay, 2001, pág. 25).
II. El marco interpretativo desde una crítica feminista, en clave postestructuralista
Una vez expuestas las ideas anteriores a modo de marco general de análisis, desarrollaré esta línea de análisis desde el marco interpretativo de una crítica feminista, en clave postestructuralista y para ello, plantearé las premisas esenciales desde las cuales se aborda esta reflexión y las coincidencias teóricas de dichas premisas con otras corrientes de pensamiento que las reafirman. Como premisa central, se señala la conexión entre el esencialismo de las diferencias entre sexos que subyace en la visión patriarcal perpetuada por el proyecto de la modernidad y los modelos de pensamiento que refuerzan la dicotomía de la diferenciación sexual hombre/mujer como organización jerárquica del mundo. Al respecto, Bourdieu (2003) afirma que la diferencia biológica ocupa un lugar destacado dentro de las estructuras simbólicas del inconsciente androcéntrico, para legitimar la deficiencia o la inferioridad ética de un sexo frente al otro.
Esta premisa central es profundizada por la crítica feminista al pensamiento moderno, mostrando que se trata de un pensamiento inscrito en un orden social colonizado por la tradición racionalista, fundado en la dominación naturalizada y en la diferencia dicotómica y jerarquizada entre los sexos, excluyendo la perspectiva histórica y política de este proceso e invisibilizando las huellas simbólicas performativas en la constitución de las subjetividades generizadas y sus relaciones con el poder.
En este sentido, la crítica feminista asume la necesidad de vincular la mirada histórica y política para comprender la subjetividad generizada como entidad política, superando el esquema moderno opresión/liberación que ha estado presente en las reivindicaciones del movimiento feminista de la segunda ola, para avanzar hacia una dimensión más simbólica y legitimada, pero a su vez, más invisibilizada, donde tiene lugar la dominación masculina (Bourdieu,2003). Lo anterior implica reconocer como premisa central que los elementos que marcan la diferenciación de géneros están marcando a su vez los procesos de subjetivación y constitución de subjetividades, pues tal como lo afirma Gutiérrez (2005) el género es constitutivo del sentido del Yo y por tanto da cuenta de la subjetividad.
Por otra parte, las coincidencias teóricas de esta perspectiva con otras corrientes de pensamiento radican en la afirmación del carácter construido de la subjetividad y en un plano más general, de la realidad humana. En primer lugar, para la sociología del conocimiento, la subjetividad no es considerada una unidad sino más bien una escisión que resulta de un proceso de subjetivación de las prácticas de objetivación del sujeto. En este proceso de constitución del sujeto que se autoreconoce tiene su expresión la dualidad de la realidad como factibilidad objetiva y entramado de significados subjetivos construidos (Berger y Luckmann, 1986). En este sentido, tanto para esta corriente teórica como para la crítica feminista, el proceso de subjetivación sólo es posible cuando tiene lugar el distanciamiento del sujeto de su factibilidad objetiva, esto es, de su naturaleza biológica para ingresar al ámbito normativo instituido. De acuerdo con lo anterior, es preciso que la cultura cumpla un papel regulador allí donde se presupone la génesis del sujeto: su sexualidad. La tarea es pues, domesticar la sexualidad humana mediante dispositivos de control dentro de los cuales, el más efectivo es la sexuación del pensamiento a través del cual la naturaleza queda culturalmente determinada (Schnaith, 1990), imponiéndose de esta forma la versión cultural sobre la natural. Esto implica una represión de la naturaleza sexual del sujeto y una incorporación de patrones culturales propios de la tarea civilizatoria.
En segundo lugar, se señala que la crítica feminista antes que la misma teoría crítica o al menos con la misma potencia reveladora que esta, cuestiona la noción de “objetividad” como lugar de verdad y denuncia que la “objetividad” no puede ser comprendida por fuera del reconocimiento de “verdades hegemónicas” legitimadas por las tramas de poder. Siguiendo a Haraway(1995), lo que está en cuestión en la objetividad privilegiada en el paradigma de la razón ilustrada es que dicha objetividad se naturaliza en las prácticas que borran los trazos de su particularidad, en aras de una visión totalizante y unívoca del mundo humano.
Esta objetividad excluye aquello que tradicionalmente ha adjetivado lo femenino: el cuerpo como lugar que toma posesión de lo singular y que se implica en las prácticas enunciadas como verdad constituida. Por tanto, esta crítica feminista no trata de proponer “otra objetividad” sino de posicionar una objetividad que incorpore el conocimiento situado. Este modo de conocimiento fractura el conocimiento hegemónico que propone una versión de la verdad universal, trascendental sobre la que se basa la realidad y sus metarelatos totalitarios. El asunto resulta de una importancia crucial para la construcción de un proyecto político donde lo universal no es lo homogéneo y hegemónico, sino justamente “lo situado” en el presente y en el cuerpo como matrices posibles de construcción de un feminismo alternativo. De esta forma, “la objetividad dejará de referirse a la falsa visión que promete trascendencia de todos los límites y responsabilidades, (…) solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva” (Haraway, 1995).
En tercer lugar, esta crítica feminista en clave postestrucuturalista, encuentra un eco aparente en las corrientes de pensamiento postmoderno pues hay una intención común de develar la incapacidad de la razón ilustrada para dar cuenta de la diversidad humana y especialmente, de las diferencias de género; sin embargo, no se agota en la critica a la modernidad, en aras de un relativismo que supere la dogmática del pensamiento, pues siguiendo a Haraway(1995), sería “una manera de no estar en ningún sitio mientras se pretende igualmente estar en todas partes”. El peligro de esta corriente postmoderna para la constitución de un proyecto político emancipador feminista, está en la imposibilidad de encontrar una condición común que una a las mujeres a pesar de su diversidad.
En cuarto lugar, es importante señalar algunas coincidencias con el Psicoanalisis, particularmente en su corriente lacaniana; dichas coincidencias están referidas al reconocimiento de la performatividad presente en la “subjetividad generizada”, la cual deviene del poder instituyente de la palabra sedimentada en los discursos que expresan la normatividad del sistema de género. Sin embargo, la crítica feminista se aleja de la concepción de género que subyace en el pensamiento psicoanalítico pues dicha concepción gira alrededor del protagonismo falocéntrico, en un claro sesgo valorativo de lo masculino, y además sólo admite la relación dicotómica hombre/mujer, bajo la expresión de una relación heterosexual, patologizando cualquier expresión diferente. En este caso, el género visto bajo una única relación dicotomía posible femenino/masculino, se convierte en el poder constitutivo del orden humano, a través del sustrato naturalizado de la diferencia sexual entre hombres y mujeres, el cual en su génesis está basado en el contrato sexual (Pateman, 1995), que precede incluso al contrato social, pues determinó las reglas de acceso carnal a las mujeres por parte de los hombres, quienes sobre este dominio se instituyeron como sujetos del mundo público. En la perspectiva psicoanalítica, lo que subyace es una diferenciación entre sexos que prefigura la realidad natural-biológica y la acopla a un sistema de supuestos ideológicos, creencias y actitudes convencionales, a través del cual se dota de sentido los ideales del Yo, se atribuye significancia a las relaciones intersubjetivas y se perpetúa el orden social.
En quinto lugar, esta crítica feminista, apoyada por los estudios de género, ha denunciado que no es posible pensar los asuntos de la subjetividad sin tener en cuenta el proceso más primigenio en la constitución psíquica de los individuos: la diferenciación de género. Así mismo, dichos estudios muestran como dicho proceso de diferenciación se sale de los contornos psíquicos para entramarse en las formas culturales particulares en las que se produce; así, en las relaciones entre hombres y mujeres siempre se halla implicada una forma de poder y por tanto, la diferenciación de género tendrá que ser comprendida como un proceso de subjetivación con significación ética y política. Por esta vía de análisis, se logra visibilizar la histórica opresión de las mujeres, existente en “un tipo particular de organización humana -la sociedad de los hombres- concebida para la dominación” (Moscovici, 1975, pág. 278).
Como puede verse, tanto el marco interpretativo de la crítica feminista en clave postestructuralista, como diferentes corrientes teóricas como el construccionismo, la teoría crítica, los estudios culturales y las teorías coloniales, entre otros, coinciden en evidenciar desde distintos ángulos, que desde la Grecia antigua, modelo de la cultura occidental hasta los patrones postmodernos de nuestra sociedad actual, con evidentes modificaciones sociales pero con una fuerte tradición en las funciones asignadas según el sexo, persiste una concepción valorada del sujeto racional, construida sobre varias diferenciaciones, entre ellas la diferenciación más originaria, la de género; estas formas ancestrales de diferenciación se reeditan en la infravaloración de las mujeres, en orden a la perpetuación de la valoración de la razón como poder masculino y ello deviene como lo detallaré a continuación, en procesos de subjetivación generizados, emplazados y jerarquizados.
III. La razón moderna como metáfora de la diferencia genérica
Como ya se ha mencionado, los procesos de subjetivación están atravesados por la identificación humana más primigenia, esto es la diferencia sexual, la cual ha sido sustentada en primer lugar, en la diferencia anatómica. Así lo expresa Lamas, M. (1998): “el cuerpo existe como un producto de la cultura y no un dato puro de la biología”. En este orden de ideas, el cuerpo no puede ser considerado únicamente como naturaleza anatómica, pues este estatus esencialista que privilegia la dimensión biológica del sujeto, invisibiliza su carácter cultural. Por ello, el riesgo de convertir la biología en destino como lo dijo De Beauvoir, niega la posibilidad de considerar el “cuerpo construido” (embodiment), atravesado por un poder multiforme y relacional, anclado en las formaciones discursivas hegemónicas (Garay, 2001).
La historia occidental ha utilizado diversos mitos para naturalizar la diferenciación de género basada en el sustrato biológico y de esta manera, universalizarla. El mito griego de Afrodita narra que su nacimiento tiene lugar cuando Crono cortó los genitales de su padre Urano; la sangre y semen de Urano cayeron al mar y de su espuma nació Afrodita. En el mito, la relación entre la castración y el surgimiento de lo femenino es evidente, colocando nuevamente la diferencia biológica como deficiencia o inferioridad ética. Igualmente, en la comprensión de los procesos de subjetivación resulta interesante considerar el papel del significante fálico presente en las culturas occidentales, como el referente central en la prehistoria de lo que más tarde será instituido en el orden simbólico como “género” o más bien, como “género hegemónico”. Esta invención cultural se puede rastrear en los diferentes modelos de pensamientos, de tal suerte que podríamos encontrar dicha noción presente en sus fundamentos; tal es el caso de la teoría psicoanalítica cuando postula el llamado a priori del significante imaginario del falo como argumento de diferenciación entre sexos. Según esta concepción, la presencia imaginaria del falo en los hombres, deviene simbólicamente en el poder de lo universal y la presencia imaginaria de la castración en las mujeres deviene simbólicamente en la debilidad de lo singular.
En la modernidad, este a priori bien podría encontrarse reeditado y metaforizado en el desplazamiento del significante falo hacia el significante razón; una razón cuyo sentido inmanente, se funda en un pensamiento ordenador, apoyado en una gnoseología de universales y en una tecne científica donde “la universalidad y la explicación permiten controlar el futuro en virtud de la aprehensión organizada del pasado” (Nussbaum, M.1995, pág. 145).Esta razón se erige como criterio de valoración tendencioso y la consiguiente distinción generizada que se deriva de ello, funciona como jerarquía impuesta bajo un pensamiento hegemónico. A renglón seguido, desarrollaré los trazos distintivos de este proceso.
En las sociedades occidentales, la razón ha jugado un papel central en la dinámica del pensamiento ordenador, pues se erige como expresión máxima de liberación de la naturaleza primitiva de los sujetos en el camino ascendente de su humanización. Bajo esta matriz de pensamiento existe una esencia representada como modelo de la naturaleza humana y como ya lo habíamos mencionado inicialmente, se trata de aquella que supera la tiranía biológica y se erige como portadora de la razón. Esta visión proviene de la concepción de que “lo natural” asociado a “lo primitivo” representa una dimensión caótica, peligrosa y subversiva que debe ser superada cada vez más en procura de la humanización.
Por tanto, la conquista de la cultura sobre la naturaleza encuentra en la diferenciación de géneros, la vía para la construcción del orden social cimentado en la razón, la moral y la política. Esto explica el por qué en el pensamiento moderno, la primacía de la razón se constata a través de la exclusión del cuerpo y de la sexualidad humana, indicando la superación de los límites de la naturaleza que atan al ser humano-varón a su condición biológica y a cambio, se afianza la supremacía de dichos límites a la condición biológica del ser humano-hembra. En consecuencia, el revestimiento simbólico está dirigido a naturalizar la subjetivación generizada donde se ha reproducido este fundamento del orden civilizatorio, cuyo reparto cultural está hecho conforme a la distribución diferenciada de la razón, la política y la moral como dominios masculinos desde donde se ha organizado la vida social y la procreación, el hogar y el cuidado como territorios femeninos que garantizan su perpetuación.
Otra arista de este pensamiento ordenador es su esencia dicotómica reproducida en las díadas: público/privado, mente/cuerpo, racional/emocional, abstracto/ concreto, universal/singular, masculino/femenino. Estas dicotomías están afianzadas de manera muy viva en tradiciones filosóficas como el pensamiento hegeliano, según el cual la diferencia entre sexos adquiere un sentido espiritual en la cultura mediante la manifestación de la autoconciencia individual por oposición a la autoconciencia colectiva. En esta diferenciación, a la mujer le corresponde cuidar de la familia, ámbito de lo privado y al hombre le concierne velar por el Estado, ámbito de lo público. Esta diferencia entre lo público y lo privado, entre lo que está construido –lo masculino- y lo que está por construirse –lo femenino-, deriva en el acceso al poder para quienes están adentro y la subordinación para quienes quedan fuera, pues “un grupo se constituye tanto por quienes lo forman como por los que quedan excluidos” (Valcárcel, 1991, pág 80), lo cual termina perpetuando la asimetría social entre géneros como esencia del orden social. Lo privado que se convierte en lo propio, queda fijado a lo singular y lo público que es lo de todos, queda fijado a lo universal, El mundo público reservado a los iguales, deja por oposición el mundo privado a lo que Pateman(1995) llama “la indiscernibilidad”. La misma Pateman plantea como fundamento del orden social, la dicotomía privado/público, natural/civil, mujer/hombre.
El conflicto entre lo universal y lo singular, encuentra un anclaje simbólico en la tensión entre la razón y la emoción, pues la ley universal opera bajo el dominio de la razón y la ley familiar bajo el dominio de la emoción. Esta díada se convierte en potente triada de asociación simbólica donde -lo singular es lo femenino y lo femenino es emoción y lo universal es masculino y lo masculino es razón-. De esta forma, el ámbito público como expresión de lo universal es tarea de hombres y el ámbito privado, expresión de lo singular es tarea de mujeres. De igual forma, la tarea de lo singular/femenino se vincula a la presencia de Eros, fuerza creadora que muestra la relación de la sexualidad como mecanismo de poder que se resuelve en dos sentidos: el de la fundación y el de la represión (Assoun, 1997); en ambos casos queda en evidencia el poder de la sexualidad y la necesidad de control sobre ella, para dar paso a la civilización.
Como ya se ha visto, la diferenciación sexual encuentra en la “razón” el significante cultural que opera como dispositivo de control instalado en el ámbito público y por tanto, procedente de las experiencias masculinas. Esto explica el porqué “independientemente de la actividad a la que hombres y mujeres sean asignados, la actividad masculina aparece sobrevalorada socialmente” (Lamas, 1998, pág.30).
En este orden de ideas, lo masculino fijado simbólicamente al poder público, a la ley manifiesta ha sido depositario de la razón y lo femenino por oposición, ha quedado excluida de ella, estableciéndose en el poder privado y la ley latente. Estos elementos aparecen acuñados en innumerables expresiones del pensamiento moderno ilustrado. La afirmación de que “la mujer no existe” en Lacan, o la sentencia de Kierkegaard de que “para despertar en el hombre la idealidad es preciso que la mujer muera” o en el mismo Freud cuando propone una caracterización psicosocial en la cual “las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual. La obra cultural, en cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándolos a sublimar sus instintos, “sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas” (Freud, 1999, pág. 84) o dicho en términos hegelianos, “la imposibilidad de producir conciencia ética”. La atribución del “desorden” asociado a las mujeres, se sustenta en lo que Kant llamó los "intereses individuales degradantes"; sobre estas ideas justificatorias se ha basado la exclusión de las mujeres del contrato social original o, en realidad, del pacto fraternal que es la base de la sociedad.(Pateman, 1995): “Los hombres en el ágora y las mujeres alrededor de la hestia” (Valcárcel, A. 1988)
Estos ejemplos son muestras de la forma cómo en los discursos de la razón ilustrada del pensamiento moderno, aún arraigado en muchos ámbitos de la vida social, se han legitimado culturalmente las prácticas sociales que han desvalorizado a la mujer como portadora de razón y por tanto, excluida del mundo político, en aras de posicionar su papel como mediadora de la ley a cargo de los hombres, circunscribiendo su lugar social en la tradición de tres funciones: dar placer al hombre, proteger el hogar y reproducir la prole (Schnaith, 1998). Estas formas de asumir la vida humana implican una negación adicional; la presunción que subyace una entidad esencialista tanto en los hombres como en las mujeres, que justifica dicho orden y por tanto lo naturaliza, llevando a considerar la diferenciación sexual como un acontecimiento posible sólo dentro de la matriz hegemónica de la heterosexualidad como única fuente de diferenciación sexual y a su vez, dentro de dicha matriz la configuración ahistórica e inmutable de una subjetividad generizada homogénea, cuando en realidad, no existe una esencia común a ningún grupo humano (Butler, 2007).
Hablar de la razón masculinizada, implica a su vez hablar de tipo particular de conocimiento de la realidad donde los sujetos se relacionan con sus objetos de conocimiento, a través de la neutralidad y la objetividad, principios que operan como garantes de la ciencia tradicional (Haraway, 1995). Este tipo de ciencia de carácter positivista y hegemónica, es necesaria a la perpetuación de una mirada totalitaria, que niegue las diferencias, las voces divergentes, que invisibilice los sesgos y no cuestione los prejuicios de producción utilizados y antes bien, mediatice el saber/ poder, como ámbitos de producción de la diferenciación de género. Como ya lo ha hecho ver la critica feminista, la ciencia positivista está soportada en sesgos de tipo patriarcal que atraviesan los objetos de estudio; es decir, “el género atraviesa todo el conocimiento científico y sus nociones anexas” (Perona, 2000, pág 213).
En este punto de la reflexión, es necesario acudir nuevamente a la topografía postestructuralista subjetividad/poder/saber y en esta triada, ubicar la razón como metáfora del ideal del Yo, del orden que dota de sentido a la moral y la política, pues “a pesar de sus límites, en la razón se hallan las condiciones trascendentales de progreso infinito” (Amigot, 2001.pág. 61). En esta topografía, la relación tríadica permite develar como la política se racionaliza, se masculiniza a través de la legitimación de la regulación y conservación del orden como valores supremos que son alcanzados mediante “una moderna y perfecta distribución de autoridad que permite la existencia de la civilización” (Valcárcel, 1991, pág. 138). Esta forma de autoridad no es otra que el orden patriarcal.
¿De dónde viene el orden patriarcal? Según la tesis de Engels, el orden patriarcal tuvo su emergencia en el sistema de reparto de bienes y la imposición de la autoridad por parte del patriarca varón. Este orden se fue perpetuando en todos los ámbitos sociales, pero dada su función simbólica de separar lo humano de su naturaleza biológica a través de la supremacía de la ley y posteriormente a través de la razón en la modernidad, su dominio encontró una expresión propia en lo político. De este modo, el patriarcado se resignificó como “un sistema de dominación genérico en el cual las mujeres permanecen genéricamente bajo la autoridad a su vez genérica de los varones; sistema que dispone de sus propios elementos políticos, económicos, ideológicos, simbólicos de legitimación y cuya permeabilidad escapa a cualquier frontera cultural o de desarrollo económico” (Valcárcel, 1991, pág 142). En virtud de este orden, el discurso masculinizado como discurso instituido, al ser circulado y sedimentado en los intercambios sociales permanentes, tiene la capacidad de producir lo que nombra, originando efectos ontológicos (Butler, 2007). En consecuencia, el poder ontológico de la moral y la política se masculiniza y por oposición, lo femenino queda sin representación; es decir, bajo la exclusión y supeditado a su mudanza.
Con la aparición del Estado-Nación y su vigencia por más de tres siglos, el patriarcado se resignificó en el poder político del Estado, territorio de lo público donde impera la lógica universal, se reafirma el orden instituido y se reconoce a los individuos como iguales. Estos individuos iguales, corresponden a una versión valorada del sujeto individualizado de la modernidad, el sujeto autónomo y racional que se hace ciudadano libre, mediado por la imperiosa tarea civilizatoria de acceder al poder político para ejercitarlo como expresión de su gobierno sobre otros, a través de sus diferentes juegos y ajustes (Foucault, 2007). Estas expresiones ético-políticas que han caracterizado al hombre de la modernidad avanzada, prevalecen en los espacios simbólicos de la diferenciación entre géneros y se han perpetuado como discurso hegemónico, como referente totalizador de la realidad. Aún hoy, en los albores de la postmodernidad, asistimos a la aparente disolución de la dicotomía masculino/femenino, a través de un nuevo juego de poder: el reposicionamiento del unanimismo masculinizado a través de la razón como única vía para que lo femenino sea contenido en la política.
En consecuencia, la razón homogenizante continúa siendo fuente de saber y se halla comprometida con el poder. Así nuevamente lo aclara Foucault (1975) “…no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni saber que no suponga y que no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder” (Pág. 32). Dicha razón está condicionada por las diferentes versiones de la realidad que la sociedad ha construido a lo largo de la historia, dejando en evidencia que “la realidad no existe con independencia del conocimiento que producimos sobre ella o con independencia de cualquier descripción que hagamos de ella” (Iñiguez, 2005, pág. 7). Lo anterior refleja el carácter frágil de las pretensiones de objetividad que postula el pensamiento moderno y deja al descubierto la erosión de dicho pensamiento. Así lo sentencia Haraway(1995) cuando afirma que “la objetividad no es otra cosa que la disputa por el lugar en el que se producen verdades” .
La universalización de la razón obedece a la necesidad de dirigir la producción de saber como un ejercicio propio de la masculinización que busca oponerse al dominio de la emoción asociada a una feminización que amenaza con fundar nuevas jerarquías y singularidades y por esta vía, busca instaurar otros conocimientos, otra razón. Así lo afirma Haraway, D (1995) cuando plantea que no es posible un ejercicio de pensamiento desde ningún lugar, pues toda producción de saber siempre será producto de una posición que inevitablemente está marcada entre otras, por el régimen de diferenciación sexo/género.
En esta línea, la racionalidad hegemónica reproducida en el orden patriarcal, al operar una separación entre razón y cuerpo, entre sujeto y objeto, se convierte en un régimen de verdad cuya normativa es el dualismo: “Estos dualismos introducen numerosas jerarquías de valor en la vida social bajo la forma de metáforas verticales y dicotómicas muy frecuentes, y que afectan prácticamente a todos los campos sociales, de conocimiento, culturales, morales … Algunos de estos dualismos…,se aplican a favor de lógicas de dominación y contra objetos y sujetos muy diversos, funcionando a modo de arquetipos profundos de la cultura dotados de fuertes sistemas de creencias, valores y actitudes que ayudan a justificar y reproducir”. (Cabrejas, M. 2005)
La razón ha moldeado nuestro pensamiento y a partir de ella comprendemos la realidad y sobre ella edificamos nuestras verdades; aquellas verdades que se configuran como principio ordenador, el ideal del Yo, origen de la cultura y ley para todos. Tanto los hombres como las mujeres deberemos elegir este destino si queremos ingresar al orden simbólico de la política y la moral instituidas. Sin embargo, los lugares que hombres y mujeres ocuparán en esta jerarquía serán diferentes, pues sobre ordenamientos de tipo histórico, cultural, económico y político, la tradición patriarcal ha imputado la razón al género masculino, lo cual ha derivado en una asimetría de sus relaciones y ha marcado las diferencias para acceder a la cultural. Tal como lo afirma Schnaith “al instaurar una diferente valoración social de la masculinidad y feminidad, convierte cada relación varón/mujer en un campo privilegiado, en un ejemplo paradigmático de la eterna lucha por el reconocimiento, asignando de antemano a cada sexo el lugar que habrá de ocupar en el enfrentamiento” (Schnaith, En: Lamas, 1998, pág. 73).
“-¿Quién eres tú? -Ya no lo sé, señor, he cambiado tantas veces que ya no lo sé…”
Alicia en el país de las maravillas
Lewis Carroll
IV. Las mudanzas de la subjetividad generizada como formas de subjetividades en resistencia
Llegada a este punto de la reflexión, plantearé la cuestión esencial que ocupa a esta crítica feminista que quiere proponerse como discurso político radical, no sin antes advertir el riesgo de centrar la reflexión en la diferenciación sexual o de géneros como una expresión marcada por el poder mismo, lo cual puede terminar legitimando la jerarquización pues al resaltar la existencia de las diferencias se ve implicada la valorización de las mismas; es decir, paradójicamente señalar las diferencias entre hombres y mujeres contribuye a la denuncia y a la construcción de un discurso de resistencia, pero a su vez refuerza la existencia de un orden jerarquizado instituido. Así lo expresa McNay (1992): “las diferencias sexuales diversas están sobredeterminadas para producir un efecto sistemático de división sexual”(pág. 35). Salvar este riesgo no es asunto menor para esta crítica feminista, por todas sus consecuencias para la interpretación de los procesos de subjetivación generizados. Por ello, algunas posturas innovadoras vienen proponiendo una interpretación más abarcativa, trascendiendo la categoría misma de género para situarla bajo un análisis integrativo denominado Crítica Cultural, donde se visibilicen las formas tradicionales de poder y dominación de vidas heredadas (Ugarte, Pérez Javier, 2002).
En virtud a esta nueva línea de trabajo, Nathalie Zemon Davis (1975) exhorta: “Deberíamos interesarnos tanto en la historia de las mujeres como de los hombres. No deberíamos hablar del sexo oprimido, del mismo modo en que un historiador de las clases sociales no puede centrarse por completo en los campesinos. Aunque es innegable que hoy en día asistimos a evidentes variaciones en las configuraciones simbólicas de las relaciones entre géneros, cabe preguntarse si dichas variaciones metaforizadas en los discursos culturales, obedecen a nuevos y genuinos sentidos sobre el ser mujer y el ser hombre o si sólo se trata del “último disfraz de la repetición” (Schnaith, En: Lamas, 1998, pág. 57). En consecuencia, la línea más radical de esta epistemología feminista afirma que para comprender los problemas de la subjetividad unidos a la diferenciación de géneros, dicho análisis debe articularse al problema de la colonialidad del poder imbricado en una matriz de análisis más amplia donde se incluyen las relaciones de clase, de raza, etc..
En general, la crítica inmersa en la denuncia de la naturalización de los procesos de subjetivación generizados bajo visiones dominantes y excluyentes, comportan una cierta óptica pesimista. Sin embargo, dicha denuncia también muestra las líneas de fuga a partir de las cuales es posible plantear una política alternativa que al ubicarse en este marco interpretativo, puede dar cuenta de diversas subjetividades que se expresan en una unidad dialéctica entre el sometimiento y la emancipación; esto es, la subjetividad hegemónica vs. las subjetividades en resistencia.
Abordar esta unidad dialéctica -subjetividad hegemónica vs. subjetividades en resistencia- implica interrogarnos por las relaciones y condiciones que hacen posible los procesos de diferenciación de géneros inscritos en el orden simbólico actual y en el sistema de poder dominante. Aquí cobra vigencia la pregunta foucaultiana por la existencia: “¿Quiénes somos hoy? (Foucault, M. 1984).
Abrir esta reflexión desde la crítica feminista que también se expresa como una forma de pensamiento en resistencia, ubica en primer plano la necesidad de superar modelos de pensamiento que aunque aportan referentes de comprensión sobre los procesos de subjetivación, no profundizan en las consecuencias de la diferenciación sexual generizada ni logran superar la visión hegemónica de la razón masculinizada y la exclusión sexista, en sus diferentes versiones. Al respecto, Mayobre y Caronchu (1998) afirman que “Esto sólo será posible si se da una profunda transformación epistemológica que permita erradicar los presupuestos metafísicos implícitos en la epistemología clásica” ( pág.509).
Esta transformación epistemológica apela a una nueva racionalidad de la que se han nutrido los movimientos reivindicatorios especialmente el movimiento feminista, en sus diferentes tendencias. Las apuestas políticas más relevantes se han orientado a fracturar la mentalidad patriarcal desde los mismos sistemas de pensamiento dominantes, y a proponer la subversión de las formas de subjetividad capturadas en los dualismos cartesianos objetivo/subjetivo, razón/emoción, universal/singular, publico/privado, masculino/femenino hacia otras subjetividades construidas desde las singularidades. Estas subjetividades de la diferencia han posibilitado la emergencia de otros modelos de racionalidad que contribuyen a superar la dicotomía razón/ emoción, en una especie de nueva racionalidad “sentiente” al modo zubiriano (Fernandez, 1998), transitando hacia mediaciones epistemológicas que no reediten las visiones parciales y excluyentes; sin embargo, a nuestro juicio corren el riesgo de despojar el discurso feminista de su potencial emancipatorio, tal como lo argumentaré más adelante.
Actualmente, y frente a la desvirtuación de la diferencia como potencial emancipatorio, las mujeres se encuentran frente a dos posibilidades para incluirse en el ámbito público y acceder al poder instituido: o reproducen el poder masculinizado en la política o buscan dicho poder para transformarlo. Reproducir el poder masculinizado en la política implica no sólo adjudicarse una razón excluyente, sino también asumir un tipo de ética universalista, la ética de la razón basada en principios opuesta a una ética del cuidado, pero no en el mismo sentido que lo propuso Gilligan (1985), pues caeríamos en renunciar a un tipo de ética para suplantarla por otra que en todo caso también tendría el carácter de universalista por decir lo menos. La ética que se propone aquí es aquella que responde a contextos específicos de actuación, donde emerge un sentido de solidaridad y responsabilidad hacia los semejantes, en virtud al reconocimiento que se tiene de uno mismo en los otros, es decir se trata de una ética como práctica de sí, al modo en que lo propuso Foucault; una ética que conduce a un gobierno de sí, donde es posible la política como potencia creadora y transformación, contraria a una política que se ejerce como poder masculinizado, convirtiéndose en un ejercicio de perpetuación del orden y la dominación.
La política como potencia creadora implica un discurso radical que circula en el ámbito público con la intención de subvertirlo y re-crearlo en una especie de estética infinita; se trata de la emergencia en lo público de “una potencia múltiple y heterogénea de resistencia y creación que pone radicalmente en cuestión todo ordenamiento transcendental y toda regulación que sea exterior a su constitución” (Lazzarato, M, 2000, pág. 1). Esta forma de política se sustenta en subjetivaciones cuya producción deviene en subjetividades en resistencia como formas que perturban el establecimiento y se oponen a los discursos dominantes, dicotómicos y unívocos, desplazándose hacia la fundación de nuevos órdenes incluyentes.
Estas formas emergentes de subjetividades en resistencia, encuentran en la caída de los grandes metarelatos hegemónicos (Bauman, 2005) cimentados en la razón moderna como metáfora del poder instituido masculinizado, en el trastrocamiento de las condiciones en que se produce la diferenciación de los sexos, en la denuncia de las inequidades entre géneros como formas de dominación, las condiciones favorables para que se produzcan nuevas prácticas discursivas que configuren en la resistencia, las subjetividades performativas, mutantes y anómalas, únicas formas de desmitificación de los valores esencialistas perpetuados en la modernidad y reeditados en los subterfugios de la incertidumbre postmoderna.
La topografía postestructuralista y sus coincidencias con esta crítica feminista, nos permite concluir que no es posible suponer y sostener una subjetividad basada en la existencia de una esencia universal, de una prehistoria del sujeto cognoscente o en la presencia del dualismo objetivo/subjetivo como fundamento de lo femenino/masculino, a partir de lo cual pueda derivarse una única forma de producción de un sujeto privilegiado a través del cual pueda perpetuarse la discriminación y la dominación.
A nuestro juicio quedan planteadas dos cuestiones centrales que apoyan la tesis final de este trabajo, a saber: en primer lugar, el emplazamiento de los procesos de subjetivación generizados se logra mediante la naturalización de las diferencias genéricas sustentadas en el sustrato anatómico y en una versión dicotómica de la existencia humana y en segundo lugar, dicha naturalización se deniega a través de prácticas discursivas mediatizadas por el saber/poder para producir un régimen de verdad que sustente una subjetividad única y homogénea. En este diagrama surge una línea alterna cuyas condiciones posibilitan la emergencia de lo que hemos denominado subjetividades en resistencia.
Las subjetividades en resistencia dan cuenta de otros procesos de subjetivación que se liberan de la condición generizada de las jerarquías dicotómicas, por tanto se trata de subjetivaciones des-esencializadas y situadas, donde no existe ninguna propiedad per se que pueda atribuirse como natural al sexo, sino como producción discursiva resultante de “las prácticas de objetivación que nosotros mismos hemos desarrollado” (Ibañez, 1994, p.267).Bajo esta óptica de comprensión, dichas subjetividades sólo pueden producirse a partir de nuevas prácticas discursivas construidas como oposición a los discursos regulatorios, aparecidas en las márgenes de la conciencia de frontera y en la reivindicación de un poder constituyente.
Las subjetividades en resistencia expresan la necesidad de oponerse a aquella subjetividad doliente que se asume como imposición y fatalidad; aquella subjetividad que ha sido capturada por el pensamiento occidental cimentado bajo dicotomías que operan en un sistema de desigualdad donde solo uno de los elementos dicotómicos será valorado positivamente. En consecuencia, las subjetivaciones que dan lugar a algo llamado sujeto, deben reconfigurarse a partir de la deconstrucción del pensamiento hegemónico que sustenta las dicotomías genéricas, en procura de la aceptación de una existencia singular y pluridiversa. Esto significa, ubicarse en oposición a una axiología de lo absoluto donde la raza, el sexo, la clase, la religión, etc…vienen a ser representaciones de las jerarquías asignadas a una única forma valorada.
Para la emergencia de subjetividades en resistencia, entendidas en su dimensión dialéctica como fuerzas que se oponen a algo pero también como fuerzas que buscan posicionar algo, es necesario “vivir fuera de las fortalezas” como lo dice Santos, de Souza (2009); esto implica concebir una subjetividad que al resistirse, denuncia el paradigma epistemológico dominante que no reconoce la validez de otros saberes y excluye otras formas de existencia. Pero la resistencia al paradigma dominante también se inscribe en un horizonte más amplio donde se vinculan otras formas de dominación como la capitalista, la sexista y la colonial. En este orden de ideas, las subjetividades en resistencia se expresan como oposición, a través de una práctica discursiva “anticapitalista, anticolonialista y antisexista” (Santos, de Souza Boaventura, Meneses, María P.G, Arriscado Nunes, Joao, 2006, pág 18).
De otro lado, las subjetividades en resistencia representan formas de inconformismo e indignación ante un orden de dominación y por ello, se apartan de lo instituido para autoconstituirse; es decir, en términos de proyecto político, las prácticas de autoconstitución “entrañan cierta resistencia frente al poder” (Foucault, 1999 p.120) y se desplazan hacia la descolonialización del cuerpo, hacia el descubrimiento de un cuerpo vibrante, con poder de creación.
En este nuevo territorio, no hay espacio para un cuerpo cuyo sometimiento ha sido naturalizado a través de un mecanismo de denegación de la política de la crueldad. Liberados de la denegación, los sujetos que se autoconstituyen a través de discursos en resistencia, han de deshacer un mundo que ya no tiene sentido y han de hallar un lugar propio en el mundo, encontrando en la perturbación producida por dicha disolución aquello que no era visible y que ahora se manifiesta a través de “la potencia de creación que inventa otras formas de existencia…Un habla que, producida desde este otro lugar, es portadora de la exigencia y de la libertad de problematizar la configuración actual del mundo como materia-forma”(Rolnik, Suely,2005). Este planteamiento asumido por la crítica feminista, es ratificado por la visión postestrucuturalista, en tanto ésta plantea que la resistencia se refiere a la creación y recreación de sí mismo como práctica de libertad: “La libertad es en sí misma, por tanto, política. Y además conlleva también un modelo político, en la medida en que ser libre significa no ser esclavo de sí mismo, de sus apetitos, lo que implica que se establece consigo mismo una cierta relación de dominio” (Foucault, M. 1999, p.399)
Sin embargo, la emergencia de subjetividades en resistencia no pueden ser comprendidas como ejericicios de autonomización o autoreferenciación, sino como mutaciones dentro del ámbito social, a partir de una interioridad perfilada desde afuera, la cual a su vez se resiste ante lo exterior y ante sí misma, creando la posibilidad de incluir lo excluido, pero no como petición de lo Mismo, sino como reconocimiento valorado de las singularidades. En este sentido, las subjetividades en resistencia constituyen el lugar fundante de la política, en tanto esta es el espacio “donde tiene lugar el conflicto sobre la existencia de un escenario común y la existencia y calidad de quienes están presentes en él” (Ranciére 1996, pág. 41). Por esta razón, las subjetividades en resistencia representan la expresión radical de la condición libertaria de los sujetos contemporáneos, pues es justamente dicha condición la que los restituye, a través de la creación de cartografías existenciales que actualizan su dimensión pública.
Asumiendo que el mundo público también hace parte del ámbito privado, en tanto lo privado como lo público, están definidos ineludiblemente por un entramado de relaciones comunes, se plantea que las subjetivaciones que devienen en subjetividades en resistencia son expresiones discursivas de política radical, en tanto problematizan y desnaturalizan las categorías de lo público/privado que histórica y culturalmente han sido generizadas como sustento del sistema de poder que hace parte del mundo de la política. En virtud de ello, el sujeto que toma posesión de sí mismo y produce una subjetividad en resistencia, está ubicado en el afuera pero como un adentro del afuera, el lugar instituyente mediado por prácticas discursivas dialógicas donde aparecen las voces de otros que son invitadas en su propio discurso. Estas otras voces invitadas son cuestionadas como único relato posible de una subjetividad generizada y en consecuencia, son subvertidas mediante un discurso performativo.
El discurso performativo es la autoproducción de un rostro que a modo de máscara, “recubre el ser, lo humaniza y le da forma a lo informe” (Ávila, Mariela, 2009). Este rostro es una creación estética del sujeto, no sujetada por el poder, no agenciada por “una racionalidad especifica que se manifiesta en normalizaciones, disciplinas y discursos” (Ávila, M. 2009, p. 120). No se trata de una ruptura del sujeto con aquel orden que se presenta como ineludible, sino más bien de la emergencia del sujeto como producto de dicha ruptura, de un sí mismo que actúa como forma de resistencia a las maneras como el saber/poder intentan sujetarlo y se ubica en las márgenes de esta relación para desde allí reorganizarla. De lo que se trata en últimas, es de oponerse a lo que Deleuze, G (1987) llama “las dos formas de sujeción de la subjetividad moderna: la individuación según las exigencias del poder y la vinculación del individuo a una identidad sabida, conocida, única y determinada de una vez por todas” (p.139).
Bajo esta óptica, la performatividad se convierte en práctica discursiva de las subjetividades en resistencia que se sustraen a la construcción de identidades fijas cuya normativa siempre será excluyente. La aparente encrucijada de la identidad se resuelve tal como lo propone Butler (2001), con una radical abstención de toda identidad generizada, pues cualquier identidad es ficticia y se instala en el cuerpo mediante procesos de subjetivación que conllevan formas de sujeción ejercitadas mediante prácticas discursivas de dominación. La abstención no consiste en una parálisis o vacuidad subjetiva sino por el contrario, se trata de un movimiento permanente, una mutación para la cual la performatividad hace uso de la parodia como juego de poder. Esto significa que la indefinición, la oposición a identidades impuestas, el rechazo a narraciones de otras voces que revisten el propio cuerpo y lo expropian, provocan la desestabilización de los discursos de poder generando su transformación.
Obviamente las subjetividades en resistencia por oposición a una subjetividad hegemónica, así sean móviles o mutantes, representan formas identitarias y por tanto discursos de poder, pero de lo que se trata con la performatividad es que dichas subjetividades emergentes no se conviertan en “el sitio discursivo de la discriminación a priori. Que ningún agente social se arrogue el derecho de representación de la totalidad y, por el contrario, cada uno esté dispuesto a aceptar el carácter particular y limitado de sus propias reivindicaciones” (Santa Cruz et al. 1994).En este sentido, las subjetividades en resistencia expresan un carácter de emancipación frente a la identidad de género; este carácter emancipatorio de dichas subjetividades, toma cuerpo en prácticas discursivas de oposición, de ideología radical revolucionaria afiliada a un tipo de “pensamiento contrahegemónico y contracultural, que se plantea desmontar la opresión y explotación patriarcal, que opera en el contrato sexual que da base al contrato social” (Carosio, Alba, 2009, p 13-24). En este sentido, las subjetividades en resistencia van más allá de los propios sentidos autoreferenciales, para revestirse de las condiciones históricas, culturales y políticas que hacen posible su acontecer.
Llegados a este punto, es necesario plantear una reflexión final de la crítica feminista que tiene que ver con las singularidades de unas subjetividades en resistencia producidas en el contexto latinoamericano, lo cual implica señalar al menos dos elementos distintivos: en primer lugar, los procesos de subjetivación que se producen en un contexto como el latinoamericano, están inevitablemente atravesados por la marginalidad explotada y en segundo lugar, dicha marginalidad que atraviesa los procesos de subjetivación generizados, es producida a su vez por un colonialismo que además de patriarcal, ha exacerbado el orden de significación de lo femenino como cuerpo erotizado puesto al servicio del placer y la reproducción del colonizador (Avila, Mariela, 2009). Esto es lo que reconocidas feministas como MacKinnon, C (1991) han definido como la expropiación organizada de la sexualidad de unas para el uso y control de otros.
Lo anterior, implica repensar situadamente la lucha reivindicativa feminista superando de un lado, la aspiración de las mujeres a la igualdad de lo Mismo, lo cual termina totalizando funcionalmente el orden de dominación y de otro, abandonando la búsqueda de reconocimiento de las diferencias asumidas como propias a las mujeres, ontologizando las identidades de género discriminatorias construidas histórico-culturalmente. Esta tensión entre igualdad y diferencia, heredada de las tradiciones europea y anglosajona presentes en las agendas de los movimientos feministas, debe ser redimensionada a la luz de una perspectiva crítica latinoamericana orientada hacia una comprensión más amplia de los marcos del sistema de dominación, donde se hace indispensable reconocer que las identidades de los grupos oprimidos representan las huellas de la sujeción y la exclusión del orden dominante y por tanto, sus singularidades no pueden ser entendidas como diferencias revalorizadas bajo el rótulo de subjetividades pluridiversas, en una clara trampa del sistema que busca legitimar las desigualdades producidas en la marginación social, invisibilizando el análisis estructural. Esto es lo que Zizek, Slavoj (1998) definió como “la forma ideal de la ideología de este capitalismo global…Es la “represión” del papel clave que desempeña la lucha económica lo que mantiene el ámbito de las múltiples luchas particulares, con sus continuos desplazamientos y condensaciones”(pág 172).
Finalmente, se trata de enfatizar en las condiciones de posibilidad de subjetivaciones que logren poner en cuestión la concepción universalista y ahistórica que las ha acompañado, de tal forma que se contribuya a transformar aquellas formaciones discursivas fijadas hegemónicamente en una matriz de poder opresivo que sostiene la desigualdad, la dominación y la exclusión, produciendo formas de subjetividad sujetada, para dar paso a otros diagramas de poder/saber que se sitúan en una matriz de-colonial, donde sean posibles las subjetivaciones móviles, locales, creativas y alternativas, que se resisten y socavan el régimen de verdad que las produce. Esto vislumbra otra faceta de las subjetividades en resistencia: la faceta ética que se revela como búsqueda de justicia y reconocimiento de aquellas formas de existencia que no encuentran el lugar con los otros y no acceden a condiciones equitativas para su despliegue.
En esta topografía de la existencia humana -subjetividad, poder y saber-, el reconocernos influidos y mediatizados por el poder, no necesariamente implica quedar sometidos a él, como un destino fatal e inevitable; por tanto, no se renuncia a la posibilidad de generar las rupturas, las líneas de fuga que den paso a nuevas subjetividades forjadas performativamente; subjetividades en resistencia, situadas en contextos históricos y políticos inclusivos y justos, donde puedan revelarse a otros, como “prácticas de sí”, es decir subjetivaciones propias de una existencia estética que construye sus máscaras y narra sus propias historias para construir otros mundos posibles, otros “significados, objetos y cuerpos, no para negarlos ó para dejar de habitar en ellos, sino para vivir en significados y cuerpos que tengan futuro”( Donna Haraway (1995), pág. 324).
En definitiva, se trata de resistir, de afirmar las singularidades como apertura hacia la producción de sujetos del afuera, de lo común, de una biopolítica de la resistencia que represente una victoria sobre la muerte.
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