REVELACIÓN POSIBLE O EL ARTE DE LO FALIBLE
Universidad de La Laguna
Una evidencia ante aquello que denominamos “paisaje”: desaparece justo delante del fenómeno que permite nombrarlo, la mirada. Como en los días bochornosos de calima. Llega la arena aventada desde el Sahara y ciega. La calima es un dosel tupido y mate, un lienzo que cae sobre la mayor fortaleza del ser humano ante el mundo: poder ver y decir aquello que se ve.
Quisiéramos alzar nuestra frente y avizorar, pero nada aparece. Sólo la arena en vilo que sofoca mirada y respiración. Donde había monte recortado, carretera, barranco, arboleda, nada queda. Una costra ocre oculta los perfiles, los planos, la diversidad de tonos, los matices cambiantes de la luz; achata lo profundo; desarma el ejercicio dominante de la visión sobre toda figura. Es un lienzo revirado que dicta la negación de cualquier paisaje.
Frente a una privación de tamaña magnitud sólo disponemos de un asidero: echa a andar. Si te paras, si detienes tus pasos, el mundo ya desapareció y el sofoco aplasta. Sólo tenemos esa opción para ver: busca caminando. Entonces, aunque poco a poco y de forma transitoria, intuida e inestable, se produce el desvelo. Nuestros pasos nos acercan al mundo visible de cada cosa y disponemos de una renovada y otra oportunidad de aprehenderlo y apreciarlo. De la calima, cada cosa surge única, ensimismada. Nunca se puede extraer de la calima el plano extenso, abarcador, no hay margen para demasiada profundidad de campo. Así, resulta inviable toda posición mayestática, la majestuosidad fue disgregada entre los infinitos granos de arena sostenidos en el aire sahariano. Para volver a percibir, para religarse al mundo hay que adentrarse en la calima y desde ese gesto reconocer las singularidades que lo conforman.
En determinado momento de su historia, el arte occidental hubo de poner en duda su vínculo con la belleza natural y la realidad, La fotografía no es ajena a tal cuestionamiento. Joan Fontcuberta, en su breve ensayo Alpes sin eco: paisajes de paisajes o el arte como mapa1 , apunta cuánto abuso se ejerció al intentar “enmarcar artísticamente” la belleza de la naturaleza, cerrarla y sellarla bajo el mito de la reproducibilidad. Con la modernidad, el arte afrontó - abstracción incluida- el hecho de la extrañeza sublime de la naturaleza, anota el fotógrafo catalán, y, por tanto, también su desmonte. Escribe Fontcuberta: “El paisaje fue y es todavía para los fotógrafos la ocasión de encontrar una especie de identidad de sustancia, o al menos, una analogía de la materia, entre la realidad de la experiencia visual de la naturaleza y la materia misma del arte. Construir el paisaje mediante la fotografía equivale a estudiar simultáneamente la naturaleza y la fotografía, explorar concreta y experimental mente la una y la otra”. Sin embargo, el arte ahora ha de afrontar otra evidencia incuestionable: la crisis y la posibilidad de la destrucción global, no ya del paisaje tal y como pudo ser interpretado durante el siglo XIX y buena parte del XX, sino del territorio y de toda la naturaleza en sí misma.
Más que probable colapso ambiental: ausencia de mundo. Es necesario redefinir la relación entre ser humano y entorno. El vínculo entonces será de interdependencia cuando no de dependencia aceptada de aquello que nos sustenta. Si no es este el nudo, toda pretensión de dominio es expresamente destructiva. Necesidad, sí, como anota Atilio Doreste en Hacer diana, poema que actúa a modo de lema de frontispicio para el resto de textos reunidos en Revelos del paisaje:
Sin flecha
es el árbol seco
que me acierta
¿Cómo afrontar esta realidad, la ausencia efectiva de mundo, desde el arte? Una alternativa: hacer artísticamente posibilidad de mundo dejando que cada elemento de la realidad, de la naturaleza, señale y deje único e irrefutable signo de sí. Claro que ello no puede conllevar situarse en la ingenuidad y en la ficción del mundo intocado, hacer como si nada hubiera pasado, como si no existieran las perennes huellas de la destrucción del paraíso. Todo está ahí. Así pues, se hace posibilidad de mundo justo desde ese ahí, desde la huella del estropicio, desde los restos, las escombreras, los baldíos, los descascarados; desde el quebranto de un edulcorado inviable. Este es el camino y el espacio creativo que ha elegido conscientemente Atilio Doreste para sus textos y fotografías. Poemas e imágenes se quieren delimitados, de hecho, tanto por esas huellas como por la actitud irresponsable que ha causado dicha crisis global. Es más, de alguna manera Atilio Doreste asocia la altivez del artista que ha pretendido nombrarse constructor de mundos con las acciones y creencias de aquellos que, queriendo dominar la naturaleza y manipular la realidad, no han conseguido otra cosa que acercarse peligrosamente al desastre ecológico definitivo.
Así puede leerse su texto en prosa cazando instantes: atrapar imágenes a golpe de deseo, de intención irreflexiva, ¿es futilidad? Acaso no se pueda hallar respuesta. Lo que sí deja anotado Atilio en este texto es que, mientras nos aferramos a manejos farragosos (la búsqueda de lo excelso, la eficacia profesional, el control estricto de toda circunstancia) quizás andamos sin darnos cuenta entre hallazgos simples y verdaderamente parsimoniosos.
Los lugares son extrarradios y sed (“Mis escombreras”), espacios donde se junta la hojarasca (“Intersticios I”)
Revelos del paisaje se configura principalmente a partir de textos, en prosa o en verso, que catalogan esos elementos que alcanzan a quien camina entre la calima. Podrían haber sido otros tales fenómenos, es cierto, como, por ejemplo, podría haber pasado desapercibido el Rabo de Gato que permite la composición poética y gráfica en Jardín de carretera. De hecho, hay una parte de aceptación de la casualidad, de desapego, esencial, que motiva la escritura y la fotografía de Atilio. De ahí, también que, precisamente, el artista no tenga reparos en combinar poemas y fragmentos en prosa, como tampoco pretende “ocultar el error”, la divergencia o la parcialidad del hallazgo fortuito. “No es algo prohibido mirar el Sol. / No hay contraluz malo, / ni retrato malogrado”, escribe Atilio.
El arte en lo falible. De alguna manera, trata de contrarrestar la radicalidad de tal planteamiento el dominio de ciertas estéticas en la creación artística de este crítico siglo XXI. Extremando la concepción semiótica del arte como lenguaje, se ha generalizado entre los creadores el uso de un mecanismo muy básico por el cual se desplaza el valor de la belleza hacia el valor (crítico) del discurso. Más allá de la materia empleada y de los sistemas desarrollados (instalaciones, pintura, fotografía, Webart o cine, lo mismo da), la consideración artística se sitúa desde y en la intención. Lo estético es el lenguaje en tanto que discurso. Independientemente de que éste incorpore o no cierto grado de libertad de manipulación por parte del espectador, usuario o participante, el hecho es que la elaboración artística -el artefacto- encuentra su signo en la intencionalidad de dicho discurso. Desde esta perspectiva obviamente, más que su condición material es el sentido lo que dota de definición a todo objeto artístico. De hecho y como señala Yves Michaud en su monografía El arte en estado gaseoso2 , intenciones, actitudes y conceptos llegan para sustituir a las obras. Resulta en cualquier caso paradójico que el aparente desmantelamiento crítico del fenómeno artístico recaiga en una propuesta que supone, ante todo, conservar una posición de dominio sobre el sentido de la obra, sea ésta el mero discurso, mantener una propuesta que fije orden.
Utiliza Atilio Doreste la metáfora de las capas de cebolla para delimitar lo que es la experiencia estética y su vínculo con la realidad, no como categoría abstracta sino en tanto que relación de fenómenos, suma de singularidades. Reproduzco enteramente aquí uno de sus poemas breves, Producción:
Un día habría de ser
abundancia
y en el color sin prisas
recolección
Ya sea muchas veces de forma tácita, en Fotografía se da por buena la idea de que es el ojo el que prevalece sobre la tecnología. Es decir, es la visión estética la que aporta y domina simbólica y materialmente. Para las imágenes recopiladas en este libro, sin embargo, Atilio reniega del aserto y reconduce la operación creativa optando por dejarse llevar por la técnica en tanto que error programado. Así, buena parte de su producción fotográfica más significativa resulta de la quiebra consciente del dominio, tanto de la visión (y su intención simbólica) como de la base tecnológica (y su eficacia automatizada). Mediante el uso de carretes caducados, la veladura, la sobreexposición o el desenfoque provocado, intenta equiparar proceso y motivo artístico: la exploración del error, el fallo o lo incierto en relación directa, por tanto, con la conciencia ante lo que es residuo y el menudeo entre escombros. El hallazgo entonces “en la contradicción de un paisaje no atendido, que crece, y es real”.
En el aterrizar largo de las palabras está el azul que ya pronto se esconde (“Efímero”)
Por último ¿Qué busca el artista, el fotógrafo y pintor, Atilio Doreste en la escritura? Por supuesto, hay hondas equivalencias entre imágenes fotográficas y textos. Sin embargo, no son traducciones unos de las otras. Hubiera sido un error plantear así un libro como Revelos del paisaje. Me interesa destacar cómo, por ejemplo, en el fragmento titulado Ramas y cielo reverbera la tradición insular: no puedo releer el texto sin que surja en mí el recuerdo de los óleos de Oramas. Claro que en ellos nunca podríamos hallar ese jirón de plástico que resuena en mitad del párrafo. Atilio Doreste actualiza e interpreta conflictivamente el canon artístico insular. De ahí también que opte por fotografiar la Montaña de Tindaya, en un tiempo pasado espacio sagrado aborigen, a pie de las mordidas en sus laderas que buscaban extraer la roca necesaria para enlosar altos edificios en las provincianas ciudades canarias. Todo se pierde, todo fluye. Es esa la condición del tiempo y de su memoria.
El haiku es uno de los posibles refugios y evidencias del suceder que es el tiempo humano. En esta composición tradicional japonesa se enfatiza el valor esencial del instante, de la inmediatez sin reflexión. Por eso Atilio ha incorporado más de una decena de estos brevísimos poemas a su libro. En el haiku halla el artefacto verbal que mejor se acopla -y evidencia- los mecanismos estéticos que le interesan para la fotografía y el arte. Además, la brevedad y desnudez que define a dicha composición no hace sino exteriorizar la finitud del propio lenguaje y el necesario desapego ante la propia palabra: el verso como secuencia de lenguaje que inevitablemente ha de desaparecer. Como cualquier experiencia de vida.
Revelos del paisaje es un producto meditado a partir de una experiencia artística que no se quiere confinada. Por eso el libro incorpora poema y fotografía analógica, verso y prosa, imagen pensada e imagen fortuita. Su materia de reflexión y vivencia es la relación entre tiempo, apego y memoria, ese suceder que es la duración en el mundo de todo ser humano y al que, ciegos de nosotros mismos, nos aferramos. Los pasos que damos, los caminos en los que avanzamos y los caminos que abandonamos. Error y acierto, constancia y capricho, en todo hay hallazgo. Todo es posible revelación necesaria. Cualquier cosa germina y disipa la calima en el ser.