Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
El genocidio y el despoblamiento de América
Si bien es cierto que los esclavos africanos
acompañaron a los españoles desde el
primer día de la conquista, también es cierto
porque las cifras que hemos ofrecido párrafos
arriba así lo demuestran, que la importación
de esclavos arreció cuando se puso
en evidencia que la mortandad de nativos
americanos alcanzaba magnitudes preocupantes:
los tesoros de América mineros y
agrícolas podían quedar enterrados en el
suelo sin que hubiera quién los extrajera.
El genocidio cometido, trascendental y
crucial página de la historia de México, Perú,
Bolivia, Ecuador, Cuba y otras naciones
americanas, es uno de los capítulos más pobremente
conocidos por nuestros pueblos, a
pesar de que ha sido uno de los episodios de
mayor y más negativa significación: una
catástrofe demográfica sin precedentes en la
historia de la humanidad dice a este respecto
con objetividad la historiadora española
María Luisa Laviana2.
Objetivamente mayor y proporcionalmente
mucho más grave que el genocidio
nazi, que aún hoy indigna al mundo. Los
campos de concentración nazis fueron la versión
actualizada al siglo XX de lo que fueron
los corregimientos españoles que el imperio
impuso en el siglo XVI en América.
Empezaremos resumiendo los aportes
más conocidos que se han hecho respecto de
este crucial aspecto de la historia americana.
El padre Gustavo Gutiérrez, por ejemplo,
muestra que se reconocen hasta tres causas
fundamentales para explicar la caída demográfica:
a) La presencia de enfermedades desconocidas
en América.
b) Las guerras o los episodios militares propiamente
dichos de la conquista y sus inevitables
secuelas de muerte.
c) Los trabajos forzados a que fueron obligados
los nativos.
Contra todo ello es que se alzaron, con
violenta indignación, las voces de quienes
cobardemente fueron estigmatizados como
los forjadores de la leyenda negra, tortuosa
frase con la que el poder oficial bautizó la
crítica que censuraba las atrocidades de la
conquista.
Así, en un célebre sermón, fray Antonio
de Montesinos expresó con gran valentía:
Todos estáis en pecado mortal (...) por la
crueldad y tiranía que usáis (...). Decid,
¿con qué derecho y con qué justicia tenéis
en tan cruel y horrible servidumbre a
estos indios? ¿Con qué autoridad habéis
hecho tan detestables guerras a estas
gentes...? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos
y fatigados, sin darles de comer ni curar
sus enfermedades, que de los excesivos
trabajos que les dais (...) se os mueren...
Bartolomé de las Casas, por su parte,
incansablemente batalló contra las brutales
penalidades a que eran sometidos los hombres
y mujeres de América. Quizá más que
ningún otro peninsular, atravesó hasta 12
veces el Atlántico para defender ante la Corona
la causa de los americanos. En torno
a la conquista de México, el padre Las Casas
dijo:
...en el descubrimiento se hicieron grandes
[barbaridades] con lo indios (...) En
el año 1518 la fueron a robar y a matar
los que se llaman cristianos, aunque ellos
dicen que van a poblar. (...) ha rebazado
y llegado al colmo toda iniquidad, toda
injusticia, toda violencia y tiranía...
Pues bien, en relación con la primera de
las causas, debe recordarse que el brutal impacto
de las enfermedades traídas por los europeos
y por los esclavos negros traídos por
ellos, no es un descubrimiento de este siglo.
En 1686, Juan Nieto de Valcárcel, en su Disputa
epidémica, ya decía:
Sabemos que no se habían visto viruelas
en las Indias (...) un negro con esta desdicha
(...) la plantó en aquellos reinos
(...) y murieron seiscientos mil indios...
Pero también llegaron con los conquistadores
el sarampión, la gripe, la peste bubónica,
la fiebre amarilla y la malaria.
No conocemos si se han realizado estudios
que demuestren que las desconocidas
enfermedades impactaron más a unos pueblos
que a otros. En todo caso, no habría
razón alguna para ello. Todos los pueblos
americanos estaban igualmente desinmunizados
frente a las nuevas enfermedades.
¿Por qué, entonces como pasaremos a
mostrar unos pueblos sufrieron más gravemente
el descenso de su población que otros?
Por lo demás, nunca se ha dicho nada
que sepamos del impacto que en los conquistadores
habrían causado las enfermedades,
igualmente desconocidas para ellos
que, de hecho, encontraron en América.
¿Es que respecto a ellas los médicos europeos
de la época sí fueron eficientes para
encontrarles cura y remedio? Y, a la inversa,
¿es que la medicina contra las enfermedades
europeas no hacía efecto en los nativos que
enfermaban de ellas?
Por el contrario de allí el desinterés por
curarlos que denunció el padre Montesinos,
en esto también se puso en evidencia el brutal
desprecio por la vida de los americanos: a
más muertos más se simplificaban los esfuerzos
de la conquista. Y así procedieron hasta
que se percataron de que estaban a punto de
exterminar a la población andina.
En relación con la segunda de las causas
las guerras de conquista, en algunos territorios
fueron más dramáticas que en otros. Se
sabe que algunas pequeñas poblaciones del
Caribe fueron íntegramente arrasadas, se las
hizo desaparecer de la historia.
De allí que en esos territorios fueran compulsiva
y masivamente implantadas grandes
poblaciones de esclavos. En 1817, Cuba por
ejemplo, ya estaba poblada por un 57 % de
pobladores africanos.
El genocidio con las armas no sólo fue
aceptado en los hechos por los reyes de España.
Sino que, desde las luchas de España
contra los infieles judíos, mahometanos y
turcos, contó con entusiastas ideólogos.
El sacerdote franciscano fray Toribio de Motolinía
(seguidor del cardenal Bartolomé de
Susa y de Juan Ginés de Sepúlveda), fue uno
de ellos. He aquí la síntesis de su pensamiento:
a) Es justo y lícito hacer la guerra a otro
pueblo (...) para librar a los inocentes
sacrificados en cultos idolátricos.
b) Es justa y lícita la guerra de conquista
para preparar el camino a la
propagación de la fe.
c) Es justo y lícito hacer esclavos a los
capturados en guerra justa y a aquellos
que por naturaleza lo son y no
sirven para otra cosa.
Poco pudieron hacer para detener el genocidio
quienes, como fray García de Loaysa,
desde su cargo de presidente del Consejo
de Indias, procuraron aliviar la conciencia
del emperador [Carlos V].
Se estima, por ejemplo, que la población
nativa de Santo Domingo pasó de 3 millones
770 000 personas en 1496, a sólo 125 personas
en 1570. Esto es, al 0,003% original.
Un genocidio realmente increíble.
Hubo territorios en los que la historiografía
tradicional muestra que la resistencia
contra los conquistadores fue larga y permanente.
Los indios de algunas áreas nos dice
Laviana, como los del norte de México y
los del centro de Chile, resistieron a la conquista
durante mucho tiempo, casi hasta el
final de la época colonial.
La frase citada, sin embargo, desliza un
grave equívoco. No es que esas poblaciones
fueran más fieras e invencibles. Simple y
llanamente estaban asentadas en territorios
que, a los ojos de los conquistadores, y con la
tecnología de la época, no ofrecían mayor
atractivo. ¿No habría sido acaso conquistado
e íntegramente ocupado Chile, si entre los
siglos XV y XVIII Europa hubiera contado
con la tecnología necesaria para extraer la
extraordinaria riqueza cuprífera chilena?
¿Por qué entonces puede preguntarse
fueron prácticamente arrasadas casi todas las
poblaciones del Caribe, si tampoco encerraban
ninguna gran riqueza mineral ni agrícola
salvo las islas más grandes, que se mostraron
como potencialmente ricos emporios
azucareros, en lo que a la postre fueron convertidos?
Fundamentalmente, como lo muestra el
Gráfico Nº 11, porque eran el paso inevitable
y obligado hacia el resto de América Meridional
y hacia América Central. Es decir,
eran territorios geopolíticamente estratégicos.
Los conquistadores que pasaban al continente
no estaban dispuestos a dejar, peligrosamente
en la retaguardia, a enemigos de ningún
género, grandes o pequeños. O, lo que
era aún más riesgoso, España no estaba dispuesta
a dejar que allí se posicionaran y afianzaran sus enemigos más importantes: Inglaterra,
Francia y Holanda.
Tan cierto es esto, que, como lo demuestra
la historia, allí donde España dejó un resquicio,
al norte de Cuba en las Bahamas,
por ejemplo, se apostaron los ingleses y holandeses.
Pero no sólo allí. Más tarde ocuparían
parte del propio continente: lo que después
fueron las Guayanas Inglesa y Holandesa,
al norte de Brasil. Francia, a su turno,
se apostó en las Antillas Menores, al sureste
de Cuba, y luego se posesionó de la Guayana
Francesa.
Hay, sin embargo, otras dos hipótesis que
merecen ser más y mejor estudiadas en relación
con la mayor o menor resistencia que
los distintos pueblos de América ofrecieron a
los conquistadores.
En efecto, a) todo parece indicar que los
pueblos más pequeños, e invariablemente
más primitivos, ofrecieron casi siempre,
con pocas excepciones más resistencia a los
conquistadores que aquellos que, al momento
de ser conquistados estaban protagonizando
experiencias imperiales: aztecas e inkas.
De allí que los más primitivos sufrieran
más los estragos de las guerras.
Y b), que aunque muy explicablemente
los pueblos y naciones que habían estado
bajo el dominio de esos dos grandes imperios
de meso y sudamérica, fueron también casi
sin excepción altamente proclives a colaborar
con los nuevos conquistadores. Y así habrían
tenido menos muertes a consecuencia
de los enfrentamientos y las guerras.
En el Perú, las dos causas hasta ahora
planteadas en relación con el genocidio estuvieron
sin duda presentes. En relación con la
segunda, el padre Bartolomé de las Casas
fue muy elocuente y no precisamente menos
crítico:
...[los que en 1531 llegaron al Perú, se
habían entrenado] más tiempo en todas
las crueldades y estragos (...) crecieron
en crueldades y matanzas y robos (...)
destruyendo pueblos (...) matándoles sus
gentes (...) robándoles mucha cantidad de
oro...
Y, en relación con la tercera de las causas
de la sensible disminución de las poblaciones
nativas de América, está ampliamente demostrada
la existencia de trabajos y trabajadores
forzados en Perú, Bolivia y México.
Bakewell prueba que durante la Colonia
hubo trabajadores forzados pero asalariados
en las minas de esos tres territorios.
Dice Bakewell que, en presencia de las enormes
pérdidas en [la] población indígena,
se suscitó, entre los conquistadores dedicados
a la agricultura, y los dedicados a la minería,
pero, en particular, entre éstos últimos
que, por obvias razones, estaban en condiciones
de pagar los más altos salarios, una
gran competencia por la mano de obra que
aún quedaba disponible.
Pero además, la Corona, para evitar la
peligrosísima y total extinción de la población
andina, había legislado en el sentido
de prohibir el incremento de trabajadores
forzados. Es en ese contexto, dice Bakewell
que, entonces, no hubo más remedio
que ir a alquilar obreros indios en un mercado
abierto.
En México se les llamó naborías, es
decir, asalariados, y constituyeron el 68
% de los trabajadores de las minas. Y en Perú
Bolivia, dice Bakewell erróneamente a
nuestro criterio, se les llamó mingados, conformando
entre el 6070% de la fuerza laboral
minera.
Se equivoca Bakewell al denominar mingados
a los forzados asalariados mineros por
lo siguiente. Desde remotas épocas preinkaicas,
la mita era una institución mediante
la cual el Estado nacional o imperial, fundamentalmente
en las épocas de ausencia de
lluvias, reclutaba de entre su propia nación
y/o de entre las naciones conquistadas fuerza
de trabajo para emprender obras públicas:
puentes, carreteras, defensas militares, etc.
Y la minga, una institución mediante la
cual, las familias, libre y recíprocamente,
cooperaban alternativamente entre sí hoy
por tí, mañana por mí, tanto en labores agrícolas
y ganaderas, como en la construcción
de sus viviendas, por ejemplo. ¿Cómo pues,
puede decirse que los trabajadores forzados
de la Colonia eran mingados? Eran trabajadores
forzados y asalariados, y punto.
A partir de la observación que haría
Alexander Humboldt de la facilidad de la
explotación de las minas de América, Ruggiero
Romano dirá que, además de las
facilidades de extracción que ofrecía la geología
americana, estaba la facilidad de la
casi inexistencia de costos, que sólo puede
explicarse, pues, por la virtual esclavitud que
en ellas imperaba. Pero ello también explica
porqué, a pesar de la demanda de fuerza de
trabajo asalariada, los salarios no eran proporcionalmente
tan altos como se habría dado
en un mercado verdaderamente abierto.
Pues bien, en toda América Central y Meridional
se dieron las tres grandes causas de
disminución drástica de la población que
menciona el padre Gutiérrez. En el Caribe,
como está dicho, las poblaciones casi íntegramente
extinguidas fueron sustituidas por
esclavos traídos de África.
Respecto de América Central México en
particular, y respecto de América del Sur
Perú y Bolivia en especial, ¿fue acaso el
genocidio igualmente catastrófico, como al
parecer hasta ahora se cree? Si así en efecto
hubiese ocurrido, las consecuencias sociales
y económicas habrían sido las mismas, tanto
en uno como en otro espacio. Todo parece
indicar, como veremos más adelante, que ello
no fue así. Parece definitivo que la catástrofe
demográfica fue significativamente más grave
en Perú y Bolivia que en México.
Hay, sin embargo, autores que sostienen
exactamente lo contrario. Marco de Antonio,
por ejemplo, en Descubrimiento y Conquista:
¿Genocidio?, sostiene que mientras la población
del Perú descendió de 6 a 1,1 millones
de personas, entre 1532 y 1628; la de
México descendió de 25,2 a 1,1 millones,
entre 1519 y 1605 320.
Dice este autor que las razones de tan significativos
descensos fueron: la viruela que
llegó al Perú entre 1524 y 1526 (es decir durante
los primeros viajes exploratorios de
Pizarro por las costas del Perú, acotamos); y
las enfermedades infecciosas gripe, viruela,
sarampión, paperas y enfermedades venéreas
que llevaron los conquistadores a México,
de las que perecieron cerca del 80% de
los indios... 321. Habría sido, pues, como titula
el autor el capítulo correspondiente: Un
desastre sanitario 322.
La investigación de Marco de Antonio
tiene, a nuestro juicio, tres objeciones insalvables.
En primer lugar, es inaudito que se
presente sólo como desastre sanitario lo
que fue también un genocidio militar y también
la consecuencia de terribles trabajos
forzados como lo admite Luciano Pereña
en uno de los más completos estudios sobre
el genocidio en América 323, y en el que precisamente
aparecen las afirmaciones que
estamos rebatiendo, pero además el resultado
de brutales y sistemáticos maltratos físicos
y torturas.
En segundo lugar, y estrictamente desde
el punto de vista epidemiológico, es insostenible afirmar, y sin explicaciones de ningún
género, que las epidemias mataron en el Perú
al 82% y en México al 96% de sus respectivas
poblaciones nativas.
¿Se pretende insinuar que las enfermedades
de Cortés y compañía fueron distintas
y más fatales que las de Pizarro y sus huestes?
¿O que la población peruana era epidemiológicamente
más resistente que la mexicana?
No existe asomo de indicio objetivo
que permita responder afirmativamente esas
interrogantes.
Y, en tercer lugar, si las poblaciones actuales
de Perú y México son 24 y 93 millones
de personas, respectivamente, el primero,
pues, habría crecido a una tasa anual promedio
de 0,84% y el segundo a 1,217%.
Pero tampoco hay indicio alguno que permita
suponer y aceptar, tan a la ligera, que la
población en México creció a un ritmo 45%
más pronunciado que la del Perú. Si hoy sus
tasas de crecimiento demográfico son virtualmente
las mismas, a título de qué puede
sospecharse que en los siglos pasados fueron
tan disímiles.
Nuestra hipótesis es que la catástrofe demográfica
fue significativamente más grave
en Perú y Bolivia que en México. Trataremos
de demostrarlo. Pero además para tratar de
explicar, consistentemente, por qué ello ocurrió
así.
En el Gráfico Nº 12, para el diseño de los
tramos de las curvas correspondientes al período
anterior al año 1500, se está asumiento
la misma tasa de crecimiento que, para la
población mundial de esa época, presenta
Salvat 324.
Por lo demás, ese gráfico es el resultado
de los siguientes datos y reflexiones, basadas
estas últimas, como lo han hecho otros autores,
en razonamientos lógicos 325, dado
que no hay otra alternativa.
Los cálculos demográficos más verosímiles,
pero también los menos exagerados, estiman
en 32,5 millones de habitantes (Dobyns)
y 25,2 millones (S. Cook y W. Borah) la población
de México inmediatamente antes de
la conquista; y en 10 millones (Wachtel) y 12
millones de personas (Smith), la población
de los Andes Centrales en 1492 326.
Específicamente para el Perú, S. Cook
estima que en 1520 la población era del orden
de 9 millones de personas.
En todo caso, tanto para México como
para el Perú, las discrepancias entre las cifras
de unos y otros autores están en el orden de
30%.
Por lo demás, y consistentemente con el
análisis que mostraremos más adelante, la
relación entre la población de un territorio y
la del otro, con las cifras de S. Cook, es de
2,8 a 1, razonablemente consistente con el
hecho de que hoy esa relación es de 4 a 1.
Pues bien, asumiremos entonces las cifras
de S. Cook, con cargo a que estudios más
profundos prueben o desechen las hipótesis
que vamos a plantear.
Compartimos, no obstante, las sospechas
de M.L. Laviana en el sentido de que las
demostraciones científicas probablemente
nunca lleguen 327, porque en efecto resultará
virtualmente imposible hacerlo.
Permítasenos antes aquí, sin embargo,
una breve digresión. !Qué dificil es acometer
estos temas con una mínima y elemental
seriedad y seguridad¡ Observemos el problema
en el que nos encontramos: M.L. Laviana
afirma que S. Cook estima que en 1520 el
territorio del Perú albergaba a 9 millones de
personas; pero Flores Galindo afirma que el
demógrafo David N. Cook señala que hacia
1530 esto es, inmediatamente antes de que
se inicie la conquista el territorio actual del
Perú debía tener una población aproximada
de 2 738 673 habitantes... 328.
Con la inaudita precisión de David N.
Cook, la palabra aproximada está absolutamente
demás. Pero eso, en realidad, es lo de
menos. No obstante, no podemos menos que
expresar nuestras razonables sospechas por
la insólita precisión de la cifra de David N.
Cook. Más preocupante sin embargo es el
hecho de que la cifra de S. Cook es casi
330% mayor que la de David N. Cook.
Y si se compara el dato de S. Cook para
México, con el de David N. Cook para el
Perú, resultaría que la población de México,
en las primeras décadas del siglo XVI, era
9,3 veces mayor que la del territorio peruano,
lo cual francamente es insostenible.
Pero además se sabe que la población del
Perú siguió decreciendo hasta entrado en
siglo XVIII. Así, con las cifras de David N.
Cook 2 738 673 en 1530 y 601 645 indios
329 en 1630 habrían llegado al siglo XVIII
entre 200 mil y 300 mil personas, lo cual
también es inconcebible e inaceptable por
lo menos a la luz de todo lo que veremos más
adelante.
Adelantaremos, no obstante, que consistentemente
podemos asumir que no más del
10% de cualquiera de esas últimas cifras habrían
sido varones adultos, porque fueron los
que más sufrieron la mortandad. ¿Hubieran
podido 30 000 hombres trabajar en 50 valles,
cuidar ganado, servir a los conquistadores,
construir palacetes, tallar balcones, erigir
más de mil iglesias, y hacer orfebrería, artesanía
y pintura?
Las cifras de David N. Cook, desgraciadamente,
pues, no resisten el más mínimo análisis.
No obstante, y sin someterlas a juicio,
las han recogido reputados historiadores peruanos.
Pues bien, retomenos lo nuestro. En el
caso del Perú, según los estudios demográficos
más aceptados, el declive demográfico se
prolongó hasta por lo menos el año 1720.
Conste sin embargo que muchos años después,
en 1777, el visitador José Antonio de
Areche afirmó:
no hay corazón bastante robusto que
pueda ir a ver el cómo se despiden forzados
indios de sus casas para siempre,
pues si salen cien, apenas vuelven [vivos]
veinte.
S. Cook sostiene que la población descendió
hasta 1 000 000 de personas aproximadamente.
Es decir, con las cifras de él,
cayó de 9 a 1. No tenemos cifras verosímiles
de la catástrofe demográfica en México, dado
que nos resultan inverosímiles las de Marco
de Antonio. Ninguno de los textos que hemos
consultado lo precisa. Asumiremos entonces,
provisionalmente, que fue tan grave como la
del Perú, esto es, que también cayó de 9 a 1.
Pues bien, actualmente la población peruana
es poco más de 23 millones de personas
332. Es decir, entre 1720 y 1995, ha crecido
a una tasa promedio anual de 1,15 por
ciento, promedio que incluye la tasa de explosión
demográfica experimentada en las
últimas décadas de este siglo, y que alcanzó
un promedio récord de 3 por ciento anual.
En principio, no tendríamos, por ahora,
porqué pensar que la tasa de crecimiento
anual promedio de México, para el mismo
período, tuviera que ser distinta. Así, si fue la
misma, para llegar a los 93 millones de personas
que tiene hoy México, tendría, entonces,
que haber partido de 4 millones de personas.
En cuyo caso partiendo siempre de la
cifra inicial proporcionada por S. Cook la
caída poblacional en esa zona de la América
española no fue pues de 9 a 1, sino de poco
más de 6 a 1. La diferencia, entonces, es bien
significativa.
Así, el genocidio no habría sido tan grave
en México como en el Perú. Pero, si se quisiera
insistir en que efectivamente también
fue de 9 a 1, habría entonces que aceptar que
la población inicial fue de 36 millones de
habitantes, en cuyo caso las cifras de S. Cook
estarían erradas en 43 % y las de Dobyns sólo
en 11 por ciento.
No obstante, sigamos asumiendo: a) que
los estimados de S. Cook son correctos; b)
que el decrecimiento fue de 9 a 1; y, c) que a
partir de 1720 la tasa promedio de crecimiento
anual de México ha sido igual a la del
Perú (a estas alturas del análisis, insistimos,
no tenemos todavía porqué sospechar lo contrario).
En ese caso, partiendo de 2,8 millones
de personas (25,2 / 9), la población
mexicana de hoy debería ser sólo de 65 millones
de personas, pero como no estamos
en el siglo XV, en que los censos incurrían
inevitablemente en grandes distorsiones respecto
de la realidad no hay forma de negar,
entonces, que hoy los mexicanos son 93 millones
de personas. ¿Dónde, pues, está el
error?
No disponemos de cifras que discriminen
cuántos de los cuatro millones de españoles
americanos que había en el Nuevo Mundo en
el siglo XIX radicaban en México y cuántos
en el Perú.
Pero sí sabemos que de los 55 000 españoles
que había a principios del siglo XVI
en América, sólo un máximo de 5 500 estaban
establecidos en el Perú. Sin duda pues,
en el siglo XVI, había muchos más en México
que en el Perú. La diferencia a favor de
México, cualquiera que haya sido en el siglo
XVI, se incrementó aún más en los siglos
siguientes.
Nuestras razones son las siguientes. Llegando
desde Europa: a) objetivamente eran
y son bastante más cercanos los puntos de
desembarco del Caribe y del Golfo de México
que Lima; b) obviamente entonces era
más costoso, largo y difícil llegar hasta el
Perú; c) desde los primeros tiempos de la
conquista se supo que la geografía mexicana
era más benévola, y menos hostil con los
inmigrantes que la peruana, y; d) una vez que
hubo terminado la fiebre de cosecha de
joyas y vasijas de oro y plata en el Perú, y
cuando a partir de 1665 quedó en evidencia
que la riqueza de México era cada vez mayor
que la del Perú, es indudable pues que fueron
adquiriendo mayor preeminencia todavía para
los migrantes de la península las tres primeras
razones anotadas.
Y la cuarta, sumada a las anteriores, convirtió
definitivamente a México como el destino
más preciado de las oleadas que fueron
llegando de España durante más de cien años
después de 1665. Resulta obvio colegir pues
que México fue mucho más poblado por españoles
que el Perú; significativamente más
poblado.
Una prueba indiciaria de ello, pero muy
importante, es que en México, aún cuando
todavía hoy se habla más de 66 idiomas
aparte del castellano, la población castellano
parlante de 1976 era el 90%. En el
Perú, en cambio, para la misma fecha, era
sólo el 70%. Por obvias razones, la diferencia
tiene que haber sido aún más grande a principios
de este siglo, y aún mayor al finalizar
la Colonia.
Aceptemos pues que México estuvo bastante
más poblado de peninsulares españoles
y de sus descendientes que el Perú, aunque
evidentemente no fueron nunca la mayoría
poblacional.
Con ello pretendemos que se acepte que
la tasa promedio de crecimiento poblacional
de México resultado en el que sin duda jugaron
un papel decisivo los usos y costumbres
heredados de España, no fue pues igual
ni a la del Perú, ni a la de España. Sino que,
en el mejor de los casos, tuvo un valor intermedio,
aún cuando, lo más probable, es que
fuera más próxima a la del Perú que a la de la
península, dado que la inmensa mayoría de la
población era nativa.
Pues bien, España, para pasar de 4 a 40
millones entre el siglo XV y la actualidad, ha
respondido a una tasa promedio anual de crecimiento
del orden del 0,46 %. Si la del Perú
(a partir de 1720) ha sido del orden del 1,15
%, el promedio entre ambas, pues, es una
tasa de crecimiento anual de 0,805 %. Pues
bien, con esa tasa, para llegar a los 93 millones
de mexicanos de hoy, debió partirse de
10 250 000 habitantes. De ser esto cierto
partiendo de los 25,2 millones que estima
Cook, el descenso poblacional habría tenido
entonces una relación de 2,5 a 1, que resulta
absolutamente diferente a la de 9 a 1 que se
habría dado en el Perú.
Así y todo, habrían muerto en México el
60 % de sus habitantes o, lo que es lo mismo,
15 millones de personas, muchas más incluso
que en el Perú. Pero, como está dicho, se
habría tratado pues de una debacle que, aunque
dramática, fue proporcionalmente menos
grave, mucho menos grave que la que ocurrió
en los Andes.
Esta conclusión provisional, tal como se
verá más adelante, resulta consistente con los
resultados económicos de la Conquista y de
la Colonia. Pero además, es consistente con
el hecho incontrovertible y objetivo de que a
México prácticamente no se llevó esclavos
negros. Esto es, no se llegó a una crisis de
escacez de mano de obra que obligara a sustituirla
con esclavos traídos de África, lo que
ciertamente sí ocurrió en el Perú.
Más aún, si la debacle poblacional en
México hubiera sido proporcionalmente tan
grave como la del Perú, o la de Santo Domingo,
la importación de esclavos a México
habría sido enorme, dada la enorme riqueza
de plata de que disponía ese territorio y que
España explotó intensamente.
Y, si como hemos adelantado, y por el
mayor y más rápido mestizaje cultural que se
dio en México, la tasa promedio de crecimiento
de la población mexicana fue sólo
pero hasta 10% más baja que la del Perú, esto
es, que fue del orden de 1,035 % anual,
entonces para llegarse desde 1720 a los 93
millones de hoy, debió partirse de 5 500 000
habitantes. En esos términos la debacle
demográfica fue de 4,6 a 1, proporcionalmente casi la mitad de lo grave que fue en el
Perú, lo que también resulta coherente con
los resultados económicos que se lograron
durante la conquista y la colonia en ambos
virreinatos.
Por parecernos la más verosímil, asumiremos
en adelante que, por lo menos a partir
de 1720, la población de México era pues
de 5,5 millones de habitantes.
Pues bien, de las tres razones que presenta
el padre Gutiérrez para explicar la catástrofe
demográfica, ¿estamos ya en condiciones
de saber cuál, a su vez, explicaría que
el Perú y Bolivia sufrieran mayor impacto?
Aún no, hay todavía otros argumentos
por analizar.
El genocidio en el Perú significó el abandono
casi total del territorio agrícola, a falta
de manos que lo trabajasen. Los corregidores
españoles concentraron entonces la fuerza de
trabajo sobreviviente, y que no trabajaba en
las minas, en las mejores tierras las de la
costa y las tierras bajas de los valles interandinos
: quedaron entonces abandonados,
durante siglos, los costosísimos millones de
hectáreas de andenes construidos durante
más de cuatro mil años.
El desastre, pues, de esa importantísima
infraestructura agrícola, no fue un desastre
natural, sino consecuencia directa de la manera
como la Colonia liquidó la mayor parte
de la población, desestructurando de raíz el
sistema económico y social andino.
Sólo cuando la población nativa llegó a
un mínimo que hacía peligrar su propia existencia
y por consiguiente el imperio no hubiera
tenido cómo explotar las riquezas de las
altas y frías entrañas de los Andes, el imperio
decidió abolir las encomiendas.
Es decir, no por razones humanitarias
sino por razones exclusivamente pragmáticas,
y siempre en función de los intereses del
imperio.
Al concluir el descenso poblacional,
Perú, con un millón de habitantes, y México,
con algo más de 5,5 millones, tenían pues
condiciones sustancialmente distintas para
contribuir con los objetivos imperiales de
España. El hecho de contar con 5,5 veces
más población, permitía a México contribuir,
más y mejor, a las desesperadas urgencias
económicas de la metrópoli.
Tanto durante el inútil derroche militar de
Carlos V y Felipe II, como durante el
afrancesado consumismo que se impondría
con Carlos II que en 1670 era prácticamente
un pensionista de Luis XIV, el Rey Sol
de Francia. Consumismo afrancesado que
después se reforzaría con el ingreso de los
Borbones de Francia al trono de España, etapa
que inauguró en 1700 Felipe V de España
Felipe de Anjou, nieto del Rey Sol.
México contra lo que cree la inmensa
mayoría de los peruanos fue durante la mayor
parte de la Colonia el sostén económico
fundamental del Imperio Español. Las cifras
son concluyentes a este respecto. México era
una potencia económica durante la Colonia.
Alexander Humboldt estimó que para inicios
del siglo XVIII la producción minera de
México podía valuarse en 23; la agricultura
en 29 y la manufactura entre 7 y 8 millones
de pesos, respectivamente.
El conjunto, traído a valor presente, según
estimamos, equivale a 73 700 millones
de dólares (actualizados a una tasa de 1%
anual, y a partir de 1680).
Este monto, como se verá inmediatamente,
es coherente con los niveles de recaudación
tributaria que, estimamos también,
obtenía el imperio en esa colonia americana
(actualizados también a una tasa de 1% anual).
A lo largo del texto, y porque preferimos
pecar por defecto que por exceso, seguiremos
trabajando con una tasa de actualización de
sólo 1%, aún cuando, como en este caso, nos
resulten cifras poco o débilmente representativas
a ojos de hoy. Nuestro propósito, advertimos
una vez más, sólo es presentar cifras en
órdenes de magnitud. La precisión de las
mismas deberán hacerla los economistas de
consuno con los historiadores.
Un dato más a este respecto puede también
resultar útil e ilustrativo. La masa monetaria
de México, en 1771, era de 36 millones
de pesos o, lo que sería lo mismo,
18 400 millones de dólares de hoy. Cifra que,
en principio, sería consistente con el PBI
anteriormente anotado. Reflejaría una rotación
anual de 4 veces (circulación baja,
como anota Romano), también consistente
con el incipiente desarrollo del capitalismo
mexicano de entonces, en el que una gran
proporción de la población nativa estaba aún
al margen del mercado o sólo esporádicamente
incursionaba en él.
Reflejando la diferencia entre la magnitud
de las dos colonias más importantes, Romano
refiere que, por la misma época, la
masa monetaria en el Perú era de sólo 5
millones de pesos (3 680 millones de dólares
de hoy). Y, en sentido inverso, si la velocidad
de circulación del dinero habría sido la misma,
el Pbi del Perú, entonces, habría sido el
equivalente de 14 720 millones de dólares.
De haber sido así, se habrían cumplido
largamente las mejores expectativas de la
metrópoli. Según Romano había el deseo
manifiesto casi por todas partes de que las
monedas, antes de partir hacia España, pudieran
circular una a dos veces.
El Gráfico Nº 13 y el cuadro siguiente
muestran la Recaudación Tributaria total que
percibió la Corona de España, por todos los
conceptos (minas, comercio, estancos monopólicos,
tributos directos de las personas,
etc.), en los 130 años que van de 1680 a
1809, es decir, hasta poco antes del proceso
independentista.
Debe, sin embargo, tenerse en cuenta que
los impuestos que se recaudaban en nombre
de la Corona de España, no necesariamente
iban íntegros a la península. Parte de ellos
servían, evidentemente, para sostener a las
administraciones virreinales, tanto de México
como del Perú.
Así, por lo menos para el período
16801809, tiene razón Klein cuando anota
que el virreinato del Perú era apenas autosuficiente. Klein se explicará mejor cuando
después dice: pocas (si acaso algunas) de
las entradas recaudadas localmente fueron a
España, porque las que se obtuvo aclaramos
se destinaron a solventar los gastos
de la burocracia civil, de la burocracia militar,
y para financiar la construcción de fortificaciones,
como el Real Felipe, en el puerto
del Callao, por ejemplo.
Otro tanto ocurría con el resto de los territorios
coloniales, cuyos ingresos, cuando
los había, servían para mantener a las respectivas
burocracias civiles y militares, y para
financiar, aunque fuera en parte, los enormes
gastos en fortificaciones militares como las
de Cuba, Puerto Rico, y Cartagena de Indias
en Colombia.
México, en cambio, dice Klein, representaba
una mina de oro para las autoridades
reales (...) una proporción muy significativa
de los ingresos [allí] recaudados llegaban a
Madrid (...), realmente [era] el único productor
neto de ingresos en toda América.
Klein, sin embargo por lo menos en el
trabajo que acá estamos citando de él no se
preocupó de explicar la razón fundamental
de la significativa diferencia de aportaciones
que mexicanos y peruanobolivianos hicieron
a la metrópoli: éstos últimos, como se ha
visto, fueron numéricamente reducidos hasta
representar sólo el 20% de la población mexicana.
¿Habría podido México convertirse en el
sostén más importante de la economía imperial,
si efectivamente su población se hubiese
reducido hasta 1 millón de personas como
cree Marco de Antonio?
Antes de continuar con nuestro análisis,
destacaremos un aporte de Klein que nos
parece sumamente importante y revelador de
la significación económica que México y
PerúBolivia tenían para el imperio: en la
década 179099, mientras México aportó
con ingresos totales de 48,2 y Perú con 5,4
millones de pesos, en la península se recaudó
50,2 millones de pesos.
Las colonias, pues, aportaban cuando
menos el 52 % de los ingresos del imperio
344. Es decir, nadie puede retacear la extraordinaria
contribución de América a España. Si
la metrópoli hizo mal uso de esa riqueza, ese
es otro problema.
Hoy, si a un ladrón se le cae durante la fuga el producto
de un hurto, no por ello deja de ser sometido a
juicio e igual va a la cárcel.
¿Qué representan hoy los 295,9 millones
de pesos que aportaron en conjunto los virreinatos
de México y Perú en el período
16801809? ¿Y a cuánto equivalen ahora los
53,6 millones de pesos de la década 1790-
99? Tenemos a mano dos alternativas para el
cálculo: a) con datos de Engel podemos
considerar el peso como equivalente a 4,5
gramos de oro; y, b) del texto de Laviana
puede desprenderse que un peso ensayado
equivalía a 7,14 gramos de oro.
Usaremos entonces, para la actualización
y conversión, y conservadoramente, la equivalencia
que da Engel. Conforme a eso, los
295,9 millones de pesos del período 1680-
1809, actualizados a partir de 1745, el año
intermedio, representarían hoy día el equivalente
de 193 621 millones de dólares. ¡Nada
despreciables! O, si se prefiere, un promedio
anual de 1 489 millones de dólares.
Y los 53,6 millones de pesos de la década
179099 (actualizados a partir de 1795), representarían
hoy el equivalente de 21 324
millones de dólares, o un promedio anual de
2 132 millones de dólares.
Uno y otro promedio anual equivalen al 2
y al 3 %, respectivamente, de los presuntos
PBI anuales que hemos mostrado párrafos
antes. ¿Qué diría Michel Camdessus de la
baja presión tributaria de esa época? ¿Quizá
que los bajos porcentajes sugieren altos
porcentajes de evasión tributaria?
Estamos absolutamente concientes de
que, en estos cálculos, pueden haber gruesos
errores por no estarse incorporando los ajustes
correspondientes a las sucesivas inflaciones
que se dieron en el largo período en
análisis. Engel por ejemplo nos recuerda que
la cotización del peso cambió sucesivamente
de 10 a 12 y hasta a 15 marcos, aunque
no precisa las fechas a que corresponden.
Mas como fuere, los cálculos más precisos
tendrán que hacerlos los economistas. Ya veremos
si se confirman o se refutan nuestras
hipótesis. Ya veremos, incluso, si se demuestra,
como también sospechamos, que en muchos
cálculos nos hemos quedado cortos.
Nuestros objetivos, no obstante, siguen
siendo válidos así lo creemos. Ellos son: 1)
ofrecer al lector valores que hoy nos resulten
razonablemente inteligibles, que, por consiguiente,
nos faciliten entender mejor y
aproximarnos con más precisión a los acontecimientos
de que hablamos. Porque, en ese
sentido, insistimos, nada nos dicen maravedíes,
pesos, pesos ensayados o ducados.
Nos sirven sí de punto de partida.
Y, 2) llamar la atención de los historiadores
en el sentido de que hoy, con el auxilio
de los modernos instrumentos de cálculo, y
con el concurso de los economistas y econometristas,
se tiene la obligación moral y
profesional de actualizar las cifras, reto que,
hace algunas décadas, simple y llanamente
no se le podía exigir a nadie. Cuando procedamos
de esa manera, libros de edición tan
reciente (1996) como el de María Luisa Laviana,
y muchos otros, aunque sólo fuera por
éso, cambiarían sustancialmente.
Retomemos pues el tema central. ¿Puede
desprenderse de lo dicho hasta aquí, que la
importancia económica de los territorios de
Perú y Bolivia fue siempre tan pobre como
nos lo muestran las cifras de Klein para el
período 16801809?
De ningún modo. Si así hubiera sido, el
territorio del Perú no podría mostrar como
efectivamente lo muestra a cualquier visitante
los gigantescos recursos que se gastaron
durante la Colonia en la increíble serie de
catedrales e iglesias que se construyeron, con
retablos dorados y enjoyados casi hasta el delirio,
tanto en Lima, como en Cusco, Ayacucho,
Huancavelica, Arequipa, Puno, etc.
El Perú ostenta un porcentaje muy significativo
de las 70 000 iglesias y 500 conventos
que la Iglesia Católica española construyó
en América conforme refiere Jorge Abelardo
Ramos.
Tampoco pues podría mostrar el Perú los
palacetes con los costosos balcones de que se
preciaba la Lima pos virreinal que conocieron
Humboldt, Raimondi y Markham,
parte de los cuales todavía muestra hoy el
denominado centro histórico de Lima, y
que muestran también otras ciudades del
país. Trataremos pues de demostrar nuestra
hipótesis abundando sobre la materia.
En ambas décadas, sin embargo e igual
que ocurre en todas las demás nos toparemos
con la tremenda importancia que, respecto
de los totales correspondientes, tiene el
rubro que aquí estamos denominando Otros,
que en la década 168089 alcanza porcentajes
de 78 y 58 por ciento, para Perú y
México, respectivamente. Y en la década final
porcentajes tan altos como 62 y 77 por
ciento para cada uno de los mismos virreinatos,
respectivamente.
Klein no muestra qué encierra ese tan significativo
rubro Otros. Probablemente
nadie pueda mostrarlo.
¿Incluye realmente el quinto real correspondiente
a la Corona porque ello no resulta
muy claro? ¿Incluye los diezmos para la
Iglesia Católica porque no está dicho?
Así entonces, y para aclarar ligeramente
el panorama, nos hemos permitido realizar
nuevos cálculos prescindiendo del rubro
otros. Con y sin ese rubro, lo que pretendemos
demostrar no muestra cambios significativos.
Cuando la recaudación minera es baja
(1%), la recaudación comercial es alta (16%)
Perú, década 168089. Y a la inversa,
cuando la minera es alta (13%), la comercial
es baja (1%) Perú, década 180009. Esa
misma relación inversa se da en el caso de
México, pero en proporciones muy sutiles.
¿Cómo podría entenderse, sin embargo,
que la actividad minera en el Perú produjera
una recaudación de sólo el 1% del total en la
década 16801689? ¿Y cómo entender, que
la recaudación por actividades comerciales
fuera tan alta en la misma década? Para
responder, deberá tenerse presente que, en
esa primera década de la serie de Klein, la
recaudación total en Perú era de 12 995 000
pesos y la de México 8 357 000.
Esto es, del total general, Perú aportaba el
61 % y México sólo el 39%. Hasta esa época
pues, y todavía en la siguiente (en que la
relación es 5941%, siempre a favor de
PerúBolivia), es evidente que el virreinato
sudamericano era económicamente más
importante que el de México.
Con esta comprobación, no puede pues
seguirse sosteniendo que el Perú era apenas
autosuficiente. No, hasta 1699, el Virreinato
del Perú era, efectivamente, una mina
de oro.
Muy poco se ha difundido por ejemplo
que, ya en 1605, se explotaba en el Perú, por
lo menos, una mina de oro, en Carabaya, en
el norte de Puno. Su metal dice el cronista
tiene 23 quilates y medio (...), sacábase de
allí pepitas de oro del tamaño de simientes de
rábanos, y otras como garbanzos y avellanas.
E indica también que en todos los ríos
de las montañas se encontraba oro volador,
o sea menudo, de 22 quilates.
Y tampoco se ha difundido lo suficiente
el hecho de que, siempre para la misma fecha,
ya se explotaba minas de plomo, estaño
y cobre. Nunca sin embargo hemos encontrado
datos que complementen esos apuntes
que, por lo que puede deducirse, habría realizado
desde la primera década del siglo
XVII un judío portugués al servicio de Holanda
352.
Ahora bien, no parece necesario insistir
que resulta obvio que en 1680 el Virreinato
del Perú sufría ya, dramáticamente, los estragos
de la catástrofe demográfica, que por fin
llevará al hoyo la economía del virreinato dos
décadas después.
De allí que, a partir de la década de
17001709, las recaudaciones de México pasan
a representar el 70 % de las recaudaciones
continentales de impuestos y las del Perú
caerán reducidas al 30% restante. Sólo a partir
de 1700, pues, México pasa a ser la mina
de oro del imperio.
Para esa época, ante la ostensible catástrofe
demográfica, bien pudo ocurrir en el
Perú lo que el padre Bartolomé de las Casas,
relata para algún lugar del Caribe:
[fulano] ...se jactaba de trabajar cuanto
podía por preñar muchas mujeres indias,
para que, vendiéndolas preñadas, le dieran
más dinero por ellas.
Sin la menor duda, en el Perú los virreyes
de la época deben haber sido urgidos desde
España, una y otra vez, reclamándoseles retornar
a las recaudaciones anteriores, y exigiéndoles
explicaciones a las cada vez más
graves mermas de ingresos que se obtenían
en su virreinato estrella.
Melchor de Navarra y Rocafull el duque
de la Palata, que gobernó entre 1681 y 1689,
debió contestar, también una y otra vez: no
hay nada que hacer en el Perú, la población
prácticamente ha quedado extinguida;
aunque querramos, ya casi no hay quién
explote las minas.
Ese virrey tiene ya nueve años en el
cargo imaginamos que habría gritado desesperado
uno de los sabios asesores del rey,
está cansado, !hay que cambiarlo!.
Otro de ellos, muy bien plantado sobre
sus pies, habría sugerido entonces quizás a
insinuación del propio interesado: Su
Majestad, enviemos al Perú al virrey de México,
a Melchor Portocarrero y Lasso de la
Vega, duque de la Monclova, él sí está logrando
incrementar los ingresos en México,
muy bien puede hacer lo mismo en Lima.
Hágase habría contestado el rey frente
a tan lúcido consejo, ordenando una vez más
el estilo de traslado y relevo que hoy es
política tradicional de las transnacionales
modernas, pero que ya antes habían practicado
los romanos.
Así, don Melchor Portocarrero y Lasso de
la Vega, duque de la Monclova, tuvo que
hacer sus petacas y trasladarse de México a
Lima, a donde llegó en 1689 para relevar a su
antecesor. En 1705, tras seis años de intensa
e incomprendida brega, y el duque de Monclova
fue cesado desde Madrid. No había
conseguido incrementar la recaudación tributaria
en el Perú.
Más aún, los ingresos seguían bajando,
eran ya el 33% de los ingresos que Melchor
de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima,
había logrado captar en 1680. El asunto en
Lima ya no tenía vuelta. Nunca más, durante
lo que restaba de la Colonia, el que fuera
muy próspero Virreinato del Perú pudo reponerse.
¿Será acaso una simple coincidencia que,
correspondiendo exactamente en el tiempo
con la constatación de la irreversible debacle
económica del gran virreinato sudamericano,
se decidiera empezar a fraccionarlo, para más
racional y eficientemente seguir estrujándolo,
como Aranda hizo explícito en su carta
a Floridablanca, en 1785?
Porque, como se sabe, el primer virrey
que se hizo cargo del Virreinato de Nueva
Granada, que abarcó Venezuela, Colombia y
posteriormente Ecuador, debutó en 1719,
esto es, cuando los ingresos que se recaudó
en el Perú habían llegado a su límite histórico
más bajo: 1 283 928 pesos, es decir, sólo
el 10% de lo que se había recaudado en 1680.
La crisis, pues como en Roma, precipitó
la subdivisión administrativa. No fue una
simple casualidad que ambos hechos coincidieran
en el tiempo.
Entre tanto, ante lo inevitable, ante el
crudo y frío dato de la realidad que se daba
en el Perú, España empezó a exigir a México
que incrementara sus ingresos para suplir la
caída de los ingresos del Perú. España no se
imaginaba otra alternativa: si los fondos no
provenían del Virreinato del Perú, tenía entonces
que ser del de México.
Así, como bien registra Klein, la desesperación
de la Corona por obtener fondos la
llevó a gravar más las cajas [fiscales] mexicanas. No obstante, resulta asombroso
por decir lo menos que el propio Klein,
sólo una línea antes, diga: ...es difícil entender
por qué la Corona no explotó más las cajas
[fiscales] peruanas.
¿Difícil entender? ¿Aún cuando es él mismo
el que muestra que en cuarenta años
16901719 la recaudación total en el Perú
había caído al 10%? El error de perspectiva
de Klein como de muchos economistas es
el de implícitamente considerar que los resultados
económicos en este caso la impresionante
caída en la recaudación tributaria en el
Perú, deben obtenerse por encima de los
hombres mismos, independientemente de su
voluntad.
Por eso Klein no reparó en la pregunta
clave y la dejó pasar: ¿Qué pudo dar origen a
tan espectacular caída en la recaudación tributaria?
¿Quizá una baja abrupta en la eficiencia
de recaudación? ¿Quizá un descenso
brusco en la producción? Y esto último a su
vez por qué. ¿Quizá por una baja en la eficiencia
extractiva? ¿Quizá por agotamiento
de las vetas? O, alternativamente, ¿quizá porque
ya no había hombres que trabajaran las
minas? Y éste era precisamente el caso.
En efecto, para el momento en que se registra
la más baja recaudación tributaria en la
historia del Virreinato del Perú, en la década
de 1710 a 1719, el descenso de la población
llegaba ya a los límites del exterminio. Había
descendido de 9 a 1 millón de habitantes.
Ello explica, sin que se requiera otros ingredientes,
la espectacular caída de la producción
de plata que más adelante se verá en
el Gráfico Nº 15.
Muñoz de Cuéllar calculaba en la época
, que la población de las provincias que
proporcionaban fuerza de trabajo a las minas
del sur había disminuido a la mitad después
de la reglamentación de la mita por el virrey
Toledo. Y agrega Hemming para mediados
del siglo XVII la misma población
había disminuido a menos de un cuarto....
Pues bien, está aún pendiente de respuesta
una interrogante que venimos postergando
desde varias páginas atrás: ¿cuál de las tres
razones del padre Montesinos (siglo XVI)
que ha recogido el padre Gutiérrez (siglo
XX) explicaría que el Perú y Bolivia sufrieran
una catástrofe poblacional tan grave, para
que la población disminuyera de 9 a 1?
Con el riesgo de que este análisis resulte
tedioso, diremos, sin embargo, que sólo nos
falta un argumento para responder. Había
quedado claro que hasta 1699 el Virreinato
del Perú era, efectivamente, una mina de
oro.
Esa mina de oro fue muy distinta a la que
luego sería México. Éste, el Virreinato de
Nueva España, fue una mina natural. Las
ingentes cantidades de plata metálica que se
embarcaron a España desde los puertos del
Golfo de México, se extrajeron de la tierra, se
amalgamaron con azogue, se fundieron y se
acuñaron en monedas. Fue, pues, una mina
de plata.
Del Perú, en cambio, la inmensa mayoría
de las enormes riquezas de que se apropió el
imperio de Carlos V y Felipe II y cientos de
conquistadores, desde Francisco Pizarro,
pasando por Hernando de Soto, hasta la más
inicua y anónima soldadesca, por lo menos
en las primeras décadas después de iniciada
la conquista, estuvo constituida por inagotables
joyas de oro y plata que durante más de
mil años habían moldeado los proverbiales
orfebres peruanos.
Cientos, miles quizá millones de joyas
, más grandes y asombrosas unas que
otras, más fina y primorosamente elaboradas
éstas que aquéllas, fueron encontradas por
los conquistadores, a tajo abierto, por donde
pasaban, en todos lados.
Les faltaron manos y les sobró impudicia
para apropiarse descaradamente de todo
cuanto brillaba.
La casas de los vivos fueron saqueadas.
Los hijos fueron tomados como rehenes para
que sus padres confesaran dónde había más
piezas de oro y plata. Casi todos los herederos
de Huáscar sufrieron esa ignominia.
Las casas de los muertos fueron profanadas.
Nada los detuvo. Nadie podía detenerlos. Fue
una orgía perpetua.
¿Cuando se jodió el Perú se había preguntado
Mario Vargas Llosa a través de uno
de sus personajes? Allí empezó a joderse el
Perú, don Mario. Francisco Pizarro, Hernando
de Soto, sus compañeros de aventuras,
y todos los que llegaron después, se encontraron
con un gigantesco banco con las bóvedas
abiertas. No lo dudaron: lo saquearon.
Sabían de su existencia desde que estuvieron
preparándose en el Caribe y en Panamá.
En 1513, antes de que se descubriera
el Océano Pacífico, Pizarro, siendo lugarteniente
de Balboa, había escuchado decir a
un cacique en las proximidades de Santa
María de la Antigua la primera ciudad continental
de América:
¿Por tan poca cosa reñís? Si tanta gana
tenéis de oro... yo os mostraré provincia
donde podáis cumplir vuestro deseo; pero
es menester para esto que seáis más en
número de los que sois y señaló hacia el
sur, añadiendo que allí había un mar
donde navegan otras gentes con navíos o
barcos... con velas y remos.
El taciturno lugarteniente se contentó
con guardar en su memoria todo. Dos
meses después, las ansiadas palabras volvían
a estar en los oídos de Pizarro. El cacique de
Tumaco, preguntado por más oro y perlas,
señaló:
como por aquella costa en adelante...
[hay] grande cantidad de oro...
En 1515, Francisco Becerra, uno de los
españoles que con Pizarro vivían en Santa
María de la Antigua, regresó a la ciudad con
un botín que se tasó en seis o siete mil pesos
en oro. Que hoy representarían como llegar
a casa con casi 39 millones de dólares.
Poco después, aproximándose los conquistadores
a las costas del Perú, en las Islas
de las Perlas, luego de apresar a las mujeres
para utilizarlas como rehenes, la extorsión
dio lugar a que capitulara el reyezuelo como
afirma despectivamente el historiador
peruano José A. Del Busto.
El cacique de las Islas de las Perlas entregó
a sus extorsionadores un cesto repleto
de perlas que pesó 110 marcos, entre ellas
una del tamaño de una nuez. La impresionante
joya sería elogiada más tarde por
Lope de Vega y Cervantes. El mismo cacique
daría, horas después, más perlas por valor
de 100 marcos.
Al final los visitantes de las Islas de las
Perlas cargaron con una riqueza equivalente
hoy, por lo menos, a 135 mil dólares. No nos
cabe duda, sin embargo, que sólo esa perla
del tamaño de una nuez La Peregrina, que
así se le dio en llamar, como celosamente ha
registrado el historiador Del Busto, vale
más que eso.
Cada vez más cerca del gran tesoro, hacia
1523, Pascual de Andagoya encabezó el grupo
que habría sido, aparentemente al menos,
el primero en llegar a las costas del Perú. De
regreso a Panamá, entregó al gobernador
Pedrarias a un cacique capturado en el Birú
y cierto oro que dijeron lo habían [traído]
del dicho viaje.
Para esa fecha, Tierrafirme, o si se prefiere,
las tierras continentales de América, ya
eran denominadas por los españoles Castilla
del Oro no Castilla de las Especias, ni
Castilla de las Perlas, no, Castilla del Oro.
Muchos de ellos ya se habían hecho muy
ricos. Pedrarias, en su casa en Panamá, guardaba
30 000 pesos de buen oro. Como si
hoy cualquiera de los burócratas de estas tierras
guardara en su domicilio 179 millones
de dólares. ¡Cómo no iban a ser llamadas estas
tierras, con ingenua desfachatez, Castilla
del Oro!
Para esa fecha, Francisco Pizarro ya tenía
45 años, 23 de los cuales, es decir, más de la
mitad de su vida, o casi toda su vida adulta,
la tenía en estas tierras. Probablemente en su
mente no había ya sitio para el recuerdo de
Francisca, su madre, que cuando él nació en
Trujillo de Extremadura, era una humilde
criada en un monasterio.
Ni rabia para recordar a Gonzalo, su padre,
el hombre que embarazó a Francisca sin
desposarla. Ni para recordar a Juan Mateos,
su abuelo materno, que vivió y murió vendiendo
ropa usada entre los pobres de su tierra. Asuntos más pueriles eran ya el motivo
de sus desvelos.
La mente del soldado, que quizá ya había
salido de pobre, pero que ambicionada superar
en fortuna a Pedrarias, cómo ponerlo en
duda, estaba comprensiblemente ocupada en
sueños y pesadillas de perlas y oro.
En setiembre de 1524, Pizarro, en compañía
de 112 españoles, de algunos indios
nicaragüas, al parecer sólo cuatro caballos y
varios perros de guerra, partió por primera
vez al sur, por la ruta que había seguido
Andagoya. Almagro lo seguiría con 64 soldados
más.
En el delta del río San Juan, asaltaron
algunos pueblos de indios y obtuvieron oro
por valor de hasta 15 000 pesos castellanos
(88,5 millones de dólares de hoy).
A punto seguido, nuestro historiador Del
Busto dice: Como la tierra era pobre, pantanosa
y enfermiza, el trujillano envió a Almagro
por más gente a Panamá.... Detengámonos
un instante ante preguntas inevitables.
¿Tierra pobre? ¿Pobre en qué?
La costa en la que estaban los conquistadores
era parte del bosque ecuatorial. Era en
efecto agrícolamente pobre. ¿Pero pobre en
todo? ¿Pobre ofreciendo los botines que ya
tenían entre manos? ¿Pantanosa y enfermiza?
¿Pero no venían acaso de Panamá, una tierra
agrícolamente también pobre, e igualmente
pantanosa y enfermiza?
Nuestros conquistadores, sin embargo,
¿venían acaso en plan de colonos agrícolas?
No, otras eran las razones por las que el conquistador
reclamaba la presencia de más de
los suyos.
Pizarro en efecto sabía o intuía que cada
vez estaba más cerca de esa tierra riquísima
de la que él recordémoslo, diez años atrás,
personalmente, había oído decir que necesitaba
más hombres para conquistarla.
Era ya 1526 cuando Pizarro y sus hombres
llegaron hasta Santa, en las costas centrales
del Perú, en las faldas de la Cordillera
Negra.
Dos de los hombres que bajaron a tierra a
inspeccionar, quedaron tan fascinados con lo
que vieron, que no hubo forma de hacerlos
retornar a la nave. Allí quedaron, con su viruela
y sus ambiciones. Sus anónimos hijos
fueron, sin género de duda, los primeros
mestizos íberoandinos, en rigor, íbero
chimúes.
Los osados y ambiciosos aventureros terminaron
seguramente en Ecuador, en manos
de Atahualpa que acababa de tomar el poder
en Quito a la muerte de Huayna Cápac.
Entre Tumbes y Guayaquil, los hombres
de Pizarro habían capturado a un conjunto de
niños de rostro vivaz y acusada inteligencia. ¿Estaría de veraz nuestro conquistador
en condiciones de reconocer una acusada
inteligencia? El hecho es que Pizarro
ordenó que a la brevedad se les enseñara la
lengua castellana para utilizarlos como intérpretes
y guías.
La contribución de esos muchachos tallanes
ésa era su nacionalidad, no eran inkas
resultaba imprescindible. Uno de ellos
sería después bautizado como Felipe. Él estaría
en poder de los españoles por espacio de
más de seis años, inclusive en España, obligado
a aprender el castellano.
En relación con este episodio de la historia,
la historiografía tradicional, arbitraria e
injustamente, ha calificado a Felipe y a otro
niño tallán, al que se puso por nombre Martín
como traidores.
Esos niños, jóvenes y hombres después,
no traicionaron haciendo el papel de intérpretes,
y menos aún a los inkas, a quienes
ellos, tallanes, como los demás pueblos de
los Andes, odiaban profundamente.
Pues bien, cuando en 1532 Felipe fue
nuevamente traído al Perú, ya tenía casi toda
su juventud al lado de los conquistadores.
Puede entonces incluso presumirse que, a
pesar del violento y prolongado desarraigo,
tenía ya algunos niveles de identificación con
los conquistadores. Pero además, es absurdo
prescindir del hecho de que él y Martín, o traducían,
o eran cruelmente torturados y ejecutados.
No obstante, la historiografía peruana,
acuñando la palabra felipillo para denotar
con ella traición y felonía, ha logrado envenenar
y sembrar traumas y vergüenza.
El otro como dice el historiador Del
Busto sería cariñosamente llamado Martinillo
373. Felipillo (...) era el intérprete de
Soto, de Hernando Pizarro lo sería Martinillo...
Si esos apelativos eran de veras cariñosos,
¿por qué nunca la historiografía se
ha referido a la reina Isabel la Católica como
Isabelilla, ni a Felipe II también como Felipillo?
Pero no fue suficiente. Felipe el traductor
fue llamado más tarde Felipillo, el
tallán perverso.
Pues bien, luego de la captura de los niños
tallanes, el conquistador dejó en Tumbes
aparentemente solo, aunque es verosímil
que también fugara, visto el precedente que
se había creado en Santa a Alonso de
Molina que, probablemente, antes de morir,
habría sido padre de los primeros mestizos
íberotallanes.
Delirante regresó Pizarro a Panamá y
mostró a sus acreedores riquezas increíbles,
todos quedaron deslumbrados. Eso significó
la mayor apoteosis que aquella ciudad
conociera desde su fundación. Los
soldados acudieron presurosos a contemplar
el oro y la plata que traía, los cántaros y telas,
también los auquénidos.... Pizarro entonces,
a instancias de sus socios y de los codiciosos
soldados, y acompañado de tres indiezuelos
tallanes, así como de oro, plata,
cerámica y textilería, emprendió viaje a España
para obtener autorización real para la
conquista de los territorios que acababa de
descubrir.
La ambicionada aquiescencia le fue concedida
en Toledo, en julio de 1529, autorizándosele
la conquista de las tierras vistas
en 1528.
El enorme botín, del que se habían hecho
una clara idea estaba cada vez más cerca. De
vuelta en Panamá, con 180 soldados, 37
caballos y probablemente muchos perros de
guerra, con gran alarde zarparon hacia el
Perú en enero de 1531.
En setiembre fueron inopinadamente alcanzados
por Sebastián de Benalcázar y otros
soldados que venían de Nicaragüa, acompañados
con muchos nativos de esa tierra.
Benalcázar chantajeó a Pizarro y éste no tuvo
otra alternativa que transar.
En la Navidad de 1531 llegaron a
Tumbes. Alonso de Molina, antes de morir,
les había dejado escrito un texto que unos
niños alcanzaron a Pizarro tan pronto como
él pisó la arena:
los que a esta tierra viniéredes, sabed que
hay más oro y plata en ella que hierro en
Viscaya.
En Tumbes Pizarro confirmó lo que con
seguridad había escuchado en algún lugar del
camino, o quizá incluso antes de zarpar de
Panamá: los Andes eran el escenario de un
dantesco incendio.
Cada uno de los dos bandos imperiales
que lideraban Huáscar y Atahualpa, que se
enfrentaban en cruentísima guerra civil, saqueaban
e incendiaban a los pueblos que de
una u otra manera apoyaban, o se sospechaba
que apoyaban al contrario.
En la hermosa campiña de Tumbes que
habían conocido seis años atrás, todo ahora
era desolación. ...estaba totalmente derruida,
con huella de incendio y restos de masacre.
Los soldados de Pizarro y de Benalcázar
tornaron entonces a quejarse y a maldecir, los
invadió el descontento. ¡Creían que en los
incendios se estaba destruyendo toda la riqueza
que habían venido a obtener! ¡Tanto
esfuerzo para nada!
Al día siguiente, sin embargo, todos los
rostros lucían recompuestos: habían sido
[descubiertas] algunas piezas de oro.
Empezó pues el saqueo. Durante años los
conquistadores, sus financistas españoles,
genoveses y judíos, y la Corona de España,
cosecharían a manos llenas. Es la historia que
todos conocen. Pero que tiene ángulos que
muy pocas veces han sido mostrados. Alcanzaremos
a ver algunos.
El rescate de Atahualpa, como está dicho,
fue fabuloso: 5 993 kilos de oro. Quizá más
rico que ninguno de los que conquistador alguno
encontró reunido jamás en níngún rincón
de la Tierra; ni los romanos en Europa, ni
los árabes en España, ni los españoles en el
Caribe.
El tesoro estuvo íntegramente constituido
por joyas y utensilios de oro y plata. Su volumen,
como se sabe, era enorme.
Por lo demás, ninguno de los conquistadores
vino con ánimos de apreciar estéticamente
nada. Ninguno tenía dentro atávicas
aficiones de coleccionista.
En Cajamarca, pues, todos, sin excepción,
convinieron en que, por razones prácticas,
para reducir el volumen de la carga, correspondía
fundir el botín.
La fundición se inició el 13 de mayo de
1533 y concluyó 31 días después, el 18 de
junio, e incluyó lo que habían alcanzado a
traer, desde Pachacámac, a 1 000 kilómetros
de distancia, Hernando de Soto y sus hombres.
Es decir, Pizarro y sus hombres habrían
convenido en engañar a la Corona y entregarle
152 536 pesos de oro menos de lo que le
correspondía la evasión tributaria en términos
de hoy ascendió a 827 millones de
dólares. ¿Habrá que registrar a ésa como la
primera gran evasión tributaria de la historia
en los Andes?
Los totales, como puede compararse, difieren
ligeramente con cifras que hemos proporcionado
con anterioridad. No obstante,
debe tenerse en cuenta que los datos de las
fuentes son también ligeramente distintos.
Obsérvese que, diferencia del clérigo
Juan de Sosa, Fray Vicente Valverde no figura
en la lista de beneficiarios. Y es que el
padre Valverde, reivindicando su voto de
pobreza, no aceptó recibir nada.
No obstante, mal podría desdeñarse la posibilidad
de considerar que el padre Valverde,
conociendo como conocía a Pizarro, intuyera
seriamente el desenlace final que inexorablemente
le esperaba a Atahualpa. Quizá, pues,
tuvo graves escrúpulos en aceptar la parte de
un rescate que él, de antemano, sabía alevosamente
fraguado y falso.
Pero probablemente también pesaban en
su conciencia todos los crímenes a los que
hasta ese momento había asistido. Cerca a él,
sin duda, estaban los indios auxiliares nicaraguas
388 y los negros esclavos que acompañaban
a los conquistadores.
El historiador peruano Juan José Vega
estima que habrían sido hasta 3 000 hombres,
entre nicaraguas, panameños, guatemalas y
hasta méjicos, los que fueron traídos por
Pizarro y Almagro para la acometida en la
que finalmente se capturó a Atahualpa.
Mas el padre Valverde no tuvo fuerzas
pero tampoco argumentos divinos para reclamar
a Pizarro que a ellos algo por lo menos
debía corresponderles.
El valor presente de las cifras del reparto
se ha trabajado con una tasa de actualización
de 1% anual.
¿Cuánto ganaríamos en saber que, en vez
de alzarse con una fortuna de 310 millones
de dólares, don Francisco Pizarro se hizo de
una de casi 30 000 millones de dólares, que
sería la parte del tesoro que le correspondió,
actualizada a una tasa de 2% anual?
¿Cantidades inverosímiles? Ni una ni otra
son cifras descabelladas. La primera equivale
a la fortuna que ha hecho más de un artista o
basquetbolista norteamericano en nuestros
tiempos. Y la más grande es equiparable a
una cualquiera de las más grandes fortunas
privadas de hoy (¿Será necesario acaso preguntárselo,
por ejemplo, a Bill Gates?).
La diferencia entre aquéllos y Pizarro es
que éste se la encontró en un día. Así, en el
peor de los casos, cada uno de los jinetes que
siguió la fortuna se alzó con el equivalente de
48 millones de dólares; cada uno de los
infantes con 24 millones de dólares, y cada
uno de los que había quedado en la guarnición
de Piura con algo más de 160 mil
dólares.
Finalmente, cada uno de los hombres que
con Almagro llegaron tarde, cuando ya el
Inka había sido capturado, recibió el equivalente
de 540 mil dólares.
A este respecto, afirma el doctor Del
Busto que esto último fue resultado de un
gesto generoso del conquistador. ¿Qué
otra cosa, sino esa frase, podía colocar en su
texto el cronista que actuaba a órdenes de
Pizarro, doctor Del Busto? ¿No es razonable
entender que el conquistador, que bien alto
apreciaba su vida, tomó con bastante respeto
el hecho de que los que habían llegado con
Almagro, siendo 200, eran, pues, incluso más
que los que él mismo comandaba?
Pero sigamos con lo nuestro. Cierto es
también, pues, que Pizarro y sus hombres,
para alcanzar la fortuna, no se amilanaron
ante Dios, ante los hombres, ante los curas ni
ante nadie. No nosotros, sino los propios cronistas
que acompañaron al conquistador, y
los que llegaron después, serían los que dejarían
los testimonios que hoy conocemos:
los españoles destacaron por su ferocidad
ante los vencidos (...), asesinaron a
las mujeres prisioneras, quemaron vivos,
mataron o mutilaron a los cautivos, incendiaron
a los pueblos rebeldes, marcaron
el rostro con fierros candentes...
... cortaron los brazos, a otros las narices
y a las mujeres los senos....
Cuando la princesa inka Cusi Ocllo, hermana
y esposa de Manco Inka, se negó a revelar
el paradero de éste, Pizarro, en sórdida
venganza, extorsionándolo, y para causarle
mayor dolor, ordenó martirizar y finalmente
asesinar a la princesa. El Inka moriría,
según se cree, en 1545.
En 1573, el no menos cruel Virrey Toledo,
para borrar de la memoria del pueblo
del Cusco el nombre del rebelde Inka, ordenó
que sus restos que habían sido embalsamados
fueran quemados públicamente.
El cazurro Virrey conocía bien las bajas
pasiones y las grandes ambiciones de sus
hombres. Así, en 1572, cuando llevaban
meses estérilmente buscando el paradero de
Túpac Amaru I, ofrecio solemnemente dar en
matrimonio a la princesa inka Beatriz, entonces
casi una niña, al soldado o jefe que
prendiese al Inka rebelde.
¿Qué podría asombrar después a los conquistadores
que asistieron al reparto del descomunal
rescate de Atahualpa? Pues el
Cusco. Llegados a él, apenas se dieron cuenta
de lo que allí había:
Los soldados corrían como si hubieran
perdido el juicio. Unos salían cargados
de primorosa ropa, otros con el morrión
repleto de piedras finas; éste con un cántaro
de oro, aquél con un ídolo de argentífero
metal.
Lo que se obtuvo en el Cusco a partir de
la mañana del viernes 14 de noviembre de
1533 es incalculable. Inevitable e incuestionablemente
fue superior al rescate de Atahualpa.
Cuarenta años después, cuando el Virrey
Toledo dirigía en el Cusco, en persona y por
mandato real, la casería de Túpac Amaru I, el
capitán Martín García de Loyola no sólo se
hizo de la presa que con tanta insistencia se
había buscado, sino, además, de un botín de
ropa fina y antigua, joyas y servicios de oro,
que llegaron al millón de pesos.
El impacto del capitán Loyola y el del
Virrey Toledo fue el mismo que cada uno de
nosotros tendría si, hoy, se encuentra un
tesoso de 3 660 millones de dólares.
En esos cuarenta años, sin embargo, habían
llegado y salido del Perú cientos de viajes
con vasijas y joyas de oro que, fundidas,
viajaban como lingotes. Sólo en 1534, cuando
recién empezaba la orgía de oro, Pedro de
Alvarado se presentó, por su cuenta y riesgo,
sorprendiendo a Pizarro y Almagro, con 11
naves y 340 soldados. Los socios de la
conquista no tuvieron otra alternativa que
transar nuevamente como lo habían hecho
antes con Benalcázar, y compartir con él y
los que con él venían.
En fin, a la postre, después de casi tres
siglos de saqueo, sólo dejaron lo que, muy a
su pesar, fueron incapaces de encontrar los
conquistadores y los encomenderos: lo que
estaba bien sepultado, o lo que había quedado
accidentalmente enterrado bajo los escombros
que habían ocasionado el tiempo,
los imperios preinkaicos y el Imperio Inka; y
aquello que había sido cuidadosamente enterrado
poco antes o durante la conquista española.
Así quedaron a salvo las joyas del señor
de Sipán, y miles de otras piezas más. Muchas,
no obstante, no pudieron escapar después,
en los siglos XIX y XX, de la voracidad
de los señores de la república aristocrática, y
los huaqueros que desnudos trabajaron para
ellos.
En efecto, algunos de los innombrables
barones del azúcar saquearon por ejemplo
Batangrande, con la misma libertad con que
cosecharon sus campos de caña. Con dos
veces fortuna riqueza y suerte, gran parte
de ese incomparable tesoro ha sido primorosamente
reunido por don Miguel Mujica
Gallo en el Museo de Oro del Perú.
Los hombres de la conquista del Perú,
pues, como dijera sin ambages el español M.
Giménez Fernández en 1953:
...no rebuscaban almas que convertir ni el
camino para rescatar los Santos Lugares.
Mucho antes, en el mismo siglo XVI,
Cieza de León había escrito:
...nosotros, siendo cristianos, hemos destruido
tantos reinos, porque por donde
quiera que han pasado cristianos conquistando
y descubriendo, otra cosa no parece
sino que con fuego se va todo gastando.
Pues bien, habíamos advertido que el
mineral de plata que España extrajo de
México procedió de las entrañas de la tierra.
Quede meridianamente claro, entonces, que,
a diferencia de ello, y por lo menos durante
los primeros 40 años de la conquista de los
Andes, la riqueza de la que se apropiaron los
conquistadores y España, estuvo casi íntegramente
formada por múltiples variedades de
orfebrería que, con el auxilio del fuego,
fueron convertidas en barras y lingotes de oro
y plata.
Para el traslado de la inagotable y físicamente
densa riqueza, fue necesario desarrollar
en la costa del Pacífico una gran industria
de construcciones navales. Ésta, como acertadamente
indica María Luisa Laviana, se vio
favorecida por la abundancia de materias primas,
sobre todo excelentes maderas, algodón
y pita para las velas y el cordaje, y brea para
impermeabilizar el fondo de las naves.
Es muy difícil cuantificar el monto de la
riqueza que en este primer capítulo de la historia
del saqueo del Perú, se extrajo con la
modalidad de fundir joyas y vasijas de oro y
plata.
Si conservadoramente aceptamos que fue
dos tercios de la cifra que hasta el año 1560
ha estimado Haring, tendremos que convenir
en que fue el equivalente a algo más de 460
000 millones de dólares de hoy, o una tan
astronómica como 41 millones 130 000 millones
de dólares, con tasas de actualización
de 1 y 2 %, respectivamente.
De allí se pagaba el quinto real los impuestos
que correspondían a la Corona de
España con la que ésta pagaba en parte sus
innumerables deudas y las inauditas e irresponsables
aventuras bélicas de Carlos V y
Felipe II.
Con el saldo se enriquecieron los conquistadores;
los administradores de la Corona,
tanto de España como de América; los
financistas de la conquista; y, con la décima
parte los diezmos, la Iglesia de la península
y de las colonias.
Como gran parte de esas fabulosas sumas
sirvieron para comprar lo que los nuevos ricos
de América y España demandaban, y que
la península no atinó a producir, se enriquecieron
con ellas los manufactureros y comerciantes
del resto de Europa. España se
convirtió en el principal cliente de los países
mercantilistas europeos.
Entre tanto, fruto de la violencia y de las
enfermedades importadas, iba decreciendo
geométricamente la población de los Andes.
Si a esas alturas los virreyes se daban cuenta
del fenómeno, evidentemente todavía no les
importaba, tanto mejor pensarían con descarado
y pragmático racismo.
El algún momento, probablemente hacia
1570, cuando el oro en joyas prácticamente
había desaparecido de la vista, empezó por
primera vez la explotación minera de la plata.
No es ninguna casualidad que esa actividad
la iniciaran precisamente aquéllos que,
por cuestiones del azar, habían ido a parar a
los más altos páramos del Altiplano, allí donde
el oro prácticamente brillaba por su ausencia.
No tenían más remedio. O explotaban las
minas o morían pobres, sin alcanzar su ambicionada
meta de riquezas.
Para su fortuna, en un no menos alto páramo
de los Andes peruanos, en Huancavelica
se había encontrado una rica mina de
mercurio, pesado metal que permitía refinar
la plata por amalgamiento.
Conociendo de su importancia estratégica,
la Corona se reservó para sí el monopolio
de la producción y comercialización del mercurio.
El Cerro Rico de Potosí, en la altiplanicie
boliviana, resultó una mina fabulosa. Sus vetas
no sólo contenían metales ricos. Eran
grandes, múltiples y, sobre todo, densamente
concentradas. Hacia 1580 la producción de
plata de Potosí era muy superior a la de México.
No obstante, en las proximidades de
Potosí, en 1605, empezó a producir una nueva
gran mina de plata: Oruro.
Como muestra el gráfico siguiente, por lo
menos desde 1600 hasta 1665. la producción
peruanoboliviana de plata fue muy superior
a la de México. A esta última fecha, la producción
del altiplano andino había sido de,
por lo menos, 66 200 000 marcos de plata,
que hoy representarían el equivalente de casi
17 000 millones de dólares. Y hasta 1710 la
producción de Potosí y Oruro se elevó a 80
millones de marcos de plata, esto es, al equivalente
de 18 500 millones de dólares de hoy.
A partir de 1615, la producción de plata
del Altiplano empezó a caer vertiginosamente.
Tal y como si la mina se hubiera agotado.
¿Estaba realmente ocurriendo eso? No, sencillamente
ocurría que los estragos en el decremiento
de la población nativa eran ya
extenuantes.
Las evidencias escritas aparecerán después,
cuando el corregidor de Potosí, en
1656, escriba al virrey informándole acerca
de numerosos casos de abandono. En
efecto, los que podían escapar de los trabajos
forzados huían de las minas, o cuando eran
llevados a ellas, y se aislaban en las alturas.
El éxodo llegó a ser de considerables proporciones
según manifiesta Hemming.
También desertaron españoles, como el
capitán Gregorio Zapata, que luego de hacerse
rico en la mina regresó a su país y recién
entonces se [descubrió] su verdadera identidad:
Emir Cigala, un turco.
A diferencia de la fortuna de éste, ni con
salarios altos podía retenerse en las minas
y en las plantas de procesamiento a los trabajadores
nativos. Al cabo de décadas, y de ver
morir a sus hermanos, habían tomado conciencia
de que, inevitablemente, ellos corrían
también la misma suerte: fugaban entonces
de los campos de concentración.
Es probable, sin embargo, que no sólo
fuera inhóspito el clima y la altura a los españoles
dueños de las minas. Quizá había un
clima de violencia muy grande y razonable
temor a la rebelión. Ello explicaría porqué el
corregidor también informaba que los dueños
de las minas no vivían en ellas.
Se estima que hacia 1605 había, sólo en
Potosí, 400 vetas en producción.
A cargo de las mismas habían sido colocados
arrendatarios, aún cuando la legislación
vigente expresamente prohibía todas esas
maniobras rentísticas.
Frente a la cada vez más acuciante escacez
de mano de obra; frente a la ostensible
baja de la producción que alarmaba a los arrendatarios,
a quienes seguramente se les
hacía cada vez más difícil pagar los alquileres
pactados; apareció un milagroso portento
de la técnica: la pólvora.
Con seguridad en el caso de México pero
estimamos que muy probablemente también
en el Perú, la comercialización de la
pólvora fue un monopolio de la Corona.
Empezó a utilizarse en 1635 en Huancavelica,
en las minas de mercurio que monopolizaba
la Corona, para acelerar la construcción
de los socavones.
Y en un dato que resulta extraña e incoherentemente
tardío, aparentemente recién
35 años después empezó a usarse en Potosí,
donde también se utilizó para apresurar la
excavación de los socavones.
La ventaja que ofrece la pólvora dice
Bakewell, sería, por supuesto, una reducción
del costo de la exploración subterránea
(...); la introducción de la pólvora sería, sin
duda, el cambio tecnológico más importante
realizado en la producción de la plata durante
el siglo XVII (...) representa en aquella zona
[Potosí y Oruro], un avance notable en la tecnología
extractiva.
Objetivamente tiene razón Bakewell. Pero,
con la misma objetividad, le faltó decir
que si antes de la introducción del uso de la
pólvora los trabajadores andinos morían como
moscas, el uso de tan ponderado avance
tecnológico debió causar pues devastadoras
consecuencias.
El propio Klein admite que los episodios
de inundaciones e incendios (...) llenan las
páginas de la historia de la minería durante
este período. Sin duda, gran parte de esos
incendios fueron ocasionados por una reiterada
mala manipulación de la pólvora en los
socavones? Deficiente manipulación que sin
duda tenía mucho que ver con el pánico que
entre los nativos producía operarla; pero que
también tenía mucho que ver con la pobre
estandarización que la pólvora tenía en esa
época.
Y puede también presumirse que muchas
inundaciones fueron deliberadamente causasas
por los arrendatarios de las minas para
apagar incendios incontrolables.
Llama poderosamente la atención que
Bakewell diga: Lo curioso del caso es que
esta innovación de la técnica minera aparece
no en México sino en el Perú. Bakewell
olvida que, según muchas evidencias en la
historia de la humanidad, las cosas aparecen
allí donde más se les necesita.
¿Dónde era desesperante la crisis de producción
de plata? ¿Dónde caía precipitadamente,
para angustia de los ambiciones dueños,
arrendatarios, virreyes y ministros de economía
de la Corona? En Charcas, es decir,
en Potosí y Oruro.
Por lo demás, siendo monopolio de la
Corona, era por tanto ella quien decidía dónde
se usaba y dónde no. La pólvora, sin género
de duda, era lo que faltaba para que la
población de los Andes centrales llegara a su
mínimo absoluto que, como se ha dicho anteriormente,
se habría dado unas pocas décadas
después que llegara a las alturas de la cordillera
el avance notable en la tecnología
extractiva.
En 1615, cuando había empezado a bajar
vertiginosamente la producción de plata en el
Perú, el virrey Francisco de Borja tuvo conciencia
de la gravedad del trabajo en los socavones,
calificándolo como pena capital
417. Y sesenta años más tarde, cuando la crisis
productiva era irreversible, el virrey Pedro
Fernándes de Castro, conde de Lemos, en
carta dirigida al rey de España, expresó:
No hay nación en el mundo tan fatigada
(...). No es plata la que se lleva a España,
sino sudor y sangre de indios...
Así pues, cuando llegó al Perú procedente
del Virreinato de México el conde de la Monclova,
ya era muy tarde. Ninguna de la serie
de medidas que tomó podía ya dar ningún
resultado. La suerte estaba echada.
Obsérvese en el Gráfico N° 16 que estamos
llamando la atención sobre el punto más
bajo de la curva. En el tomo II de este texto
veremos, sin embargo, la interesante y sugerente,
aunque no menos dramática explicación
sobre esa caída y el vertiginoso incremento
siguiente.
Aparentemente la producción de plata en
Oruro y Potosí se incrementó en el período
17201800, aunque muy probablemente sólo
en cantidades mínimas.
Es muy difícil reconstruir a cabalidad la
curva de producción de ese período, dado
que Klein sólo proporciona cifras de recaudación
tributaria.
Y como veremos más tarde, cada vez la
recaudación fue guardando menos relación
con la producción misma.
Tandeter estima que, incluso desde antes
de 1730, ese incremento se habría debido al
estímulo del intenso tráfico de contrabado
que navíos franceses desplegaron en las costas
del Pacífico sur durante el primer cuarto
de [ese] siglo.
No obstante, dado el nivel mínimo a que
había llegado la población andina para entonces,
resulta poco verosímil que se elevara
la producción minera propiamente dicha.
Más verosímil resulta que, ante la sensible
disminución que venía experimentando la
producción de plata, el precio del producto
hubiese incrementado y, en consecuencia,
también la recaudación de impuestos y ciertamente
también la recaudación de los diezmos
correspondientes a la Iglesia. Quede
sin embargo esta interpretación sólo como una
hipótesis más.
Por fin, entonces, estamos en condiciones
de responder aquella pregunta en torno a las
tres razones que resume el padre Gustavo
Gutiérrez, como causas de la debacle demográfica
en el Perú: enfermedades, guerras y
trabajos forzados.
Enfermedades hubo en toda América.
Guerras de conquista también. Pero sólo en
el Perú había habido tanto oro al alcance de
la mano de los primeros conquistadores.
Los que llegaron en la segunda hornada,
quisieron sin dudaalcanzar la misma riqueza,
y, de ser posible, en cantidades tan
grandes como las del rescate de Atahualpa y
el botín de García de Loyola.
Pero ya solamente la plata que encerraban
los cerros ricos del Altiplano podía concedérsela.
Mirándose cada día en el espejo de
Pizarro y sus hombres en Cajamarca, tratando
de emular su fortuna, destrozaron entonces
en los socavones, sin miramientos,
ciegos de demente ambición, a la única población
que podía extraer de esas altas e implacables
punas la riqueza ambicionada. Mataban
a la gallina de los huevos de oro.
¿Qué magnitud pudo alcanzar el genocidio
en esas cámaras de plata?
Intentaremos una aproximación. ¿Cuál
fue, en primer lugar, el impacto del genocidio
militar? A diferencia de lo que ocurrió en el
Caribe, donde hubo persistentes enfrentamientos
militares y las consiguientes represalias,
con graves consecuencias demográficas,
en México como en el Perú prácticamente
no hubo resistencia militar masiva.
En el Perú apenas si quedó circunscrita al
territorio del Cusco, es decir, al territorio de
la nación inka. Pero no fue sin embargo, ni
siquiera allí, una resistencia nacional.
Porque, a pesar de que se prolongó por
más de cuarenta años, sólo involucró a los
herederos de la élite imperial y a los reducidos
contingentes de soldados que controlaba.
Así, puede considerarse estadísticamente irrelevante
la magnitud del genocidio militar
en el Perú.
Por el contrario, los estragos demográficos
por la presencia de enfermedades desconocidas
fueron muy grandes. No hay sin
embargo razones para estimar que en algún
territorio fuera más grave que en otros. Así,
en términos proporcionales, en el virreinato
del Perú debieron ser tan mortales como en
México. Esto es, debieron contribuir a reducir
la población de 4,6 a 1. O, en números
absolutos, de 9 a 2 millones de personas.
Mas como la población peruana quedó
reducida a un millón de personas, la diferencia,
pues, fue ocasionada por el genocidio en
las camaras de plata.
En síntesis, un millón de hombres peruano
bolivianos fueron llevados a morir en
los socavones e insalubres minas de Huancavelica
y Cerro de Pasco, y de Oruro y Potosí.
Somos los primeros en admitir que todas
estas cifras con altamente inciertas. Sobre todo
por el hecho de que, ni en el pasado ni en
el presente, cuando se habla de la población
durante la Colonia, se discrimina entre Perú
y Bolivia y se precisa para cada uno los datos
correspondientes.
Tampoco pretendemos hacer estadística y
menos ofrecer resultados exactos. Con la información
de que se dispone ello es imposible.
Pero sí insistimos en que la idea central
es dar cifras en orden de magnitud. Para sí
empezar a llenar un vacío que ha dado lugar
a interpretaciones y conclusiones antojadizas
e inverosímiles.
Pues bien, con el mismo propósito y
siempre con las mismas restricciones de información,
podemos sin embargo ofrecer una
conclusión complementeria. En efecto, el genocidio
por trabajos forzados, a diferencia
del genocidio epidémico, alteró significativamente
la estructura de la población en el territorio
andino
Porque mientras la gripe, la viruela y otras
enfermedades afectaban por igual a hombres
y mujeres, y a niños y adultos, los trabajos forzados minaron sólo a la población
masculina adulta, y en particular a la de los
Andes del centro y sur.
Es decir, la gravísima crisis en la que se
precipitó la minería de plata no era sólo el
resultado de que la población había disminuido
a un millón de personas, sino al hecho
de que, en el contexto de esa disminución y
de la sobreexplotación en las minas, se habrían
presentado las siguientes dos situaciones
específicas.
En primer lugar, probablemente el 90%
de la población sobreviviente estaba constituido
por mujeres y niños, en particular en
torno a las zonas mineras. Recuérdese que
tras los mineros reclutados viajaban sus mujeres
e hijos.
En ese sentido, ¿será, por ejemplo una
simple coincidencia que, en el censo de
1981, los cuatro departamentos del Perú que
reportaron los más altos índices de más mujeres
que hombres fueran precisamente Huancavelica
(1,06), Ayacucho (1,05), Apurímac
(1,05) y Puno (1,03), siendo que el promedio
nacional era 1,00? También es verdad que a
esos índices pueden haber contribuido las
migraciones rurales de este siglo, en las que
generalmente migran hombres jóvenes. La
hipótesis sin embargo está en pie.
Y, en segundo lugar, la escasa fuerza de
trabajo masculina no estaba totalmente disponible.
En efecto, muchos de los hombres
que fugaban de las minas y los que se resistían
a ir a trabajar en ellas, seguramente se
refugiaban en remotos e inaccesibles rincones
de la cordillera, o tan lejos como fuera
posible de los centros mineros.
En otros casos, resulta obvio imaginar
que los corregidores de los territorios agrícolas,
en particular los más ricos, no soltaban a
sus nativos a ningún precio: esos escasísimos
brazos habían adquirido el valor del oro.
No había forma de sustituirlos.
¿Será entonces también una simple coincidencia
que, en 1981, los seis departamentos
más densamente poblados del Perú a diferencia
de lo que ha sostenido Flores Galindo
422 estén precisamente al norte del país, es
decir, no sólo en los territorios agrícolas más
ricos, sino también en las áreas más alejadas
de lo que fueron los centros de producción de
plata? En fin, la hipótesis es también digna
de estudio.
Sépase pues, en definitiva, que los trabajos
forzados en las minas de plata, con probablemente
un millón de muertos a cuestas,
representaron la segunda, tercera o quizá la
cuarta en importancia, de las causas que dieron
origen a la desaparición de ocho millones
de personas en los Andes y más de treinta millones
en América Meridional.
Del conjunto de esas causas, la primera
en magnitud fue sin duda el desastre epidémico.
A través del aire y sólo con la proximidad
física se esparcían vertiginosamente
enfermedades para las que los nativos no conocían
cura.
Mas en el tráfago de la invasión, los enfrentamientos
y la huida precipitada a lejanos
montes, las enfermedades fueron aún más
letales. Sería absurdo atribuir intencionalidad
a los conquistadores españoles y portugueses
en la dispersión de las enfermedades que
traían. El cargo que sin embargo no es absurdo
es que nunca se puso de manifiesto ni la
más mínima acción por contrarrestar el efecto
de las enfermedades en los nativos. Hoy a
esa conducta se le denomina negligencia
punible.
Será muy difícil determinar, entre las tres
causas restantes del genocidio, el orden de
importancia cuantitativa de las mismas. Las
bajas en los enfrentamientos pueden quizá
dar cuenta de miles o millones de muertos.
Mas el abandono de los campos de cultivo,
sea para los enfrentamientos o a consecuencia
de las huidas, produjo no sólo hambre y
sed, sino que intensificó la morbilidad de las
enfermedades.
Es decir, la deliberada intención de conquista,
y la pólvora, el hierro y los perros de
caza utilizados para concretarla, así como todas
sus secuelas de hambre y sed, ocasionaron
miles y hasta millones de muertes. Y como
la conquista no fue una guerra, y menos
aún entre fuerzas equiparables, los millones
de muertos que produjo en acciones
militares o como secuela de ellas, no fueron
sino el saldo de crímenes con premeditación,
alevosía y ventaja.
La tercera causa masiva de muertes estuvo
constituida pues por los trabajos forzados
en las minas, principalmente en los Andes
centrales, y por la esclavitud, tanto de africanos
como de nativos. Ésta se explica dijo
en su tiempo Bartolomé de las Casas:
por la perniciosa, ciega y obstinada volundad,
de cumplir con su insaciable codicia
de dineros de aquellos avarísimos
tiranos....
¿Cómo califica el derecho moderno ese
delito? Fue, sin duda, un crimen de lesa
humanidad.
La cuarta causa, en la que nunca se ha
insistido tanto como se debiera o tanto como
hoy los militantes defensores de los derechos
humanos persiguen sancionar esos mismos
delitos, fueron las matanzas deliberadas,
en represalia, sea a prisioneros o a pueblos
que se habían resistido a la conquista.
Bartolomé de las Casas insistentemente
ha repetido que, fuera de los campos de batalla,
los nativos fueron muertos con lanzas
de hierro y cañas filudas, pasados a espada y
cuchillo, ahorcados, quemados vivos, despedazados
por soldados y por perros bravos,
emparrillados y decapitados.
Y tampoco se ha insistido mucho en una
quinta causa del genocidio en América Meridional:
las torturas y los maltratos. Miles de
nativos, hombres y mujeres, fueron brutalmente
golpeados para que dieran el paradero
de los caciques, para a su vez dar con mayores
depósitos de oro.
El gobernador de Tierra Firme dice Las
Casas, inventó nuevas maneras de crueldades
y de dar tormentos a los indios para
que le descubriesen y le diesen oro.
!El gobernador de Tierra Firme¡, no pues
anónimos soldados. Cómo queda en evidencia
que las sanciones que sufrió Colón por
cargos menos graves que ése, no fueron más
que pretextos para alejarlo y quitarlo del camino.
Por lo demás, y por espacio de casi trescientos
años, miles de hombres y mujeres
murieron a consecuencia y golpes y palizas
propinadas al capricho y voluntad de soldados,
conquistadores, corregidores y virreyes.
Miles que no murieron, pero quedaron sin
embargo convertidos en seres deformes, guiñapos
humanos con dolorosos traumas a los
que asistieron sus conyuges, hijos y nietos.
No menos crueles afirma Pereña fueron
por supuesto las amputaciones de miembros
que igualmente se practicaban como castigo
[cuando los nativos se negaban a decir] dónde
se escondía su señor.
Es decir, las agresiones contra la vida y la
salud, de cuya sistematización están llenos
los códigos penales de hoy, estuvieron a la
orden del día. Sin embargo, durante la conquista, la inmensa mayoría de los casos quedaron
impunes.
Para terminar, entre todas esas causas,
¿en cuál ubicar el maltrato a los niños, probablemente
con propósitos de represalia y
chantaje? Fray Marcos de Niza, por ejemplo,
vio en el Perú a los españoles:
tomar niños de teta por los brazos y [arrojarlos
tan lejos] cuanto podían.
¿Exige acaso ese testimonio mayores abundamientos?
A todos estos respectos, Cieza
de León, uno de los más conocidos cronistas
de los primeros años de la conquista,
dijo:
[las crueldades de los pueblos de los Andes]
son afirmaciones que los españoles
hemos hecho para encubrir nuestros mayores
yerros y justificar los malos tratamientos
que de nosotros han recibido.
Es obvio que se equivocó Cieza de León.
Las crueldades y la violencia en la América
precolombina no son un invento gratuito de
los conquistadores. La violencia, incluyendo
la más brutal y despiadada, formó y formaba
parte de la historia de estos pueblos quizá
desde la más antigua ocupación de estos territorios.
Con casi cuatro mil años de antigüedad,
en las piedras de Sechín, en la costa norte del
Perú, han quedado grabadas brutales escenas
del seccionamiento por mitad de guerreros
derrotados. Y hay innumerables testimonios
de violencia en la cultura Maya.
En los Andes, en diversos pueblos, junto
con los caciques muertos se enterraba vivos a
algunos de sus guardianes. Y las crueldades
en que incurrieron los ejércitos inkas durante
sus conquistas y en la guerra civil entre
Huáscar y Atahualpa, fueron inauditas. Nadie
pues pudo inventar lo que existiendo ya no
podía inventarse. La objeción pues no es ésa.
La objeción grave y seria es que la cultura
de la que formaban parte los europeos de la
conquista era milenariamente más avanzada
que la de los pueblos conquistados. Era, para
quienes gustan de usar tan absurda expresión,
una cultura superior.
¿No debía esperarse entonces un comportamiento
también superior? ¿No se nos ha
repetido hasta el hartazgo que los conquistadores
eran católicos, apostólicos y romanos?
¿Estaba ese descomunal, sofisticado y truculento
ensañamiento en el libreto de los cristianos
de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII?
¿Estaba la venganza artera también en ese
guión?
¿Puede seguírsenos diciendo que, habiendo
sido masiva y sistemática, con millones de
muertos, amputados y lisiados, se trató sólo
de hechos aislados y el resultado de la violencia
incontrolable de unos cuantos desadaptados
y sádicos conquistadores?
El historiador francoperuano Frederic
Engel nos recuerda que en su testamento Isabel,
la Católica, prohibió la venta como esclavos
de nativos de las Indias; que el propio
Carlos V, en 1530, dio órdenes con el fin
de proteger a los nativos. Y que en 1537 el
Papa Paulo III hizo otro tanto. Que en 1542
se dieron nuevas leyes con carácter protector.
Y, finalmente, que en 1544 Felipe II insistió
en ese mismo sentido.
Pero en el supuesto que categóricamente
nos negamos a admitir, de que los reyes hubiesen
de buena fe dispuestos esas restricciones
, ¿ni Isabel, ni Carlos ni Felipe contaban
con la astucia de los conquistadores?
Éstos practicaron el viejo proverbio hecha la
ley, hecha la trampa. ¿No lo habían aprendido
acaso de puño y letra de Isabel?
Tras millones de muertos en el Caribe,
cuán gratuitas e inútiles fueron pues las palabras
de los todopoderosos Reyes Católicos,
que, dirigiéndose al Comendador Fray Nicolás
de Ovando, le expresaron categóricamente:
Diréis de nuestra parte a los caciques y a
los otros principales que queremos que
los indios sean bien tratados (...); así lo
habéis de pregonar; y si desde aquí en
adelante alguno les hiciere algún mal,
daño, o les tomaren por fuerza algo de lo
suyo (...) lo castigaréis de tal manera que
desde aquí en adelante ninguno sea osado
de hacerles mal ni daño.
Esas instrucciones de la Corona que hemos
transcrito de Engel y Pereña, precisas y
indubitables, fueron dadas desde 1501. Es
decir, cuando aún no se conocían ni el Perú ni
México. Y fueron ratificadas por el no menos
poderoso Carlos V en 1526, cuando todavía
no se había iniciado la conquista del Perú.
Es decir, cuando recién en 1532 se inicia
la conquista de los Andes, hacía ya 30 años
que la Corona venía insistiendo en los límites
dentro de los cuales debía desenvolverse la
conducta de los conquistadores frente a los
nativos.
Es razonable pensar que, tras 30 años de
repetirse una orden tan precisa, que contenía
además explícitas amenazas de castigo temor
al rey, lo llamaremos, los conquistadores
del Perú hubieran llegado con las consignas
de la Corona perfectamente internalizadas
y bien comprendidas.
Pero ni durante las correrías en vida farra,
robos y crímenes, ni en el momento de
la muerte, los asaltó nunca el temor al rey.
Los asaltó sí, pero sólo a las puertas de la
muerte, el temor a Dios, que súbita y muy
oportunistamente afloraba. En efecto, muchos
españoles en sus testamentos se mostraron
arrepentidos, algunos incluso en
magnífica confesión de parte piden devolver
bienes a los indios. ¿Les había
dicho también la religión que su final arrepentimiento
devolvía la vida a todos aquellos
a quienes habían asesinado? ¿Se cumplió con
su última voluntad de devolver bienes?
¿Cómo explicar, pues, que para algunos
efectos en realidad para la gran mayoría de
los efectos, la Corona tuviera tan grande
poder, tanto en la península, como en Europa
y en las colonias; y, en relación con el genocidio
que se cometía en América, tuviese el
mismo insignificante poder que tenían los
propios nativos, es decir ninguno?
¿Hay alguna razón que le dé consistencia
a tamaña incoherencia? Claro que la hay: los
intereses de la Corona, los intereses de la
metrópoli. ¿Por qué pudo la Corona deshacerse
de Colón, retirar a Cortés de México,
derrotar el movimiento separatista de Gonzalo
Pizarro, y conquistar América desde el
norte de México hasta la Patagonia? Porque
le convenía y tuvo fuerza suficiente para hacerlo.
¿Y por qué pudo expulsar a los jesuitas de
América? Porque también le convenía y tuvo
fuerza suficiente para hacerlo. Mil preguntas
similares recibirían las mismas respuestas: le
convenía, pudo y quiso hacerlo.
Sin embargo, con el mismo poder y
supuestamente también queriéndolo hacer,
¿por qué no pudo controlar el genocidio que
llevaban a cabo los conquistadores y encomenderos?
Pues porque no le convenía por
lo menos a la luz de su miope visión de corto
plazo.
En sus planes, en sus cálculos y en la
vasta experiencia imperialista estaba escrito:
si no se procedía con rigor, no se obtendrían
las grandes riquezas que desesperadamente
exigía la metrópoli. En este caso, entonces,
convenía a sus intereses hacerse de la vista
gorda. Y se hizo de la vista gorda.
¿El precio de la oportunista y pragmática
ceguera? Ocho millones de muertos, sólo en
el Perú. Una vez más, pues, son los intereses
en juego los que dan coherente respuesta a
contrasentidos que sólo lo son en apariencia.
Éstas, pues, son algunas de las preguntas clave
para entender muchos de los episodios de la historia
humana:
¿qué intereses están en juego en cada momento?
¿quiénes representan esos intereses?
¿qué y cuánto poder está detrás de cada uno
de esos intereses?
¿quién y qué beneficios obtiene de tales o
cuales acciones o de tales y cuales crímenes?
Así, retomando a Toffler, bien podemos repetir
que la pregunta correcta suele ser más importante que
la respuesta correcta a la pregunta equivocada.
En síntesis, en función de sus intereses, a
los reyes de España no les convenía controlar
las barbaridades que los conquistadores cometían
en América.
Es más, cuando fue necesario, desde la
península se envió al Nuevo Mundo a personajes
que, como el virrey Toledo, con sin
par formación académica, y sin igual incondicionalidad,
fueran aún más drásticos y sanguinarios
que los iletrados conquistadores.
Pero de todo ello y mucho más, incluyendo
el nefasto rol que cumplió la Iglesia Católica
durante la Colonia, tratamos en el
segundo tomo de este texto, de esta historia
de los pueblos del Perú atrapados en las garras
del imperio español.