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Alfonso Klauer
7) Factores del colapso
Insistimos una vez más en que la temática y esquemática revisión histórica
que estamos realizando nos permite mostrar que la voluntad de los pueblos y
de sus gobernantes no habría tenido participación decisiva e incluso quizá
ninguna, en el tránsito hacia la cima de todas y cada una de las olas que
hasta ahora se han dado en la historia de Occidente.
Pero las acciones de los hombres las de los gobernantes en particular, y
las de la naturaleza, sí habrían tenido definitiva importancia en la pérdida
de la hegemonía, esto es, en el proceso de declinación y colapso.
Adviértase, no obstante, que el hecho de que las decisiones fueran
deliberadas y concientes no implica, necesariamente, que se tuviera
conciencia de que las consecuencias, en particular en el largo plazo,
resultaban contraproducentes.
Habría, pues, en palabras de Toffler, un código oculto, un conjunto de
reglas o principios que presiden todas [las] actividades [de las
civilizaciones]... . Toffler sin embargo, con los seis principios que
enumera y desarrolla , no logra desentrañar ese código secreto que
explicaría la formación de las olas y lo que ahora nos ocupa, la
subsecuente declinación de las mismas.
¿Cuáles puede mostrarse como las variables más importantes que explican la
declinación de las grandes olas de la historia, pero también, y si se
prefiere, el colapso de los imperios? A nuestro juicio, corresponde destacar
por lo menos las siguientes:
a) las guerras y en general los conflictos internacionales;
b) la mayor o menor vulnerabilidad frente a la naturaleza;
c) el uso ineficiente de los recursos de que se dispone, y;
d) la concentración de la riqueza, la violencia utilizada para obtenerla y
las contradicciones que todo ello genera, tanto en el seno del pueblo
hegemónico como en la relación entre el centro hegemónico y los pueblos
conquistados.
a) Las guerras
En relación con este primer factor es importante destacar que, en ningún
caso, los pueblos hegemónicos que se constituyeron en el centro de una ola
perdieron su condición de tales a consecuencia de una guerra de carácter
decisivo como ocurrió por ejemplo con el imperio que pretendió erigir la
Alemania nazi.
Dicho en otros términos, en las grandes olas de Occidente, no se ha
presentado nunca la circunstancia de que un pueblo o un imperio derroten
militarmente a otro, e inmediatamente después pasen a controlar el
territorio que éste dominaba. Ello en efecto no ocurrió en el tránsito de
Mesopotamia a Egipto, ni en el de Egipto a Creta. Tampoco en el caso de la
transición de Grecia a Roma, ni de ésta al Imperio Carolingio. Y por cierto
tampoco en el tránsito de la hegemonía de EspañaAlemaniaInglaterra a la de
Estados Unidos.
Acción de zapa de los vecinos
Sí es verdad, en cambio, que las guerras han cumplido una función de zapa,
de sabotaje, de deterioro y debilitamiento de las fuerzas militares,
económicas y sociales nucleadas en torno a los gobernantes que dominaban en
la cresta de una ola.
En las guerras, como se sabe, no sólo se destruyen materiales e
instalaciones militares, cuya financiación ha representado y representa
siempre un gran sacrificio económico para los pueblos. Junto con ellas se
pierden además valiosísimos contingentes humanos. Así, durante un largo
período de la historia europea, las guerras ocasionaban que la población
masculina llegara a ser hasta un 30% menor que la población femenina. Y,
sorprendentemente, el mismo costo social habrían tenido las guerras en los
Andes, en el período prehispánico .
Las guerras representan además la destrucción de viviendas, pueblos y
ciudades enteras, infraestructura vial e infraestructura productiva, etc.,
todo lo cual representa enormes pérdidas que si pueden los pueblos tienen
que volver a construir. Y, en las épocas de paz, la siempre angustiante
amenaza de las guerras supone que los pueblos deben destinar ingentes
recursos en armas e instalaciones de defensa. Agréguese a todo ello que, en
el caso de los pueblos hegemónicos, éstos, además, para ampliar y mantener
su hegemonía, destinan enormes cantidades de recursos económicos para
financiar sus campañas de agresión a sus dominios o, como en la actualidad,
para solventar su posición de vanguardia tecnológicomilitar, de gendarme
mundial, vanguardia lúcida de la democracia, o como quiera llamársele o se
autotitule.
Revisemos brevemente la presencia de las guerras en algunas de las grandes
olas de Occidente. Grecia, como se sabe, alcanzó el esplendor es decir, la
cima de la ola en el siglo V aC. Fue, como se lo denomina, el Siglo de Oro,
o, también, el Siglo de Pericles. No obstante, desde el siglo anterior, el
Imperio Persa de Darío también llamado Imperio Aqueménida, tenía
arrebatadas a Grecia varias islas del mar Egeo. Es decir, los persas habían
llegado a golpear las barbas de los generales helenos. Así terminarían
desatándose las llamadas Guerras Médicas: los persas ganaron la batalla de
las Termópilas y los griegos las de Maratón, Platea y Salamina. No fueron
los afamados soldados espartanos, sino los atenienses, quienes lideraron la
lucha contra los persas. Fueron once años de cruentos y costosísimos
enfrentamientos.
Cincuenta años más tarde, terminando ya el siglo V, los griegos se
enfrentaron en una cruenta guerra civil que duró nada menos que 30 años: la
Guerra del Peloponeso. Esta vez, los militares espartanos derrotaron a los
héroes griegos. En las primeras décadas del siglo siguiente, Alejandro
Magno, un macedoniogriego que había sido educado por Aristóteles, logró
controlar el poder en Grecia no sin antes reprimir duramente a sus
adversarios. Finalmente, lanzó a los ejércitos griegos por el norte de
África hasta Egipto y por el Asia hasta la India. Fue una de las campañas
militares más extensas y costosas de que se tenga memoria en la historia de
la humanidad y de la que Grecia no obtuvo ningún beneficio. Esa catástrofe
es quizá sólo comparable con la de Napoleón en Rusia o como la que
finalmente sufrieron los ejércitos de la Alemania nazi. Exhausta Grecia, en
el siglo siguiente, los generales del naciente Imperio Romano no necesitaron
ninguna memorable batalla para apoderarse íntegramente del territorio
griego, cuando Grecia no era ya sino la sombra de lo que había sido dos
siglos antes. Las guerras, pues, qué duda cabe, contribuyeron decididamente
a liquidar al Imperio Griego.
En cuanto al Imperio Romano se refiere, los persas una vez más jugarían un
rol de importancia. En efecto, en el siglo III dC, pero ya como Imperio
Sasánida, atacaron sistemáticamente a los ejércitos romanos acantonados en
el este del territorio imperial, invadieron Siria que formaba parte del
Imperio Romano, derrotaron y capturaron al emperador Valeriano, y saquearon
Antioquia, la tercera ciudad en importancia del imperio. Los estragos
causados fueron pues múltiples y costosos. Por su lado, y en el mismo
período, los mal denominados pueblos bárbaros asolaron el territorio
imperial, en indudable alianza con sus connacionales que desde siglos atrás
formaban parte de la población del imperio. En la hora postrera,
correspondería a los hunos constituirse, durante 80 años, en azote del
imperio: habían llegado en impresionante número desde la remotísima Mongolia
y asolaron miles de kilómetros cuadrados de los mismos territorios que Julio
César creyó haber conquistado para siempre en favor de Roma.
Muchos siglos más tarde Francia y España jugaron un rol decisivo en la
pérdida de la hegemonía de Inglaterra. En efecto, en la independencia de
Estados Unidos que constituyó sin duda una pérdida gigantesca para los
intereses sajones jugaron un rol destacado los aliados de Estados Unidos y
enemigos de Inglaterra: Francia y España. Y, en revancha, Inglaterra, aliada
con la misma Francia que había sido su enemiga en la independencia de
Estados Unidos en 1776, jugaron un papel destacadísimo contra España en la
independencia de los pueblos centro y sudamericanos. A la postre, el
comportamiento de las potencias respecto de sus propios intereses y la
independencia americana, puede quedar esquematizado como lo presentamos en
el Gráfico Nº 14.
Alianzas estratégicas
Pero, aún a riesgo de caer en obviedad, debe explicitarse que en las
relaciones internacionales, desde muchísimo tiempo atrás, se aplica la
política de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos (y todas sus
variantes). Mal podría extrañarnos que esa política la hayan estrenado
egipcios y mesopotamios. En general, gráficamente, esa política puede
presentarse como lo hacemos en el Gráfico Nº 15 (en la página siguiente).
Los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, para citar un ejemplo evidente y
reciente, son particularmente aleccionadores a este respecto. Si ubicamos
en la gráfica a Europa Occidental y Estados Unidos como A, y a Alemania
como B; la Unión Soviética, a la derecha y enemiga de Alemania, tenía
que ser objeto de una alianza táctica con Europa y Estados Unidos; con en
efecto se dio. Y Japón, a la izquierda y rival fronterizo de Estados
Unidos, tenía que ser aliado táctico de Alemania; y también lo fue.
En el primer caso la alianza estratégica estaba dada entre Europa y
Estados Unidos, con muchos intereses en comunes entre sí y virtualmente
ninguna diferencia ideológica. Fue táctica en cambio la alianza de aquéllos
con la URSS, porque grandes diferencias y contradicciones ideológicas los
separaban. La posterior Guerra Fría lo pondría en evidencia.
Pero antes, y entrando en algunos detalles, las que a la postre serían las
guerras de independencia americana, desde Estados Unidos hasta Chile, se
dieron como está dicho, en el contexto del enfrentamiento entre las
grandes potencias de la época: España, Inglaterra y Francia. Además de las
guerras en las que mutuamente se enfrentaron, desde el reinado de Isabel I,
con el apoyo directo del gobierno inglés, o con su complaciente anuencia,
piratas y corsarios, socavaron desde el mismo siglo XVI la economía
española, asaltando a cientos de galeones que transportaban el oro y la
plata de América Meridional hacia Cádiz. Bien puede decirse que Walter
Raleigh, Spielberg, Francis Drake, sus secuaces y otros muchos, fueron los
terroristas internacionales de la época, pero al servicio de la causa e
intereses de Inglaterra y otras potencias.
A fines del siglo XVIII, frente a la lucha de independencia de las 13
Colonias de Norteamérica en 1776, España tuvo la ocasión de vengarse del
centenario sabotaje inglés contra sus intereses imperiales. El Imperio
Español, en efecto, proporcionó al ejército norteamericano alimentos,
armamentos, vestimenta, medicinas y hasta dinero con tal de lograr la
expulsión de las tropas inglesas, como lo expresa el historiador
puertorriqueño Héctor Díaz. Más aún, a pedido del rey Carlos III, se logró
llevar a los campos de Baton Rouge, para apoyar a las huestes lideradas por
Washington, un ejército de siete mil hombres llegados de Cuba, México,
República Dominicana, Puerto Rico, Haití, Venezuela y La Florida que por
entonces era posesión española . Y por su parte, soldados y generales de
Francia La Fayette, Rochambeau y muchos otros estuvieron también en los
campos de batalla de la costa atlántica norteamericana, luchando contra los
ejércitos del Imperio Inglés.
La experiencia de las potencias, entre las que se encontraba ella misma, le
permitía a España saber pues de la inminente amenaza de una guerra
anunciada. En 1783, en efecto, el embajador de España en París, el conde de
Aranda, escribió a su rey:
...virreyes y gobernadores que la mayor parte van con el (...) objeto de
enriquecerse; las injusticias (...); la distancia (...) del tribunal supremo
donde han de acudir a exponer sus quejas; los años que se pasan sin obtener
resolución, éstas y otras circunstancias contribuyen a que aquellos
naturales no estén contentos y aspiren a la independencia, siempre que se
les presente ocasión favorable .
Pero el embajador en Francia no fue el único y privilegiado visionario.
Campomanes, Floridablanda, y Ábalos, advirtieron también a Carlos III como
anota María Luisa Laviana lo que todos consideraban inevitable: la pérdida
de las colonias , que, para esas mismas lúcidas inteligencias, sin duda
acarrearía gravísimas y nefastas consecuencias para España, ciertamente.
Y dos décadas después de la advertencia del embajador español en París, la
invasión de Francia a España, generó pues la más favorable de todas las
condiciones posibles para la independencia centro y sudamericana. La
invasión napoleónica debilitó enormemente el poder central español a la
sazón ya en manos de Carlos IV y de su hijo Fernando VII, agravó aún más la
crítica economía española, e interrumpió abruptamente los lazos y fluida
comunicación que se mantenía con las colonias.
En el contexto del enfrentamiento entre España y Francia, el Imperio Inglés
logró obtener enormes ventajas, además de inmejorables condiciones para el
desquite contra el Imperio Español. Se convirtió, entonces, junto con
Francia, en el principal aliado de los pueblos americanos que a la sazón
pugnaban por emanciparse de España.
Los británicos proveyeron de armas y oficiales a los ejércitos libertadores
latinoamericanos y formaron y entrenaron a casi todos los más importantes
cuadros de la revolución latinoamericana del siglo XIX. Militares y
marinos ingleses estuvieron presentes al lado de San Martín y Bolívar: un
almirante inglés dirigió la flota que transportó a los ejércitos de San
Martín hasta desembarcar en Paracas, al sur de Lima; y un militar irlandés
fue el asistente personal de Simón Bolívar por los campos militares de gran
parte de América del Sur. Tampoco fue una simple casualidad que, décadas
después, fuera un almirante francés el que impidió que la escuadra española
recuperara, a través del Perú, todos o algunos de los territorios que había
perdido. Mal haríamos en creer que La Fayette, Rochambeau, Guise, O'leary y
Petit Thouars fueron sólo los románticos precursores de una gesta como la
que, en el siglo XX, pretendió llevar a cabo el Che Guevara; gesta que a su
vez, a fines del siglo XIX, durante la guerra de independencia de Cuba,
había realizado un peruano: Leoncio Prado.