Dra. Roxana Estela Malpica Calderón
Dr. Santiago Gallur Santorum
Hace años la educación no era tan “complicada” como hoy día. El alumno iba a clase, si aprendía algo, bien, y si no, también. La responsabilidad del proceso de aprendizaje estaba enteramente en la “espalda” de los alumnos. El profesor, un “semidios”, que impartía normalmente un modelo de clase magistral, tenía entre otros lemas el de “la letra con sangre entra”. Es decir, ejercía todo tipo de estímulos negativos a modo de “castigos” sobre los estudiantes, incluso llegando al límite de la humillación psicológica y de la agresión física, algo bastante normal sobre todo en la educación primaria y secundaria. Lo más llamativo es que en la mayoría de las ocasiones contaba con el beneplácito de los padres que consideraban válido, incluso positivo, este tipo de educación “por la fuerza”. Palabras como “tonto, estúpido, burro, bruto, etc.”, eran relativamente comunes en las clases por parte del maestro hacia el alumno, que sabía que únicamente podía aceptar dichos insultos y “bajar” la cabeza. Quienes tienen más de 35-40 años, es muy probable que todavía recuerden como la tiza (yeso o gis) volaba por la clase disparada por el profesor hacia los alumnos cuando alguno de estos hacia algo “indebido”. La regla se convertía frecuentemente en un “utensilio de tortura” cuando el maestro consideraba que el alumno lo merecía. Así, los “reglazos” en las manos, en las puntas de los dedos, en la espalda, en las
piernas o en las nalgas podían verse con frecuencia en una clase si el maestro no tenía la paciencia suficiente. Tampoco era extraño ver “humillaciones” periódicas del maestro hacia los alumnos que consideraba “menos brillantes” o que simplemente no hacían la tarea ni prestaban atención.
Salvo casos extremos los padres no solían acudir al profesor para reprocharle su actitud. Al contrario, en no pocas ocasiones, cuando los progenitores se acercaban a la escuela con el conocimiento de que el maestro “maltrataba” a sus hijos, la respuesta solía ser común: “Si se porta mal, tiene usted mi permiso…”. Como muchos padres habían “sufrido” el mismo tipo de educación consideraban que era lo normal. De este modo la “violencia física o psicológica” acababa siendo instaurada en las aulas por la fuerza de las costumbres y la tan “eficaz” práctica de los premios y los castigos (aunque fuesen físicos) era implementada por los maestros y aceptada por la propia sociedad.