Raúl Quintana Suárez
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La sociedad contemporánea, en las complejas condiciones de inicios del nuevo siglo XXI, se torna en inusual escenario de un colosal enfrentamiento entre antagónicas corrientes de pensamiento, favorecidas las más dominantes por poderosos intereses económicos y políticos, imperantes en los países más desarrollados. Estas sociedades, portadoras de un sistema de valores con definidos tintes neocolonialistas resultan traspolados, como anomalías ético-políticas, a los llamados países del Tercer Mundo, en su empeño de imponer a la humanidad una cultura universal hegemonizadora y erosionadora de las identidades nacionales y con una logística ideológica de avanzadas tecnologías de la comunicación, apoyada por cuantiosos recursos financieros y propagandizadora del consumismo más irracional y desenfrenado. Los empobrecidos y saqueados países del III Mundo están conminados a la preservación, como perentoria condición de supervivencia, de su ética fundacional asentada en sus más autóctonas raíces, en ardua resistencia a la penetración de patrones y paradigmas de una pseudo cultura mercantilista, que amenaza con colapsar la propia existencia de etnias y pueblos de larga data. En el marco de tan contradictorios intereses, concretizados por disímiles conductas y acciones, virtuosas unas, deleznables otras, debemos promover aquellas que fijan la norma conductual tipificadora de nuestra irrenunciable esencia humana. El pueblo cubano, sometido durante más de 200 años a las pretensiones anexionistas del poderoso vecino del Norte ha resistido con firmeza tales empeños, en épocas diferentes y complejas coyunturas, pero siempre con singular heroísmo. Basta remontarse a las raíces histórico-culturales de formación de nuestra identidad cultural y nacional, insertada en un proceso de transculturación, iniciado desde el acto violento de la colonización y conquista, signado por el genocidio de hombres e ideas, representaciones y símbolos, bajo los eufemísticos títulos de descubrimiento o el más engañoso de encuentro de dos culturas. Inmigraciones y nuevos asentamientos, forzados unos e impelidos otros por circunstancias económicas, socio-políticas o culturales; implantación de instituciones y costumbres foráneas; la inserción de una multidiversidad de culturas africanas, a través del bochornoso tráfico de esclavos, germen del mestizaje cultural iniciado y prolongado a través de los siglos XVI al XIX, resultaron, entre otros múltiples factores, escenario de singulares avatares, el contexto propicio a la formación de nuestra identidad, con el rol decisivo del ideario ético-político, de figuras descollantes como José Agustín Caballero, Félix Varela, José de la Luz y Caballero y José Martí, bajo la influencia de los movimientos y corrientes de ideario más progresistas y que se continúa en la etapa de la pseudo-república con sus logros y frustraciones, en el pensar y actuar de personalidades tales como Enrique José Varona, Carlos Baliño, Julio A. Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio Guiteras, entre otras muchas, hasta alcanzar con el triunfo revolucionario del primero de enero de 1959, su más alta expresión, en el humanismo ético de Ernesto Che Guevara. La eticidad, como fundamento clave del pensamiento cubano más progresista en las dos últimas centurias, rectorea, como su basamento esencial, otros rasgos no menos significativos, como el pensar y el hacer filosófico, pedagógico y humanista. Su profundidad, autoctonía, patriotismo y creatividad conserva su plena vigencia, como expresión de continuidad y ruptura, en las raíces más genuinas de la Ideología de la Revolución Cubana, que siempre renace, no obstante las temporales distorsiones a que se ha enfrentado, producto de erróneas interpretaciones humanas sustentadas en criterios poco felices, pero que siempre renace, con su fortaleza revivificadora en las ideas del Maestro, gestor de la “Guerra necesaria”, negadas a vegetar como antaño, en el mármol frío de celebraciones patrioteras y convites farisaicos de “generales y doctores”, como satirizara Loveira en su antológica novela de los umbrales del pasado siglo, o como fuente de banales retóricas onomásticas y politiqueras, para retomar su propia esencia, como programa de guía y lucha en la aspiración de profundas transformaciones socio-económicas, en beneficio de las más amplias masas populares. Resulta a todas luces evidente el reto que significa para la educación ético-ciudadana y la propia supervivencia como nación, en este nuevo siglo y milenio, el enfrentamiento de la humanidad a un mundo signado por las crecientes desigualdades, y el imperio de la unipolaridad con sus pretensiones hegemónicas. Ser ciudadanos compromete y obliga a un sentido de pertenencia patria, cultura identitaria y apropiación de convicciones y valores éticos, que trascienden el mero saldo programático o institucionalizado, tanto en el marco universal o nacional, expresado en deberes y derechos, sino ser copartícipes de una eticidad de práctica real y no meramente formal, con base en sólidos principios, fraguados en el magisterio mancomunado de familia—escuela—comunidad y sociedad, en integralidad pródiga y fecunda, como portadores de las tendencias más progresistas de una época histórico-concreta, acicate de ideales atalayadores y expresión del protagonismo popular, hacedor de utopías. Valores apreciados como la significación que posee para el hombre aquella parte de la realidad que satisface de uno u otro modo, sus necesidades, intereses y fines, tanto materiales como espirituales y que mantienen plena correspondencia con las tendencias más representativas del progreso social, en una época y contexto determinado y se objetivan en acciones, conductas individuales y sociales, conceptos, apreciaciones, juicios, criterios y razonamientos valorativos (1).