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OTIUM SINE LITTERIS MORS EST ET HOMINIS VIVI SEPULTURA (LAS PRÁCTICAS DE OCIO DURANTE EL ALTO IMPERIO ROMANO)

Maximiliano Emanuel Korstanje


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Los romanos y sus viajes.

Si bien no se puede aún hablar de un movimiento turístico moderno, existía en el Imperio Romano una gran afluencia de viajeros; tanto aquellos que salían de Roma como los que ingresaban maravillados por sus majestuosos monumentos. Según, Ludwig Friedlander (1982) la comunicación entre Roma y sus provincias era óptima. Los romanos gozaban no sólo de las mejores vías (caminos) sino también de los medios de transporte más avanzados. Este sistema de carreteras comenzaba en el Foro y desde él se desprendían cinco caminos que atravesaban toda Italia con rumbo a las provincias. Por ejemplo, cuenta A. J Norval que el viaje desde Antinoquía a Constantinopla (una distancia de 747 millas o 1200 kms) podía realizarse en seis días. En este sentido, uno de los recorridos más rápidos, fue aquel que hizo Tiberio a Drusus por Tichinum (Germania), recorriendo una distancia de 320 Km. sólo en veinte horas. (Norval, 1935)

La infraestructura vial que poseía el Imperio romano y el estado de los caminos eran realmente uno de los mejores de toda Europa. Como resultado de ello, miles de romanos salían durante el calido verano buscando las costas balnearias de Baiae, Aedepus y Canobus entre otros. A lo largo de Canobus hasta Alejandría existían numerosas posadas de lujo para aquellos que desearan hospedarse en el lugar. Sin embargo, el máximo incentivo para emprender un viaje eran los sitios históricos que despertaban en los ciudadanos pudientes una gran admiración y curiosidad. Centros alejados y exóticos pertenecientes a Egipto y Grecia eran de gran interés para ciertos grupos de privilegiados; como Alejandría, Efeso, Esmirna, Tebas, Menfis y Rodas entre otros (Norval, 1935). Al igual que en épocas modernas, los guías eran los encargados de reconducir a los viajeros por unas pocas monedas. No obstante, no existían actividades y circuitos turísticos pre-establecidos, particularmente este personaje (el guía) estaba sujeto a los deseos del viajero e incursionaba en los caminos que éste quisiera recorrer. Por lo general, se celebraba de antemano un convenio oral entre el peregrino y un tendero ubicado en el mercado local de la ciudad, cuya función radicaba en disponer de guías y asignarle a cada uno un peregrino y/o ruta segura.

La ciudad de Alejandría fue el centro cultural helénico egipcio por excelencia, en ocasiones, separado culturalmente del resto del país, en donde nacen nuevos estilos de literatura como ser las narraciones épicas y las proféticas. Es sobre este último género, que surge en Alejandría la astrología como actividad orientada a la interpretación de los astros y el porvenir. Si bien al principio, este nuevo género sólo se manifiesta en esta ciudad, paulatinamente tenemos evidencias para creer que fue excediéndose por todo el reino egipcio. En consecuencia, el astrólogo egipcio gozaba de gran consideración en el mundo antiguo. Lo expuesto hasta el momento nos lleva a suponer, que varios romanos escogían visitar Alejandría en búsqueda de éstos expertos en desentrañar los designios y el comportamiento de los astros. Como señala Grimal “El prestigio de Alejandría en materia astrológica fue tan grande que se extiende sobre todo el conjunto del país … En la propia Roma, los astrólogos egipcios gozaban del mismo prestigio, y es Horos, por ejemplo, un egipcio, quien revela su destino a Propercio” (Grimal, 2002:206).

Por otro lado, cuenta Suetonio que calmada la insurrección en Roma tras la muerte de Sila, Julio César escogió Rodas como lugar de descanso y para oír al sabio Apolunio Molón, sin embargo camino a esa ciudad César fue tomado como prisionero por unos piratas en donde permaneció cautivo por cuarenta días (Suetonio, César, IV). Otro centro de interés para los viajeros romanos era la Siria Septentrional, originalmente incorporada al Imperio por Pompeyo en 64-63 AC. Durante los siglos II y I, los patricios gustaban de visitar las celebres ruinas de Baalbek (ba´al biq´ah), cuya deidad correspondía a Zeus de Heliopolis (Grimal, 2002:225). Si nos remitimos a los testimonios de la época, Estrabón hace una descripción de Siria como un lugar de hermosos paisajes, constantes fiestas, uno de los puertos más importantes del Asia Menor, un asiduo comercio y un centro cosmopolita en donde confluían diversas culturas y religiones (Estrabón, 1853-77).

Aunque no estrechamente relacionado al ocio, los viajes eran uno de los motivos que otorgaban prestigio a los profesionales dedicados a la educación o la medicina. Un profesional proveniente de estas disciplinas, debía tener entre sus conocimientos cierto número de viajes y haber ejercido su profesión en tierras lejanas. Al respecto, Norval sostiene “los médicos ambulantes eran muy apreciados por los residentes porque los viajes era un signo de distinción en la carrera de quienes ejercían la antigua medicina. Incluso los curanderos eran conscientes de la importancia que confería la realización de viajes, y de esta forma competían en movilidad con los médicos realmente calificados a fin de poseer la necesaria experiencia y formación” (Norval, 1935: Cáp. I). Los enfermos eran enviados a balnearios especializados en las montañas como Los Pirineos, los Cárpatos o los Alpes. También eran conocidas las organizaciones de ferias como Delfi, Manea, Delos y Corinto. Asimismo, para las clases menos pudientes estaba la isla de Sicilia. Sus paisajes naturales, y el agradable clima que imperaba en la región hacían de esta isla un centro obligado para comerciantes y plebeyos. Las fiestas y las conmemoraciones tenían una gran afluencia de público tanto para dentro de Roma como para sus periferias. Encontramos testimonios en Séneca, de la crítica de los filósofos romanos con respecto al viaje cuando afirma ““por lo que siento, concibo buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas en cambiar de lugar. Estas mutaciones son de alma enferma; yo creo que una de las primeras manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma …a los que pasan su vida corriendo por el mundo les viene a suceder que han encontrado muchas posadas, pero muy pocas amistades” (Séneca, T. I, Cart. II, p. 16).

Asimismo, en sus cartas, tituladas Los viajes no curan el espíritu, Séneca asume que “¿por ventura crees que sólo a ti te ha sucedido, y te admiras de ello como de algo nuevo, si en un viaje tan largo y por tanta variedad de países no has conseguido liberarte de la tristeza y la pesadez del corazón?. Es el alma lo que tienes que cambiar, no el clima. Ni que cruces el Mar, tan vasto, ni que, como dice nuestro Virgilio se pierdan ya tierras y ciudades, los vicios te seguirán dondequiera que vayas” . Viajar no necesariamente es ir “errante” o cambiar de lugar; el desplazamiento continúo lleva a despojarse de las obligaciones y los obstáculos de la vida y “cualquier cosa que hagas los haces contra ti mismo, y hasta el movimiento te daña porque sacudes a un enfermo” (Séneca, T. I. Cart. XXVIII, p. 72). Finalmente, el movimiento adquiere una naturaleza alienante y negada por cuanto pone al hombre de espaldas a la vida. De esa forma, se teme aquello a lo cual se niega. Es ridículo, que un mortal (el cual por sólo serlo morirá) tema a la muerte, como también que quien posea algún bien tema perderlo. Las riquezas, el oro y la plata no compran la libertad, asimismo los viajes no curan el espíritu ni crea a los oradores o a los doctores, tampoco sosiega la ira o los vicios. El mensaje principal de Séneca versa en una crítica a la voluptuosidad y con ella a las nuevas costumbres romanas de ostentación y estatus.

¿Qué significan exactamente estas declaraciones últimas y cual es su impacto en el problema estudiado?. Para un correcto análisis de esta cuestión conviene separar el problema del viaje en Séneca en tres dimensiones: la primera, hace referencia a la ambición como forma de expansión del conocimiento sensible, viajar es conocer más paisajes, costumbres y pueblos pero a la vez no lleva a la “sabiduría”, ya que el espíritu se niega así mismo. En segunda instancia, el ansia de posesión traerá consigo temor a la pérdida. En efecto, “será tan grande la demencia de la ambición, que ya no te parecerá que exista nadie detrás de ti si existe siquiera uno sólo delante. Tendrás a la muerte por el peor de los males, siendo la realidad que únicamente tiene de malo aquello que la precede: ser temida. Te asustarán no sólo los peligros sino las alarmas; y vivirás siempre agitado por cosas vanas” (Séneca, v. II, cart. CIV, p. 133).

En otras palabras, quien mucho tiene mucho quiere y teme perder. Finalmente, el movimiento adquiere una naturaleza alienante y negada por cuanto pone al hombre de espaldas a la vida. De esa forma, se teme aquello a lo cual se niega. Es ridículo, que un mortal (el cual por sólo serlo morirá) tema a la muerte, como también que quien posea algún bien tema perderlo. Las riquezas, el oro y la plata no compran la libertad, asimismo los viajes no curan el espíritu ni crea a los oradores o a los doctores, tampoco sosiega la ira o los vicios. El mensaje principal de Séneca versa en una crítica a la voluptuosidad y con ella a las nuevas costumbres romanas de ostentación y estatus; una suerte de exacerbación canalizada del deseo y el placer sensual cuyos fines y objetivos políticos conllevaban a la entropía material y humana en grandes aglomeraciones urbanas.

Lo cierto era, que las familias patricias tenían como costumbre enviar a sus hijos a Grecia para recibir clases retórica y filosofía. Sin embargo, las razones que impulsaban un viaje no eran sólo por educación. Los romanos “viajaban para ir a la sede de sus estudios, para ejercer cargos en provincias, por razones militares o de comercio, para visitar los monumentos más famosos o sencillamente para sacudir el aburrimiento” (Paoli, 2007: 333). En este sentido, el canal marítimo era siempre el más preferido, por las comodidades y la rapidez en comparación con el desplazamiento terrestre. Un obstáculo, muy interesante de la época era el mal equipamiento, la atención o la falta de posadas en territorios que se ubicaban fuera de las áreas urbanas. Como detalle, Paoli afirma “los antiguos ignoraban la industria de los grandes hospedajes, que es verdaderamente una conquista moderna” (ibid: 333).

Si bien la toga era la vestimenta que llevaban los viajeros oficiales, en la mayoría de los desplazamientos de ocio, el romano vestía una túnica sobre la cual se colocaban una capucha llamada paenula. La túnica también se colocaba de una manera especial para no ser un obstáculo para el movimiento; ésta podía ir sujeta en la cintura o en una bolsa. En cuanto a las formas de los vehículos, estos podían ir desde el currus, o carro de ceremonias, los cuales estaban destinados a las entradas de triunfo o en los circos, hasta los carros gaélicos propiamente dichos. Asimismo, las literas eran las formas de desplazamientos urbanas más comunes y una de las pocas (sino la única) permitida por ley. Nuestro autor nos sugiere “característica de los romanos es la costumbre venida de Oriente de hacerse llevar en litera (láctica) o en una silla de manos (sella gestatoria); en la una se iba acostado, en la otra sentado; una y otra podían estar provistas de cojines (pulvinaria) y cortinas (vela). Eran llevadas por esclavos robustos, en número variable de dos a ocho, escogidos de la misma estatura y en línea, esto es, vestido con trajes semejantes al de los militares y de colores vivaces” (ibid: 335).

Asimismo, los festivales se celebraban no sólo en las ciudades principales sino también en sus respectivas provincias. Sin ir más lejos, Grecia era un atractivo ineludible durante la celebración de los juegos Olímpicos o los juegos Pitios (Norval, 1935). No obstante, cabe aclarar que todos los desplazamientos se llevaban a cabo dentro del mundo conocido y en muy raras ocasiones se traspasaba los límites del Imperio. Se creía que el Dios Terminus era aquel encargado de velar por los límites y las fronteras . En los alrededores de la ciudad, los miradores también funcionaban como lugar de recreación y esparcimiento, en donde se podía contemplar las maravillas arquitectónicas de Roma. Las laderas “del Janículo” dice Paoli “se fueron constelando en espléndidas vías suburbanas; el espectáculo que se gozaba desde allí era verdaderamente – pase la gastada expresión, aquí necesaria – único en el mundo. Pensémoslo un poco: se estaba en el campo y se tenía la ciudad a dos pasos; se respiraba el aire puro de la colina sin experimentar el disgusto de sentirse absolutamente fuera de la vida de Roma; porque la ciudad substancialmente seguía estando allí”. (Paoli, 2007: 47)

Este pasaje es de suma importancia, pues por un lado revela el apego cultural e identitario que el ciudadano tenía hacia su ciudad mientras que por el otro, también refleja una necesidad de distensión con arreglo a un no muy lejano desplazamiento territorial. Una función muy similar (salvando las distancias) que en las ciudades modernas cumplen hoy las plazas públicas. Otro motivo inexpugnable a la hora de organizar un viaje, era la visita al pueblo natal. Como ya hemos mencionado, Roma (sobre todo durante su conformación como Imperio) atrajo a gran cantidad de campesinos (empobrecidos) a las ciudades, algunos prosperaron y otros no. Tantos ellos como sus hijos, regresaban anualmente de visita a aquellos lejanos hogares que habían dejado atrás en Hispania, Galia, Britania, África, Asia Menor y otros más. Verdaderos contingentes de personas retornaban aunque más no sea por unos pocos días a su “patria chica”. Al respecto, Robert sostiene “a los más grandes hombres del Estado como Catón, la ruda vida campesina les había conferido la fuerza de carácter y la tenacidad, virtudes que resultaron muy necesarias para hacer de Roma la capital del mundo. Y todos estos grandes romanos permanecieron fieles a su tierra natal, que iban a visitar en cuanto los asuntos públicos les dejaban tiempo para ello” (Robert, 1992:152).

Hemos de suponer entonces, que en similitud con la modernidad, en la antigüedad existían una gran cantidad de expatriados que retornaban en épocas de receso a las ciudades que los vieron nacer. En parte como una forma de reificación de los lazos sociales, cierto revanchismo, pero también como mecanismo de evasión ante las presiones que exigía la vida urbana.


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