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EL SALVADOR: EL LARGO CAMINO HACIA LA RECONCILIACI�N

Iv�n Parro Fern�ndez



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5.3. LA IGLESIA EN EL SALVADOR: �POCA CONTEMPOR�NEA

El Salvador, a la par que en Guatemala, experiment� una revoluci�n en 1871, justificable en parte por el descontento con el r�gimen anterior, presidido por Francisco Due�as (1863-1871), altamente favorable a la Iglesia, y que habr�a de pagarse con una persecuci�n religiosa en dos etapas: 1872-1876 y 1881-1885. En 1872 la Iglesia florec�a en El Salvador, presidida desde 1853 por un viejo, prudente y en�rgico prelado, don Miguel Pineda Salda�a, muerto en 1875. �ste sufri� un destierro en 1861 por su oposici�n pastoral a la exigencia gubernativa de que el clero prestase un juramento incondicional a la Constituci�n.

La acci�n social estaba en manos de los capuchinos y de un reducido grupo de jesuitas que trabajaban directamente con el pueblo. Hab�a dos congregaciones de religiosas consagradas a la beneficencia y a la educaci�n de las ni�as, preferentemente de las m�s pobres; circulaba un peque�o peri�dico religioso, batallador e incisivo: �La Verdad�. Las relaciones existentes entre Iglesia-Estado estaban reguladas por el Concordato de 1862, y se hab�a organizado un seminario que, al empezar la hostilidad anticat�lica, contaba con 12 seminaristas mayores.

La persecuci�n religiosa fue la combinaci�n de tres factores: el influjo de Guatemala, de la masoner�a infiltrada en el viejo Gobierno y del viejo liberalismo, introducido tras la llegada del mariscal Santiago Gonz�lez (1871-1876) al poder. Las dificultades empezaron a causa de la reticencia del obispo y del clero a la revoluci�n, aun aceptando al nuevo gobierno.

La Constituci�n de 1871, de corte laicista y jurisdiccionalista, aunque de tinte confesional, reconoc�a lo siguiente: �La religi�n cat�lica, apost�lica y romana es la religi�n del Estado y el Gobierno la proteger�, pero se tolera el culto p�blico de las sectas cristianas en lo que no ofendan a la moral y al orden p�blico�. Un a�o m�s tarde, en 1872, el presidente de Guatemala, Garc�a Granados, el liberal que hab�a expulsado a los padres jesuitas de su pa�s, visita El Salvador. Las autoridades eclesi�sticas, con Mons. Salda�a al frente, se negaron a participar en los homenajes preparados mostrando as� su protesta ante el perseguidor de la iglesia guatemalteca.

El tratado Arbiz�-Samayoa contemplaba en una de sus cl�usulas la expulsi�n de los jesuitas. Esta posibilidad suscit� la movilizaci�n del liberalismo callejero con una larga serie de protestas y movilizaciones contra la pol�tica del Gobierno debido a que la Iglesia ayudaba en gran medida a las clases medias y medias-altas. Las cosas no sufrieron cambios en los a�os siguientes sino que empeoraron: expulsiones de sacerdotes, supresi�n del peri�dico �La Verdad�, destierro de los capuchinos, ruptura del Concordato, secularizaci�n de los cementerios y en 1875 expulsi�n del celoso y joven obispo auxiliar de San Salvador, don Jos� Luis C�rcamo, con algunos sacerdotes del Cabildo catedralicio. Esta expulsi�n del joven obispo era necesaria y obligatoria por parte del Gobierno al resultarles demasiado inc�modo, ya que en sus visitas pastorales despertaba el entusiasmo religioso de la poblaci�n, celebrando hasta m�s de 100.000 confirmaciones, muestra de su capacidad de conversi�n. El gobierno trat� de persuadir al Papa P�o IX de que el prelado adolec�a de una enfermedad mental con el pretexto de trasladarlo a otra di�cesis, pero la Santa Sede se neg�. El gobierno se vali� de un mot�n ocurrido en San Miguel en junio de 1875 para proceder al destierro acusando al obispo de ser el secreto causante de la asonada. �ste tom� rumbo en direcci�n a Nicaragua.

La Iglesia sufr�a de hostilidad, sarcasmo y violencia en aquellos a�os, pero el pueblo conoc�a bastante bien qui�nes eran los perseguidores. Monse�or C�rcamo, ya en Nicaragua, consigui� por prescripci�n can�nica gobernar desde Nicaragua a su iglesia de El Salvador. La divisi�n del partido liberal, las disensiones de la masoner�a y las apetencias de Guatemala llevaron al gobierno del nuevo presidente Carlos Andr�s Valle (1876) a permitir el regreso del prelado, que en vez de exigir una reparaci�n por lo sucedido, atendi� m�s a las necesidades espirituales de su pueblo y escribi�: �Si estuvi�ramos en tiempo de paz, deber�a yo esperar que el gobierno diera a la Iglesia mejores garant�as; pero en tiempo de guerra el pueblo sufrir� inmensas calamidades y debemos ir a aliviarlo y consolarlo. Tal vez pronto nos volver�n a expulsar, pero nada valen nuestros personales sufrimientos si logramos evitar algunos a nuestros diocesanos o compartir con ellos los dolores y las desgracias. Baste que no nos cierren las puertas de nuestra di�cesis para que volemos a auxiliarla y a favorecerla en cuanto podamos� .

A su llegada a El Salvador monse�or C�rcamo recibi� el acogimiento triunfal y espont�neo de la poblaci�n, que mostraba as� el claro divorcio entre la legislaci�n y el sentimiento popular. El nuevo gobierno de Rafael Zald�var (1876-1885) empez� con el apoyo a la Iglesia filtrado por la influencia directa del gobierno de Guatemala, pero que proporcion� ayuda al obispo empobrecido para viajar a Roma en visita ad limia en muestra de su apoyo. Los �ltimos a�os del gobierno de Zald�var constituyen una nueva forma de persecuci�n �suave en las formas pero terriblemente destructora en el fondo, que hizo desaparecer por completo la religi�n profesada por nuestros padres en medio de todo lo oficial y gubernamental� .

La inferioridad de la Iglesia va creciendo con la aprobaci�n de las siguientes constituciones de car�cter antirreligioso (1880,1883,1886), que legislaban sobre la absoluta libertad religiosa, el matrimonio civil y la ense�anza laica, situaci�n que llegar� hasta 1945, a�o en el que de nuevo se devolvi� la personalidad jur�dica a la Iglesia, y en la que se escribi� el adjetivo �libre� en vez del de �laica� en la parte dedicada a la educaci�n. El car�cter de monse�or C�rcamo le llev� a �luchar contra las leyes secularizadoras con el mismo denuedo con que los heroicos obispos de la primitiva iglesia lucharon en las primeras persecuciones� . Aparte de esto, promovi� la ense�anza primaria cristiana en las parroquias (83 en aquel entonces), fund� cinco colegios, imprimi� una hoja suelta titulada �La propaganda cat�lica� y cuid� con singular atenci�n de su seminario, despojado de todos sus fondos por el gobierno. Muri� pobremente en septiembre de 1885 y dej� un legado importante en las conciencias de los salvadore�os que acud�an a escucharle cada domingo y cada d�a de fiesta. Su sucesor, don Antonio Adolfo P�rez Aguilar (1888-1926) tampoco tom� parte en el Concilio Plenario, presumiblemente a causa de la revoluci�n de 1898, encabezada por el general Tom�s Regalado (1898-1903). El delegado apost�lico Cagliero hab�a quedado muy impresionado por el celo apost�lico del obispo que en las visitas parroquiales revitalizaba la fe de los creyentes bas�ndose en dos preocupaciones: la solicitud para la formaci�n del clero y el amor a los pobres.

Tras el largu�simo episcopado de 38 a�os de monse�or Aguilar, que muri� como un viejo patriarca, su sucesor, Jos� Alfonso Belloso, conocido por �el cura Belloso�, vivi� con su patria los agitados a�os revolucionarios de una conmoci�n social comparable, guardando las proporciones, con la revoluci�n mexicana. El gobierno de Romero Bosque (1927-1931) promulgaba leyes t�midas y demag�gicas y sufr�a una crisis econ�mica por el descenso de los precios del caf�. El arzobispado denunciaba las obras del comunismo y del socialismo, dos movimientos que aparec�an ya como fuerza seria en el Caribe mientras que en el cono sur hab�an cobrado una fuerza relativa. La carta pastoral de 1927, anticomunista, obedec�a a motivaciones religiosas: �m�s ciego -dec�a- ser� quien no perciba el esp�ritu antirreligioso que informa esta tempestad en embri�n� . Se cre� un Consejo Diocesano de Acci�n Social Cat�lica que no tuvo �xito por falta de preparaci�n y de voluntarios. En 1928 se convoc� la Semana de Estudios Sociales del Clero, un nuevo fracaso ya que el clero era escaso y sin preparaci�n.

El documento sobre la Acci�n Social (8 de mayo 1930) exig�a un salario justo, alimentaci�n y habitaci�n adecuada para los peones y educaci�n y asistencia espiritual para obreros y peones. Reconoce el derecho que tienen los obreros para sindicalizarse y ofrece la mediaci�n de la Iglesia �privada de recursos pecuniarios y de humano poder�, para mediar en la funesta tensi�n nacida entre capitalistas y trabajadores. Este documento pastoral se anticipa en un a�o a la enc�clica �Quadragesimo Anno�.

En plena revoluci�n, en enero de 1932, el arzobispo envi� una circular a los terratenientes o �finqueros� porque �los derechos de los trabajadores han sido conculcados, con menoscabo de la justicia y la caridad que deben regular las relaciones de patronos y trabajadores� . La carta ni fue atendida ni aplicada.

Monse�or Belloso, aunque vuelve a insistir en mayo de 1932 sobre las exigencias de la justicia, no oculta su pesadumbre por la sordera de los ricos y la escasa repercusi�n de su magisterio episcopal: �Harto sent�amos que ni aquel primer grito de alarma (su pastoral de octubre de 1927), ni las exhortaciones que despu�s ac� hemos hecho, se recib�an como dese�bamos; antes se tergiversaban nuestros conceptos y se nos motejaba de parciales y mal informados, mientras se permit�a propalar al sol y al aire ideas subversivas y cargadas de dinamismo destructor� .

La importancia de monse�or Belloso queda resaltada por Schlessinger: �Agust�n Farabundo Mart�, jefe m�ximo del comunismo en El Salvador (reconoci�) en la prisi�n antes de ser fusilado, seg�n testimonio fehaciente, que el �nico que en El Salvador podr�a resolver el problema social �era el cura Belloso� .

Ya en 1938 ocup� la archidi�cesis de San Salvador monse�or Luis Ch�vez y Gonz�lez, del que la revista �Estudios Centroamericanos� escrib�a as�: �Monse�or Ch�vez ha sabido, o por lo menos siempre lo ha intentado, acompa�ar estos cambios sin miedo y con una cierta intuici�n de hacia d�nde se mueve la verdad cristiana� . La revista se refer�a a los cambios de una sociedad que pas� de un r�gimen de relativa �democracia� con Romero Bosque a una serie de gobiernos militares que s�lo se fijaron en la represi�n como instrumento para contentar al pueblo, que cada vez sufr�a, con m�s fuerza, la ineptitud de sus gobernantes. La postura y la acci�n de la Iglesia en este tiempo es decisiva, pues tras un per�odo de apoyo al gobierno muchos de los sacerdotes diocesanos y muchos can�nigos se enrolaron en diferentes movimientos populares para luchar, con las armas si era necesario, para parar la carrera irrefrenable de violencia del gobierno, para parar un largo camino de muertos, de hogares destruidos, de ni�os abandonados y familias destrozadas; un camino de amargura, cerrado a cualquier negociaci�n, cerrado al di�logo, con un �nico objetivo: MATAR, ejecutar hombres, asesinar o torturar a mujeres, ni�os o ancianos para legitimar un poder absurdo o poco coherente con la realidad que se sent�a, una realidad que ped�a libertad a gritos, pero que s�lo obtuvo como respuesta un �No! salpicado de sangre.

La Iglesia, defensora de los derechos de los hombres, comenz� a tomar algunas iniciativas en contra de la represi�n, desaprobando un gobierno duro y fr�o. La Iglesia, c�mplice secreta en los primeros a�os de la represi�n militar, conseguir�a su puesto en la tierra de El Salvador y obtendr�a la confianza y la esperanza de un pueblo derrotado, abatido por tantos a�os de persecuci�n, pero un pueblo a�n con energ�as para seguir luchando por su libertad. El todopoderoso EE.UU., gran art�fice y socio en la empresa constructora por su ayuda con material b�lico y militar en muchas ocasiones, fue la mano que dirigi� al t�tere salvadore�o a su antojo durante varias decenas de a�os. La inestimable colaboraci�n de los EE.UU. (siempre dispuestos a echar una mano a veces buena y otras destructora), equilibr� la balanza a favor del �gobierno t�tere� , comandado por la administraci�n Reagan y su plan para probar la eficacia militar en Centroam�rica, conocido como m�todo de contrainsurgencia. La Iglesia, mediatizada por la corrupci�n creciente de algunos de sus prelados, luchar� con las armas de la fe, de la cercan�a al pueblo, de la compasi�n por las multitudes, del di�logo y de la amistad con todos, y especialmente con los m�s pobres, viendo en el pueblo salvadore�o, pueblo lleno de heridas y magulladuras, de huesos rotos y de hemorragias internas, a ese �hombre medio muerto� del cual habla el Evangelio . La Iglesia ha sido una �buena samaritana� para el pueblo salvadore�o, que intent� aferrarse, sin �xito, a algo s�lido como los derechos humanos, que fueron repetidamente violados por los continuos abusos contra la poblaci�n campesina. Con este panorama el per�odo arzobispal de monse�or Ch�vez y Gonz�lez se presenta como el m�s duro, el m�s dif�cil, casi el �m�s imposible�, aparte de por su duraci�n (unos 40 a�os), tambi�n porque durante el per�odo en el que �l es el arzobispo de San Salvador es cuando ocurren las mayores tragedias, los hechos m�s destacados y que han marcado profundamente desde ese momento la historia del pa�s, pues es el tiempo en el que los militares suben al poder.

Entre los acontecimientos m�s significativos de esta larga prelatura arzobispal cabe destacar el Edicto Colectivo del Episcopado Salvadore�o, de 8 de mayo de 1948, que se escribe en v�speras electorales y est� dirigido a la poblaci�n para que se dieran cuenta de la importancia de elegir un nuevo sistema pol�tico para no caer en los reg�menes militares anteriores. Est� firmado por los tres �nicos obispos existentes en aquella �poca y en una rep�blica apenas nacida. Hay par�grafos que se adelantan a lo que luego ser�n las ense�anzas del Concilio Vaticano II, pues tienen un fuerte contenido social. Afirma �el fin eminentemente espiritual (el Concilio lo llamar� religioso) de la Iglesia�. Pone de relieve que, aunque la Iglesia �no tiene ning�n plan pol�tico ni econ�mico ni t�cnico en general, tambi�n tiene principios y normas para la vida de todos sus fieles, de los que no pueden �stos prescindir en sus actividades ciudadanas� , es decir, que la Iglesia debe tomar posturas en tanto en cuanto afecten a sus creyentes y no ser indiferente, que es lo que hab�a estado ocurriendo hasta ese momento.

Para afirmar el fin espiritual de la Iglesia y los principios de la conducta cristiana prohibe la militancia pol�tica del clero y su inscripci�n en partidos pol�ticos, previniendo as� la posible instrumentalizaci�n de la religi�n a favor o en contra de las leg�timas aspiraciones ciudadanas. A los obispos les parece un asunto grav�simo la indiferencia frente a la situaci�n social de El Salvador: ��Qu� me va a m� la suerte de mi hermano?� . A este respecto los obispos dicen en su escrito: �Con Nuestro Divino Maestro y Fundador, tambi�n nosotros sentimos pena y compasi�n indescriptible al ver nuestras multitudes obreras y campesinas tan carentes de cultura, de higiene, de alimento, de vivienda y de asistencia m�dica. Y es mayor este nuestro dolor cuando al considerar que Dios ha sido tan pr�digo con nosotros en los �ltimos a�os, haciendo que nuestro suelo produjera tan abundantes cosechas, vemos que el beneficio de �stas ha sido tan desproporcionalmente repartido: a unos tanto y a los m�s tan poco. Se trata de una grave injusticia social, que quiz� provenga de la falta de una adecuada legislaci�n, pero que ciertamente clama al cielo y que nosotros denunciamos p�blicamente pues no quisi�ramos vernos manchados con ninguna complicidad en tama�o pecado� .

Sobre el tema de los peligros del comunismo (que en esa �poca era muy temido por el auge de los movimientos nacionalistas y de la experiencia sovi�tica), los obispos escriben: �No constituir�a el comunismo tan seria amenaza para la paz y el bienestar de los pueblos si no hubiera tantas necesidades que remediar. No es el comunismo el que ha inventado los males que provienen, sobre todo, de una injusta distribuci�n de los bienes de la tierra� .

La preocupaci�n social es el tema predominante en el Edicto, como lo es tambi�n en la propia vida social y pol�tica: �el primer deber de religi�n es incluir, como el punto m�s importante de todo programa de gobierno, la soluci�n de los problemas sociales� .

Este Edicto Colectivo tuvo una enorme importancia para el desarrollo futuro de las relaciones Iglesia-Estado y de la sociedad misma, pues es el inicio de un movimiento que procurar� luchar, con las armas d�biles de la fe y de la palabra, contra los sucesivos gobiernos antisociales, anticomunistas, proindividualistas, procapitalistas, pronacionalistas y proestadounidenses. Este programa abre las esperanzas al cambio social. Inicia un movimiento de protesta generalizado que se resolver� con las �nicas armas que conoc�an bien los militares: las que de verdad matan. Las violentas y encarnizadas represiones sociales son la prueba m�s verdadera de que la voluntad de la Iglesia y la voluntad del gobierno no van juntas por los mismos caminos, sino que son completamente divergentes, distintas en sus ideas y en sus objetivos.

En 1950 la nueva Constituci�n conced�a personalidad jur�dica a la Iglesia y el derecho de establecer congregaciones religiosas excepto las mon�sticas. No hubo, por otra parte, acuerdo en los siguientes puntos: desconocimiento del hecho cat�lico de la naci�n; reafirmaci�n del laicismo educativo y prohibici�n a los sacerdotes para pronunciarse sobre problemas pol�ticos.

En ese mismo a�o, el presb�tero �scar Arnulfo Romero, como secretario de la di�cesis de San Miguel, envi� a la Asamblea Nacional Constituyente un memorial con 20.000 firmas para solicitar la supresi�n de la ense�anza laica y el establecimiento de la ense�anza religiosa. Y en 1955 monse�or Ch�vez y Gonz�lez pidi� que se celebrara un Concordato, pues los cat�licos eran considerados como ciudadanos de segunda categor�a. En abril de 1961 public� un documento pastoral en que se estudiaba la situaci�n social salvadore�a. Su prudencia en el tono no evit� el sobresalto entre la oligarqu�a nacional: �parece que ha sentado mal hasta el t�tulo, pretendiendo convencer a los ricos que repartan sus riquezas� � dec�a monse�or Ch�vez.

Despu�s de una amplia introducci�n en la que se propone la doctrina cl�sica de la Iglesia en el terreno social, el arzobispo se�ala: �Estas doctrinas avanzadas de la Iglesia parecer�n a muchos revolucionarias. La Iglesia ha propugnado siempre doctrinas sociales avanzadas y justas. El defecto est� en que no nos hemos preocupado lo suficiente de llevarlas a la pr�ctica dentro de las posibilidades (...) La Iglesia no defiende el estado actual de cosas. Defiende una mejor distribuci�n de las riquezas por considerar al hombre en toda su dignidad de persona humana y de hijo de Dios� .

Y m�s adelante escribe: �Nos avergonzamos al ver a muchos de nuestros campesinos y sus familias sumidos en la ignorancia, con una habitaci�n impropia de personas humanas, con alimento deficiente, mal vestidos, ofreciendo un terreno propicio a las enfermedades� . Lo que el arzobispo pretende se�alar es la desigual distribuci�n de las riquezas, el contraste entre la pobre vida del trabajador y del campesino con la feliz, lujosa y derrochona vida del rico. Consciente de la complejidad del problema el arzobispo dice que se debe buscar una mayor producci�n y una mejor distribuci�n, lo que supone la justicia en la remuneraci�n del salario y el descanso dominical retribuido.

Monse�or Ch�vez entrevee lo que denomina una �mentalidad feudal� en el pa�s como respuesta a la consideraci�n de que el obrero se gastar� el salario en bebidas y vicios de todo tipo, y se�ala: �A cada uno toca cumplir con la justicia; no nos metamos a estudiar la administraci�n del pr�jimo� y afirmando en segundo lugar que corresponder�a en tal caso �al de arriba� promover la educaci�n del pueblo, que por su pobreza e ignorancia es incapaz de cultivarse intelectual y moralmente.

En la parte final se habla del esp�ritu social cristiano que busca libremente una mejor distribuci�n de los bienes: �Un esp�ritu que s�lo busca el m�ximo lucro retribuir� lo menos que pueda al obrero, buscar� beneficios injustos, sacar� al extranjero el capital; no introducir� libremente ninguna mejora social� . Frente al esp�ritu social cristiano existe otro negativo, temeroso del comunismo: �Tampoco tiene esp�ritu social, esp�ritu de Cristo, quien s�lo por miedo a perderlo todo quiere implantar las reformas sociales. Es triste que sea el miedo al comunismo quien nos espolee a ser justos. Pero la verdad es que con temor a comunismo, o sin �l, la justicia y la caridad est�n por encima de todo� .

La pastoral concluye recordando los deberes de los propietarios: �En vuestras manos est� una gran fuerza en favor del pueblo salvadore�o�. Un amplio p�rrafo se consagra a las obligaciones del Estado, que sin caer en el totalitarismo est� llamado a desempe�ar un papel decisivo en la marcha social y econ�mica del pa�s: �(...) al Estado toca, si el particular no entra, pudiendo, por el camino de la justicia, obligarle a ello por raz�n del bien com�n� .

En el momento en el que se escrib�a esta carta pastoral tambi�n el arzobispo de San Jos� de Costa Rica denunciaba la injusticia imperante, la miseria y la necesidad de una reforma: �La Iglesia sabe, y por eso lo ense�a, que no se pueden remediar estos males por las limosnas y por la sola pr�ctica de la religi�n� .

El 12 de marzo de 1977 es asesinado en El Paisnal el padre Rutilio Grande, S.J. La iglesia salvadore�a est� dividida: los que son afines o tienen buenas relaciones con el Gobierno presidido por el general Romero (1977-1979, elegido presidente un mes despu�s del asesinato del padre Grande), y que ven en la Iglesia un aliado para su permanencia en el poder (como el caso de monse�or Romero hasta su conversi�n), y los sacerdotes infiltrados en grupos revolucionarios, contrainsurgentes o comunistas, que radicalizan las ense�anzas de la teolog�a de la liberaci�n y que ven como �nica salida a la violencia del Gobierno y del Ej�rcito la toma de las armas y la lucha, y no la oraci�n y el di�logo como m�s tarde demostrar�a monse�or Romero. Esta iglesia se debati� d�a a d�a en la defensa de su pueblo, tanto de los ricos, una minor�a muy poderosa que controlaba realmente el pa�s; y de los pobres, la inmensa mayor�a, los que verdaderamente m�s sufr�an por la injusticia y las pr�cticas abusivas del Gobierno.

Entre los sacerdotes antes citados, los que toman como opci�n de vida y de sacerdocio la cercan�a y la atenci�n a los m�s pobres y necesitados, destaca el ya antes mencionado padre Rutilio Grande, defensor de los pobres en la ciudad de Aguilares. Jam�s emple� palabras de provocaci�n o de violencia y am� a los pobres con toda la intensidad de su alma sencilla. Vivi� siempre en comuni�n con los obispos y nunca dej� de protestar contra las injusticias. El episcopado de El Salvador lo declar� �el primer m�rtir salvadore�o�. En carta a la Compa��a de Jes�s el 19 de marzo del mismo a�o el padre Pedro Arrupe escrib�a: �Parece mostrarnos as� el Se�or c�mo son los m�rtires del mundo actual. Y as� lo ha entendido la Iglesia; en reacci�n espont�nea no ha dudado ella en calificar sus muertes con el t�tulo de martirio. As� se expres� el mismo Pablo VI al hablar de las v�ctimas de Rhodesia; as� los obispos de Brasil al referirse al padre Burnier; as� han interpretado los obispos, el clero y el pueblo de El Salvador la muerte del padre Rutilio Grande, al dar gracias a Dios por haberles dado al primer m�rtir salvadore�o� .

El 14 de junio de 1980 ca�a abatido por las balas, mientras recitaba de rodillas las V�speras en la humilde iglesia de San Juan Nonualco, el franciscano italiano Cosma Spessoto. Monse�or Pedro Aparicio, obispo diocesano, habl� de �l como un cristiano, un sacerdote, un franciscano aut�ntico: �Un sacerdote que crey� profundamente en su sacerdocio, en la Eucarist�a� . Otros m�rtires de esta iglesia salvadore�a fueron recordados por monse�or Romero en su homil�a del 15 de febrero de 1980. Entre todos ellos destacan �don Felipe Jes�s Chac�n, que fue despellejado como San Bartolom� por proclamar el Evangelio� o �uno que asesinaron en Aguilares (a quien) llamaban el hombre del Evangelio. Yo les he llorado de veras y, con ellos, a otros muchos que fueron catequistas, trabajadores en nuestras comunidades, hombres muy cristianos� .

No podemos dejar de mencionar entre estos nombres de cristianos martirizados el del gran e inolvidable arzobispo de San Salvador desde 1977 �scar Arnulfo Romero. Su muerte conmocion� no s�lo a la Iglesia cat�lica sino a amplios sectores de otras comunidades e iglesias cristianas. Su muerte se asemeja mucho a la del m�rtir San Estanislao de Cracovia: �Se atribuye el conflicto entre Estanislao y el rey Boleslao II a las injusticias y crueldades cometidas por este �ltimo en relaci�n con sus s�bditos, cuya defensa contra la prepotencia del soberano fue sostenida por Estanislao hasta el martirio� .

Monse�or Romero no tuvo ni una sola palabra de odio ni de simpat�a por la violencia ni alent� jam�s la subversi�n. Su doctrina en torno a la rebeli�n y a la violencia coincide con la de Pablo VI. Habl� de la necesidad de cambios estructurales profundos pero no violentos. En su homil�a del 16 de marzo de 1980 afirma lo siguiente: �Alguno me ha criticado diciendo que yo quer�a unir en un solo sector las fuerzas populares y los grupos guerrilleros. Mi mente tiene muy clara la diferencia. A �stos, pues, y a los que est�n por soluciones violentas, deseo dirigirles una invitaci�n a la comprensi�n. Nada violento puede ser duradero. A�n hay perspectivas humanas, soluciones racionales y, sobre todo, superior a todo, est� la palabra de Dios que hoy ha gritado: �Reconciliaci�n!� .

Preguntado una vez por un periodista si era l�cito o no para un cristiano coger las armas en el caso de que la sola denuncia no bastara, monse�or Romero responde: �La iglesia debe siempre buscar la paz; sin embargo, quisiera recordar las palabras de Medell�n: quien defiende celosamente los propios privilegios y, sobre todo, quien los defiende empleando la violencia, se hace responsable ante la Historia de provocar las revoluciones explosivas de la desesperaci�n� .

No se puede empobrecer la figura del arzobispo present�ndolo como un luchador contra la oligarqu�a de la derecha. �l fue, ante todo, un sacerdote y un obispo, un pastor comprometido con su pueblo. Conserv� la comuni�n de afecto y de efecto con el Papa de Roma. En alguna ocasi�n comparaba su ministerio (no exento de dificultades) con la actitud del ap�stol San Pablo que cotejaba su predicaci�n con la de los Ap�stoles y con la de San Pedro. En la homil�a del 30 de septiembre de 1979 dec�a: �Yo desde ahora quiero decirles que quiero ser fiel al Papa hasta la muerte�. El 2 de marzo de 1980 afirmaba: �Para m� es el secreto de la verdad y de la eficacia de mi predicaci�n estar en comuni�n con el Papa. Y cuando encuentro en su magisterio pensamientos y gestos parecidos a los que necesita nuestra Iglesia, me lleno de alegr�a� .

Monse�or Romero no esquiv� a la muerte: d�as antes de su asesinato se encontraron 72 cartuchos de dinamita colocados en la sacrist�a de la Bas�lica del Sagrado Coraz�n, iglesia donde �l sol�a celebrar la misa dominical. Se hab�a negado a aceptar una guardia personal porque �el pastor no busca su seguridad sino la de su grey. El deber me obliga a caminar con mi pueblo, y no ser�a justo dar muestras de miedo. Si me llega la muerte, morir� como Dios quiera� . Y as� fue el 24 de marzo de 1980 en la capilla de la Divina Providencia al empezar el ofertorio .

Algunas fechas importantes en su vida fueron:

1917 El 15 de agosto nace en Ciudad Barrios.

1930 Decide ir al seminario con un misionero que conoc�a el alcalde de su pueblo. Los dos se dirigen hacia la ciudad de San Miguel.

1936 Marcha a Roma para estudiar Teolog�a en la Universidad Gregoriana.

1942 Regresa a El Salvador. El 4 de abril recibe la ordenaci�n sacerdotal.

1944 El 4 de enero �l y su amigo monse�or Valladares regresan de Roma despu�s de haber estado en un campo de concentraci�n en Cuba.

1966 Se le nombra secretario de la CEDES (Conferencia Episcopal de El Salvador). Monse�or Graziano le sustituye como obispo auxiliar de San Miguel.

1968 Se encarga de la direcci�n del semanario �Orientaci�n�.

1970 El 21 de abril el nuncio apost�lico le comunica su nombramiento para el obispado y su consagraci�n se celebra dos meses despu�s.

1972 El 3 de agosto los obispos deciden quitar a los jesuitas de la formaci�n de los futuros sacerdotes, apart�ndoles del seminario, del que monse�or Romero era rector.

1974 El 15 de octubre es nombrado obispo de la di�cesis de Santiago de Mar�a.

1977 El 22 de febrero se hace responsable de la archidi�cesis de San Salvador. Rivera y Damas y monse�or Revelo quedan como auxiliares.

El 12 de marzo es asesinado el padre jesuita Rutilio Grande, p�rroco de Aguilares, junto a dos campesinos que le acompa�aban. Era conocido por su trabajo de promoci�n social entre ellos.

El 10 de abril publica su primera carta pastoral: �Iglesia de la Pascua�.

En junio la U.G.B. (Uni�n Guerrillera Blanca), del entonces capit�n D�Abuisson, amenaz� de muerte a todos los jesuitas.

El 1 de julio toma posesi�n como nuevo presidente de la Rep�blica Carlos Humberto Romero, ministro de Defensa en el momento en que asesinaron al padre Grande, del cual a�n no se hab�a empezado a investigar su asesinato. Monse�or Romero no asisti� a este acto.

1978 El 14 de febrero obtiene el doctorado �honoris causa� por la Universidad de Georgetown, promovido por los jesuitas.

1979 El 15 de octubre se produce un golpe de Estado. Se establece una Junta Revolucionaria de Gobierno mandada por dos militares.

El 5 de noviembre el nuncio de Costa Rica le anunci� que grupos de izquierda tramaban su muerte.

1980 El 18 de febrero destruyen la emisora YSAX, emisora de radio perteneciente al arzobispado de San Salvador desde la que emit�a sus discursos. El 24 de marzo muere asesinado mientras celebraba la Eucarist�a en un hospital de cancerosos. En el funeral m�s de 100.000 personas abarrotaron la plaza de la catedral. Una bomba lanzada desde el Palacio Nacional fue la causante de una nueva matanza: 40 personas murieron y m�s de 200 quedaron heridas .

Tras su muerte, el Papa Juan Pablo II dijo en un mensaje enviado a la CEDES que �el servicio sacerdotal a la Iglesia ha quedado sellado con la inmolaci�n de su vida mientras ofrec�a la v�ctima eucar�stica� . Y durante la audiencia general del 26 de marzo, dos d�as despu�s del asesinato de mons. Romero, el Papa se dirig�a a los fieles con estas palabras: �Dejad que el Papa exprese toda su pena por este nuevo episodio de crueldad, demencia y salvajismo. Ha sido asesinado un hombre que se suma a la lista demasiado numerosa ya, de v�ctimas inocentes; ha sido asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejerc�a su misi�n santificadora ofreciendo la Eucarist�a (cf. Lumen Gentium, 26). Es un hermano en el Episcopado el que han matado y, por ello, no es s�lo su archidi�cesis, sino toda la Iglesia la que sufre por tan inicua violencia, que se suma a todas las dem�s formas de terrorismo y venganza que degradan la dignidad del hombre hoy en el mundo ��porque la vida de cada hombre es sagrada!- conculcan la bondad, la justicia y el derecho y, lo que es m�s, ofenden el Evangelio y su mensaje de amor, de solidaridad y de hermandad con Cristo. �Hacia d�nde, hacia d�nde va el mundo? Lo repito hoy otra vez. �A d�nde vamos? Con la barbarie no se mejora la sociedad, no se eliminan los contrastes, ni se construye el ma�ana. La violencia destruye, nada m�s. No sustituye a los valores, sino que corre por el borde de un abismo, el abismo sin fondo del odio. S�lo el amor construye, s�lo el amor salva� .

La muerte de monse�or Romero contribuy� en gran medida a polarizar la sociedad salvadore�a y a comenzar una guerra civil cruel, sangrienta, destructora, en la que los sectores extremistas de la poblaci�n, los insurrecionistas, luchaban contra un poder corrupto, autoritario y manipulador con unos intereses muy concretos y bien definidos por parte de la administraci�n Reagan. Esta guerra, nacida cincuenta a�os atr�s, es la conclusi�n al clima de tensi�n continua que viv�a la Rep�blica.

Los militares, due�os del poder durante d�cadas, se convierten una vez m�s en los crueles y silenciosos protagonistas del nuevo exterminio, un exterminio que afect� a los campesinos, a los m�s d�biles, a los m�s pobres, y que a�n todav�a hoy siguen sufriendo las consecuencias de su terrible destino.

Monse�or Rivera y Damas, el sucesor de monse�or Romero en la archidi�cesis de San Salvador, sigue en la mayor parte los planteamientos de su antecesor. En su homil�a del 18 de enero de 1981 dice respecto a la insurrecci�n: �De acuerdo con la moral de la Iglesia, la insurrecci�n es justa s�lo y cuando se den cuatro factores: que haya abuso grave del poder pol�tico; que se haya recurrido a todos los medios pac�ficos y que ninguno de ellos haya llegado a buen t�rmino; que los males que vendr�an despu�s de la insurrecci�n no fueran mayores que los ya existentes, y que el pueblo vea que existen posibilidades de que la insurrecci�n tendr� �xito� .

La falta de definici�n de posturas o ideolog�as por el pueblo salvadore�o, su opci�n por el comunismo, por el socialismo o por el conservadurismo, tambi�n es un aspecto sobre el que se pronuncia monse�or Rivera: �Es cierto que ha habido abusos, y muy serios, y que a pesar del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 la Junta C�vico-Militar no ha conseguido arreglarlos. Pero no se han agotado los medios pac�ficos, aunque desgraciadamente los dirigentes pol�ticos se han negado a buscar posiciones pac�ficas y se han atrincherado diciendo que s�lo queda la salida militar. Tampoco est� claro para el pueblo salvadore�o que una instauraci�n de car�cter socialista ser� mejor. El pueblo sabe que la izquierda tiende siempre al comunismo, lo mismo que la derecha tiende hacia el ego�smo y la injusticia� .

Poco despu�s continua su reflexi�n sobre la insurrecci�n: �Tampoco el pueblo salvadore�o ve ahora posibilidades reales para que la insurrecci�n, a la que ellos tratan de llevar al pueblo, pueda tener �xito. El salvadore�o se muestra reservado y comprende que la lucha actual es de �ndole pol�tica en la que hay dos partes: unos, los que quieren tomar el poder, y otros, que quieren mantenerse en �l. Exhortamos al pueblo a que permanezca sereno; no es la Iglesia quien debe decirles que vayan o no a la insurrecci�n (...) Sigamos a trav�s del di�logo por los caminos de la paz, de la justicia y de la libertad� .

La situaci�n de la guerra se agrav� por momentos. El Ej�rcito reprend�a a�n con m�s fuerza los conatos revolucionarios en todo el pa�s. El �nico camino v�lido para resolver la situaci�n era el di�logo como lo expresaba Romero: �Espero que haya todav�a un camino pac�fico: el di�logo entre los que quieren el bien del pueblo. Tambi�n hay hombres de buena voluntad en el ej�rcito y en el gobierno� .

Y monse�or Rivera y Damas, por su parte, en un comunicado firmado por sus sacerdotes y religiosos, refiri�ndose a las ayudas que pudieran prestar pa�ses extranjeros al pa�s, como los Estados Unidos, puntualiza en qu� deben consistir tales ayudas: �Por eso exigimos del gobierno de los Estados Unidos, como lo ha pedido en un gesto prof�tico nuestro arzobispo M�rtir, monse�or Romero, que no proporcione ayuda militar a nuestro gobierno. Efectivamente, a pesar de las declaraciones sobre sus objetivos, la ayuda militar facilita la represi�n del pueblo y la persecuci�n de la Iglesia� .

Nacido el 30 de septiembre de 1923 en la ciudad de San Esteban Catarina, en el departamento de San Vicente, monse�or Rivera y Damas se orden� sacerdote de la Congregaci�n Salesiana el 19 de septiembre de 1953. En octubre de 1960 fue consagrado obispo y durante 17 a�os fue auxiliar del arzobispo Luis Ch�vez y Gonz�lez, para serlo m�s tarde de monse�or Romero. Tras el asesinato de �ste, fue designado administrador apost�lico de San Salvador hasta que el 28 de febrero de 1983, durante la visita que efectu� el Papa Juan Pablo II a Centroam�rica, fue nombrado arzobispo de San Salvador.

Al a�o siguiente (1984) comenz� su mediaci�n entre el gobierno y la guerrilla del F.M.L.N., instando siempre a ambas partes al respeto de los derechos humanos de los civiles y continu� las conversaciones durante a�os, hasta que la Iglesia cedi� el relevo en la negociaci�n a la O.N.U. despu�s del asesinato de los padres jesuitas.

Continuador de la misi�n de monse�or Romero, comentaba todos los domingos desde el p�lpito los acontecimientos pol�ticos y sociales m�s importantes de la semana, y denunciaba sin vacilar las frecuentes violaciones de los derechos humanos. Esta actitud le ocasion� ciertos roces con los Gobiernos salvadore�os, pero no le impidi� insistir en sus oficios de mediador en el conflicto.

En abril de 1994, algunos meses antes de su muerte, pidi� a sus feligreses en una homil�a que no votaran a favor de los que �idolatran a los asesinos de monse�or Romero�, en clara alusi�n al fundador de A.R.E.N.A., Roberto D�Abuisson.

Muerto el 26 de noviembre de 1994, en su �ltima homil�a hizo un nuevo llamamiento a cumplir todos los pactos de paz y anunci� los avances en el proceso de canonizaci�n de monse�or Romero. En su �ltima carta pastoral relat� tambi�n con satisfacci�n sus logros en un reciente viaje a Europa y Canad� y revel� que, tras sus nuevos contactos en el exterior, comenzar�a a estudiar ingl�s. Por todo esto, monse�or Rivera y Damas ser� recordado, por su defensa incansable de los derechos humanos y su vital colaboraci�n en el proceso de paz salvadore�o, que puso fin a una guerra de 12 a�os.

Uno de los momentos m�s duros, y que m�s repercusiones tuvo durante su mandato al frente de la archidi�cesis de San Salvador, fue el asesinato del padre Ignacio Ellacur�a y de otros cinco jesuitas compa�eros suyos, junto a dos colaboradoras que trabajaban en la Universidad, ocurrido en la madrugada del d�a 16 de noviembre de 1989 en el campus de la U.C.A. (Universidad Centroamericana). Este asesinato fue un golpe tremendo para los salvadore�os. Muchos llegaron a pensar que los �escuadrones de la muerte�, asesinos de monse�or Romero, iniciaban con este acto una nueva oleada de asesinatos, pero la investigaci�n realizada por la abogada Martha Lynn Doggett, con documentos del Departamento de Estado norteamericano, confirma la hip�tesis de que el gobierno de los Estados Unidos estuviera detr�s, directa o indirectamente, del asesinato. La investigaci�n, dif�cil por la gran cantidad de trabas que pusieron los gobiernos de EE.UU. y de El Salvador, y tambi�n el Ej�rcito salvadore�o, revel� que la Administraci�n norteamericana sab�a que el entonces jefe del Estado Mayor del Ej�rcito salvadore�o, Ren� Emilio Ponce, orden� personalmente la matanza de los jesuitas, pero que decidi� guardar silencio para no poner en peligro las negociaciones de paz, seg�n public� en abril de 1994 el diario �The Washington Post�. En el libro �La muerte anunciada� se asegura que �el gobierno de Cristiani fue c�mplice� y tambi�n que �la embajada de EE.UU. hizo lo imposible para impedir una investigaci�n completa� . La embajada de EE.UU. en El Salvador sab�a que los militares ten�an un plan preparado para asesinar a dirigentes pol�ticos de la oposici�n, l�deres sindicales, activistas de las organizaciones de derechos humanos y sacerdotes ante el ataque de la guerrilla a San Salvador en el mes de noviembre de 1989, cuando el alto mando de las Fuerzas Armadas aprovech� para intentar eliminar a todos los que consideraba �c�mplices insurgentes�.

Doggett revela que �el Departamento de Estado estaba especialmente preocupado por colocar la informaci�n apropiada en el Vaticano y en el Ministerio espa�ol de Asuntos Exteriores. La actuaci�n p�blica del Gobierno espa�ol sigui� los pasos de la pol�tica de Washington, resumida un a�o despu�s del asesinato, afirmando que �la percepci�n de los oficiales salvadore�os es que �todo est� perdonado� . Durante la investigaci�n del caso sucedieron cosas muy escandalosas, como que �por negligencia o temor no se recogieron pruebas contundentes en contra de los detenidos y hasta se permit�a su destrucci�n. Tal es el caso de los libros de registros de entradas y salidas de la Escuela Militar, donde se fragu� el operativo y de donde parti� el comando asesino, incinerados una noche de la primera quincena del mes de diciembre de 1989, y de cuya incineraci�n no se supo sino hasta finales del mayo del a�o siguiente� .

El informe de la comisi�n Moakley, llamada as� por el apellido del presidente de la Comisi�n del Congreso de los EE.UU. encargada de investigar los asesinatos, presentado a finales de abril de 1990, reflej� �el c�mulo de mentiras y contradicciones que caracterizaron las declaraciones de los cerca de treinta interrogados, que constituyen el mejor compendio de la honorabilidad y patriotismo que inspira a los miembros de las FF.AA.� .

En una reuni�n el 20 de agosto de 1989 entre el presidente Cristiani, el de la Corte Suprema de Justicia Guti�rrez Castro y el del alto mando de la Fuerza Armada con el juez Zamora, se ofreci� a �ste �ltimo todo el apoyo necesario para asegurar una r�pida y honesta investigaci�n. Resultado de la misma fue la nueva declaraci�n ante el juez de cuatro miembros del batall�n Atlacatl (encargado de la seguridad del complejo militar) que ya declararon en febrero. Tres de ellos fueron detenidos por falso testimonio y contradicciones con su primera declaraci�n: �Obviamente, la moralidad y cooperaci�n del Ej�rcito salvadore�o con la justicia presenta mayor sensibilidad en ciertas estaciones del a�o, sobre todo cuando el Congreso estadounidense aprueba las ayudas militares para El Salvador� - observa Doggett.

En un informe sobre �actividad enemiga registrada en el �rea general de la UCA�, proporcionado por el coronel Ponce el 18 de diciembre de 1989, se registra que el 16 de noviembre, a las doce y media de la noche �delincuentes terroristas usando armas autom�ticas asesinaron a los �padres JESUITAS� (sic)... dentro de las instalaciones de la UCA� .

En la primera declaraci�n el coronel Ponce tambi�n cita informaci�n registrada en el alto mando y que da cuenta que el d�a 16, a las doce y media de la noche, �delincuentes terroristas, usando lanza-granadas... da�aron el edificio de teolog�a de la UCA� . �Por qu� esta contradicci�n? A�n sigue sin haber sido explicada.

El mismo coronel Ponce revel� que �el d�a 13 de noviembre, fecha para la cual el padre Ellacur�a hab�a anunciado al gobierno su retorno al pa�s (con el objeto de considerar la petici�n hecha por el presidente Cristiani para que formara parte de una comisi�n que investigara el atentado terrorista contra FENASTRAS , presuntamente ordenado por altos jefes militares), al coronel Le�n Linares, comandante del batall�n Atlacatl, quien se encontraba en el Estado Mayor, le habr�an ordenado trasladar sus soldados a San Salvador. Aproximadamente a las dos de la tarde de ese d�a, a la misma hora en la que el padre Ellacur�a abordaba su avi�n hacia San Salvador, Linares puso en movimiento a su tropa; la misma que horas m�s tarde registr� la residencia de los jesuitas de la Universidad y la misma que dos d�as m�s tarde los masacr� .

�Coincidencia? �Casualidad? La tropa cay� en la trampa y mat�, mejor dicho asesin�, a los seis jesuitas. �Qui�n fue el responsable? A�n no se sabe. El ocultamiento de pruebas y de testimonios v�lidos ha ensombrecido un crimen tan cruel como inhumano. Todas las miradas se dirigieron hacia los EE.UU., el considerado �c�mplice mudo� de tan macabro suceso. Si ya con la muerte de monse�or Romero terminaban las esperanzas de paz para muchos salvadore�os, con la muerte del padre Ellacur�a y de sus otros compa�eros las esperanzas de que llegara la paz se tornaron escasas, aunque el proceso de negociaci�n continu�, como tambi�n continuaron las muertes y la violenta represi�n gubernamental. Cr�menes como el de los jesuitas o el de las cuatro monjas con ellos asesinadas no debi� quedar impune o falto de investigaci�n,

Un a�o despu�s de la matanza, en diciembre de 1990, el sucesor de Ellacur�a en el rectorado de la UCA, Francisco Estrada, opinaba sobre el caso que �el camino judicial est� agotado y dudo que se avance m�s. No me extra�ar�a que Benavides (el coronel que era director de la Escuela Militar en noviembre de 1988, lugar de donde sali� el comando asesino de los jesuitas) ni tan siquiera sea juzgado. Este coronel tiene la cola plateada, sabe muchas cosas. Pueden temer que se siente en el banquillo, porque podr�a adoptar la actitud de si t� dices de m�, yo digo de ti. Y sale a la superficie toda la podedumbre, lo que no les interesa, porque este es un ej�rcito incompetente, incapaz, corrupto y asesino, seg�n han se�alado los propios congresistas de Estados Unidos� .

�l mismo se�ala que tras la muerte de sus compa�eros el respeto a los derechos humanos no mejor� en El Salvador, a pesar de que ya se hab�an iniciado y avanzado, en algunos puntos, las conversaciones de paz con la guerrilla: �El primero de ellos, el fundamental, el de la vida, se contin�a violando cada d�a, aunque tal vez con menos espectacularidad. Contin�an los asesinatos, las desapariciones, los bombardeos de zonas campesinas, el hostigamiento a los refugiados llegados de Honduras. Los escuadrones de la muerte siguen intactos, bien montados, poderosos. Y no ha cambiado la mentalidad del Ej�rcito: quien est� contra �l es un comunista y a los comunistas hay que matarlos� .

Tras estos argumentos, lo que podemos sacar en claro es que personas, hijos e hijas de Dios, siervos de los pobres, murieron injustificadamente, pues la �nica justificaci�n de una vida dedicada por y para los pobres, para dignificar la vida de los campesinos y por mejorar las condiciones de vida de los m�s oprimidos fue su delito, un delito mortal, con una sentencia ya dictada de antemano: condena a muerte. Esta defensa y ayuda a los m�s pobres hicieron que se considerase al padre Ellacur�a la defensa m�s potente y universal de los anhelos del pueblo salvadore�o desde la desaparici�n de monse�or Romero.

El crimen cometido contra los jesuitas y sus colaboradores fue un crimen oscuro, tan oscuro como el ciego y sordo di�logo de las pistolas y las bombas que se viv�a en El Salvador; tan oscuro e inhumano como la propaganda que Juan Rafael Bustillo, responsable de las Fuerzas Armadas y destacado ultraderechista, hac�a en San Salvador en una ofensiva contra la Iglesia que incluso lleg� a salir en primera plana de los peri�dicos.

Bustillo lanzaba desde sus aviones octavillas con este mensaje: �Salvadore�o patriota, tienes derecho a defender tu vida y tus propiedades. Si para ello tienes que matar a los terroristas del F.M.L.N. y sus aliados internacionales, hazlo. �Destr�yelos, exterm�nalos!� .

En este clima propagand�stico anticlerical destaca tambi�n lo que dec�an algunos peri�dicos como �La Prensa Gr�fica� sobre el trabajo de los misioneros y voluntarios extranjeros: �muchas de estas personas se esconden tras una postura humanitaria... pero en realidad se dedican a apoyar a los subversivos� .

Esta incipiente, y dura a la vez, campa�a contra la Iglesia y contra quienes est�n o trabajan en ella, es calmada cuando el tr�gico �asunto jesuitas� empieza a olvidarse y las conversaciones de paz van consiguiendo resultados. Monse�or Rivera y Damas declara en septiembre de 1990, mes en que se inicia una nueva ronda de conversaciones, que �debemos alegrarnos de que el di�logo, aunque sea con peque�os pasos, vaya adelante. Sin embargo -a�ade- las angustias de nuestro pueblo no terminan. Aumentan los casos de personas desaparecidas y el hallazgo de cad�veres que presentan las caracter�sticas de los cr�menes perpetrados por los temibles escuadrones de la muerte� .

Del 6 al 8 de diciembre de 1990, siete iglesias y organizaciones cristianas salvadore�as, apoyadas por unas setenta organizaciones c�vicas, reunidas en el Comit� Permanente de Debate Nacional (C.P.D.N.), realizaron un ayuno masivo por la paz en la catedral de San Salvador, enviando un mensaje al que fuera en aquel momento secretario general de la O.N.U., Javier P�rez de Cu�llar, para que actuara a favor del alto el fuego. Entre los testimonios m�s clamorosos, destacaron los de Edgar Palacios, pastor de la Iglesia Bautista, que se�al� �la urgencia de que los salvadore�os vivamos en tranquilidad en esta �poca de sensibilidad humana�, y el de Menardo G�mez, obispo de la Iglesia Luterana, que pidi� porque �las armas que traen muerte y destrucci�n se transformen en instrumentos para el cultivo de los productos que dan vida� .

Todo por la paz. El pueblo, por la paz. La Iglesia, por la paz. El gobierno salvadore�o, desconfiando de la paz. Estados Unidos, �les interesaba la paz en El Salvador? La Iglesia se muestra fuerte en este per�odo. Las aportaciones de monse�or Rivera en el proceso de paz son muy importantes, consiguiendo avances significativos respecto a las peticiones de la guerrilla: desmantelamiento del aparato militar represivo, esclarecimiento de los asesinatos de mons. Romero, de los seis jesuitas y el de la decena de sindicalistas, a pesar de que la guerrilla segu�a actuando.

El presidente Cristiani inicia un t�mido di�logo, que pronto es cortado de una manera fulminante porque la guerrilla no est� dispuesta a aceptar algunas de las propuestas, entre ellas la entrega de las armas y la garant�a de una cierta seguridad. Todo parec�a complicarse, pero la paz iba por buen camino a pesar de todo.

En noviembre de 1990, los EE.UU. y la ex - U.R.S.S. se unieron por primera vez en una declaraci�n conjunta para pedir la paz en El Salvador, llamando al alto el fuego y a la negociaci�n. Esta declaraci�n por la paz se materializ� en el congelamiento por parte del Senado de los EE.UU. de la mitad de los 85 millones de d�lares de ayuda militar a El Salvador, adem�s de amenazar con retirar toda la ayuda si el Gobierno salvadore�o no flexibilizaba su postura con los rebeldes. La ex � U.R.S.S., por su parte, mand� un mensaje a Cuba con la prohibici�n de mandar armas a El Salvador. Estos hechos fueron una medida muy agradecida de presi�n contra el Gobierno, tambi�n sobre la guerrilla, que les obligaba a sentarse a dialogar, a respetarse y a buscar soluciones al problema de la guerra, como as� ocurrir�a un par de a�os m�s tarde.

Las negociaciones de paz amenazaron a la iglesia y a sus pastores, como ocurri� con los asesinados �scar Arnulfo Romero, Rutilio Grande, Ignacio Ellacur�a y tantos otros. Una serie de personas no quer�an, no deseaban, es m�s, no les conven�a que se firmara la paz en el pa�s, y por ello amenazaban, extorsionaban, chantajeaban y hasta compraban a los curas y a los sacerdotes para que en sus homil�as o en su relaci�n con los feligreses de las parroquias no se apoyara la paz, y de este modo se desvanecieran las esperanzas de cambio y de libertad. La situaci�n no era igual para todos los sacerdotes. Muchos de ellos, entre los que se encontraban el arzobispo de San Salvador y sus auxiliares, no callaban ante las tropel�as y todo tipo de actos violentos que se comet�an, haciendo continuos llamamientos a sus incitadores para que pusieran fin .

Esta iglesia combativa, luchadora, reivindicadora de los derechos humanos y especialmente consciente de su misi�n salv�fica y liberadora, �sta iglesia es la que llevar� la paz al pa�s, la que luchar� por ella y la que conseguir� que los salvadore�os puedan vivir en democracia y libertad.

Ya en abril de 1991 se publica una noticia cuando menos esperanzadora: �La guerrilla parece convencida de la necesidad de abandonar las armas, dada la evoluci�n del panorama mundial, y este mismo convencimiento se ha extendido en todos los grupos insurgentes del continente, si hacemos excepci�n del peruano Sendero Luminoso� .

El convencimiento de abandonar las armas se extendi� por todos los grupos insurgentes o revolucionarios que operaban en Am�rica Latina, lo que significaba que la gran cantidad de conflictos, de heridas abiertas en tantos pa�ses del continente y del mundo, de luchas armadas entre gobiernos y guerrillas, se pod�an curar, ten�an soluci�n, no eran interminables. La medicina para curar tantas heridas ten�a un solo nombre: PAZ. La paz era la mejor medicina para que el cuerpo, sea cual fuera el pa�s o el problema, pudiera cuidarse y funcionar bien. Por eso, en mayo de 1991, en M�xico, se lleg� a un acuerdo en el que figuraban los siguientes puntos: reforma de la Constituci�n y creaci�n de una �Comisi�n de la Verdad� que investigara las violaciones de los Derechos Humanos en la �ltima d�cada. Comenzaba as� una etapa de �paz armada� en la que se culp� al coronel Guillermo Benavides y al teniente Yusshy Ren� Mendoza como autores del asesinato de los jesuitas, y en la que el d�a 14 de noviembre de 1991 los comandantes del F.M.L.N. anunciaban desde M�xico la suspensi�n unilateral de las acciones armadas contra el gobierno salvadore�o, que era un �esfuerzo necesario para lograr la firma del cese del fuego definitivo�.

Este anuncio llev� al Gobierno a responder de manera positiva a la oferta, culminada cinco minutos antes de que concluyera el a�o 1991, cuando la radio nacional interrumpi� su programaci�n para decir que en New York el presidente Cristiani y los comandantes del F.M.L.N. hab�an firmado un acuerdo de paz para poner fin a la guerra. Despu�s se hizo una fiesta multitudinaria, y en realidad no era para menos, pues tras siete a�os de negociaciones por fin llegaba la paz a un pa�s que hab�a dejado un saldo de 80.000 muertos y un mill�n de exiliados en un conflicto in�til.

El Tratado de Paz inclu�a el alto el fuego desde el 1 de febrero hasta el 31 de octubre, cuando deber�a ser sustituido por el cese total de hostilidades. Estableci� una amnist�a total; otorg� libertades pol�ticas para los guerrilleros a medida que fueran deponiendo sus armas y arbitr� un sistema de medidas para lograr la reincorporaci�n de los guerrilleros a la sociedad salvadore�a, adem�s de la reducci�n de las Fuerzas Armadas y la reforma de la polic�a, que pasar�a a manos civiles.

Este acuerdo de paz fue muy importante, pues pareci� ser el principio de la vuelta a la normalidad en un pa�s devastado por doce a�os de guerra civil. Monse�or Rivera y Damas dec�a respecto al acuerdo, en concordancia con otros miembros de la iglesia salvadore�a, y no s�lo salvadore�a, sino tambi�n de otras partes, que �ser� un poco dif�cil que tanto una parte como otra entreguen todas las armas, porque hay mandos intermedios que no obedecer�n a sus superiores� , es decir, que quiz� muchos soldados no estar�an dispuestos a deponer las armas porque era lo �nico que pose�an y era el �nico medio que conoc�an para ganarse el sustento: matando, asesinando, torturando. Luego se�ala que �no se deber�a tampoco decretar ninguna amnist�a general hasta que no emita su informe la llamada Comisi�n de la Verdad, pues muchos de los presos pol�ticos podr�an estar implicados en cr�menes contra la libertad humana o en asesinatos no resueltos o en masacres que no conoc�an� . De ah� que la prudencia y la preocupaci�n de la Iglesia por esta firma del alto el fuego iba a marcar el tono de todos sus mensajes.

En una carta pastoral de marzo de 1992, poco despu�s de la firma del acuerdo de paz, se invita a todos los salvadore�os a reconciliarse, a construir la paz, a dar gracias al Se�or por el don de la paz y a empezar la construcci�n de una nueva vida, de un nuevo pa�s: �La Iglesia comparte los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres a quienes sirve. En los a�os recientes hemos trabajado por la conquista de la paz. Con el mismo empe�o, la Iglesia debe comprometerse ahora en el ministerio de la reconciliaci�n (...) Convocamos hoy al pueblo de Dios a un intenso esfuerzo de reconciliaci�n, porque �ste es el camino seguro hacia la paz firme y duradera que deseamos� .

La misma carta pastoral continua diciendo m�s adelante: �Exhortamos a nuestros hermanos y hermanas en la fe a orar sin descanso, porque �si el Se�or no construye la casa, en vano se afanan los constructores� (Sal 126,1). Llamamos a todos los bautizados a comprometerse en la misi�n, porque la nueva evangelizaci�n responde plenamente al formidable desaf�o que nos presenta una sociedad tan necesitada de reconciliaci�n. As�, ya evangelizados, muchos salvadore�os que tienen quiz� su coraz�n destrozado, redescubrir�n con gozo el sacramento de la penitencia� .

�RECONCILIACI�N!, una palabra que ya monse�or Romero gritaba con fuerza, pero que nadie escuch� o no pudo escuchar o no quiso escucharla en aquel momento. La paz, la reconciliaci�n, el camino hacia una vida mejor conduce a la libertad, al perd�n, a la solidaridad y a la generosidad. La paz es el camino hacia el amor, hacia el respeto por el otro, hacia la compasi�n por aquellos que m�s sufren. La Iglesia salvadore�a pas� de ser �m�rtir� a ser una iglesia �santa� debido a su contribuci�n esencial en el comienzo, en el desarrollo y en la conclusi�n de las negociaciones de paz, donde jug� un papel destacado el arzobispo de San Salvador, mons. Rivera y Damas.

La Iglesia, antes dividida entre los llamados �curas rojos� (comunistas, afiliados a un movimiento guerrillero, defensores de la causa de los pobres y que llegaron a tomar las armas) y los �curas blancos� (tradicionalistas, seguidores de los c�nones sagrados y de la tradici�n, en su mayor�a progubernamentalistas y con amistades entre las clases altas del pa�s), se rompe con la llegada de la paz al pa�s, y los sacerdotes se van a dedicar con m�s empe�o y responsabilidad en su tarea de predicar la palabra de Dios y de llevar la palabra del Evangelio, que es palabra de paz, a los corazones de la gente, porque la iglesia tambi�n crey� y luch� por la paz, una paz necesaria y que ped�an a gritos las multitudes de campesinos que pod�an morir de hambre o asesinados por los soldados del Ej�rcito. La iglesia inici� un nuevo camino, logrando reconciliarse con su pueblo, �la oveja perdida� de la que se habla en el Evangelio, que buscaba pastores que la guiasen pero que s�lo encontraba guerrilleros o pastores que no pod�an resolver sus preguntas. La Iglesia, servidora de los hombres, del pueblo de Dios, comenz� a servir en las necesidades y en las inquietudes, en las alegr�as y en las tristezas, en las esperanzas y desilusiones de ese pueblo con sed de una Palabra nueva, renovada, de una palabra conciliadora, bien porque su fuente estaba seca o la hab�an secado intencionadamente para que s�lo funcionara por momentos, convirti�ndose en una especie de �sequ�a temporal de la palabra�.

El comienzo del verano del a�o 1993 trajo una desgraciada noticia: monse�or Roberto Joaqu�n Ramos Uma�a, obispo ordinario militar del pa�s, es asesinado. Estaba fresco en la mente el asesinato del cardenal Posadas Ocampo en M�xico, y los salvadore�os pidieron para que no se derramara m�s sangre . El 8 de julio, Fernando S�enz Lacalle, obispo auxiliar de Santa Ana desde 1985, fue nombrado nuevo vicario castrense en funciones. La investigaci�n del asesinato de Ramos Uma�a por parte de las autoridades locales no gust� demasiado al obispo auxiliar Gregorio Rosa Ch�vez, que calific� la conclusi�n de dichas investigaciones como demasiado precipitadas, no acept�ndolas como definitivas, pues se basaban en las balas encontradas junto al cuerpo, balas pertenecientes a un fusil M-16 del ej�rcito salvadore�o, y cuya acusaci�n de asesinato reca�a en un joven soldado de 19 a�os, desertor desde hac�a un a�o, sin m�s pruebas que su posible pertenencia a una banda de delincuentes comunes.

Este cruel suceso ocurri� despu�s de la presentaci�n del informe de la Comisi�n de la Verdad sobre la violaci�n de los derechos humanos, tal y como estaba contemplado en el Tratado de Paz. Casi nadie hizo caso de los resultados de dicho informe, y los pol�ticos iniciaron una campa�a de �borr�n y cuenta nueva� para no sacar nombres, fechas y lugares. El general Ponce, ministro de Defensa, se dirigi� al pa�s en un mensaje televisado en contra del informe de la O.N.U., que calific� de �injusto, incompleto, ilegal y atrevido, cuyo tratamiento parcializado denota una clara intenci�n de destruir la institucionalidad, la paz social y las Fuerzas Armadas� .

A lo largo de m�s de 400 p�ginas, de las cuales s�lo la mitad contienen una lista interminable de nombres de hombres, mujeres y de ni�os asesinados, torturados o desaparecidos, el informe �De la locura a la esperanza� se refiere tambi�n a los cr�menes cometidos por los �escuadrones de la muerte� y descubre las conexiones de estas fuerzas paramilitares con el Ej�rcito y con ciertas familias acaudaladas del pa�s. Pero el informe no s�lo daba cuenta de los cr�menes del Ej�rcito, sino tambi�n de los de la guerrilla del F.M.L.N., convertida en partido pol�tico y responsable de las ejecuciones de alcaldes llevadas a cabo entre 1985 y 1988 por orden de Joaqu�n Villalobos, uno de sus m�ximos dirigentes.

El informe responsabiliza al F.M.L.N. de 342 cr�menes de entre los 4.281 que se atribuyen al Ej�rcito, 1.656 a la polic�a, 2.248 a los grupos paramilitares y 817 a los �escuadrones de la muerte�, pero nadie asumi� las responsabilidades. S�lo la guerrilla se comprometi� a aceptar la inhabilitaci�n de los responsables de los cr�menes de guerra para ejercer cargos de alto rango pol�ticos o militares. Y no s�lo fueron el Ej�rcito y la guerrilla acusados, sino tambi�n la administraci�n estadounidense se vio implicada en el caso, acusada de la ocultaci�n de pruebas y de datos referentes al asesinato de las monjas perpetrado en 1980, acusaci�n que trajo consigo la creaci�n de una comisi�n de investigaci�n para decidir si bajo los mandatos de Reagan o de Bush se ocultaron al Congreso informes acerca de los abusos cometidos por los militares salvadore�os para impedir la suspensi�n de la cuantiosa ayuda econ�mica. El te�logo Jon Sobrino dijo a este respecto que �este mismo gobierno que ahora presiona a Cristiani para purificar al Ej�rcito es la misma administraci�n que durante los �ltimos doce a�os ha estado financi�ndolo y patrocin�ndolo para cometer estas atrocidades y sabiendo que se comet�an� . Monse�or Rosa Ch�vez se�al�, por su parte, que �el informe es s�lido, a pesar de que pueda contener alguna injusticia, porque es obra de humanos� .

La presentaci�n de este informe produjo una serie de cambios importantes a corto plazo, no s�lo en el �mbito pol�tico, sino tambi�n en lo social. El presidente Cristiani dej� su cargo a Armando Calder�n Sol, otro de los dirigentes de A.R.E.N.A., acusado de intentar detener los acuerdos de paz, y que tuvo que hacer frente a una situaci�n de crisis pr�cticamente insostenible. Su pol�tica consigui� la relativa estabilizaci�n del pa�s en lo pol�tico y en lo econ�mico, llegando a un nivel de crecimiento del 5 % en el a�o 1994.

El a�o 1994 deja el intento de expulsi�n del jesuita espa�ol Angel Mar�a Mart�nez Mendiz�bal, de sesenta y un a�os, acusado de participar en actividades pol�ticas, hecho que era un delito seg�n el art�culo 82 de la Constituci�n salvadore�a, que prohib�a la participaci�n pol�tica y la actividad propagand�stica a los ministros de cualquier culto religioso. Asimismo, m�s adelante, en el art�culo 97, se indicaba que un extranjero perd�a el derecho a residir en el pa�s si participaba directa o indirectamente en pol�tica.

Medidas duras para tiempos duros. Estas medidas se tomaron con la esperanza de que las cosas cambiaran, de que todo lo conseguido anteriormente no se echase en saco roto, con la esperanza de que cada uno de los ciudadanos salvadore�os pudiera sentirse seguro y libre, sin miedo a represiones en el desempe�o de su labor, ya sea la pastoral, el servicio, el poder o la pobreza, s�, tambi�n la pobreza, que aumentaba hasta niveles insospechados, pues muchas de las personas que durante la guerra sobreviv�an a duras penas y con pocos recursos, ahora se encontraban en una situaci�n a�n peor, sin apenas nada que llevarse a la boca para saciar su hambre, ni siquiera una tortilla de ma�z o un plato de jud�as.

Los pobres se encontraban tambi�n entre los ni�os y los ancianos, verdaderos m�rtires de todas las guerras, que sufren sin explicaci�n unos problemas que nunca quisieron o nunca merecieron. Los ni�os, llorando de hambre en cualquier rinc�n del pa�s, desgarrados por el dolor de perder a sus padres o hermanos, vagando por las calles pidiendo alg�n �chavito� para comer. Los ancianos, la mayor�a viviendo en soledad, abandonados en asilos o en hospitales, brutalmente desesperados, se mueren sin que nadie quiera o pueda hacer algo por ellos. Muchos de los que combatieron en la guerra, all� en los frentes de Chalatenango o San Vicente, sobreviven por las calles de la amargura y del abandono, pues la incapacidad para insertarse de nuevo a la vida civil y ser uno m�s de los que viven en paz, es uno de sus m�s graves problemas y que m�s les afecta.

Todas estas cuestiones eran tambi�n resaltadas por el jesuita espa�ol al que las autoridades quer�an expulsar diciendo que sus homil�as no son pol�ticas sino que quieren concienciar de las situaciones en que viven sus feligreses campesinos: �Situaci�n � dice Mart�nez Mendiz�bal � de extrema pobreza y olvido en lo que se refiere a servicios como educaci�n y salud� . Homil�as como la citada le valieron al sacerdote la acusaci�n de participaci�n en actividades pol�ticas, pero la �nica prueba de que dispon�a el Gobierno salvadore�o para expulsar al padre jesuita era la transcripci�n de una homil�a pronunciada en la parroquia de Teotepeque el 30 de enero de 1994, en la que afirm� que �la salud en El Salvador no es que deje mucho que desear, es que pr�cticamente no existe; y no existe porque no hay ning�n inter�s, porque los ricos que nos gobiernan s� tienen cl�nicas� .

Conocida la orden de expulsi�n del jesuita, la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador emiti� un comunicado defendiendo al padre Mendiz�bal: �La �nica labor del presb�tero en su parroquia de Teotepeque, peque�o poblado en el sur del pa�s, ha sido iluminar como pastor y a la luz del Evangelio los hechos sociales que impiden el goce de aquellos derechos m�s elementales de una sociedad. La expulsi�n pone de manifiesto una vez m�s la prepotencia con que act�an los funcionarios del partido en el Gobierno (A.R.E.N.A., ideolog�a de derecha), y la continuidad de la persecuci�n contra la Iglesia cat�lica cuando �sta defiende los derechos de los m�s pobres� .

El edicto de expulsi�n suced�a unos meses antes del cambio presidencial, en el que Cristiani dejaba a Calder�n Sol las riendas del pa�s. La Iglesia segu�a reclamando insistentemente una justicia que, desde hac�a muchos a�os, no le correspond�a, ya que aparentemente para los poderosos del pa�s no exist�a, y a�n menos para los considerados �curas comunistas�, que segu�an luchando contra el sistema. En el quinto aniversario del asesinato de los padres jesuitas se convocaron manifestaciones de protesta en contra de sus autores y en contra del gobierno; se convocaron oraciones para que llegara la paz al pa�s, mas no la paz oficial, ya firmada dos a�os antes y que marchaba por buen camino, sino la paz consigo mismo, la paz con cada uno, es decir, la oraci�n pidiendo el final de los rencores, de los odios, de las venganzas. Se produjeron huelgas y revueltas en todas las zonas del pa�s como protesta ante las malas condiciones de los trabajadores, que muchas veces permanec�an hacinados en sus puestos de trabajo o no contaban con los materiales y utensilios necesarios para desarrollar su labor, o bien porque mor�an o porque eran v�ctimas de accidentes sin contar con ning�n tipo de seguro o ten�an una jornada laboral mucho m�s larga que la habitual.

Otro grave problema con el que la Iglesia se encontraba era el de las sectas, ya que mucha gente se acerc� a alguna de ellas y se hizo miembro activo de las mismas, dejando de frecuentar la iglesia y de participar en la vida parroquial. Y a�n era m�s grave porque si a cualquiera le ve�an entrar en una iglesia pod�a recibir amenazas de muerte, pues la mayor�a de esas sectas exig�an fidelidad, y los que contraven�an esta norma eran castigados con la muerte. Este hecho produjo una disminuci�n en la asistencia al culto y a las actividades eclesi�sticas en parroquias, colegios, hospitales, asilos, etc. La fe se viv�a m�s en las calles, en las fiestas populares, en la celebraci�n de los santos o en las romer�as que se organizaban a lo largo del a�o eclesi�stico. La religiosidad del templo dio paso a una religiosidad popular, vivida donde y como se pod�a, siempre con respeto, con atenci�n, con mucha devoci�n y veneraci�n por las im�genes, debido a que las sectas estaban al acecho, y su desarrollo fue imparable hasta tal punto que en poco tiempo se extendieron por todo el pa�s y por todo el continente , para el bien de unos pocos y para desgracia de los m�s pobres, muchos de los cuales se acercaban a estos grupos en busca de algo mejor para sus vidas, pero que s�lo encontraban milagros que no eran tales y palabras de curaci�n que no entend�an. As�, la Iglesia creci� en confianza y caridad por los pobres, pensando m�s en ellos y buscando modos de participaci�n y cercan�a a sus necesidades.

En el a�o 1995 una serie de acontecimientos parecen cambiar el panorama eclesial salvadore�o. Primero, los quince a�os de la muerte de monse�or Romero congregaron al pa�s en un grito fraterno por la paz y la libertad, mientras que el 26 de noviembre de 1994 mor�a el arzobispo de San Salvador, monse�or Rivera y Damas. El sucesor de Romero se march� intentando seguir en la senda por �ste trazada, y fue una pieza importante y valiosa en el proceso de paz. Durante su mandato se pudo cumplir el sue�o de Romero de ver llegar la paz y la reconciliaci�n al pa�s.

Mientras Roma eleg�a un sucesor para monse�or Rivera, circunstancia dif�cil por otra parte dada la situaci�n del pa�s y la responsabilidad que iba a tener el nuevo arzobispo de continuar la labor de sus antecesores, ejerci� como administrador apost�lico de la archidi�cesis el obispo auxiliar Gregorio Rosa Ch�vez, visto con buenos ojos y llamado �el candidato de la continuidad�, pues fue obispo auxiliar con Romero y luego tambi�n con Rivera y Damas, circunstancia que le favorec�a, ya que conoc�a bien a sus antecesores y estaba muy al corriente de todo lo que suced�a o dejaba de suceder en la archidi�cesis. Para muchos se convirti� en el candidato ideal, pero Roma no pens� as�, y el 22 de abril de 1995 el Papa Juan Pablo II nombr� nuevo arzobispo de San Salvador a Fernando Sa�nz Lacalle, que ya sustituy� al arzobispo castrense asesinado en 1993. Miembro del Opus Dei, consideraba que la Teolog�a de la Liberaci�n no ten�a cabida en El Salvador. Su nombramiento no fue muy bien acogido por los sectores progresistas del pa�s, en parte porque su antiguo cargo de administrador apost�lico castrense le vincul� con el estamento militar, y porque su elecci�n supon�a un giro copernicano en la l�nea pastoral de sus antecesores. Estos no fueron obst�culos para que el gobierno hiciera una valoraci�n positiva de �l. V�ctor Lagos, como vicecanciller, dijo: �Esperamos que el nuevo arzobispo pueda retomar el papel de pastor de la Iglesia� . A algunos estas palabras no gustaron demasiado y se preguntaban si monse�or Romero o monse�or Rivera y Damas no fueron tambi�n pastores de su iglesia y dudaban si el nuevo arzobispo, vinculado a los militares, iba a saber dirigir los destinos de un pueblo cansado de violencia, destrozado por las injusticias, triste por su tr�gica historia reciente.

Una de las primeras declaraciones de Lacalle despu�s de su nombramiento le dieron la imagen de alguien que iba a cambiarlo todo: �lo importante es trabajar eficazmente para erradicar la pobreza y elevar el nivel humano de las personas� . Pero se quedaba en la mitad, ya que si bien por una parte estaba dispuesto a acabar con la pobreza, no dec�a c�mo lo iba a hacer, pues descalificaba a la Teolog�a de la Liberaci�n (el alma mater en toda Latinoam�rica de la lucha contra la pobreza y todo tipo de injusticias). Sobre la Iglesia dec�a que �siempre ha estado a favor de una verdadera liberaci�n cristiana, pero la que libera en primer lugar del pecado, que en definitiva es el que conduce a todas las injusticias� .

La opini�n p�blica salvadore�a se mostr� esc�ptica cuando no rechaz� el nombramiento. La radio �Ysu�, la emisora de la U.C.A., dijo que no era �el pastor especial para los tiempos especiales que vivimos en el pa�s. Como miembro del Opus Dei y dada su excelente vinculaci�n con el capital, se prev� al menos que la Catedral muy pronto se terminar� de construir y se impulsar�n otras obras eclesiales� .

El vicerrector de la U.C.A., Rodolfo Cardenal, declar� al peri�dico ABC que monse�or Sa�nz �proviene de un c�rculo que no se ha caracterizado por defender la vida, las mayor�as y la lucha contra la pobreza� .

El pueblo salvadore�o tambi�n quiso expresar su opini�n acerca del nuevo arzobispo con el siguiente tipo de comentarios: �Ojal� que el nuevo arzobispo sea como los anteriores�; �Que sea un hombre justo, un hombre de paz, no un hombre confrontativo que venga a pelearse con las autoridades o a desacreditar al Gobierno�; �Ojal� que el nuevo arzobispo cuente y se encuentre con un pueblo que sea uno, donde se celebre la vida y se sufra la muerte con la esperanza de la resurrecci�n� .

La iglesia de El Salvador, fiel al mensaje evang�lico, esper� desde ese momento y sigue esperando a�n hoy y en el futuro cambiar las vidas de la gente que sufri� la terrible guerra civil que asol� al pa�s durante a�os, y renovar las vidas de las nuevas generaciones de j�venes, que podr�n ver en ella un aliado contra las guerras, contra las dictaduras, contra todo tipo de explotaci�n o de violencia, que la ver�n como un modelo de lucha en la defensa del desarraigado y en la defensa de los derechos humanos m�s fundamentales, que es la lucha por la libertad y por la vida, que es, simplemente, la victoria de la paz y de la RECONCILIACI�N.


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