La preocupación por el Desarrollo, como ítem fundamental en la agenda política internacional surge en la postguerra de la Segunda Guerra Mundial, cuando las dramáticas circunstancias internacionales generan un consenso en torno a las ideas de recuperación económica del occidente europeo, muy dañado, según los casos, por la contienda. Asimismo, surge la necesidad de abordar la problemática socioeconómica del mundo surgido de la descolonización, tras la liquidación de los grandes imperios ultramarinos francés, ingles, belga y holandés.
El “desarrollo” como horizonte de acción, posiblemente tenga su bautismo de fuego en el “Discurso sobre el Estado de la Nación” (1949) del presidente norteamericano Truman, en cuyo punto cuarto se plantea la necesidad de afrontar la problemática del subdesarrollo de los países pobres:
“Hay que lanzar un programa audaz para mantener el crecimiento de las regiones subdesarrolladas [...] Más de la mitad de la población mundial vive en condiciones cercanas a la miseria [...] Su alimentación es insuficiente, son víctimas de enfermedades [...] Su vida económica es primitiva y estancada, su pobreza constituye una desventaja y una amenaza, tanto para ellos como para las regiones más prósperas [...] Los Estados Unidos deben poner a disposición de los pueblos pacíficos las ventajas de su reserva de conocimientos técnicos a fin de ayudarlos a realizar la vida mejor a la que ellos aspiran [...] Con la colaboración de los círculos de negocios, del capital privado, de la agricultura y del mundo del trabajo en Estados Unidos, este programa podrá acrecentar en gran medida la actividad industrial de las demás naciones y elevar substancialmente su nivel de vida [...] Una mayor producción es la clave de la prosperidad y de la paz, y la clave de una mayor producción es la aplicación más amplia y más vigorosa del saber científico y técnico moderno [...] Esperamos contribuir así a crear las condiciones que finalmente conducirán a toda la humanidad a la libertad y a la felicidad personal” (Rist, 1996)
Aunque bien sea cierto que tal idea, un tanto paternalista, de ayudar y, en cierta manera, tutelar a los “pobres” ya tenía antecedentes en la propia Casa Blanca. Así en 1918, el entonces presidente estadounidense, Woodrow Wilson, en su discurso “de catorce puntos para la paz”, planteaba lo siguiente:
Dada la existencia de "pueblos incapaces aún de administrarse ellos mismos en las condiciones especialmente difíciles del mundo moderno", "el bienestar y el desarrollo de estos pueblos forman una misión sagrada de civilización", y por tanto "el mejor método para realizar este principio es el de confiar la tutela de estos pueblos a las naciones desarrolladas" (Mattelart, 1993: 175).
Parecen claros, al menos con la perspectiva que proporciona el tiempo pasado, que la “tutela de los pobres” planteada por Wilson, implicaba un concepto eurocéntrico de desarrollo, entendido como una suerte de proceso “civilizador”, directamente vinculado a lo social y cultural, y, en este sentido, una forma de occidentalizar a tales pueblos.