Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Colón y los antecedentes del descubrimiento
Esta parte de la historia reviste particular importancia en relación con
los intereses de América. ¿Cómo olvidar que la occidentalización del Nuevo
Mundo comenzó con el descubrimiento?
¿Cómo olvidar que a partir de ese momento se impusieron el castellano
y el portugués como los idiomas más importantes de América Central y
Meridional?
¿Y cómo negar que a partir de ello su historia la de los conquistadores
, y la nuestra la de los conquistados, fue escrita en su idioma,
y por ellos, no por nosotros?
¿Cómo negar que nuestra historia ha sido escrita, desde el descubrimiento,
y a partir del descubrimiento, con la lógica y los valores de
los conquistadores? Y que por todo ello, como es lógico, nuestra historia
ha sido escrita de acuerdo a sus intereses, subjetiva y no objetivamente.
Es decir, y por decir lo menos, la nuestra es una historia que ha sido sesgada,
interesadamente sesgada. Y, en mucho, como veremos, grotescamente
falseada.
¿Cómo negar que el punto de partida de la farsa larga y coherentemente
montada se inició con la historia del descubrimiento? Ésta es,
pues, y para decirlo con una analogía, la punta del ovillo.
¿Cómo negar que a partir de la falseada historia del descubrimiento
fue inevitable continuar y mantener la farsa de manera inconciente de parte
de muchos intelectuales e historiadores, y de manera deliberada en el caso
de la que salió de la pluma de los cronistas españoles oficiales?
Ésta, pues, es la verdadera, primera y última razón, para desentrañar
muchos misterios del descubrimiento, que incluso hasta hoy, permanecen
ocultos.
Procedente de Portugal, donde acababa
de enviudar, y con la negativa del rey Juan II
de apostar por su proyecto, Colón, había llegado
a España en 1485.
Fue recibido por los Reyes Católicos en
1486. Es decir nunca se ha dicho con suficiente
énfasis, llegó a la Corte de España
cuando ésta tenía como preocupación fundamental,
y virtualmente única, la guerra de
liberación contra los moros.
Recién en 1490, todavía en plena guerra,
es decir cuatro años después de haber sido
presentado el proyecto, los sabios de la
Corte lo rechazaron oficialmente argumentando,
que las pruebas aportadas [por Colón]
eran muy vagas.
En marzo de 1492, esto es, al cabo de seis
años de tediosas pero incansables tratativas,
pero sólo tres meses después de la fecha de
expulsión definitiva de los moros, el almirante
obtuvo, por fin, la aprobación a su espectacular
proyecto. Tampoco la Historia oficial
ha sido suficientemente enfática en este singular
detalle.
Como por encanto habían quedado atrás
las objeciones técnicas y científicas que habían
hecho todos esos largos años los asesores
de la reina Isabel.
Pero, como veremos, también habrían
quedado superadas las objeciones estratégicas
de las que poco o nada se ha hablado
pero que quizá fueron los más importantes
argumentos de Isabel y sus asesores para dilatar
la aprobación del proyecto de Colón.
Sin que sepamos por qué dice de manera
asombrosamente ingenua la historiadora
española María Luisa Laviana Cuetos los
Reyes Católicos aceptaron en marzo de 1492
todas las pretensiones de Colón. ¿Sin que
sepamos por qué?
¿Es que resulta inaccesible comprender
que, desembarazados de los árabes, en esas
nuevas y victoriosas circunstancias, resultaban
ya prioritarios aquellos proyectos que,
sin costo para el reino, eventualmente podían
resolver las severas angustias que ocasionaba
la bancarrota en que pregonadamente se
encontraba la Corona?
Así, resulta una frívola exquisitez que en
este caso nada tiene de científica, reclamar
una prueba que contundentemente demuestre
que, urgidos económicamente, los
reyes dieron la autorización de viaje a Colón.
Durante la guerra contra los moros, en la
obsesiva y frenética preocupación militar, era
harto comprensible que el proyecto de Colón
apareciera a los ojos de los reyes y sus asesores,
no tanto como un proyecto descabellado
como insistentemente se ha dicho e
ingenuamente se ha creído sino que, como
se verá, fue visto como potencialmente contraproducente
y altamente riesgoso a los intereses
de España. Por lo demás, era también
comprensible que la Corona no quisiera distraer
un solo esfuerzo en nada que no fuera
combatir a los moros.
¿Por qué durante la guerra contra los moros
podía resultar contraproducente el proyecto
de Colón? Pues basta mirar el mapa
para percibir que el territorio dominado por
los moros tenía una peligrosísima proximidad
con cualquiera de los puertos atlánticos
del sur de España (Palos incluido).
Así, mientras estuvieran los moros en
control de ese territorio, resultaba altamente
riesgoso el inicio de la aventura y contraproducentemente
riesgoso cualquier eventual éxito.
Porque, ¿por dónde iban a ingresar a España
las riquezas que eventualmente se trajera
de los territorios de ultramar? ¿Por las
narices de los moros, para que ellos tuvieran
la ocasión de apropiarse de éstas, alejando
con esos recursos las posibilidades de la legítima
y definitiva victoria que anhelaban los
Reyes Católicos y el resto de los españoles?
¿Por el Mediterráneo, sabiéndose como
se sabía, que los moros y sus aliados en el
norte de África controlaban el estrecho de
Gibraltar? ¿O por Portugal, el reino rival de
España? ¿O por las siempre rebeldes e inseguras
tierras de vascos y gallegos? ¿Acaso
por Francia? No, ninguno de ellos era un territorio
de fiar.
Resulta evidente, pues, que, sólo en las
nuevas circunstancias, expulsados los moros
de España, el descabellado proyecto de
Colón resultaba viable. Ya casi sin riesgo las
riquezas de ultramar podían ingresar a España
por el puerto de Palos. Recién podía pues
ser alentado aquel que años antes había sido
calificado como el vago proyecto del almirante.
Cuán en mente tendría Colón cuántas
veces se lo habrían repetido, que mientras
durara la estancia de los moros en España se
le negaría la autorización para su ansiado
viaje, que, cuando por fin pudo iniciarlo, dice
empezando su Diario de viajes, en la cuarta
línea del mismo:
después que Vuestras Altezas han dado
fin a la guerra de los moros (...) mandaron
Vuestras Altezas a mí que con armada
suficiente...
Un judío valenciano, Luis de Santángel,
que a la sazón se desempeñaba como una
suerte de ministro de Hacienda de Isabel,
había ofrecido financiar 1 140 000 maravedíes
(el 60 % de los costos).
Santángel un preclaro antecesor de muchos
de los modernos y visionarios empresarios,
inaugurando una modalidad de inversión
que hoy es el pan de cada día de las
transnacionales globalizadas, no puso la
plata de su bolsillo: utilizó recursos públicos
muy probablemente con la ciega complacencia
de Isabel y Fernando.
El resto, hasta completar dos millones de
maravedíes, iba a ser aportado por comerciantes
genoveses Francesco Pinello fue aparentemente
uno de éstos. Se cree que el
propio Colón aportó 500 000 maravedíes.
La reina Isabel, pues, no vendió ninguna de
sus joyas, ni nada que se le parezca como
todavía muchos textos siguen diciendo.
¿Y a cuánto equivalen los dos millones de
maravedíes que fueron invertidos en el negocio?
Pues a 25 millones de dólares de hoy.
No se trataba, pues, de una insignificancia,
como también, hasta ahora implícitamente
, se ha hecho creer.
La versión más tradicional y conocida de
este episodio tres pequeñas carabelas, con
no más de cuarenta hombres cada una, invariablemente
nos remite háyase o no pretendido
dar ese mensaje, a un esfuerzo económico
de poca monta.
En todos los idiomas se ha puesto de
relieve el aspecto heroico y arriesgado de la
gesta soñadora de Colón y sus hombres. En
ningún idioma, en cambio, se ha mostrado
que, a fines del siglo XV, cada carabela representaba
una suma elevadísima (quizá hasta
diez millones de dólares a valores de hoy).
Es decir, sólo ricos y acaudalados navieros
tenían ese tipo de naves a su disposición.
Juan de la Cosa, Cristóbal Quintero y
Juan Niño, propietarios de la Santa María, la
Pinta y la Niña, respectivamente, eran,
pues, acaudalados armadores. Por lo demás,
para la época, la reunión de tres carabelas,
constituía una flota privada de gran
magnitud.
Téngase presente que, muchas décadas
después, las flotas de guerra de cada una de
las tres más grandes potencias de Europa
Inglaterra, Francia y España con las justas
superaba cincuenta naves de características
equivalentes a las de las mejores de la época
del descubrimiento.
Muy probablemente, en el momento que
zarpó Colón en su primer viaje, la flota
entera de España quizá no estaba conformada
sino por algo más de 30 unidades. Porque,
más de un año después, en el segundo viaje,
y a pesar del resonante éxito del primero,
sólo se hicieron a la mar 17 navíos.
Estas cifras son verosímiles porque, recuérdese
una vez más, cuando zarpa Colón
del puerto de Palos, el 3 de agosto de 1492, y
con destino a una parada inicial en las islas
Canarias, hacía apenas unos meses que se
había logrado conquistar Granada y expulsar
a los moros.
Y la campaña contra los moros había sido
según todas las fuentes casi exclusivamente
terrestre. Evidentemente no porque así lo
hubieran decidido los estrategas de la Corona,
sino porque, a todas luces, la flota
española de entonces no habría sido de gran
magnitud y las campañas terrestres contra los
moros no habían exigido un mayor desarrollo
naval.
Por lo demás, los Reyes Católicos y sus
principales intereses económicos más notoriamente
en el caso de Isabel que de Fernando
, eran típicamente mediterráneos, no
marítimos. La inmensa mayoría de las más
grandes fortunas de España de la época eran
mediterráneas: agrícolas, ganaderas y mineras
.
El mismo mapa anterior nos insinúa claramente
que, mientras los moros dominaran
el sur de España, el despegue marítimo del
reino estaba seriamente constreñido. No es
ninguna casualidad por ello que Portugal,
que no tenía las restricciones geopolíticas
que hemos anotado para España, se hubiera
adelantado significativamente en lo que a
conquistas marítimas se refiere: entre 1415,
en que Juan de Portugal llegó a Ceuta (en la
costa de Marruecos), y 1488, en que Bartolomé
Díaz llegó al Cabo de Buena Esperanza
(al sur de África), Portugal había protagonizado
una impresionante expansión descubridora
hacia el sur, mientras [que España,
en 1492] apenas se ocupa de la conquista [de
las islas Canarias].
Debió ser maravillosa la experiencia de
los navegantes portugueses cuando, bordeando
el África, camino a Guinea, atravesaron
por primera vez la línea ecuatorial y, por
primera vez también, divisaron la Cruz del
Sur, un firmamento totalmente nuevo y
desconocido se presentó ante su extasiada
vista.
A partir de esos descubrimientos, poco
después el florentino Paolo del Pozo Toscanelli
afirmaba que era posible alcanzar las
costas orientales de Asia, navegando desde
las islas Canarias hacia el oeste. Pierre
dAilly, por su parte, aseguraba que el océano
[Atlántico] era navegable en pocos días
con viento propicio. Y el astrónomo Alfragano,
con asombrosa proximidad, había
estimado el perímetro de la Tierra.
En función de los descubrimientos realizados,
el tratado AlcaçovasToledo (1479),
había dividido el Atlántico de la siguiente
manera: de las islas Canarias para el sur, para
Portugal, y hacia el norte para España. En
1481, ese tratado había sido refrendado por la
Bula papal Aeterni Regis.
Es decir, cuando en 1492 Isabel la Católica
autorizó a Colón a emprender su primer
viaje, ella y sus asesores técnicos y legales
tenían plena conciencia de que estaban
violando el tratado suscrito doce años antes
con Portugal.
¿Cuánto esperaban obtener de utilidades
quienes invirtieron en la aventura de Colón?
Pues algo así como el equivalente actual de
12,5 millones de dólares (50% del monto de
la inversión), en un año o menos, sin contar
la reposición de las naves que eventualmente
se perdieran como que de hecho ocurrió con
el naufragio de la Santa María en la aguas
del Caribe.
Estamos asumiendo que en esa época las
tasas de interés para préstamos eran las mismas
que existían en los primeros años del
reinado de Carlos V, que eran del orden de 22
% al año, y, lógicamente, que los inversionistas
esperaban obtener mucho más que
eso, pues había, comprensiblemente, un mayor
riesgo en la aventura. De ello tenían
absoluta conciencia el judío español y los
comerciantes genoveses que solventaron los
gastos del viaje. Pero también los tres millonarios
dueños de las naves que comandarían
el propio Colón, Alonso Pinzón y Vicente
Yáñez Pinzón.
¿Con qué tendría que regresar Colón de
su viaje para pagar la enorme suma de dinero
que se había puesto en juego, y las expectativas
de utilidades que había en el asunto?
¿Tres carabelas cargadas de especias serían
suficientes para cancelar ese monto?
La tradicional hipótesis según la cual Colón
buscaba una nueva ruta hacia las Indias
para traer especias y de la que están cargados
los textos de Historia es francamente
deleznable, pero además cínica.
En el Diario de Colón hay una sola obsesión:
oro, tesoros, riquezas fabulosas. ¿Serían
en efecto como se ha dicho siempre
tan inciertos los resultados del viaje? ¿Sería
tan aventurada y desconocida la ruta como se
les viene presentando en los textos a los estudiantes?
¿Estaría un judío español y un grupo de
comerciantes genoveses tan seguros y calculadores
como se sabe que han sido y son en
sus pasos, más aún cuando se trata de dinero
dispuestos a arriesgar una suma tan enorme
sólo contra la palabra de Colón? Poco, muy
poco probable. Más aún nos atrevemos a
decir, absolutamente improbable.
Colón, como más adelante veremos, habría
tenido, cuando menos, indicios verdaderamente
importantes de la bondad del proyecto
que audazmente concibió.
Y en lo que a navegación de grandes distancias
se refiere, ¿acaso no hay evidencias
de que, por la misma época, navegando en
balsas a vela, con menos recursos técnicos
que los europeos, sólo aprovechando las mareas
del Pacífico, el Inka Túpac Yupanqui fue
llevado y traído hasta y desde Oceanía?
¿Y acaso hoy no son irrefutables las evidencias
según las cuales los vikingos, con
Erick el Rojo a la cabeza, estuvieron en América del Norte (Groenlandia y Terranova)
quinientos años antes? ¿Y que los propios
vascoespañoles habrían estado en la misma
Terranova que a ellos debería precisamente
el nombre, pescando ballenas y bacalao?
Y Colón mismo, como también se ha supuesto
alguna vez, ¿no habría ya llegado antes
a América? Así lo entiende, entre otros,
José Ignacio Urquiza. ¿No llama la atención,
a este respecto, que zarpando de Canarias,
según relata el propio almirante en su
diario de a bordo, ordenó viajar siempre
hacia el oeste por el paralelo 28°...?
¿No resulta digno de razonable sospecha
que, leyendo el diario del almirante, algunos
autores han podido concluir que lo primero
que queda claro es la seguridad que tenía Colón
en el éxito se su misión. ¿Era sólo un
asunto de convicción teórica y de fe inquebrantable?
¿Era sólo un asunto de coraje y
audacia?
¿Resiste acaso la ley de probabilidades
una seguridad y certeza tan asombrosas, y
que, al cabo de 33 días, el viaje resultara
facilísimo (...) sin problemas dignos de
mención como el mismo almirante confiesa
en su diario; afirmaciones que echan
por tierra la leyenda tenebrosa de riesgos inverosímiles,
naves incómodas y sin camarotes,
con riesgos de escorbuto, e inanición,
con plagas de ratones en las bodegas, falta de
aprovisionamiento de agua y alimentos,
etc.
Pues bien, el 17 abril de 1492, tres meses
y medio antes de iniciarse el primer viaje,
Colón y los reyes firmaron una serie de acuerdos
conocidos como las Capitulaciones
de Santa Fe en los que se concedió al
almirante todo lo que pedía... [entre otras
cosas], el diez por ciento de todas las riquezas
que hubiera en esas tierras (perlas,
piedras preciosas, oro, plata, especiería...,
en compensación de lo que ha descubierto
en las Mares Océanas.
En el tradicional contexto en el que ha
sido relatada la historia del descubrimiento
de América, la expresión ha descubierto
resulta misteriosa como anota María
Luisa Laviana.
Para unos, dice ella misma, la misteriosa
frase no sería sino una prueba del llamado
predescubrimiento [que habría realizado
el propio Colón]. ¿Una prueba, o la
prueba? Porque si las famosas Capitulaciones
fueran un documento irrefutable, ¿por
qué habría de necesitarse más pruebas?
¿Quién necesitaría más pruebas?
Para otros historiadores, sin embargo, nos
sigue diciendo María Luisa Laviana, la misteriosa
frase alude a una redacción posterior
al primer viaje.
Estamos aquí ante un problema lógico en
el que bien vale la pena detenernos un instante.
¿Ante qué posibilidades nos coloca la
expresión una redacción posterior al primer
viaje? Por lo menos ante las siguientes:
a) Que el contrato en realidad se suscribió en
la fecha indicada pero fue alterado, con
posterioridad al regreso de Colón colocándose
la frase ha descubierto en lugar
de, por ejemplo, y en condicional, que
descubra, o un equivalente de ella.
b) Que el contrato suscrito el 17 de abril de
1492 se habría redactado, en realidad,
después de esa fecha y, lógica y necesariamente
entonces, después del 15 de
marzo de 1493, fecha en que Colón llegó
de regreso al puerto de Palos, con evidencias
muy promisorias de su estadía en las
remotas tierras donde había estado.
c) Que, contra lo que pretenden decirnos
quienes sostienen la tesis de una redacción
posterior al primer viaje entendiendose
por ese primer viaje el iniciado
el 3 de agosto de 1492, esa frase también
puede significar sí pues que el
primer viaje habría sido, en efecto, antes
del 17 de abril de 1492. ¡Todo lo que se
hizo con posterioridad al 3 de agosto, fue,
evidentemente, hecho también con posterioridad
al 17 de abril!
Pero María Luisa Laviana, sin embargo,
deja entrever otra posibilidad: que la misteriosa
frase ha descubierto quizá no sea
más que una errata pasando ella de
largo en su relato como si el asunto de tal
errata no revistiera mayor importancia.
¿Una errata de esa naturaleza tras siete
años de espera y de negociaciones, tras muy
presumiblemente un sinnúmero de borradores
previos? ¿Una errata de esa naturaleza,
de la que no se diera cuenta ninguna de las
partes firmantes: ni los abogados de la reina,
ni la reina misma, ni el propio Colón?
¿Es que con tanta displicencia puede aceptarse
esa posibilidad? ¿En tan poco estima
nuestra historiadora española las calidades
profesionales de los abogados de la reina?
¿Puede presumirse tan a la ligera que
eran tan mediocres?
¿Era tan distraída y displicente la reina?
¿El rey Fernando no leyó el texto? ¿También
a el se le pasó el gazapo?
Descartamos de plano la hipótesis de un
yerro involuntario como ése, y que además
hubiera sido compartido con tanta indolencia
por todos cuantos estuvieron involucrados en
la suscripción del contrato.
Resulta entonces que cualesquiera de las
tres posibilidades que hemos enumerado para
interpretar la existencia de la misteriosa frase
ha descubierto asoman como factibles.
Veamos pues cuáles son las consecuencias
que se derivan de cada una de ellas, que no
son tan inocuas como aparecen a primera
vista.
Así, en referencia a la primera, ¿qué razones
podría haber tenido la reina Isabel para
ordenar o dejar que, durante el viaje de Colón,
o después del exitoso regreso de éste,
uno de sus abogados alterara el contrato?
¿Es que Fernando, en un trasnochado y
tardío ataque de rabia o celos, le habría increpado
las que estimó como exageradas concesiones
al almirante, y, entonces ella, para salvar
su responsabilidad, fraguó el contrato original
incluyendo la famosa frase ha descubierto,
para hacerle creer a Fernando que
había tenido a la vista evidencias de un primer
y exitoso viaje; evidencias que lógicamente
él no habría visto?
Sin embargo, no hay un solo indicio que
muestre, a éste o a otros respectos, que la reina
temblara de miedo ante Fernando ni ante
nadie. La hipótesis de la alteración posterior,
pues, es inverosímil.
Porque, por lo demás, no habría beneficiado
a nadie sino al propio almirante, de
momento que extrañamente y pudiéndolo
también hacer, nadie en cambio alteró las
partes correspondientes del contrato para menoscabar
los derechos que se le había concedido
al almirante.
Porque si la alteración se hizo durante el
viaje a espaldas del almirante o después de
la exitosa llegada de Colón el 15 de marzo de
1493 con oro y hombres de las Indias,
habría sido mucho más coherente con la
interminable lista de inescrupulosas acciones
que Isabel había llevado a cabo desde su matrimonio
para adelante, habría sido mucho
más coherente, insistimos, que ordenara alterar las prerrogativas que el contrato original
había concedido al almirante.
En cuanto a la segunda hipótesis, ¿qué
razones justificarían que Colón zarpara sin
un contrato firmado con la Corona de España?
¿Siete años esperando su hora y al final
zarpar sin un contrato que avalara su derecho
a buena parte de las riquezas que obtendría?
Pero, además, el financista judío español,
los también financistas comerciantes genoveses,
los dueños de las naves y los capitanes
de travesía, ¿habrían arriesgado tan grandes
fortunas sólo con la palabra de Colón, sin
contar con seguros documentos que dieran
seguridad jurídica a su inversión?
¿Y en qué y en quién confiaban a ciegas?
¿En la palabra de Isabel? ¿La de la política de
los hechos consumados y de la fragua inescrupulosa
de documentos? Todo ello es pues
también absolutamente inverosímil.
Aceptar esta hipótesis significa no conocer
nada de los hombres, no conocer nada de
los comerciantes, de los financistas, de los
armadores. Aceptar esa hipótesis significa
también desconocer la historia. Significa, lisa
y llanamente, engañarse y engañar con que
se puede tapar el sol con un dedo.
Significa endosar a los comerciantes y
financistas el romanticismo de los poetas y el
idealismo de los quijotes. Significa sustituir
la realidad por la fantasía. Representa, en síntesis,
reemplazar los deseos ingenuos y desinteresados
de los historiadores en equivocadísima
y absurda sustitución de los fríos,
inescrupulosos e interesados cálculos de los
financistas. Por todo esto es que, en realidad,
y casi sin haberla estudiado, por simple intuición,
los financistas saben más de historia
que muchos historiadores, pero éstos, no saben
más de finanzas que los financistas.
Por lo demás, en el supuesto negado de
que Colón hubiera zarpado sin contrato firmado,
aceptando un acuerdo verbal en el que
estaba en juego su humilde palabra contra la
de la poderosa reina y que los financistas,
de modo inusitado e inverosímil, se hubieran
avenido al riesgo, ¿qué habría impedido a la
poderosa reina alterar totalmente los alcances
del acuerdo verbal? ¿Acaso no se había manifestado
ya la reina inescrupulosa frente al
poderoso derecho canónico consentido, escrito
e impuesto desde el Vaticano?
¿Acaso la Corona no había puesto de manifiesto
vilezas de todo orden e inescrupulosidad
de todo género durante la guerra contra
los moros y la represión contra los judíos
pobres? ¿Acaso no había violado la reina flagrantemente
el tratado de delimitación del
espacio marítimo que había suscrito con
Portugal?
Si Isabel, deliberada y concientemente,
pudo alzarse altanera y victoriosa contra esos
inmensos poderes, cuánto más no hubieran
podido hacer, ella y sus mezquinos asesores,
contra un humilde mortal como Colón?
Todo parecería indicar, pues, que la tercera
hipótesis tiene más visos de verosimilitud
que cualquiera de las otras. Es decir, que,
en verdad, los acuerdos las tan famosas Capitulaciones
del 17 de abril de 1492 se habrían
redactado y suscrito después del primer
viaje de Colón, que, por consiguiente, se
habría realizado antes de esa fecha.
Esto es, contra lo que hasta el día de hoy
se proclama oficialmente, no habría sido el
primero el que se inició en el puerto de Palos
el 3 de agosto de 1492, sino, cuando menos,
ése habría sido el segundo. El o los anteriores
los habría realizado Colón cuando trabajaba
con su cuñado.
Pues bien, la orden que diera Colón a sus
navegantes, de viajar siempre hacia el oeste
por el paralelo 28°..., no es el único dato
digno de sospecha en el Diario de Colón, en
torno a posibles viajes suyos anteriores al del
descubrimiento.
A ese respecto hay otros tres datos indiciarios
que dan lugar a sospecha.
En primer lugar, como se sabe, el viaje
del descubrimiento se inició recién el sábado
8 de setiembre de 1492, cuando, a partir
de las islas Canarias, por orden del almirante
las tres carabelas empezaron a dirigirse hacia
el oeste al Güeste, dice Colón.
Pues bien, sorpresivamente, a partir del
día siguiente, el almirante empezó a mentirle
a la tripulación en relación con las distancias
que recorrían en cada jornada. El día 10, por
ejemplo, navegaron 60 leguas y les declaró
48; el 16 recorrieron 38 pero les anunció 36,
etc. En promedio, sin embargo, los engañó
poco: en algo menos del 20% de la distancia.
¿Cuál era el argumento explícito para el
engaño? Pues...
...porque si el viaje fuese largo no se espantase
y desmayase la gente,
declaró el almirante el día 9 de setiembre,
cuando empezó a engañarlos; y lo repite en el
diario el día 25.
¿Resulta coherente que frente a esa explicación
el engaño fuera de menos del 20%
respecto de la distancia recorrida? No, pero
será en función de otros dos datos uno que
revisaremos inmediatamente, y otro más adelante
que nuestra sospecha adquiera más
consistencia. Veamos.
Aunque durante mucho tiempo y en
muchos textos se nos ha dicho otra cosa, el
almirante en su diario recién registra protestas
de la tripulación el día 10 de octubre,
cuando expresa que la gente quejábase del
largo viaje. Dos días después avistaron
tierra. Esto es, a menos del 6% del tiempo de
recorrido, contando desde Canarias.
Es decir, todo parece indicar que el engaño
de Colón en torno a las distancias que
se recorrían estuvo bien medido. Todo parece
indicar que él pretendía que, para contento de
todos, pero sobre todo de la tripulación, ésta
encontrara tierra antes de lo ofrecido.
Veamos, no obstante, los otros indicios,
con los que puede adquirir más solvencia
nuestra hipótesis.
El segundo indicio pues, es que el 16 de
setiembre, cuando se habían alejado tanto como
300 leguas de isla de Hierro, la más suroccidental
de las islas Canarias, ante la presencia
de muchas yerbas en torno a las naves,
la tripulación creía que ya estaban cerca a
tierra firme. Cólón dijo sin embargo dicho
en primera persona: no porque...
la tierra firme hago más adelante.
Hago debemos entenderlo, con la mayor
condescendencia, como presumo, dado
que todavía debemos suponer que no significa
estoy seguro. No obstante, ¿a título de
qué Colón presumía que la tierra firme estaba
más adelante?
Las 300 leguas que habían recorrido era
bastante más del doble de la distancia que
normalmente se recorría entre las costas de
África y la más cercana de las islas Canarias,
distancia ésta que, según se nos ha dicho
siempre, era la que más de alejaban entonces
de la costa. Más del doble pues era ya una
distancia muy grande.
¿Qué le daba entonces al almirante la
seguridad de que faltaba bastante por recorrer? ¿Puede considerarse una simple casualidad
que según hoy sabemos efectivamente
en ese momento todavía faltaban 800
leguas por recorrer?
El tercer indicio, sin embargo, resulta el
más revelador. En efecto, durante el viaje, el
25 de setiembre de 1492, Colón nos entera de
la existencia de un mapa en el que dicho por
él en tercera persona:
...según parece, tenía pintadas el Almirante
ciertas islas por aquella mar.
Según se infiere del Diario de Colón, ese
mapa fue también constantemente revisado
durante la travesía por Martín Alonso Pinzón,
el capitán de la Pinta. A la luz del mapa,
tanto Pinzón como Colón creían estar ya en
aquella comarca en las proximidades de
esas islas.
¿Sigue siendo este dato un indicio o es ya
una buena prueba? Pues bien, días más tarde,
el 3 de octubre nuevamente hablando él en
tercera persona dice:
creía el Almirante que le quedaban atrás
las islas que traía pintadas en su carta.
Ya no es, pues según parece, tenía pintadas,
sino, definitivamente, traía pintadas.
Sin duda, el problema de la lengua usada
por [Colón], aún cuando harto debatido,
sigue planteando exigencias de un estudio
pormenorizado.
¿Supone eso sin embargo que un estudio
pormenorizado puede terminar diciéndonos
que cuando Colón dice traía pintadas quizo
decir probablemente traía pintadas?
Y por añadidura, ¿podría acaso un estudio
pormenorizado del lenguaje utilizado por
el almirante terminar probando que en
realidad no llevaba ni siquiera mapa alguno?
En cualquier caso, siendo que estos importantísimos
y muy reveladores datos los ha
proporcionado el propio almirante, ¿cómo
entender que la inmensa mayoría de los textos
más difundidos los hayan omitido y pasado
por alto? Nos asalta la idea de que en la
historiografía tradicional ¿quizá sólo involuntariamente?
se hubiera tejido una confabulación
implícita para seguir sacralizando
al almirante.
El hecho es que los tres indicios que hemos
presentado eliminan cualquier duda que
hubiéramos podido tener sobre eventuales
viajes anteriores de Colón.
Los márgenes de tolerancia que se dio y
le dio a la tripulación cuando la engañaba en
relación a las distancias recorridas en cada
jornada; la seguridad que tenía en torno a la
más probable ubicación de tierra firme; y el
manejo de cartas náuticas razonablemente
buenas para la época; nos permiten tener la
absoluta seguridad de que Colón había estado
antes en América.
Porque no podemos olvidar que estos tres
indicios deben sumarse a la analizada frase
del contrato de Colón con los reyes de España,
en la que se habla de todo lo que ha
descubierto en las Mares Océanas que, en el
contexto que venimos planteando, adquiera
aún mayor sentido.
Por lo demás, nunca ha sido bien explicado
cómo fue que Colón, los hermanos Pinzón
y quienes financiaron el costoso viaje convencieron
en Palos a la centena de humildes
y anónimos marineros que se hicieron a la
mar a tan temible, extraordinaria e incierta
aventura.
Muy difícilmente podrá hacérsenos creer
que fue sólo a cambio de una buena recompensa
material, y que fue sólo contra la palabra
del almirante.
Hoy, con toda la información que hemos
presentado, es más verosímil que se les hubiera
animado mostrándoseles información
precisa, o suficientemente convincente, la
misma que probablemente entonces habría
sido la siguiente: 1) ya he o hemos estado
antes allá, y muy bien lo saben los reyes; 2)
estos objetos x o y son de allá; 3) he aquí
los mapas de la ruta y las islas que avistaremos
en el camino; 4) la distancia máxima a
recorrer es 1 150 leguas a partir de Canarias;
5) el tiempo máximo de recorrido es 2535
días (quizá por eso las primeras protestas registradas
se pusieron de manifiesto recién el
día 32) pero Colón por su cuenta quizá también
sabía que el mínimo, como ocurrió en el
segundo viaje, podía ser de sólo 21 días,
40% menos que en el primero.
Estos, pues, no sólo habrían sido los argumentos
que convencieron a quienes se embarcaron,
sino que, por sobretodo, y para
nuestros efectos, son consistentes con los indicios
a los que hemos hecho referencia.
Pero hay otro elemento importante que
apunta a afianzar la hipótesis cada vez más
consistente de que Colón estuvo antes en América.
Insistentemente se ha repetido, en
efecto, que el principal objetivo del viaje era
encontrar una vía distinta a la ruta tradicional
de las especias.
De acuerdo a los estudios acumulados a
esa época Plinio (2379 dC ), Marco Polo
(12541324) y, entre otros Pablo Toscanelli
(13971482) , se pretendía pues, pasando por
Japón (Cipango), llegar a China (Catay).
Hasta antes del control del este del Mediterráneo
y del Asia Menor por los turcos
(1453), Europa había desarrollado un importante
intercambio comercial con el Lejano Oriente.
Ésta no era precisamente una tierra de
pueblos primitivos. Sino de pueblos que, además
de especias, exportaban a Europa
sedas y diversas manufacturas entre las que
destacaban artesanía en marfil, alfombras y
orfebrería en oro. Se trataba, pues, de naciones
tan desarrolladas como las europeas.
Colón sin embargo, y supuestamente
contra sus previsiones, desembarca por
primera vez en la isla de Guanahaní, en la
que desde las naves habían avistado gente
desnuda. No obstante, a los pocos minutos
del desembarco, dice el almirante, se juntó
allí mucha gente de la isla, y poco después
nadando llegaban hasta los botes de las
carabelas en que habían desembarcado los
europeos.
Es decir, según declara Colón, esos hombres
primitivos que andaban desnudos como
su madre los parió no manifestaron, en
ningún momento, el más mínimo miedo, ningún
asomo de temor y, menos todavía, pánico,
ante las casas flotantes que se les habían
aparecido.
No obstante, cínica y tercamente se nos
ha dicho siempre que esas mismas casas flotantes,
paradójicamente, y 40 años más tarde,
cuando llegaron las huestes de Pizarro,
habrían asombrado a los hombres de civilizaciones
mucho más desarrolladas como las de
la costa del Perú.
Pues bien, sólo después que esas gentes
desnudas se habían acercado con extraña y
sorprendente familiaridad, los descubridores
empezaron a darles:
bonetes colorados y unas cuentas de vidrio
(...) y otras cosas muchas de poco
valor (...) y cascabeles...
Surgen pues dos preguntas: ¿pensaba con
esas chucherías negociar Colón especias y
manufacturas con el Gran Kan de la China,
como con inaudita desfachatez sostienen
quienes lo ensalzan incondicionalmente, y
que caen en flagrante inconsistencia al decir
que las mismas le iban a permitir a Colón
cambiarlas por oro en el país de Kublai
Kan? Ridículo, ¿no es cierto?
Y, en segundo término, ¿no resulta extraño
y forzado por decir lo menos, que
junto con las banderas, el escribano de la armada
y sin duda las armas, los descubridores
desembarcaran con los bolsillos llenos
de esos pedacitos de vidrio, cascabeles
y muchas otras cosas de poco valor?
¿Qué experiencia tenían los descubridores
para conducirse de ese modo? ¿Quizá la
que habían adquirido explorando las costas
de África? Probablemente, mas nadie exhibe
ese argumento.
Mas sí conocemos que las costas de África
hasta ese momento no eran pródigas en
nada que ambicionaran los europeos por entonces,
salvo esclavos potenciales. ¿Por qué
entonces el almirante, antes de preguntar por
las especias que supuestamente había ido a
buscar, en la segunda jornada de su estadía en
América declara?:
estaba atento (...) de saber si había oro...
¿A título de qué suponía que podía
encontrarlo a flor de tierra o paseando la
mirada entre las gentes desnudas con las
que estaba alternando?
¿Sólo por la grandiosidad de su genio,
como desproporcionada y generosamente lo
califican quienes más lo elogian? ¿O quizá,
como también lo afirman, porque era uno de
los hombres más geniales e intuitivos de la
historia?
Así, premunido de esa supuesta genial
intuición, antes de indagar por las especias,
por China (Catay) o por el Gran Kan, decidió
ese mismo segundo día:
ir al sudoeste a buscar oro y piedras preciosas.
¿Por qué? Porque atento como estaba, ya
había descubierto que algunas de esas
gentes desnudas llevaban...
pedazuelos [de oro colgados en] la nariz.
Extraña y muy sospechosa intuición,
¿verdad? Como extraña y sospechosa es la
indolencia en la que han caído sistemáticamente
los panegiristas del almirante. ¿Significa
eso sin embargo que todos debemos
seguirnos tragando la piedra de molino?
Por lo demás, si como se sigue creyendo
el objetivo era buscar una nueva ruta para el
tráfico de las especias, ¿qué sentido tenía que
Colón en su primer viaje embarcara semillas
para sembrar, como lo confiesa el propio
almirante?
¿Pretendían Colón y los reyes de España
desarrollar acaso colonias agrícolas en China
y Japón? ¿O era aquello sólo una previsión
ante la eventualidad de naufragar en un territorio
desploblado?
Es pertinente, no obstante, retroceder un
tanto en el tiempo. A este propósito, bien vale
revisar el Gráfico Nº 5 que muestra la sucesión
de la exploración europea, pero sobre
todo portuguesa, de las costas del África.
Como puede verse en el gráfico en la
página siguiente, desde fines 1291 los portugueses
y españoles fueron familiarizándose
con las costas de África, en las proximidades
del archipiélago de las Canarias. Éste fue
descubierto en 1312. En 1460 ya estaban en
Sierra Leona. Y en 1486 habían estado en
Sudáfrica, enrrumbándose al Océano Índico
y ya en camino hacia Japón y China.
Hacia 1492, pues, unos y otros llevaban
nada menos que 180 años navegando hacia
las islas Canarias.
No obstante, y como se sabe, ya en 1479
se había firmado el tratado Alcaçovas-Toledo
que repartió el Atlántico, de las Canarias al
norte, para España, y hacia el sur, para Portugal
ver Gráfico Nº 7 en páginas más adelante.
Pues bien, allí, supuestamente al borde
del mundo conocido hasta entonces, Colón
estuvo entre 1476 y 1485, nueve largos años
navegando entre África y los archipiélagos
de Madera y Canarias. Casado en Portugal,
tuvo como cuñado al propietario de una flota
naviera que tenía una factoría en las proximidades
de la isla Madeira, es decir, a más de
500 kilómetros, mar adentro, de las costas
occidentales de África, frente a Marruecos.
Esto, de por sí, echa por tierra la falsa
tesis de que los marinos de la época navegaban
a vista de costa, y que sentían verdadero
pavor [de] perder los puntos de referencia
y de adentrarse en el mar.
Colón durante años trabajó como capitán
en los barcos de su cuñado. Quizá en esas circunstancias
fue que, en 1481, como parte de
la tripulación de una flota portuguesa, viajó a
Guinea en busca de oro, marfil y especias.
En sus múltiples travesías había observado
ramas de árboles desconocidos, raros
frutos tropicales y maderas labradas.... Y
muy probablemente quizá también maderos
con incrustaciones de piedras preciosas, oro
y plata.
Se dice, incluso, que encontró una carta
confeccionada por [un] piloto náufrago que
habría retornado al África después de haber
sido arrastrado por las tormentas a las costas
americanas.
Hoy se dice que ese náufrago se habría
llamado Alonso Sánchez de Huelva, nombre
que quizás no era sino la personificación de
otros viajeros desconocidos, pero que, eventualmente,
también habría podido encubrir,
entonces, a Colón mismo. Al fin y al
cabo, en nueve años en la zona, más de una
vez estuvo a expensas de los vientos alisios
que empujan de Canarias hacia las Bahamas
y el Caribe.
Sánchez de Huelva, Colón, eventualmente
ambos, y quienes fueran los demás
accidentales primeros viajeros porque habría
o habrían naufragado una o más naves y
sus respectivas tripulaciones, habrían llegado
pues a América sin proponérselo y, entonces,
sin la más mínima preparación, pero,
además, exhaustos, hambrientos y sedientos.
En tales circunstancias, su humildad frente
a los nativos debió ser probervial, ¿qué otra
cosa les quedaba? Sin agredir, no fueron
agredidos. Se tomaron tiempo para reponer
fuerzas y provisiones. Y volvieron a embarcarse
con la seguridad de que los mismos
vientos que habían llevado maderos, otros
objetos e incluso anteriores náufragos a sus
conocidos archipiélagos, los llevarían también
a ellos. Atrás dejaron gentes desnudas
con pedazuelos de oro colgados en la nariz, y
familiarizadas con las naves y con los inopinados
y pacíficos visitantes europeos.
¿No es razonable suponer que entre los
pobladores de las islas Canarias y Madeira
hubiera americanos supervivientes de naufragios
antiguos o recientes con los cuales
había podido tener contacto Colón, o a los
que éste había sido el más propenso a creer
sus historias? ¿Y no es también razonable
que esas historias adquirieran total certeza
para él después de su eventual propia experiencia?
¿No es lógico suponer insistimos que
las mismas mareas y los mismos vientos que
llevaron y trajeron a Colón, habrían movilizado
antes voluntaria o involuntariamente
, y en uno y otro sentido, a otros navegantes
europeos y americanos?
En el contexto de la historiografía tradicional,
se ha minimizado, y en muchísimos
textos obviado, un asunto tan relevante como
la presencia natural y cronológicamente regular
de corrientes circulares de vientos y
mareas en torno al centro del Atlántico, y que
nos permitimos esquematizar en el gráfico.
Para cuando Colón inicia sus travesías en
los archipiélagos cercanos al África, contaba
ya con 25 años, 15 de los cuales tenía como
navegante. Vasta experiencia pues contaba
cuando descubrió la presencia de los vientos
alisios. Pero no sólo él. También la habían
adquirido los navegantes portugueses y muy
probablemente incluso los corsarios de la
armada francesa que en una ocasión lo hicieron
naufragar frente al cabo San Vicente
(Portugal).
Pues bien, enfrescados en conceder valor
incuestionable a las declaraciones explícitas,
los historiadores tradicionales agigantan los
méritos y la incertidumbre del viaje, planteando
que en sus supuestos técnicos previos el
almirante había errado sus cálculos de distancia
nada menos que en 25% como afirma
M.L. Laviana al asumir como millas italianas
de 1 477 metros las que en realidad
eran millas árabes de 1 973 metros.
Sin embargo no se repara en que el almirante
en su Diario el 3 de agosto y el 9 de setiembre
declara que cada legua la está tratando
como si equivaliese a 4 millas, cuando en
realidad equivalía a 3, con lo que recuperaba
el 25% en el que dicen que erraba:
¡1973 x 3 = 1477 x 4!
El almirante ciertamente era más hábil
incluso de lo que sus mejores panegiristas
han dicho. Pero a quién trataba de engañar el
diestro almirante, ¿acaso a los despistados
historiadores de hoy? No.
Él sabía que tenía, como mínimo, dos
temibles enemigos: los hermanos Pinzón, duchos
navegantes como él, de un lado; y el rey
de Portugal y los navegantes portugueses, del
otro.
En efecto, Martín Alonso Pinzón lo
traicionó gravemente en dos ocasiones: cuando,
ya en América, fugó por su cuenta y riesgo
en la Pinta nada menos que 47 días,
temiendo el almirante que hubiera incluso
regresado adelantándosele a España, mas
volvieron a encontrarse accidentalmente en
aguas del Caribe.
Y cuando luego, cuatro días antes de
arribar a las islas Azores un mes antes de
llegar finalmente a Palos, volvió a desaparecerse
en medio de una tormenta para finalmente
llegar a España antes que el almirante
y, aprovechando de ello, intentar incluso entrevistarse
con los reyes de España a espaldas
del almirante.
¿Y por qué tenía que cuidarse del rey de
Portugal y de los navegantes portugueses?
Porque, recuérdese, ya antes de 1484 había
planteado el viaje al rey Juan II cuyos marinos,
antes que los españoles, ya dominaban
por entonces distancias tan grandes como las
que separan África del archipiélago de Cabo
Verde.
Por lo demás, será el propio almirante el
que nos informe, el 6 de setiembre de 1492,
que, al salir de las Canarias con rumbo al
Nuevo Mundo, andaban por allí tres carabelas
de Portugal para tomarlo ¿capturarlo,
espiarlo, seguirlo?; y que cinco días más
tarde, ya 150 leguas mar adentro, avistaron
una gran nave, de 120 toneladas, tan grande
como la mayor del almirante ¿siguiéndolos?
. El almirante, pues, tenía clara conciencia
de que los portuguerse le seguían los
pasos.
Colón entonces, lleno de razonables
cuidados y suspicacias dadas las seguridades
que él tenía entre manos, contaba con
sobradas razones para, desde mucho tiempo
atrás, haber entregado información hábilmente
distorsionada al rey de Portugal, a los
reyes de España, y, entre otros, a los hermanos
Pinzón, de modo tal que, quien o
quienes intentaran adelantérsele y traicionarlo,
enfrentaran graves peligros de extravío y
naufragio.
En definitiva, y contra la opinión más
difundida, nos parece más bien que casi no
quedan razones que sustenten la tesis de la
atrevida, riesgosísima y nunca bien ponderada
aventura del almirante.
¿Tienen importancia todas estas disquisiciones?
¿O se cree que están fundadas en un
intrascendente prurito colonfóbico? O, como
ya se ha dicho para otros analistas, ¿se cree
que nuestros juicios también están sustentadaos
en una actitud parcial y anticientífica,
multitud de pasiones, intransigencias y
vanidades nacionales?
Tal parece que en la gran mayoría de los
textos más difundidos de Historia no ha parecido
relevante enjuiciar si el primer viaje de
Colón fue efectivamente el primero o el segundo
o el tercero.
El asunto, por el contrario por lo menos
para nosotros, reviste singular importancia.
Si realmente era el primero como cree y
sigue creyendo la inmensa mayoría de las
personas, entonces todo lo que vino después
más descubrimientos, conquistas y enormes
riquezas no fue sino fruto del azar, de un paradójico
error, y al decir de los consejeros
espirituales de la reina una concesión divina:
justo, equitativo y saludable premio a la
denodada lucha de España contra los infieles
árabes tal y como lo razonó el Anónimo de
Yucay, un cronista de tiempos del virrey
Toledo.
Y toda la rapiña y los crímenes que se
cometieron en nombre de Dios con una mano
y del espíritu de aventura con la otra podrían entonces quedar exentos de mayores
cargos y objeciones.
Si, por el contrario, quedara claro que el
primer viaje fue en realidad el segundo o el
tercero, se derrumbarían en cadena muchísimos
mitos: aventura, audacia, valor, intrepidez,
afán descubridor, afán catequizador y
civilizador; pero también caerían los mitos de
Colón y la reina de España.
Pero, lo que es aún más trascendente, si el
llamado primer viaje fue en verdad el segundo,
las Capitulaciones de Santa Fe probarían
que para la conquista de América se
procedió con premeditación, alevosía y ventaja.
Probarían también que el primero y último
de los objetivos del descubrimiento era
la obtención de riquezas de ingentes riquezas
minerales de oro.
¿Por qué las Capitulaciones de Santa Fe
tal y como coherentemente hubiera correspondido
no concedieron a Colón, por ejemplo,
el monopolio del tráfico comercial en las
nuevas rutas que descubriera? ¿Por qué en el
contrato no se habla básicamente de actividades
comerciales, sino, fundamentalmente,
de todas las riquezas que hubiera en esas tierras:
perlas, piedras preciosas, oro, plata, y,
sólo después de todo ello, especiería....
Las pruebas indiciarias, pues, resultan abrumadoras:
Isabel y Fernando sabían qué
tenían entre manos cuando, expulsados por
fin los moros, libre y segura la ruta de retorno,
alentaron y autorizaron a Colón, a
marchas forzadas, para que se hiciera a la
mar con una flota de tres carabelas.
Últimamente, sin embargo, ha sido planteado
un verosímil objetivo complementario
de viaje. Como se sabe, el mismo día que se
embarcaría el almirante en su primer viaje,
vencía el plazo que Isabel y Fernando habían
dado a los judíos para salir de España.
En ese contexto, el investigador Simón
Wiesenthal célebre cazador de nazis, sostiene
que Colón embarcó a sus marineros a
las once de la noche del día anterior, pues la
mayoría de ellos eran judíos que, entre un
pobre destierro en el norte de África, y la
eventualidad de enriquecimiento en la aventura
con el almirante, habrían optado por esto
último.
Esta singular gestión del almirante apuntalaría
como varios autores sostienen la
hipótesis de la bien disimulada condición de
judío de Colón, cuyo cristianismo, en efecto,
está muy pobremente mostrado en su
Diario de viajes.
Esa misma hipótesis daría un poco más
de consistencia al hecho de que hubiera sido
precisamente un judío Santángel, como hemos
citado antes quien se ofreciera a asociarse
con el almirante en el proyecto. Bien
se sabe que los judíos comercian con todo el
mundo, pero, cuando de sociedades se trata,
son particularmente selectivos o, mejor, discriminatorios:
se asocian generalmente con
otros judíos.
Pero también apuntalaría la sospecha de
que, tras la supuesta nacionalidad genovesa
de algunos de los financiadores del viaje, se
escondía además su condición de judíos. En
tal virtud, Santángel y los otros en el caso
de que Colón no lo fuera, habrían presionado
al almirante a aceptar judíos como parte
de su tripulación.
Ello permitiría a los financistas lograr dos
objetivos: salvar del destierro a varios de sus
protegidos y conocidos, y obtener de éstos,
de primera mano, información que sería valiosísima
más tarde, en eventuales viajes que
pudieran organizarse a espaldas del almirante.
No resulta coherente, en cambio, la tesis
del propio Wiesenthal, de que Colón, en
complicidad con los Reyes Católicos, iría en
busca de un territorio remoto adonde desterrar
a los judíos, dado que, al momento de
levar anclas, el plazo de expulsión ya había
vencido.
El Diario de Colón tan poco leído, tan
poco estudiado y tan poco citado en la mayoría
de los textos masivos de Historia, contiene
muchísimas más palabras relacionadas
con riqueza material oro, joyas, tesoros y
con los poderes terrenales el rey y la reina
de España, que las relacionadas con especias,
seda, comercio con las Indias, y, por
supuesto, que las relacionadas con Dios y la
religión.
Los sicólogos y quizá también los siquiatras
tienen aún mucho que decir al
respecto; aún no lo han dicho. Y los juristas
también. Éstos conocen muy bien aquello de
a confesión de parte, relevo de pruebas.
Ahí están pues las confesiones de Colón
para desmentir la falsa y cobarde mentira según
la cual el padre Bartolomé de las Casas
y los que pensaban como él en su tiempo
habrían sido los que tejieron la leyenda negra
que injustificadamente satanizó las fechorías
de los conquistadores. El propio
Colón, entonces, no las Casas, habría inspirado
que se tejiera la leyenda negra.
Colón tenía por lo menos 31 años de
experiencia como navegante cuando obtuvo
autorización para zarpar a la Indias. Se
dice, sin embargo, que por un accidente de
navegación (mal tiempo), ya de vuelta de
su primer viaje, arribó primero a Lisboa, el
4 de marzo de 1493, informando allí de sus
hazañas al rey Juan II de Portugal.
La versión del mal tiempo resulta también
pobre y endeble, poco digna de ser tomada
en consideración. Es una versión endeble,
en primer lugar, dada la proclamada, conocida
y evidente pericia del navegante,
Pero, más aún, en segundo lugar, sabiéndose,
como se sabe, que a bordo de la otra nave
sobreviviente (porque la Santa María había
encallado en el Caribe), Martín Alonso Pinzón
siguió al norte rumbo a Galicia. ¿No
pudo acaso Colón hacer lo mismo? ¿Qué se
lo impidió? También a raíz de este episodio,
pueden tejerse una serie de interrogantes.
Recuérdese primero, sin embargo, que el
almirante, antes de presentar su proyecto a
los Reyes Católicos, lo había ofrecido al rey
de Portugal, al mismo Juan II, mas éste, en
1485, le había manifestado su negativa. No
obstante, conociéndose la sagacidad de Colón,
y conociendo que éste estaba perfectamente
al tanto de los enormes progresos de la
marina portuguesa en África, puede presumirse
que quizá presentó a Juan II un proyecto
distinto, técnicamente engañoso, ante la
comprensible desconfianza de que le sea robado
el proyecto.
Se sostiene, por ejemplo, que, traicionando
a Colón, por instigaciones del obispo
de Ceuta, Portugal envió una carabela que,
siguiendo supuestamente la ruta que había
indicado el almirante, regresó poco tiempo
después sin alcanzar ningún éxito.
Antes o después de ese episodio, en 1488
el almirante habría vuelto a plantearle a Juan
II su proyecto, recibiendo entonces una
nueva negativa. Entre tanto, habría enviado a
su hermano Bartolomé a ofrecer el proyecto
a Enrique VII, rey de Inglaterra, de quien
también se obtuvo respuesta denegatoria.
¿Se sabrá algún día, por ejemplo, por qué
Colón sin miedo de que a sus espaldas la
idea realmente le fuera robada por los portugueses
, insistió seis años con los reyes de
España que él además sabía que estaban
completamente enfrascados en la guerra contra
los moros, e insistió con tan poca vehemencia
con el rey de Portugal?
Bien podría ser, pues, que Colón, viniendo
de América, urdió lo del mal tiempo
para, revestido ahora de gloria y fama, entrevistarse
con Juan II con por lo menos tres
objetivos: refregar al rey con gran sutileza,
suponemos la debilidad y desconfianza que
eventualmente le habría mostrado años atrás;
renovar el pedido de apoyo a Portugal, previendo
la posibilidad de que fuera traicionado
en España (porque muy bien debía conocer
el almirante los devaneos de la reina y la
muy pobre fidelidad de su palabra); y además
para tener razones para chantajear a los Reyes
de España, con el eventual apoyo de Portugal,
en el hipotético caso de que aquéllos
intentaran dejarlo de lado.
Ninguna de esas hipótesis puede llamarnos
a extrañeza. Del almirante hoy puede decirse,
al cabo de muchas y nuevas investigaciones,
que era un personaje ambicioso,
sombrío, calculador, esclavista, capaz de negar
a sus compañeros de aventura el pan y la
gloria193.
Algunos textos sostienen que Colón ya
antes había chantajeado a los Reyes de España,
amenazándolos con dirigirse a Inglaterra
o Francia a proponer los proyectos
que la corte española le venía negando. Sin
embargo, por el contexto en que es presentada
esa información, parecería que el almirante
habría realizado tal amenaza después
del triunfo sobre los moros. Al enterarse de
este propósito, el rey cambió de actitud, temiendo
que otra nación obtuviera la gloria y
las riquezas....
No obstante, los autores de ese texto no se
han preguntado ¿en razón de qué el chantaje
surtió tanto efecto? ¿No sería, pues, que las
pruebas que había entregado Colón eran
realmente convincentes, y no vagas como
oficialmente se declaró? ¿Cómo sino cómo
entender que el rey temiese que otra nación
obtuviera la gloria y las riquezas...?
Ni se preguntan ¿por qué esperó Colón
seis años para esgrimir una amenaza que bien
pudo plantear y ejecutar varios años antes?
¿O es que Colón como también puede presumirse
estuvo más bien prisionero en La
Rábida, después que los reyes le [ordenaron]
permanecer a la espera, vinculado a la
corte?
Once días después de haber ingresado a
Lisboa, y al cabo de 32 semanas de viaje,
Colón estuvo de vuelta en el puerto de Palos,
el 15 de marzo de 1493.
Portugal como resulta lógico desprender
, no demoró un instante en reclamar que
España como en efecto ocurrió, había violado
flagrantemente el tratado Alcaçovas
Toledo, y la bula papal que lo refrendaba.
Mas en la fecha ya era Papa el español
Rodrigo Borgia: Alejandro VI. Los Reyes
Católicos, entonces, y una vez más sin escrúpulos
de ninguna clase, se apresuraron
a reclamar y obtener del Papa español los
documentos que permitirían neutralizar las
reclamaciones de Portugal.
Así, en un tiempo récord, el incondicional
y complaciente Alejandro VI promulgó
hasta cuatro bulas en favor de los intereses
de España. Sin duda la más importante fue la
Bula Inter Caetera (fechada el 4 de mayo),
que cambió radical y absolutamente los
alcances de la Bula Aeterni Regis.
Con los nuevos y espectaculares descubrimientos,
y de acuerdo a la Bula Aeterni
Regis, España habría quedado como un simple
testigo del enriquecimiento de Portugal.
El Gráfico Nº 7 es harto ilustrativo a ese respecto.
Este episodio de la historia, en el que
confluyen las historias de Portugal, España,
el Vaticano, y la historia de América, muestra
palmariamente cómo, de manera absolutamente
inescrupulosa, el poder hegemónico
en este caso la alianza EspañaVaticano no
duda un instante, en función de sus intereses,
en alterar las reglas de juego para acomodarlas
a su propio beneficio, importando un ápice
lo que ocurra con el resto de los protagonistas.
El resto de los países de Europa, pero
sobre todo Francia e Inglaterra, protestaron
por el reparto del mundo que unilateralmente
habían protagonizado, principalmente España
en complicidad con el Vaticano y Portugal.
Mas como éste había visto mellados
sus intereses con la Bula Inter Caetera, y
siendo que en la época era una potencia marítima,
presionó hasta negociar nuevamente
con España. Finalmente alcanzó a lograr, con
el Tratado de Tordesillas de 1494, que el
meridiano divisorio fuera desplazado 270 leguas
más hacia el oeste.
Ello le permitió, en América, obtener
gran parte del enorme territorio de Brasil, del
que después, en los hechos, se apoderaría totalmente,
violando a su vez los alcances del
propio Tratado de Tordesillas.
En la historia que de una u otra manera se
iniciaría en 1494 con el reparto del Nuevo
Mundo, jugarían un papel decisivo tanto la
riqueza de los territorios que habrían de ser
conquistados, como la tecnología de que se
disponía a esa época.
Brasil, con 8.5 millones de kilómetros
cuadrados, es más grande que todo el resto de
la América Meridional más el Caribe. En
apariencia, pues, Brasil habría podido dar a
Portugal una riqueza inmensamente más
grande que la que obtuvo España en los territorios
que conquistó.
Sin embargo, y para la tecnología de la
época, la mayor riqueza natural de Brasil era
la madera. Pero el desarrollo naval de aquellos
siglos no permitía trasladar masivamente
esa riqueza a Europa. La gran riqueza de la
Amazonía habría entonces de quedar en
Brasil que, de ese modo, no resultó saqueado.
No pudo ser saqueado.
Pequeños rincones de Perú y Bolivia, en
cambio, encerraban tesoros de proporciones
gigantescas: oro y plata. Éstos, con técnicas
milenariamente conocidas, no sólo eran fácilmente
extraídos de la tierra, sino fundidos
y convertidos en monedas que, ocupando
muy poco volumen aunque de gran peso,
encerraban un gigantesco valor. Y con el desarrollo
naval de la época sí podían ser masivamente
trasladados a Europa. Perú y Bolivia,
entonces, pero también México, fueron
saqueados. Pudieron ser saqueados.
Pues bien, para todos los historiadores ha
quedado meridianamente claro que Colón
zarpa en su primer viaje dejando atrás una
España sumida en total falencia económica,
como resultado de la costosísima guerra contra
los moros, pero también como consecuencia
del derroche irresponsable de la inmensa
mayoría de los miembros de la Corte y de los
allegados a ella.
Pero también es compartida la tesis de
que Colón y el resto de los navegantes viajaban
insuflados de desbordante ambición de
enriquecimiento personal.
El 13 de octubre, con apenas 24 horas en
tierras de América, el almirante se encargará
de demostrar, definitivamente, que no andaba
en busca de sedas, ni de alfombras, ni de artesanías
de marfil, ni de especias. Ese día anotará
en su diario, sin subterfugios de ninguna
índole:
...yo estaba atento y trataba de saber si
había oro, y ví que algunos de ellos
traían un pedazuelo colgado en un agujero
que tienen en la nariz, y por señas
pude entender que yendo al Sur (...) estaba
un rey que tenía grandes y muchísimos
vasos de oro...
¿A qué otro sino a Túpac Yupanqui, el
emperador que en esos momentos gobernaba
el Imperio Inka, podían referirse los nativos
de Guanahaní? ¿Puede haber alguna duda?
¡Cuán lejos y cuán pronto, pues, había
llegado a oídos de los conquistadores la que
habría de convertirse en la enfermiza leyenda
de El Dorado.
Hoy está categóricamente claro que los
comerciantes y navegantes chinchas, chimú y
tallanes de la costa del Perú, llegaban rutinaria
y constantemente a las costas de Panamá,
el resto de Centroamérica y México
llevando utensilios y joyas de oro y plata para
intercambiarlas con productos del trópico.
¡Cómo no habría de adquirir fama en toda
América Central y el Caribe tan grande despliegue
de riqueza!
Y de paso sea dicho, dado que nunca
aparece en los textos desde esos mismos
lugares y de la misma forma, los pueblos de
los Andes se enteraron, con décadas de anticipación
a su llegada a las costas del Perú, de
la existencia de los conquistadores europeos,
y de sus progresos en la conquista y control
de los territorios, de su insaciable voracidad
de oro, y de sus terribles armas, de todo.
El almirante, sin embargo, creería que ese
rey del Sur, era el rey de Cipango (Japón), de
donde, además, creía estar cerca. Más sigamos
con las confesiones del almirante, de ese
mismo día 13 de octubre.
Determiné esperar hasta mañana (...) para
ir al sudoeste a buscar oro y piedras
preciosas...
Estaba en lo cierto el almirante cuando,
líneas después, afirmaría:
Aquí nace el oro que traen colgado a la
nariz...
Mas como él obsesivamente andaba buscando
mucho más oro que eso, determinó
entonces:
...no perder más tiempo e ir a ver si encontraba
la isla de Cipango...
donde creía que encontraría a raudales el oro
que buscaba.
Entretanto, asistiendo atónito al hecho de
que uno de sus hombres recibía de los nativos
más de 12 kilos de algodón hilado a
cambio de una moneda de escaso valor,
comentó en su diario, como dirigiendo una
carta a los reyes de España:
Decidí que nadie volviera a hacer eso,
salvo que, habiendo gran cantidad, yo
mandara tomar todo para Vuestra Alteza...
Es decir, mientras que de algodón se
tratara, si había poco no había ni que tocarlo.
Pero si había mucho había que tomarlo, como
confiesa el almirante.
Ya de vuelta de su primer viaje, Colón
atraviesa toda España (causando sensación
por donde pasaba con sus indios, papagayos
y demás), para ir a Barcelona donde lo recibieron
los Reyes Católicos....
Con gran rapidez, entonces, se organizó
la siguiente expedición. La nueva flota estuvo
compuesta por 17 barcos y unos 1 500
hombres, incluyendo soldados, artesanos y
labradores, todos los cuales buscaban salir
rápidamente de pobres.
Pero también se embarcaron seis sacerdotes,
y algunos oficiales reales que seguramente
tenían la tarea de asegurar que, desde
el principio, se organizaran las cosas en el
nuevo mundo a imagen y semejanza de los
intereses de la Corona Colón, evidentemente,
no era garantía de ello.
Quizá (...) el objetivo, más que colonizar,
era asegurar la ocupación efectiva del
territorio, único título que se sabía válido en
la práctica [frente a la ambición del resto de
países europeos y] pese a la donación formal
[de los territorios que se descubriera, y que
había hecho el Papa español Rodrigo Borgia].
No obstante, debe recordarse que en esta
nutrida expedición también se embarcaron
extranjeros, como el navegante italiano Michel
de Cúneo.
Éste dejó vivo testimonio de la estruendosa
despedida que se dio en Canarias a los
navegantes, que, con fuegos artificiales, homenajearon
a la mujer que por entonces gobernaba
la isla con la que nuestro Señor Almirante
en otro tiempo había tenido amores.
De Cúneo relata algunos sucesos que bien
vale la pena reproducir:
En la isla Santa María Galante (...) once
hombres de los nuestros formaron una
banda y se internaron a robar... (pág. 25).
...apresamos doce mujeres, muy bellas
(...) entre quince y dieciséis años de edad...
(pág. 26).
...los caníbales nos lanzaron flechas.
Herimos a muchos de ellos. A uno que
dábamos por muerto, al ver que se echaba
a andar, lo pescamos con una lanza, lo
acercamos al borde de la nave y le cortamos
la cabeza con un hacha... (pág. 27).
...apresé a una caníbal bellísima y el
Señor Almirante me la regaló (...) me vinieron
deseos de solazarme con ella.
Cuando quise poner en ejecución mi
deseo ella se opuso y me atacó (...) tomé
una soga y la azoté tan bien que lanzó
gritos inauditos que no podríais creerlo...
(pág. 27).
...apresamos dos hombres, uno de los
cuales era cacique y nos regaló muchas
cosas. Cuando quiso retornar a tierra, el
Señor Almirante se lo impidió, exigiéndole
que le enseñara a descubrir nuevas
tierras, y que después le daría libertad...
(pág. 35).
La Corona Española, para afianzar la
conquista de los nuevos territorios, y para alentar
la migración de la mayor cantidad posible
de españoles pobres, había tomado adecuadas
precauciones. Según Michel de Cúneo:
habíamos traído de España toda clase
imaginable de semillas...
de melón, sandía, calabazas, rabanitos, cebollas,
lechugas, puerros, perejil, trigo, garbanzos
y habas (pág. 31).
Conociendo ya el almirante que en América
no había la carne a la que estaban
acostumbrados los europeos, trajo de
España los más necesarios cerdos, gallinas,
perros y gatos (pág. 31), todos los
cuales, según De Cúneo, se reproducían en
grado superlativo (pág. 31). Pero además,
las vacas, los caballos, las ovejas, y la
cabras, se comportan [como en Europa]
(pág. 32).
Las cifras mostradas anteriormente nos
permiten concluir que, tras el primer viaje
de Colón, se despertó, de manera fulminante,
una altísima fiebre de oro en toda España.
Porque mientras en el viaje anterior habían
hecho la travesía un promedio de 33 hombres
por nave, esta vez se habían embarcado un
promedio de 88 hombres en cada carabela.
Las naves, pues, habían viajado atiborradas
de hombres y de animales. Y las bodegas
repletas de semillas. ¿Ningún capitán se
alarmó por el exceso de peso, porque, como
es lógico entender, además había que llevar
alimentos y agua para todos, para los animales
y para los hombres?
¿Nadie se incomodó por la falta de camarotes
y por los ratones; nadie tuvo miedo
al escorbuto? ¿Es posible imaginar que en
sólo un año España hubiera construido muchas
naves y de más del doble de calado de
las que hicieron el primer viaje?
No, nada de eso. Ocurrió simplemente
que la fiebre del oro produjo alucinaciones de
riqueza en toda la península.
Y que con la impresionante flota los
Reyes Católicos mataban dos pájaros de un
tiro: por un lado, dando rienda suelta a los
aventureros, se abría una efectiva válvula de
escape a las tensiones sociales que vivía España
en medio de la pobreza en que había
quedado después de la guerra contra los moros;
y, que con la impresionante flota, Isabel
y Fernando esperaban recoger muchas más
riquezas que con sólo 3 carabelas.
Si la primera expedición había costado
el equivalente de 25 millones de dólares de
hoy, la segunda representó una inversión
equivalente a 2 125 millones de dólares (170
millones de maravedíes). Y no fue ninguna
casualidad que su cuidadosa preparación
fuera, en las ya nuevas circunstancias, encargada
por la reina a uno de los más cercanos
miembros de su Consejo: Juan Rodríguez de
Fonseca.
Con la llegada de estos navegantes a
América comienza la explotación económica,
meramente extractiva al principio: oro y
esclavos es lo único que interesa [sin embargo],
como el oro era escaso, y había que compensar
(...) los costos de la expedición, en
febrero de 1495 Colón envía a España 500
esclavos indígenas....
La reina como anota también la historiadora
española María Luisa Laviana se
encargó de cortar ese tráfico, ordenando el
regreso de los nativos a sus tierras. Mas no
debe creerse, como algunos autores ingenuamente
han afirmado en sus textos, que la reina
para esa drástica decisión reivindicó razones
espirituales y humanistas. De la boca
para fuera quizá lo hizo. Al fin y al cabo, era
experta en gestos demagógicos.
En el fondo, sin embargo, se trataba, más
bien, de que en España se sufría de una gran
pobreza ciertamente entre los pobres y
que, por consiguiente, cualquier nuevo contingente
de trabajadores más aún si eran
esclavos empobrecería todavía más a los españoles
pobres, haciendo aún más explosivas
las condiciones políticas y sociales. Ésa y no
otra fue la razón por la que prácticamente
nunca llegaron esclavos ni africanos ni americanos
a la España imperial.
Para el tercer viaje comandado por
Colón, iniciado en junio de 1496, se embarcaron
300 hombres en 6 naves.
Ateniéndonos a esas cifras, podríamos
pensar que cundió el desánimo entre candidatos
a tripulantes y entre los candidatos a
inversionistas, en razón de los aparentemente
poco convincentes resultados del segundo
viaje. Debe tenerse en cuenta, sin embargo,
que sólo acompañando a Colón ya habían navegado
antes más de veinte capitanes de travesía
y casi 1,700 hombres, poniéndose en
juego las fortunas de muchos inversionistas.
¿Ha registrado la historia cuántas naves
levaron anclas rumbo al Nuevo Mundo, al
margen de las flotas de Colón? ¿Acaso no es
sabido que por ejemplo lo hizo el español
Alonso de Ojeda, con Américo Vespucio y el
propio Juan de la Cosa (el que fuera propietario
de la Santa María), que se embarcaron
por su cuenta rumbo a América en 1499?
¿Y que casi simultáneamente se embarcó
también el español Pedro Alonso Niño, asociado
con los hermanos Cristóbal y Luis
Guerra? En el mismo año de 1499, además,
con cuatro carabelas, se había hecho nuevamente
a la mar Vicente Yáñez Pinzón, el que
fuera uno de los capitanes en el primer
viaje de Colón.
Apenas unas semanas después salió de
Sevilla Diego de Lepe. Otros viajes, siempre
al margen de las flotas de Colón, estuvieron
a cargo de Alonso Vélez de Mendoza (en
1500), Diego Rodríguez de Grajeda, también
en compañía de Cristóbal Guerra (en 1500-
1501), y nuevamente Juan de la Cosa, esta
vez en compañía de Rodrigo de Bastidas y de
Vasco Núñez de Balboa (en 15011502). Y
en 1502, con 2 500 personas a su mando,
Alonso de Ojeda hará su propio segundo
viaje.
¿Ha registrado la historia cuántas naves
portuguesas escoltaron sigilosa o abiertamente
a las naves del almirante? ¿Acaso no
se sabe que antes del siguiente viaje de Colón,
el portugués Pedro Álvarez Cabral llegó
a las costas de Brasil en abril del año 1500?
¿Y que Américo Vespucio también llegó a
Brasil en 1501?
Evidentemente, pues, no era que hubiera
disminuido el atractivo de la conquista. Por el
contrario, había aumentado. Y, coherentemente
con las ambiciones personales de los
aventureros e inversionistas, cada uno de
ellos prefería ser cabeza de ratón que cola de
león. Colón, por eso, ya no tenía la convocatoria
del primer ni del segundo viajes.
Por lo demás, y como ya se ha dicho, a la
Corona misma le convenía, por un lado, que
cada vez más y más gente saliera en busca
del porvenir que España no podía darle, y en
la que incomodaban en actitud mendicante;
también le interesaba que más gente fuera a
recoger riquezas para España.
Y, por último, de manera particularmente
sagaz, le interesaba multiplicar conquistadores
que, rivalizando con Colón, neutralizaran y
contrarrestaran los poderes de éste.
Ello le permitiría, en el momento oportuno,
deshacerse del costoso, ambicioso e
incómodo almirante. La traición de la reina
ya estaba incubándose.
Las cifras de los expedicionarios que se
hicieron a la mar en las primeras décadas de
la conquista, y que mostraremos más adelante,
no dejan lugar a dudas: la Corona estuvo
vívamente interesada en multiplicar los
viajes a América. Tanto para conseguir sus
objetivos inmediatos, entre otros, el de incrementar
las arcas fiscales del imperio en formación;
como para contrarrestar los descubrimientos
que había hecho Portugal en
África, de los que Isabel y Fernando tenían
perfecto conocimiento a través de sus espías
y diplomáticos.
También, y en cuanto fuera posible, había
que cerrar las puertas a Inglaterra, de la que
se sabía, por invariable información de los
espías de España, que había iniciado sus
primeros viajes trasatlánticos. A este respecto,
hoy se sabe que en 1497, un espía John
Day, informó desde Londres a la Corona de
España que Juan Caboto, navegante veneciano
al servicio de Enrique VII, acababa de
regresar a Londres desde las costas de Norteamérica
209.
En su tercer viaje, Colón, sin tener conciencia
de ello, llegó por primera vez a territorio
continental americano, a la desembocadura
del río Orinoco en el Atlántico: y creyó
haber llegado al Paraíso Terrenal.
Grandes indicios son éstos del Paraíso
Terrenal, porque el sitio es conforme a la
opinión de estos santos e sanos teólogos,
y asimismo las señales son muy conformes...
Y, como en el Paraíso Terrenal, Caín representado
en esta historia por Francisco de
Bobadilla, que, en paralelo con el viaje de
Colón, había sido enviado a América, en carácter
de comisionado, y con poderes extraordinarios
210, se encargaría de dar un golpe
furibundo al almirante: pretextándose los
motines y agitaciones existentes en el Nuevo
Mundo, Colón y sus hermanos Diego y Bartolomé
fueron apresados y, como esclavos,
fueron enviados encadenados a la península
en octubre de 1500.
Dos años más tarde, rehabilitado a medias
por los Reyes Católicos, sin ningún privilegio,
haría un nuevo y último viaje, con
cuatro naves y 140 hombres. En 1504 (el año
en que muere Isabel la Católica), estará otra
vez en España, falleciendo dos años después
en Valladolid.
Entre tanto, ya miles de hombres de la
península y de muchos otros rincones de Europa
habían sentado sus reales en América.
Todos los que partieron de España, sin embargo,
estaban sujetos a las leyes y al control
del Rey de España, y actuaban en función de
los intereses de Fernando que, recién, habría
de morir en 1516, para dejar el trono a su
nieto, un joven alemán de apenas 16 años.
En el interín, Balboa había descubierto el
Océano Pacífico (1513); Juan Ponce de
León, La Florida (1513); Juan Díaz de Solis,
el Río de la Plata (1516); Diego Velázquez de
Cuéllar (entre 1511 y 1514) conquistó Cuba
tras una serie de campañas particularmente
crueles. A estas fechas ya habían sido
puestos en producción una serie de lavaderos
de oro.
Durante el reinado imperial de Carlos V
se producirían, en cambio, y en función de
los intereses imperiales, las dos más importantes
y trascendentales conquistas: la de
México, entre 1519 y 1521; y la del Perú, a
partir de 1532.