MAX WEBER
(En Historia Económica General)
Es un error muy extendido el de pensar que entre las condiciones decisivas para
el desarrollo del capitalismo occidental figura el incremento de la población.
Frente a esta tesis ha sostenido Marx que cada época económica tiene sus propias
leyes demográficas, principio que si bien resulta inexacto, expresado de un modo
tan general, no deja de tener su justificación en este caso. El desarrollo de la
población occidental ha registrado sus más rápidos progresos desde principios
del siglo XVIII hasta fines del siglo XIX. En la misma época, China registró un
aumento de población, por lo menos, de igual intensidad, desde 60-70 a 400
millones (aun cuando haya que contar con las inevitables exageraciones),
incremento que aproximadamente corresponde al de Occidente.
A pesar de ello, el
desarrollo del capitalismo en China no fue sino de tipo regresivo. En efecto, el
aumento de población se operó en este país en el seno de otras clases sociales
distintas de las de nuestro medio. Dicho aumento convirtió a China en un país
donde pululaban los pequeños agricultores; en cambio, el incremento de una clase
que corresponda a nuestro proletariado sólo puede encontrarse en la utilización
de los coolies por el mercado exterior: kuli 55 es, en su origen, una expresión
india, y significa el vecino o compañero de linaje. El incremento de población
en Europa colaboró en términos generales al desarrollo del capitalismo, ya que
con un número menor de habitantes este no hubiera encontrado la mano de obra que
necesitaba; pero el aumento, como tal, no provocó las concentraciones obreras.
Tampoco puede admitirse la tesis de Sombart 56 según la cual la afluencia de
metales preciosos puede considerarse como único motivo originario del
capitalismo. Es evidente que, en determinadas situaciones, el incremento de la
aportación de metales preciosos puede dar lugar a que sobrevengan determinadas
revoluciones de precios (como desde 1530 se registraron en Europa) y en cuanto
cooperan con ello otras circunstancias favorables -por ejemplo una determinada
forma de organización del trabajo- su desarrollo sólo puede resultar acelerado
por el hecho de que se concentren en determinadas capas sociales grandes sumas
de disponibilidades en efectivo. El ejemplo de la India revela que una afluencia
de metales preciosos no es motivo suficiente para provocar por sí mismo el
capitalismo. En ese país, en la época del Imperio romano, penetró una enorme
cantidad de metales preciosos -25 millones de sestercios al año- a cambio de
mercancías indias. Semejante afluencia solo en pequeña escala provocó en la
India el capitalismo mercantil. La mayor parte de los metales preciosos fue
absorbida por la tesorería de los rajás, en lugar de ser acuñada y empleada para
la creación de empresas capitalistas racionales. Este hecho revela que lo
interesante es la estructura de la organización del trabajo de donde deriva esa
afluencia de metales preciosos. Los metales preciosos de América afluyeron,
luego del descubrimiento, en primer término a España; pero allí, paralelamente
con la importancia de metales preciosos, se registra ;una regresión del
desarrollo capitalista. Por un lado sobrevino el aplastamiento de la sublevación
de los comuneros y la destrucción de la política mercantil de la grandeza
española; por otro, el aprovechamiento de los metales preciosos para fines de
guerra. Así, la corriente de metales preciosos pasó por España casi sin tocarla,
fructificando, en cambio, países que ya desde el siglo XV se hallaban en trance
de transformar su constitución del trabajo, circunstancia que favoreció la
génesis del capitalismo. 57
Ni el aumento de población ni la aportación de metales preciosos provocaron, por
consiguiente, el capitalismo occidental. Las condiciones externas de su
desarrollo son más bien, por lo pronto, de carácter geográfico. En China y en la
India, dada la condición manifiestamente interior del tráfico en estos
territorios, halló considerables obstáculos el grupo de quienes se hallaban en
condiciones de beneficiarse con el comercio, y poseían la facilidad de
estructurar un sistema capitalista sobre negocios mercantiles, mientras que en
Occidente el carácter interior del mar Mediterráneo y la abundancia de
comunicaciones fluviales produjo un desarrollo a la inversa. Tampoco debemos,
sin embargo, exagerar esa circunstancia. La cultura de la Antigüedad es una
cultura manifiestamente costera. Gracias a la configuración del mar Mediterráneo
(en contraposición a los mares de China, sacudidos por los tifones) las
posibilidades de transporte fueron muy favorables, y, sin embargo, en la época
antigua no llegó a surgir el capitalismo. Aun en la Edad Moderna el desarrollo
capitalista fue, en Florencia, mucho más intensivo que en Génova o en Venecia.
En las ciudades industriales del interior fue donde nació el capitalismo, y no
en los grandes puertos mercantiles de Occidente. Luego resultó favorecido por
las necesidades de guerra, pero no como tales, sino por las propias de los
ejércitos occidentales, y, también, por las atenciones de tipo suntuario, con
las mismas restricciones. En muchos casos dio lugar más bien a formas
irracionales, como los pequeños ateliers de Francia, o las colonias forzosas de
trabajadores en algunas cortes principescas alemanas. Lo que en definitiva creó
el capitalismo fue la empresa duradera y racional, la contabilidad racional, la
técnica racional, el Derecho racional; a todo esto había de añadir la ideología
racional, la racionalización de la vida, la ética racional en la economía.
58
En los comienzos de toda ética y de las condiciones económicas que de ella
derivan aparece por doquier el tradicionalismo, la santidad de la tradición, la
dedicación de todos a las actividades y negocios heredados de sus abuelos. Este
criterio alcanza hasta la misma actualidad. Una generación atrás hubiera sido
inútil duplicar el salario a un obrero agrícola en Silesia -obligado a segar una
determinada extensión de terreno- con ánimo de incrementar su rendimiento:
simplemente hubiese reducido su prestación activa a la mitad, ya que con ello
podía ganar un jornal parecido al de ;antes. Esta ineptitud, esta aversión a
separarse de los rumbos tradicionales constituye un motivo general para el
mantenimiento de la tradición. El tradicionalismo primitivo puede experimentar,
sin embargo, una exacerbación sustancial por dos motivos. Por lo pronto ciertos
intereses materiales pueden cooperar al mantenimiento de la tradición: cuando,
por ejemplo, en China se intentó modificar determinadas formas de transporte o
poner en práctica ciertos procedimientos más racionales, se puso en peligro los
ingresos de determinados funcionarios; algo análogo ocurrió en la Edad Media, y
en la Moderna, al introducirse el ferrocarril. Estos intereses de los
funcionarios, señores territoriales, comerciantes, etc. han colaborado con el
tradicionalismo para impedir el fácil desarrollo de la racionalización. Todavía
es más intensa la influencia que ejerce la magia esterotipada del tráfico, la
profunda aversión a introducir modi-ficiaciones en el régimen de vida habitual,
por temor a provocar trastornos de carácter mágico. Por lo regular, tras de
estas consideraciones se esconde el afán de conservar prebendas, pero la premisa
de ello, sin embargo, es una creencia muy extendida en ciertos peligros de
carácter mágico. 59
Estos obstáculos tradicionales no resultan superados, sin más, por el afán de
lucro como tal. La creencia de que la actual época racionalista y capitalista
posee un estímulo lucrativo más fuerte que otras épocas es una idea infantil.
Los titulares del capitalismo moderno no están animados de un afán de lucro
superior al de un mercader de Oriente. El desenfrenado afán de lucro sólo ha
dado lugar a consecuencias económicas de carácter irracional: hombres como
Cortés y Pizarro, que son acaso sus representantes más genuinos, no han pensado,
ni de lejos, en la economía racional.
Si el afán de lucro es un sentimiento universal, se pregunta en qué
circunstancias resulta legítimo y susceptible de modelar, de tal modo que cree
estructuras racionales como son las empresas capitalistas.
Originariamente existen dos criterios distintos con respecto al lucro: en el
orden intrínseco, vínculos con la tradición, una relación piadosa con respecto a
los compañeros de tribu, de linaje o de comunidad doméstica, excluyendo todo
género de lucro dentro del círculo de quienes están unidos por esos vínculos: es
lo que llamamos moral de grupo. Por otro lado, absoluta eliminación de
obstáculos para el afán de lucro en sus relaciones con el exterior, criterio
conforme al cual toda persona extraña es, por lo pronto, un enemigo, frente al
cual no existen barreras éticas: esta es la moral respecto a los extraños. La
calculabilidad penetra en el seno de las asociaciones tradicionales,
descomponiendo las viejas relaciones de carácter piadoso. En cuanto dentro de
una comunidad familiar, todo se calcula, y ya no se vive en un régimen
estrictamente comunista, 60 cesa la piedad sencilla y desaparece toda limitación
del afán de lucro. Este aspecto del desarrollo se advierte, especialmente, en
Occidente. A su vez, el afán de ganancia se atenúa cuando el principio lucrativo
actúa sólo en el seno de la economía cerrada. El resultado es la economía
regularizada con un cierto campo de acción para el afán de lucro.
Concretamente, la evolución se desarrolla de distinto modo. En Babilonia y en
China, fuera de la estirpe, cuya actuación económica era comunista o
cooperativa, no existió ninguna limitación objetiva para el afán de lucro. A
pesar de ello, no se desarrolló en estos países el capitalismo al estilo
moderno. En la India las barreras que se oponen a las actividades lucrativas
sólo afectan a las dos capas superiores, los brahmanes y los radjputas. Todos
los individuos de estas dos castas tienen prohibido el ejercicio de determinadas
profesiones. El brahmán puede encargarse de vigilar las fermentaciones, porque
sólo él tiene las manos limpias; en cambio, sería degradado, como los rajputas,
si hiciera préstamos con interés. Este tipo de préstamos es permitido a la casta
de mercaderes, entre los cuales hallamos una falta de escrúpulos mercantiles
como no se encuentra en ningún otro lugar del mundo. La Antigüedad, finalmente,
sólo conocía limitaciones de interés que tenían carácter legal, estando
caracterizada la moral económica romana por el lema caveat emptor. A pesar de
ello, tampoco en este caso se desarrolló un capitalismo a la moderna.
Como resultado se produce el siguiente hecho característico: los gérmenes del
capitalismo moderno deben buscarse en un sector donde oficialmente dominó una
teoría económica hostil al capitalismo, distinta de la oriental y de la antigua.
La ética de la moral económica de la Iglesia se encuentra compendiada en la
idea, posiblemente tomada del arrianismo, que se tiene del mercader: homo
mercator vix aut numquan potest Deo placere, 61 puede negociar sin incurrir en
pecado, pero ni aun así será grato a Dios. Esta norma tuvo vigencia hasta el
siglo XV, y sólo a partir de entonces se intentó paulatinamente atenuarla en
Florencia, bajo la presión de las circunstancias económicas alteradas. La
aversión profunda de la época católica, y, más tarde de la luterana, con
respecto a todo estímulo capitalista, reposa esencialmente sobre el odio a lo
impersonal de las relaciones dentro de la economía capitalista. Esta
impersonalidad sustrae determinadas relaciones humanas a la influencia de la
Iglesia, y excluye la posibilidad de ser vigilada e inspirada éticamente por
ella. Las relaciones entre el señor y los esclavos podían éticamente regularse
de un modo directo. En cambio, son difíciles de moralizar las relaciones entre
el acreedor pignoraticio y la finca que responde por la hipoteca, o entre los
endosatarios de una letra de cambio, siendo por lo menos extraordinariamente
complicado, cuando no imposible, lograr esa mora-lización. 62 El resultado del
criterio eclesiástico a este respecto fue que la ética económica medieval
descansó sobre la norma del iustum pretium con exclusión del regateo en los
precios y de la libre competencia, garantizándose a todos la posibilidad de
vivir.
No coincidimos con W. Sombart
63 cuando señala a los judíos como responsables
del quebrantamiento de este conjunto de normas. La posición de los judíos
durante la Edad Media puede sociológicamente compararse con la de una casta
india: los judíos eran algo así como un pueblo de parias. Sin embargo, existe la
diferencia de que según los cánones de la religión india, la reglamentación en
castas tiene validez para toda la eternidad. Cada individuo puede lograr su
acceso al cielo, por vía de la reencarnación, conforme a un desarrollo que
depende de sus méritos; pero todo ello ocurre dentro del sistema de castas. Este
sistema es eterno, y quien quiere salir de su casta es repudiado y condenado a
los infiernos, a morar en las vísceras de un perro. Según el credo judío, por el
contrario, vendrá un día en que la ordenación de castas se invierta, en
comparación con la actualidad. Al presente los judíos están sellados como un
pueblo de parias, ya sea en castigo de los pecados de sus padres (según la
concepción de Isaías) o para la salvación del mundo (tal es la premisa de la
influencia de Jesús de Nazaret); esta situación sólo puede quedar eliminada
mediante una revolución social. En la Edad Media los judíos eran un pueblo al
margen; hallábanse fuera de la sociedad burguesa, y, por ejemplo, no podían ser
admitidos en ninguna federación municipal, porque no podían participar en la
comunión, ni pertenecer tampoco a la coniuriato. No eran el único grupo étnico
que se hallaba en estas condiciones.64 Fuera de ellos ocupaban una posición
análoga los cahorsinos, comerciantes cristianos que, como los judíos, operaban
con dinero, bajo la protección de los príncipes, pudiendo dedicarse a dicha
actividad mediante el pago de determinados tributos. Lo que distingue, sin
embargo, a los judíos, con toda claridad, de los pueblos admitidos dentro de la
comunión cristiana, era la imposibilidad que para ellos existía de sostener
commercium y conubium con los cristianos. A diferencia de los judíos -los cuales
temían que sus reglas alimenticias no fuesen observadas por quienes los
invitaban-, los cristianos no vacilaron en un principio en gozar de la
hospitalidad judía; ahora bien, desde las primeras explosiones del antisemitismo
medieval, los creyentes fueron prevenidos por los sínodos para que no se
comportaran indignamente ni se dejaran invitar por los judíos, quienes por su
parte rechazaban la hospitalidad de los cristianos. El conubium con los
cristianos resultó ya imposible desde Esdras y Nehemías. Un nuevo motivo de la
situación de parias de los judíos fue que, ciertamente, existió un artesanado
judío, así como también una clase judaica de caballeros, pero, en cambio, nunca
existieron agricultores judíos; en efecto, la dedicación a la agricultura
resultaba incompatible con los preceptos rituales. Fueron estos preceptos los
que constituyeron el centro de gravedad de la vida económica judía, e incitaron
a los semitas a dedicarse al comercio, en particular a las operaciones con
dinero.65 La piedad judaica premiaba el conocimiento de la ley, y el estudio
continuo de ésta se avenía muy bien al comercio con dinero. Añadíase a esto que,
a causa de la prohibición de usura, la Iglesia abominaba el tráfico con dinero,
pero este era indispensable, y los judíos podían practicarlo porque no
reconocían los cánones de la Iglesia. Finalmente, el judaísmo como mantenedor
del universal dualismo primitivo entre moral de grupo y moral respecto a los
extraños, pudo percibir interés de estos últimos, cosa que no hacían con los
hermanos de religión y con las personas afines. De este dualismo se derivó,
además, la tolerancia hacia negocios económicos irracionales, como el
arrendamiento de tributos y la financiación de negocios públicos de todas
clases. Los judíos lograron en estas operaciones, andando el tiempo, un
virtuosismo que les hizo adquirir gran fama y por el que fueron generalmente
envidiados. Pero este era un capitalismo de parias, no un capitalismo racional
como el que se produjo en Occidente. Por eso entre los creadores de la moderna
organización económica, entre los grandes empresarios, apenas si se encuentra un
judío. El tipo del gran empresario es cristiano y sólo puede imaginarse sobre el
terreno de la cristiandad. En cambio el fabricante judío es un fenómeno moderno.
Los judíos no pudieron tener parte alguna en la génesis del capitalismo
racional, puesto que se hallaban fuera de los gremios. Casi nunca pudieron
subsistir junto a éstos, ni siquiera allí donde, como en Polonia, disponían de
un numeroso proletariado, que hubiesen podido organizar como patrones de la
industria doméstica o como fabricantes. Por último, como enseña el Talmud, la
ética genuinamente judaica implica un tradicionalismo específico. El
aborrecimiento que el judío piadoso siente hacia todo género de innovaciones es
casi tan grande como el de los miembros de cualquier pueblo salvaje, unidos
entre sí por vínculos mágicos.
No obstante, el judaísmo tuvo también una importancia decisiva para el
capitalismo racional moderno; en cuanto legó al cristianismo su hostilidad hacia
la magia. Exceptuando el judaísmo y cristianismo, así como dos o tres sectas
orientales (una de ellas en el Japón), no existe religión alguna que tenga un
marcado carácter de hostilidad hacia la magia. Es verosímil que el origen de tal
animadversión sea que los israelitas la hallaron en Canaán, en la magia de Baal,
el dios de la agricultura, mientras que Jehová fue un Dios de los volcanes, de
los terremotos y de las epidemias. La enemistad entre el sacerdocio de ambas
religiones y el triunfo del clero judaico desterró la magia de la fecundidad
cultivada por los sacerdotes de Baal, y tachada de atea y disolvente. En cuanto
el judaísmo abrió el paso al cristianismo, imprimiéndole el carácter de una
religión por completo enemiga de la magia, prestó un gran servicio a la Historia
de la Economía. En efecto, el imperio de la magia fuera del ámbito del
cristianismo es uno de los más graves obstáculos opuestos a la racionalización
de la vida económica. La magia viene a estereotipar la técnica y la economía.
Cuando en China se quiso iniciar la construcción de ferrocarriles y fábricas
sobrevino el conflicto con la geomancia. Exigía ésta que al hacer las
instalaciones respetaran determinadas montañas, selvas y túmulos, porque de otro
modo se perturbaría la paz de los espíritus.66 El mismo
criterio tienen las castas de la India con respecto al capitalismo. Cualquier
técnica nueva empleada por los indios significa, por lo pronto, para ellos, la
pérdida de la casta, y el retorno a otra etapa nueva pero inferior. Como el
indio cree en la trasmigración de las almas, ello significa que así queda relegado en cuanto a
sus posibilidades de salvación, hasta la encarnación próxima. En vista de ello
difícilmente se ve atraído por esas innovaciones. A esto se añade que cada casta
contamina a las otras. Esto tiene, a su vez, como consecuencia que los obreros,
que no pueden darse mutuamente un vaso de agua, no pueden estar trabajando en el
mismo recinto de una fábrica. Sólo en la actualidad, después de un secular
período de ocupación por los ingleses, pudo eliminarse este obstáculo. Pero el
capitalismo no pudo surgir de un grupo económico que de este modo se halla
atenazado por la magia.
Quebrantar la fuerza de ésta e impregnar la vida con el racionalismo sólo ha
sido posible en todos los tiempos por un procedimiento: el de las grandes
profecías racionales. Sin embargo, no toda profecía destruye el conjuro de la
magia; es posible, no obstante, que un profeta, acreditado por el milagro y
otros medios, quebrante las normas sagradas y tradicionales. Las profecías han
roto el encanto mágico del mundo creando el fundamento para nuestra ciencia
moderna, para la técnica y el capitalismo. En China faltan semejantes profecías.
Cuando se encuentran, proceden del exterior, como ocurre con Lao-tsé y el
taoísmo; en cambio, la India conoce una religión redentora. Existían, sin
embargo, profecías ejemplares; el profeta típicamente indio, Buda por ejemplo,
vive ciertamente la vida que conduce a la redención, pero no se considera como
un enviado de Dios, sino como un ser que libremente desea su salvación. También
puede renunciarse a la salvación, ya que no todos pueden, después de la muerte,
penetrar en el nirvana, y sólo los filósofos en sentido estricto son capaces,
por la aversión que este mundo les causa, de desaparecer de la vida en un acto
de estoica decisión. La consecuencia fue que la profecía de la India sólo tuvo
importancia directa para las clases intelectuales. Sus elementos integrantes
fueron habitantes de las selvas y monjes menesterosos. Para la masa, la
iniciación de una secta budista significó algo completamente distinto:
concretamente, la posibilidad del culto a los santos. Este culto existió para
unos santos tenidos por milagrosos, a los cuales se alimentaba bien, para que
dieran en cambio garantía de una mejor reencarnación o concedieran riquezas,
larga vida y cosas semejantes, es decir, bienes de este mundo. Así el budismo,
en su forma pura, quedó limitado a una tenue capa monacal. El profano no
encontró ninguna instrucción ética conforme a la cual pudiese orientar su vida;
el budismo poseía ciertamente un decálogo, pero, a diferencia del judío, no
contenía normas obligatorias, sino sólo recomendaciones. El acto más importante
fue y siguió siendo el sustento físico de los monjes. Una religiosidad de este
tipo nunca podía estar en condiciones de eliminar la magia, sino de sustituirla,
a lo sumo, por otra.
En contraste con la religión ascética redentora de la India y su falta de
eficacia sobre las masas, se hallan el judaísmo y el cristianismo, que desde el
principio fueron religiones de plebeyos, y siguieron siéndolo, a través de los
tiempos, por propia voluntad. La lucha de la Iglesia antigua contra los
gnósticos no fue otra cosa sino la lucha contra la aristocracia de los
intelectuales, tal como la conocen todas las religiones asiáticas, para impedir
que se apoderasen de la dirección de la Iglesia. Esta lucha fue decisiva para el
efecto de masas del cristianismo y a la vez para que la magia fuera desterrada
en lo posible del corazón de las masas. Ciertamente, no fue posible superarla
del todo hasta fechas muy cercanas a nosotros; pero fue relegada hasta la
cohibición de algo antidivino y diabólico. El germen de esta posición opuesta a
la magia lo encontramos ya en la ética del judaísmo primitivo. Guarda ciertos
puntos de contacto con la ideología recogida en las colecciones de sentencias de
los llamados textos proféticos de los egipcios. Pero las más razonables
prescripciones de la época egipcia resultaban vanas cuando se consideraba
suficiente colocar un escarabajo en la región cordial del muerto para que este
pudiera engañar fácilmente al juez de los difuntos, pasando por alto los pecados
cometidos, y hallando así más fácil acceso al paraíso. La ética judía no conoce
semejantes subterfugios sofísticos, y lo mismo ocurre con el cristianismo. La
comunión ha sublimado la magia hasta la categoría de sacramento, pero no ha
procurado a sus creyentes ciertos medios y recursos que les permitan soslayar el
juicio final, como ocurre con la religión egipcia. Si se quiere estudiar en
resumen la influencia de una religión sobre la vida, precisa distinguir entre su
teoría oficial y aquel tipo de conducta efectiva que, en realidad, y acaso
contra su voluntad propia, otorga premios en este mundo o en el otro; también
conviene distinguir, además, entre el virtuosismo religioso de los selectos y el
de las masas. El virtuosismo religioso sólo tiene un valor ejemplar para la vida
cotidiana; sus exigencias representan un desiderátum pero no son decisivas para
la ética de cada día. La relación de ambas es distinta según las diferentes
religiones. Dentro del catolicismo ambas se asocian de un modo peculiar, cuando
las normas del virtuosismo religioso aparecen como consilia evangelica junto a
los deberes del profano. El cristiano perfecto, propiamente dicho, es el monje;
no se puede exigir, sin embargo, obras como las suyas a todo el mundo, aunque
algunas de sus virtudes, en forma atenuada, constituyen el espejo para la vida
de cada día. La ventaja de esta vinculación fue que la ética no pudo ser
desgarrada a la manera como lo fue en el budismo. No obstante, la distinción
entre ética monacal y ética de masas significó que los individuos de más elevada
calidad religiosa se apartaran del mundo para formar una comunidad especial.
El cristianismo no constituye un caso aislado por lo que respecta a este
fenómeno, sino que el fenómeno es frecuente en la historia de las religiones, y
ello permite medir la importancia extraordinaria del ascetismo. Significa éste
la práctica de un determinado régimen de vida metódica. Conforme esta acepción,
la ascesis ha ejercido siempre su influencia. El ejemplo del Tibet revela las
extraordinarias realizaciones de que es capaz un régimen de vida metódico y
ascético. El país parece condenado por la naturaleza a ser eternamente
desértico; pero una comunidad de ascetas sin familia ha realizado las colosales
construcciones de Lhassa, empapando el país, en el aspecto religioso, con las
teorías del budismo. Un fenómeno análogo se advierte en la Edad Media
occidental: el monje es el primer hombre de su tiempo que vive racionalmente, y
que con método y medios racionales persigue un fin, situado en el más allá. Para
él sólo existe el toque de campana; sólo para él están divididas las horas del
día destinadas a la oración. La economía de las comunidades monacales era
economía racional. Los monjes suministraban en parte sus funcionarios a la alta
Edad Media; el poderío del Dux de Venecia cayó por tierra cuando la Guerra de
las Investiduras le privó de la posibilidad de utilizar a los clérigos para las
empresas transmarinas. Ahora bien, este régimen racional de vida quedó relegado
al círculo monacal. El movimiento franciscano intentó extender la institución de
los terciarios, haciéndola penetrar entre la gente laica. Pero frente a este
intento se alzaba el instituto de la confesión. Con ayuda de esta arma la
Iglesia domesticó a la Europa medieval. Más para los hombres de la Edad Media
ello significaba posibilidad de descargarse por medio de la confesión, a costa
de ciertas penitencias, sacudiéndose la conciencia de la culpa y el sentimiento
del pecado que habían sido provocados por los preceptos éticos de la Iglesia. La
unidad y severidad de la vida metódica quedó, de este modo, quebrantada en la
realidad. Como conocedora de hombres, la Iglesia no contó con el hecho de que
cada individuo es una personalidad moral perfectamente hermética, sino que
admitió como cosa firme que, a pesar de la admonición confesional y de la severa
penitencia, caería de nuevo en el pecado; es decir, que su gracia tuvo que
derramarse por igual sobre los justos y sobre los injustos.
La Reforma rompió definitivamente con este sistema. La supresión de los
consilia
evangelica por la reforma luterana significó la ruina de la doblez ética, de la
distinción entre una moral que obliga a todos y otra de índole particular y
ventajosa. Con ello cesó también el ascetismo ultraterreno. Las naturalezas
rígidamente religiosas que hasta entonces se habían refugiado en el claustro
tuvieron que laborar, en lo sucesivo, dentro mismo del mundo. El protestantismo,
con sus denominaciones ascéticas, logró crear la ética sacerdotal adecuada para
esta ascesis mundanal. No se exige el celibato sacerdotal; el matrimonio es sólo
una institución que tiene por objeto la procreación racional. No se recomienda
la pobreza, pero la adquisición de riquezas no debe inducir a un goce puramente
animal. Es, por tanto, muy exacto Sebastián Franck cuando resume el sentido de
la Reforma con estas palabras: “Tú crees que has escapado al claustro: pero
desde ahora serás monje durante toda tu vida.” En los países clásicos de la
religiosidad ascético-protestante se puede advertir la extensión adquirida por
este sello ascético, hasta la actualidad. Especialmente se reconoce este
carácter en la significación de los grupos confesionales religiosos en América.
Aunque el Estado y la Iglesia están separados, no ha existido, hasta hace varios
lustros, ningún banquero, ningún médico, a quien al instalarse o al entablar
relaciones no se le haya preguntado a qué comunidad religiosa pertenece. Según
el tono de su contestación, podían ser buenas o malas sus posibilidades de
prosperar. En efecto, la admisión en las sectas sólo se llevaba a cabo después
de examinada la conducta moral del interesado. La pertenencia a una secta que no
conocía la distinción judía entre moral de grupo y moral exterior, garantizaba
la honorabilidad y la honestidad profesional, y éstas, a su vez, el éxito en la
vida. De aquí el principio según el cual “la honestidad es la mejor política”,
de aquí también que los cuáqueros, los baptistas y los metodistas repitan sin
descanso la norma de experiencia según la cual Dios bendice a los suyos: “Los
ateos no fían unos de otros, en sus asuntos; se dirigen a nosotros cuando
quieren hacer negocio; la piedad es el camino más seguro para alcanzar la
riqueza”. Esto no es can’t (“no hagas tal cosa”), en modo alguno, sino una
confluencia de la religiosidad con ciertos resultados que, en su origen, eran
desconocidos para ella y que no figuraban entre sus propósitos inmediatos.
Ciertamente, el logro de la riqueza debida a la piedad conducía a un dilema,
semejante a aquel en que cayeron siempre los monasterios medievales, cuando el
gremio religioso produjo la riqueza, ésta la decadencia monástica, y ésta, a su
vez, la necesidad de su restauración. El calvinismo trató de sustraerse a ;dicha
dificultad mediante la idea de que el hombre es sólo administrador de los bienes
que Dios le ha otorgado; censuraba el goce, pero no admitía la evasión del
mundo, sino que consideraba como misión religiosa de cada individuo la
colaboración en el dominio racional del Universo. De este criterio deriva
nuestra actual palabra “profesión” (en el sentido de “vocación”), que sólo
conocen los idiomas influidos por la traducción protestante de la Biblia.67
expresa ese término la valoración de la actividad lucrativa capitalista, basada
en fundamentos racionales, como realización de un objetivo fijado por Dios. En
último término esta era también la razón de la pugna existente entre puritanos y Estuardos. Ambos eran de orientación capitalista; pero sintomáticamente para el
puritano el judío era cifra y compendio de todo lo aborrecible, porque
participaba en todos los negocios irracionales e ilegales, como la usura de
guerra, el arrendamiento de contribuciones, la compra de cargos, etc., como
hacían también los favoritos cortesanos.68
Esta caracterización del concepto profesional suministró, por lo pronto, al
empresario moderno una experiencia excepcionalmente buena, y, además, obreros
solícitos para el trabajo, cuando el patrono prometió a la clase obrera, como
premio por su “dedicación ascética” a la profesión y por su aquiescencia a la
valoración de estas energías por el capitalismo, la bienaventuranza eterna,
promesa que en época en que la disciplina eclesiástica absorbía la vida entera
en un grado para nosotros inconcebible, poseía una realidad distinta de la
actual. También la Iglesia católica y la luterana han conocido y practicado la
disciplina eclesiástica. Ahora bien en las comunidades ascéticas protestantes,
la admisión a la comunión se hacía depender de un alto nivel ético; este, a su
vez, se identificaba con la honorabilidad en los negocios, mientras que nadie
preguntaba por el contenido de la fe. Una institución tan poderosa e
inconscientemente refinada para la formación de los capitalistas no ha existido
en ninguna otra iglesia o religión, y en comparación con ello carece de
importancia todo cuanto hizo el Renacimiento en pro del capitalismo. Sus
artistas se ocuparon de problemas técnicos y fueron experimentadores de primera
magnitud. Del arte de la minería el experimento fue recogido por la ciencia.
Como concepción del Universo, el Renacimiento determinó ampliamente la política
de los príncipes, pero el alma de los hombres no quedó transformada tanto como
por las innovaciones de la Reforma. Casi todos los grandes descubrimientos
científicos del siglo XVI y de los comienzos del XVII han crecido sobre el suelo
del catolicismo: Copérnico era católico, y en cambio Lutero y Melanchton se
mantuvieron hostiles a sus descubrimientos. En conjunto, el progreso científico
y el protestantismo no pueden identificarse, sin más. La Iglesia católica ha
cohibido en ocasiones el progreso científico; pero también las sectas ascéticas
del protestantismo han tenido poco interés por la ciencia pura. Una de las
realizaciones específicas del protestantismo consiste en haber puesto la ciencia
al servicio de la técnica y de la economía.69
La raíz religiosa del hombre económico moderno ha muerto. Hoy el concepto
profesional aparece como un caput mortuum en el mundo. La religiosidad ascética
quedó suplantada por una concepción pesimista, pero nada ascética, como es la
representada por la Fábula de las abejas de Mandeville, según la cual los vicios
individuales pueden ser, en circunstancias, ventajosos para la colectividad. Al
desaparecer hasta los últimos vestigios del tremendo pathos religioso primitivo
de las sectas, el optimismo de la Aufklärung, que creía en la armonía de los
intereses, ha trasladado la herencia del ascetismo protestante al sector de la
economía. Es ese optimismo el que inspiró a los príncipes, estadistas y
escritores de las postrimerías del siglo XVIII y de los comienzos del XIX. La
ética económica nació del ideal ascético, pero ahora ha sido despojada de su
sentido religioso. Fue posible que la clase trabajadora se conformara con su
suerte mientras pudo prometérsele la bienaventuranza eterna. Pero una vez
desaparecida la posibilidad de este consuelo, tenían que revelarse todos los
contrastes advertidos en una sociedad que, como la nuestra, se halla en pleno
crecimiento. Con ello se alcanza el fin del protocapitalismo y se inicia la era
de hierro en el siglo XIX. REFERENCIAS
55 G. Oppert, “The original inhabitants of India”, Londres, 1893, p. 131 op. cit.
en art. Kuli en el “Handworterbuch”, VI
56 Der moderne Kapitalismus, I, pp. 557 ss.
57 Cf. M. Bonn (supra, p. 264 nota 31).
58 Cf. M. Weber, “Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie”, I pp. 30 ss.
59 Cf. para China: Chen Huan-Chang, “The economic principles of Confusius and
his school”, Nueva York, 1911
60 Cf. supra, pp. 109 y 197.
61 Dist. LXXXIII, c. 11 del Decreto según “Ps. Chrysosthomus, super Matthaeum.
62 Cf. Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie. I, p. 544.
63 W. Sombart, Die Juden und das Wirtschaftsleben, Munich y Leipzig, 1911
64 Cf. p. 174 y 191
65 Cf. p. 174.
66 Cuando los mandarines se dieron cuenta de las posibilidades de ganancia que
se les ofrecían, estas dificultades fueron fáciles de superar: hoy son los
principales accionistas de los ferrocarriles. A la larga no existe ninguna
convicción ético-religiosa capaz de detener al capitalismo, pero el hecho de que
sea capaz de derribar todas las barreras mágicas, no demuestra que haya podido
surgir en un ámbito donde la magia desempeñaba tan importante papel.
67 Cf. M. Weber Gesammelte Aufsätze sur Religionssoziologie. I, pp. 63 ss., 98
ss., 163 ss., 207 ss.
68 “En conjunto y con las inevitables reservas, esa contradicción puede
formularse de tal modo que el capitalismo judío aparece como un capitalismo
paria, especulador, y el puritano como una organización burguesa del trabajo”,
M. Weber, Ges. Aufsätze zur Religionssoziologie, I, pp. 181 s., nota 2.
69 Cf. también E. Troeltsch, “Die Sociallehren der christlichen Kirchen und
Gruppen”, 2 vols., Tubinga, 1912 (reimpresión, 1919). Entre los adversarios de
la referida tesis de Max Weber acerca de la importancia del calvinismo citaremos
a L. Brentano, Die Anfange des modernen Kapitalismus, Munich, 1916, pp. 117 ss.
y G. Brodnitz, Englische Wirtschaftsgeschichte, I, pp. 282 ss.