Los procesos racionales en las cuestiones sociales



Herbert A. Simon

Naturaleza y Límites de la Razón Humana, Fondo de Cultura Económica, México, 1989. pp. 97-137. Con omisiones

¿Por que se habla de la toma de decisiones sociales? ¿No es suficiente con hablar de la toma de decisión individual? En todo caso, ¿por qué necesitamos de la toma de decisiones sociales? Actualmente en todas partes del planeta existe la ilusión libertaria de que los individuos son cierta clase de mónadas leibnizianas (cierra clase de esferas poco sólidas), cada uno con una función de utilidad firmemente independiente e interactuando con sus congéneres sólo a través del conocimiento que tiene de los precios de mercado. No es así. No somos mónadas, entre muchas otras razones, porque nuestros valores, las alternativas de acción de las que estamos conscientes, nuestra comprensión de la clase de consecuencias que pueden surgir de nuestras acciones -todo este conocimiento, todas estas preferencias-, se derivan de la interacción con nuestro medio social. Parte de nuestros valores y nuestro conocimiento fue succionado junto con el alimento del seno materno; otra parte fue tomada, a menudo en una forma bastante acrítica, de nuestro medio social. Otra quizá fue adquirida por medio de la reacción contra ese medio, pero con toda seguridad una parte menor se desarrolló en completa independencia de éste.

En un modelo de variación casual independiente, ¿cuál es la probabilidad estadística de que alrededor de 1970 varios millones de estudiantes norteamericanos debieran considerarse radicales y que diez años después una mayoría comparable debió decidir que la mitad del camino es la mejor parte por andar? Como atestiguan éste y otros innumerables fenómenos, las creencias y valores son sumamente contagiosas de una a otra persona. Un inventario de las creencias de los incluso más auto-conscientemente racionales entre nosotros mostraría que la mayor parte de esas creencias obtienen credibilidad no a partir de la experiencia directa y el experimento, sino de su aceptación por medio de fuentes creíbles y “legítimas” de la sociedad.

En nuestra sociedad, y en la mayoría de sociedades modernas, los mercados en los que la gente intercambia bienes por dinero juegan un papel muy importante. Pero los mercados no operan en un vacío social, forman parte de una estructura más amplia de instituciones sociales. Y operan con muchas superficialidades, es decir, muchas consecuencias de las acciones emprendidas en economías de mercado no son completamente incorporadas en los precios de mercado. Ejemplos típicos son el humo que sale de la chimenea y va a dar a los ojos del vecino, o el sonido contaminante que pasa a través de la reja, proveniente del aparato estereofónico del vecino. En toda sociedad y particularmente en la urbana, muchas de las maneras e que nuestras acciones afectan la vida y valores de otras personas no pueden reconciliarse fácilmente mediante el ajuste de los precios de mercado.

Lo mismo que las superficialidades negativas no son penalizadas adecuadamente por los mercados de laissez -faire, así la producción de bienes públicos no es convenientemente recompensada. En la sociedad no pagamos por muchas de las cosas que disfrutamos. En Pittsburgh, cada mañana recibo algunos bienes públicos (muy estimados por mí) cuando me encamino al trabajo. Obtengo estos bienes a partir del hecho de que mis vecinos conservan sus prados frescos y bien podados, y de que tienen plantados hermosos arbustos y flores. Hace un año, cuando a lo largo de mi ruta cotidiana los propietarios de algún predio desocupado empezaron a construir algunos edificios de condominios bastantes feos, mis ingresos libres, mis bienes públicos, fueron disminuidos en esa medida. Pero esa disminución no se reflejó en los precios de mercado de esos condominios: los nuevos propietarios no tuvieron que recompensarme por mi pérdida, del modo en que no tengo que pagar por contemplar las flores de mis vecinos. Como resultado, se construyeron más edificios feos de los que harían si estos efectos indirectos hicieran impacto sobre quienes toman decisiones, y los jardines son más modestos que los que serían óptimos si se tomara en cuenta el placer de los espectadores.

Las superficialidades, positivas o negativas, son urdidas a través de la fábrica completa de la sociedad. Son determinantes importantes de las recompensas que reciben los individuos, viciando con esto el argumento libertario básico de que el Estado no tiene derecho a interferir en estas recompensas. ¿Qué determina la pobreza o la opulencia? ¿Qué información respecto a un recién nacido predecirá mejor el nivel de comodidad que alcanzará de adultos? En primer lugar, la década en que ocurrió su nacimiento; en segundo, su lugar de origen; en tercero, la condición de su familia. Por alguna teoría razonable de la causalidad, estas circunstancias explican ampliamente por qué muchos, en la Norteamérica o la Suecia del siglo XX, son ricos y por qué la mayoría de la gente en China o en la India son pobres. Nacimos en el tiempo y el lugar buenos o malos, en el seno de familias que pudieron o no otorgarnos una ventaja inicial en la competencia.

Incluso si aceptáramos el argumento de que los productos atribuibles totalmente al esfuerzo individual no son violados, tal argumento sitúa poco de los ingresos del mundo más allá del alcance legítimo de la tributación o el control. Si a pesar de esto pensamos que el Estado debe ejercer gran restricción en la distribución de recompensas, debe ser porque la perspectiva de la redistribución puede debilitar la motivación que la gente tiene para producir, no porque la redistribución sea éticamente “injusta.”

Así es bueno hablar de aproximarse lo más posible a ese estado de monadismo que llamamos individualismo, pero en el mejor de los casos la aproximación será en realidad bastante imperfecta. Toda nuestra conducta tiene lugar dentro de un intrincado medio de instituciones, y tiene incontables efectos sobre otras personas. Las estructuras de mercado no son ningún substituto para la red total de interacciones sociales, tampoco justifican las políticas libertarias

Las instituciones sociales, y en particular las instituciones políticas, tienen hoy en día mala prensa. Describimos a estas últimas de manera especialmente estereotipada. Nos referimos a ellas como burocracias y damos por sentado que operarán ineficazmente. Pero hay otra forma de considerar a las instituciones. Tal como se discutió en los dos primeros capítulos, estamos totalmente limitados en cuanto al cálculo cabal de nuestras acciones y cuán racionales podemos ser en un mundo complicado. Las instituciones nos proporcionan un medio establece que ofrece por lo menos un mínimo de racionalidad posible. Por ejemplo, con cada seguridad podemos esperar que si caminamos dos cuadras en cierta dirección, encontraremos una tienda de abarrotes y que mañana la tienda seguirá ahí. Dependemos de esta estabilidad de nuestro medio institucional y de muchas otras menos superficiales para estar en posibilidades de efectuar cálculos razonables y estables en cuanto a las consecuencias de nuestra conducta.

De esta manera, nuestro medio institucional, lo mismo que el natural, nos rodea con un patrón de acontecimientos confiable y perceptible. No tenemos que comprender los mecanismos causales implícitos que producen estos eventos, ni los sucesos mismos en absoluto detalle, sino sólo su patrón cuando interfiere en nuestra vida, nuestras necesidades y deseos. Lo que es estable y predecible en nuestro medio, social y natural, nos permite salir adelante, dentro de los límites establecidos por nuestro conocimiento y nuestras habilidades computativas.

Los Límites de la Racionalidad Institucional.

En este capítulo quiero tratar sobre las instituciones pero no con objeto de hacer de ellas simples héroes. Al contrario, también me gustaría indicar algunas formas en que los límites de nuestra racionalidad individual -nuestra capacidad individual para calcular vías eficaces de acción- originan problemas al diseño y operación de nuestras instituciones sociales. El énfasis estará sobre la forma en que los límites de nuestra capacidad para calcular y conducirnos razonablemente imponen límites similares sobre la capacidad de nuestras instituciones.

Límites de la atención

El primer problema de la conducta social, que surge de los límites psicológicos humanos, es que nuestras instituciones políticas, particularmente cuando se enfrentan a los “grandes” problemas, deben resolverlos en una forma sucesiva, individualmente (o, cuando más, unos pocos a la vez). Desafortunadamente, toda la serie de problemas públicos a que hay que enfrentarse no puede estar en la agenda de manera simultánea. La razón es que cuando las cuestiones son importantes y controvertibles (si son importantes, por lo regular también son controvertibles), tienen que establecerse mediante procedimientos democráticos que requieren de la formación de mayorías en los cuerpos legislativos o el electorado en su conjunto. Consecuentemente, los electores o los legisladores deben atender simultáneamente, por periodos, más o menos la misma cosa. Por supuesto, los comités de una legislatura pueden operar en una forma paralela, pero en diversos puntos del tiempo el cuerpo entero debe pasar cierto tiempo alcanzando un consenso sobre las cuestiones importantes.

La dificultad de concentrar la atención en varias cuestiones a la vez, produce por lo menos dos fenómenos que, aunque existen uno al lado del otro, a primera vista parecen un poco contradictorios. El primero de ellos es la caprichosa cualidad del comportamiento de las instituciones políticas. A fines de la década de 1960-1969, los problemas ambientales eran caprichosos. Por capricho no quiero dar a entender nada malo, sino simplemente que gran parte de la atención política disponible se concentraba en estas cosas. Durante ese lapso era posible obtener la aprobación legislativas para muchas clases de reglamentos concebidos para proteger y mejorar la calidad del medio.

Entonces, en 1973, con la primera conmoción petrolera, súbitamente nos dimos cuenta de que no podíamos tener la energía que quisiéramos usar, o por lo menos que tendríamos que pagar un precio muy alto por ella. De repente nos convertimos en una sociedad consciente de la energía, obsesionada por su escasez y, particularmente, por la escasez de petróleo. Al tratar de hacer frente a esta nueva crisis, estuvimos (y todavía estamos) en serio peligro de descuidar nuestra preocupación por proteger el medio. En el contexto de nuestra instituciones políticas, parece difícil recordar que una sociedad puede tener más de un problema urgente a la vez.

Otro ejemplo sería el excesivo interés, de hace aproximadamente unos seis años, en la inflación; pronto orientamos todas nuestras políticas económicas hacia la reducción de las presiones inflacionarias. Mientras concentramos la atención en la inflación, olvidamos que las economías también debían ser productivas, emplear a la gente en trabajos provechosos de modo que ganaran dinero y adquirieran el sustento. Al tomar firmes medidas para hacer frente a la inflación, dejamos que el desempleo creciera hasta niveles que no se conocían desde los tiempos de la Gran Depresión y dejamos inutilizada una parte significativa de nuestros recursos productivos. ¿Qué sucedió? El desempleo empezó a competir con la inflación para ganar la atención del público, pero con la posibilidad real de que el problema del empleo pudiera resolverse, dejando que la segunda ganara un nuevo impulso. Parece que es muy difícil en nuestra sociedad mantener fija la atención simultáneamente en dos problemas de esta clase, incluso problemas tan íntimamente ligados que cualquier medida que tomemos para enfrentarnos a uno de ellos casi seguramente afectará al otro.

En nuestra sociedad, algunas personas son menos susceptibles que la mayoría a los caprichos que acabo de describir; padecen de una aberración diferente. Son personas cuyos intereses políticos esencialmente se limitan a una sola cuestión, ya sea el aborto o la prevención de éste, el control armamentista o la libertad para el libre uso de armas de fuego, las oraciones en la escuela o la anulación de cualquier coacción religiosa. Tales personas reaccionan a cualquier cosa que se encuentre en la agenda política, primeramente en términos de lo que afecta a su cuestión preferida. Su voto a favor de candidatos para algún cargo es determinado por sus posiciones en la única cuestión que los obsesiona.

M.D. Cohn, J.G. March y J.P. Olsen han desarrollado un interesante modelo de este fenómeno, al que le han concedido el nada elegante título de “Modelo de Bote de Basura de Elección Organizativa”, Su idea sostiene que en cualquier sociedad u organización hay cuestiones permanentes y personas permanentemente ligadas a estas cuestiones. Cuando se presenta algún asunto particular para decidir sobre él, estas candentes cuestiones permanentes descienden y se imponen al debate. La organización nunca decide cuál es el propósito de decidir. La interrogante formal de la comisión del programa de estudios consiste en saber si, para cierto grupo de estudiantes, sería mejor ordenar el curso X o el Y. Lo que en realidad se discute es cómo afectaría al número de docentes en los departamentos AB.

Tanto el capricho político como la política sobre una cuestión provienen de la misma causa fundamental: la incapacidad de la gente para reflexionar sobre muchas cosas al mismo tiempo. Como consecuencia, las instituciones políticas, que se supone deben enfrentarse a toda una serie de problemas en la sociedad, en ocasiones tienen grandes dificultades en concederles una atención balanceada.

Felizmente, cierta característica del mundo, mencionada en el primer capítulo, ha atenuado esta dificultad: el hecho de que no todo se conecte íntimamente con lo demás. Los ejemplos escogidos, relativos a las dificultades que se derivan del grado de atención limitada de las personas, lo fueron para enfatizar la dificultad. La energía y el ambiente se encuentran mucho más estrechamente vinculados que la mayoría de problemas pares elegidos al azar. Mucho de lo que podría hacerse para resolver un problema de energía, podría originar o intensificar problemas ambientales. Así, por ejemplo, si se incineran grandes cantidades de combustibles fósiles, la temperatura promedio de la Tierra puede aumentar debido al efecto del dióxido de carbono, y esto sería peligroso porque, como todos sabemos, la Tierra se encuentra exactamente en la temperatura correcta, o por lo menos los artefactos e instituciones humanas están generalmente adaptados a las temperaturas que ahora prevalecen. El ejemplo de inflación-desempleo ilustra el mismo punto. No se puede enfrentar satisfactoriamente un miembro de la pareja sin tomar en cuenta el otro.

Pero la red de interconexiones no es densa. Además, los problemas particulares repetitivos, o que pueden preverse, sí pueden manejarse de manera paralela; es decir, una vez que se deciden políticas que se aplicarán y se acuerdan los procedimientos para llevarlas a cabo, podemos fundar organizaciones paralelas para cumplir con los procedimientos. El cuerpo de bomberos puede recorrer su estridente ruta, llamando sólo periódicamente la atención del consejo municipal, y desempeñar sus funciones al tiempo que la policía arresta ladrones y que el departamento de obras públicas repara el pavimento. Lo mismo que los latidos del corazón de un individuo ocurren con regularidad sin que nadie les preste atención (a menos que se apresure el ritmo), así las necesidades rutinarias de una sociedad pueden manejarse paralelamente. Pero la adaptación a lo nuevo e inesperado requiere concentrar la atención en ello.

Incluso cuestiones que en otros aspectos son independientes, pueden volverse interdependientes cuando efectúan demandas sobre los mismo escasos recursos. ¿Cómo se relaciona la seguridad militar con el bienestar social? Por el hecho de que si se gasta el dinero en una de estas cosas, no habrá para gastarlo en la otra. Por esta razón, el proceso presupuestario gubernamental a menudo se convierte en foco de interdependencia de las diferentes necesidades, anhelos y metas de las sociedad.

Valores múltiples

Otro problema que se deriva de la racionalidad limitada de los seres humanos individuales, reside en el hecho de que nuestras instituciones políticas y sociales no cuentan con ninguna vía fácil o mágica para tratar los valores múltiples, como los representados por la metas incompatibles que he discutido. No tenemos fórmulas automáticas, ni cantidades por computar, que nos revelen con exactitud cuánto énfasis debemos poner en el esfuerzo por mejorar el ambiente y cuánto en satisfacer nuestras necesidades de energía. Asimismo, no contamos con ninguna vía mágica para tratar el problema de los intereses incompatibles; problemas en el que uno puede sopesar estos valores de manera diferente.

La dificultad de resumen en el célebre teorema del bienestar social de Kenneth Arrow, que demuestra bajo suposiciones bastante razonables con respecto a las condiciones que una función de bienestar social debe satisfacer, que tal función no puede existir. Entre las suposiciones razonables implícitas en el teorema de Arrow se encuentra el postulado que expresa que a diferentes personas debe permitírseles sopesar sus valores de maneras diferentes; que no queremos forzar a la gente a que tenga la misma clase de valores. Si aceptamos suposiciones como ésta, descubrimos que en realidad no sabemos cómo comparar los valores entre las personas. De este modo, bajo ciertas suposiciones verosímiles acerca de la diversidad que deseamos permitir en las elecciones que hacemos los humanos, somos incapaces de definir una función del bienestar social que resolvería él problema del conflicto de intereses.

Incertidumbre

Una tercera dificultad que las organizaciones sociales heredan de las limitaciones cognoscitivas de sus miembros es la dificultad de tratar los problemas de incertidumbre. A ninguno de nosotros nos agradan las guerras. De hecho, en el día y época presentes las consideramos como particularmente desagradables, más de lo que jamás hayan sido en la historia de la humanidad. Pero al mismo tiempo, no tenemos una idea clara en cuanto a si las diversas acciones que podríamos emprender harán que la guerra ocurra con mayor o menor probabilidad ¿Asumir una actitud dura (o suave) con la URSS aumentará o disminuirá la probabilidad de esta hecatombe? Muchos de nosotros tenemos opiniones sobre esta cuestión, pero pocos atribuimos gran certeza a nuestras opiniones. A lo largo de nuestra sociedad en su conjunto, certidumbres como las hay respecto a esta y cuestiones similares, son incompatibles; es por esto que tenemos grandes dificultades en ponernos de acuerdo sobre la vía de acción que hay que seguir.

Incluso en el caso de incertidumbre moderada, el esfuerzo por alcanzar “óptimas” vías de acción parece casi sin esperanzas. Cuando existen conflictos en los valores, como sucede casi siempre, no es claro incluso cómo debe definirse el término “óptimo”. Pero no todo está perdido. Reconciliar puntos de vista alternativos y estimaciones diferentes de los valores se torna un poco más fácil si adoptamos un punto de vista satisfactorio: si buscamos soluciones lo suficientemente buenas en lugar de insistir en que sólo las mejores habrán de tener resultado. Quizá sea posible -y a menudo lo es- encontrar vías de acción que toleren casi todos los integrantes de una sociedad, y que incluso agraden a muchos, siempre que no seamos perfeccionistas y no exijamos lo óptimo.

Muchos de los problemas originados por la incertidumbre son capturados por el juego del “dilema del prisionero”. Dos personas han sido arrestadas por la policía y acusadas de grave crimen. Sin confesiones, las pruebas son adecuadas sólo para condenarlas por cargos menores, en cuyo caso ambas sólo recibirán un castigo moderado. La policía hace saber a cada prisionero que en caso de confesar recibirá un castigo aún más ligero, pero que tratará a su cómplice “con todo el rigor de la ley”; mientras que si los dos confiesan, cada uno será castigado con toda severidad, pero mucho menos que lo sería el Prisionero A si sólo confesara el B. ¿Cuál es la vía de acción racional para los dos prisioneros?

El Prisionero A se percata de que si confiesa, él (A) será castigado con mucha menos severidad si también confiesa. Pero si B no lo hace, también aligerará su propio castigo (a expensas de B) al confesar. Así, bajo una u otra circunstancia, para A resulta racional confesar. Por el mismo razonamiento lo resulta para B. Pero si ambos confiesan, se encuentran en una situación mucho peor de lo que estarían si ninguno hubiera confesado.

La analogía que tiene el “dilema del prisionero” con un retraimiento nuclear es escalofriantemente estrecha. ¿Cómo logramos que parezca racional a los participantes el que actúen con reserva, en lugar de lanzar la primera acometida? Pero el dilema no sólo aparece en esta forma extrema, surge en muchas situaciones bilaterales en las que hay pugna de intereses; por ejemplo, en las negociaciones laborales, donde casi siempre es mejor para ambas partes prevenir una acometida que precipitarla. Sin embargo puede ser difícil estabilizar el sistema en el estado de abstenerse de acometer.

Incluso el supuesto de que el juego no sólo debe jugarse una vez, sino en repetidas ocasiones, no remedia mucho las cosas. Sigue siendo “ventajoso” -por lo menos para muchas de las definiciones de racionalidad - emprender una acción agresiva contra el oponente antes de que éste la emprenda contra uno. Sin embargo, algunos estudios empíricos de humanos realizando repetidos juegos del “dilema del prisionero”, y series secuencias computadas de juegos simulados entre jugadores utilizando diversas estrategias, muestran un cuadro menos desolador. Los jugadores con frecuencia adoptan estrategias relativamente benignas y por lo general son razonablemente bien recompensados por hacerlo. En contiendas entre diferentes estrategias de computadora, la estrategia de golpe por golpe funciona particularmente bien. Esta estrategia exige que la acción benigna sea emprendida hasta que acometa el oponente; interrumpiendo enseguida durante un asalto la acción agresiva para luego, tan pronto como el oponente retroceda a la acción benigna, actuar de la misma manera.

Roy Radner ha mostrado formalmente que si la meta no es la de perfeccionar sino simplemente la de alcanzar un satisfactorio nivel de rendimiento, puede ser racional la estrategia del golpe por golpe. Su resultado proporciona una posible explicación a la frecuencia propensión que tenemos los humanos a aplicar esta estrategia. No obstante, el paradigma básico del “dilema del prisionero” nos muestra lo frágil que son los mecanismos de racionalidad al hacer a la incertidumbre, en especial respecto a las acciones de otro grupo donde hay un conflicto de intereses parcial.

El fortalecimiento de la racionalidad institucional.

Las limitaciones institucionales recién discutidas son bastante básicas, ya que están arraigadas en los límites de la racionalidad individual. No obstante, algunas disposiciones institucionales son más adecuadas que otras para responder de manera racional a los problemas de elección social. Las organizaciones pueden ser creadas para tratar con el carácter recíproco de las decisiones. Las estructuras de mercado pueden reducir la necesidad que los actores tiene de información comprensiva. Los procedimientos del adversario pueden proporcionar cierta protección contra la negación o la ignorancia de hechos y valores relevantes. Hay cierto número de maneras conocidas en las que pueden utilizarse estos y otros mecanismos con objeto de fortalecer el papel de la razón en la elección social. Me gustaría comentar brevemente algunas de ellas.

Las organizaciones y los mercados

En primer lugar, los requerimientos rutinarios y repetitivos de una sociedad son manejados en forma paralela al crear grupos y organizaciones especializadas, cada uno de los cuales trata una serie de cuestiones en tanto que los otros abordan las restantes. Si no fuera tan obvio, podríamos calificar a esto como “teorema fundamental de la teoría de organización.”

En segundo término, a través de una extensa serie de cuestiones, podemos usar los mercados y la fijación de precios para limitar la cantidad de información que cada persona debe tener respecto a las decisiones que va a tomar. Cuando voy al supermercado local, puedo decidir lo que voy a comprar y lo que voy a comer sin tener un conocimiento amplio acerca de la composición de las hojuelas de trigo u otros productos, o cuáles son los problemas a que se enfrenta el fabricante. Sólo necesito saber el precio al que me ofrece estos productos. Por esta razón, en las sociedades modernas, los mercados y los precios han probado ser mecanismos extremadamente poderosos para ayudar a cada uno de nosotros a tomar decisiones sin tener que saber muchos detalles acerca de otras personas posiblemente implicadas. Toda la información pertinente se resume en el precio que tenemos que pagar a fin de efectuar la transacción.

Para los mercados, éste es un argumento muy diferente del relativo al perfeccionamiento y que uno encuentra en ciertos libros economía. Bajo suposiciones muy estrictas, incluyendo la de la competencia perfecta lo mismo que de la racionalidad perfecta, se puede mostrar que los mercados conducen a un óptimo de Pareto, es decir, a un equilibrio tal que no puede incrementarse simultáneamente el bienestar de todos; para que alguien ganen más, otros deben perder. El óptimo de Pareto no es único; puede haber muchos óptimos como éste, diferentes subgrupos de participantes favorecidos por soluciones diferentes. Sin embargo, los óptimos no son de mi incumbencia en este momento. Presento el argumento más básico y general, establecido hace muchos años por Hayek, que revela que, aun sin las suposiciones de la competencia y la racionalidad perfectas, los mercados proporcionan una manera de restringir lo que necesitamos saber acerca de los asuntos de los demás a fin de obrar por cuenta propia. El mecanismo de mercado puede proporcionar una forma de llegar a disposiciones tolerables en la sociedad, incluso si el estado óptimo se encuentra fuera de alcance.

De esta manera, el mercado puede considerarse como uno de los mecanismos que permiten a los seres humanos que cuentan con información y capacidad computativa limitadas el opera más o menos con inteligencia. Hoy en día observamos el interesante espectáculo de las naciones socialistas abordando algunos de sus problemas referentes a la planeación y administración mediante una introducción más amplia de la fijación de precios y mecanismos de mercado. Tratan de disociar la cuestión de los mercados de la posición pública contra la privada, a fin de utilizar los precios como instrumento principal para la asignación de recursos. Sin duda, cuando hablamos de tales usos del mecanismo de los precios, debemos tener en mente que las exterioridades anteriormente discutidas rara vez se encuentran ausentes. Los mercados sólo pueden ser utilizados en conjunción con otros métodos de control social y toma de decisiones; no proporcionan un mecanismo independiente para la elección social.

Podríamos ser más ingeniosos de lo que actualmente somos al emplear de manera eficaz los mecanismos de los precios en donde se presenten las exterioridades. Los economistas han hecho muchas sugerencias en estos términos, aplicando, por ejemplo, sanciones por arrojar humo, pena que, al margen, estaría en proporción con el daño y molestia que origina el humo. No obstante, aun si extendiéramos tales procedimientos hasta sus límites prácticos, quedarían muchas exterioridades de mercado, ya sean negativas o bienes públicos. Algunas, por ejemplo las que tienen consecuencias importantes para la salud o la seguridad pública, estarían sujetas, como hasta ahora, a limitaciones o regulaciones directas.

Procedimientos adversos

Los procedimientos adversos son otra forma de fortalecer la racionalidad. Supongo que podemos calificar con este término a muchos de los procesos legislativos, especialmente a las audiencias y debates. Pero utilizamos el proceso opuesto en la forma más extensa en nuestro sistema judicial, en donde el criterio para la racionalidad es uno de los más interesantes. El criterio básico de la justicia, que seguramente aspira a satisfacer antes que a perfeccionar, es que se sigan procedimientos específicos. El supuesto implícito es que si se siguen estos procedimientos, entonces, a la larga y en cierto sentido, las decisiones alcanzadas serán tolerables, o incluso deseables. De aquí que en las instituciones legales nos inclinemos a evaluar los resultados no tan directamente como en función de la rectitud procesal.

Los procedimientos opuestos son como los mercados en el hecho de que reducen la información que deben tener los participantes a fin de conducirse racionalmente. De este modo, proporcionan un mecanismo sumamente útil a los sistemas en los cuales la información es ampliamente distribuida y donde los diversos componentes del sistema tienen metas diferentes. Se supone que cada participante de un procedimiento opuesto entiende completamente sus propios intereses y las consideraciones objetivas que se relacionan con ellos. No necesita entender los intereses o situaciones de los otros participantes. Cada uno aboga por su propia causa, y al hacerlo contribuye al fondo común de conocimiento y comprensión.

A fin de que los procedimientos opuestos funcionen bien, el derecho a convertirse en parte de cualquier proceso debe definirse con la suficiente amplitud, de modo que todos aquellos que sean afectados de manera significativa por la decisión, tengan oportunidad de contribuir con sus pruebas y manifestar sus preferencias. En nuestra propia sociedad, la noción de interdependencia ha sido cada vez más reconocida; las cortes continuamente han ampliado las reglas que determinan quién puede ser escuchado en un caso particular, incluso uno que comience con una disputa entre dos partes específicas. De esa manera, las cortes toman en cuenta exterioridades análogas a aquellas que surgen en las operaciones de un sistema de mercado.

Las herramientas técnicas para la decisión

Finalmente, durante los últimos treinta años se ha dado un importante desarrollo en los medios técnicos disponibles para tomar decisiones respecto a situaciones con muchas variables y muchas interconexiones entre ellas. Por lo general, estas nuevas herramientas son asignadas a las disciplinas de investigación de operaciones y la ciencia administrativa, y hoy en día también a la inteligencia artificial. Es característica especial de estas herramientas el que nos permitan formular, modelar y resolver problemas con miles de variables y miles de constreñimientos sobre éstas, y tomar en cuenta las interacciones de todas estas variables y constreñimientos al llegar a una solución.

Una seria limitación concerniente a la aplicabilidad de las técnicas de investigación de operaciones y la ciencia administrativa, es que requieren que los problemas sean cuantificados de manera tal que las técnicas matemáticas conocidas se vuelven aplicables a ellos. Por ejemplo, para emplear la programación lineal con objeto de resolver un problema, éste primero tiene que ser traducido (o doblado, o acometido) a una forma que lo exprese en términos de ecuaciones lineales, constreñimientos de la misma índole, y una función lineal de resultado final. Si el mundo no cuenta con estas propiedades, o no puede aproximarse adecuadamente en esta forma, la programación lineal no funcionará. En contraste, las técnicas de inteligencia artificial por lo regular no requieren que los problemas sean sometidos a las matemáticas, pero pueden abordar consideraciones o situaciones totalmente cualitativas. En consecuencia, extienden substancialmente la serie de problemas en los que la computadora moderna puede aumentar la capacidad humana de análisis.

A pesar de las diversas limitaciones, estos nuevos métodos no han permitido considerar algunos de los difíciles problemas de nuestro mundo, haciendo hincapié en los efectos secundarios e interacciones que sencillamente no podrían haber sido abarcados antes de la introducción brusca de estas herramientas después de la segunda Guerra Mundial. Si encontramos soluciones (como creo que lo haremos) a los difíciles problemas del medio ambiente y la energía -es decir, soluciones que manejen simultáneamente las dos series de problemas-, será porque somos capaces de modelar las principales interacciones entre las muchas facetas de estos problemas y, de aquí, considerar con claridad los trueques.

La nuevas herramientas analíticas marcan por lo menos un modesto grado de avance y proporcionan al menos una razón para el optimismo concerniente a la capacidad para abordar los cada vez más complicados problemas que nos presenta el mundo.

La base de información pública.

La otra preocupación importante en cuanto a hacer, que nuestras instituciones tomen decisiones razonables concernientes a las grandes cuestiones políticas, es la suficiencia de nuestro conocimiento e información. En el capítulo primero, sostuve que la eficacia de la razón como herramienta para tomar decisiones depende en una forma crítica de los hechos que recibe como información: datos, conocimiento y teorías que utiliza como donaciones. A menos que esta información sea válida, nada se obtiene al manipularla. Si se colocan datos malos o conocimiento incorrecto en un proceso de pensamiento humano, llegará a conclusiones equivocadas, alejadas del fin buscado.

Los medios masivos de comunicación

¿Qué tan adecuada resulta la base de conocimientos con que se cuenta para efectuar las decisiones políticas públicas? Creo que todos nos encontramos en condiciones de señalar las extravagancias de los medios masivos de comunicación y describir lo que nos desagrada de alguno de estos medios en particular, los que menos nos gustan. Quizá haya un consenso general en cuanto a la existencia de serias dificultades con respecto a los medios masivos en su calidad de fuentes principales de las realidades y conocimiento que empleamos en el proceso de toma de decisiones públicas.

Tal vez la dificultad fundamental radique en el hecho de que los medios de comunicación rara vez contemplan más allá de los caprichos y novedades del momento presente. Enfatizan lo que tienen interés periodístico, lo nuevo, lo sensacional. En esta dimensión, la televisión tal vez sea un ofensor todavía peor que los antiguos medios, puesto que no sólo puede originar una tendencia local, sino una concentración de la atención nacional o internacional. Pero incluso los medios más antiguos tienden a traficar con las noticias, más que con el entendimiento. Por ejemplo, alguien que intente encontrar una opinión objetiva acerca de la política exterior de los Estado Unidos con China, será mucho mejor aconsejado si se le dice que lea un par de libros en lugar de todo lo que pueda encontrar acerca de ese país, durante todo el año siguiente, en el New York Times. El diario le ofrecerá una miscelánea de hechos transitorios. Los libros le proporcionarán una estructura sólida, y sólo gradualmente cambiante, que hará coherentes y comprensibles los acontecimientos actuales.

Lo que se necesita saber en realidad, a fin de contar con una opinión informada acerca del tópico tratado, es cierta comprensión de las instituciones y la historia chinas; precisamente el tipo de información que es difícil de obtener a través de los medios de aparición periódica. Los medios de comunicación se desenvuelven laboriosamente al referir la acción presente, de esta semana. Pero lo que sucede actualmente en China sólo es producto de características y tendencias implícitas en la sociedad de ese país, y las personas que se han abstenido de leer previamente los libros adecuados no pueden empezar a interpretarlas correctamente.

El carácter transitorio de la mayoría de la información obtenible a partir de los medios tendría pocas consecuencias si la atención no fuera un recurso terriblemente escaso. El tiempo empleado en leer el periódico o ver la TV ya no es, por lo tanto, disponible para adquirir estructuras conceptuales e información básica, la información que haría inteligibles los informes de sucesos más transitorios. Creo que una sociedad que se volviera sumamente sensitiva a la escasez de atención podría modificar sus hábitos de lectura para distribuir ésta de manera más eficaz. Aun cuando en nuestra sociedad sean muy comunes las quejas respecto al flujo de información, existen pocas pruebas de personas que planeen deliberadamente estrategias para protegerse de lo transitorio y lo evanescente. A mucha gente le parece una idea novedosa el que las noticias no necesiten aceptarse por el simple hecho “de estar ahí”.

Expertos

Pero aun excluyendo de nuestra dieta la información de valor transitorio, ¿cómo seleccionaríamos nuestras lecturas? Después de que el ciudadano responsable lea los libros sobre China, tiene que leer uno sobre Afganistán, y no hay límite de libros. Todos experimentamos la abrumadora dificultad de estar adecuadamente informados. Pero contamos con medios para tratar esa dificultad, tanto en cuestiones de política como en otras concernientes a la medicina o la plomería: recurriendo a expertos. Cuando no podemos establecer los hechos relevantes, buscamos un experto que los conozca y oímos lo que tiene que decir. Incluso en ocasiones seguimos su consejo sin pedir una explicación detallada.

¿Cómo encontrar expertos que lo sean en realidad? ¿Cómo los acreditamos y legitimamos? Aunque no siempre lo hagamos de la mejor manera posible, nuestra sociedad, y otras que han alcanzado una etapa de desarrollo, han aprendido cómo hacerlo mejor. Por ejemplo, el Congreso de los Estados Unidos ha recurrido cada vez más a la Academia Nacional de Ciencias y sus organizaciones afiliadas, la Academia Nacional de Ingeniería, el Instituto de Medicina y el Consejo Nacional de Investigación, en busca de información y consejo. Este grupo de instituciones se encuentra en posición de identificar y servirse de la mayor parte de la experiencia científica, médica y de ingeniería que tiene nuestro país, relacionada con cualquier tópico que resulte pertinente para las deliberaciones sobre la política pública en la actualidad.

Pero, ¿cómo podemos estar seguros de que éstos (o cualquiera otros) son los expertos idóneos? Y, ¿cómo conservamos en condición de honestidad a los expertos?, ¿cómo cerciorarnos de que sus intereses no influirán en sus consejos? A cierto nivel, el problema del consejo influido por el interés se resuelve fácilmente; a otro, de un modo nada fácil, Es fácil requerir que los expertos revelen vínculos financieros o responsabilidades profesionales que podrían conducir a un conflicto de intereses al proporcionar información y consejo. Tal requerimiento de revelar cosas es algo rutinario actualmente en nuestra sociedad, al apelar a expertos, como cuando el gobierno busca consejo a través de las organizaciones arriba mencionadas.

Pero hay una cuestión más sutil respecto al conflicto de intereses, que se deriva directamente de la racionalidad humana limitada. El hecho es que, si nos comprometemos en una actividad particular y dedicamos una parte importante de nuestra vida a tal actividad, seguramente le asignaremos una importancia y valor mayores que los atribuidos antes de nuestro compromiso con dicha actividad, Sin un hombre se gana la vida diseñando plantas de energía nuclear, tendríamos muchas probabilidades de ganar si apostáramos a que probablemente se negará a firmar una petición contra la construcción de una planta en la ciudad donde vive. Probablemente ustedes ni se molestaran en pedírselo, sino que buscarían un firmante en otro lado.

En ocasiones nos resulta muy difícil no llegar a la conclusión, a partir de tales hechos, de que los seres humanos son criaturas bastante deshonestas. Quien su comida come, sus canciones canta. Sin embargo, la mayor parte de las predilecciones que surgen de las ocupaciones y preocupaciones humanas no pueden describirse correctamente como arraigadas en la deshonestidad, lo cual tal vez la haga más insidiosa de lo que sería.

Los seres humano no ven todo el mundo; ven la pequeña parte en que viven y son capaces de urdir toda clase de racionalizaciones respecto a esa parte del mundo, principalmente con miras a engrandecer su importancia. Proseguiré un poco más con el ejemplo nuclear, ya que proporciona muchas excelentes ilustraciones del fenómeno. Hace más de diez años, cuando dos dispositivos en el Laboratorio Livermore produjeron ciertas estadísticas que mostraban supuestamente que los riesgos para la salud ocasionados por las radiaciones en los alrededores de las plantas nucleares eran considerablemente mayores de lo que se había pensado, la primera reacción de la gente asociada con la energía nuclear fue cerrar filas. Con pocas excepciones, no se dijo: “Contemplemos el asunto más de cerca. Nombremos una comisión impecable y conocedora para que encuentre la verdad.” Al contrario, la reacción de más?” fue: “¿Por qué: esos irresponsables están hablando?”.

Por aquel entonces me encontraba relativamente cerca de tales acontecimientos en calidad de miembro del Comité Científico Consultivo Presidencial, y recuerdo haberme sorprendido ingenuamente por la insensibilidad de los “enterados” de la profundidad del interés público. Muchos de los “enterados” eran mis amigos o conocidos, personas íntegras de quienes no sospechaba de venalidad en forma alguna. Lo que los cegaba a la necesidad de una consideración imparcial de los hechos era el “conocimiento” que habían adquirido a través de años de asociación con el desarrollo de la energía nuclear, la convicción de que esta tecnología era un beneficio para la humanidad, de que abrían nuevas clases de productividad, nos aligeraba de nuestra dependencia de los combustibles fósiles no renovables, y la seguridad de que, seguramente, no causaba riesgos inusitados para la salud, que no hubieran sido ya previstos y tratados. La profundidad de su compromiso les impedía considerar objetivamente si las pruebas estaban de su parte.

Cuando una cuestión se vuelve sumamente controvertida -cuando se encuentra rodeada de dudas y valores incompatibles-, entonces la pericia es difícil de obtener y deja de ser fácil legitimar a los expertos. En estas circunstancias, encontramos que hay expertos para lo afirmativo y expertos para lo negativo. No podemos determinar tales cuestiones cediéndolas a grupos particulares de expertos. En el mejor de los casos, podemos convertir la controversia en un procedimiento opuesto en el que nosotros, los profanos, escuchamos a los expertos pero tenemos que juzgar entre ellos.

Conocimiento de las instituciones políticas

Entre las deficiencias de nuestro conocimiento que interfieren con nuestra eficiencia como participantes del proceso político, se encuentran las insuficiencias de nuestra comprensión acerca de las propias instituciones políticas. Hay cantidad de cosas referentes a los seres humanos, sólo parcialmente comprendidas, que realmente necesitaríamos conocer para ser participantes eficientes y responsables del proceso político.

Por ejemplo, el diseño correcto de las instituciones políticas depende de una acertada apreciación de la perfectibilidad del hombre. Ciertas medidas políticas y económicas funcionarán únicamente si todos los seres humanos (o la mayoría), situados bajo esos planes se conducen de manera altruista, o por lo menos en conformidad con las necesidades sociales. La Nueva Sociedad debe producir un Hombre Nuevo. Durante nuestra vida, por lo menos dos importantes revoluciones, la rusa y la china, se han proclamado sobre el supuesto de que al cambiar las instituciones puede cambiarse la conducta humana. La mayoría de nosotros ha concluido que ninguna de estas dos revoluciones produjo los cambios deseados en la conducta. No obstante, la cuestión persiste: ¿hay cierto tipo de cambio en las instituciones sociales que, de hecho, cambie fundamentalmente a los seres humanos, los vuelve, digamos, más altruistas u obedientes a la ley? Los debates sobre el trato a criminales por lo regular dependen precisamente de esta cuestión.

Los argumentos evolucionistas señalados en el capítulo II sugieren que la conducta puede ser cambiada en realidad por las instituciones, por lo menos hasta el grado de incrementar o disminuir el altruismo débil. La posibilidad de producir cambios profundos permanentes -digamos, en la obediencia -, es más problemática. Hoy en día hay pocas bases empíricas para respuestas claras a estas cuestiones , a menos que tomemos las pruebas negativas de las revoluciones como algo decisivo.

Sin embargo, con respecto a otras importantes cuestiones, existe un conocimiento científicos que podría ayudarnos a diseñar y elegir instituciones y procedimientos políticos más eficaces, conocimiento que los científicos políticos han acumulado y probado durante cierto tiempo. En nuestra sociedad tenemos el desafortunado hábito de clasificar nuestras instituciones políticas de dos maneras diferentes. Los días en que estamos contentos las llamamos democracia; los días en que estamos desconsolados las llamamos política. No decidimos reconocer que “política”, usada en sentido peyorativo, es simplemente un rubro para algunas de las características de nuestras instituciones políticas democráticas que por causalidad nos disgustan. Ni “política” ni “democracia” describen completamente esas instituciones, y no resolvemos ningún problema al clasificar sus aspectos deseados o indeseados de esta manera particular.

Hace algunos años acepté la presidencia de un comité encargado de revisar la controvertida ley de Pennsylvania sobre el control de precio de la leche. Algunos de los miembros del comité eran propietarios de granjas lecheras y otros eran comerciantes del producto o funcionarios del sindicato de choferes transportistas de leche. También había dos miembros que se suponía representaban a los consumidores, y dos “miembros del público” sin ningún interés directo en la industria de la leche. En las reuniones en torno a la mesa del comité, difícilmente pasaba una hora sin que alguno de los miembros golpeara la mesa y prorrumpiera en invectivas contra los “políticos.” En una u otra ocasión, virtualmente todos los miembros incurrían en este comportamiento y eran completamente inconscientes de este hecho. Nunca se les ocurrió, que como miembros de ese comité (mucho más como cabilderos, función que también desempeñaban muchos de ellos), eran políticos. Para ellos “políticos” era simplemente una blasfemia, un término que no podían imaginar aplicado a sí mismos.

Esta ingenuidad respecto a la política y los políticos invade nuestra sociedad. Es muy perjudicial para nuestra instituciones políticas. Haríamos bien en considerar a estas instituciones con mayor sofisticación; haríamos bien en reconocer que tienen tumores. Podemos tratar de extirpar los tumores, pero debemos reconocer que ciertas clases de fenómenos políticos -la tentativa de influir sobre la legislación o la administración de las leyes, la defensa de intereses especiales- resultan esenciales para la operación de instituciones políticas en una sociedad donde de hecho hay gran diversidad de intereses, y en donde se espera que la mayoría de la gente preste cierta atención a sus propios intereses. Las actividades que llamamos “políticas” simplemente son otra manifestación de la propensión de los seres humanos a identificarse con metas personales y tratar de realizarlas en una forma legítima.

Algunas de las nociones que tenemos respecto al fundamento de votar están relacionadas con nuestras falaces creencias relativas a la política y la democracia. En sociedad existe la creencia difundida (o, por lo menos, una conducta compatible con tal creencia) de que después de ver y escuchar a un candidato por televisión, se pueden hacer predicciones acerca de la manera en que actuaría si fuera elegido para el cargo. Por el contrario, hay muchísimas pruebas obtenidas en experimentos socio-psicológicos de que los seres humanos al observar a otros de sus semejantes (particularmente al observarlos proferir palabras que pretenden tener influencia), son extraordinariamente malos predictores del significado de estas palabras y de lo que implican en términos de la conducta. Por ejemplo, hay buenas pruebas de que si un televidente se encuentra favorablemente predispuesto hacia un candidato, interpretará sus declaraciones, cualesquiera que sean, como concordantes con su propia posición sobre el tema; en tanto que si el televidente se encuentra desfavorablemente predispuesto hacia el candidato, interpretará las mismas declaraciones como en desacuerdo con su posición.

Así, nos encontramos pegados al televisor, escuchando los discursos de campaña y suponiendo que de un modo u otro obtenemos información pertinente para la decisión sobre cómo votar. Incluso contamos con una consigna para justificar nuestra conducta: “Vota por el hombre, no por el partido.” Supongamos que estamos interesados en predecir las decisiones que tomará un candidato afortunado durante el periodo de sus funciones y que en particular deseamos que estas decisiones estén lo más de acuerdo posible con nuestros valores. ¿Lo que podemos aprender , a partir de la televisión u otros medios de comunicación, acerca de las cualidades personales del candidato, es un augur de su conducta subsecuente mejor o peor que la afiliación a su partido? Todas las pruebas a mi alcance, y son varias, indican que la afiliación al partido es, con mucho, el pronóstico más confiable.

El creciente orgullo de los votantes por ser “independientes” de la fidelidad al partido ha debilitado mucho los partidos políticos en los Estados Unidos. No sólo ha aumentado la vulnerabilidad del sistema político a la demagogia, sino que ha incrementado significativamente la dificultad de formular y promulgar políticas públicas y, en particular, de constituir mayorías que se encuentren situadas cerca de la corriente principal de preferencias de los votantes. Durante casi dos siglos los partidos han servido como mecanismos razonablemente eficaces en el complejo proceso de comprometer y pactar, mediante el cual se constituyen las mayorías y se formulan las políticas. Actualmente han dejado de desempeñar esa función. La ilusión de monadismo que sirve de fundamento al concepto del “votante independiente”, ha reducido el nivel de racionalidad cívica al destruir la capacidad de prever la conducta sostenida por la organización del partido.

Quisiera tener una lista de prescripciones impecables para el comportamiento del ciudadano responsable en una democracia. Los estudiantes que han recibido cursos universitarios normales, introductorios a la ciencia política y la economía, parecen conducirse en la palestra política con una sofisticación no mayor que la de los votantes que no han tomado tales cursos. Eso puede ser un comentario sobre los cursos, o sobre el carácter incorregible de los estudiantes. Cualquiera que sea la forma en que se interprete, es evidente que no hemos encontrado medios eficaces para la educación cívica. No hemos descubierto una forma de utilizar el tiempo y atención limitados que la gente desea dedicar a su educación cívica para producir un razonable nivel de sofisticación respecto a la forma en que funcionan nuestras instituciones políticas. No sabemos cómo los votantes pueden extraer eficazmente la información que se encuentra a su disposición, relativa a resultados y candidatos; o cómo deben intentar la selección de expertos en quienes confiar.

La ignorancia respecto al proceso político ha engendrado cinismo, del cual es sólo un síntoma el uso peyorativo del término “política”. El pedestal sobre el cual se sitúa la “democracia” sólo agudiza el contraste entre ideal y realidad. Probablemente los mejores antídotos para este cinismo sean la educación dentro de un marco realista de instituciones políticas democráticas y la discusión normativa de metas realizables para tales instituciones. Pero observo pocas señales de ambas cosas en los medios de comunicación o en las instituciones educativas.

¿El conocimiento es la respuesta?

¿Tenemos a nuestra disposición el conocimiento (si consiguiéramos el acceso a éste y lo utilizáramos) que necesitamos a fin de tomar decisiones razonablemente sensitivas acerca de las cuestiones principales de política pública? La respuesta varía de un caso a otro. Propongo a continuación una tríada de ejemplos, que más o menos abarcan lo continuo.

Primero, existen los grandes problemas cruciales, de primerísima prioridad, de la guerra y la paz. En este punto tenemos razón para el pesimismo, porque no es claro qué clases de información o conocimiento podríamos reunir, o qué clases de investigación científica podríamos emprender para abordar con mayor facilidad que en la actualidad las confusiones y complejidades de las políticas para el mantenimiento de la paz. Resulta particularmente difícil si tenemos varias metas, como nos sucede a la mayoría. Queremos conservar la paz; también queremos mantener las características esenciales de nuestras instituciones y de nuestras libertades. Encuentro difícil imaginar las clases de mejoras en nuestro conocimiento objetivo que harían menos confusos estos problemas.

El origen principal de la dificultad reside en que las cuestiones de la guerra y la paz implican no sólo incertidumbre respecto a nuestra conducta bajo una variedad de circunstancias difíciles de imaginar por anticipado, sino también incertidumbre respecto a las conductas de otras naciones y la clase de juego de adivinanzas en el que estamos comprometidos. Desconozco cómo podría abordarse esto de manera científica, con el auxilio de nuestro conocimiento científico actual.

Pero cuando volvemos al segundo ejemplo, el problema de la energía y el medio ambiente, encontramos toda una gama de procedimientos de investigación y desarrollo que no sólo pueden ayudarnos a comprender mejor las alternativas tecnológicas conocidas y sus consecuencias, sino también extender la serie de alternativas por considerarse. Por ejemplo, conocemos mucho mejor que hace quince años los efectos que tiene sobre la atmósfera y el clima el incremento de la producción de dióxido de carbono o los efectos de la lluvia de ácido sobre el crecimiento de las plantas y las poblaciones lacustres. Y sabemos mucho mejor cómo corregir estos problemas.

Mi tercer ejemplo, la política económica, se encuentra aproximadamente a la mitad de mi escala de optimismo. La razón es que la operación de la economía depende críticamente de las expectativas humanas respecto al futuro y las reacciones humanas a tales expectativas , y éste es un campo extremadamente difícil de estudiar.

Actualmente está de moda afirmar que si de hallaran cinco economistas diferentes en una habitación, habría cinco diferentes opiniones respecto al modo de operar de la economía y sobre cómo mejorar su operación. En cierta forma, es cierto. Mediante la adecuada selección de expertos (requiriéndose o no, como se desee, que todos posean doctorados en economía), es posible obtener algún consejo respecto a las políticas económicas nacionales. Sin embargo, el desacuerdo entre economistas de limita en su mayoría a un número reducido de asunto críticos y se concentra principalmente en la cuestión de cómo la gente desarrolla expectativas respecto al futuro. Un partidario de recibir asistencia revelará que si se hace redituable la inversión, ya sea abaratando el dinero, reduciendo los impuestos o de alguna otra forma, la inversión aumentará considerablemente. Alguien que sostenga expectativas racionales revelará que la gente no puede ser engañada respecto al futuro; sus expectativas representan estimaciones realistas de la ubicación del equilibrio hacia el cual se traslada el sistema económico. Un keynesiano establece supuestos aún diferentes respecto a las expectativas ¿Quién está en los cierto? Desafortunadamente, no lo sabemos. No contamos simplemente con los datos referentes a la forma en que los seres humanos desarrollan sus expectativas y actúan sobre ellas, lo que necesitaríamos a fin de comprobar las hipótesis del partidario de recibir asistencia o del que hace expectativas racionales; o del responsable de equilibrar el presupuesto, el pecuniario o el keynesiano. Hoy en día esta es el área principal de desacuerdo entre las diferentes escuelas del pensamiento económico. No es un área muy grande, pero ocupa una posición incómodamente estratégica dentro de la estructura de la teoría económica y su aplicación a la política pública.

Tal como ilustran estos tres ejemplos, la vigorosa búsqueda de la investigación y el desarrollo en las ciencias naturales y sociales, puede otorgarnos una valiosa ayuda en aquellas áreas de decisión en donde el conocimiento es un factor limitante primordial. Pero el conocimiento científico no es la piedra filosofal que va a resolver todos estos problemas.

Conclusión.

He planteado que la razón humana no es tanto un instrumento para modelar y predecir el equilibrio general del sistema del mundo en su conjunto, o crear un importante modelo general que considere todas las variables en todo tiempo, sino un instrumento para explorar necesidades y problemas parciales y específicos. Advierto un beneficio relativamente insignificante, a partir de la perspectiva olímpica, indicando por el modelo USE de racionalidad. El argumento evolucionista, que desarrollé en el segundo capítulo, contra la viabilidad del altruismo puro, sugiere que al desarrollar nuestra política y en nuestra toma de decisiones privada, probablemente sea razonable suponer, como primera aproximación, que la gente actuará a partir del interés personal. De aquí que una importante tarea de cualquier sociedad sea crear un medio social en el que sea razonable esclarecer el interés personal. Si queremos que una mano invisible comprometa todo en cierta clase de armonía social, debemos estar seguros, en primer lugar, de que nuestras instituciones sociales estén formadas para descubrir nuestros mejores intereses y, en segundo, que no requieran de sacrificios importantes del interés personal de mucha gente durante mucho tiempo.

La razón, tomada en sí misma, es instrumental. No puede seleccionar nuestras metas finales, tampoco puede interceder en nuestro favor en los conflictos teóricos sobre la meta final a seguir; tenemos que determinar estas cuestiones en otra forma. Todo lo que la razón puede hacer es ayudarnos a alcanzar, de un modo más eficaz, las metas convenidas. Pero, por lo menos en este respecto, lo estamos logrando mejor.
En un modesto grado, los poderes de la razón humana han evolucionado, especialmente nuestra habilidad para tratar con las relaciones simultáneas, y estos nuevos progresos de nuestras herramientas de razonamiento, puede decirse, representan un cambio cualitativo en el pensamiento humano. Así como la habilidad para poner nuestros pensamientos en el papel nos hizo capaces, con la invención de la escritura, de abordar problemas de nueva complejidad, del mismo modo hemos avanzado, y lo seguimos haciendo, en nuestra habilidad para predecir las consecuencias de nuestras acciones y concebir nuevas alternativas. Estos avances aún nos dejan muy cortos en cuanto a nuestra facultad para manejar todas las complejidades del mundo. Pero el mundo -incluso el contemporáneo, afortunadamente- está vacío en su mayor parte, con la mayoría de las cosas sólo débilmente relacionadas entre sí, y es únicamente con este mundo con el que tiene que vérselas la razón humana.

No hay peligro de alcanzar un estado estable en nuestra sociedad, ni en cualquier otra, en el que todos los problemas hayan sido resueltos. Tal estado sería, en cualquier acontecimiento, bastante tedioso. Sería suficiente con mantener disponible para nuestros descendientes, en cualquier acontecimiento, una serie tan amplia de alternativas como la que nuestros ancestros nos dejaron, para resolver muchos de los problemas que avanzan, de modo que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos no se hallen encajonados dentro de algo más estrechos de lo que nosotros estuvimos. Esa meta más factible para la política social que la Utopía del Ahora (o aun la Utopía del Mañana). Es más razonable que suponer que esas cosas que llamamos problemas humanos se han asociado con algunas otras llamadas soluciones y que, una vez que las hayamos descubierto, los problemas pasarán.

Para consumar la meta más limitada, ¿bastará con apelar al interés personal esclarecido? Eso depende de los constreñimientos que pongamos sobre el esclarecimiento. El éxito depende de nuestra capacidad para ampliar los horizontes humanos de modo que la gente tome en cuenta, al decidir lo que es para su propio interés, una serie más amplia de consecuencias. Depende del hecho que todos nosotros lleguemos a reconocer que nuestro destino está ligado al de todo el mundo, que no hay ningún interés personal esclarecido, o incluso viable, que no considere a nuestra vida en una forma armoniosa con nuestro medio ambiente total.