Porciones Distributivas


John Rawls

Econom�a Critica. Desarrollo Econ�mico, John Eatwello Tomado de Teor�a de la Justicia, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico 1979. pp.295-372. con omisiones

 

En este cap�tulo tomo en consideraci�n el segundo principio de la justicia y describo un esquema de las instituciones que cumplen sus exigencias en la composici�n del estado moderno. Comienzo destacando que los principios de la justicia pueden servir como parte de una doctrina de econom�a pol�tica. La tradici�n utilitarista ha acentuado esta aplicaci�n y podemos ver cu�les son los resultados. Tambi�n se�alo que estos principios llevan incorporado un cierto ideal de las instituciones sociales, y este hecho tendr� importancia cuando consideremos los valores de la comunidad en la tercera parte. Como preparaci�n para ulteriores discusiones, hay unos breves comentarios acerca de los temas econ�micos, el papel de los mercados etc�tera. Despu�s vuelvo al dif�cil problema del ahorro y de la justicia entre las generaciones. Los puntos fundamentales son conjuntados de un modo intuitivo seguidos por algunas observaciones destinadas al problema de la preferencia en el tiempo y a ciertos casos de prioridad. Despu�s intento mostrar que el an�lisis de las proporciones destributivas, puede explicar el lugar de los preceptos comunes de la justicia. Tambi�n examino el perfeccionismo y el intuicionismo como teor�as de la justicia distributiva, contrast�ndolas, de alg�n modo, con otros puntos de vista tradicionales. No obstante, la elecci�n entre una econom�a de propiedad privada y una econom�a socialista est� abierta; desde el punto de vista de la teor�a de la justicia, puede parecer que diferentes estructuras b�sicas satisfacen sus principios.

El concepto de la Justicia en la econom�a pol�tica

En este cap�tulo trato de ver c�mo los dos principios surten efecto como una concepci�n de econom�a pol�tica, es decir, como niveles seg�n los cuales fijamos los esquemas econ�micos y los programas pol�ticos, as� como sus instituciones. (El bienestar econ�mico a menudo se define del mismo modo. No uso este nombre porque el t�rmino bienestar� sugiere que la
concepci�n moral impl�cita es utilitarista; la frase �elecci�n social� es mejor aunque creo que sus connotaciones son a�n demasiado escasas). Una doctrina de econom�a pol�tica debe incluir una interpretaci�n del bien p�blico basada en una concepci�n de la justicia. Ha de guiar las reflexiones de los ciudadanos cuando consideren los problemas de pol�tica econ�mica y social. El ciudadano debe considerar la perspectiva de la asamblea constitucional o de la etapa legislativa y averiguar c�mo han de aplicarse los principios de la justicia. Una opini�n pol�tica se refiere a lo que promueve el bien en la estructura pol�tica en general, e invoca alg�n criterio para una divisi�n equitativa de las ventajas sociales.

Desde el principio he hecho hincapi� en que la justicia como imparcialidad se aplica a la estructura b�sica de la sociedad. Es una concepci�n para clasificar las formas sociales consideradas como sistemas cerrados. Alguna decisi�n respecto a estas nociones es fundamental y no puede evitarse. De hecho, el efecto acumulativo de la legislaci�n econ�mica y social es el de determina la estructura b�sica. Adem�s, el sistema social perfila los deseos y aspiraciones de sus ciudadanos, tambi�n determina, en parte, la clase de personas que quieren ser, y la clase de personas que son. As�, un sistema econ�mico no es s�lo un mecanismo institucional para satisfacer los deseos y las necesidades, sino un modo de crear y de adaptar los deseos futuros. El c�mo los hombres trabajan en conjunto para satisfacer sus deseos presentes, afecta a los deseos que tendr�n despu�s, a la clase de personas que ser�n. Estos aspectos son perfectamente obvios y han sido siempre reconocidos por destacados economistas tan diferentes como Marshall y Marx. Ya que los esquemas econ�micos tienen efectos, y deben tenerlos, la elecci�n de estas instituciones supone una concepci�n el bien humano y de los proyectos de las instituciones para conseguirlo. Esta elecci�n debe ser hecha sobre bases morales y pol�ticas tanto como econ�micas. Las consideraciones acerca de la eficacia no son sino una base de decisi�n y, a menudo, una base de decisi�n relativamente peque�a. Desde luego, esta decisi�n no puede ser afrontada abiertamente. A menudo asentimos sin pensar en la concepci�n moral y pol�tica impl�cita en el statu quo, o dejamos que las cosas se resuelvan mediante las soluciones que ofrecen las fuerzas econ�micas y sociales rivales. Pero la econom�a pol�tica debe investigar este problema, aun cuando la conclusi�n lograda sea que es mejor que el curso de los acontecimientos decida.

Ahora bien, puede parecer a primera vista que la influencia del sistema social sobre los deseos humanos y las consideraciones de los hombres sobre s� mismos imponen una objeci�n decisiva al punto de vista contractual. Podr�amos pensar que esta concepci�n de la justicia se basa en los prop�sitos de los individuos y regula el orden social mediante principios que las personas guiadas por estos objetivos eligir�an. �C�mo puede esta doctrina, por tanto, determinar un punto de Arqu�medes, seg�n el cual la estructura b�sica pueda ser estimada? Parecer� que no hay otra alternativa que la de juzgar las instituciones a la luz de una concepci�n ideal de la persona, obtenida sobre bases aprior�sticas o perfeccionista. Pero, de acuerdo con la consideraci�n de la posici�n original y la interpretaci�n kantiana, no debemos pasar por alto la especial naturaleza de esta situaci�n y el alcance de los principios que se adopten en ella. S�lo se hacen presunciones generales acerca, principalmente, de los intereses de los grupos que tienen un inter�s en los bienes sociales primarios, y en cosas que se presume que los hombres, quieren sea lo que fuere. Para estar seguros, la teor�a de estos bienes depende de premisas sicol�gicas que pueden parecer incorrectas. Pero, en cualquier caso, de lo que se trata es de definir una clase de bienes que son queridos normalmente como partes de planes de vida racionales, que pueden incluir la m�s variada clase de fines. Por tanto, el suponer que los grupos quieren estos bienes, y el encontrar una concepci�n de la justicia sobre esta suposici�n, no es unirlo a un esquema espec�fico de los intereses humanos en tanto que pueden ser generados por una proyecci�n concreta de las instituciones. La teor�a de la justicia presupone una teor�a del bien, pero, dentro de estos amplios l�mites, no prejuzga la elecci�n de la clase de personas que los hombres quieren ser.

Toda vez que los principios de la justicia son deducidos, la doctrina contractual establece ciertos l�mites sobre la concepci�n del bien. Estos l�mites se derivan de la prioridad de la justicia sobre la eficacia, y de la prioridad de la libertad sobre las ventajas econ�micas y sociales (suponiendo que prevalezca un orden serial), ya que, como he subrayado anteriormente, estas prioridades significan que los deseos de cosas que son injustas, o los que no pueden ser satisfechos sin violar un esquema justo, no tienen valor. No tiene objeto el cumplir estos deseos y el sistema social deber�a disuadirlos. Adem�s, debemos tener en cuenta el problema de la estabilidad. Un sistema justo debe generar su propia defensa. Esto significa que debe ser estructurado de manera que introduzca en sus miembros el correspondiente sentido de la justicia y un deseo efectivo de actuar de acuerdo con sus normas por razones de justicia. As�, la exigencia de estabilidad y el criterio de disuadir los deseos que est�n en desacuerdo con los principios de la justicia; imponen unas restricciones a las instituciones. No han de ser s�lo justas, sino proyectadas para alentar la virtud de la justicia en aquellos que toman parte en ellas. En este sentido, los principios de la justicia un ideal parcial de la persona, cuyos acuerdos sociales y econ�micos deben respetar. Finalmente, tal y como mantiene el argumento de la incorporaci�n de ideales en nuestros principios, ciertas instituciones son exigidas por los dos principios. Ambos definen una estructura b�sica ideal o los rasgos de una hacia la que debe dirigirse el curso de la reforma.

El resultado de estas consideraciones es que la justicia como imparcialidad no est� a merced de los deseos e intereses presentes. Establece un punto de Arquimedes para fijar el sistema social sin invocar consideraciones aprior�sticas. El objetivo de la sociedad est� fijado en sus l�neas principales independientemente de los deseos particulares y de las necesidades de sus actuales miembros. Una concepci�n ideal de la justicia se define una vez que las instituciones fomentan la virtud de la justicia y desalientan los deseos y aspiraciones incompatibles con ella. Desde luego, el camino hacia el cambio y hacia las particulares reformas exigidas, depende de las condiciones presentes. Pero la concepci�n de la justicia, la forma general de una sociedad justa y el ideal de la persona que concuerda con �l, no son similarmente dependientes. No hay lugar para el problema de que el deseo de los hombres de jugar un papel superior o inferior, no sea tan grande que acepten instituciones autocr�ticas, o para el problema de que la percepci�n de las pr�cticas religiosas de los dem�s sea o no tan compleja que permita o no la libertad de conciencia. No tenemos ocasi�n para preguntar si, bajo condiciones razonablemente favorables, los beneficios econ�micos de instituciones autoritarias y tecnocr�ticas ser�an tan grandes que justificasen el sacrificio de las libertades b�sicas. Desde luego, estas nociones suponen que las presunciones generales sobre las que se eligieron los principios de la justicia son correctas. Y, si lo son, esta clase de problemas est� ya resuelto por estos principios de la justicia. Este punto de vista comparte con el perfeccionismo el rasgo de establecer un ideal de la persona que limita la b�squeda de los deseos. Respecto a esto la justicia como imparcialidad y el perfeccionismo, se oponen conjuntamente al utilitarismo.

Ahora bien, puede parecer que, ya que el utilitarismo no hace distinciones entre la calidad de los deseos y el valor que puedan tener todas las satisfacciones, no tienen un criterio para elegir entre sistemas de deseos o ideales de la persona. En cualquier caso, desde un punto de vista te�rico, esto es incorrecto. El utilitarista puede decir siempre que, dadas las condiciones sociales y los intereses humanos tal y como son, y tomando en cuenta c�mo se desarrollar�n bajo este o aquel acuerdo institucional, favorecer un esquema de deseos m�s que otro, nos lleva a obtener un balance neto superior de satisfacci�n (o a un promedio m�s alto). Sobre esta base, el utilitarista elige entre los ideales de la persona. Algunas actitudes y deseos, al ser menos compatibles con una cooperaci�n social fruct�fera, tienden a reducir el total (o el promedio) de felicidad. Hablando claramente, las virtudes morales son aquellas disposiciones y deseos efectivos que pueden ser utilizados para conseguir la mayor suma posible de bienestar. As�, ser�a un error pretender que el principio de utilidad no ofrece bases para elegir entre los ideales de la persona, aunque pueda ser dif�cil aplicar el principio en la pr�ctica. No obstante, la elecci�n depende de los deseos y las circunstancias sociales actuales, y de sus prolongaciones en el futuro. Estas condiciones iniciales pueden influenciar en gran parte la concepci�n del bien humano que deber�a ser alentada. Lo cierto es que, tanto la justicia como imparcialidad como el perfeccionismo, establecen por separado una concepci�n ideal de la persona y de la estructura b�sica, de manera que no s�lo son desestimados algunos deseos e inclinaciones, sino que el efecto de las circunstancias iniciales desaparecer� en su momento. Con el utilitarismo no podemos estar seguros de lo que ocurrir�. Ya que no hay un ideal inmerso en su primer principio, el punto del que partimos puede influenciar el camino que hemos de seguir.

En resumen el punto esencial es el de que, a pesar de los rasgos individualistas de la justicia como imparcialidad, los dos principios de la justicia no son accidentes causales que act�an sobre los deseos o las condiciones sociales presentes. As�, somos capaces de deducir una concepci�n de la estructura b�sica justa, y un ideal de la persona compatible con ella, que puede servir como ejemplo para las instituciones, y para enfocar la direcci�n del cambio social. Para encontrar un punto de Arqu�medes no es necesario recurrir a principios perfeccionistas o aprior�sticos. Dando por supuesto ciertos deseos generales, tales como el deseo de bienes sociales primarios, y tomando como base los acuerdos que se obtendr�an en una situaci�n inicial claramente definida, podemos lograr la independencia necesaria de las actuales circunstancias. La posici�n original est� caracterizada de tal manera que hace posible la unanimidad; las deliberaciones de cualquier persona son t�picas de todos. Adem�s, la misma decisi�n sirve para los juicios de los ciudadanos de una sociedad bien ordenada y eficazmente regulada por los principios de la justicia. Todos tienen un sentido similar de la justicia y esto es similar por lo que se refiere a una sociedad bien ordenada. El argumento pol�tico recurre a este consenso moral.

Puede pensarse que la presunci�n de unanimidad es caracter�stica de la filosof�a pol�tica del idealismo. Tal y como se usa en la posici�n contractual, no hay nada espec�ficamente idealista en la suposici�n de unanimidad. Esta condici�n es parte de la concepci�n procesal de la posici�n original y representa un l�mite sobre los argumentos. De este modo perfila el contenido de la teor�a de la justicia de los principios que han de equipararse a nuestros juicios. Hume y Adam Smith suponen que si los hombres tuviesen que considerar un punto de vista determinado, el del espectador imparcial, llegar�an a convicciones similares. Una sociedad utilitarista tambi�n puede ser una sociedad bien ordenada. En su mayor parte la tradici�n filos�fica, incluido el intuicionismo, ha supuesto que existe alguna perspectiva apropiada desde la cual la unanimidad en cuestiones morales, se supone, al menos entre personas racionales con una informaci�n similar. O, si la unanimidad es imposible, la desigualdad entre los juicios se reduce en gran parte una vez que se adopta este punto de vista. Diferentes teor�as morales resultan de las diferentes interpretaciones de este punto de vista, al que yo he llamado la situaci�n inicial. En este sentido, la idea de unanimidad entre personas racionales est� impl�cita en la tradici�n de la filosof�a moral.

Losque distingue a la justicia como imparcialidad es c�mo �sta caracteriza la situaci�n inicial, el esquema en donde aparece la condici�n de unanimidad. Ya que puede darse a la posici�n original una interpretaci�n kantiana, esta concepci�n de la justicia tiene afinidades con el idealismo. Kant intent� dar una base filos�fica a la idea de Rousseau de la voluntad general. La teor�a de la justicia a su vez trata de presentar un proceso natural, traducci�n de la concepci�n kantiana del reino de los fines y de las nociones de autonom�a y del imperativo categ�rico. De este modo, la estructura subyacente de la doctrina de Kant se separa de sus bases metaf�sicas, de manera que pueda verse m�s claramente y se presenta libre de objeciones.

Hay otra semejanza con el idealismo: la justicia como imparcialidad ocupa un lugar importante en la valoraci�n de la comunidad, y el modo en que esto se desarrolla depende de la interpretaci�n kantiana. Este punto lo discutir� en la tercera parte. La idea fundamental es la de que queremos estimar los valores sociales del bien intr�nseco en las actividades institucionales, comunitarias y asociativas mediante una concepci�n de la justicia que en sus bases te�ricas es individualista. Por razones de claridad, entre otras, no queremos basarnos en un concepto no definido de la comunidad, o suponer que una sociedad es un todo org�nico con una vida propia, distinta y superior a la de sus miembros en sus relaciones con los dem�s. As�, la concepci�n contractual de la posici�n original es considerada en primer lugar. Es razonablemente simple y el problema de la elecci�n racional que plantea es relativamente preciso. Partiendo de esta concepci�n, aunque pueda parecer individualista, podemos explicar eventualmente el valor de la comunidad. De otro modo la teor�a de la justicia no podr�a tener �xito. Para lograrlo necesitar�amos una referencia al bien primario del autorrespeto que la relacionase con las partes de la teor�a ya desarrolladas. Pero, por el momento, dejar� estos problemas y proceder� a considerar ciertas implicaciones de los dos principios de la justicia en los aspectos econ�micos de la estructura b�sica.

Algunas consideraciones acerca de los sistemas econ�micos

Es esencial tener en cuenta, aunque sea elemental, que nuestro tema es el de la teor�a de la justicia, no el de la econom�a. Unicamente nos concierne algunos problemas morales de la econom�a pol�tica. Por ejemplo, me preguntar� cu�l es el valor adecuado del ahorro a trav�s del tiempo, c�mo han de ser proyectadas las instituciones b�sicas de la tributaci�n y de la propiedad; o a qu� nivel ha de establecerse el m�nimo social. Al responder estas preguntas mi intenci�n no es la de explicar, ni mucho menos a�adir nada, a lo que la teor�a econ�mica dice acerca del funcionamiento de estas instituciones. Si intentase hacer esto, estar�a obviamente fuera de lugar. ciertas partes elementales de la teor�a econ�mica son tratadas �nicamente para ilustrar el contenido de los principios de la justicia. Si la teor�a econ�mica es usada incorrectamente, o si la doctrina es err�nea, espero que no repercuta en perjuicio de la teor�a de la justicia. Pero, como hemos visto, los principios �ticos dependen de hechos generales, y, por tanto, una teor�a de la justicia para la estructura b�sica presupone una explicaci�n de estas disposiciones. Es necesario hacer algunas precisiones y extraer sus consecuencias, si hemos de examinar las concepciones morales. Estas precisiones est�n sujetas a ser inexactas y superficiales, pero esto no tiene importancia si no capacita para descubrir el contenido de los principios de la justicia, y nos satisfacer�a que, en una amplia gama de situaciones, el principios de la diferencia nos conduzca a conclusiones aceptables. En resumen, los problemas de econom�a pol�tica son planteados �nicamente para obtener la base pr�ctica de la justicia como imparcialidad. Discuto estos aspectos desde el punto de vista del ciudadano, que intenta formular sus juicios referentes a la justicia de las instituciones econ�micas.

Para evitar malentendidos y para indicar algunos de los problemas principales, comenzar� con unas breves consideraciones acerca de los sistemas econ�micos. La econom�a pol�tica est� conectada en gran parte con el sector p�blico y la forma adecuada de las instituciones que regulan la actividad econ�mica, con la tributaci�n y los derechos de propiedad, con la estructura de los mercados, etc. Un sistema econ�mico regula qu� cosas se producen y por qu� medios, qui�n las recibe, en concepto de qu� contribuciones, y qu� fracci�n de recursos sociales se dedica al ahorro y a la provisi�n de bienes p�blicos. Idealmente, todos estos aspectos deber�an ser resueltos por medios que satisfagan los dos principios de la justicia. Pero hemos de preguntarnos si esto es posible, y cu�les son las exigencias concretas de estos principios.

Para comenzar, es �til distinguir entre dos aspectos del sector p�blico, de otro modo la diferencia entre una econom�a de propiedad privada y una econom�a socialista no ser�a aclarada. El primer aspecto se refiere a la propiedad de los medios de producci�n. La distinci�n cl�sica es la de que el tama�o del sector p�blico bajo el socialismo (medido por la proporci�n del producto neto que corresponde a las empresas estatales, dirigidas por funcionarios p�blicos o por asambleas de trabajadores) es mucho mayor. En una econom�a de propiedad privada, el n�mero de empresas estatales es peque�o y, en cualquier caso, est� limitado a casos especiales, tales como los servicios p�blicos y transportes.

Un rango bastante diferente del sector p�blico es la proporci�n de recursos sociales dedicados a bienes p�blicos. La distinci�n entre bienes p�blicos y privados provoca varios problemas, pero la idea fundamental es la de que un bien p�blico tiene dos rasgos caracter�sticos, su indivisibilidad y publicidad. Es decir, hay muchos individuos, un p�blico, por as� decirlo, que quiere m�s o menos de este bien, pero si todos han de disfrutarlo, ha de ser en la misma proporci�n. La cantidad resultante no puede dividirse, como ocurre con los bienes privados, y ser adquirida por los individuos de acuerdo con sus preferencias. Hay varias clases de bienes p�blicos, dependiendo de su grado de indivisibilidad y de su importancia p�blica. El caso extremo de un bien p�blico es su plena indivisibilidad entre toda la sociedad. Un ejemplo t�pico es el de la defensa de una naci�n contra un ataque del extranjero. Todos los ciudadanos deben participar de este bien en el mismo grado; no pueden recibir toda la protecci�n que desear�an. La consecuencia de la indivisibilidad y de la publicidad, en estos casos, es que la provisi�n de bienes p�blicos debe ser estructurada a trav�s del proceso pol�tico y no a trav�s del mercado. Tanto la cantidad que ha de producirse como su financiaci�n han de ser elaboradas por la legislaci�n. A pesar de que no hay problema de distribuci�n en el sentido de que todos losciudadanos requieren la misma cantidad, los costes de distribuci�n son nulos.

Varios rasgos de los bienes p�blicos derivan de estas dos caracter�sticas. En primer lugar, hay un problema aislado. Donde hay gran cantidad de personas con muchas individualidades, surge la tentaci�n para cada persona de evitar cumplir su parte. Esto se debe a que el que un hombre cumpla su parte no afecta mucho al resultado producido. El observa la actividad colectiva de los dem�s en una direcci�n o en otra. Si el bien p�blico se produce, su disfrute no disminuye aunque no haya contribuido a su producci�n. Si no es producido, su acci�n no cambiar�a la situaci�n en cualquier caso. Un ciudadano recibe la misma protecci�n ante una invasi�n extranjera, independientemente de que haya pagado o no sus impuestos. Por tanto, en el caso extremo no hay esperanza de que se produzcan acuerdos pactados y voluntarios. De esto se deduce que la disposici�n y la financiaci�n de bienes p�blicos corresponde al Estado y las normas obligatorias que exigen contribuci�n han de ser puestas en vigor. Aunque todos los ciudadanos pagasen su parte voluntariamente, lo har�an �nicamente si est�n seguros de que los dem�s pagar�n la suya. As� una vez que los ciudadanos han acordado actuar colectivamente y no como individuos aislados, dando por supuestas las acciones de los dem�s queda todav�a la tarea de formalizar el acuerdo. El sentido de la justicia nos conduce a promover esquemas justos y a cumplir nuestra parte en ellos cuando creemos que los dem�s, o la mayor�a, har�n la suya. Pero en circunstancias normales s�lo puede ofrecerse cierta seguridad si hay un norma obligatoria, puesta en vigor de una manera efectiva. Suponiendo que el bien p�blico es para beneficio de todos y que todos estar�n de acuerdo en aceptarlo, el uso de la coerci�n es perfectamente racional, desde el punto de vista de cada persona. Muchas de las actividades tradicionales del gobierno, en tanto puedan ser justificadas de este modo, pueden explicarse as�. La necesidad de la puesta en vigor de la norma por el estado existir� aun cuando todos se muevan por el mismo sentido de la justicia. Los rasgos caracter�sticos de los bienes p�blicos esenciales necesitan acuerdos colectivos, y debe ofrecerse una estricta seguridad de que ser�n respetados.

Otro aspecto de la situaci�n de los bienes p�blicos es la de su exterioridad. Cuando los bienes son p�blicos e indivisibles, su producci�n causar� beneficios y p�rdidas a otros, que no ser�n tenidas en cuenta por aquellos que la acepten o decidan. As�, en el caso extremo, si una parte de los ciudadanos paga impuestos para cubrir los costes de los bienes p�blicos, la totalidad de la sociedad se ve afectada por las medidas tomadas. Pero puede que aquellos que acuerdan estos tributos no tengan en cuenta estos efectos, y, por tanto, la cuant�a de los costes p�blicos es diferente de lo que ser�a si se considerasen todos lo beneficios y todas las p�rdidas. Los casos normales son aquellos donde la indivisibilidad es parcial y el p�blico es menor. Alguien que se ha vacunado a s� mismo contra un mal contagioso, ayuda a los dem�s del mismo modo que lo har�a consigo mismo, y, aunque no lo beneficie obtener esta protecci�n, ser� mejor para la comunidad local si se tienen en cuenta todas las ventajas. Desde luego, hay casos sorprendentes de da�os p�blicos, como cuando las industrias manchan y desgastan el medio ambiente. Estos costes no se calculan normalmente a trav�s del mercado, de manera que las comodidades producidas se venden muy por debajo de sus costes sociales marginales. Hay una diferencia entre las cuentas privadas y las sociales, que el mercado registra err�neamente. Una tarea esencial de la ley y del gobierno, es la de introducir las correcciones necesarias.

Es evidente, por tanto, que la indivisibilidad y la publicidad de ciertos bienes esenciales y los resultados y pruebas a que dan lugar, necesitan acuerdos colectivos organizados y reforzados por el estado. Que la norma pol�tica est� fundada, �nicamente, en la propensi�n de los hombres a su propio inter�s y a la injusticia, es un punto de vista superficial, ya que, incluso entre hombres justos, una vez que los bienes son divisibles entre una gran cantidad de personas, sus acciones decididas aisladamente no conducir�n al bien general. Es necesario alg�n acuerdo colectivo, y todos quieren asegurarse de que lo aprobar�n si cumplen su parte voluntariamente. En una comunidad grande no se concibe un grado de confianza m�tua en la integridad de otro, que produzca un cumplimiento de la ley superflua. En una sociedad bien ordenada, las sanciones exigidas son, sin duda, suaves, y puede que nunca sean aplicadas, pues la existencia de tales mecanismos es una condici�n normal de la vida humana incluso en este caso.

En estas consideraciones he hecho una distinci�n entre los problemas de aislamiento y seguridad. La primera clase de problemas se plantea cuando el resultado de las decisiones de muchos individuos, hechas aisladamente, es peor para cada uno que otra actuaci�n que, partiendo de una conducta ajena establecida, posibilitase que la decisi�n de cada persona fuera perfectamente racional. Esto es, simplemente, el caso general del dilema del prisionero, que es el ejemplo cl�sico del estado de naturaleza de Hobbes El problema del aislamiento es el de identificar estas situaciones y averiguar qu� contrato colectivo obligatorio ser�a el m�s adecuado, desde el punto de vista de todos. El problema de la seguridad es diferente, aqu� se trata de asegurar a los grupos cooperadores, que el acuerdo est� siendo llevado cabo. La voluntad de contribuci�n de cada persona es contingente respecto a la contribuci�n de los dem�s. As� pues, para mantener la confianza general en el esquema, que es superior desde el punto de vista general o, en todo caso, mejor que la situaci�n que se producir�a con su ausencia, ha de establecerse alg�n medio para administrar multas y castigos. Es aqu� donde la mera existencia de un soberano o, incluso, la creencia general en su eficacia, tiene un papel fundamental. Una �ltima consideraci�n acerca de los bienes p�blicos; ya que la proporci�n de recursos sociales dedicados a su producci�n es diferente del problema de la propiedad p�blica de los medios de producci�n, no hay una conexi�n necesaria entre los dos. Una econom�a de propiedad privada puede asignar una amplia fracci�n de renta nacional a estos objetivos, una sociedad socialista, una peque�a y viceversa. Hay bienes p�blicos de muchas clases, desde equipos militares a servicios de sanidad. Habiendo acordado pol�ticamente asignar y financiar estos bienes, el gobierno puede obtenerlos del sector privado o de empresas p�blicas. La lista de bienes p�blicos producidos y los procesos elaborados para limitar los da�os p�blicos, dependen de la sociedad en cuesti�n. No es un problema de l�gica institucional, sino de sociolog�a pol�tica, que incluye el modo en que las instituciones afectan al balance de ventajas pol�ticas.

Habiendo considerado brevemente dos aspectos del sector p�blico, me gustar�a concluir con unos breves comentarios acerca del alcance que pueden tener los esquemas econ�micos sobre un sistema de mercado en que los precios est�n libremente determinados por la oferta y la demanda. Han de distinguirse varios casos. Todos los reg�menes querr�n usar el mercado para racionar los bienes de consumo producido. Cualquier otro procedimiento es administrativamente embarazoso y se recurrir� a otros sistemas s�lo en casos especiales. Pero en un sistema de libre mercado, la producci�n de bienes est� regida en calidad y cantidad por las preferencias de los consumidores expuestas por sus compras en el mercado. Los bienes que se vendan con un beneficio superior al normal, ser�n producidos en cantidades hasta que el exceso se reduzca. En un r�gimen socialista, las preferencias de los proyectistas o las decisiones colectivas, a menudo juegan un gran papel para determinar la direcci�n de la producci�n. Tanto los sistemas de propiedad privada como los socialistas, permiten normalmente la libre elecci�n de ocupaci�n y el lugar de trabajo. S�lo bajo sistemas autoritarios de cualquier clase se limita esta libertad.

Finalmente, un rasgo caracter�stico es la capacidad del mercado para decidir la cantidad de ahorro y la direcci�n de la inversi�n del mismo modo que la fracci�n de riqueza nacional dedicada a la conservaci�n y eliminaci�n de da�os irremediables en el bienestar de las generaciones futuras. Aqu� hay muchas posibilidades. Una decisi�n colectiva puede determinar la proporci�n del ahorro, mientras que la direcci�n de la inversi�n se deja en gran parte a empresas individuales que rivalizan para obtener fondos. Tanto en un sistema de propiedad privada como en un sistema socialista, se expresa una gran preocupaci�n para prevenir da�os irreversible, y para ahorra recursos naturales y preservar el medio ambiente. Pero puede que cualquiera de ellos act�e err�neamente.

Es evidente, entonces, que no hay un v�nculo esencial entre el uso del libre mercado y la propiedad privada de los medios de producci�n. La idea de que los precios competitivos bajo condiciones normales son justos o equitativos, se remonta a la �poca medieval.

Mientras que la noci�n de que una econom�a de mercado es de alg�n modo, el mejor esquema, ha sido cuidadosamente investigada por los llamados economistas burgueses. Esta conexi�n es una contingencia hist�rica en la que, al menos en teor�a, un r�gimen socialista puede obtener provecho de las ventajas de este sistema. Una de estas ventajas es la eficacia. Bajo ciertas condiciones, los precios competitivos seleccionan los bienes que han de producirse y asignan los recursos para su producci�n de manera que no hay mejor medio de obtener un buen resultado, bien mediante la elecci�n de m�todos productivos por parte de las empresas, o por la distribuci�n de bienes, que resulta de las compras de los consumidores. No hay una reestructuraci�n de la configuraci�n econ�mica resultante que sit�a a un consumidor en una perspectiva mejor, sin perjudicar a otro (a la vista de sus preferencias). No son posibles ulteriores negocios mutuamente ventajosos. Tampoco hay otros procesos productivos factibles, que produzcan m�s ventajas sin ofrecer m�s desventajas a su vez, ya que si esto no fuera as�, la situaci�n de algunos individuos podr�a ser m�s ventajosa sin que hubiese p�rdidas para nadie. La teor�a del equilibrio general explica c�mo dadas las condiciones apropiadas, la informaci�n suministrada por los precios lleva a los agentes econ�micos a actuar por medios encaminados a conseguir este resultado. La competencia perfecta es un procedimiento perfecto respecto a su eficacia. Desde luego, las condiciones requeridas son muy especiales y rara vez dan en su totalidad en el mundo real. Adem�s, los errores y las imperfecciones de mercado, a menudo son graves y deben tomarse medidas compensadoras, mediante la funci�n de la asignaci�n. Las restricciones monopol�sticas, la falta de informaci�n, las econom�as externas y los gastos, deben reconocerse y corregirse. El mercado falla en su totalidad en el caso de los bienes p�blicos, pero estos aspectos no nos preocupan ahora. Estos acuerdos ideales se mencionan �nicamente para aclarar la noci�n pr�xima de la justicia puramente procedimental. La concepci�n ideal se usa para valorar las soluciones existentes y como marco para identificar los cambios que pueden hacerse.

Otra ventaja m�s importante del sistema de mercado es la de que, dado el requisito de las instituciones b�sicas, concuerda con las libertades justas y con una justa igualdad de oportunidades. Los ciudadanos tiene libre elecci�n de carreras y ocupaciones, no hay raz�n para una direcci�n centralizada del trabajo. Seguramente, en ausencia de algunas diferencias de salarios como resultado de un esquema competitivo, es dif�cil ver c�mo, bajo circunstancias normales, pueden evitarse ciertos aspectos de una sociedad autoritaria incompatibles con la libertad.

Adem�s, un sistema de mercado descentraliza el ejercicio del poder econ�mico. Sea cual fuere la naturaleza interna de las empresas, privadas o estatales, dirigidas por empresarios o por gerentes elegidos por los trabajadores, toman los precios de los outputs e inputs dados, y proyectan sus planes de acuerdo con ello. Cuando los mercados son verdaderamente competitivos las empresas no se comprometen en guerras de precios o en otras luchas por el poder del mercado. De acuerdo con la decisi�n pol�tica obtenida democr�ticamente, el gobierno regula el clima econ�mico ajustando ciertos elementos bajo su control, tales como la cantidad total de inversi�n, el valor del inter�s y la cantidad de dinero, etc. No hay necesidad de una programaci�n excesivamente amplia y directa. Los consumidores y las empresas son libres de tomar sus posiciones independientemente, sujetos a las condiciones generales de la econom�a.

Al tener en cuenta la consistencia de los acuerdos de mercados en instituciones socialistas, es esencial distinguir entre las funciones de asignaci�n y distribuci�n de precios.

La primera est� relacionada con la necesidad de conseguir eficacia econ�mica, la �ltima con la determinaci�n de la renta que ha de percibir las personas en contrapartida a su contribuci�n. Es perfectamente concebible en un r�gimen socialista, que se establezca un inter�s adecuado para signar recursos a los proyectos de inversi�n y considerar los grav�menes de las rentas por utilidades del capital y por la escasez de activos naturales, tales como tierras y bosques. Seguramente ha de hacerse esto, si los medios de producci�n han de emplearse del mejor modo posible, ya que si estos activos se generasen sin el esfuerzo humano ser�an tambi�n productivos, en el sentido de qu�, cuando se combinan con otros factores, se obtiene una producci�n mayor. De esto no se deriva, sin embargo, que tenga que haber personas privadas que, como propietarios de estos activos, reciban el equivalente monetario de estas evaluaciones. No obstante, estos precios son indicadores para construir un inventario eficaz de las actividades econ�micas. Excepto en el caso del trabajo, los precios bajo el socialismo no corresponden a la renta pagada a los individuos privados. En vez de esto, la renta atribuida a los activos colectivos y naturales regresa al estado y, por tanto, sus precios no tienen una funci�n distributiva.

Es necesario reconocer que las instituciones de mercado son comunes, tanto en los reg�menes de propiedad privada con los socialistas, y distinguir entre la funci�n de asignaci�n de precios y las de distribuci�n. Ya que, bajo el socialismo, los medios de producci�n y los recursos naturales son p�blicamente pose�dos, la funci�n distributiva, se restringe en gran parte, mientras que, en un sistema de propiedad privada, se usan los precios gradualmente para ambos prop�sitos. El saber cu�l de estos sistemas y de las formas intermedias responde a las exigencias de la justicia, no puede, seg�n creo, determinarse a primera vista. Presumiblemente no hay una respuesta general a este problema, ya que depende en gran parte de las tradiciones e instituciones y fuerzas sociales de cada pa�s, y de sus especiales circunstancias hist�ricas. La teor�a de la justicia no incluye estos aspectos, pero lo que puede hacer es establecer, de un modo esquem�tico, los rasgos de un sistema econ�mico justo que admita algunas variaciones. La decisi�n pol�tica, en cualquier caso, establecer� qu� variaciones ser�n m�s adecuadas para ponerlas en pr�ctica. Una concepci�n de la justicia es parte necesaria de cualquier valoraci�n pol�tica, pero no suficiente.

El esquema ideal descrito en la siguientes secciones, utiliza a menudo los esquemas de mercado. S�lo de este modo, seg�n creo, puede tratarse el problema de la distribuci�n como un caso de justicia puramente procedimental. Obtenemos, adem�s, las ventajas de la eficacia, y protegemos la libertad fundamental de libre elecci�n de ocupaci�n. Al principio, mantengo que el r�gimen es una democracia de propiedad privada, ya que este caso es el m�s conocido.

Pero, como yo he dicho antes, no se intenta prejuzgar la elecci�n de r�gimen en casos concretos, ni tampoco implica que las sociedades actuales que tienen propiedad privada de los medios de producci�n no sufran grandes injusticias. El que exista un sistema ideal del propiedad privada que sea justo, no implica que las formas hist�ricas sean justas o, incluso, tolerables y, desde luego, lo mismo ocurre con el socialismo.

Las instituciones b�sicas para obtener una justicia distributiva.

El principal problema de la justicia distributiva es la elecci�n del sistema social. Los principios de la justicia se aplican a la estructura b�sica y regulan c�mo sus principales instituciones se unen en un esquema. Ahora bien, como hemos visto, la idea de la justicia como imparcialidad usa la noci�n de justicia puramente procesal para tratar las contingencias de las situaciones concretas. El sistema social ha de estructurarse de manera que la distribuci�n resultante sea justa a pesar de todo. Para conseguir este fin, es necesario establecer el proceso econ�mico y social sobre las bases de una pol�tica adecuada y de
instituciones legales. Sin la estructuraci�n adecuada de estas instituciones fundamentales, el resultado del proceso distributivo no ser� justo, por falta de una imparcialidad b�sica. Dar� una breve descripci�n de estas instituciones b�sicas tal y como deber�an existir en un estado democr�tico adecuadamente organizado, que permite la propiedad privada del capital y de los recursos naturales. Estos esquemas son familiares, pero puede ser �til el ver c�mo se adaptan a los dos principios de la justicia. Las modificaciones en el caso del r�gimen socialista las consider� despu�s brevemente.

En primer lugar, mantengo que la estructura b�sica est� regulada por una constituci�n justa que asegura las libertades de una ciudadan�a igual. La libertad de conciencia y la libertad de pensamiento se dan por supuestas, y se mantiene el justo valor de la libertad pol�tica. El proceso pol�tico se considera, en tanto lo permitan las circunstancias, como un procedimiento justo para elegir entre varios gobiernos y para promulgar una legislaci�n justa. Creo, tambi�n, que hay una justa igualdad de oportunidades (no s�lo una igualdad formal). Esto significa que, adem�s de ofrecer iguales oportunidades de ense�anza y cultura, a personas similarmente capacitadas, bien subvencionando escuelas privadas o estableciendo un sistema de escuelas publicas, tambi�n, refuerza y subraya la igualdad de oportunidades en las actividades econ�micas y en la libre elecci�n de ocupaci�n. Esto se logra programando la conducta de las empresas y las asociaciones privadas y previniendo el establecimiento de restricciones monopol�stica y barreras a las posiciones m�s deseadas. Finalmente, el gobierno garantiza un m�nimo social, bien por asignaciones familiares y subsidios especiales, por enfermedad y desempleo, o, m�s sistem�ticamente, por medios tales como impuesto negativo sobre la renta.

Al establecer estas instituciones b�sicas, el gobierno puede considerarse dividido en cuatro funciones. Cada funci�n consiste en varias agencias o actividades encargadas de preservar ciertas condiciones sociales y econ�micas. Estas divisiones, no se sobreponen a la organizaci�n usual del gobierno, sino que son consideradas como funciones diversas . La funci�n de asignaci�n, por ejemplo, ha de mantener el sistema de precios factiblemente competitivo, y prevenir la formaci�n de un mercado de poder irracional. Tal poder no existe en tanto los mercados no puedan ser m�s competitivos de acuerdo con las exigencias de la eficacia, de los hechos geogr�ficos y las preferencias de los consumidores. La funci�n de asignaci�n est� tambi�n, encargada de identificar y corregir, mediante impuestos y subsidios adecuados, y cambios en la definici�n de los derechos de propiedad, las desviaciones m�s obvias de la eficacia, causadas por el error en los precios, al medir exactamente los costes y beneficios sociales. Para este fin, han de establecerse impuestos y subsidios adecuados o ha de revisarse el alcance de la definici�n de los derechos de la propiedad. La funci�n estabilizadora, por otro lado, trata de lograr el pleno empleo, en el sentido de que aquellos que quieran trabajo lo encuentren y la libre elecci�n de ocupaci�n y el despliegue de capital se vean soportados por una demanda fuerte y efectiva. Estas dos funciones, en conjunto, tratan de mantener la eficacia general de la econom�a de mercado.

El m�nimo social es responsabilidad de la funci�n de transferencia. M�s adelante, considerar� a qu� nivel ha de ser fijado el m�nimo, pero por el momento, es suficiente con unas observaciones generales. Lo fundamental es que el resultado de esta funci�n tenga en cuenta las necesidades y les asigne un valor apropiado respecto a otras demandas. Un sistema competitivo de precios no toma en consideraci�n las necesidades, y, por tanto, no puede ser el �nico mecanismo de distribuci�n. Debe haber una divisi�n de trabajo entre las partes del sistema social, en respuesta a los preceptos del sentido com�n de la justicia. Las diferentes instituciones se enfrentan a diferentes demandas. Los mercados competitivos, adecuadamente regulados, aseguran la libre elecci�n de ocupaci�n y conducen a un uso eficaz de los recursos y a una asignaci�n de comodidades para los consumidores. Estos mercados imponen una carga sobre los preceptos convencionales relacionados con salarios y jornales, mientras que la funci�n de transferencia garantiza un cierto nivel de bienestar y respeta las demandas y necesidades. Eventualmente, discutir� estos preceptos de sentido com�n y su aparici�n en el contexto de las diferentes instituciones. Lo importante aqu� es que ciertos preceptos tienden a conectarse con instituciones espec�ficas. Se deja a los sistemas b�sicos en su conjunto que determinen c�mo han de ser examinados estos preceptos. Ya que los principios de la justicia regulan toda la estructura, tambi�n regulan el equilibrio de los preceptos. En general, este equilibrio sufrir� variaciones de acuerdo con la concepci�n pol�tica subyacente.

Es claro que la justicia de las porciones distributivas depende de las instituciones b�sicas y de c�mo asignen la renta total, los salarios y otras rentas m�s transferibles. Hay, y con raz�n, una fuerte objeci�n a la determinaci�n competitiva de la renta total, ya que �sta ignora las demandas de necesidad y de un apropiado nivel de vida. Desde el punto de la etapa legislativa es racional asegurarse a uno mismo y a sus descendientes contra estas contingencias del mercado. Desde luego, el principio de la diferencia lo exige. Pero una vez que se obtiene un m�nimo adecuado mediante transferencias, puede ser perfectamente justo que el resto de la renta total se determine por el sistema de precios, suponiendo, que sea moderadamente eficaz y libre de restricciones monopolistas, y que se hayan eliminado la exteriorizaciones irracionales. Adem�s, este modo de tratar la demanda de necesidades puede parecer m�s eficaz que el tratar de regular la renta mediante niveles salariales m�nimos. Es mejor asignar a cada rama s�lo aquellas tareas compatibles unas con otras. Ya que el mercado no est� capacitado para responder a las demandas de necesidades, �stas deben de resolver mediante un proceso diferente. El que los principios de la justicia sean satisfechos plantea el problema de si la renta de los menos aventajados (salarios m�s transferencias) sea tal que maximice sus expectativas (concordes con las limitaciones de la libertad y de la justa igualdad de oportunidades.

Finalmente, hay una funci�n de distribuci�n. Su tarea es la de preservar la justicia de las porciones distributivas mediante la tributaci�n y los reajustes necesarios sobre los derechos de propiedad. Han de distinguir dos aspectos de esta funci�n. En primer lugar, impone ciertos impuestos sobre la donaci�n y sucesi�n y establece restricciones sobre los derechos de transmisi�n. El prop�sito de estos impuestos y reglamentaciones no es el de incrementar la renta (ceder recursos al gobierno) sino corregir, gradual y continuamente, (la distribuci�n de riqueza y prevenir las concentraciones de poder perjudiciales para la equidad de la libertad pol�tica y de la justa igualdad de oportunidades. Por ejemplo, el principio progresivo debe aplicarse a la muerte del beneficiario. Haciendo esto, se alentar� una amplia dispersi�n de propiedad, que parece ser una condici�n necesaria si ha de mantenerse el justo valor de estas libertades. El recibir mediante herencia una riqueza desigual, no es m�s injusto, intr�nsecamente, que el recibir por herencia una inteligencia desigual. Es verdad que el primer caso est� m�s f�cilmente sujeto al control social; pero lo esencial es que en lo posible, las desigualdades basadas en cualquiera de los dos aspectos satisfagan el principio de la diferencia. As�, la herencia es permisible, siempre que la desigualdad resultante sea en ventaja de los menos afortunados y compatible con la libertad y la justa igualdad de oportunidades. Como ya hemos dicho, la justa igualdad de oportunidades significa un conjunto de instituciones que asegure la igualdad de oportunidades para la educaci�n y la cultura de personas similarmente capacitadas, y mantenga los trabajos y los empleos abiertos a todos, sobre la base de las capacidades y de los esfuerzos relacionados con la importancia de las tareas y trabajos. Son estas instituciones las que se ponen en peligro cuando las desigualdades de riqueza exceden un cierto l�mite. Por otro lado, la libertad pol�tica tiende a perder su valor y el gobierno representativo se convierte en tal gobierno �nicamente en apariencia. Los impuestos y las legislaciones de la funci�n de distribuci�n han de procurar que no traspase este l�mite. Naturalmente, el l�mite de este punto es asunto de decisi�n pol�tica, dirigida, en teor�a, por el buen sentido y las presunciones evidentes dentro de una amplia perspectiva. Ante este tipo de problemas, la teor�a de la justicia no tiene nada concreto que decir. Su objetivo es el de formular los principios que han de regular las instituciones b�sicas.

La segunda parte de la funci�n de distribuci�n es un esquema de tributaci�n para producir los beneficios que exige la justicia. Los recursos sociales han de ser cedidos al gobierno, de manera que pueda proveer bienes p�blicos y hacer los pagos necesarios para satisfacer el principio de la diferencia. Este problema pertenece a la funci�n de distribuci�n, ya que la carga de la distribuci�n ha de ser justamente compartida y se trata de establecer soluciones justas.

Dejando de lado otras complicaciones, es importante destacar que un impuesto proporcional sobre el gasto puede ser una parte del mejor esquema impositivo. Principalmente porque es preferible a un impuesto sobre la renta (de cualquier clase) al nivel de los preceptos de sentido com�n de la justicia, ya que impone una carga de acuerdo con la cantidad de bienes que una persona saca del almac�n com�n y no de acuerdo a la cantidad con la que contribuye (suponiendo que la renta haya sido justamente obtenida). De nuevo, un impuesto proporcional sobre el consumo total (anual) puede contener las exenciones normales para casos pendientes, etc. Adem�s, trata a todo el mundo de un modo igual (suponiendo, de nuevo, que la renta haya sido justamente obtenida). Puede ser mejor, por tanto, usar tasas progresivas �nicamente cuando son necesarias para preservar la justicia de la estructura b�sica, respecto al primer principio de la justicia y a la justa igualdad de oportunidades, y tambi�n para prevenir las acumulaciones de propiedad y poder que corroen las instituciones correspondientes. El cumplir esta norma puede ayudar a se�alar una distinci�n importante en cuestiones de pol�tica. Y, si los impuestos proporcionales parecen ser m�s eficaces porque interfieren menos con los incentivos, esto puede explicar su necesidad en el caso de que haya de elaborarse un esquema factible. Como antes, estos son problemas de decisi�n pol�tica, y no una parte de la teor�a de la justicia. En cualquier caso, estamos considerando tal impuesto proporcional como una parte de un esquema ideal para una sociedad bien ordenada, a fin de explicar el contenido de los dos principios. De esto no se deriva que, dada la injusticia de las actuales instituciones, los impuestos progresivos sobre la renta tengan cierta justificaci�n cuando se consideran todas estas cosas. En la pr�ctica, normalmente hemos de elegir entre varias soluciones injustas, y, despu�s, nos dirigimos a la teor�a no ideal para encontrar un esquema lo menos injusto posible. Algunas veces este esquema incluir� medidas y programa que un sistema perfectamente justo reflejar�a. Dos errores pueden dar lugar a una soluci�n, en el sentido de que la m�s asequible puede contener un equilibrio de imperfecciones, un reajuste de injusticias compensadas. Las dos partes de la funci�n distributiva derivan de los dos principios de la justicia. Los impuestos sobre sucesiones y sobre la renta en tasas progresivas (cuando son necesarias), la definici�n legal del derecho de propiedad, han de asegurar las instituciones de la libertad en una democracia de propiedad privada, y el valor justo de los derechos que establecen. Impuestos proporcionales sobre el gasto (o la renta), aseguran beneficios para los bienes p�blicos, para la funci�n de transferencia y para el establecimiento de la justa igualdad de oportunidades en la ense�anza o en casos an�logos, de modo que se obtenga como resultado el segundo principio. No se ha hecho menci�n en ning�n caso del criterio tradicional de la tributaci�n, que mantiene que los impuestos han de ser exigidos de acuerdo con los beneficios recibidos o la capacidad de pago. La referencia a los preceptos de sentido com�n, en conexi�n con los impuestos sobre la renta, es una consideraci�n secundaria. El alcance de estos criterios est� regulado por los principios de la justicia. Una vez que el problema de las porciones distributivas es considerado como el problema de estructurar las instituciones b�sicas, los criterios convencionales no tienen una fuerza independiente, aunque sean adecuados en ciertos casos espec�ficos. Suponer lo contrario ser�a mantener un punto de vista insuficientemente comprensivo. Es evidente tambi�n que la estructura de la funci�n distributiva no presupone modelos de criterios utilitaristas acerca de las ventajas individuales. Los impuestos sobre la sucesi�n y los impuestos progresivos sobre la renta, por ejemplo, no se basan en la idea de que los individuos tienen funciones de utilidad similares al satisfacer el principio marginal decreciente. El objeto de la funci�n distributiva no es, desde luego, maximizar el balance neto de satisfacci�n, sino establecer instituciones b�sicas justas. Las dudas acerca de la confirmaci�n de las funciones de utilidad son irrelevantes. Este es un problema de los utilitaristas, no de la teor�a contractual.

He mantenido que el objeto de las funciones del gobierno es establecer un r�gimen democr�tico, en donde la tierra y el capital sea amplia, aunque no igualmente, pose�dos. La sociedad no est� dividida de manera que un peque�o sector controle el dominio de los recursos productivos. Cuando esto ocurre, y las porciones distributivas satisfacen los principios de la justicia, pueden afrontarse muchas cr�ticas socialistas a la econom�a del mercado. Pero es claro, en cualquier caso, que un r�gimen liberal socialista puede tener respuesta para los dos principios de la justicia. S�lo tenemos que suponer que los medios de producci�n son p�blicamente pose�dos y que las empresas son dirigidas por asambleas de trabajadores o por funcionarios designados por ellos. Las decisiones colectivas, hechas democr�ticamente bajo la constituci�n, determinan los rasgos generales de la econom�a, tales como la cantidad de ahorro y la proporci�n del producto social dedicado a los bienes p�blicos esenciales. Dada la situaci�n econ�mica resultante, las empresas reguladas por las fuerzas del mercado se comportan como hemos visto. Sin embargo, las instituciones b�sicas tomar�n una forma diferente, especialmente en el caso de la funci�n distributiva. No hay raz�n, en principio, para que no puedan obtener porciones distributivas justas. La teor�a de la justicia no favorece por s� misma cualquiera de los dos reg�menes. Como hemos visto, la decisi�n de qu� sistema es el mejor, depende de sus circunstancias, instituciones, y tradiciones hist�ricas. Algunos socialistas objetan a todas las instituciones de mercado, el estar intr�nsecamente corrompidas, y esperan establecer una econom�a donde los hombres se mueven en su mayor parte por intereses altruistas. A la vista de lo anterior, el mercado no es, desde luego, una soluci�n ideal, pero, ciertamente, dadas las instituciones b�sicas necesarias, se rechazan los peores aspectos de la llamada esclavitud de los salarios. El problema, por tanto, es el de la comparaci�n de las alternativas posibles. Parece improbable que el control de la actividad econ�mica por la burocracia, que estar�a obligada a desarrollarse en un sistema regulado socialmente (dirigido centralmente, o guiado por acuerdos obtenidos por las asociaciones industriales. (Suponiendo siempre que exista el marco adecuado) Para estar seguros, un esquema competitivo es impersonal y autom�tico en los detalles de su operaci�n. Sus resultados particulares no expresan la decisi�n consciente de los individuos, pero, en muchos aspectos, esto es una virtud de esta soluci�n, y el uso del sistema de mercado no implica una p�rdida de autonom�a humana. Una sociedad democr�tica puede elegir basarse en los precios, a la vista de las ventajas que ello comporta, y despu�s, mantener las instituciones b�sicas que la justicia exige. Esta decisi�n pol�tica, del mismo modo que la regulaci�n de las posibles soluciones, puede ser perfectamente razonable y libre.

La teor�a de la justicia supone, adem�s, un l�mite definido sobre la fuerza de la motivaci�n social y altruista. supone que los individuos y grupos promueven intereses competitivos, y aunque ellos deseen actuar justamente, no est�n dispuestos a abandonar sus intereses. No hay necesidad de insistir en que esta presunci�n no implica que los hombres sean ego�stas en el sentido ordinario de la palabra. Por el contrario, una sociedad donde todos puedan conseguir el m�ximo bienestar, donde no haya demandas conflictivas y las necesidades de todos aparezcan unidas, sin coacci�n en un armonioso plan de actividad, es una sociedad que, en cierto sentido, va m�s all� de la justicia. Ha eliminado las ocasiones en que se hace necesario recurrir a los principios del derecho y de la justicia. Este caso ideal no tiene inter�s a pesar de lo deseable que pueda ser. No obstante, debemos tener en cuenta que, aun as�, la teor�a de la justicia tiene un importante papel te�rico: Define las condiciones bajo las cuales la coherencia espont�nea de intereses y deseos de los individuos no es forzada ni proyectada, sino que expresa una armon�a especial acorde con el bien ideal. No continuar� con estas cuestiones. Lo importante es que los principios de la justicia son compatibles con diferentes tipos de reg�menes.

Hay un �ltimo caso que necesita ser considerado. Supongamos que la anterior explicaci�n cerca de las instituciones b�sicas es suficiente para nuestros prop�sitos, y que los principios de la justicia conducen a un sistema definido de actividades gubernativas y definiciones sobre la propiedad, conjuntamente con una lista de impuestos. En este caso, los gastos p�blicos totales y las rentas que producen, necesariamente est�n bien delimitados, y la distribuci�n de renta y de riqueza resultante es justa sea la que fuere. De esto no se deriva, sin embargo, que los ciudadanos no deban decidir el hacer otros gastos p�blicos. Si un n�mero lo suficientemente grande de ciudadanos consideran que los beneficios marginales de los bienes p�blicos son mayores que los de los bienes asequibles a trav�s del mercado, en necesario que el gobierno encuentre el modo de proporcionarlos. Ya que la distribuci�n de renta y riqueza se supone que es justa, el principio que sirve de gu�a cambia. Vamos a suponer, entonces, que hay una quinta funci�n del gobierno, la funci�n de cambio, que consiste en un cuerpo especialmente representativo que toma nota de los diferentes intereses sociales y sus preferencias por determinados bienes p�blicos. La constituci�n autoriza a considerar s�lo aquellos proyectos de ley que prevean las actividades del gobierno, independientemente de lo que exige la justicia, y estas actividades ser�n promulgadas �nicamente cuando satisfagan el criterio de unanimidad de Wicksell. Esto significa que no aprobar�n gastos p�blicos, a menos que se acuerden al mismo tiempo los medios de cubrir sus costes, sino un�nimemente, al menos de modo aproximado. A una moci�n que proponga una nueva actividad p�blica, se le exige que contenga una o m�s soluciones alternativas para repartir los costes. La idea de Wicksell es la de que, si el bien p�blico consiste en un uso eficaz de los recursos sociales, debe de haber alg�n esquema para distribuir los impuestos extra entre las diferentes clases de contribuyentes, de modo que obtenga la aprobaci�n general. Si no existe tal propuesta, al gasto sugerido es in�til y no deber�a ser acometido. As�, la funci�n de cambio trabaja mediante el principio de la eficacia y crea, en efecto, un cuerpo mercantil especial, que ordena los bienes y los servicios p�blicos en aquellas situaciones donde se rompe el mecanismo de mercado. Debe a�adirse, sin embargo, que aparecen grandes dificultades al intentar llevar a cabo esta idea. Aun dejando de lado la estrategias electorales y el desconocimiento de las preferencias, las discrepancias en el regateo por el poder, efectos de la renta, etc., pueden ocasionar que no se alcance un resultado eficaz. Quiz� s�lo cabe una soluci�n aproximada. Sin embargo, dejar� de lado estos problemas.

Se hacen necesarias varias explicaciones para evitar mal entendidos. En primer lugar, como destaca Wicksell, el criterio de unanimidad supone que la distribuci�n de renta y riqueza es justa y que tambi�n lo es la definici�n de los derechos de propiedad. Sin este importante requisito, tendr�a todas las faltas del principio de la eficacia, ya que simplemente se refiere a este principio en el caso de gastos p�blicos. Pero, cuando se satisface esta condici�n, el principio de unanimidad es s�lido. No existe ninguna otra justificaci�n para usar el aparato del estado para obligar a algunos ciudadanos al pago de beneficios no deseados que la de forzarlos a indemnizar a otro por sus gastos privados. As� se puede aplicar el criterio del beneficio, mientras que antes no era posible y aquellos que quieran m�s gastos p�blicos de diferentes clases, han de usar la funci�n de cambio para ver si se han acordado los impuestos necesarios. El tama�o del presupuesto de cambio, independientemente del presupuesto nacional, viene determinado por los rasgos eventualmente aceptados. En teor�a, los miembros de la comunidad deben adquirir conjuntamente bienes p�blicos, hasta el punto en que su valor marginal iguala el de los bienes privados.

Ha de tenerse en cuenta que la funci�n de cambio incluye un cuerpo representativo independiente. La raz�n es se�alar que la base de este esquema es el principio del beneficio, y no los principios de la justicia. Ya que la concepci�n de las instituciones b�sicas ha de organizar nuestras consideraciones acerca de la justicia, y el velo de la ignorancia se aplica en la etapa legislativa, la funci�n de cambio es, �nicamente, un acuerdo comercial. No hay restricciones sobre la informaci�n (excepto aquellas que son necesarias para que el esquema sea m�s eficaz) ya que depende de los ciudadanos el conocer las tasaciones de los bienes p�blicos y privados. Deber�amos, tambi�n, tener en cuenta, que en la funci�n de cambio, los miembros representativos (y los ciudadanos a trav�s de ellos) se gu�an por sus intereses. Por al contrario, al describir las otras funciones, suponemos que los principios de la justicia se aplican a las instituciones �nicamente sobre la base de una informaci�n general. Intentamos dilucidar lo que los legisladores racionales e imparciales, limitados por el velo de la ignorancia promulgar�an para llevar a cabo la concepci�n de la justicia. Los legisladores ideales no votan sus intereses. Estrictamente hablando, la idea de la funci�n de cambio no forma parte de la secuencia cuatripartita. No obstante, puede haber confusi�n entre las actividades del gobierno y los gastos p�blicos necesarios para sostener las instituciones justas y aquellas actividades derivadas del principio del beneficio. Con la distinci�n de funciones en mente, la concepci�n de la justicia como imparcialidad se hace m�s asequible. Para estar seguros, es a menudo dif�cil distinguir entre las dos clases de actividades del gobierno y puede parecer que algunos bienes p�blicos entran en ambas categor�as. Dejar� estos problemas aqu�, esperando que la distinci�n te�rica est� suficientemente clara por el momento.

El problema de la justicia entre las generaciones

Consideraremos ahora el problema de la justicia entre las generaciones. No hay necesidad de acentuar las dificultades que este problema plantea. Hace sufrir a cualquier teor�a �tica un severo, si no imposible examen. No obstante, la concepci�n de la justicia como imparcialidad estar�a incompleta sin una discusi�n acerca de este importante aspecto. El problema se produce en el contexto actual porque sigue abierta la cuesti�n de si el sistema social global, la econom�a competitiva rodeada del conjunto de instituciones b�sicas, puede estructurarse de modo que satisfaga los principios de la justicia. La respuesta est� sujeta a depender, de alg�n modo, del nivel en el que se fije el m�nimo social. Pero esto se conecta con el problema de hasta qu� punto la generaci�n presente est� obligada a respetar las demandas de sus sucesores.

Por ahora no me he referido a cu�l va a ser la amplitud de este m�nimo. El sentido com�n, sin embargo, dir�a que el nivel adecuado depende del promedio de la riqueza del pa�s y que este m�nimo se elevar� cuando el promedio aumente. O podr�amos decir que el nivel adecuado viene determinado por las expectativas normales. Peto todas estas sugerencias son poco satisfactorias. La primera no es lo suficientemente precisa, ya que no dice en qu� medida el m�nimo depende del promedio de riqueza, y pasa por alto otros aspectos relevantes tales como la distribuci�n. Mientras que el segundo no ofrece un criterio que nos diga cu�les son razonables. Una vez que se acepta el principio de la diferencia, se sigue que el m�nimo ha de establecerse en un punto que, tomando en cuenta los salarios, maximice las expectativas del grupo menos aventajado. Graduando la cantidad de transferencias (por ejemplo: el tama�o de los pagos suplementarios de renta) es posible aumentar o disminuir las perspectivas de los menos aventajados, su �ndice de bienes primarios (medidos por los salarios y las transferencias), para conseguir el resultado deseado.

A primera vista, puede parecer que el principio de la diferencia exige un m�nimo muy alto. Naturalmente, imaginamos que la mayor riqueza de aquellos mejor situados ha de ser graduada hasta que todo el mundo tenga m�s o menos la misma renta. Pero este es un concepto err�neo, aunque pueda servir en circunstancias especiales. La expectativa que se produce al aplicar el principio de la diferencia es la de que las perspectivas de los menos favorecidos se extiendan a las generaciones futuras. Cada generaci�n no s�lo debe preservar las ventajas de la cultura y de la civilizaci�n y mantener intactas las asociaciones justas que han sido establecidas, sino tambi�n, realizar en cada per�odo de tiempo una cantidad considerable de acumulaci�n de capital real. Este ahorro puede tomar varias formas, desde la inversi�n neta en maquinaria y otros medios de producci�n, a la inversi�n en la ense�anza y en la educaci�n. Suponiendo por un momento que el principio de ahorro justo es factible, lo que no indicar�a qu� amplitud ha de tener la inversi�n, puede determinarse el nivel del m�nimo social. Supongamos, para mayor simplicidad, que el m�nimo se ha graduado mediante transferencias extra�das de los impuestos proporcionales sobre la renta. En este caso, elevar el m�nimo ocasionar� un incremento de la proporci�n mediante la que se tasa el consumo. Posiblemente, si se agranda esta fracci�n, aparece un punto tras el cual puede ocurrir una de las dos cosas: o bien no puede obtenerse un ahorro adecuado, o los impuestos mayores interfieren tanto con la eficacia econ�mica que no mejoran las perspectivas de los menos aventajados, sino que empiezan a declinar. En cualquier caso, el m�nimo correcto se ha alcanzado. Se ha satisfecho el principio de la diferencia y no hay crecimiento ulterior.

Estos comentarios acerca de c�mo especificar el m�nimo social, nos conducen al problema de la justicia entre dos generaciones. El lograr un principio de econom�a justo es uno de los aspectos de este problema. Ahora bien, creo que no es posible, al menos por el momento, definir los l�mites precisos que deber�a tener la cantidad de ahorro. C�mo la capacidad de acumulaci�n de capital y de elevaci�n del nivel de civilizaci�n y de cultura ha de ser compartida entre las generaciones, parece no haber una respuesta precisa. De esto no se deriva, sin embargo, que ciertos l�mites que imponen restricciones �ticas considerables no puedan formularse. Como hemos dicho, la teor�a moral caracteriza un punto de vista desde el que han de enfocarse los programas pol�ticos, y, a menudo, es cierto que la respuesta sugerida es err�nea aun cuando no est� a nuestro alcance otra doctrina alternativa. As�, parece evidente, por ejemplo, que el cl�sico principio de la utilidad nos conduce en direcci�n equivocada en el problema de la justicia entre generaciones. Ya que si consideramos que el tama�o de la poblaci�n es variable, y postulamos, a largo plazo una productividad marginal de capital muy elevada, puede que lleguemos a una acumulaci�n total excesiva (al menos en el futuro m�s cercano). Ya que, desde un punto de vista moral, no hay bases para desestimar el futuro bienestar, sobre la base de la preferencia en el tiempo, la conclusi�n es que las mayores ventajas de las generaciones futuras ser�n lo suficientemente grandes como para compensar los sacrificios presentes. Esto puede ser verdad s�lo si con m�s capital y mejor tecnolog�a fuese posible sostener una poblaci�n lo suficientemente grande. As� la doctrina utilitarista nos lleva a exigir grandes sacrificios a las generaciones m�s pobres, en favor de las mayores ventajas de las generaciones posteriores, que est�n mejor situadas. Pero este c�lculo de ventajas, que equilibra las p�rdidas de unos y los beneficios de otros, parece estar menos justificado en el caso de las generaciones, que en el caso de los contempor�neos. Incluso si no podemos definir con precisi�n un principio de econom�a justo, deber�amos evitar este extremo.

Ahora bien, la doctrina contractual contempla el problema desde el punto de vista de la posici�n original y obliga a que las partes adopten un principio adecuado de ahorro, y parece claro que, tal como se presentan, los dos principios de la justicia han de adaptarse a esta problem�tica. En efecto, cuando se aplica el principio de la diferencia del problema del ahorro a lo largo de las diferentes generaciones, implica igualmente el no ahorrar absolutamente nada o no ahorrar lo bastante para mejorar suficientemente las circunstancias sociales y lograr que todas las libertades equitativas sean efectivamente ejercidas. Al seguir un principio justo de ahorro, cada generaci�n aporta una contribuci�n a los que le seguir�n y la recibe de sus predecesores. No existe forma alguna para las generaciones posteriores de intervenir en las situaciones, quiz� menos afortunadas, de generaciones anteriores. Por ello, el principio de la diferencia no es v�lido en cuanto al problema de la justicia entre generaciones, por lo que hemos de tratar de alguna forma el problema del ahorro.

Algunos han juzgado injustas las diferencias de fortunas entre generaciones. Herzen observa que el desarrollo humano es una especie de parcialidad cronol�gica, dado que los que viven despu�s gozan el trabajo de sus predecesores sin pagar el mismo precio. Kant juzgaba desconcertante que las generaciones anteriores arrastraran su cargo con el solo fin de que las que vinieran m�s tarde la gozaran y tuvieran la buena suerte de participar en el logro final.

Aunque completamente naturales, estas opiniones carecen de base, ya que, si bien la relaci�n gene-
racional es muy peculiar, no entra�a ninguna dificultad insuperable.

Es un hecho natural que las generaciones se desarrollen en el tiempo seg�n tendencias de beneficio econ�mico: se trata de una situaci�n que no puede alterarse, por lo que no puede plantearse el problema de la justicia. Lo que puede ser justo o injusto es la forma en que las instituciones se enfrentan a las limitaciones naturales y la forma en la que est�n dise�adas para aprovecharse de las posibilidades hist�ricas. Obviamente, si todas las generaciones han de obtener alg�n beneficio (exceptuando las m�s antiguas), todas las partes han de convenir en un principio de ahorro que asegure que cada generaci�n recibir� de sus predecesores la parte que le corresponde y, a su vez, har� su parte para que tambi�n la reciban quienes le seguir�n. Entre generaciones, los �nicos intercambios econ�micos son, por as� decirlo, virtuales, o sea, ajustes compensadores efectuados en origen, en el momento de ser adoptado un principio justo de ahorro.

Pero quien considera este problema no sabe a qu� generaci�n pertenece o, lo que es lo mismo, a qu� grado de civilizaci�n ha llegado su sociedad, y no tiene medios para afirmar si esta sociedad es pobre o relativamente rica, principalmente agr�cola o ya industrializada, etc. A este respecto, el velo de la ignorancia es francamente herm�tico. Pero, dado que tomamos el presente como primera interpretaci�n de la situaci�n inicial, los participantes se saben contempor�neo y, a menos que modifiquemos nuestros presupuestos, no existe para ellos raz�n alguna para acordar cualquier tipo de ahorro. Las generaciones anteriores podr�n haber ahorrado o no: es algo contra lo que no podemos hacer nada, por lo que, si queremos llegar hasta un resultado razonable, hemos de asumir primero que las partes representantes l�neas familiares quienes, digamos, se preocupan al menos de sus m�s inmediatos descendientes; segundo, hemos de asumir que el principio adoptado ha de ser tal que fuera deseable que todas las generaciones anteriores lo hubiera seguido. Estos condicionamientos, aunados al velo de la ignorancia, est�n para asegurarnos de que cualquier generaci�n ha de mirar por las dem�s.

Al estructurar un principio justo de ahorro (o, mejor dicho, los l�mites de tal principio), los participantes deben preguntarse qu� cantidad estar�n dispuestos a ahorrar en cada etapa, en la suposici�n de que todas las dem�s generaciones hayan ahorrado o ahorren de acuerdo con el mismo criterio. Deben de considerar esta voluntad de ahorrar en cualquier fase de civilizaci�n dada, a sabiendas de que los porcentajes propuestos habr�n de regular los l�mites de la acumulaci�n. Es importante subrayar que un principio de ahorro es una regla que establece un porcentaje adecuado ( o unos l�mites de porcentajes) por adelantado a cada nivel, o sea, una regla que determina un programa de porcentajes. Presumiblemente, a diferentes niveles les ser�n asignados diferentes porcentajes. Cuando la situaci�n es de pobreza y el ahorro dif�cil, se pensar� en una tasa de ahorro m�s bien baja, mientras que en una sociedad opulenta pueden esperarse mayores porcentajes de ahorro, dada que entra�an un sacrifico menor. Finalmente, una vez que han sido establecidas instituciones justas y que las libertades b�sicas han sido efectivamente alcanzadas, la acumulaci�n neta deseada cae a cero. En este punto, una sociedad cumple con su obligaci�n de justicia con s�lo mantener instituciones justas y preservando su base material. Los principios justos de ahorro se aplican a lo que una sociedad debe ahorrar como principio de justicia: si sus miembros desean ahorrar por otras razones, esto ya es otro asunto.

Resulta imposible ser muy detallado en cuanto al programa de porcentajes que habr�a de ser establecido: lo m�s que podemos esperar de estas consideraciones intuitivas es que ciertos extremos fueran desechados. La sujeci�n del compromiso se aplica aqu� al igual que antes. Por otra parte, desear�n que todas las generaciones aporten alg�n ahorro (circunstancias especiales aparte) dado que si nuestros predecesores han cumplido, siempre ser� en provecho nuestro: lo cual establece l�mites muy amplios a la regla del ahorro. Para precisar un poco m�s estos l�mites, supongamos que las partes interesadas se preguntan cu�l ser�a la cantidad razonable que los miembros de generaciones adyacentes esperaban unos de otros, por anticipado, cada nivel. Tratar�an de establecer un programa justo de ahorro, equilibrando la cantidad que estar�an dispuestos a ahorrar a favor de sus descendientes m�s inmediatos con la cantidad que creer�an poder exigir por parte de su predecesores. Por ello, al imaginarse ser, digamos, padres, habr�an de establecer la cantidad que deber�an apartar para uso de sus hijos y nietos, despu�s de observar lo que tuvieran derecho de exigir parte de sus padres y abuelos. Al llegar a una estimaci�n que parezca justa a los dos extremos -con la debida reserva para las mejoras circunstanciales- se llega a un porcentaje (o l�mites de porcentajes) justo, para este nivel. Una vez realizada esta operaci�n en todos los niveles, se obtiene la definici�n del principio de ahorro. Como es natural, las partes interesadas han de tener siempre en cuenta el objetivo del proceso acumulativo, o sea, un tipo de sociedad con base material suficiente para establecer instituciones de justicia efectivas, al amparo de las cuales puedan ser alcanzadas la libertades b�sicas. Y en el supuesto de que el principio de ahorro cumpla este requisito y sea seguido, ninguna generaci�n puede culpar de nada a otra, independientemente de la separaci�n que estas generaciones mantengan en el tiempo.

El problema de la preferencia en el tiempo y de la prioridad lo dejar� para las pr�ximas secciones. Por el momento deseo se�alar varios rasgos de la doctrina contractual. En primer lugar mientras que es evidente que el principio de ahorro justo no puede ser adoptado democr�ticamente en su totalidad, la concepci�n de la posici�n original llega a los mismos resultados. Ya que nadie sabe a qu� generaci�n pertenece, el problema es considerado desde un punto de vista individual y la soluci�n adecuada se expresa por el principio adoptado. Todas las generaciones est�n representadas en la posici�n original, ya que siempre ser�a elegido el mismo principio. El resultado ser� una decisi�n idealmente democr�tica que se ajusta a las demandas de cada generaci�n y, por tanto, satisface el precepto de que lo que toca a todos a todos concierne. Adem�s es obvio que cada generaci�n, excepto posiblemente la primera, se beneficia cuando se mantiene una cantidad de ahorro razonable. El proceso de acumulaci�n, una vez que ha comenzado y ha sido puesto en pr�ctica, es en beneficio de todas las generaciones ulteriores. Cada generaci�n trasmite a la siguiente un equivalente justo de capital real definido por un principio de ahorro justo (ha de tenerse en cuenta aqu� que capital no es s�lo las f�bricas y maquinarias, sino tambi�n el conocimiento y la cultura, tanto como la tecnolog�a y las pr�cticas que hacen posible las instituciones justas y la libertad). Este equivalente es una retribuci�n por lo que se recibe de las generaciones anteriores y capacita a las que vienen despu�s para disfrutar una vida mejor en un sociedad m�s justa.

Es, tambi�n, caracter�stico de la doctrina contractual el definir un estado justo de la sociedad al que se dirige todo el curso de la acumulaci�n. Este rasgo deriva del hecho de que una concepci�n ideal de la estructura b�sica est� inmersa en los principios elegidos en la posici�n original. Respecto a esto, la justicia como imparcialidad contrasta con los enfoques utilitarista. El principio de ahorro puede contemplarse como un acuerdo entre las generaciones para cumplir su parte en el trabajo de realizar y proteger una sociedad justa. El fin del proceso de ahorro se precisa a priori, aunque s�lo puedan discernirse ciertas l�neas generales. Las circunstancias particulares, conforme se produzcan, determinar�n en su momento los aspectos m�s espec�ficos, pero, en cualquier caso, no estamos sujetos a seguir maximizando indefinidamente. Desde luego, es por esta raz�n por la que el principio de ahorro se acuerda despu�s de los principios de justicia de las instituciones, aunque este principio restrinja el principio de la diferencia. Estos principios nos indican a qu� nos hemos de oponer. El principio de ahorro representa una interpretaci�n, obtenida en la posici�n original, del deber natural, previamente aceptado, de sostener y fomentar las instituciones justas. En este caso, el problema �tico es el acordar el medio que, a trav�s del tiempo, trate a las generaciones justamente durante todo el curso de la historia de la sociedad. Lo que parece justo a las personas en la posici�n original, define la justicia tanto en este momento como en los dem�s.

El significado de la �ltima etapa de la sociedad no debe ser mal interpretado. Ya que todas las generaciones han de hacer su parte para conseguir un estado de cosas justo, tras el cual no se exige un ahorro ulterior, este estado no ha de ser considerado como el �nico que da significado y objeto a todo el proceso. Por el contrario todas las generaciones tienen sus propios fines. No est�n subordinadas unas a otras, M�s de lo que est�n los individuos. La vida de las personas se concibe como un esquema de cooperaci�n desarrollado en un momento hist�rico, y que aparece gobernado por la misma concepci�n de justicia que regula la cooperaci�n de los contempor�neos. Ninguna generaci�n tiene mayores exigencias que otra.

Finalmente, la �ltima etapa, en lo que se refiere al ahorro, no es de gran abundancia. Esta consideraci�n merece, quiz�, alguna matizaci�n. La riqueza adicional puede no ser superflua para ciertas utilidades; e incluso, el promedio de renta puede que en t�rminos absolutos, no sea muy alto. La justicia no exige que las primeras generaciones ahorren de tal modo que las posteriores sean simplemente m�s ricas. Se exige el ahorro como una condici�n para conseguir la completa realizaci�n de las instituciones justas y del claro valor de la libertad. Si se intenta conseguir una acumulaci�n adicional es por otras razones. Es un error creer que una sociedad justa y buena debe esperar un elevado nivel material de vida. Lo que los hombres quieren es un trabajo racional en libre asociaci�n con otros, estas asociaciones regular�n sus relaciones con las dem�s en un marco de instituciones b�sicas justas. Para lograr este estado de cosas no se exige una gran riqueza. De hecho, franqueados ciertos l�mite, puede ser m�s un obst�culo, una distracci�n insensata, si no una tentaci�n para el abandono y la vacuidad. Desde luego la definici�n de trabajo racional es un problema en s� mismo. Aunque no es un problema de la justicia, en la tercera parte se incluyen textos y observaciones que aluden a ello.

Hemos de combinar, ahora, el principio de ahorro justo con los dos principios de la justicia. Esto se hace suponiendo que este principio se define desde el punto de vista de los menos aventajados en cada generaci�n. Es la persona representativa de cada grupo, que se extiende a trav�s del tiempo, quien, mediante reajustes virtuales, ha de especificar la cantidad de acumulaci�n. Se intenta as�, limitar la aplicaci�n del principio de la diferencia. En cualquier generaci�n sus expectativas han de ser maximizadas, sujet�ndolas a la condici�n de dejar de lado los ahorros que fuesen reconocidos. As�, la instituci�n del principio de la diferencia, viene limitada por el principio del ahorro. Mientras que el primer principio de la justicia, el principio de justa igualdad de oportunidades, limita la aplicaci�n del principio de la diferencia entre generaciones, el principio del ahorro limita su alcance entre ellas.

Por supuesto, el ahorro de los menos favorecidos, no necesita hacerse tomando parte activa en el proceso de inversi�n, sino que consiste normalmente en la aprobaci�n de la soluciones econ�micas necesarias para la acumulaci�n adecuada. El ahorro se logra aceptando, como una decisi�n pol�tica, aquellos programas proyectados para mejorar en las generaciones posteriores el nivel de vida de los menos aventajados, absteni�ndose de los beneficios inmediatos que est�n disponibles. Manteniendo estos acuerdos, el ahorro necesario puede lograrse, y ninguna persona representativa de los menos beneficiados de cualquier generaci�n puede quejarse de que otra no cumpla su parte. Tambi�n ha de tenerse en cuenta que, en su mayor parte, especialmente en las primeras etapas, la concepci�n general de la justicia se aplica m�s f�cilmente que los dos principios en orden serial. Pero la idea es lo suficientemente clara de por s� y no dificultar� su planteamiento. Es suficiente, por tanto, con un breve esquema de algunos de los rasgos fundamentales del principio del ahorro. Podemos ver c�mo las personas en las diferentes generaciones tienen deberes y obligaciones unas con otras, lo mismo que sus contempor�neos. La generaci�n presente no puede hacer lo que le plazca, sino que est� sujeta a los principios elegidos en la posici�n original y que definan la justicia entre las personas en los diferentes momentos del tiempo. Y, adem�s, los hombres tienen un deber natural de sostener y fomentar las instituciones justas y, para ello, se exige el progreso de la civilizaci�n hasta un cierto nivel. La deducci�n de estos deberes y obligaciones puede parecer, en principio, una aplicaci�n extra�da de la doctrina contractual. No obstante, estas exigencias ser�an reconocidas en la posici�n original y, por tanto, la concepci�n de la justicia como imparcialidad abarca estos aspectos sin sufrir ninguna alteraci�n en su idea fundamental.

La preferencia en el tiempo

He mantenido que, al elegir un principio de econom�a, las personas en la posici�n original no tienen preferencia en el tiempo. Hemos de considerar las razones para esta presunci�n. En el caso de un individuo, el limitar la preferencia en el tiempo es un rasgo de su racionalidad. Tal y como mantiene Sidgwick, la racionalidad implica un inter�s imparcial en todos los aspectos de nuestra vida. Las diferencia de situaci�n en el tiempo, el que algo sea anterior o posterior, no es por s� mismo una base racional para considerarlo o No. Desde luego, una ventaja presente o pr�xima puede ser considerado con m�s profundidad a la vista de su mayor o menor certeza o probabilidad y deber�amos tomar en consideraci�n qu� cambios sufrir� nuestra situaci�n y nuestra capacidad para disfrutar estas ventajas. Pero ninguna de estas cosas justifica nuestra preferencia por un bien menor presente a uno mayor futuro a causa de su posici�n m�s cercana en el tiempo.

Sidgwick pens� que las nociones de bien universal y bien individual son similares en sus aspectos esenciales. Manten�a que lo justo y lo bueno de una persona se construye mediante la comparaci�n e integraci�n de los diferentes bienes de cada momento, tal y como se suceden en el tiempo, de tal manera que el bien universal se construye por comparaci�n e integraci�n de los bienes de diferentes personas. Las relaciones de las partes con el todo y de las partes entre s�, son an�logas en cada caso, estando fundamentadas en el principio colectivo de la utilidad. El principio del ahorro para la sociedad no debe ser afectado por la preferencia en el tiempo, ya que, como antes, la situaci�n diferente en el tiempo de las personas y generaciones no justifica en s� misma el que sean tratadas de modo diferente.

Ya que, en la justicia como imparcialidad, los principios de la justicia no son prolongaciones de los principios de la elecci�n racional, el argumento contra la preferencia en el tiempo debe ser de otra clase. El problema se soluciona mediante la referencia a la posici�n original. Pero una vez que lo enfoquemos desde otra perspectiva, llegamos a la misma conclusi�n. No hay raz�n para que los grupos den valor a la mera situaci�n en el tiempo. Han de elegir una cantidad de ahorro para cada nivel de civilizaci�n. Si hacen una distinci�n entre per�odos m�s cercanos y per�odos futuros, porque la situaci�n futura parezca menos importante ahora, entonces la situaci�n presente parecer� en el futuro menos importante. Ya que ha de tomarse alguna decisi�n, no hay base para utilizar su actual desestimaci�n del futuro, ni la futura desestimaci�n del presente. La situaci�n es sim�trica, y una elecci�n es tan arbitraria como la otra.

Ya que las personas en la posici�n original consideran el punto de vista de cada per�odo, bajo el velo de la ignorancia, esta simetr�a se les presenta clara y no consentir�n un principio que valora las per�odos m�s cercanos m�s o menos profundamente. S�lo de este modo, pueden llegar a un acuerdo s�lido, desde todos los puntos de vista, ya que, reconocer un principio de preferencia temporal, es autorizar a personas diferentemente situadas en el tiempo, a imponer sus reivindicaciones sobre los otros, bas�ndose �nicamente en esta contingencia.

Seg�n lo exige una prudencia racional, el rechazo de la preferencia en el tiempo no es incompatible con el tomar en consideraci�n las dudas y las circunstancias transitorias. Tampoco obliga a usar una tasa de inter�s (tanto en una econom�a socialista como en una econom�a de propiedad privada) para racionar los fondos fijados para la inversi�n. Por el contrario, la restricci�n es la de que en los primeros principios de la justicia no se nos permite tratar de un modo diferente a las generaciones, �nicamente sobre la base de que sean anteriores o posteriores en el tiempo. La posici�n original est� definida de tal manera que conduzca al principio adecuado. En el caso del individuo, la preferencia en el tiempo es irracional. Significa que no est� considerando todos los momentos como partes iguales de una vida. En el caso de la sociedad, la pura preferencia en el tiempo es injusta. significa (como, por ejemplo, cuando se desestima el futuro) que, los que viven, toman ventaja de su posici�n en el tiempo para favorecer sus propios intereses.

El punto de vista contractual concuerda con Sidgwick al rechazar la preferencia en el tiempo como base para la elecci�n social. Los que viven en el presente y se dejan llevar por tales consideraciones, pueden perjudicar a sus predecesores y a sus descendientes. Ahora bien, esta discusi�n puede parecer contraria a principios democr�ticos, ya que a menudo se dice que estos principios exigen que los deseos de la generaci�n presente determinen la pol�tica social. Desde luego, se supone que estas preferencias han de ser aclaradas y discernidas bajo condiciones apropiadas. El ahorro colectivo para el futuro tiene muchos aspectos de un bien p�blico, y tambi�n se plantean aqu� problemas de aislamiento y seguridad. Pero, suponiendo que estas dificultades est�n superadas y que las opiniones colectivas de la generaci�n presente son conocidas bajo las condiciones necesarias, puede pensarse que una consideraci�n democr�tica del estado no exige la intervenci�n del gobierno en favor de las generaciones futuras, aun cuando la opini�n p�blica est� equivocada.

El que esta idea sea correcta, depende de como sea interpretada. No puede objetarse que sea una descripci�n de una constituci�n democr�tica. Una vez que la opini�n p�blica est� claramente expresada en la legislaci�n y en los programas sociales, el gobierno no puede pasarla por alto sin dejar de ser democr�tico. No est� autorizado a anular las consideraciones del electorado acerca de la cantidad de ahorro que debe hacerse. Si un r�gimen democr�tico est� justificado, entonces, el que el gobierno tenga ese poder, conducir� a una injusticia mayor. Hemos de hacer nuestra elecci�n entre los diversos acuerdos constitucionales, de acuerdo con la manera en que lleven a cabo una legislaci�n justa y eficaz. Una dem�crata es aquel que cree que una constituci�n democr�tica se adec�a a este criterio. Pero su concepci�n de la justicia incluye ciertas medidas ante las posibles demandas de las generaciones futuras. Si, por razones pr�cticas, en la elecci�n de un r�gimen el electorado tuviese la �ltima palabra, esto se debe �nicamente a que es m�s correcto que el que un gobierno est� capacitado para desechar sus deseos. Ya que una constituci�n justa, incluso bajo condiciones favorables, es un caso de justicia procesal imperfecta, puede ocurrir que las personas decidan err�neamente. Causando da�os irreversibles, pueden perpetuar graves ofensas en contra de otras generaciones, que podr�an haberse evitado bajo otra forma de gobierno. Incluso la injusticia puede ser perfectamente evidente y demostrable por la misma concepci�n de justicia que subyace bajo el r�gimen democr�tico. Varios principios de esta concepci�n puede que aparezcan, m�s o menos expl�citamente, en la constituci�n, citadas por la opini�n judicial al interpretarla.

En estos casos, no hay raz�n para que un dem�crata no se oponga a la voluntad p�blica mediante formas apropiadas de desobediencia, como aquellos casos en que un funcionario intenta alterarla. Aunque creo en la solidez de una constituci�n democr�tica, y acepto el deber de defenderla, el deber de obedecer leyes particulares puede ser desechado en situaciones en que la opini�n colectiva es suficientemente injusta. No hay nada absoluto respecto a la decisi�n p�blica referente al nivel de ahorro; y su predisposici�n respecto a la preferencia en el tiempo no merece una consideraci�n especial. De hecho, la ausencia de lo grupos perjudicados, las generaciones futuras, lo hace todo m�s discutible. No se deja de ser dem�crata a menos que se piense que alguna otra forma de gobierno ser�a mejor, y las gestiones se dirijan a este fin. En tanto no se crea esto, sino que se piense que ciertas formas de desobediencia, por ejemplo, actos de desobediencia civil, u objeciones de conciencia, son medios necesarios y razonables para corregir democr�ticamente los programas pol�ticos trazados, entonces nuestra conducta concuerda con la aceptaci�n de una constituci�n democr�tica. En el pr�ximo cap�tulo discutir� este problema con m�s detalle. Por el momento, lo fundamental es que la voluntad colectiva referente a la provisi�n para el futuro est� sujeta, como las dem�s decisiones, a los principios de la justicia. Los rasgos peculiares de este caso no lo convierten en una excepci�n.

Hemos de tener en cuenta que el rechazar la pura preferencia en el tiempo como un primer principio, es compatible con el reconocimiento de que una cierta desestimaci�n del futuro puede fomentar otros falsos criterios. Por ejemplo, ya he apuntado que el principio utilitarista puede conducir a una proporci�n extremadamente alta de ahorro, que impondr� cargas excesivas a las primeras generaciones. Esta consecuencia puede corregirse de alg�n modo, desestimando el bienestar de los que hayan de vivir en el futuro. Si no se tiene en cuenta el bienestar de las generaciones futuras, no se necesita tanto ahorro como antes. Igualmente es posible alterar la acumulaci�n exigida, graduando los par�metros en la funci�n de utilidad postulada. No discutir� estos problemas aqu�. Desgraciadamente, s�lo puedo expresar la opini�n de que estos recursos mitigan simplemente las consecuencias de principios err�neos. La situaci�n es similar en algunos aspectos a la que se encuentra en la concepci�n intuicionista, que combina el nivel de utilidad con un principio de igualdad. All�, el criterio de igualdad convenientemente valorado sirve para corregir el criterio de utilidad, cuando ning�n principio considerado aisladamente ser�a aceptable, As�, de un modo an�logo, comenzando con la idea de que la cantidad de ahorro apropiada es aquella que maximiza la utilidad social a trav�s del tiempo (maximiza en su totalidad), podemos obtener un resultado m�s plausible si el bienestar de las generaciones futuras se valora menos profundamente, y la desestimaci�n adecuada depende de la velocidad de crecimiento de la poblaci�n, sobre la productividad del capital, etc�tera. Lo que hacemos es ajustar ciertos par�metros para obtener una conclusi�n m�s concorde con nuestros juicios intuitivos. Podemos encontrarnos con que, para conseguir la justicia entre las generaciones, son necesarias estas modificaciones del principio de utilidad. Ciertamente, el introducir la preferencia en el tiempo puede ser una ayuda en tales casos; pero creo que el invocarlo de este modo indica que hemos partido de una concepci�n err�nea. Hay diferencia entre esta situaci�n y la idea intuicionista anteriormente mencionada. A diferencia del principio de igualdad, la preferencia en el tiempo no tiene una referencia �tica intr�nseca, sino que introduce de un modo puramente ad-hoc para atenuar las consecuencias del criterio de utilidad.

Otros casos de prioridad

El problema del ahorro justo puede utilizarse para ilustrar otros casos relativos a la prioridad de la justicia. Un rasgo de la doctrina contractual, es que impone un l�mite sobre lo que puede exigirse a una generaci�n que ahorre en favor del bienestar de generaciones posteriores. El principio del ahorro justo act�a como un l�mite sobre la proporci�n de acumulaci�n. Cada generaci�n ha de cumplir su parte para lograr las condiciones necesarias para conseguir instituciones justas y un valor justo de libertad; pero no puede exigirse algo m�s all� de este punto. Ahora bien, puede objetarse que, especialmente cuando la suma de ventajas es muy grande, y representa grandes crecimientos, pueden exigirse proporciones de ahorro mayores. Algunos, quiz�, vayan m�s all�, y mantengan que las desigualdades en riqueza y autoridad que violan el segundo principio de la justicia pueden justificarse si los beneficios econ�micos y sociales subsecuente son lo suficientemente grandes. Para apoyar su punto de vista pueden acudir a ejemplos en los que parece que aceptamos tales desigualdades y proporciones de acumulaci�n en favor del bienestar de las generaciones futuras. Keynes observa, por ejemplo, que las inmensas acumulaciones de capital obtenidas antes de la primera guerra mundial no podr�an haber tenido lugar en una sociedad en la que a riqueza estuviese dividida por igual. La sociedad del siglo XIX estaba proyectada par situar la renta incrementada en manos de aquellos que no iban a consumirla. Los nuevos ricos no eran dados a grandes gastos y preferir�an al placer de un consumo inmediato al poder que da la inversi�n. Era, precisamente, la desigualdad en la distribuci�n de riqueza, la que hizo posible el r�pido crecimiento del capital y el progreso m�s o menos continuo del nivel de vida general. Es este hecho, seg�n opini�n de Keynes, el que proporcion� la justificaci�n fundamental del sistema capitalino. Si los ricos hubiesen gastado su riqueza en ellos mismos, tal r�gimen ser�a rechazado como intolerable. Ciertamente hay medios m�s eficaces y justos de elevar el nivel de bienestar y cultura que el describe Keynes. Es s�lo en circunstancias especiales, incluyendo la moderaci�n de la clase capitalista en contraposici�n a la autotolerancia de la aristocracia, cuando se permite a la sociedad obtener fondos, de inversi�n dotando a los ricos con m�s de lo que ellos creen poder gastar decentemente en s� mismos. Pero el punto esencial es que la justificaci�n de Keynes, sean o no conocidas sus premisas, puede haber sido la hecha �nicamente como referencia al progreso de la situaci�n de la clase trabajadora. Si bien sus circunstancias parecen austeras. Keynes, presumiblemente, mantiene que si hubiese muchas injusticias en el sistema, no habr�a posibilidad real de que pudiesen desechar, y mejorar, por tanto, las condiciones de vida de los menos aventajados. Bajo otras soluciones la posici�n de la clase trabajadora hubiese sido peor. No necesitamos considerar si estas ideas son verdad o no. Es suficiente apuntar que contrariamente a lo que pensar�amos, Keynes no dice que las injusticias con los pobres est�n justificadas por el mayor bienestar de las generaciones posteriores. Esto ocasiona la prioridad de la justicia sobre la eficacia, y una suma mayor de ventajas. Cuando se infringen los l�mites de la justicia en materia de ahorro, debe demostrarse que las circunstancias son tales que el no transgredirlas conducir�a a una injusticia mayor para aquellos sobre los que recae esta injusticia. Este caso es similar a aquellos ya discutidos bajo el t�tulo de la prioridad de la libertad.

Est� claro que las desigualdades que Keynes ten�a en mente tambi�n violan el principio de justa igualdad de oportunidades. As�, hemos de considerar los argumentos que justifican la infracci�n de este criterio y la formulaci�n de la norma de prioridad adecuada. Muchos escritores mantienen que la justa igualdad de oportunidades tendr�a graves consecuencias. Creen que cierta clase de estructura social jer�rquica, unida a una clase gobernante con caracter�sticas hereditarias importantes es esencial para el bien p�blico. El poder pol�tico deber�a ser ejercido por hombres capacitados para ello y educados desde la ni�ez para asumir las costumbres constitucionales de su sociedad, hombres cuyas ambiciones aparezcan moderadas por los privilegios y amenidades de su posici�n privilegiada. De otro modo el inter�s es demasiado elevado, y aquellas personas faltas de cultura y convicci�n se enfrentan unas a otras para controlar el poder del estado en favor de su propios fines. As�, Burke cre�a que las grandes familias de las capas gobernantes contribuyen, mediante la cordura de su influencia pol�tica, el bienestar general de generaci�n en generaci�n. Y Hegel pensaba que las restricciones a la igualdad de oportunidades, como ocurre en el caso de la primogenitura, son esenciales para asegurar una clase terreteniente especialmente adecuada para la decisi�n pol�tica en virtud de su independencia del estado de la b�squeda de beneficios y de las m�ltiples contingencias de la sociedad civil. Las familias privilegiadas y las distribuciones de propiedad, disponen a aquellos que disfruten sus ventajas para dilucidar m�s claramente el inter�s universal en beneficio de toda la sociedad. Desde luego, no es necesario apoyar un sistema r�gidamente estratificado; hemos de mantener, por el contrario, que es esencial para obtener unas bases s�lidas de la clase gobernante, que la integren personas de talento poco com�n, y que sean plenamente aceptadas. Pero este requisito coincide con la negaci�n del principio de igualdad de oportunidades.

Ahora bien, para hacer valer la prioridad de la igualdad de oportunidades sobre el principio de la diferencia, no es suficiente alegar, como lo hicieron Burke y Hegel, que toda la sociedad, incluyendo los menos favorecidos, se benefician de ciertas restricciones sobre la igualdad de oportunidades. Tambi�n es necesario decir que, el intento de eliminar estas desigualdades interferir�a con el sistema social y las operaciones de la econom�a, de modo que las oportunidades de los menos aventajados estar�an m�s restringidas.

La prioridad de la igualdad de oportunidades, como en el caso similar de la prioridad de la libertad, significa que debemos recurrir a las oportunidades dadas a aquellos con menores probabilidades. Debemos mantener que, de este modo, se le abre un campo m�s amplio de alternativas m�s deseables de lo que hubiesen sido en cualquier otro caso.

Pero no seguir� con estos problemas. Debemos considerar, sin embargo, que, a pesar de que la vida interna y la cultura de una familia influyen, quiz� como ninguna otra cosa, en los m�viles de un ni�o, y su capacidad de beneficiarse con la educaci�n, y por tanto, sus proyectos vitales, estos efectos no son necesariamente incompatibles con la justa igualdad de oportunidades. Incluso en una sociedad bien ordenada que satisfaga los dos principios de la justicia, la familia puede ser una barrera para la igualdad de oportunidades entre las personas, Ya que, como he dicho antes, el segundo principio s�lo requiere iguales perspectivas vitales en todos los sectores de la sociedad para aquellos similarmente capacitados y motivados. Si hay diferencias entre las familias del mismo sector, respecto a c�mo definen las aspiraciones del ni�o, entonces, aunque exista una igualdad de oportunidades entre los diferentes sectores, no existir� tal igualdad entre las personas. Esta posibilidad plantea el problema del alcance de la noci�n de igualdad de oportunidades; pero dejar� los comentarios sobre esto para m�s adelante. S�lo observar� aqu� que, aceptar el principio de la diferencia y las normas de prioridad que sugiere, reduce la urgencia por conseguir una perfecta igualdad de oportunidades.

No examinar� si hay argumentos s�lidos que anulan el principio de la justa igualdad de oportunidades en favor de una estructura jer�rquica. Estos aspectos no son parte de la teor�a de la justicia. Lo importante es que, mientras tales consideraciones pueden parecer ego�stas e hip�critas, toman la forma correcta cuando pretenden (correctamente o no) que las oportunidades de los sectores menos favorecidos de la comunidad estar�an m�s limitadas si estas desigualdades fuesen eliminadas. Hemos de mantener que no son injustas; Ya que las condiciones para lograr la plena realizaci�n de los principios de la justicia no existen.

Habiendo considerado estos casos de prioridad, har� una exposici�n final de los dos principios de la justicia para las instituciones. Para hacerlo de un modo completo, har� un examen exhaustivo incluyendo las primeras formulaciones.

Primer Principio

Cada persona ha de tener un derecho igual al m�s amplio sistema total de libertades b�sicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos.

Segundo principio

Las desigualdades econ�micas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para:

a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y

b) unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades.

Primera Norma de Prioridad (La prioridad de la Libertad)

Los principios de la justicia han de ser clasificados en un orden lexicogr�fico, y, por tanto, las libertades b�sicas s�lo pueden ser restringidas en favor de la libertad en s� misma.

Hay dos casos:

a) una libertad menos extensa debe reforzar el sistema total de libertades compartido por todos;

b) una libertad menor que la libertad igual debe ser aceptada por aquellos que detentan una libertad menor.

Segunda Norma de Prioridad (la Prioridad de la Justicia sobre la Eficacia y el Bienestar)

El segundo principio de la justicia es lexicogr�ficamente anterior al principio de la eficacia, y al que maximiza la suma de ventajas; y la igualdad de oportunidades es anterior al principio de la diferencia.

Hay dos casos:

a) la desigualdad de oportunidades debe aumentar las oportunidades de aquellos que tengan menos;

b) una cantidad excesiva de ahorro debe, de acuerdo con un examen previo. mitigar el peso de aquellos que soportan esta carga.

Concepci�n general

Todos los bienes sociales primarios --libertad, igualdad de oportunidades, renta, riqueza, y las bases de respeto m�tuo-, han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribuci�n desigual de uno de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados.

A modo de comentario, estos principios u normas de prioridad son, sin duda, incompletos. Evidentemente han de hacerse otras modificaciones, pero, no complicar� estas consideraciones acerca de los principios. Es suficiente observar que, cuando aludimos a la teor�a no ideal, el orden lexicogr�fico de los dos principios, y la valoraciones que �ste implica, sugieren normas de prioridad que parecen razonables en muchos casos. Mediante varios ejemplos he tratado de aclarar c�mo pueden usarse estas normas, y de exponer su plausibilidad. As�, la graduaci�n de los principios de la justicia en la teor�a ideal, refleja y dirige la aplicaci�n de estos principios en situaciones practicas. Esta graduaci�n identifica qu� limitaciones han de imponerse en primer lugar. En los casos m�s extremos de la teor�a no ideal las normas de prioridad fallar�n en alg�n punto, y, seguramente, no encontraremos una respuesta satisfactoria. Pero debemos intentar posponer en lo posible este hecho y estructurar la sociedad de modo que no pueda ocurrir.

Los preceptos de la justicia

El esquema del sistema de instituciones que satisface los dos principios de la justicia est� ahora completo. Una vez que se averigua cu�l es la cantidad de ahorro justa, o se especifica la extensi�n de las cantidades, obtenemos un criterio para graduar el nivel del m�nimo social. La suma de transferencias y beneficios obtenidos de los bienes p�blicos esenciales deber�a ser proyectada para mejorar las perspectivas de los menos favorecidos, a trav�s del ahorro necesario y del mantenimiento de la libertades justas. cuando la estructura b�sica toma esta forma, la distribuci�n resultante ser� justa (o al menos no injusta) sea la que fuere. Cada uno recibe esa renta total (salarios y trasferencias) de la que es titular , bajo el sistema p�blico de normas en que se basan sus leg�timas expectativas.

Ahora bien, como hemos visto anteriormente, un rasgo fundamental de esta concepci�n de la justicia distributiva, es que contiene un elemento de justicia puramente procedimental. No intento definir cu�l ser�a la distribuci�n justa de bienes y servicios sobre la base de la informaci�n acerca de las preferencias y demandas de las personas. Esta clase de conocimiento se considera irrelevante desde un punto de vista general, y en cualquier caso, introduce complicaciones que no pueden ser resueltas por principios todo los simples que se supone que las personas acordar�n. pero, para que la noci�n de justicia puramente procedimental tenga �xito, es necesario, como he dicho antes, establecer y administrar imparcialmente un sistema justo de instituciones. La confianza es la justicia puramente procedimental presupone que la estructura b�sica satisface los dos principios.

Esta explicaci�n de las porciones distributiva es, simplemente una elaboraci�n de la conocida idea de que la renta y los salarios ser�n justos, una vez que se organice adecuadamente un sistema factible de precios competitivos, y se encaja en una estructura b�sica justa. Estas condiciones son suficientes. La distribuci�n resultante es un ejemplo de justicia b�sica an�logo al resultado de juego justo. Pero necesitamos considerar si esta concepci�n corresponde a nuestras ideas intuitivas acerca de lo que es justo o injusto. En concreto debemos preguntar c�mo concuerda con los preceptos de sentido com�n de la justicia. Parece como si hubi�semos ignorado estas nociones en conjunto. Ahora deseo mostrar que pueden tener justificaci�n, y explicar su situaci�n subordinada.

El problema puede exponerse del modo siguiente. Mill argumentaba correctamente que, en tanto permanezcamos al nivel de los preceptos de sentido com�n, no hay reconciliaci�n posible entre estos criterios de justicia. Por ejemplo, en el caso de los salarios, los preceptos a cada uno de acuerdo con su esfuerzo, y cada uno de acuerdo con su contribuci�n, son contradictorios, considerados aisladamente. Adem�s, si deseamos asignarles ciertos valores, no ofrecen el modo de determinar c�mo han de conocerse sus m�ritos, As�, los preceptos de sentido com�n no expresan una teor�a espec�fica acerca de los salarios justos o equitativos. Sin embargo, de ello no se deduce, como Mill parece suponer, que podamos encontrar una concepci�n satisfactoria, adoptando �nicamente el principio utilitarista.

Se hace necesario un principio superior; pero hay otras alternativas adem�s de la utilidad. Incluso, es posible elevar uno de estos preceptos, o una combinaci�n de los mismos, al nivel de un primer principio, como cuando se dice: a cada uno de acuerdo con su capacidad, a cada uno de acuerdo con sus necesidades. Desde el punto de vista de la teor�a de la justicia, los dos principios de la justicia definen el criterio superior correcto. Por tanto, el problema es el de considerar si los preceptos de sentido com�n de la justicia aparecer�an en una sociedad bien ordenada, y c�mo recibir�an el valor adecuado.

Consideremos el caso de los salarios en una econom�a perfectamente competitiva, circundada por una estructura b�sica justa. Supongamos que cada empresa (pose�da p�blica o privadamente), debe ajustar sus pagos a las fuerzas de la oferta y la demanda. Los salarios que pague la empresa no pueden ser tan elevados que impidan contratar el personal suficiente, tan bajos que un gran n�mero no ofrecer� sus conocimientos a la vista de las otras oportunidades asequibles. Si hay equilibrio, el atractivo de los diferentes trabajos ser� el mismo. Es f�cil, entonces, ver c�mo entran en juego los preceptos de la justicia. Estos preceptos identifican rasgos de los trabajos significativos, tanto desde el punto de la oferta, como del de la demanda. La demanda de trabajadores por parte de un empresa, est� determinada por la productividad marginal del trabajo, es decir, por el valor neto de una unidad de trabajo, medido por el precio de venta de los productos que produce. El valor de esta contribuci�n a la empresa, reposa eventualmente en las condiciones de mercado, en lo que los consumidores desean pagar por los diferentes bienes.

La experiencia y el entrenamiento, la capacidad natural y los conocimientos especiales, llevan a conseguir una prima. Las empresas desean pagar m�s a aquellos que poseen estas caracter�sticas, porque su productividad es mayor. Este hecho explica y justifica el precepto: a cada uno de acuerdo con su contribuci�n, y, como casos especiales, tenemos las normas: a cada uno de acuerdo con sus conocimientos, o su experiencia, etc. Pero tambi�n, considerado del lado de la oferta, debe pagarse una prima, si aquellos que posiblemente ofrecer�n sus servicios en el futuro son persuadidos de encargarse de los costes de entrenamiento y pr�rrogas. De un modo similar, los trabajos que implican un empleo inseguro o inestable, o que son desempe�ados bajo condiciones peligrosas o desagradablemente forzadas, tienden a recibir un pago mayor. De otro modo no se encuentran personas que las soporten. De estas circunstancias se derivan preceptos tales como: a cada uno de acuerdo con su esfuerzo, o los riesgos que soporta, etc. Aun cuando se supone que las personas tiene la misma capacidad natural, estas normas seguir�n siendo resultado de la actividad econ�mica. Dadas las aspiraciones de las unidades productivas, y las de los que buscan trabajo, ciertas caracter�sticas son consideradas de cierta importancia. En cualquier caso, los m�todos salariales tienden a reconocer estos preceptos y, concediendo un tiempo necesario para los reajustes, les asignan el valor que resulta de las condiciones de mercado.

Todo esto parece razonablemente clara. Hay, sin embargo, otros puntos de cierta importancia, ya que las diferentes concepciones de la justicia generan preceptos de sentido com�n bastante similares. As�, en un sociedad regulada por el principio de utilidad, todas las normas superiores ser�an reconocidas. En tanto que los prop�sitos de las agentes econ�micos sean similares, se recurre a la aplicaci�n de estos preceptos, y las pr�cticas salariales los tomar�n en cuenta de un modo expl�cito. Por otro lado, el valor que se asigna a estos preceptos no ser�, en general, siempre el mismo. Es aqu� donde la concepciones de justicia difieren. No s�lo habr� una tendencia a dirigir las pr�cticas salariales por otros medios, sino que la tendencia de los sucesos econ�micos tomar� un curso diferente. Cuando la familia de instituciones b�sicas est� gobernada por concepci�n diferentes, las fuerzas de mercado, a las que se ajustan las empresas y los trabajadores, no ser�n las mismas. Un examen diferente de la oferta y de la demanda, demostrar� que los preceptos son valorados de modo distinto. As�, el contraste entre las diferentes concepciones de la justicia, no funciona a nivel de normar de sentido com�n, sino a trav�s del �nfasis que estas normas reciben en cada momento. En ning�n caso puede considerarse fundamental la noci�n tradicional de un balance justo o equitativo ya que depender� de los preceptos que regulan, el sistema b�sico y los reajustes que exigen las presentes condiciones.

Un ejemplo puede aclarar este punto. Supongamos que la estructura b�sica de una sociedad segura la justa igualdad de oportunidades, mientras que una segunda sociedad no. Entonces, en el primer tipo de sociedad, el precepto de: a cada uno de acuerdo con su contribuci�n, en la forma concreta de a cada uno de acuerdo con sus conocimientos o su educaci�n, tendr�, probablemente, mucho menos valor. Esto es verdad a�n asunto suponiendo, como lo sugieren los hechos, que las personas tengan siempre capacidades naturales. La raz�n para ello es que cuantas m�s personas reciban los beneficios de la ense�anza y la educaci�n, la oferta de personas capacitadas en el primer tipo de sociedad, en mucho mayor. Cuando no hay restricciones en la entrada, o imperfecciones en el mercado para los pr�stamos (o subsidios) a la educaci�n, la prima ganada por aquellos mejor dotados es mucho menor. La relativa diferencia en los salarios, entre la clase con renta m�s baja y la clase con renta m�s alta, tiende a desaparecer; y esta tendencia es a�n mayor cuando se cumple el principio de la diferencia. As�, el precepto de: a cada uno de acuerdo con sus conocimientos y su educaci�n, tiene menos valor en el primer tipo de sociedad que en el segundo, mientras que el precepto: cada uno de acuerdo con su esfuerzo, tiene m�s valor. Desde luego, una concepci�n de la justicia, requiere que, cuando cambien las condiciones sociales, cambie tambi�n el equilibrio de los preceptos. A trav�s del tiempo, la aplicaci�n adecuada de sus principios, reajusta la estructura social, de tal manera que las fuerzas de mercado tambi�n cambian, renovando, por tanto, el valor de los preceptos. No hay nada inalterable en el equilibrio existente, aun cuando sea correcto.

Adem�s, es esencial tener en cuenta el lugar subordinado de las normas de sentido com�n. El hacer esto es dif�cil, ya que son familiares, y conocidas, a trav�s de la vida diaria, y, por tanto, nos predisponen a pensar que el status que producen, no ofrece justificaci�n. Ninguno de estos preceptos puede ser ascendido a primer principio. Cada uno de ellos se produce en respuesta a un rasgo relevante, conectado con ciertas instituciones particulares, este rasgo es uno entre muchos, y estas instituciones son de una clase especial. El adoptar uno de ellos como primer principio, nos conducir� seguramente a olvidar otras cosas que han de tenerse en cuenta. Y, si todos o la mayor�a de los preceptos, son tratados como primeros principios, no se obtiene una claridad sistem�tica. Los preceptos de sentido com�n est�n en el nivel err�neo de generalidad. En orden a encontrar primeros principios adecuados, debemos seguir sus pasos. Ciertamente, algunos preceptos parecen bastante generales al principio. Por ejemplo, el precepto: a cada uno de acuerdo con su contribuci�n, abarca muchos casos de distribuci�n en una econom�a perfectamente competitiva. Aceptando la teor�a de la producci�n marginal de distribuci�n, cada factor de producci�n recibe una renta de acuerdo con lo que a�ade al output (suponiendo la propiedad privada de los medios de producci�n). En este sentido, un trabajador recibe en pago todo el valor del resultado de su trabajo, ni m�s ni menos. A primera vista esto nos parece justo. Responde a la idea del derecho natural a la propiedad de los frutos de nuestro trabajo. Por ello, para algunos escritores el precepto de la contribuci�n ha parecido satisfactorio como un principio de la justicia.

Es f�cil ve, sin embargo, que �ste no es el caso. El producto marginal del trabajo depende de la oferta y de la demanda. Lo que una persona contribuye con su trabajo, var�a de acuerdo con la demanda de expertos por parte de las empresas, y esto a su vez var�a de acuerdo con la demanda de los productos. La contribuci�n de una persona est� afectada por la cantidad de ofertas de conocimientos similares. Por tanto, no podemos suponer que, cumpliendo el precepto de la contribuci�n, obtengamos un resultado justo, a menos que las fuerzas subyacentes en el mercado, y la asequibilidad de las oportunidades que refleja est�n adecuadamente reguladas. Y esto implica, como hemos visto, que la estructura b�sica en conjunto es justa. Por tanto, no hay un medio de dar un valor adecuado, a los preceptos de la justicia, excepto, instituyendo los acuerdos necesarios, exigidos por los principios de la justicia. Algunas instituciones dar�n una importancia especial a ciertos preceptos, como, por ejemplo, el que una econom�a competitiva sobreestime el precepto de la contribuci�n. Pero no puede hacerse ninguna deducci�n acerca de la justicia de la distribuci�n final, considerando la utilidad de cualquier precepto aisladamente. El valor total de los preceptos viene dado por el sistema en su totalidad. As�, el precepto de necesidad se deja a la funci�n de transferencia, ya que no sirve como un precepto de los salarios. Para fijar la justicia de las porciones distributivas, debemos tener en cuenta el funcionamiento total de los acuerdos b�sicos, la proporci�n de renta y riqueza que deriva de cada funci�n.

Puede objetarse a las precedentes consideraciones acerca de los preceptos de sentido com�n, y de la idea de la justicia puramente procedimental, que es imposible lograr una econom�a perfectamente competitiva. Los factores de producci�n nunca reciben de hecho sus productos marginales, y bajo las modernas condiciones (industrias), son dominados por unas cuantas grandes empresas. La competitividad es, en el mejor de los casos, imperfecta, y las personas reciben menos que el valor de su contribuci�n, y en este sentido, son explotadas. La respuesta para esto es, en primer lugar, que en cualquier caso la concepci�n de una econom�a competitiva, adecuadamente regulada, con las instituciones b�sicas apropiadas es un esquema ideal que muestra c�mo los dos principios de la justicia han de llevarse a cabo. Sirve para ilustrar el contenido de estos dos principios y proporciona un medio en el que, tanto una econom�a de propiedad privada, como un r�gimen socialista, pueden satisfacer esta concepci�n de la justicia. Suponiendo que las presentes condiciones se derivan siempre de presunciones ideales, tenemos alguna noci�n acerca de lo que es justo. Adem�s, estamos en mejor posici�n de decidir la gravedad de las presentes imperfecciones, y establecer cu�l es el mejor modo de aproximarnos al ideal.

Un segundo punto es el siguiente. El sentido en que las personas son explotadas por las imperfecciones del mercado es muy especial: sobre todo, cuando se viola el precepto de la contribuci�n, y esto ocurre porque el sistema de precios no es eficaz. pero como acabamos de ver, este precepto no es sino uno, entre muchas normas secundarias, y lo que realmente cuenta es el funcionamiento de todo el sistema, y el que estos defectos est�n de alg�n modo compensados. Adem�s, ya que es el principio de la eficacia el que fundamentalmente no se cumple, podr�amos decir, por tanto, que toda la comunidad es explotada. Pero, de hecho, la noci�n de explotaci�n est� fuera de lugar. Implica una injusticia grave en el sistema b�sico, y no tiene nada que ver con la ineficacia de los mercados.

Finalmente, a la vista del lugar subordinado del principio de la eficacia en la justicia como imparcialidad, las desviaciones inevitables de la perfecci�n del mercado no son especialmente preocupantes. Es m�s importante el que un esquema competitivo marque el alcance del principio de libre asociaci�n, y de la elecci�n individual de ocupaci�n, en un panorama de justa igualdad de oportunidades y permita que las decisiones de los consumidores regulen las cantidades que han de producirse para prop�sitos privados. Un prerrequisito b�sico es la compatibilidad de los acuerdos econ�micos con las instituciones de libertad y libre asociaci�n. As�, si los mercados son razonablemente competitivos y abiertos, la noci�n de justicia puramente procedimental es posible. Parece m�s practicable que otras ideas tradicionales, expl�citamente proyectados para coordinar la multitud de posible criterios, en una concepci�n coherente y factible.

Las expectativas legitimas y el criterio moral

Hay una tendencia, por parte del sentido com�n, a suponer que la renta y la riqueza , y los bienes en general, han de ser distribuidos de acuerdo con un criterio moral. La justicia es la fidelidad concorde con la virtud. A pesar de que se reconoce que este ideal nunca puede ser plenamente conseguido en su totalidad, es la concepci�n apropiada de la justicia distributiva, al menos como un principio primafacie, y la sociedad deber�a llevarlo a cabo en tanto las circunstancias lo permitan. Ahora bien, la justicia como imparcialidad rechaza esta concepci�n. Tal principio no ser�a elegido en la posici�n original. Parece no haber medio de definir el criterio requerido para esa situaci�n. Adem�s, la noci�n distribuci�n de acuerdo con la virtud, falla al distinguir entre el criterio moral y las expectativas leg�timas. As�, es verdad que ya que las personas y los grupos toman parte en acuerdos justos, ejercen ciertas exigencias uno sobre otros, precisadas por las normas p�blicamente reconocidas. habiendo actuado alentados por los acuerdos existentes, tienen ahora ciertos derechos, y la porciones distributivas justas respetan estas exigencias. Por tanto, un esquema justo responde a lo que las personas est�n autorizadas a exigir; este esquema satisface sus leg�timas expectativas basadas en las instituciones sociales. Pero lo que est�n autorizados a exigir no es proporcional, ni depende de su valor intr�nseco. Los principios de la justicia que regulan la estructura b�sica, y especifican los deberes y obligaciones de los individuos, no mencionan el criterio moral, y no hay una tendencia por parte de las porciones distributivas a adaptarse a ello.

Esta discusi�n se basa en la anterior consideraci�n, referente a los preceptos de sentido com�n, y al papel de desempe�an en la justicia puramente procedimental. Por ejemplo, al determinar los salarios, una econom�a competitiva de importancia al precepto de la contribuci�n. Pero como hemos visto, el alcance de la propia contribuci�n (estimado por la productividad marginal individual) depende de la oferta y la demanda. Seguramente, el valor moral de una persona no var�a de acuerdo con la cantidad de las personas que ofrecen conocimientos similares, o de acuerdo con la necesidad planteada respecto a lo que �l produzca. Nadie supone que, cuando no hay demanda de capacidades o �stas se han deteriorado (como en el caso de los cantantes) sus m�ritos morales experimentan un cambio similar. Todo esto es perfectamente obvio, y ha sido acordado hace ya tiempo. Simplemente refleja el hecho observado antes, que uno de los puntos determinantes de nuestros juicios morales es que nadie merece el lugar que ocupa en la distribuci�n de activos naturales, como tampoco merece su lugar inicial en la sociedad.

Adem�s, ninguno de los preceptos de la justicia aspira a una virtud compensadora. Los premios obtenidos por los escasos talentos naturales, por ejemplo, han de cubrir los costes de ense�anza y alentar los esfuerzos en el aprendizaje, adem�s de dirigir las distintas capacidades hacia donde mejor se favorezca el inter�s com�n. Las porciones distributivas resultantes no se relacionan con el valor moral, ya que la dotaci�n inicial de activos naturales, y las contingencias de su crecimiento y educaci�n, en las primeras etapas de la vida, son arbitrarias desde un punto de vista moral. El precepto que parece m�s cercano intuitivamente a un criterio de moral compensadora, es el de la distribuci�n de acuerdo con el esfuerzo, o a�n mejor, de acuerdo con un esfuerzo consciente. De nuevo , parece claro que el esfuerzo que una persona desea hacer est� influenciado por sus capacidades naturales, sus conocimientos, y las alternativas que se le ofrecen. Los mejores dotados tratan de hacer un esfuerzo consciente, y no parece haber medio de desestimar su mejor fortuna.

La idea de un criterio compensador es impracticable. Hasta el punto de que se sobrevalora el precepto de necesidad y se ignora el valor moral. Tampoco la estructura b�sica tiende a equilibrar los preceptos de la justicia para lograr la correspondencia necesaria entre las diferentes perspectivas, sino que est� regulada por los dos principios de la justicia, que definen otros objetivos.

La misma conclusi�n puede alcanzarse por otro camino. En las observaciones anteriores, la noci�n de valor moral, como algo diferente de las exigencias de una persona, basadas en sus leg�timas expectativas, no ha sido explicada. Supongamos que definimos esta noci�n y demostramos que no tiene relaci�n con las porciones distributivas. Hemos de considerar �nicamente una sociedad bien ordenada, es decir, una sociedad en la que las instituciones son justas, y este hecho es p�blicamente reconocido. Sus miembros tienen tambi�n un fuerte sentido de la justicia, un deseo efectivo de obedecer las presentes normas, y de dar a cada uno lo que est�n autorizados a dar. En este caso, podemos suponer que todos tienen el mismo valor moral. Hemos definido esta noci�n en t�rminos del sentido de la justicia, el deseo de actuar de acuerdo con los principios que ser�an elegidos en la posici�n original. Pero es evidente que, entendido de este modo, el valor moral igual de las personas no motiva que las porciones distributivas sean iguales. Cada uno ha de recibir lo que los principios de la justicia digan que �sta autorizado a recibir, y esto no requiere que haya igualdad.

Lo esencial es que el concepto de valor moral no proporciona un primer principio de justicia distributiva. Esto se debe a que no puede ser introducido hasta que los principios de la justicia, y del deber y la obligaci�n natural, han sido reconocidos. Una vez que estos principios est�n a nuestro alcance, puede decirse que el valor moral tiene un cierto sentido de justicia, y, como observare despu�s, las virtudes pueden caracterizarse como deseos o tendencias a actuar de acuerdo con los principios correspondientes. As�, el concepto de valor moral es inferior a los conceptos del derecho y la justicia, y no desempe�a ning�n papel en la definici�n substantiva de las porciones distributivas. El caso es an�logo al de la relaci�n entre las normas substantivas sobre la propiedad y las normas sobre el hurto y el robo. Estos delitos, y el dem�rito que ocasionan, presuponen la instituci�n de la propiedad, establecida con fines sociales prioritarios e independientes. Para una sociedad, el organizarse a s� mismo con la intenci�n de considerar el criterio moral como un primer principio, ser�a lo mismo que mantener la instituci�n de la propiedad para castigar a los ladrones. El criterio: a cada uno de acuerdo con su virtud, no ser�a, por tanto, elegido en la posici�n original. Ya que los grupos, desean promocionar sus concepciones sobre el bien, no tienen raz�n para proyectar sus concepciones sobre el bien, no tienen raz�n para proyectar sus instituciones, de modo que las porciones distributivas est�n determinadas por el criterio moral, aun cuando encontrasen un modelo anterior para su definici�n.

En una sociedad bien ordenada, las personas exigen una participaci�n en el producto social, a trav�s de ciertas acciones alentadas por los acuerdos existentes. Las expectativas leg�timas que resultan son la otra cara, por as� decirlo, del principio de la imparcialidad y del deber natural de justicia. Ya que las personas tiene el deber de defender los acuerdos que sean justos y la obligaci�n de cumplir nuestra parte, cuando hemos aceptado nuestra posici�n dentro de ellos tambi�n una persona que ha consentido el esquema y ha cumplido su parte, tiene derecho a ser tratada por los dem�s de acuerdo con ello. Est�n obligados a tener en cuenta sus leg�timas expectativas. As� cuando existen acuerdos econ�micos justos, las demandas de las personas son resueltas mediante la referencia a las normas y preceptos (con sus valores respectivos) que estas pr�cticas consideran relevantes. Como hemos visto, es incorrecto decir que las porciones distributivas justas recompensan a los individuos de acuerdo con su valor moral. Pero lo que podemos decir es que en el sentido tradicional, un esquema justo da a cada persona lo que merece: es decir, asigna a cada uno lo que el esquema le autoriza. Los principios de la justicia para las instituciones y las personas establecen que el hacer esto es justo.

Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que, a pesar de que las demandas de una persona est�n reguladas por las normas existentes, podemos hacer una distinci�n entre el estar autorizados para algo y el merecerlo en el sentido com�n, y no en el sentido com�n, y no en el sentido moral. Por ejemplo, despu�s de un juego, a menudo decimos que los que han perdido, merec�an ganar. Con ello no se quiere decir que los vencedores no est�n autorizados a reclamar el campeonato, o que cualquier da�o que se produzca haya de imputarse el vencedor. Sino que queremos decir que el equipo perdedor despleg� en mayor grado las habilidades y cualidades que el juego requiere, cuya pr�ctica da al deporte su nombre. Por tanto, los perdedores deseaban verdaderamente ganar, pero perdieron a causa de la mala suerte, o de otras contingencias que ocasionaron que se perdiese el torneo. De un modo similar, las mejores soluciones econ�micas no conducen siempre a los resultados m�s deseados. Las exigencias que las personas ejercen, se desv�an m�s o menos ampliamente, de un modo inevitable, de aquellas para las que se proyect� el esquema. Algunas personas en posiciones ventajosas, por ejemplo, puede que no tengan en mayor grado que las dem�s las capacidades y habilidades deseadas. Todo esto es evidente. Su sentido es el de que, aunque podamos distinguir entre las demandas que los actuales acuerdos nos exigen respetar, dada la actuaci�n de las personas y la situaci�n de las cosas, y las demandas que se habr�an planteado bajo circunstancias m�s ideales, todo ello no implica que las porciones distributivas hayan de concordar con el valor moral. Aun cuando las cosas sucedan del mejor modo, no hay una tendencia a que la distribuci�n y la virtud coincidan.

Sin duda, alguno puede afirmar que las porciones distributivas deber�an equiparse a la virtud moral, al menos hasta donde sea posible. Puede creerse que, a menos que aquellos que est�n mejor situados tengan un car�cter moral superior, sus ventajas son una afrenta a nuestro sentido de la justicia. Esta opini�n puede ser resultado de considerar a la justicia distributiva como lo opuesto a la justicia retributiva. Es verdad que, en una sociedad razonablemente ordenada, aquellos que son castigados por violar leyes justas normalmente han cometido alg�n delito. Esto se deber a que el prop�sito de la ley penal, es defender los deberes naturales b�sicos, aquellos que nos proh�ben da�ar a otras personas en su vida y sus derivaciones, privarlos de su libertad o de sus propiedades, y, por ello, los castigos tratan de conseguir este fin. No son simplemente un esquema de impuestos y cargos designados para poner precio a ciertas formas de conducta y, de este modo, guiar la conducta de las personas para obtener un beneficio rec�proco. Ser�a mucho mejor si los actos prohibidos por la ley penal nunca se cometiesen. As�, la propensi�n a cometer tales actos es caracter�stica de un mal car�cter, y en una sociedad justa los castigos, legales caer�n �nicamente sobre aquellos que demuestran estos defectos.

Es claro que la distribuci�n de ventajas econ�micas y sociales es completamente diferente. Estas soluciones no se oponen, para as� decirlo, a la ley criminal, as� que en tanto una castiga ciertos delitos, la otra incrementa la virtud moral. La funci�n de las porciones distributivas desiguales es cubrir los costes de ense�anza y educaci�n, atraer a las personas a los lugares donde m�s se les necesita desde un punto de vista social, etc�tera. Suponiendo que todos aceptan la convivencia de un inter�s motivador, individual o colectivo, debidamente regulado por un sentido de la justicia, cada persona decide hacer aquellas cosas que mejor se adaptan a sus intereses. Las alteraciones en los salarios y en la renta, y los beneficios derivados de una situaci�n determinada, influencia estas elecciones de modo que el resultado final concuerde con la eficacia y la justicia. En una sociedad bien ordenada, no habr�a necesidad de la ley penal, excepto que el problema de la seguridad lo hiciese necesario. El problema de la justicia criminal pertenece, en su mayor parte, a la teor�a de la obediencia parcial, donde la noci�n de porciones distributivas pertenece a la teor�a de la obediencia estricta, y, por tanto, a la consideraci�n del esquema ideal. El considerar que la justicia distributiva y la justicia retributiva son opuestas la una a la otra es completamente err�neo, y sugiere una base moral para las porciones distributivas donde existe.

Comparaci�n con otras concepciones mixtas

Aunque he comparado a menudo los principios de la justicia con el utilitarismo, no he dicho nada acerca de las concepciones mixtas. Ha de tenerse en cuenta que estas concepciones se definen substituyendo el concepto de utilidad y otros criterios, por el segundo principio de la justicia. Considerar� ahora estas alternativas, ya que muchas personas puede que las consideren m�s razonables que los principios de la justicia, que a primera vista parecen imponer exigencias bastante estrictas. Pero se hace necesario destacar que todas las concepciones mixtas aceptan el primer principio y, por tanto, reconocen el lugar primario de las libertades iguales. Ninguno de estos puntos de vista es utilitarista, ya que, aunque el principio de utilidad se substituya por el segundo principio o por alguna de sus partes, como el principio de la diferencia, la concepci�n de utilidad sigue teniendo un lugar subordinado. As�, en tanto uno de los objetivos fundamentales de la justicia como imparcialidad es ofrecer una alternativa a la cl�sica doctrina utilitarista, este objetivo se logra, incluso si aceptamos una concepci�n mixta, en vez de los dos principios de la justicia. Adem�s, dada la importancia del primer principio, parece que el rasgo escencial de la doctrina contractual se mantiene en estas alternativas.

Ahora bien, es evidente seg�n estas observaciones, que las concepciones mixtas, son m�s dif�ciles de combatir, que el principio de la utilidad. Muchos escritores que profesan una alternativa del punto de vista utilitarista, aun cuando se expresa vagamente como el equilibrio y la armonizaci�n de los intereses sociales, presuponen claramente un sistema constitucional determinado que garantiza las libertades b�sicas hasta un cierto m�nimo. As�, actualmente sustentan una doctrina mixta, y, por tanto, los argumentos que se derivan de la libertad no pueden utilizarse como antes. Por tanto, el problema principal es el de qu� puede decirse en favor del segundo principio a partir del principio de utilidad, cuando ambos est�n limitados por el principio de igual libertad. Necesitamos examinar las razones para rechazar el criterio de la utilidad en este caso, aunque es claro que estas razones no ser�n tan decisivas como aquellas que rechazan las doctrinas cl�sicas.

Consideremos, en primer lugar, una concepci�n mixta bastante pr�xima a los principios de la justicia: especialmente, el criterio que resulta cuando se substituye el principio de utilidad, limitado por un criterio m�nimo social, por el principio de la diferencia. Todo lo dem�s se mantiene inalterable. La dificultad que encontramos aqu� es la misma que generalmente encontramos en las doctrinas intuicionistas: c�mo ha de establecerse y ajustarse este m�nimo social a las circunstancias que son objetos de continuos cambios. Cualquiera que utilice los dos principios de la justicia, puede parecer que trata de conseguir equilibrio entre maximizar la utilidad media y mantener un m�nimo social apropiado. Si atendemos �nicamente a sus juicios considerados, y no a la raz�n que tiene para �stos, sus valoraciones no podr�n distinguirse de aquellas emitidas por alguien que acepte esta concepci�n mixta. Hay, supongo, amplitud suficiente en la determinaci�n del nivel del m�nimo social bajo condiciones alterables, para obtener este resultado. �C�mo sabemos, entonces, que una persona que adopta esta concepci�n mixta, no se apoya de hecho en el principio de la diferencia? Para estar seguros de ello, vemos que esta persona no lo invoca conscientemente, e incluso puede rechazar la sugerencia de que lo hace as�. Pero resulta que el nivel asignado al m�nimo requerido, que limita el principio de utilidad media, conduce precisamente a las mismas consecuencias que resultar�an, si de hecho siguiese este criterio. Adem�s esta persona es incapaz de explicar por qu� elige el m�nimo, tal y como lo hace; lo m�s que pueda decir es que toma la decisi�n que le parece m�s razonable. ahora bien, es demasiado pretender que tal persona est� usando realmente el principio de diferencia, ya que sus juicios pueden adecuarse a cualquier otro modelo. Sin embargo, es verdad que su concepci�n de la justicia est� todav�a sin identificar. El camino para la determinaci�n del m�nimo apropiado deja el caso sin resolver.

Lo mismo puede decirse de otras teor�as mixtas. As�, podemos decidir limitar el principio medio estableciendo algunas exigencias en la distribuci�n, bien individualmente, bien unidas a alg�n m�nimo adecuado, ya elegido. Por ejemplo, podr�amos sustituir por el principio de la diferencia, el criterio de maximizar la utilidad media, al menos alguna fracci�n (o m�ltiplo) de la digresi�n normal, de la distribuci�n resultante. Aunque esta digresi�n es m�s peque�a cuando todos alcanzan la misma utilidad, este criterio indica una mayor preocupaci�n por los menos favorecidos que el principio medio. Los rasgos intuicionistas de este punto de vista son claros, ya que se hace necesario preguntar c�mo ha de seleccionarse la fracci�n (o m�ltiplo) de la digresi�n, y c�mo ha de variar este par�metro respecto al promedio. De nuevo el principio de la diferencia subyace en el fondo. Este punto de vista mixto se equipara a otras concepciones intuicionistas que nos dirigen a conseguir una pluralidad de fines, ya que sostiene que, se mantenga una cierta base, un promedio mayor de bienestar y una distribuci�n m�s justa son fines deseables. Una instituci�n es un�nime preferible a otra, si resulta mejor en cada caso.

Sin embargo, puntos de vista pol�ticos diferentes estiman estos fines de diferente manera, y necesitamos un criterio para determinar su valor relativo. El hecho es que, en general, no aceptamos demasiadas cosas cuando advertimos fines de esta clase. Hemos de reconocer que, en una concepci�n de la justicia razonablemente completa, est� impl�cita una valoraci�n de intereses claramente detallados. En la vida diaria, a menudo nos conformamos con enumerar los preceptos de sentido com�n y los objetivos pol�ticos, a�adiendo que los casos particulares han de examinarse a la luz de los hechos generales de la situaci�n. Aunque esto parece una advertencia pr�ctica, no expresa una concepci�n articulada de la justicia. Se nos dice, en efecto, que ejercitamos nuestro juicio como mejor podamos, en el marco de estos fines como directrices. S�lo los programas pol�ticos preferibles despu�s de su consideraci�n, son claramente m�s deseables. Por el contrario, el principio de la diferencia es una concepci�n relativamente precisa, ya que clasifica todas las combinaciones de objetivos de acuerdo con las posibilidades que tengan de promover las perspectivas de los menos favorecidos.

As�, a pesar del hecho de que el principio de la diferencia parece ser, a primera vista, una concepci�n algo especial, puede ser el criterio que, cuando se une a otros principios de la justicia, permanece en el fondo y controla las apreciaciones expresadas en nuestros juicios diarios, si se confrontasen mediante varios principios mixtos. La costumbre de basarnos en la intuici�n, guiada por normas de orden inferior, puede oscurecer la existencia de principios m�s b�sicos, que acreditan la validez de estos criterios. Desde luego, el que los dos principios de la justicia, y especialmente el principio de la diferencia, expliquen nuestras ideas acerca de la justicia distributiva, s�lo puede decidirse descubriendo con detalle las consecuencias de estos principios y observando si estamos preparados para aceptar las valoraciones a que conducen. Posiblemente no habr� conflicto entre estas consecuencias y nuestras convicciones. Seguramente tampoco lo habr� con esas consideraciones que son puntos b�sicos, aquellas que parecemos no querer revisar bajo circunstancias previsibles. De otro modo, los dos principios no son plenamente aceptados y ha de hacerse alguna revisi�n. Pero quiz� nuestros puntos de vista no ofrecen nada preciso acerca del problema de equilibrar fines competitivos. Si es as�, la cuesti�n principal ser� si podemos asentir ante el examen detallado que representan los dos principios. Dado que ciertos puntos b�sicos est�n asegurados, hemos de decidir el mejor modo de realizar nuestra concepci�n de la justicia y extenderla a otros supuestos. Puede que los dos principios de la justicia no sean tan opuestos a nuestras convicciones intuitivas, como lo muestra un principio relativamente concreto, para problemas que el sentido com�n desconoce y deja sin soluci�n. As�, mientras el principio de la diferencia nos parece en principio extra�o, la reflexi�n sobre sus implicaciones, cuando est� adecuadamente fijado, puede convencernos de que concuerda con nuestros juicios o proyecta estas convicciones a nuevas situaciones de un modo aceptable.

Siguiendo con estas observaciones, hemos de tener en cuenta que el recurrir al inter�s com�n es una costumbre pol�tica de una sociedad democr�tica. Ning�n grupo pol�tico admite p�blicamente la presi�n para legislar de una manera desventajosa para cualquier grupo social reconocido. Pero, �c�mo ha de entenderse este convenio? Seguramente, es algo m�s que el principio de la eficacia, y no podemos suponer que el gobierno se dedica de un modo igual a los intereses de todos. Ya que es imposible maximizar respecto a algo m�s que un punto de vista, es natural, dado el ethos de una sociedad democr�tica, destacar el de los menos aventajados, par fomentar las perspectivas futuras del mejor modo posible, de acuerdo con las libertades justas y con la igualdad de oportunidades. Parece que los programas pol�ticos en cuya justicia confiamos, van en esta direcci�n, en el sentido de que este sector de la sociedad estar�a en peores condiciones si se suprimiesen. Estos programas son justos en su totalidad, aun cuando no sean perfectamente justos. Por tanto, el principio de la diferencia puede interpretarse como una extensi�n razonable del estatuto pol�tico de una democracia, una vez que afrontamos la necesidad de adoptar una concepci�n de la justicia razonablemente completa.

Al tener en cuenta que las concepciones mixtas tienen rasgos intuicionistas, no quiero decir que este hecho sea una objeci�n decisiva. Como ya he apuntado, tales combinaciones de principios son de gran valor pr�ctico. No existe otro problema que el de que estas concepciones identifican normas asequibles, por referencias a las cuales pueden ser apreciados los programas pol�ticos, y, dadas las instituciones b�sicas necesarias, pueden llevarnos a conclusiones s�lidas. Por ejemplo, una persona que acepte la concepci�n mixta para maximizar el promedio de bienestar, favorecer�, presumiblemente, la justa igualdad de oportunidades, ya que parece que al haber oportunidades iguales para todos se eleva el promedio (aumentando la eficacia) y disminuye la desigualdad. En este caso, el sustituto del principio de la diferencia justifica la otra parte del segundo principio. Adem�s es evidente que, en alg�n momento, no podemos evitar el basarnos en nuestros juicios intuitivos. El problema con las concepciones mixtas es que pueden recurrir a estos juicios demasiado pronto y fallar al definir una alternativa clara al principio de la diferencia. En ausencia de un procedimiento para asignar las valoraciones adecuadas (o par�metros), es posible que el resultado se determine a trav�s de los principios de la justicia a menos que estos principios produzcan conclusiones que no podemos aceptar. Si esto llega a ocurrir, entonces es preferible una concepci�n mixta, a pesar de su llamada a la intuici�n, especialmente si su utilizaci�n ayuda a poner orden y avenencia en nuestras convicciones.

Otra consideraci�n que favorece el principio de la diferencia, es la facilidad comparativa con la que puede interpretarse y aplicarse. Seguramente para algunos, parte del atractivo de las concepciones mixtas es que son un medio de evitar las severas exigencias del principio de la diferencia. Es obviamente justo, averiguar qu� cosa favorecen los intereses de los menos aventajados. Este grupo puede ser identificado por su �ndice de bienes primarios, y los problemas de pol�tica social pueden solucionarse averiguando c�mo eligir�a la persona representativa adecuadamente situada. Pero mientras que el principio de utilidad desempe�a un papel, la vaguedad de la idea de promedio (o totalidad) de bienestar es problem�tica. Es necesario lograr alguna estimaci�n de las funciones de utilidad, y establecer una correspondencia interpersonal entre ellas, y as� sucesivamente. Los problemas que se plantean al hacer esto son tan grandes, y las aproximaciones son tan dif�ciles, que opiniones profundamente divergentes pueden parecer igualmente plausibles para diferentes personas. Alguien puede objetar que los beneficios de un grupo pesan m�s que las p�rdidas de otro, mientras que otros puede que lo nieguen. Nadie puede decir qu� principios subyacentes tienen en cuenta estas diferencias o c�mo pueden resolverse. Es m�s f�cil, para aquellos que detentan posiciones sociales m�s fuertes, fomentar sus intereses injustamente, sin que se le muestre que est�n claramente fuera de todo l�mite. Desde luego, todo es obvio, y siempre se ha reconocido que los principios �ticos son vagos. Sin embargo, no son todos igualmente imprecisos, y los dos principios de la justicia tienen una ventaja por la mayor claridad de sus exigencias y de lo que es necesario hacer para satisfacerlos.

Puede pensarse que la vaguedad del principio de utilidad puede evitarse mediante una explicaci�n mejor acerca de c�mo medir, y c�mo totalizar el bienestar. No deseo destacar estos problemas t�cnicos ampliamente discutidos, ya que las objeciones m�s importantes contra el utilitarismo est�n a otro nivel, pero una breve menci�n de estos aspectos ayudar� a clarificar la doctrina contractual. Hay medio diferentes para establecer una medida interpersonal de la utilidad. Uno de estos (volviendo a Edgeworth), es suponer que una persona es capaz de distinguir �nicamente un cierto n�mero de niveles de utilidad. Se dice que una persona permanece indiferente entre alternativas que pertenecen al mismo nivel de descriminaci�n, y la medida cardinal de la diferencia de utilidad entre dos alternativas se define por n�mero de niveles discernibles que las separan. La escala cardinal que resulta es �nica, como debe ser, dirigida a una transformaci�n longitud. Para conseguir una medida entre las personas, debemos suponer que la diferencia entre niveles adyacentes es la misma para todos los individuos y la misma entre todos los niveles. Con esta norma de correspondencia interpersonal, los c�lculo son extremadamente simples. Al comparar las alternativas averiguamos el n�mero de niveles que existe entre ellas para cada individuo y entonces sumamos, teniendo en cuenta las m�ximos y los m�nimos.

Esta concepci�n de la utilidad cardinal sufre conocidas dificultades. Dejando aparte los problemas pr�cticos y el hecho de que la detecci�n de los niveles de discriminaci�n de una persona depende de las alternativas asequibles, parece imposible justificar la presunci�n de que la utilidad social del cambio de un nivel a otro, es la misma para todas las personas. Por un lado, este procedimiento valorar�a de un modo id�ntico aquellos cambios que suponen el mismo n�mero de discriminaciones que las personas percibieron de modo diferente, algunos m�s profundamente que otros; mientras que, por otro lado, tendr�an m�s importancia los cambios experimentados por aquellas personas que parecen hacer m�s discriminaciones. Por tanto, es poco satisfactorio desestimar la firmeza de las actitudes y, especialmente, valorar de modo excesivo la capacidad de hacer distinciones, que puede variar sistem�ticamente de acuerdo con el temperamento y la educaci�n. Por ello todo el procedimiento parece arbitrario. Tiene, sin embargo, el m�rito de exponer la forma en que el principio de utilidad contiene presunciones �ticas impl�citas en el m�todo elegido para establecer la proporci�n necesaria de utilidad. El concepto de felicidad y bienestar, no est� suficientemente determinado y, para establecer una medida cardinal, hemos de dirigirnos a la teor�a moral, en donde esta proporci�n ser� usada. Dificultades similares, se plantean con la definici�n de Neumann-Morgenstern. Puede demostrarse que si la elecci�n de una persona entre diversas perspectivas arriesgadas satisface ciertos postulados, entonces existen cantidades de utilidad correspondientes con las alternativas, de tal modo que sus decisiones puede decirse que maximizan la supuesta utilidad. Esta persona elige como si estuviese guiada por la expectativa matem�tica de estas cantidades de utilidad; y estas asignaciones de utilidad son �nicas, encaminadas a una transformaci�n longitudinal positiva. Desde luego, no se sustenta la idea de que la persona por s� misma usa una asignaci�n de utilidades al tomar sus decisiones. Estas cantidades no gu�an sus elecciones, ni tampoco aseguran un procedimiento individual de deliberaci�n. No obstante, dado que la preferencia de una persona entre las diversas perspectivas cumple ciertas condiciones, el observador matem�tico puede, al menos en teor�a, calcular las cantidades que describen estas preferencias maximizando la utilidad. Por tanto, el curso actual de esta reflexi�n no produce resultado alguno o criterios en los que una persona pueda basarse; tampoco hay nada impl�cito acerca de qu� rasgos de las alternativas corresponden o representan las cantidades de utilidad.

Ahora bien, suponiendo que podamos establecer una utilidad cardinal para cada persona, �c�mo ha de establecerse la medida interpersonal? Una propuesta bastante conocida es la regla cero-uno: asignamos el valor cero a la peor situaci�n posible y el valor uno a la mejor. En principio esto parece justo, expresando de otro modo la idea de que cada una vale uno y nada m�s que uno. Sin embargo, hay otras propuestas con un simetr�a parecida, por ejemplo, la que asigna el valor cero a la peor alternativa, y el valor uno a la suma de utilidades de todas las alternativas. Ambas reglas parecen igualmente justas, ya que la primera postula un m�ximo de utilidad igual para todos, y la segunda una utilidad media; sin embargo, estas reglas puede conducir a decisiones sociales diferentes. Adem�s, estas propuestas postulan que todas las personas tienen capacidades similares para la satisfacci�n, y esto parece un precio poco com�n, que ha de pagarse s�lo para definir una medida interpersonal. Estas reglas determinan claramente el concepto de bienestar de un modo especial, ya que la idea m�s com�n parece permitir variaciones, en el sentido de que una interpretaci�n diferente del concepto ser�a m�s compatible con el sentido com�n. As�, por ejemplo, la regla cero-uno implica que una utilidad social mayor se deriva de educar a las personas para que tengan deseos sencillos y f�ciles de satisfacer, y que tales personas efectuar�n generalmente las demandas m�s firmes. Estas personas se complacen con menos, y por tanto, se presume que estar�n m�s cerca de una mayor utilidad. Si no podemos aceptar estas consecuencias, pero deseamos mantener el punto de vista utilitarista, hemos de encontrar alguna otra medida interpersonal.

Por otra parte, hemos de tener en cuenta, que mientras los postulados de Neumann-Morgenstern suponen que las personas no disfrutan la experiencia del riesgo, el actual proceso, la medida resultante est� influenciada por actitudes inciertas, como lo define la distribuci�n general de probabilidades. As�, si esta definici�n de la utilidad se emplea en las decisiones sociales, los sentimientos de las personas acerca de asumir las diferentes oportunidades afectar�n al criterio de bienestar que ha de maximizarse. De nuevo vemos que los acuerdos que definen las comparaciones interpersonales tienen consecuencias morales inesperadas. Como antes, la medida de utilidad est� afectada por contingencias que son arbitrarias desde un punto de vista moral. La situaci�n es muy diferente de la de la justicia como imparcialidad, como lo muestra su interpretaci�n kantiana, la incorporaci�n de ideales a sus principios, y su fundamentaci�n en los bienes primarios para las comparaciones interpersonales necesarias.

Puede parecer entonces que la vaguedad del principio utilitarista no puede ser eliminada mediante una medida m�s precisa de la utilidad. Por el contrario, una vez que se examinan los acuerdos necesarios para las comparaciones interpersonales, vemos que hay varios m�todos para definir estas comparaciones, aunque suponen concepciones diferentes y, seguramente, traigan tambi�n consecuencias diferentes. Es un problema moral cu�l de estas definiciones y reglas de correspondencia es adecuada para una concepci�n de la justicia. Esto es, creo, lo que se intenta explicar, cuando se dice que las comparaciones interpersonales dependen de juicios de valor. Aunque es obvio que la aceptaci�n del principio de la utilidad es un caso de teor�a moral, es menos evidente que los precedimientos para medir el bienestar planteen problemas similares. Ya que hay m�s procedimientos de esta clase, la elecci�n depende de la utilidad que se d� a la medida, y esto significa que las consideraciones �ticas que se d� la medida, y esto significa que las consideraciones �ticas ser�n decisivas.

Los comentarios de Maine acerca de las presunciones utilitaristas son oportunos aqu�. El sugiere que las bases para estas suposiciones son claras una vez que observamos que son, simplemente, una norma resultante de la legislaci�n, y as� es como Bentham las consideraba. Dada una sociedad ampliamente extensa y razonablemente homog�nea, y una legislaci�n en�rgica, el �nico principio que puede guiar a la legislaci�n en profundidad, es el de utilidad. La necesidad de suprimir las diferencias entre la personas, conduce al criterio de considerar a todos de igual modo, y a postulados similares y marginales. Seguramente, los cuerdos para las comparaciones interpersonales han de ser juzgados con el mismo criterio. La doctrina contractual mantiene que, una vez que observamos esto, tambi�n nos daremos cuenta de que la idea de medir y sumar el bienestar se abandona en su totalidad. Enfocado desde la perspectiva de la posici�n original, no forma parte de una concepci�n factible de la justicia social. En vez de ello, los dos principios de la justicia son preferibles, y mucho m�s simples de aplicar. Habiendo sopesado los pros y los contras hay razones para elegir el principio de la diferencia, o el segundo principio en su totalidad, en vez del principio de utilidad, incluso en el restringido contexto de una concepci�n mixta.

El principio de la perfecci�n

A lo largo de estas explicaciones he dicho muy poco acerca del principio de la perfecci�n, pero, habiendo considerado las concepciones mixtas, me gustar�a, examinar esta concepci�n. Hay dos alternativas: en la primera, es el �nico principio de una teor�a teleol�gica, que dirige a la sociedad a proyectar las instituciones y a definir los derechos y obligaciones de las personas, para maximizar los resultados de la excelencia humana, en el arte, la ciencia y la cultura. El principio, obviamente, est� exigiendo el m�ximo, mientras que el ideal pertinente es desechado. El valor que Nietzsche da algunas veces a la vida de los grandes hombres, como S�crates y Goethe, es poco usual. En ocasiones dice que la naturaleza humana debe hacer lo posible para producir grandes individuos. Damos valor a nuestras vidas, trabajando en favor de los ejemplares superiores. La concepci�n m�s moderna sobre la excelencia humana, que se encuentra en Arist�teles, es m�s com�n.

La doctrina que prevalece es aquella en que se acepta un principio de perfecci�n como un modelo entre varios en una teor�a intuicionista. El principio ha de ser examinado con los dem�s, a trav�s de la intuici�n. El que esta concepci�n sea perfeccionista, depende del valor dado a las demandas de riqueza y cultura. Si, por ejemplo, se mantiene que los resultados obtenidos por los griegos en la filosof�a, la ciencia y el arte, justificaban por s� mismos la antigua pr�ctica fuese necesaria para obtener esos resultados), seguramente la concepci�n es altamente perfeccionista. La necesidad de perfecci�n anula la exigencia de libertad. Por otro lado, podemos usar este criterio, simplemente, para limitar la redistribuci�n de riqueza y de renta, bajo un r�gimen constitucional. En este caso sirve como equilibrio para las ideas igualitarias. As� puede decirse, que la distribuci�n deber�a ser m�s justa, si ello es esencial para afrontar las necesidades b�sicas de los menos favorecidos, y s�lo disminuye los placeres y goces de los que est�n mejor situados. Pero la mayor felicidad de los menos afortunados, no justifica, en general, el restringir los gastos necesarios para preservar los valores culturales. Estas formas de vida tienen un valor intr�nseco superior al de los placeres menores que estos �ltimos disfrutan. En condiciones normales, debe mantenerse un cierto m�nimo de recursos sociales para conseguir fines de perfecci�n, La �nica excepci�n es cuando estas exigencias interfieren con las demandas de necesidades b�sicas. As�, dadas unas circunstancias mejores, el principio de la perfecci�n adquiere un valor creciente relativo a una mayor satisfacci�n de deseos. Sin duda, muchos han aceptado un perfeccionismo de esta forma intuicionista, que permite diversas interpretaciones y parece expresar un punto de vista m�s razonable que la teor�a estrictamente perfeccionista.

Antes de considerar por qu� ha de rechazar el principio de la perfecci�n, me gustar�a comentar la relaci�n entre los principios de la justicia y las dos clases de teor�as teleol�gicas, perfeccionismo y utilitarismo. Podemos definir los principios ideales, como aquellos que no son urgentemente necesarios. Es decir, no consideran como rasgos relevantes �nicos la suma total de deseos de satisfacci�n y el modo en que se distribuye entre las personas. Ahora bien, seg�n esta distinci�n, los principios de la justicia y el principio de la perfecci�n (cualquiera de los dos) son principios ideales. No se derivan de las exigencias de deseos, y mantiene que la satisfacciones tienen el mismo valor, cuando son igualmente intensas y agradables (�ste es el significado de la observaci�n de Bentham de que jugar el crucillo en determinadas circunstancias puede ser tan placentero como la poes�a). Como hemos visto, hay un ideal inmerso en los principios de la justicia, y la realizaci�n de deseos incompatibles con estos principios no tienen valor. Adem�s, hemos de alentar ciertos rasgos del car�cter, especialmente, el sentido de la justicia. As�, la doctrina contractual es similar al perfeccionismo en que toma en cuentas otras cosas, adem�s del balance neto de satisfacci�n y distribuci�n. De hecho, los principios de la justicia no mencionan la cantidad o la distribuci�n de la riqueza, sino que se refieren �nicamente a la distribuci�n de la riqueza, sino que se refieren �nicamente a la distribuci�n de libertades y de otros bienes primarios. Al mismo tiempo tratan de definir un ideal de la persona sin invocar un modelo anterior de excelencia humana. Por tanto, el punto de vista contractual ocupa una posici�n intermedia entre el perfeccionismo y el utilitarismo.

Volviendo al problema de si ha de adoptarse un modelo perfeccionista, hemos de considerar, en primer lugar, la concepci�n estrictamente perfeccionista, ya que aqu� los problemas son obvios. Ahora bien, para tener una idea clara, este criterio debe ofrecer alg�n medio de clarificar las diferentes clases de resultados y sumar sus valores. Desde luego, puede que esta valoraci�n no sea muy exacta, pero ha de serlo suficientemente como para guiar las decisiones fundamentales, relativas a la estructura b�sica. Es aqu� donde el principio de la perfecci�n ofrece dificultad, ya que, aunque las personas en la posici�n original no tienen inter�s en los intereses de los dem�s, saben que tienen) o deber�an tener) ciertos intereses morales y religiosos, y otros fines culturales, que no pueden poner en peligro. Adem�s, se supone que mantienen concepciones diferentes acerca del bien y creen estar autorizados a ejercer sus exigencias sobre los dem�s para alcanzar sus intereses individuales. Los grupos no comparten una concepci�n del bien seg�n la que pueda valorarse el goce de sus poderes, o la satisfacci�n de sus deseos. No tienen un criterio un�nime sobre la perfecci�n que pueda usarse como un principio para elegir las instituciones. Reconocer tal principio ser�a, en efecto, aceptar un principio que pueda conducir a una menor libertad religiosa, o de otra clase, si no a una p�rdida de libertad para conseguir muchos de los propios fines espirituales. Si en nivel de riqueza est� razonablemente claro, los grupos no tienen medio de saber que sus demandas subsistir�n ante la elevada meta social de maximizar la perfecci�n. As�, parece que el �nico conocimiento que pueden obtener las personas en la posici�n original, es que todos han de tener la mayor libertad igual, concorde con una libertad similar para los dem�s. Ellos no pueden arriesgar su libertad, autorizando una regla de valor que defina lo que ha de maximizarse mediante un principio teleol�gico de la justicia. Este caso es completamente diferente, al de acordar un �ndice de bienes primarios como base para las comparaciones interpersonales. Este �ndice juega un papel secundario en cualquier caso, y los bienes primarios son cosas que los hombres generalmente desean para conseguir sus fines, sean los que fueren. El deseo de estos bienes no distingue a una persona de otra, pero el aceptarlos con el prop�sito de obtener un �ndice no supone un modelo de riqueza.

Es evidente, por tanto, que el argumento que conduce al principio de igual libertad exige el rechazo del principio de la perfecci�n. Pero, al construir este argumento, no mantengo, que los criterios de riqueza carezcan de una base racional desde el punto de vista de la vida diaria. Hay reglas en las artes y en las ciencias para apreciar los esfuerzos creativos, al menos en los estilos concretos y en las tradiciones del pensamiento. A menudo, est� fuera de toda duda que el trabajo de una persona es superior al de otra. Seguramente, la libertad y el bienestar de las personas, cuando se mide por la riqueza de sus actividades, tiene un valor diferente. Esto es verdad, no s�lo respecto a los trabajos actuales, sino tambi�n respecto a los futuros. Obviamente, pueden hacerse comparaciones de valor intr�nseco, y aunque la regla de la perfecci�n no es un principio de la justicia, los juicios de valor tienen un lugar importante en los sucesos humanos. No son necesariamente tan imprecisos que fallen como una base factible para la asignaci�n de derechos. El argumento es que a la vista de sus diferentes aspiraciones, los grupos no tienen raz�n para adoptar el principio de la perfecci�n, dadas las condiciones de la posici�n original.

Para llegar a la �tica del perfeccionismo, hemos de atribuir a los grupos una aceptaci�n previa de alg�n deber natural, como el deber de desarrollar personalidades de un cierto car�cter y gracia est�tica, y fomentar la b�squeda de conocimientos y el cultivo de las artes. Por esta presunci�n alterar�a dr�sticamente la interpretaci�n de la posici�n original. Aunque la justicia como imparcialidad permite que en una sociedad bien ordenada los valores de la riqueza sean reconocidos, la perfecci�n humana ha de buscarse entre los l�mites del principio de libre asociaci�n. Las personas se unen para fomentar sus intereses art�sticos y culturales, del mismo modo que lo hacen para formar comunidades religiosas. No usan el aparato coercitivo del estado para obtener una libertad mayor, o unas porciones distributivas mayores, sobre la base de que sus actividades tienen mayor valor intr�nseco. El perfeccionismo, se rechaza como principio pol�tico. As�, los recursos sociales necesarios para proteger las asociaciones dedicadas a fomentar las artes, la cultura y la ciencia en general, han de conseguirse como una justa retribuci�n por los servicios prestados, o por contribuciones voluntarias que los ciudadanos desean hacer, todo ello en un r�gimen regulado por los dos principios de la justicia.

Por tanto, en la doctrina contractual, la libertad de los ciudadanos no presupone que los fines de personas diferentes tengan el mismo valor intr�nseco, ni que su libertad o su bienestar tengan el mismo valor. Sin embargo, se postula que los grupos son personas morales, individuos racionales con un sistema de fines coherentes y capacidad para un sentido de la justicia. Ya que tienen la posibilidades de decisi�n necesarias, ser�a sup�rfluo a�adir que los grupos son personas morales iguales. Podemos decir que los hombres tiene la misma dignidad, afirmando con ello que todos satisfacen las condiciones de la personalidad moral expresada por la interpretaci�n de la situaci�n contractual inicial. Y, siendo iguales en este aspecto, han de ser tratados como lo exigen los principios de la justicia. Pero esto no implica que sus actividades y logros tengan el mismo m�rito. Pensar as� es combinar la noci�n de personalidad moral con las diferentes perfecciones que entran dentro del concepto de valor.

He apuntado antes, que el que las personas tengan el mismo valor no es necesario para una libertad igual. Tambi�n ha de tenerse en cuenta que el que tengan el mismo valor tampoco es suficiente. Algunas veces, se dice que la igualdad de derechos b�sicos se deriva de la capacidad igual de las personas para las formas de vida m�s elevadas; pero no esta claro por qu� esto ha de ser as�. Valor intr�nseco es una noci�n que entra en el concepto de valor, y el que la libertad igual o cualquier otro principio sea apropiado, depende de la concepci�n del derecho. Ahora bien, el criterio de la perfecci�n insiste en que los derechos en la estructura b�sica, se asigne de modo que maximicen el total de valor intr�nseco. Presumiblemente, la configuraci�n de los derechos y las oportunidades disfrutadas por los individuos afectan al grado en que disfrutan sus poderes y excelencias latentes. Pero de esto no se deduce que una distribuci�n igual de libertades b�sicas sea la mejor soluci�n.

La situaci�n se parece a la del utilitarismo cl�sico: necesitamos postulados paralelos a los criterios standard. As�, aunque las capacidades latentes de los individuos fuesen similares, a menos que la asignaci�n de derechos est� regida por un principio de valor marginal decreciente (estimado en este caso por los criterios referidos a la riqueza) los derechos iguales no estr�an asegurados. Seguramente, a menos que haya amplios recursos, la suma de valor puede incrementarse mediante derechos injustos, y oportunidades que favorecen a unos pocos. El hacer eso no es injusto desde el punto de vista perfeccionista, supuesto que es necesario producir una suma mayor de excelencia humana. Ahora bien, un principio de valor marginal decreciente, es cuestionable, aunque quiz� no tanto como el igual valor. No hay raz�n para suponer, que en general, los derechos y recursos asignados para fomentar y cultivar personas altamente capacitadas, contribuyen cada vez menos a la suma total, m�s all� de cierto l�mite en la escala pertinente. Por el contrario, esta contribuci�n puede crecer (o permanecer invariable) indefinidamente. Por tanto, el principio de la perfecci�n ofrece una base poco firme para las libertades iguales y, seguramente, difiere ampliamente del principio de la diferencia. Las presunciones necesarias para la igualdad no parecen factibles. Para encontrar un base firme para la libertad igual, parece que debemos rechazar los principios teleol�gicos tradicionales, tanto el perfeccionista como el utilitarista.

A lo largo de esta exposici�n, he hablado del perfeccionismo como un principio de la teor�a teleol�gica. Con esta variaci�n, las dificultades son m�s evidentes. Las formas intuicionistas son m�s plausibles y, cuando las exigencias de perfecci�n se valoran moderadamente, no es f�cil rebatir estos argumentos. La discrepancia de los dos principios de la justicia es mucho menor. No obstante, se plantean problemas similares, ya que cada principio de un enfoque intuicionista ha de ser elegido, y aunque las consecuencias no son tan amplias en este caso, no hay, como antes, una base para reconocer un principio de la perfecci�n como modelo de justicia social. Adem�s los criterios de excelencia son imprecisos como principlos pol�ticos, y su aplicaci�n A los problemas p�blicos, est� sujeta a ser complicada e idiosincr�sica, aunque se utilicen de un modo razonable, y se aceptan tanto por la tradici�n como por las comunidades de pensamiento. Es por esta raz�n, entre otras, por lo que la justicia como imparcialidad nos exige que mostremos qu� conductas interfieren con las libertades b�sicas de los dem�s, o violan una obligaci�n o deber natural, antes de que puedan ser reprimidas. Es en esta conclusi�n, donde fallan los argumentos que suponen que las personas tratan de recurrir a los criterios perfeccionista de un modo ad hoc, cuando se dice, por ejemplo, que ciertas clases de relaciones sexuales son degradantes y vergonzosas, y deber�an ser prohibidas sobre esta base en beneficio de los individuos en cuesti�n, independientemente de sus deseos, se debe a menudo a que no pueden obtenerse condiciones razonables en t�rminos de los principios de la justicia. En lugar de ello volvemos a las nociones de excelencia. Pero, en estos casos, estamos influenciados por sutiles preferencias est�ticas y sentimientos personales de convivencia, y por diferencias personales de clase y de grupo, a menudo profundas e irreconciliables. Ya que estas imprecisiones afectan a los criterios perfeccionistas y ponen en peligro la libertad individual, parece mejor basarnos en los principios de la justicia, que tiene una estructura m�s definida. As�, aun en su forma intuicionista, se rechazar�a el perfeccionismo por no definir una base factible de la justicia social.

Eventualmente, hemos de comprobar si las consecuencias de no utilizar un modelo de perfecci�n son aceptables, ya que a primera vista parece que la justicia como imparcialidad no permite un alcance suficiente a las consideraciones ideales. Llegados a este punto, s�lo puedo apuntar, que los fondos p�blicos para las artes y las ciencias pueden extraerse de la funci�n de cambio (S 43). En este caso, no hay restricciones sobre las razones que pueden tener los ciudadano para imponerse as� mismos los impuestos exigidos. Pueden trasladar los m�ritos de estos bienes p�blicos a los principios perfeccionistas, ya que la maquinaria coercitiva del Estado se usa en este caso s�lo para salvar los problemas del aislamiento y seguridad y nadie sufre la carga impositiva sin su consentimiento. El criterio de excelencia, no sirve aqu� como principio pol�tico, y por tanto, si desea una sociedad bien ordenada, puede dedicar una fracci�n proporcionada de sus recursos a gastos de esta clase. Pero, mientras que las demandas de cultura pueden afrontarse de este modo, los principios de la justicia no permiten subvencionar universidades e institutos, u �peras y teatros, sobre las bases de que estas insti
tuciones son intr�nsecamente valiosas y que, aquellos que las componen, han de ser ayudados incluso a expensas de otros que no reciben beneficios compensadores. La tributaci�n con estos fines s�lo puede justificarse si promueve directamente o indirectamente las condiciones sociales que aseguran las libertades iguales y fomentan de modo adecuado los intereses de los menos aventajados. Esto parece autorizar esos subsidios, cuya justicia no est� en discusi�n y, por tanto, en estos casos no hay una necesidad evidente de un principio de perfecci�n.

Con estas observaciones concluyo la discusi�n acerca de c�mo se aplican los principios de la justicia a las instituciones. Hay, por supuesto, otras cuestiones que deber�an ser consideradas. Otras formas de perfeccionismo son posibles, y cada problema ha sido examinado brevemente. Deber�a destacar que mi �nica intenci�n es indicar que la doctrina contractual puede servir como una concepci�n moral alternativa. Cuando comprobamos sus consecuencias en las instituciones, observamos que parecen concordar con nuestras convicciones de sentido com�n m�s exactamente que sus rivales tradicionales y se extiende a otras cuestiones no resueltas de un modo razonable.

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