Porciones Distributivas


John Rawls

Economía Critica. Desarrollo Económico, John Eatwello Tomado de Teoría de la Justicia, Fondo de Cultura Económica, México 1979. pp.295-372. con omisiones

 

En este capítulo tomo en consideración el segundo principio de la justicia y describo un esquema de las instituciones que cumplen sus exigencias en la composición del estado moderno. Comienzo destacando que los principios de la justicia pueden servir como parte de una doctrina de economía política. La tradición utilitarista ha acentuado esta aplicación y podemos ver cuáles son los resultados. También señalo que estos principios llevan incorporado un cierto ideal de las instituciones sociales, y este hecho tendrá importancia cuando consideremos los valores de la comunidad en la tercera parte. Como preparación para ulteriores discusiones, hay unos breves comentarios acerca de los temas económicos, el papel de los mercados etcétera. Después vuelvo al difícil problema del ahorro y de la justicia entre las generaciones. Los puntos fundamentales son conjuntados de un modo intuitivo seguidos por algunas observaciones destinadas al problema de la preferencia en el tiempo y a ciertos casos de prioridad. Después intento mostrar que el análisis de las proporciones destributivas, puede explicar el lugar de los preceptos comunes de la justicia. También examino el perfeccionismo y el intuicionismo como teorías de la justicia distributiva, contrastándolas, de algún modo, con otros puntos de vista tradicionales. No obstante, la elección entre una economía de propiedad privada y una economía socialista está abierta; desde el punto de vista de la teoría de la justicia, puede parecer que diferentes estructuras básicas satisfacen sus principios.

El concepto de la Justicia en la economía política

En este capítulo trato de ver cómo los dos principios surten efecto como una concepción de economía política, es decir, como niveles según los cuales fijamos los esquemas económicos y los programas políticos, así como sus instituciones. (El bienestar económico a menudo se define del mismo modo. No uso este nombre porque el término bienestar” sugiere que la
concepción moral implícita es utilitarista; la frase “elección social” es mejor aunque creo que sus connotaciones son aún demasiado escasas). Una doctrina de economía política debe incluir una interpretación del bien público basada en una concepción de la justicia. Ha de guiar las reflexiones de los ciudadanos cuando consideren los problemas de política económica y social. El ciudadano debe considerar la perspectiva de la asamblea constitucional o de la etapa legislativa y averiguar cómo han de aplicarse los principios de la justicia. Una opinión política se refiere a lo que promueve el bien en la estructura política en general, e invoca algún criterio para una división equitativa de las ventajas sociales.

Desde el principio he hecho hincapié en que la justicia como imparcialidad se aplica a la estructura básica de la sociedad. Es una concepción para clasificar las formas sociales consideradas como sistemas cerrados. Alguna decisión respecto a estas nociones es fundamental y no puede evitarse. De hecho, el efecto acumulativo de la legislación económica y social es el de determina la estructura básica. Además, el sistema social perfila los deseos y aspiraciones de sus ciudadanos, también determina, en parte, la clase de personas que quieren ser, y la clase de personas que son. Así, un sistema económico no es sólo un mecanismo institucional para satisfacer los deseos y las necesidades, sino un modo de crear y de adaptar los deseos futuros. El cómo los hombres trabajan en conjunto para satisfacer sus deseos presentes, afecta a los deseos que tendrán después, a la clase de personas que serán. Estos aspectos son perfectamente obvios y han sido siempre reconocidos por destacados economistas tan diferentes como Marshall y Marx. Ya que los esquemas económicos tienen efectos, y deben tenerlos, la elección de estas instituciones supone una concepción el bien humano y de los proyectos de las instituciones para conseguirlo. Esta elección debe ser hecha sobre bases morales y políticas tanto como económicas. Las consideraciones acerca de la eficacia no son sino una base de decisión y, a menudo, una base de decisión relativamente pequeña. Desde luego, esta decisión no puede ser afrontada abiertamente. A menudo asentimos sin pensar en la concepción moral y política implícita en el statu quo, o dejamos que las cosas se resuelvan mediante las soluciones que ofrecen las fuerzas económicas y sociales rivales. Pero la economía política debe investigar este problema, aun cuando la conclusión lograda sea que es mejor que el curso de los acontecimientos decida.

Ahora bien, puede parecer a primera vista que la influencia del sistema social sobre los deseos humanos y las consideraciones de los hombres sobre sí mismos imponen una objeción decisiva al punto de vista contractual. Podríamos pensar que esta concepción de la justicia se basa en los propósitos de los individuos y regula el orden social mediante principios que las personas guiadas por estos objetivos eligirían. ¿Cómo puede esta doctrina, por tanto, determinar un punto de Arquímedes, según el cual la estructura básica pueda ser estimada? Parecerá que no hay otra alternativa que la de juzgar las instituciones a la luz de una concepción ideal de la persona, obtenida sobre bases apriorísticas o perfeccionista. Pero, de acuerdo con la consideración de la posición original y la interpretación kantiana, no debemos pasar por alto la especial naturaleza de esta situación y el alcance de los principios que se adopten en ella. Sólo se hacen presunciones generales acerca, principalmente, de los intereses de los grupos que tienen un interés en los bienes sociales primarios, y en cosas que se presume que los hombres, quieren sea lo que fuere. Para estar seguros, la teoría de estos bienes depende de premisas sicológicas que pueden parecer incorrectas. Pero, en cualquier caso, de lo que se trata es de definir una clase de bienes que son queridos normalmente como partes de planes de vida racionales, que pueden incluir la más variada clase de fines. Por tanto, el suponer que los grupos quieren estos bienes, y el encontrar una concepción de la justicia sobre esta suposición, no es unirlo a un esquema específico de los intereses humanos en tanto que pueden ser generados por una proyección concreta de las instituciones. La teoría de la justicia presupone una teoría del bien, pero, dentro de estos amplios límites, no prejuzga la elección de la clase de personas que los hombres quieren ser.

Toda vez que los principios de la justicia son deducidos, la doctrina contractual establece ciertos límites sobre la concepción del bien. Estos límites se derivan de la prioridad de la justicia sobre la eficacia, y de la prioridad de la libertad sobre las ventajas económicas y sociales (suponiendo que prevalezca un orden serial), ya que, como he subrayado anteriormente, estas prioridades significan que los deseos de cosas que son injustas, o los que no pueden ser satisfechos sin violar un esquema justo, no tienen valor. No tiene objeto el cumplir estos deseos y el sistema social debería disuadirlos. Además, debemos tener en cuenta el problema de la estabilidad. Un sistema justo debe generar su propia defensa. Esto significa que debe ser estructurado de manera que introduzca en sus miembros el correspondiente sentido de la justicia y un deseo efectivo de actuar de acuerdo con sus normas por razones de justicia. Así, la exigencia de estabilidad y el criterio de disuadir los deseos que están en desacuerdo con los principios de la justicia; imponen unas restricciones a las instituciones. No han de ser sólo justas, sino proyectadas para alentar la virtud de la justicia en aquellos que toman parte en ellas. En este sentido, los principios de la justicia un ideal parcial de la persona, cuyos acuerdos sociales y económicos deben respetar. Finalmente, tal y como mantiene el argumento de la incorporación de ideales en nuestros principios, ciertas instituciones son exigidas por los dos principios. Ambos definen una estructura básica ideal o los rasgos de una hacia la que debe dirigirse el curso de la reforma.

El resultado de estas consideraciones es que la justicia como imparcialidad no está a merced de los deseos e intereses presentes. Establece un punto de Arquimedes para fijar el sistema social sin invocar consideraciones apriorísticas. El objetivo de la sociedad está fijado en sus líneas principales independientemente de los deseos particulares y de las necesidades de sus actuales miembros. Una concepción ideal de la justicia se define una vez que las instituciones fomentan la virtud de la justicia y desalientan los deseos y aspiraciones incompatibles con ella. Desde luego, el camino hacia el cambio y hacia las particulares reformas exigidas, depende de las condiciones presentes. Pero la concepción de la justicia, la forma general de una sociedad justa y el ideal de la persona que concuerda con él, no son similarmente dependientes. No hay lugar para el problema de que el deseo de los hombres de jugar un papel superior o inferior, no sea tan grande que acepten instituciones autocráticas, o para el problema de que la percepción de las prácticas religiosas de los demás sea o no tan compleja que permita o no la libertad de conciencia. No tenemos ocasión para preguntar si, bajo condiciones razonablemente favorables, los beneficios económicos de instituciones autoritarias y tecnocráticas serían tan grandes que justificasen el sacrificio de las libertades básicas. Desde luego, estas nociones suponen que las presunciones generales sobre las que se eligieron los principios de la justicia son correctas. Y, si lo son, esta clase de problemas está ya resuelto por estos principios de la justicia. Este punto de vista comparte con el perfeccionismo el rasgo de establecer un ideal de la persona que limita la búsqueda de los deseos. Respecto a esto la justicia como imparcialidad y el perfeccionismo, se oponen conjuntamente al utilitarismo.

Ahora bien, puede parecer que, ya que el utilitarismo no hace distinciones entre la calidad de los deseos y el valor que puedan tener todas las satisfacciones, no tienen un criterio para elegir entre sistemas de deseos o ideales de la persona. En cualquier caso, desde un punto de vista teórico, esto es incorrecto. El utilitarista puede decir siempre que, dadas las condiciones sociales y los intereses humanos tal y como son, y tomando en cuenta cómo se desarrollarán bajo este o aquel acuerdo institucional, favorecer un esquema de deseos más que otro, nos lleva a obtener un balance neto superior de satisfacción (o a un promedio más alto). Sobre esta base, el utilitarista elige entre los ideales de la persona. Algunas actitudes y deseos, al ser menos compatibles con una cooperación social fructífera, tienden a reducir el total (o el promedio) de felicidad. Hablando claramente, las virtudes morales son aquellas disposiciones y deseos efectivos que pueden ser utilizados para conseguir la mayor suma posible de bienestar. Así, sería un error pretender que el principio de utilidad no ofrece bases para elegir entre los ideales de la persona, aunque pueda ser difícil aplicar el principio en la práctica. No obstante, la elección depende de los deseos y las circunstancias sociales actuales, y de sus prolongaciones en el futuro. Estas condiciones iniciales pueden influenciar en gran parte la concepción del bien humano que debería ser alentada. Lo cierto es que, tanto la justicia como imparcialidad como el perfeccionismo, establecen por separado una concepción ideal de la persona y de la estructura básica, de manera que no sólo son desestimados algunos deseos e inclinaciones, sino que el efecto de las circunstancias iniciales desaparecerá en su momento. Con el utilitarismo no podemos estar seguros de lo que ocurrirá. Ya que no hay un ideal inmerso en su primer principio, el punto del que partimos puede influenciar el camino que hemos de seguir.

En resumen el punto esencial es el de que, a pesar de los rasgos individualistas de la justicia como imparcialidad, los dos principios de la justicia no son accidentes causales que actúan sobre los deseos o las condiciones sociales presentes. Así, somos capaces de deducir una concepción de la estructura básica justa, y un ideal de la persona compatible con ella, que puede servir como ejemplo para las instituciones, y para enfocar la dirección del cambio social. Para encontrar un punto de Arquímedes no es necesario recurrir a principios perfeccionistas o apriorísticos. Dando por supuesto ciertos deseos generales, tales como el deseo de bienes sociales primarios, y tomando como base los acuerdos que se obtendrían en una situación inicial claramente definida, podemos lograr la independencia necesaria de las actuales circunstancias. La posición original está caracterizada de tal manera que hace posible la unanimidad; las deliberaciones de cualquier persona son típicas de todos. Además, la misma decisión sirve para los juicios de los ciudadanos de una sociedad bien ordenada y eficazmente regulada por los principios de la justicia. Todos tienen un sentido similar de la justicia y esto es similar por lo que se refiere a una sociedad bien ordenada. El argumento político recurre a este consenso moral.

Puede pensarse que la presunción de unanimidad es característica de la filosofía política del idealismo. Tal y como se usa en la posición contractual, no hay nada específicamente idealista en la suposición de unanimidad. Esta condición es parte de la concepción procesal de la posición original y representa un límite sobre los argumentos. De este modo perfila el contenido de la teoría de la justicia de los principios que han de equipararse a nuestros juicios. Hume y Adam Smith suponen que si los hombres tuviesen que considerar un punto de vista determinado, el del espectador imparcial, llegarían a convicciones similares. Una sociedad utilitarista también puede ser una sociedad bien ordenada. En su mayor parte la tradición filosófica, incluido el intuicionismo, ha supuesto que existe alguna perspectiva apropiada desde la cual la unanimidad en cuestiones morales, se supone, al menos entre personas racionales con una información similar. O, si la unanimidad es imposible, la desigualdad entre los juicios se reduce en gran parte una vez que se adopta este punto de vista. Diferentes teorías morales resultan de las diferentes interpretaciones de este punto de vista, al que yo he llamado la situación inicial. En este sentido, la idea de unanimidad entre personas racionales está implícita en la tradición de la filosofía moral.

Losque distingue a la justicia como imparcialidad es cómo ésta caracteriza la situación inicial, el esquema en donde aparece la condición de unanimidad. Ya que puede darse a la posición original una interpretación kantiana, esta concepción de la justicia tiene afinidades con el idealismo. Kant intentó dar una base filosófica a la idea de Rousseau de la voluntad general. La teoría de la justicia a su vez trata de presentar un proceso natural, traducción de la concepción kantiana del reino de los fines y de las nociones de autonomía y del imperativo categórico. De este modo, la estructura subyacente de la doctrina de Kant se separa de sus bases metafísicas, de manera que pueda verse más claramente y se presenta libre de objeciones.

Hay otra semejanza con el idealismo: la justicia como imparcialidad ocupa un lugar importante en la valoración de la comunidad, y el modo en que esto se desarrolla depende de la interpretación kantiana. Este punto lo discutiré en la tercera parte. La idea fundamental es la de que queremos estimar los valores sociales del bien intrínseco en las actividades institucionales, comunitarias y asociativas mediante una concepción de la justicia que en sus bases teóricas es individualista. Por razones de claridad, entre otras, no queremos basarnos en un concepto no definido de la comunidad, o suponer que una sociedad es un todo orgánico con una vida propia, distinta y superior a la de sus miembros en sus relaciones con los demás. Así, la concepción contractual de la posición original es considerada en primer lugar. Es razonablemente simple y el problema de la elección racional que plantea es relativamente preciso. Partiendo de esta concepción, aunque pueda parecer individualista, podemos explicar eventualmente el valor de la comunidad. De otro modo la teoría de la justicia no podría tener éxito. Para lograrlo necesitaríamos una referencia al bien primario del autorrespeto que la relacionase con las partes de la teoría ya desarrolladas. Pero, por el momento, dejaré estos problemas y procederé a considerar ciertas implicaciones de los dos principios de la justicia en los aspectos económicos de la estructura básica.

Algunas consideraciones acerca de los sistemas económicos

Es esencial tener en cuenta, aunque sea elemental, que nuestro tema es el de la teoría de la justicia, no el de la economía. Unicamente nos concierne algunos problemas morales de la economía política. Por ejemplo, me preguntaré cuál es el valor adecuado del ahorro a través del tiempo, cómo han de ser proyectadas las instituciones básicas de la tributación y de la propiedad; o a qué nivel ha de establecerse el mínimo social. Al responder estas preguntas mi intención no es la de explicar, ni mucho menos añadir nada, a lo que la teoría económica dice acerca del funcionamiento de estas instituciones. Si intentase hacer esto, estaría obviamente fuera de lugar. ciertas partes elementales de la teoría económica son tratadas únicamente para ilustrar el contenido de los principios de la justicia. Si la teoría económica es usada incorrectamente, o si la doctrina es errónea, espero que no repercuta en perjuicio de la teoría de la justicia. Pero, como hemos visto, los principios éticos dependen de hechos generales, y, por tanto, una teoría de la justicia para la estructura básica presupone una explicación de estas disposiciones. Es necesario hacer algunas precisiones y extraer sus consecuencias, si hemos de examinar las concepciones morales. Estas precisiones están sujetas a ser inexactas y superficiales, pero esto no tiene importancia si no capacita para descubrir el contenido de los principios de la justicia, y nos satisfacería que, en una amplia gama de situaciones, el principios de la diferencia nos conduzca a conclusiones aceptables. En resumen, los problemas de economía política son planteados únicamente para obtener la base práctica de la justicia como imparcialidad. Discuto estos aspectos desde el punto de vista del ciudadano, que intenta formular sus juicios referentes a la justicia de las instituciones económicas.

Para evitar malentendidos y para indicar algunos de los problemas principales, comenzaré con unas breves consideraciones acerca de los sistemas económicos. La economía política está conectada en gran parte con el sector público y la forma adecuada de las instituciones que regulan la actividad económica, con la tributación y los derechos de propiedad, con la estructura de los mercados, etc. Un sistema económico regula qué cosas se producen y por qué medios, quién las recibe, en concepto de qué contribuciones, y qué fracción de recursos sociales se dedica al ahorro y a la provisión de bienes públicos. Idealmente, todos estos aspectos deberían ser resueltos por medios que satisfagan los dos principios de la justicia. Pero hemos de preguntarnos si esto es posible, y cuáles son las exigencias concretas de estos principios.

Para comenzar, es útil distinguir entre dos aspectos del sector público, de otro modo la diferencia entre una economía de propiedad privada y una economía socialista no sería aclarada. El primer aspecto se refiere a la propiedad de los medios de producción. La distinción clásica es la de que el tamaño del sector público bajo el socialismo (medido por la proporción del producto neto que corresponde a las empresas estatales, dirigidas por funcionarios públicos o por asambleas de trabajadores) es mucho mayor. En una economía de propiedad privada, el número de empresas estatales es pequeño y, en cualquier caso, está limitado a casos especiales, tales como los servicios públicos y transportes.

Un rango bastante diferente del sector público es la proporción de recursos sociales dedicados a bienes públicos. La distinción entre bienes públicos y privados provoca varios problemas, pero la idea fundamental es la de que un bien público tiene dos rasgos característicos, su indivisibilidad y publicidad. Es decir, hay muchos individuos, un público, por así decirlo, que quiere más o menos de este bien, pero si todos han de disfrutarlo, ha de ser en la misma proporción. La cantidad resultante no puede dividirse, como ocurre con los bienes privados, y ser adquirida por los individuos de acuerdo con sus preferencias. Hay varias clases de bienes públicos, dependiendo de su grado de indivisibilidad y de su importancia pública. El caso extremo de un bien público es su plena indivisibilidad entre toda la sociedad. Un ejemplo típico es el de la defensa de una nación contra un ataque del extranjero. Todos los ciudadanos deben participar de este bien en el mismo grado; no pueden recibir toda la protección que desearían. La consecuencia de la indivisibilidad y de la publicidad, en estos casos, es que la provisión de bienes públicos debe ser estructurada a través del proceso político y no a través del mercado. Tanto la cantidad que ha de producirse como su financiación han de ser elaboradas por la legislación. A pesar de que no hay problema de distribución en el sentido de que todos losciudadanos requieren la misma cantidad, los costes de distribución son nulos.

Varios rasgos de los bienes públicos derivan de estas dos características. En primer lugar, hay un problema aislado. Donde hay gran cantidad de personas con muchas individualidades, surge la tentación para cada persona de evitar cumplir su parte. Esto se debe a que el que un hombre cumpla su parte no afecta mucho al resultado producido. El observa la actividad colectiva de los demás en una dirección o en otra. Si el bien público se produce, su disfrute no disminuye aunque no haya contribuido a su producción. Si no es producido, su acción no cambiaría la situación en cualquier caso. Un ciudadano recibe la misma protección ante una invasión extranjera, independientemente de que haya pagado o no sus impuestos. Por tanto, en el caso extremo no hay esperanza de que se produzcan acuerdos pactados y voluntarios. De esto se deduce que la disposición y la financiación de bienes públicos corresponde al Estado y las normas obligatorias que exigen contribución han de ser puestas en vigor. Aunque todos los ciudadanos pagasen su parte voluntariamente, lo harían únicamente si están seguros de que los demás pagarán la suya. Así una vez que los ciudadanos han acordado actuar colectivamente y no como individuos aislados, dando por supuestas las acciones de los demás queda todavía la tarea de formalizar el acuerdo. El sentido de la justicia nos conduce a promover esquemas justos y a cumplir nuestra parte en ellos cuando creemos que los demás, o la mayoría, harán la suya. Pero en circunstancias normales sólo puede ofrecerse cierta seguridad si hay un norma obligatoria, puesta en vigor de una manera efectiva. Suponiendo que el bien público es para beneficio de todos y que todos estarán de acuerdo en aceptarlo, el uso de la coerción es perfectamente racional, desde el punto de vista de cada persona. Muchas de las actividades tradicionales del gobierno, en tanto puedan ser justificadas de este modo, pueden explicarse así. La necesidad de la puesta en vigor de la norma por el estado existirá aun cuando todos se muevan por el mismo sentido de la justicia. Los rasgos característicos de los bienes públicos esenciales necesitan acuerdos colectivos, y debe ofrecerse una estricta seguridad de que serán respetados.

Otro aspecto de la situación de los bienes públicos es la de su exterioridad. Cuando los bienes son públicos e indivisibles, su producción causará beneficios y pérdidas a otros, que no serán tenidas en cuenta por aquellos que la acepten o decidan. Así, en el caso extremo, si una parte de los ciudadanos paga impuestos para cubrir los costes de los bienes públicos, la totalidad de la sociedad se ve afectada por las medidas tomadas. Pero puede que aquellos que acuerdan estos tributos no tengan en cuenta estos efectos, y, por tanto, la cuantía de los costes públicos es diferente de lo que sería si se considerasen todos lo beneficios y todas las pérdidas. Los casos normales son aquellos donde la indivisibilidad es parcial y el público es menor. Alguien que se ha vacunado a sí mismo contra un mal contagioso, ayuda a los demás del mismo modo que lo haría consigo mismo, y, aunque no lo beneficie obtener esta protección, será mejor para la comunidad local si se tienen en cuenta todas las ventajas. Desde luego, hay casos sorprendentes de daños públicos, como cuando las industrias manchan y desgastan el medio ambiente. Estos costes no se calculan normalmente a través del mercado, de manera que las comodidades producidas se venden muy por debajo de sus costes sociales marginales. Hay una diferencia entre las cuentas privadas y las sociales, que el mercado registra erróneamente. Una tarea esencial de la ley y del gobierno, es la de introducir las correcciones necesarias.

Es evidente, por tanto, que la indivisibilidad y la publicidad de ciertos bienes esenciales y los resultados y pruebas a que dan lugar, necesitan acuerdos colectivos organizados y reforzados por el estado. Que la norma política está fundada, únicamente, en la propensión de los hombres a su propio interés y a la injusticia, es un punto de vista superficial, ya que, incluso entre hombres justos, una vez que los bienes son divisibles entre una gran cantidad de personas, sus acciones decididas aisladamente no conducirán al bien general. Es necesario algún acuerdo colectivo, y todos quieren asegurarse de que lo aprobarán si cumplen su parte voluntariamente. En una comunidad grande no se concibe un grado de confianza mútua en la integridad de otro, que produzca un cumplimiento de la ley superflua. En una sociedad bien ordenada, las sanciones exigidas son, sin duda, suaves, y puede que nunca sean aplicadas, pues la existencia de tales mecanismos es una condición normal de la vida humana incluso en este caso.

En estas consideraciones he hecho una distinción entre los problemas de aislamiento y seguridad. La primera clase de problemas se plantea cuando el resultado de las decisiones de muchos individuos, hechas aisladamente, es peor para cada uno que otra actuación que, partiendo de una conducta ajena establecida, posibilitase que la decisión de cada persona fuera perfectamente racional. Esto es, simplemente, el caso general del dilema del prisionero, que es el ejemplo clásico del estado de naturaleza de Hobbes El problema del aislamiento es el de identificar estas situaciones y averiguar qué contrato colectivo obligatorio sería el más adecuado, desde el punto de vista de todos. El problema de la seguridad es diferente, aquí se trata de asegurar a los grupos cooperadores, que el acuerdo está siendo llevado cabo. La voluntad de contribución de cada persona es contingente respecto a la contribución de los demás. Así pues, para mantener la confianza general en el esquema, que es superior desde el punto de vista general o, en todo caso, mejor que la situación que se produciría con su ausencia, ha de establecerse algún medio para administrar multas y castigos. Es aquí donde la mera existencia de un soberano o, incluso, la creencia general en su eficacia, tiene un papel fundamental. Una última consideración acerca de los bienes públicos; ya que la proporción de recursos sociales dedicados a su producción es diferente del problema de la propiedad pública de los medios de producción, no hay una conexión necesaria entre los dos. Una economía de propiedad privada puede asignar una amplia fracción de renta nacional a estos objetivos, una sociedad socialista, una pequeña y viceversa. Hay bienes públicos de muchas clases, desde equipos militares a servicios de sanidad. Habiendo acordado políticamente asignar y financiar estos bienes, el gobierno puede obtenerlos del sector privado o de empresas públicas. La lista de bienes públicos producidos y los procesos elaborados para limitar los daños públicos, dependen de la sociedad en cuestión. No es un problema de lógica institucional, sino de sociología política, que incluye el modo en que las instituciones afectan al balance de ventajas políticas.

Habiendo considerado brevemente dos aspectos del sector público, me gustaría concluir con unos breves comentarios acerca del alcance que pueden tener los esquemas económicos sobre un sistema de mercado en que los precios están libremente determinados por la oferta y la demanda. Han de distinguirse varios casos. Todos los regímenes querrán usar el mercado para racionar los bienes de consumo producido. Cualquier otro procedimiento es administrativamente embarazoso y se recurrirá a otros sistemas sólo en casos especiales. Pero en un sistema de libre mercado, la producción de bienes está regida en calidad y cantidad por las preferencias de los consumidores expuestas por sus compras en el mercado. Los bienes que se vendan con un beneficio superior al normal, serán producidos en cantidades hasta que el exceso se reduzca. En un régimen socialista, las preferencias de los proyectistas o las decisiones colectivas, a menudo juegan un gran papel para determinar la dirección de la producción. Tanto los sistemas de propiedad privada como los socialistas, permiten normalmente la libre elección de ocupación y el lugar de trabajo. Sólo bajo sistemas autoritarios de cualquier clase se limita esta libertad.

Finalmente, un rasgo característico es la capacidad del mercado para decidir la cantidad de ahorro y la dirección de la inversión del mismo modo que la fracción de riqueza nacional dedicada a la conservación y eliminación de daños irremediables en el bienestar de las generaciones futuras. Aquí hay muchas posibilidades. Una decisión colectiva puede determinar la proporción del ahorro, mientras que la dirección de la inversión se deja en gran parte a empresas individuales que rivalizan para obtener fondos. Tanto en un sistema de propiedad privada como en un sistema socialista, se expresa una gran preocupación para prevenir daños irreversible, y para ahorra recursos naturales y preservar el medio ambiente. Pero puede que cualquiera de ellos actúe erróneamente.

Es evidente, entonces, que no hay un vínculo esencial entre el uso del libre mercado y la propiedad privada de los medios de producción. La idea de que los precios competitivos bajo condiciones normales son justos o equitativos, se remonta a la época medieval.

Mientras que la noción de que una economía de mercado es de algún modo, el mejor esquema, ha sido cuidadosamente investigada por los llamados economistas burgueses. Esta conexión es una contingencia histórica en la que, al menos en teoría, un régimen socialista puede obtener provecho de las ventajas de este sistema. Una de estas ventajas es la eficacia. Bajo ciertas condiciones, los precios competitivos seleccionan los bienes que han de producirse y asignan los recursos para su producción de manera que no hay mejor medio de obtener un buen resultado, bien mediante la elección de métodos productivos por parte de las empresas, o por la distribución de bienes, que resulta de las compras de los consumidores. No hay una reestructuración de la configuración económica resultante que sitúa a un consumidor en una perspectiva mejor, sin perjudicar a otro (a la vista de sus preferencias). No son posibles ulteriores negocios mutuamente ventajosos. Tampoco hay otros procesos productivos factibles, que produzcan más ventajas sin ofrecer más desventajas a su vez, ya que si esto no fuera así, la situación de algunos individuos podría ser más ventajosa sin que hubiese pérdidas para nadie. La teoría del equilibrio general explica cómo dadas las condiciones apropiadas, la información suministrada por los precios lleva a los agentes económicos a actuar por medios encaminados a conseguir este resultado. La competencia perfecta es un procedimiento perfecto respecto a su eficacia. Desde luego, las condiciones requeridas son muy especiales y rara vez dan en su totalidad en el mundo real. Además, los errores y las imperfecciones de mercado, a menudo son graves y deben tomarse medidas compensadoras, mediante la función de la asignación. Las restricciones monopolísticas, la falta de información, las economías externas y los gastos, deben reconocerse y corregirse. El mercado falla en su totalidad en el caso de los bienes públicos, pero estos aspectos no nos preocupan ahora. Estos acuerdos ideales se mencionan únicamente para aclarar la noción próxima de la justicia puramente procedimental. La concepción ideal se usa para valorar las soluciones existentes y como marco para identificar los cambios que pueden hacerse.

Otra ventaja más importante del sistema de mercado es la de que, dado el requisito de las instituciones básicas, concuerda con las libertades justas y con una justa igualdad de oportunidades. Los ciudadanos tiene libre elección de carreras y ocupaciones, no hay razón para una dirección centralizada del trabajo. Seguramente, en ausencia de algunas diferencias de salarios como resultado de un esquema competitivo, es difícil ver cómo, bajo circunstancias normales, pueden evitarse ciertos aspectos de una sociedad autoritaria incompatibles con la libertad.

Además, un sistema de mercado descentraliza el ejercicio del poder económico. Sea cual fuere la naturaleza interna de las empresas, privadas o estatales, dirigidas por empresarios o por gerentes elegidos por los trabajadores, toman los precios de los outputs e inputs dados, y proyectan sus planes de acuerdo con ello. Cuando los mercados son verdaderamente competitivos las empresas no se comprometen en guerras de precios o en otras luchas por el poder del mercado. De acuerdo con la decisión política obtenida democráticamente, el gobierno regula el clima económico ajustando ciertos elementos bajo su control, tales como la cantidad total de inversión, el valor del interés y la cantidad de dinero, etc. No hay necesidad de una programación excesivamente amplia y directa. Los consumidores y las empresas son libres de tomar sus posiciones independientemente, sujetos a las condiciones generales de la economía.

Al tener en cuenta la consistencia de los acuerdos de mercados en instituciones socialistas, es esencial distinguir entre las funciones de asignación y distribución de precios.

La primera está relacionada con la necesidad de conseguir eficacia económica, la última con la determinación de la renta que ha de percibir las personas en contrapartida a su contribución. Es perfectamente concebible en un régimen socialista, que se establezca un interés adecuado para signar recursos a los proyectos de inversión y considerar los gravámenes de las rentas por utilidades del capital y por la escasez de activos naturales, tales como tierras y bosques. Seguramente ha de hacerse esto, si los medios de producción han de emplearse del mejor modo posible, ya que si estos activos se generasen sin el esfuerzo humano serían también productivos, en el sentido de qué, cuando se combinan con otros factores, se obtiene una producción mayor. De esto no se deriva, sin embargo, que tenga que haber personas privadas que, como propietarios de estos activos, reciban el equivalente monetario de estas evaluaciones. No obstante, estos precios son indicadores para construir un inventario eficaz de las actividades económicas. Excepto en el caso del trabajo, los precios bajo el socialismo no corresponden a la renta pagada a los individuos privados. En vez de esto, la renta atribuida a los activos colectivos y naturales regresa al estado y, por tanto, sus precios no tienen una función distributiva.

Es necesario reconocer que las instituciones de mercado son comunes, tanto en los regímenes de propiedad privada con los socialistas, y distinguir entre la función de asignación de precios y las de distribución. Ya que, bajo el socialismo, los medios de producción y los recursos naturales son públicamente poseídos, la función distributiva, se restringe en gran parte, mientras que, en un sistema de propiedad privada, se usan los precios gradualmente para ambos propósitos. El saber cuál de estos sistemas y de las formas intermedias responde a las exigencias de la justicia, no puede, según creo, determinarse a primera vista. Presumiblemente no hay una respuesta general a este problema, ya que depende en gran parte de las tradiciones e instituciones y fuerzas sociales de cada país, y de sus especiales circunstancias históricas. La teoría de la justicia no incluye estos aspectos, pero lo que puede hacer es establecer, de un modo esquemático, los rasgos de un sistema económico justo que admita algunas variaciones. La decisión política, en cualquier caso, establecerá qué variaciones serán más adecuadas para ponerlas en práctica. Una concepción de la justicia es parte necesaria de cualquier valoración política, pero no suficiente.

El esquema ideal descrito en la siguientes secciones, utiliza a menudo los esquemas de mercado. Sólo de este modo, según creo, puede tratarse el problema de la distribución como un caso de justicia puramente procedimental. Obtenemos, además, las ventajas de la eficacia, y protegemos la libertad fundamental de libre elección de ocupación. Al principio, mantengo que el régimen es una democracia de propiedad privada, ya que este caso es el más conocido.

Pero, como yo he dicho antes, no se intenta prejuzgar la elección de régimen en casos concretos, ni tampoco implica que las sociedades actuales que tienen propiedad privada de los medios de producción no sufran grandes injusticias. El que exista un sistema ideal del propiedad privada que sea justo, no implica que las formas históricas sean justas o, incluso, tolerables y, desde luego, lo mismo ocurre con el socialismo.

Las instituciones básicas para obtener una justicia distributiva.

El principal problema de la justicia distributiva es la elección del sistema social. Los principios de la justicia se aplican a la estructura básica y regulan cómo sus principales instituciones se unen en un esquema. Ahora bien, como hemos visto, la idea de la justicia como imparcialidad usa la noción de justicia puramente procesal para tratar las contingencias de las situaciones concretas. El sistema social ha de estructurarse de manera que la distribución resultante sea justa a pesar de todo. Para conseguir este fin, es necesario establecer el proceso económico y social sobre las bases de una política adecuada y de
instituciones legales. Sin la estructuración adecuada de estas instituciones fundamentales, el resultado del proceso distributivo no será justo, por falta de una imparcialidad básica. Daré una breve descripción de estas instituciones básicas tal y como deberían existir en un estado democrático adecuadamente organizado, que permite la propiedad privada del capital y de los recursos naturales. Estos esquemas son familiares, pero puede ser útil el ver cómo se adaptan a los dos principios de la justicia. Las modificaciones en el caso del régimen socialista las consideré después brevemente.

En primer lugar, mantengo que la estructura básica está regulada por una constitución justa que asegura las libertades de una ciudadanía igual. La libertad de conciencia y la libertad de pensamiento se dan por supuestas, y se mantiene el justo valor de la libertad política. El proceso político se considera, en tanto lo permitan las circunstancias, como un procedimiento justo para elegir entre varios gobiernos y para promulgar una legislación justa. Creo, también, que hay una justa igualdad de oportunidades (no sólo una igualdad formal). Esto significa que, además de ofrecer iguales oportunidades de enseñanza y cultura, a personas similarmente capacitadas, bien subvencionando escuelas privadas o estableciendo un sistema de escuelas publicas, también, refuerza y subraya la igualdad de oportunidades en las actividades económicas y en la libre elección de ocupación. Esto se logra programando la conducta de las empresas y las asociaciones privadas y previniendo el establecimiento de restricciones monopolística y barreras a las posiciones más deseadas. Finalmente, el gobierno garantiza un mínimo social, bien por asignaciones familiares y subsidios especiales, por enfermedad y desempleo, o, más sistemáticamente, por medios tales como impuesto negativo sobre la renta.

Al establecer estas instituciones básicas, el gobierno puede considerarse dividido en cuatro funciones. Cada función consiste en varias agencias o actividades encargadas de preservar ciertas condiciones sociales y económicas. Estas divisiones, no se sobreponen a la organización usual del gobierno, sino que son consideradas como funciones diversas . La función de asignación, por ejemplo, ha de mantener el sistema de precios factiblemente competitivo, y prevenir la formación de un mercado de poder irracional. Tal poder no existe en tanto los mercados no puedan ser más competitivos de acuerdo con las exigencias de la eficacia, de los hechos geográficos y las preferencias de los consumidores. La función de asignación está también, encargada de identificar y corregir, mediante impuestos y subsidios adecuados, y cambios en la definición de los derechos de propiedad, las desviaciones más obvias de la eficacia, causadas por el error en los precios, al medir exactamente los costes y beneficios sociales. Para este fin, han de establecerse impuestos y subsidios adecuados o ha de revisarse el alcance de la definición de los derechos de la propiedad. La función estabilizadora, por otro lado, trata de lograr el pleno empleo, en el sentido de que aquellos que quieran trabajo lo encuentren y la libre elección de ocupación y el despliegue de capital se vean soportados por una demanda fuerte y efectiva. Estas dos funciones, en conjunto, tratan de mantener la eficacia general de la economía de mercado.

El mínimo social es responsabilidad de la función de transferencia. Más adelante, consideraré a qué nivel ha de ser fijado el mínimo, pero por el momento, es suficiente con unas observaciones generales. Lo fundamental es que el resultado de esta función tenga en cuenta las necesidades y les asigne un valor apropiado respecto a otras demandas. Un sistema competitivo de precios no toma en consideración las necesidades, y, por tanto, no puede ser el único mecanismo de distribución. Debe haber una división de trabajo entre las partes del sistema social, en respuesta a los preceptos del sentido común de la justicia. Las diferentes instituciones se enfrentan a diferentes demandas. Los mercados competitivos, adecuadamente regulados, aseguran la libre elección de ocupación y conducen a un uso eficaz de los recursos y a una asignación de comodidades para los consumidores. Estos mercados imponen una carga sobre los preceptos convencionales relacionados con salarios y jornales, mientras que la función de transferencia garantiza un cierto nivel de bienestar y respeta las demandas y necesidades. Eventualmente, discutiré estos preceptos de sentido común y su aparición en el contexto de las diferentes instituciones. Lo importante aquí es que ciertos preceptos tienden a conectarse con instituciones específicas. Se deja a los sistemas básicos en su conjunto que determinen cómo han de ser examinados estos preceptos. Ya que los principios de la justicia regulan toda la estructura, también regulan el equilibrio de los preceptos. En general, este equilibrio sufrirá variaciones de acuerdo con la concepción política subyacente.

Es claro que la justicia de las porciones distributivas depende de las instituciones básicas y de cómo asignen la renta total, los salarios y otras rentas más transferibles. Hay, y con razón, una fuerte objeción a la determinación competitiva de la renta total, ya que ésta ignora las demandas de necesidad y de un apropiado nivel de vida. Desde el punto de la etapa legislativa es racional asegurarse a uno mismo y a sus descendientes contra estas contingencias del mercado. Desde luego, el principio de la diferencia lo exige. Pero una vez que se obtiene un mínimo adecuado mediante transferencias, puede ser perfectamente justo que el resto de la renta total se determine por el sistema de precios, suponiendo, que sea moderadamente eficaz y libre de restricciones monopolistas, y que se hayan eliminado la exteriorizaciones irracionales. Además, este modo de tratar la demanda de necesidades puede parecer más eficaz que el tratar de regular la renta mediante niveles salariales mínimos. Es mejor asignar a cada rama sólo aquellas tareas compatibles unas con otras. Ya que el mercado no está capacitado para responder a las demandas de necesidades, éstas deben de resolver mediante un proceso diferente. El que los principios de la justicia sean satisfechos plantea el problema de si la renta de los menos aventajados (salarios más transferencias) sea tal que maximice sus expectativas (concordes con las limitaciones de la libertad y de la justa igualdad de oportunidades.

Finalmente, hay una función de distribución. Su tarea es la de preservar la justicia de las porciones distributivas mediante la tributación y los reajustes necesarios sobre los derechos de propiedad. Han de distinguir dos aspectos de esta función. En primer lugar, impone ciertos impuestos sobre la donación y sucesión y establece restricciones sobre los derechos de transmisión. El propósito de estos impuestos y reglamentaciones no es el de incrementar la renta (ceder recursos al gobierno) sino corregir, gradual y continuamente, (la distribución de riqueza y prevenir las concentraciones de poder perjudiciales para la equidad de la libertad política y de la justa igualdad de oportunidades. Por ejemplo, el principio progresivo debe aplicarse a la muerte del beneficiario. Haciendo esto, se alentará una amplia dispersión de propiedad, que parece ser una condición necesaria si ha de mantenerse el justo valor de estas libertades. El recibir mediante herencia una riqueza desigual, no es más injusto, intrínsecamente, que el recibir por herencia una inteligencia desigual. Es verdad que el primer caso está más fácilmente sujeto al control social; pero lo esencial es que en lo posible, las desigualdades basadas en cualquiera de los dos aspectos satisfagan el principio de la diferencia. Así, la herencia es permisible, siempre que la desigualdad resultante sea en ventaja de los menos afortunados y compatible con la libertad y la justa igualdad de oportunidades. Como ya hemos dicho, la justa igualdad de oportunidades significa un conjunto de instituciones que asegure la igualdad de oportunidades para la educación y la cultura de personas similarmente capacitadas, y mantenga los trabajos y los empleos abiertos a todos, sobre la base de las capacidades y de los esfuerzos relacionados con la importancia de las tareas y trabajos. Son estas instituciones las que se ponen en peligro cuando las desigualdades de riqueza exceden un cierto límite. Por otro lado, la libertad política tiende a perder su valor y el gobierno representativo se convierte en tal gobierno únicamente en apariencia. Los impuestos y las legislaciones de la función de distribución han de procurar que no traspase este límite. Naturalmente, el límite de este punto es asunto de decisión política, dirigida, en teoría, por el buen sentido y las presunciones evidentes dentro de una amplia perspectiva. Ante este tipo de problemas, la teoría de la justicia no tiene nada concreto que decir. Su objetivo es el de formular los principios que han de regular las instituciones básicas.

La segunda parte de la función de distribución es un esquema de tributación para producir los beneficios que exige la justicia. Los recursos sociales han de ser cedidos al gobierno, de manera que pueda proveer bienes públicos y hacer los pagos necesarios para satisfacer el principio de la diferencia. Este problema pertenece a la función de distribución, ya que la carga de la distribución ha de ser justamente compartida y se trata de establecer soluciones justas.

Dejando de lado otras complicaciones, es importante destacar que un impuesto proporcional sobre el gasto puede ser una parte del mejor esquema impositivo. Principalmente porque es preferible a un impuesto sobre la renta (de cualquier clase) al nivel de los preceptos de sentido común de la justicia, ya que impone una carga de acuerdo con la cantidad de bienes que una persona saca del almacén común y no de acuerdo a la cantidad con la que contribuye (suponiendo que la renta haya sido justamente obtenida). De nuevo, un impuesto proporcional sobre el consumo total (anual) puede contener las exenciones normales para casos pendientes, etc. Además, trata a todo el mundo de un modo igual (suponiendo, de nuevo, que la renta haya sido justamente obtenida). Puede ser mejor, por tanto, usar tasas progresivas únicamente cuando son necesarias para preservar la justicia de la estructura básica, respecto al primer principio de la justicia y a la justa igualdad de oportunidades, y también para prevenir las acumulaciones de propiedad y poder que corroen las instituciones correspondientes. El cumplir esta norma puede ayudar a señalar una distinción importante en cuestiones de política. Y, si los impuestos proporcionales parecen ser más eficaces porque interfieren menos con los incentivos, esto puede explicar su necesidad en el caso de que haya de elaborarse un esquema factible. Como antes, estos son problemas de decisión política, y no una parte de la teoría de la justicia. En cualquier caso, estamos considerando tal impuesto proporcional como una parte de un esquema ideal para una sociedad bien ordenada, a fin de explicar el contenido de los dos principios. De esto no se deriva que, dada la injusticia de las actuales instituciones, los impuestos progresivos sobre la renta tengan cierta justificación cuando se consideran todas estas cosas. En la práctica, normalmente hemos de elegir entre varias soluciones injustas, y, después, nos dirigimos a la teoría no ideal para encontrar un esquema lo menos injusto posible. Algunas veces este esquema incluirá medidas y programa que un sistema perfectamente justo reflejaría. Dos errores pueden dar lugar a una solución, en el sentido de que la más asequible puede contener un equilibrio de imperfecciones, un reajuste de injusticias compensadas. Las dos partes de la función distributiva derivan de los dos principios de la justicia. Los impuestos sobre sucesiones y sobre la renta en tasas progresivas (cuando son necesarias), la definición legal del derecho de propiedad, han de asegurar las instituciones de la libertad en una democracia de propiedad privada, y el valor justo de los derechos que establecen. Impuestos proporcionales sobre el gasto (o la renta), aseguran beneficios para los bienes públicos, para la función de transferencia y para el establecimiento de la justa igualdad de oportunidades en la enseñanza o en casos análogos, de modo que se obtenga como resultado el segundo principio. No se ha hecho mención en ningún caso del criterio tradicional de la tributación, que mantiene que los impuestos han de ser exigidos de acuerdo con los beneficios recibidos o la capacidad de pago. La referencia a los preceptos de sentido común, en conexión con los impuestos sobre la renta, es una consideración secundaria. El alcance de estos criterios está regulado por los principios de la justicia. Una vez que el problema de las porciones distributivas es considerado como el problema de estructurar las instituciones básicas, los criterios convencionales no tienen una fuerza independiente, aunque sean adecuados en ciertos casos específicos. Suponer lo contrario sería mantener un punto de vista insuficientemente comprensivo. Es evidente también que la estructura de la función distributiva no presupone modelos de criterios utilitaristas acerca de las ventajas individuales. Los impuestos sobre la sucesión y los impuestos progresivos sobre la renta, por ejemplo, no se basan en la idea de que los individuos tienen funciones de utilidad similares al satisfacer el principio marginal decreciente. El objeto de la función distributiva no es, desde luego, maximizar el balance neto de satisfacción, sino establecer instituciones básicas justas. Las dudas acerca de la confirmación de las funciones de utilidad son irrelevantes. Este es un problema de los utilitaristas, no de la teoría contractual.

He mantenido que el objeto de las funciones del gobierno es establecer un régimen democrático, en donde la tierra y el capital sea amplia, aunque no igualmente, poseídos. La sociedad no está dividida de manera que un pequeño sector controle el dominio de los recursos productivos. Cuando esto ocurre, y las porciones distributivas satisfacen los principios de la justicia, pueden afrontarse muchas críticas socialistas a la economía del mercado. Pero es claro, en cualquier caso, que un régimen liberal socialista puede tener respuesta para los dos principios de la justicia. Sólo tenemos que suponer que los medios de producción son públicamente poseídos y que las empresas son dirigidas por asambleas de trabajadores o por funcionarios designados por ellos. Las decisiones colectivas, hechas democráticamente bajo la constitución, determinan los rasgos generales de la economía, tales como la cantidad de ahorro y la proporción del producto social dedicado a los bienes públicos esenciales. Dada la situación económica resultante, las empresas reguladas por las fuerzas del mercado se comportan como hemos visto. Sin embargo, las instituciones básicas tomarán una forma diferente, especialmente en el caso de la función distributiva. No hay razón, en principio, para que no puedan obtener porciones distributivas justas. La teoría de la justicia no favorece por sí misma cualquiera de los dos regímenes. Como hemos visto, la decisión de qué sistema es el mejor, depende de sus circunstancias, instituciones, y tradiciones históricas. Algunos socialistas objetan a todas las instituciones de mercado, el estar intrínsecamente corrompidas, y esperan establecer una economía donde los hombres se mueven en su mayor parte por intereses altruistas. A la vista de lo anterior, el mercado no es, desde luego, una solución ideal, pero, ciertamente, dadas las instituciones básicas necesarias, se rechazan los peores aspectos de la llamada esclavitud de los salarios. El problema, por tanto, es el de la comparación de las alternativas posibles. Parece improbable que el control de la actividad económica por la burocracia, que estaría obligada a desarrollarse en un sistema regulado socialmente (dirigido centralmente, o guiado por acuerdos obtenidos por las asociaciones industriales. (Suponiendo siempre que exista el marco adecuado) Para estar seguros, un esquema competitivo es impersonal y automático en los detalles de su operación. Sus resultados particulares no expresan la decisión consciente de los individuos, pero, en muchos aspectos, esto es una virtud de esta solución, y el uso del sistema de mercado no implica una pérdida de autonomía humana. Una sociedad democrática puede elegir basarse en los precios, a la vista de las ventajas que ello comporta, y después, mantener las instituciones básicas que la justicia exige. Esta decisión política, del mismo modo que la regulación de las posibles soluciones, puede ser perfectamente razonable y libre.

La teoría de la justicia supone, además, un límite definido sobre la fuerza de la motivación social y altruista. supone que los individuos y grupos promueven intereses competitivos, y aunque ellos deseen actuar justamente, no están dispuestos a abandonar sus intereses. No hay necesidad de insistir en que esta presunción no implica que los hombres sean egoístas en el sentido ordinario de la palabra. Por el contrario, una sociedad donde todos puedan conseguir el máximo bienestar, donde no haya demandas conflictivas y las necesidades de todos aparezcan unidas, sin coacción en un armonioso plan de actividad, es una sociedad que, en cierto sentido, va más allá de la justicia. Ha eliminado las ocasiones en que se hace necesario recurrir a los principios del derecho y de la justicia. Este caso ideal no tiene interés a pesar de lo deseable que pueda ser. No obstante, debemos tener en cuenta que, aun así, la teoría de la justicia tiene un importante papel teórico: Define las condiciones bajo las cuales la coherencia espontánea de intereses y deseos de los individuos no es forzada ni proyectada, sino que expresa una armonía especial acorde con el bien ideal. No continuaré con estas cuestiones. Lo importante es que los principios de la justicia son compatibles con diferentes tipos de regímenes.

Hay un último caso que necesita ser considerado. Supongamos que la anterior explicación cerca de las instituciones básicas es suficiente para nuestros propósitos, y que los principios de la justicia conducen a un sistema definido de actividades gubernativas y definiciones sobre la propiedad, conjuntamente con una lista de impuestos. En este caso, los gastos públicos totales y las rentas que producen, necesariamente están bien delimitados, y la distribución de renta y de riqueza resultante es justa sea la que fuere. De esto no se deriva, sin embargo, que los ciudadanos no deban decidir el hacer otros gastos públicos. Si un número lo suficientemente grande de ciudadanos consideran que los beneficios marginales de los bienes públicos son mayores que los de los bienes asequibles a través del mercado, en necesario que el gobierno encuentre el modo de proporcionarlos. Ya que la distribución de renta y riqueza se supone que es justa, el principio que sirve de guía cambia. Vamos a suponer, entonces, que hay una quinta función del gobierno, la función de cambio, que consiste en un cuerpo especialmente representativo que toma nota de los diferentes intereses sociales y sus preferencias por determinados bienes públicos. La constitución autoriza a considerar sólo aquellos proyectos de ley que prevean las actividades del gobierno, independientemente de lo que exige la justicia, y estas actividades serán promulgadas únicamente cuando satisfagan el criterio de unanimidad de Wicksell. Esto significa que no aprobarán gastos públicos, a menos que se acuerden al mismo tiempo los medios de cubrir sus costes, sino unánimemente, al menos de modo aproximado. A una moción que proponga una nueva actividad pública, se le exige que contenga una o más soluciones alternativas para repartir los costes. La idea de Wicksell es la de que, si el bien público consiste en un uso eficaz de los recursos sociales, debe de haber algún esquema para distribuir los impuestos extra entre las diferentes clases de contribuyentes, de modo que obtenga la aprobación general. Si no existe tal propuesta, al gasto sugerido es inútil y no debería ser acometido. Así, la función de cambio trabaja mediante el principio de la eficacia y crea, en efecto, un cuerpo mercantil especial, que ordena los bienes y los servicios públicos en aquellas situaciones donde se rompe el mecanismo de mercado. Debe añadirse, sin embargo, que aparecen grandes dificultades al intentar llevar a cabo esta idea. Aun dejando de lado la estrategias electorales y el desconocimiento de las preferencias, las discrepancias en el regateo por el poder, efectos de la renta, etc., pueden ocasionar que no se alcance un resultado eficaz. Quizá sólo cabe una solución aproximada. Sin embargo, dejaré de lado estos problemas.

Se hacen necesarias varias explicaciones para evitar mal entendidos. En primer lugar, como destaca Wicksell, el criterio de unanimidad supone que la distribución de renta y riqueza es justa y que también lo es la definición de los derechos de propiedad. Sin este importante requisito, tendría todas las faltas del principio de la eficacia, ya que simplemente se refiere a este principio en el caso de gastos públicos. Pero, cuando se satisface esta condición, el principio de unanimidad es sólido. No existe ninguna otra justificación para usar el aparato del estado para obligar a algunos ciudadanos al pago de beneficios no deseados que la de forzarlos a indemnizar a otro por sus gastos privados. Así se puede aplicar el criterio del beneficio, mientras que antes no era posible y aquellos que quieran más gastos públicos de diferentes clases, han de usar la función de cambio para ver si se han acordado los impuestos necesarios. El tamaño del presupuesto de cambio, independientemente del presupuesto nacional, viene determinado por los rasgos eventualmente aceptados. En teoría, los miembros de la comunidad deben adquirir conjuntamente bienes públicos, hasta el punto en que su valor marginal iguala el de los bienes privados.

Ha de tenerse en cuenta que la función de cambio incluye un cuerpo representativo independiente. La razón es señalar que la base de este esquema es el principio del beneficio, y no los principios de la justicia. Ya que la concepción de las instituciones básicas ha de organizar nuestras consideraciones acerca de la justicia, y el velo de la ignorancia se aplica en la etapa legislativa, la función de cambio es, únicamente, un acuerdo comercial. No hay restricciones sobre la información (excepto aquellas que son necesarias para que el esquema sea más eficaz) ya que depende de los ciudadanos el conocer las tasaciones de los bienes públicos y privados. Deberíamos, también, tener en cuenta, que en la función de cambio, los miembros representativos (y los ciudadanos a través de ellos) se guían por sus intereses. Por al contrario, al describir las otras funciones, suponemos que los principios de la justicia se aplican a las instituciones únicamente sobre la base de una información general. Intentamos dilucidar lo que los legisladores racionales e imparciales, limitados por el velo de la ignorancia promulgarían para llevar a cabo la concepción de la justicia. Los legisladores ideales no votan sus intereses. Estrictamente hablando, la idea de la función de cambio no forma parte de la secuencia cuatripartita. No obstante, puede haber confusión entre las actividades del gobierno y los gastos públicos necesarios para sostener las instituciones justas y aquellas actividades derivadas del principio del beneficio. Con la distinción de funciones en mente, la concepción de la justicia como imparcialidad se hace más asequible. Para estar seguros, es a menudo difícil distinguir entre las dos clases de actividades del gobierno y puede parecer que algunos bienes públicos entran en ambas categorías. Dejaré estos problemas aquí, esperando que la distinción teórica esté suficientemente clara por el momento.

El problema de la justicia entre las generaciones

Consideraremos ahora el problema de la justicia entre las generaciones. No hay necesidad de acentuar las dificultades que este problema plantea. Hace sufrir a cualquier teoría ética un severo, si no imposible examen. No obstante, la concepción de la justicia como imparcialidad estaría incompleta sin una discusión acerca de este importante aspecto. El problema se produce en el contexto actual porque sigue abierta la cuestión de si el sistema social global, la economía competitiva rodeada del conjunto de instituciones básicas, puede estructurarse de modo que satisfaga los principios de la justicia. La respuesta está sujeta a depender, de algún modo, del nivel en el que se fije el mínimo social. Pero esto se conecta con el problema de hasta qué punto la generación presente está obligada a respetar las demandas de sus sucesores.

Por ahora no me he referido a cuál va a ser la amplitud de este mínimo. El sentido común, sin embargo, diría que el nivel adecuado depende del promedio de la riqueza del país y que este mínimo se elevará cuando el promedio aumente. O podríamos decir que el nivel adecuado viene determinado por las expectativas normales. Peto todas estas sugerencias son poco satisfactorias. La primera no es lo suficientemente precisa, ya que no dice en qué medida el mínimo depende del promedio de riqueza, y pasa por alto otros aspectos relevantes tales como la distribución. Mientras que el segundo no ofrece un criterio que nos diga cuáles son razonables. Una vez que se acepta el principio de la diferencia, se sigue que el mínimo ha de establecerse en un punto que, tomando en cuenta los salarios, maximice las expectativas del grupo menos aventajado. Graduando la cantidad de transferencias (por ejemplo: el tamaño de los pagos suplementarios de renta) es posible aumentar o disminuir las perspectivas de los menos aventajados, su índice de bienes primarios (medidos por los salarios y las transferencias), para conseguir el resultado deseado.

A primera vista, puede parecer que el principio de la diferencia exige un mínimo muy alto. Naturalmente, imaginamos que la mayor riqueza de aquellos mejor situados ha de ser graduada hasta que todo el mundo tenga más o menos la misma renta. Pero este es un concepto erróneo, aunque pueda servir en circunstancias especiales. La expectativa que se produce al aplicar el principio de la diferencia es la de que las perspectivas de los menos favorecidos se extiendan a las generaciones futuras. Cada generación no sólo debe preservar las ventajas de la cultura y de la civilización y mantener intactas las asociaciones justas que han sido establecidas, sino también, realizar en cada período de tiempo una cantidad considerable de acumulación de capital real. Este ahorro puede tomar varias formas, desde la inversión neta en maquinaria y otros medios de producción, a la inversión en la enseñanza y en la educación. Suponiendo por un momento que el principio de ahorro justo es factible, lo que no indicaría qué amplitud ha de tener la inversión, puede determinarse el nivel del mínimo social. Supongamos, para mayor simplicidad, que el mínimo se ha graduado mediante transferencias extraídas de los impuestos proporcionales sobre la renta. En este caso, elevar el mínimo ocasionará un incremento de la proporción mediante la que se tasa el consumo. Posiblemente, si se agranda esta fracción, aparece un punto tras el cual puede ocurrir una de las dos cosas: o bien no puede obtenerse un ahorro adecuado, o los impuestos mayores interfieren tanto con la eficacia económica que no mejoran las perspectivas de los menos aventajados, sino que empiezan a declinar. En cualquier caso, el mínimo correcto se ha alcanzado. Se ha satisfecho el principio de la diferencia y no hay crecimiento ulterior.

Estos comentarios acerca de cómo especificar el mínimo social, nos conducen al problema de la justicia entre dos generaciones. El lograr un principio de economía justo es uno de los aspectos de este problema. Ahora bien, creo que no es posible, al menos por el momento, definir los límites precisos que debería tener la cantidad de ahorro. Cómo la capacidad de acumulación de capital y de elevación del nivel de civilización y de cultura ha de ser compartida entre las generaciones, parece no haber una respuesta precisa. De esto no se deriva, sin embargo, que ciertos límites que imponen restricciones éticas considerables no puedan formularse. Como hemos dicho, la teoría moral caracteriza un punto de vista desde el que han de enfocarse los programas políticos, y, a menudo, es cierto que la respuesta sugerida es errónea aun cuando no está a nuestro alcance otra doctrina alternativa. Así, parece evidente, por ejemplo, que el clásico principio de la utilidad nos conduce en dirección equivocada en el problema de la justicia entre generaciones. Ya que si consideramos que el tamaño de la población es variable, y postulamos, a largo plazo una productividad marginal de capital muy elevada, puede que lleguemos a una acumulación total excesiva (al menos en el futuro más cercano). Ya que, desde un punto de vista moral, no hay bases para desestimar el futuro bienestar, sobre la base de la preferencia en el tiempo, la conclusión es que las mayores ventajas de las generaciones futuras serán lo suficientemente grandes como para compensar los sacrificios presentes. Esto puede ser verdad sólo si con más capital y mejor tecnología fuese posible sostener una población lo suficientemente grande. Así la doctrina utilitarista nos lleva a exigir grandes sacrificios a las generaciones más pobres, en favor de las mayores ventajas de las generaciones posteriores, que están mejor situadas. Pero este cálculo de ventajas, que equilibra las pérdidas de unos y los beneficios de otros, parece estar menos justificado en el caso de las generaciones, que en el caso de los contemporáneos. Incluso si no podemos definir con precisión un principio de economía justo, deberíamos evitar este extremo.

Ahora bien, la doctrina contractual contempla el problema desde el punto de vista de la posición original y obliga a que las partes adopten un principio adecuado de ahorro, y parece claro que, tal como se presentan, los dos principios de la justicia han de adaptarse a esta problemática. En efecto, cuando se aplica el principio de la diferencia del problema del ahorro a lo largo de las diferentes generaciones, implica igualmente el no ahorrar absolutamente nada o no ahorrar lo bastante para mejorar suficientemente las circunstancias sociales y lograr que todas las libertades equitativas sean efectivamente ejercidas. Al seguir un principio justo de ahorro, cada generación aporta una contribución a los que le seguirán y la recibe de sus predecesores. No existe forma alguna para las generaciones posteriores de intervenir en las situaciones, quizá menos afortunadas, de generaciones anteriores. Por ello, el principio de la diferencia no es válido en cuanto al problema de la justicia entre generaciones, por lo que hemos de tratar de alguna forma el problema del ahorro.

Algunos han juzgado injustas las diferencias de fortunas entre generaciones. Herzen observa que el desarrollo humano es una especie de parcialidad cronológica, dado que los que viven después gozan el trabajo de sus predecesores sin pagar el mismo precio. Kant juzgaba desconcertante que las generaciones anteriores arrastraran su cargo con el solo fin de que las que vinieran más tarde la gozaran y tuvieran la buena suerte de participar en el logro final.

Aunque completamente naturales, estas opiniones carecen de base, ya que, si bien la relación gene-
racional es muy peculiar, no entraña ninguna dificultad insuperable.

Es un hecho natural que las generaciones se desarrollen en el tiempo según tendencias de beneficio económico: se trata de una situación que no puede alterarse, por lo que no puede plantearse el problema de la justicia. Lo que puede ser justo o injusto es la forma en que las instituciones se enfrentan a las limitaciones naturales y la forma en la que están diseñadas para aprovecharse de las posibilidades históricas. Obviamente, si todas las generaciones han de obtener algún beneficio (exceptuando las más antiguas), todas las partes han de convenir en un principio de ahorro que asegure que cada generación recibirá de sus predecesores la parte que le corresponde y, a su vez, hará su parte para que también la reciban quienes le seguirán. Entre generaciones, los únicos intercambios económicos son, por así decirlo, virtuales, o sea, ajustes compensadores efectuados en origen, en el momento de ser adoptado un principio justo de ahorro.

Pero quien considera este problema no sabe a qué generación pertenece o, lo que es lo mismo, a qué grado de civilización ha llegado su sociedad, y no tiene medios para afirmar si esta sociedad es pobre o relativamente rica, principalmente agrícola o ya industrializada, etc. A este respecto, el velo de la ignorancia es francamente hermético. Pero, dado que tomamos el presente como primera interpretación de la situación inicial, los participantes se saben contemporáneo y, a menos que modifiquemos nuestros presupuestos, no existe para ellos razón alguna para acordar cualquier tipo de ahorro. Las generaciones anteriores podrán haber ahorrado o no: es algo contra lo que no podemos hacer nada, por lo que, si queremos llegar hasta un resultado razonable, hemos de asumir primero que las partes representantes líneas familiares quienes, digamos, se preocupan al menos de sus más inmediatos descendientes; segundo, hemos de asumir que el principio adoptado ha de ser tal que fuera deseable que todas las generaciones anteriores lo hubiera seguido. Estos condicionamientos, aunados al velo de la ignorancia, están para asegurarnos de que cualquier generación ha de mirar por las demás.

Al estructurar un principio justo de ahorro (o, mejor dicho, los límites de tal principio), los participantes deben preguntarse qué cantidad estarán dispuestos a ahorrar en cada etapa, en la suposición de que todas las demás generaciones hayan ahorrado o ahorren de acuerdo con el mismo criterio. Deben de considerar esta voluntad de ahorrar en cualquier fase de civilización dada, a sabiendas de que los porcentajes propuestos habrán de regular los límites de la acumulación. Es importante subrayar que un principio de ahorro es una regla que establece un porcentaje adecuado ( o unos límites de porcentajes) por adelantado a cada nivel, o sea, una regla que determina un programa de porcentajes. Presumiblemente, a diferentes niveles les serán asignados diferentes porcentajes. Cuando la situación es de pobreza y el ahorro difícil, se pensará en una tasa de ahorro más bien baja, mientras que en una sociedad opulenta pueden esperarse mayores porcentajes de ahorro, dada que entrañan un sacrifico menor. Finalmente, una vez que han sido establecidas instituciones justas y que las libertades básicas han sido efectivamente alcanzadas, la acumulación neta deseada cae a cero. En este punto, una sociedad cumple con su obligación de justicia con sólo mantener instituciones justas y preservando su base material. Los principios justos de ahorro se aplican a lo que una sociedad debe ahorrar como principio de justicia: si sus miembros desean ahorrar por otras razones, esto ya es otro asunto.

Resulta imposible ser muy detallado en cuanto al programa de porcentajes que habría de ser establecido: lo más que podemos esperar de estas consideraciones intuitivas es que ciertos extremos fueran desechados. La sujeción del compromiso se aplica aquí al igual que antes. Por otra parte, desearán que todas las generaciones aporten algún ahorro (circunstancias especiales aparte) dado que si nuestros predecesores han cumplido, siempre será en provecho nuestro: lo cual establece límites muy amplios a la regla del ahorro. Para precisar un poco más estos límites, supongamos que las partes interesadas se preguntan cuál sería la cantidad razonable que los miembros de generaciones adyacentes esperaban unos de otros, por anticipado, cada nivel. Tratarían de establecer un programa justo de ahorro, equilibrando la cantidad que estarían dispuestos a ahorrar a favor de sus descendientes más inmediatos con la cantidad que creerían poder exigir por parte de su predecesores. Por ello, al imaginarse ser, digamos, padres, habrían de establecer la cantidad que deberían apartar para uso de sus hijos y nietos, después de observar lo que tuvieran derecho de exigir parte de sus padres y abuelos. Al llegar a una estimación que parezca justa a los dos extremos -con la debida reserva para las mejoras circunstanciales- se llega a un porcentaje (o límites de porcentajes) justo, para este nivel. Una vez realizada esta operación en todos los niveles, se obtiene la definición del principio de ahorro. Como es natural, las partes interesadas han de tener siempre en cuenta el objetivo del proceso acumulativo, o sea, un tipo de sociedad con base material suficiente para establecer instituciones de justicia efectivas, al amparo de las cuales puedan ser alcanzadas la libertades básicas. Y en el supuesto de que el principio de ahorro cumpla este requisito y sea seguido, ninguna generación puede culpar de nada a otra, independientemente de la separación que estas generaciones mantengan en el tiempo.

El problema de la preferencia en el tiempo y de la prioridad lo dejaré para las próximas secciones. Por el momento deseo señalar varios rasgos de la doctrina contractual. En primer lugar mientras que es evidente que el principio de ahorro justo no puede ser adoptado democráticamente en su totalidad, la concepción de la posición original llega a los mismos resultados. Ya que nadie sabe a qué generación pertenece, el problema es considerado desde un punto de vista individual y la solución adecuada se expresa por el principio adoptado. Todas las generaciones están representadas en la posición original, ya que siempre sería elegido el mismo principio. El resultado será una decisión idealmente democrática que se ajusta a las demandas de cada generación y, por tanto, satisface el precepto de que lo que toca a todos a todos concierne. Además es obvio que cada generación, excepto posiblemente la primera, se beneficia cuando se mantiene una cantidad de ahorro razonable. El proceso de acumulación, una vez que ha comenzado y ha sido puesto en práctica, es en beneficio de todas las generaciones ulteriores. Cada generación trasmite a la siguiente un equivalente justo de capital real definido por un principio de ahorro justo (ha de tenerse en cuenta aquí que capital no es sólo las fábricas y maquinarias, sino también el conocimiento y la cultura, tanto como la tecnología y las prácticas que hacen posible las instituciones justas y la libertad). Este equivalente es una retribución por lo que se recibe de las generaciones anteriores y capacita a las que vienen después para disfrutar una vida mejor en un sociedad más justa.

Es, también, característico de la doctrina contractual el definir un estado justo de la sociedad al que se dirige todo el curso de la acumulación. Este rasgo deriva del hecho de que una concepción ideal de la estructura básica está inmersa en los principios elegidos en la posición original. Respecto a esto, la justicia como imparcialidad contrasta con los enfoques utilitarista. El principio de ahorro puede contemplarse como un acuerdo entre las generaciones para cumplir su parte en el trabajo de realizar y proteger una sociedad justa. El fin del proceso de ahorro se precisa a priori, aunque sólo puedan discernirse ciertas líneas generales. Las circunstancias particulares, conforme se produzcan, determinarán en su momento los aspectos más específicos, pero, en cualquier caso, no estamos sujetos a seguir maximizando indefinidamente. Desde luego, es por esta razón por la que el principio de ahorro se acuerda después de los principios de justicia de las instituciones, aunque este principio restrinja el principio de la diferencia. Estos principios nos indican a qué nos hemos de oponer. El principio de ahorro representa una interpretación, obtenida en la posición original, del deber natural, previamente aceptado, de sostener y fomentar las instituciones justas. En este caso, el problema ético es el acordar el medio que, a través del tiempo, trate a las generaciones justamente durante todo el curso de la historia de la sociedad. Lo que parece justo a las personas en la posición original, define la justicia tanto en este momento como en los demás.

El significado de la última etapa de la sociedad no debe ser mal interpretado. Ya que todas las generaciones han de hacer su parte para conseguir un estado de cosas justo, tras el cual no se exige un ahorro ulterior, este estado no ha de ser considerado como el único que da significado y objeto a todo el proceso. Por el contrario todas las generaciones tienen sus propios fines. No están subordinadas unas a otras, Más de lo que están los individuos. La vida de las personas se concibe como un esquema de cooperación desarrollado en un momento histórico, y que aparece gobernado por la misma concepción de justicia que regula la cooperación de los contemporáneos. Ninguna generación tiene mayores exigencias que otra.

Finalmente, la última etapa, en lo que se refiere al ahorro, no es de gran abundancia. Esta consideración merece, quizá, alguna matización. La riqueza adicional puede no ser superflua para ciertas utilidades; e incluso, el promedio de renta puede que en términos absolutos, no sea muy alto. La justicia no exige que las primeras generaciones ahorren de tal modo que las posteriores sean simplemente más ricas. Se exige el ahorro como una condición para conseguir la completa realización de las instituciones justas y del claro valor de la libertad. Si se intenta conseguir una acumulación adicional es por otras razones. Es un error creer que una sociedad justa y buena debe esperar un elevado nivel material de vida. Lo que los hombres quieren es un trabajo racional en libre asociación con otros, estas asociaciones regularán sus relaciones con las demás en un marco de instituciones básicas justas. Para lograr este estado de cosas no se exige una gran riqueza. De hecho, franqueados ciertos límite, puede ser más un obstáculo, una distracción insensata, si no una tentación para el abandono y la vacuidad. Desde luego la definición de trabajo racional es un problema en sí mismo. Aunque no es un problema de la justicia, en la tercera parte se incluyen textos y observaciones que aluden a ello.

Hemos de combinar, ahora, el principio de ahorro justo con los dos principios de la justicia. Esto se hace suponiendo que este principio se define desde el punto de vista de los menos aventajados en cada generación. Es la persona representativa de cada grupo, que se extiende a través del tiempo, quien, mediante reajustes virtuales, ha de especificar la cantidad de acumulación. Se intenta así, limitar la aplicación del principio de la diferencia. En cualquier generación sus expectativas han de ser maximizadas, sujetándolas a la condición de dejar de lado los ahorros que fuesen reconocidos. Así, la institución del principio de la diferencia, viene limitada por el principio del ahorro. Mientras que el primer principio de la justicia, el principio de justa igualdad de oportunidades, limita la aplicación del principio de la diferencia entre generaciones, el principio del ahorro limita su alcance entre ellas.

Por supuesto, el ahorro de los menos favorecidos, no necesita hacerse tomando parte activa en el proceso de inversión, sino que consiste normalmente en la aprobación de la soluciones económicas necesarias para la acumulación adecuada. El ahorro se logra aceptando, como una decisión política, aquellos programas proyectados para mejorar en las generaciones posteriores el nivel de vida de los menos aventajados, absteniéndose de los beneficios inmediatos que estén disponibles. Manteniendo estos acuerdos, el ahorro necesario puede lograrse, y ninguna persona representativa de los menos beneficiados de cualquier generación puede quejarse de que otra no cumpla su parte. También ha de tenerse en cuenta que, en su mayor parte, especialmente en las primeras etapas, la concepción general de la justicia se aplica más fácilmente que los dos principios en orden serial. Pero la idea es lo suficientemente clara de por sí y no dificultaré su planteamiento. Es suficiente, por tanto, con un breve esquema de algunos de los rasgos fundamentales del principio del ahorro. Podemos ver cómo las personas en las diferentes generaciones tienen deberes y obligaciones unas con otras, lo mismo que sus contemporáneos. La generación presente no puede hacer lo que le plazca, sino que está sujeta a los principios elegidos en la posición original y que definan la justicia entre las personas en los diferentes momentos del tiempo. Y, además, los hombres tienen un deber natural de sostener y fomentar las instituciones justas y, para ello, se exige el progreso de la civilización hasta un cierto nivel. La deducción de estos deberes y obligaciones puede parecer, en principio, una aplicación extraída de la doctrina contractual. No obstante, estas exigencias serían reconocidas en la posición original y, por tanto, la concepción de la justicia como imparcialidad abarca estos aspectos sin sufrir ninguna alteración en su idea fundamental.

La preferencia en el tiempo

He mantenido que, al elegir un principio de economía, las personas en la posición original no tienen preferencia en el tiempo. Hemos de considerar las razones para esta presunción. En el caso de un individuo, el limitar la preferencia en el tiempo es un rasgo de su racionalidad. Tal y como mantiene Sidgwick, la racionalidad implica un interés imparcial en todos los aspectos de nuestra vida. Las diferencia de situación en el tiempo, el que algo sea anterior o posterior, no es por sí mismo una base racional para considerarlo o No. Desde luego, una ventaja presente o próxima puede ser considerado con más profundidad a la vista de su mayor o menor certeza o probabilidad y deberíamos tomar en consideración qué cambios sufrirá nuestra situación y nuestra capacidad para disfrutar estas ventajas. Pero ninguna de estas cosas justifica nuestra preferencia por un bien menor presente a uno mayor futuro a causa de su posición más cercana en el tiempo.

Sidgwick pensó que las nociones de bien universal y bien individual son similares en sus aspectos esenciales. Mantenía que lo justo y lo bueno de una persona se construye mediante la comparación e integración de los diferentes bienes de cada momento, tal y como se suceden en el tiempo, de tal manera que el bien universal se construye por comparación e integración de los bienes de diferentes personas. Las relaciones de las partes con el todo y de las partes entre sí, son análogas en cada caso, estando fundamentadas en el principio colectivo de la utilidad. El principio del ahorro para la sociedad no debe ser afectado por la preferencia en el tiempo, ya que, como antes, la situación diferente en el tiempo de las personas y generaciones no justifica en sí misma el que sean tratadas de modo diferente.

Ya que, en la justicia como imparcialidad, los principios de la justicia no son prolongaciones de los principios de la elección racional, el argumento contra la preferencia en el tiempo debe ser de otra clase. El problema se soluciona mediante la referencia a la posición original. Pero una vez que lo enfoquemos desde otra perspectiva, llegamos a la misma conclusión. No hay razón para que los grupos den valor a la mera situación en el tiempo. Han de elegir una cantidad de ahorro para cada nivel de civilización. Si hacen una distinción entre períodos más cercanos y períodos futuros, porque la situación futura parezca menos importante ahora, entonces la situación presente parecerá en el futuro menos importante. Ya que ha de tomarse alguna decisión, no hay base para utilizar su actual desestimación del futuro, ni la futura desestimación del presente. La situación es simétrica, y una elección es tan arbitraria como la otra.

Ya que las personas en la posición original consideran el punto de vista de cada período, bajo el velo de la ignorancia, esta simetría se les presenta clara y no consentirán un principio que valora las períodos más cercanos más o menos profundamente. Sólo de este modo, pueden llegar a un acuerdo sólido, desde todos los puntos de vista, ya que, reconocer un principio de preferencia temporal, es autorizar a personas diferentemente situadas en el tiempo, a imponer sus reivindicaciones sobre los otros, basándose únicamente en esta contingencia.

Según lo exige una prudencia racional, el rechazo de la preferencia en el tiempo no es incompatible con el tomar en consideración las dudas y las circunstancias transitorias. Tampoco obliga a usar una tasa de interés (tanto en una economía socialista como en una economía de propiedad privada) para racionar los fondos fijados para la inversión. Por el contrario, la restricción es la de que en los primeros principios de la justicia no se nos permite tratar de un modo diferente a las generaciones, únicamente sobre la base de que sean anteriores o posteriores en el tiempo. La posición original está definida de tal manera que conduzca al principio adecuado. En el caso del individuo, la preferencia en el tiempo es irracional. Significa que no está considerando todos los momentos como partes iguales de una vida. En el caso de la sociedad, la pura preferencia en el tiempo es injusta. significa (como, por ejemplo, cuando se desestima el futuro) que, los que viven, toman ventaja de su posición en el tiempo para favorecer sus propios intereses.

El punto de vista contractual concuerda con Sidgwick al rechazar la preferencia en el tiempo como base para la elección social. Los que viven en el presente y se dejan llevar por tales consideraciones, pueden perjudicar a sus predecesores y a sus descendientes. Ahora bien, esta discusión puede parecer contraria a principios democráticos, ya que a menudo se dice que estos principios exigen que los deseos de la generación presente determinen la política social. Desde luego, se supone que estas preferencias han de ser aclaradas y discernidas bajo condiciones apropiadas. El ahorro colectivo para el futuro tiene muchos aspectos de un bien público, y también se plantean aquí problemas de aislamiento y seguridad. Pero, suponiendo que estas dificultades están superadas y que las opiniones colectivas de la generación presente son conocidas bajo las condiciones necesarias, puede pensarse que una consideración democrática del estado no exige la intervención del gobierno en favor de las generaciones futuras, aun cuando la opinión pública esté equivocada.

El que esta idea sea correcta, depende de como sea interpretada. No puede objetarse que sea una descripción de una constitución democrática. Una vez que la opinión pública está claramente expresada en la legislación y en los programas sociales, el gobierno no puede pasarla por alto sin dejar de ser democrático. No está autorizado a anular las consideraciones del electorado acerca de la cantidad de ahorro que debe hacerse. Si un régimen democrático está justificado, entonces, el que el gobierno tenga ese poder, conducirá a una injusticia mayor. Hemos de hacer nuestra elección entre los diversos acuerdos constitucionales, de acuerdo con la manera en que lleven a cabo una legislación justa y eficaz. Una demócrata es aquel que cree que una constitución democrática se adecúa a este criterio. Pero su concepción de la justicia incluye ciertas medidas ante las posibles demandas de las generaciones futuras. Si, por razones prácticas, en la elección de un régimen el electorado tuviese la última palabra, esto se debe únicamente a que es más correcto que el que un gobierno esté capacitado para desechar sus deseos. Ya que una constitución justa, incluso bajo condiciones favorables, es un caso de justicia procesal imperfecta, puede ocurrir que las personas decidan erróneamente. Causando daños irreversibles, pueden perpetuar graves ofensas en contra de otras generaciones, que podrían haberse evitado bajo otra forma de gobierno. Incluso la injusticia puede ser perfectamente evidente y demostrable por la misma concepción de justicia que subyace bajo el régimen democrático. Varios principios de esta concepción puede que aparezcan, más o menos explícitamente, en la constitución, citadas por la opinión judicial al interpretarla.

En estos casos, no hay razón para que un demócrata no se oponga a la voluntad pública mediante formas apropiadas de desobediencia, como aquellos casos en que un funcionario intenta alterarla. Aunque creo en la solidez de una constitución democrática, y acepto el deber de defenderla, el deber de obedecer leyes particulares puede ser desechado en situaciones en que la opinión colectiva es suficientemente injusta. No hay nada absoluto respecto a la decisión pública referente al nivel de ahorro; y su predisposición respecto a la preferencia en el tiempo no merece una consideración especial. De hecho, la ausencia de lo grupos perjudicados, las generaciones futuras, lo hace todo más discutible. No se deja de ser demócrata a menos que se piense que alguna otra forma de gobierno sería mejor, y las gestiones se dirijan a este fin. En tanto no se crea esto, sino que se piense que ciertas formas de desobediencia, por ejemplo, actos de desobediencia civil, u objeciones de conciencia, son medios necesarios y razonables para corregir democráticamente los programas políticos trazados, entonces nuestra conducta concuerda con la aceptación de una constitución democrática. En el próximo capítulo discutiré este problema con más detalle. Por el momento, lo fundamental es que la voluntad colectiva referente a la provisión para el futuro esté sujeta, como las demás decisiones, a los principios de la justicia. Los rasgos peculiares de este caso no lo convierten en una excepción.

Hemos de tener en cuenta que el rechazar la pura preferencia en el tiempo como un primer principio, es compatible con el reconocimiento de que una cierta desestimación del futuro puede fomentar otros falsos criterios. Por ejemplo, ya he apuntado que el principio utilitarista puede conducir a una proporción extremadamente alta de ahorro, que impondrá cargas excesivas a las primeras generaciones. Esta consecuencia puede corregirse de algún modo, desestimando el bienestar de los que hayan de vivir en el futuro. Si no se tiene en cuenta el bienestar de las generaciones futuras, no se necesita tanto ahorro como antes. Igualmente es posible alterar la acumulación exigida, graduando los parámetros en la función de utilidad postulada. No discutiré estos problemas aquí. Desgraciadamente, sólo puedo expresar la opinión de que estos recursos mitigan simplemente las consecuencias de principios erróneos. La situación es similar en algunos aspectos a la que se encuentra en la concepción intuicionista, que combina el nivel de utilidad con un principio de igualdad. Allí, el criterio de igualdad convenientemente valorado sirve para corregir el criterio de utilidad, cuando ningún principio considerado aisladamente sería aceptable, Así, de un modo análogo, comenzando con la idea de que la cantidad de ahorro apropiada es aquella que maximiza la utilidad social a través del tiempo (maximiza en su totalidad), podemos obtener un resultado más plausible si el bienestar de las generaciones futuras se valora menos profundamente, y la desestimación adecuada depende de la velocidad de crecimiento de la población, sobre la productividad del capital, etcétera. Lo que hacemos es ajustar ciertos parámetros para obtener una conclusión más concorde con nuestros juicios intuitivos. Podemos encontrarnos con que, para conseguir la justicia entre las generaciones, son necesarias estas modificaciones del principio de utilidad. Ciertamente, el introducir la preferencia en el tiempo puede ser una ayuda en tales casos; pero creo que el invocarlo de este modo indica que hemos partido de una concepción errónea. Hay diferencia entre esta situación y la idea intuicionista anteriormente mencionada. A diferencia del principio de igualdad, la preferencia en el tiempo no tiene una referencia ética intrínseca, sino que introduce de un modo puramente ad-hoc para atenuar las consecuencias del criterio de utilidad.

Otros casos de prioridad

El problema del ahorro justo puede utilizarse para ilustrar otros casos relativos a la prioridad de la justicia. Un rasgo de la doctrina contractual, es que impone un límite sobre lo que puede exigirse a una generación que ahorre en favor del bienestar de generaciones posteriores. El principio del ahorro justo actúa como un límite sobre la proporción de acumulación. Cada generación ha de cumplir su parte para lograr las condiciones necesarias para conseguir instituciones justas y un valor justo de libertad; pero no puede exigirse algo más allá de este punto. Ahora bien, puede objetarse que, especialmente cuando la suma de ventajas es muy grande, y representa grandes crecimientos, pueden exigirse proporciones de ahorro mayores. Algunos, quizá, vayan más allá, y mantengan que las desigualdades en riqueza y autoridad que violan el segundo principio de la justicia pueden justificarse si los beneficios económicos y sociales subsecuente son lo suficientemente grandes. Para apoyar su punto de vista pueden acudir a ejemplos en los que parece que aceptamos tales desigualdades y proporciones de acumulación en favor del bienestar de las generaciones futuras. Keynes observa, por ejemplo, que las inmensas acumulaciones de capital obtenidas antes de la primera guerra mundial no podrían haber tenido lugar en una sociedad en la que a riqueza estuviese dividida por igual. La sociedad del siglo XIX estaba proyectada par situar la renta incrementada en manos de aquellos que no iban a consumirla. Los nuevos ricos no eran dados a grandes gastos y preferirían al placer de un consumo inmediato al poder que da la inversión. Era, precisamente, la desigualdad en la distribución de riqueza, la que hizo posible el rápido crecimiento del capital y el progreso más o menos continuo del nivel de vida general. Es este hecho, según opinión de Keynes, el que proporcionó la justificación fundamental del sistema capitalino. Si los ricos hubiesen gastado su riqueza en ellos mismos, tal régimen sería rechazado como intolerable. Ciertamente hay medios más eficaces y justos de elevar el nivel de bienestar y cultura que el describe Keynes. Es sólo en circunstancias especiales, incluyendo la moderación de la clase capitalista en contraposición a la autotolerancia de la aristocracia, cuando se permite a la sociedad obtener fondos, de inversión dotando a los ricos con más de lo que ellos creen poder gastar decentemente en sí mismos. Pero el punto esencial es que la justificación de Keynes, sean o no conocidas sus premisas, puede haber sido la hecha únicamente como referencia al progreso de la situación de la clase trabajadora. Si bien sus circunstancias parecen austeras. Keynes, presumiblemente, mantiene que si hubiese muchas injusticias en el sistema, no habría posibilidad real de que pudiesen desechar, y mejorar, por tanto, las condiciones de vida de los menos aventajados. Bajo otras soluciones la posición de la clase trabajadora hubiese sido peor. No necesitamos considerar si estas ideas son verdad o no. Es suficiente apuntar que contrariamente a lo que pensaríamos, Keynes no dice que las injusticias con los pobres estén justificadas por el mayor bienestar de las generaciones posteriores. Esto ocasiona la prioridad de la justicia sobre la eficacia, y una suma mayor de ventajas. Cuando se infringen los límites de la justicia en materia de ahorro, debe demostrarse que las circunstancias son tales que el no transgredirlas conduciría a una injusticia mayor para aquellos sobre los que recae esta injusticia. Este caso es similar a aquellos ya discutidos bajo el título de la prioridad de la libertad.

Está claro que las desigualdades que Keynes tenía en mente también violan el principio de justa igualdad de oportunidades. Así, hemos de considerar los argumentos que justifican la infracción de este criterio y la formulación de la norma de prioridad adecuada. Muchos escritores mantienen que la justa igualdad de oportunidades tendría graves consecuencias. Creen que cierta clase de estructura social jerárquica, unida a una clase gobernante con características hereditarias importantes es esencial para el bien público. El poder político debería ser ejercido por hombres capacitados para ello y educados desde la niñez para asumir las costumbres constitucionales de su sociedad, hombres cuyas ambiciones aparezcan moderadas por los privilegios y amenidades de su posición privilegiada. De otro modo el interés es demasiado elevado, y aquellas personas faltas de cultura y convicción se enfrentan unas a otras para controlar el poder del estado en favor de su propios fines. Así, Burke creía que las grandes familias de las capas gobernantes contribuyen, mediante la cordura de su influencia política, el bienestar general de generación en generación. Y Hegel pensaba que las restricciones a la igualdad de oportunidades, como ocurre en el caso de la primogenitura, son esenciales para asegurar una clase terreteniente especialmente adecuada para la decisión política en virtud de su independencia del estado de la búsqueda de beneficios y de las múltiples contingencias de la sociedad civil. Las familias privilegiadas y las distribuciones de propiedad, disponen a aquellos que disfruten sus ventajas para dilucidar más claramente el interés universal en beneficio de toda la sociedad. Desde luego, no es necesario apoyar un sistema rígidamente estratificado; hemos de mantener, por el contrario, que es esencial para obtener unas bases sólidas de la clase gobernante, que la integren personas de talento poco común, y que sean plenamente aceptadas. Pero este requisito coincide con la negación del principio de igualdad de oportunidades.

Ahora bien, para hacer valer la prioridad de la igualdad de oportunidades sobre el principio de la diferencia, no es suficiente alegar, como lo hicieron Burke y Hegel, que toda la sociedad, incluyendo los menos favorecidos, se benefician de ciertas restricciones sobre la igualdad de oportunidades. También es necesario decir que, el intento de eliminar estas desigualdades interferiría con el sistema social y las operaciones de la economía, de modo que las oportunidades de los menos aventajados estarían más restringidas.

La prioridad de la igualdad de oportunidades, como en el caso similar de la prioridad de la libertad, significa que debemos recurrir a las oportunidades dadas a aquellos con menores probabilidades. Debemos mantener que, de este modo, se le abre un campo más amplio de alternativas más deseables de lo que hubiesen sido en cualquier otro caso.

Pero no seguiré con estos problemas. Debemos considerar, sin embargo, que, a pesar de que la vida interna y la cultura de una familia influyen, quizá como ninguna otra cosa, en los móviles de un niño, y su capacidad de beneficiarse con la educación, y por tanto, sus proyectos vitales, estos efectos no son necesariamente incompatibles con la justa igualdad de oportunidades. Incluso en una sociedad bien ordenada que satisfaga los dos principios de la justicia, la familia puede ser una barrera para la igualdad de oportunidades entre las personas, Ya que, como he dicho antes, el segundo principio sólo requiere iguales perspectivas vitales en todos los sectores de la sociedad para aquellos similarmente capacitados y motivados. Si hay diferencias entre las familias del mismo sector, respecto a cómo definen las aspiraciones del niño, entonces, aunque exista una igualdad de oportunidades entre los diferentes sectores, no existirá tal igualdad entre las personas. Esta posibilidad plantea el problema del alcance de la noción de igualdad de oportunidades; pero dejaré los comentarios sobre esto para más adelante. Sólo observaré aquí que, aceptar el principio de la diferencia y las normas de prioridad que sugiere, reduce la urgencia por conseguir una perfecta igualdad de oportunidades.

No examinaré si hay argumentos sólidos que anulan el principio de la justa igualdad de oportunidades en favor de una estructura jerárquica. Estos aspectos no son parte de la teoría de la justicia. Lo importante es que, mientras tales consideraciones pueden parecer egoístas e hipócritas, toman la forma correcta cuando pretenden (correctamente o no) que las oportunidades de los sectores menos favorecidos de la comunidad estarían más limitadas si estas desigualdades fuesen eliminadas. Hemos de mantener que no son injustas; Ya que las condiciones para lograr la plena realización de los principios de la justicia no existen.

Habiendo considerado estos casos de prioridad, haré una exposición final de los dos principios de la justicia para las instituciones. Para hacerlo de un modo completo, haré un examen exhaustivo incluyendo las primeras formulaciones.

Primer Principio

Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos.

Segundo principio

Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para:

a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y

b) unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades.

Primera Norma de Prioridad (La prioridad de la Libertad)

Los principios de la justicia han de ser clasificados en un orden lexicográfico, y, por tanto, las libertades básicas sólo pueden ser restringidas en favor de la libertad en sí misma.

Hay dos casos:

a) una libertad menos extensa debe reforzar el sistema total de libertades compartido por todos;

b) una libertad menor que la libertad igual debe ser aceptada por aquellos que detentan una libertad menor.

Segunda Norma de Prioridad (la Prioridad de la Justicia sobre la Eficacia y el Bienestar)

El segundo principio de la justicia es lexicográficamente anterior al principio de la eficacia, y al que maximiza la suma de ventajas; y la igualdad de oportunidades es anterior al principio de la diferencia.

Hay dos casos:

a) la desigualdad de oportunidades debe aumentar las oportunidades de aquellos que tengan menos;

b) una cantidad excesiva de ahorro debe, de acuerdo con un examen previo. mitigar el peso de aquellos que soportan esta carga.

Concepción general

Todos los bienes sociales primarios --libertad, igualdad de oportunidades, renta, riqueza, y las bases de respeto mútuo-, han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribución desigual de uno de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados.

A modo de comentario, estos principios u normas de prioridad son, sin duda, incompletos. Evidentemente han de hacerse otras modificaciones, pero, no complicaré estas consideraciones acerca de los principios. Es suficiente observar que, cuando aludimos a la teoría no ideal, el orden lexicográfico de los dos principios, y la valoraciones que éste implica, sugieren normas de prioridad que parecen razonables en muchos casos. Mediante varios ejemplos he tratado de aclarar cómo pueden usarse estas normas, y de exponer su plausibilidad. Así, la graduación de los principios de la justicia en la teoría ideal, refleja y dirige la aplicación de estos principios en situaciones practicas. Esta graduación identifica qué limitaciones han de imponerse en primer lugar. En los casos más extremos de la teoría no ideal las normas de prioridad fallarán en algún punto, y, seguramente, no encontraremos una respuesta satisfactoria. Pero debemos intentar posponer en lo posible este hecho y estructurar la sociedad de modo que no pueda ocurrir.

Los preceptos de la justicia

El esquema del sistema de instituciones que satisface los dos principios de la justicia está ahora completo. Una vez que se averigua cuál es la cantidad de ahorro justa, o se especifica la extensión de las cantidades, obtenemos un criterio para graduar el nivel del mínimo social. La suma de transferencias y beneficios obtenidos de los bienes públicos esenciales debería ser proyectada para mejorar las perspectivas de los menos favorecidos, a través del ahorro necesario y del mantenimiento de la libertades justas. cuando la estructura básica toma esta forma, la distribución resultante será justa (o al menos no injusta) sea la que fuere. Cada uno recibe esa renta total (salarios y trasferencias) de la que es titular , bajo el sistema público de normas en que se basan sus legítimas expectativas.

Ahora bien, como hemos visto anteriormente, un rasgo fundamental de esta concepción de la justicia distributiva, es que contiene un elemento de justicia puramente procedimental. No intento definir cuál sería la distribución justa de bienes y servicios sobre la base de la información acerca de las preferencias y demandas de las personas. Esta clase de conocimiento se considera irrelevante desde un punto de vista general, y en cualquier caso, introduce complicaciones que no pueden ser resueltas por principios todo los simples que se supone que las personas acordarán. pero, para que la noción de justicia puramente procedimental tenga éxito, es necesario, como he dicho antes, establecer y administrar imparcialmente un sistema justo de instituciones. La confianza es la justicia puramente procedimental presupone que la estructura básica satisface los dos principios.

Esta explicación de las porciones distributiva es, simplemente una elaboración de la conocida idea de que la renta y los salarios serán justos, una vez que se organice adecuadamente un sistema factible de precios competitivos, y se encaja en una estructura básica justa. Estas condiciones son suficientes. La distribución resultante es un ejemplo de justicia básica análogo al resultado de juego justo. Pero necesitamos considerar si esta concepción corresponde a nuestras ideas intuitivas acerca de lo que es justo o injusto. En concreto debemos preguntar cómo concuerda con los preceptos de sentido común de la justicia. Parece como si hubiésemos ignorado estas nociones en conjunto. Ahora deseo mostrar que pueden tener justificación, y explicar su situación subordinada.

El problema puede exponerse del modo siguiente. Mill argumentaba correctamente que, en tanto permanezcamos al nivel de los preceptos de sentido común, no hay reconciliación posible entre estos criterios de justicia. Por ejemplo, en el caso de los salarios, los preceptos a cada uno de acuerdo con su esfuerzo, y cada uno de acuerdo con su contribución, son contradictorios, considerados aisladamente. Además, si deseamos asignarles ciertos valores, no ofrecen el modo de determinar cómo han de conocerse sus méritos, Así, los preceptos de sentido común no expresan una teoría específica acerca de los salarios justos o equitativos. Sin embargo, de ello no se deduce, como Mill parece suponer, que podamos encontrar una concepción satisfactoria, adoptando únicamente el principio utilitarista.

Se hace necesario un principio superior; pero hay otras alternativas además de la utilidad. Incluso, es posible elevar uno de estos preceptos, o una combinación de los mismos, al nivel de un primer principio, como cuando se dice: a cada uno de acuerdo con su capacidad, a cada uno de acuerdo con sus necesidades. Desde el punto de vista de la teoría de la justicia, los dos principios de la justicia definen el criterio superior correcto. Por tanto, el problema es el de considerar si los preceptos de sentido común de la justicia aparecerían en una sociedad bien ordenada, y cómo recibirían el valor adecuado.

Consideremos el caso de los salarios en una economía perfectamente competitiva, circundada por una estructura básica justa. Supongamos que cada empresa (poseída pública o privadamente), debe ajustar sus pagos a las fuerzas de la oferta y la demanda. Los salarios que pague la empresa no pueden ser tan elevados que impidan contratar el personal suficiente, tan bajos que un gran número no ofrecerá sus conocimientos a la vista de las otras oportunidades asequibles. Si hay equilibrio, el atractivo de los diferentes trabajos será el mismo. Es fácil, entonces, ver cómo entran en juego los preceptos de la justicia. Estos preceptos identifican rasgos de los trabajos significativos, tanto desde el punto de la oferta, como del de la demanda. La demanda de trabajadores por parte de un empresa, está determinada por la productividad marginal del trabajo, es decir, por el valor neto de una unidad de trabajo, medido por el precio de venta de los productos que produce. El valor de esta contribución a la empresa, reposa eventualmente en las condiciones de mercado, en lo que los consumidores desean pagar por los diferentes bienes.

La experiencia y el entrenamiento, la capacidad natural y los conocimientos especiales, llevan a conseguir una prima. Las empresas desean pagar más a aquellos que poseen estas características, porque su productividad es mayor. Este hecho explica y justifica el precepto: a cada uno de acuerdo con su contribución, y, como casos especiales, tenemos las normas: a cada uno de acuerdo con sus conocimientos, o su experiencia, etc. Pero también, considerado del lado de la oferta, debe pagarse una prima, si aquellos que posiblemente ofrecerán sus servicios en el futuro son persuadidos de encargarse de los costes de entrenamiento y prórrogas. De un modo similar, los trabajos que implican un empleo inseguro o inestable, o que son desempeñados bajo condiciones peligrosas o desagradablemente forzadas, tienden a recibir un pago mayor. De otro modo no se encuentran personas que las soporten. De estas circunstancias se derivan preceptos tales como: a cada uno de acuerdo con su esfuerzo, o los riesgos que soporta, etc. Aun cuando se supone que las personas tiene la misma capacidad natural, estas normas seguirán siendo resultado de la actividad económica. Dadas las aspiraciones de las unidades productivas, y las de los que buscan trabajo, ciertas características son consideradas de cierta importancia. En cualquier caso, los métodos salariales tienden a reconocer estos preceptos y, concediendo un tiempo necesario para los reajustes, les asignan el valor que resulta de las condiciones de mercado.

Todo esto parece razonablemente clara. Hay, sin embargo, otros puntos de cierta importancia, ya que las diferentes concepciones de la justicia generan preceptos de sentido común bastante similares. Así, en un sociedad regulada por el principio de utilidad, todas las normas superiores serían reconocidas. En tanto que los propósitos de las agentes económicos sean similares, se recurre a la aplicación de estos preceptos, y las prácticas salariales los tomarán en cuenta de un modo explícito. Por otro lado, el valor que se asigna a estos preceptos no será, en general, siempre el mismo. Es aquí donde la concepciones de justicia difieren. No sólo habrá una tendencia a dirigir las prácticas salariales por otros medios, sino que la tendencia de los sucesos económicos tomará un curso diferente. Cuando la familia de instituciones básicas está gobernada por concepción diferentes, las fuerzas de mercado, a las que se ajustan las empresas y los trabajadores, no serán las mismas. Un examen diferente de la oferta y de la demanda, demostrará que los preceptos son valorados de modo distinto. Así, el contraste entre las diferentes concepciones de la justicia, no funciona a nivel de normar de sentido común, sino a través del énfasis que estas normas reciben en cada momento. En ningún caso puede considerarse fundamental la noción tradicional de un balance justo o equitativo ya que dependerá de los preceptos que regulan, el sistema básico y los reajustes que exigen las presentes condiciones.

Un ejemplo puede aclarar este punto. Supongamos que la estructura básica de una sociedad segura la justa igualdad de oportunidades, mientras que una segunda sociedad no. Entonces, en el primer tipo de sociedad, el precepto de: a cada uno de acuerdo con su contribución, en la forma concreta de a cada uno de acuerdo con sus conocimientos o su educación, tendrá, probablemente, mucho menos valor. Esto es verdad aún asunto suponiendo, como lo sugieren los hechos, que las personas tengan siempre capacidades naturales. La razón para ello es que cuantas más personas reciban los beneficios de la enseñanza y la educación, la oferta de personas capacitadas en el primer tipo de sociedad, en mucho mayor. Cuando no hay restricciones en la entrada, o imperfecciones en el mercado para los préstamos (o subsidios) a la educación, la prima ganada por aquellos mejor dotados es mucho menor. La relativa diferencia en los salarios, entre la clase con renta más baja y la clase con renta más alta, tiende a desaparecer; y esta tendencia es aún mayor cuando se cumple el principio de la diferencia. Así, el precepto de: a cada uno de acuerdo con sus conocimientos y su educación, tiene menos valor en el primer tipo de sociedad que en el segundo, mientras que el precepto: cada uno de acuerdo con su esfuerzo, tiene más valor. Desde luego, una concepción de la justicia, requiere que, cuando cambien las condiciones sociales, cambie también el equilibrio de los preceptos. A través del tiempo, la aplicación adecuada de sus principios, reajusta la estructura social, de tal manera que las fuerzas de mercado también cambian, renovando, por tanto, el valor de los preceptos. No hay nada inalterable en el equilibrio existente, aun cuando sea correcto.

Además, es esencial tener en cuenta el lugar subordinado de las normas de sentido común. El hacer esto es difícil, ya que son familiares, y conocidas, a través de la vida diaria, y, por tanto, nos predisponen a pensar que el status que producen, no ofrece justificación. Ninguno de estos preceptos puede ser ascendido a primer principio. Cada uno de ellos se produce en respuesta a un rasgo relevante, conectado con ciertas instituciones particulares, este rasgo es uno entre muchos, y estas instituciones son de una clase especial. El adoptar uno de ellos como primer principio, nos conducirá seguramente a olvidar otras cosas que han de tenerse en cuenta. Y, si todos o la mayoría de los preceptos, son tratados como primeros principios, no se obtiene una claridad sistemática. Los preceptos de sentido común están en el nivel erróneo de generalidad. En orden a encontrar primeros principios adecuados, debemos seguir sus pasos. Ciertamente, algunos preceptos parecen bastante generales al principio. Por ejemplo, el precepto: a cada uno de acuerdo con su contribución, abarca muchos casos de distribución en una economía perfectamente competitiva. Aceptando la teoría de la producción marginal de distribución, cada factor de producción recibe una renta de acuerdo con lo que añade al output (suponiendo la propiedad privada de los medios de producción). En este sentido, un trabajador recibe en pago todo el valor del resultado de su trabajo, ni más ni menos. A primera vista esto nos parece justo. Responde a la idea del derecho natural a la propiedad de los frutos de nuestro trabajo. Por ello, para algunos escritores el precepto de la contribución ha parecido satisfactorio como un principio de la justicia.

Es fácil ve, sin embargo, que éste no es el caso. El producto marginal del trabajo depende de la oferta y de la demanda. Lo que una persona contribuye con su trabajo, varía de acuerdo con la demanda de expertos por parte de las empresas, y esto a su vez varía de acuerdo con la demanda de los productos. La contribución de una persona está afectada por la cantidad de ofertas de conocimientos similares. Por tanto, no podemos suponer que, cumpliendo el precepto de la contribución, obtengamos un resultado justo, a menos que las fuerzas subyacentes en el mercado, y la asequibilidad de las oportunidades que refleja estén adecuadamente reguladas. Y esto implica, como hemos visto, que la estructura básica en conjunto es justa. Por tanto, no hay un medio de dar un valor adecuado, a los preceptos de la justicia, excepto, instituyendo los acuerdos necesarios, exigidos por los principios de la justicia. Algunas instituciones darán una importancia especial a ciertos preceptos, como, por ejemplo, el que una economía competitiva sobreestime el precepto de la contribución. Pero no puede hacerse ninguna deducción acerca de la justicia de la distribución final, considerando la utilidad de cualquier precepto aisladamente. El valor total de los preceptos viene dado por el sistema en su totalidad. Así, el precepto de necesidad se deja a la función de transferencia, ya que no sirve como un precepto de los salarios. Para fijar la justicia de las porciones distributivas, debemos tener en cuenta el funcionamiento total de los acuerdos básicos, la proporción de renta y riqueza que deriva de cada función.

Puede objetarse a las precedentes consideraciones acerca de los preceptos de sentido común, y de la idea de la justicia puramente procedimental, que es imposible lograr una economía perfectamente competitiva. Los factores de producción nunca reciben de hecho sus productos marginales, y bajo las modernas condiciones (industrias), son dominados por unas cuantas grandes empresas. La competitividad es, en el mejor de los casos, imperfecta, y las personas reciben menos que el valor de su contribución, y en este sentido, son explotadas. La respuesta para esto es, en primer lugar, que en cualquier caso la concepción de una economía competitiva, adecuadamente regulada, con las instituciones básicas apropiadas es un esquema ideal que muestra cómo los dos principios de la justicia han de llevarse a cabo. Sirve para ilustrar el contenido de estos dos principios y proporciona un medio en el que, tanto una economía de propiedad privada, como un régimen socialista, pueden satisfacer esta concepción de la justicia. Suponiendo que las presentes condiciones se derivan siempre de presunciones ideales, tenemos alguna noción acerca de lo que es justo. Además, estamos en mejor posición de decidir la gravedad de las presentes imperfecciones, y establecer cuál es el mejor modo de aproximarnos al ideal.

Un segundo punto es el siguiente. El sentido en que las personas son explotadas por las imperfecciones del mercado es muy especial: sobre todo, cuando se viola el precepto de la contribución, y esto ocurre porque el sistema de precios no es eficaz. pero como acabamos de ver, este precepto no es sino uno, entre muchas normas secundarias, y lo que realmente cuenta es el funcionamiento de todo el sistema, y el que estos defectos estén de algún modo compensados. Además, ya que es el principio de la eficacia el que fundamentalmente no se cumple, podríamos decir, por tanto, que toda la comunidad es explotada. Pero, de hecho, la noción de explotación está fuera de lugar. Implica una injusticia grave en el sistema básico, y no tiene nada que ver con la ineficacia de los mercados.

Finalmente, a la vista del lugar subordinado del principio de la eficacia en la justicia como imparcialidad, las desviaciones inevitables de la perfección del mercado no son especialmente preocupantes. Es más importante el que un esquema competitivo marque el alcance del principio de libre asociación, y de la elección individual de ocupación, en un panorama de justa igualdad de oportunidades y permita que las decisiones de los consumidores regulen las cantidades que han de producirse para propósitos privados. Un prerrequisito básico es la compatibilidad de los acuerdos económicos con las instituciones de libertad y libre asociación. Así, si los mercados son razonablemente competitivos y abiertos, la noción de justicia puramente procedimental es posible. Parece más practicable que otras ideas tradicionales, explícitamente proyectados para coordinar la multitud de posible criterios, en una concepción coherente y factible.

Las expectativas legitimas y el criterio moral

Hay una tendencia, por parte del sentido común, a suponer que la renta y la riqueza , y los bienes en general, han de ser distribuidos de acuerdo con un criterio moral. La justicia es la fidelidad concorde con la virtud. A pesar de que se reconoce que este ideal nunca puede ser plenamente conseguido en su totalidad, es la concepción apropiada de la justicia distributiva, al menos como un principio primafacie, y la sociedad debería llevarlo a cabo en tanto las circunstancias lo permitan. Ahora bien, la justicia como imparcialidad rechaza esta concepción. Tal principio no sería elegido en la posición original. Parece no haber medio de definir el criterio requerido para esa situación. Además, la noción distribución de acuerdo con la virtud, falla al distinguir entre el criterio moral y las expectativas legítimas. Así, es verdad que ya que las personas y los grupos toman parte en acuerdos justos, ejercen ciertas exigencias uno sobre otros, precisadas por las normas públicamente reconocidas. habiendo actuado alentados por los acuerdos existentes, tienen ahora ciertos derechos, y la porciones distributivas justas respetan estas exigencias. Por tanto, un esquema justo responde a lo que las personas están autorizadas a exigir; este esquema satisface sus legítimas expectativas basadas en las instituciones sociales. Pero lo que están autorizados a exigir no es proporcional, ni depende de su valor intrínseco. Los principios de la justicia que regulan la estructura básica, y especifican los deberes y obligaciones de los individuos, no mencionan el criterio moral, y no hay una tendencia por parte de las porciones distributivas a adaptarse a ello.

Esta discusión se basa en la anterior consideración, referente a los preceptos de sentido común, y al papel de desempeñan en la justicia puramente procedimental. Por ejemplo, al determinar los salarios, una economía competitiva de importancia al precepto de la contribución. Pero como hemos visto, el alcance de la propia contribución (estimado por la productividad marginal individual) depende de la oferta y la demanda. Seguramente, el valor moral de una persona no varía de acuerdo con la cantidad de las personas que ofrecen conocimientos similares, o de acuerdo con la necesidad planteada respecto a lo que él produzca. Nadie supone que, cuando no hay demanda de capacidades o éstas se han deteriorado (como en el caso de los cantantes) sus méritos morales experimentan un cambio similar. Todo esto es perfectamente obvio, y ha sido acordado hace ya tiempo. Simplemente refleja el hecho observado antes, que uno de los puntos determinantes de nuestros juicios morales es que nadie merece el lugar que ocupa en la distribución de activos naturales, como tampoco merece su lugar inicial en la sociedad.

Además, ninguno de los preceptos de la justicia aspira a una virtud compensadora. Los premios obtenidos por los escasos talentos naturales, por ejemplo, han de cubrir los costes de enseñanza y alentar los esfuerzos en el aprendizaje, además de dirigir las distintas capacidades hacia donde mejor se favorezca el interés común. Las porciones distributivas resultantes no se relacionan con el valor moral, ya que la dotación inicial de activos naturales, y las contingencias de su crecimiento y educación, en las primeras etapas de la vida, son arbitrarias desde un punto de vista moral. El precepto que parece más cercano intuitivamente a un criterio de moral compensadora, es el de la distribución de acuerdo con el esfuerzo, o aún mejor, de acuerdo con un esfuerzo consciente. De nuevo , parece claro que el esfuerzo que una persona desea hacer está influenciado por sus capacidades naturales, sus conocimientos, y las alternativas que se le ofrecen. Los mejores dotados tratan de hacer un esfuerzo consciente, y no parece haber medio de desestimar su mejor fortuna.

La idea de un criterio compensador es impracticable. Hasta el punto de que se sobrevalora el precepto de necesidad y se ignora el valor moral. Tampoco la estructura básica tiende a equilibrar los preceptos de la justicia para lograr la correspondencia necesaria entre las diferentes perspectivas, sino que está regulada por los dos principios de la justicia, que definen otros objetivos.

La misma conclusión puede alcanzarse por otro camino. En las observaciones anteriores, la noción de valor moral, como algo diferente de las exigencias de una persona, basadas en sus legítimas expectativas, no ha sido explicada. Supongamos que definimos esta noción y demostramos que no tiene relación con las porciones distributivas. Hemos de considerar únicamente una sociedad bien ordenada, es decir, una sociedad en la que las instituciones son justas, y este hecho es públicamente reconocido. Sus miembros tienen también un fuerte sentido de la justicia, un deseo efectivo de obedecer las presentes normas, y de dar a cada uno lo que están autorizados a dar. En este caso, podemos suponer que todos tienen el mismo valor moral. Hemos definido esta noción en términos del sentido de la justicia, el deseo de actuar de acuerdo con los principios que serían elegidos en la posición original. Pero es evidente que, entendido de este modo, el valor moral igual de las personas no motiva que las porciones distributivas sean iguales. Cada uno ha de recibir lo que los principios de la justicia digan que ésta autorizado a recibir, y esto no requiere que haya igualdad.

Lo esencial es que el concepto de valor moral no proporciona un primer principio de justicia distributiva. Esto se debe a que no puede ser introducido hasta que los principios de la justicia, y del deber y la obligación natural, han sido reconocidos. Una vez que estos principios están a nuestro alcance, puede decirse que el valor moral tiene un cierto sentido de justicia, y, como observare después, las virtudes pueden caracterizarse como deseos o tendencias a actuar de acuerdo con los principios correspondientes. Así, el concepto de valor moral es inferior a los conceptos del derecho y la justicia, y no desempeña ningún papel en la definición substantiva de las porciones distributivas. El caso es análogo al de la relación entre las normas substantivas sobre la propiedad y las normas sobre el hurto y el robo. Estos delitos, y el demérito que ocasionan, presuponen la institución de la propiedad, establecida con fines sociales prioritarios e independientes. Para una sociedad, el organizarse a sí mismo con la intención de considerar el criterio moral como un primer principio, sería lo mismo que mantener la institución de la propiedad para castigar a los ladrones. El criterio: a cada uno de acuerdo con su virtud, no sería, por tanto, elegido en la posición original. Ya que los grupos, desean promocionar sus concepciones sobre el bien, no tienen razón para proyectar sus concepciones sobre el bien, no tienen razón para proyectar sus instituciones, de modo que las porciones distributivas estén determinadas por el criterio moral, aun cuando encontrasen un modelo anterior para su definición.

En una sociedad bien ordenada, las personas exigen una participación en el producto social, a través de ciertas acciones alentadas por los acuerdos existentes. Las expectativas legítimas que resultan son la otra cara, por así decirlo, del principio de la imparcialidad y del deber natural de justicia. Ya que las personas tiene el deber de defender los acuerdos que sean justos y la obligación de cumplir nuestra parte, cuando hemos aceptado nuestra posición dentro de ellos también una persona que ha consentido el esquema y ha cumplido su parte, tiene derecho a ser tratada por los demás de acuerdo con ello. Están obligados a tener en cuenta sus legítimas expectativas. Así cuando existen acuerdos económicos justos, las demandas de las personas son resueltas mediante la referencia a las normas y preceptos (con sus valores respectivos) que estas prácticas consideran relevantes. Como hemos visto, es incorrecto decir que las porciones distributivas justas recompensan a los individuos de acuerdo con su valor moral. Pero lo que podemos decir es que en el sentido tradicional, un esquema justo da a cada persona lo que merece: es decir, asigna a cada uno lo que el esquema le autoriza. Los principios de la justicia para las instituciones y las personas establecen que el hacer esto es justo.

Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que, a pesar de que las demandas de una persona están reguladas por las normas existentes, podemos hacer una distinción entre el estar autorizados para algo y el merecerlo en el sentido común, y no en el sentido común, y no en el sentido moral. Por ejemplo, después de un juego, a menudo decimos que los que han perdido, merecían ganar. Con ello no se quiere decir que los vencedores no están autorizados a reclamar el campeonato, o que cualquier daño que se produzca haya de imputarse el vencedor. Sino que queremos decir que el equipo perdedor desplegó en mayor grado las habilidades y cualidades que el juego requiere, cuya práctica da al deporte su nombre. Por tanto, los perdedores deseaban verdaderamente ganar, pero perdieron a causa de la mala suerte, o de otras contingencias que ocasionaron que se perdiese el torneo. De un modo similar, las mejores soluciones económicas no conducen siempre a los resultados más deseados. Las exigencias que las personas ejercen, se desvían más o menos ampliamente, de un modo inevitable, de aquellas para las que se proyectó el esquema. Algunas personas en posiciones ventajosas, por ejemplo, puede que no tengan en mayor grado que las demás las capacidades y habilidades deseadas. Todo esto es evidente. Su sentido es el de que, aunque podamos distinguir entre las demandas que los actuales acuerdos nos exigen respetar, dada la actuación de las personas y la situación de las cosas, y las demandas que se habrían planteado bajo circunstancias más ideales, todo ello no implica que las porciones distributivas hayan de concordar con el valor moral. Aun cuando las cosas sucedan del mejor modo, no hay una tendencia a que la distribución y la virtud coincidan.

Sin duda, alguno puede afirmar que las porciones distributivas deberían equiparse a la virtud moral, al menos hasta donde sea posible. Puede creerse que, a menos que aquellos que están mejor situados tengan un carácter moral superior, sus ventajas son una afrenta a nuestro sentido de la justicia. Esta opinión puede ser resultado de considerar a la justicia distributiva como lo opuesto a la justicia retributiva. Es verdad que, en una sociedad razonablemente ordenada, aquellos que son castigados por violar leyes justas normalmente han cometido algún delito. Esto se deber a que el propósito de la ley penal, es defender los deberes naturales básicos, aquellos que nos prohíben dañar a otras personas en su vida y sus derivaciones, privarlos de su libertad o de sus propiedades, y, por ello, los castigos tratan de conseguir este fin. No son simplemente un esquema de impuestos y cargos designados para poner precio a ciertas formas de conducta y, de este modo, guiar la conducta de las personas para obtener un beneficio recíproco. Sería mucho mejor si los actos prohibidos por la ley penal nunca se cometiesen. Así, la propensión a cometer tales actos es característica de un mal carácter, y en una sociedad justa los castigos, legales caerán únicamente sobre aquellos que demuestran estos defectos.

Es claro que la distribución de ventajas económicas y sociales es completamente diferente. Estas soluciones no se oponen, para así decirlo, a la ley criminal, así que en tanto una castiga ciertos delitos, la otra incrementa la virtud moral. La función de las porciones distributivas desiguales es cubrir los costes de enseñanza y educación, atraer a las personas a los lugares donde más se les necesita desde un punto de vista social, etcétera. Suponiendo que todos aceptan la convivencia de un interés motivador, individual o colectivo, debidamente regulado por un sentido de la justicia, cada persona decide hacer aquellas cosas que mejor se adaptan a sus intereses. Las alteraciones en los salarios y en la renta, y los beneficios derivados de una situación determinada, influencia estas elecciones de modo que el resultado final concuerde con la eficacia y la justicia. En una sociedad bien ordenada, no habría necesidad de la ley penal, excepto que el problema de la seguridad lo hiciese necesario. El problema de la justicia criminal pertenece, en su mayor parte, a la teoría de la obediencia parcial, donde la noción de porciones distributivas pertenece a la teoría de la obediencia estricta, y, por tanto, a la consideración del esquema ideal. El considerar que la justicia distributiva y la justicia retributiva son opuestas la una a la otra es completamente erróneo, y sugiere una base moral para las porciones distributivas donde existe.

Comparación con otras concepciones mixtas

Aunque he comparado a menudo los principios de la justicia con el utilitarismo, no he dicho nada acerca de las concepciones mixtas. Ha de tenerse en cuenta que estas concepciones se definen substituyendo el concepto de utilidad y otros criterios, por el segundo principio de la justicia. Consideraré ahora estas alternativas, ya que muchas personas puede que las consideren más razonables que los principios de la justicia, que a primera vista parecen imponer exigencias bastante estrictas. Pero se hace necesario destacar que todas las concepciones mixtas aceptan el primer principio y, por tanto, reconocen el lugar primario de las libertades iguales. Ninguno de estos puntos de vista es utilitarista, ya que, aunque el principio de utilidad se substituya por el segundo principio o por alguna de sus partes, como el principio de la diferencia, la concepción de utilidad sigue teniendo un lugar subordinado. Así, en tanto uno de los objetivos fundamentales de la justicia como imparcialidad es ofrecer una alternativa a la clásica doctrina utilitarista, este objetivo se logra, incluso si aceptamos una concepción mixta, en vez de los dos principios de la justicia. Además, dada la importancia del primer principio, parece que el rasgo escencial de la doctrina contractual se mantiene en estas alternativas.

Ahora bien, es evidente según estas observaciones, que las concepciones mixtas, son más difíciles de combatir, que el principio de la utilidad. Muchos escritores que profesan una alternativa del punto de vista utilitarista, aun cuando se expresa vagamente como el equilibrio y la armonización de los intereses sociales, presuponen claramente un sistema constitucional determinado que garantiza las libertades básicas hasta un cierto mínimo. Así, actualmente sustentan una doctrina mixta, y, por tanto, los argumentos que se derivan de la libertad no pueden utilizarse como antes. Por tanto, el problema principal es el de qué puede decirse en favor del segundo principio a partir del principio de utilidad, cuando ambos están limitados por el principio de igual libertad. Necesitamos examinar las razones para rechazar el criterio de la utilidad en este caso, aunque es claro que estas razones no serán tan decisivas como aquellas que rechazan las doctrinas clásicas.

Consideremos, en primer lugar, una concepción mixta bastante próxima a los principios de la justicia: especialmente, el criterio que resulta cuando se substituye el principio de utilidad, limitado por un criterio mínimo social, por el principio de la diferencia. Todo lo demás se mantiene inalterable. La dificultad que encontramos aquí es la misma que generalmente encontramos en las doctrinas intuicionistas: cómo ha de establecerse y ajustarse este mínimo social a las circunstancias que son objetos de continuos cambios. Cualquiera que utilice los dos principios de la justicia, puede parecer que trata de conseguir equilibrio entre maximizar la utilidad media y mantener un mínimo social apropiado. Si atendemos únicamente a sus juicios considerados, y no a la razón que tiene para éstos, sus valoraciones no podrán distinguirse de aquellas emitidas por alguien que acepte esta concepción mixta. Hay, supongo, amplitud suficiente en la determinación del nivel del mínimo social bajo condiciones alterables, para obtener este resultado. ¿Cómo sabemos, entonces, que una persona que adopta esta concepción mixta, no se apoya de hecho en el principio de la diferencia? Para estar seguros de ello, vemos que esta persona no lo invoca conscientemente, e incluso puede rechazar la sugerencia de que lo hace así. Pero resulta que el nivel asignado al mínimo requerido, que limita el principio de utilidad media, conduce precisamente a las mismas consecuencias que resultarían, si de hecho siguiese este criterio. Además esta persona es incapaz de explicar por qué elige el mínimo, tal y como lo hace; lo más que pueda decir es que toma la decisión que le parece más razonable. ahora bien, es demasiado pretender que tal persona está usando realmente el principio de diferencia, ya que sus juicios pueden adecuarse a cualquier otro modelo. Sin embargo, es verdad que su concepción de la justicia está todavía sin identificar. El camino para la determinación del mínimo apropiado deja el caso sin resolver.

Lo mismo puede decirse de otras teorías mixtas. Así, podemos decidir limitar el principio medio estableciendo algunas exigencias en la distribución, bien individualmente, bien unidas a algún mínimo adecuado, ya elegido. Por ejemplo, podríamos sustituir por el principio de la diferencia, el criterio de maximizar la utilidad media, al menos alguna fracción (o múltiplo) de la digresión normal, de la distribución resultante. Aunque esta digresión es más pequeña cuando todos alcanzan la misma utilidad, este criterio indica una mayor preocupación por los menos favorecidos que el principio medio. Los rasgos intuicionistas de este punto de vista son claros, ya que se hace necesario preguntar cómo ha de seleccionarse la fracción (o múltiplo) de la digresión, y cómo ha de variar este parámetro respecto al promedio. De nuevo el principio de la diferencia subyace en el fondo. Este punto de vista mixto se equipara a otras concepciones intuicionistas que nos dirigen a conseguir una pluralidad de fines, ya que sostiene que, se mantenga una cierta base, un promedio mayor de bienestar y una distribución más justa son fines deseables. Una institución es unánime preferible a otra, si resulta mejor en cada caso.

Sin embargo, puntos de vista políticos diferentes estiman estos fines de diferente manera, y necesitamos un criterio para determinar su valor relativo. El hecho es que, en general, no aceptamos demasiadas cosas cuando advertimos fines de esta clase. Hemos de reconocer que, en una concepción de la justicia razonablemente completa, está implícita una valoración de intereses claramente detallados. En la vida diaria, a menudo nos conformamos con enumerar los preceptos de sentido común y los objetivos políticos, añadiendo que los casos particulares han de examinarse a la luz de los hechos generales de la situación. Aunque esto parece una advertencia práctica, no expresa una concepción articulada de la justicia. Se nos dice, en efecto, que ejercitamos nuestro juicio como mejor podamos, en el marco de estos fines como directrices. Sólo los programas políticos preferibles después de su consideración, son claramente más deseables. Por el contrario, el principio de la diferencia es una concepción relativamente precisa, ya que clasifica todas las combinaciones de objetivos de acuerdo con las posibilidades que tengan de promover las perspectivas de los menos favorecidos.

Así, a pesar del hecho de que el principio de la diferencia parece ser, a primera vista, una concepción algo especial, puede ser el criterio que, cuando se une a otros principios de la justicia, permanece en el fondo y controla las apreciaciones expresadas en nuestros juicios diarios, si se confrontasen mediante varios principios mixtos. La costumbre de basarnos en la intuición, guiada por normas de orden inferior, puede oscurecer la existencia de principios más básicos, que acreditan la validez de estos criterios. Desde luego, el que los dos principios de la justicia, y especialmente el principio de la diferencia, expliquen nuestras ideas acerca de la justicia distributiva, sólo puede decidirse descubriendo con detalle las consecuencias de estos principios y observando si estamos preparados para aceptar las valoraciones a que conducen. Posiblemente no habrá conflicto entre estas consecuencias y nuestras convicciones. Seguramente tampoco lo habrá con esas consideraciones que son puntos básicos, aquellas que parecemos no querer revisar bajo circunstancias previsibles. De otro modo, los dos principios no son plenamente aceptados y ha de hacerse alguna revisión. Pero quizá nuestros puntos de vista no ofrecen nada preciso acerca del problema de equilibrar fines competitivos. Si es así, la cuestión principal será si podemos asentir ante el examen detallado que representan los dos principios. Dado que ciertos puntos básicos están asegurados, hemos de decidir el mejor modo de realizar nuestra concepción de la justicia y extenderla a otros supuestos. Puede que los dos principios de la justicia no sean tan opuestos a nuestras convicciones intuitivas, como lo muestra un principio relativamente concreto, para problemas que el sentido común desconoce y deja sin solución. Así, mientras el principio de la diferencia nos parece en principio extraño, la reflexión sobre sus implicaciones, cuando está adecuadamente fijado, puede convencernos de que concuerda con nuestros juicios o proyecta estas convicciones a nuevas situaciones de un modo aceptable.

Siguiendo con estas observaciones, hemos de tener en cuenta que el recurrir al interés común es una costumbre política de una sociedad democrática. Ningún grupo político admite públicamente la presión para legislar de una manera desventajosa para cualquier grupo social reconocido. Pero, ¿cómo ha de entenderse este convenio? Seguramente, es algo más que el principio de la eficacia, y no podemos suponer que el gobierno se dedica de un modo igual a los intereses de todos. Ya que es imposible maximizar respecto a algo más que un punto de vista, es natural, dado el ethos de una sociedad democrática, destacar el de los menos aventajados, par fomentar las perspectivas futuras del mejor modo posible, de acuerdo con las libertades justas y con la igualdad de oportunidades. Parece que los programas políticos en cuya justicia confiamos, van en esta dirección, en el sentido de que este sector de la sociedad estaría en peores condiciones si se suprimiesen. Estos programas son justos en su totalidad, aun cuando no sean perfectamente justos. Por tanto, el principio de la diferencia puede interpretarse como una extensión razonable del estatuto político de una democracia, una vez que afrontamos la necesidad de adoptar una concepción de la justicia razonablemente completa.

Al tener en cuenta que las concepciones mixtas tienen rasgos intuicionistas, no quiero decir que este hecho sea una objeción decisiva. Como ya he apuntado, tales combinaciones de principios son de gran valor práctico. No existe otro problema que el de que estas concepciones identifican normas asequibles, por referencias a las cuales pueden ser apreciados los programas políticos, y, dadas las instituciones básicas necesarias, pueden llevarnos a conclusiones sólidas. Por ejemplo, una persona que acepte la concepción mixta para maximizar el promedio de bienestar, favorecerá, presumiblemente, la justa igualdad de oportunidades, ya que parece que al haber oportunidades iguales para todos se eleva el promedio (aumentando la eficacia) y disminuye la desigualdad. En este caso, el sustituto del principio de la diferencia justifica la otra parte del segundo principio. Además es evidente que, en algún momento, no podemos evitar el basarnos en nuestros juicios intuitivos. El problema con las concepciones mixtas es que pueden recurrir a estos juicios demasiado pronto y fallar al definir una alternativa clara al principio de la diferencia. En ausencia de un procedimiento para asignar las valoraciones adecuadas (o parámetros), es posible que el resultado se determine a través de los principios de la justicia a menos que estos principios produzcan conclusiones que no podemos aceptar. Si esto llega a ocurrir, entonces es preferible una concepción mixta, a pesar de su llamada a la intuición, especialmente si su utilización ayuda a poner orden y avenencia en nuestras convicciones.

Otra consideración que favorece el principio de la diferencia, es la facilidad comparativa con la que puede interpretarse y aplicarse. Seguramente para algunos, parte del atractivo de las concepciones mixtas es que son un medio de evitar las severas exigencias del principio de la diferencia. Es obviamente justo, averiguar qué cosa favorecen los intereses de los menos aventajados. Este grupo puede ser identificado por su índice de bienes primarios, y los problemas de política social pueden solucionarse averiguando cómo eligiría la persona representativa adecuadamente situada. Pero mientras que el principio de utilidad desempeña un papel, la vaguedad de la idea de promedio (o totalidad) de bienestar es problemática. Es necesario lograr alguna estimación de las funciones de utilidad, y establecer una correspondencia interpersonal entre ellas, y así sucesivamente. Los problemas que se plantean al hacer esto son tan grandes, y las aproximaciones son tan difíciles, que opiniones profundamente divergentes pueden parecer igualmente plausibles para diferentes personas. Alguien puede objetar que los beneficios de un grupo pesan más que las pérdidas de otro, mientras que otros puede que lo nieguen. Nadie puede decir qué principios subyacentes tienen en cuenta estas diferencias o cómo pueden resolverse. Es más fácil, para aquellos que detentan posiciones sociales más fuertes, fomentar sus intereses injustamente, sin que se le muestre que están claramente fuera de todo límite. Desde luego, todo es obvio, y siempre se ha reconocido que los principios éticos son vagos. Sin embargo, no son todos igualmente imprecisos, y los dos principios de la justicia tienen una ventaja por la mayor claridad de sus exigencias y de lo que es necesario hacer para satisfacerlos.

Puede pensarse que la vaguedad del principio de utilidad puede evitarse mediante una explicación mejor acerca de cómo medir, y cómo totalizar el bienestar. No deseo destacar estos problemas técnicos ampliamente discutidos, ya que las objeciones más importantes contra el utilitarismo están a otro nivel, pero una breve mención de estos aspectos ayudará a clarificar la doctrina contractual. Hay medio diferentes para establecer una medida interpersonal de la utilidad. Uno de estos (volviendo a Edgeworth), es suponer que una persona es capaz de distinguir únicamente un cierto número de niveles de utilidad. Se dice que una persona permanece indiferente entre alternativas que pertenecen al mismo nivel de descriminación, y la medida cardinal de la diferencia de utilidad entre dos alternativas se define por número de niveles discernibles que las separan. La escala cardinal que resulta es única, como debe ser, dirigida a una transformación longitud. Para conseguir una medida entre las personas, debemos suponer que la diferencia entre niveles adyacentes es la misma para todos los individuos y la misma entre todos los niveles. Con esta norma de correspondencia interpersonal, los cálculo son extremadamente simples. Al comparar las alternativas averiguamos el número de niveles que existe entre ellas para cada individuo y entonces sumamos, teniendo en cuenta las máximos y los mínimos.

Esta concepción de la utilidad cardinal sufre conocidas dificultades. Dejando aparte los problemas prácticos y el hecho de que la detección de los niveles de discriminación de una persona depende de las alternativas asequibles, parece imposible justificar la presunción de que la utilidad social del cambio de un nivel a otro, es la misma para todas las personas. Por un lado, este procedimiento valoraría de un modo idéntico aquellos cambios que suponen el mismo número de discriminaciones que las personas percibieron de modo diferente, algunos más profundamente que otros; mientras que, por otro lado, tendrían más importancia los cambios experimentados por aquellas personas que parecen hacer más discriminaciones. Por tanto, es poco satisfactorio desestimar la firmeza de las actitudes y, especialmente, valorar de modo excesivo la capacidad de hacer distinciones, que puede variar sistemáticamente de acuerdo con el temperamento y la educación. Por ello todo el procedimiento parece arbitrario. Tiene, sin embargo, el mérito de exponer la forma en que el principio de utilidad contiene presunciones éticas implícitas en el método elegido para establecer la proporción necesaria de utilidad. El concepto de felicidad y bienestar, no está suficientemente determinado y, para establecer una medida cardinal, hemos de dirigirnos a la teoría moral, en donde esta proporción será usada. Dificultades similares, se plantean con la definición de Neumann-Morgenstern. Puede demostrarse que si la elección de una persona entre diversas perspectivas arriesgadas satisface ciertos postulados, entonces existen cantidades de utilidad correspondientes con las alternativas, de tal modo que sus decisiones puede decirse que maximizan la supuesta utilidad. Esta persona elige como si estuviese guiada por la expectativa matemática de estas cantidades de utilidad; y estas asignaciones de utilidad son únicas, encaminadas a una transformación longitudinal positiva. Desde luego, no se sustenta la idea de que la persona por sí misma usa una asignación de utilidades al tomar sus decisiones. Estas cantidades no guían sus elecciones, ni tampoco aseguran un procedimiento individual de deliberación. No obstante, dado que la preferencia de una persona entre las diversas perspectivas cumple ciertas condiciones, el observador matemático puede, al menos en teoría, calcular las cantidades que describen estas preferencias maximizando la utilidad. Por tanto, el curso actual de esta reflexión no produce resultado alguno o criterios en los que una persona pueda basarse; tampoco hay nada implícito acerca de qué rasgos de las alternativas corresponden o representan las cantidades de utilidad.

Ahora bien, suponiendo que podamos establecer una utilidad cardinal para cada persona, ¿cómo ha de establecerse la medida interpersonal? Una propuesta bastante conocida es la regla cero-uno: asignamos el valor cero a la peor situación posible y el valor uno a la mejor. En principio esto parece justo, expresando de otro modo la idea de que cada una vale uno y nada más que uno. Sin embargo, hay otras propuestas con un simetría parecida, por ejemplo, la que asigna el valor cero a la peor alternativa, y el valor uno a la suma de utilidades de todas las alternativas. Ambas reglas parecen igualmente justas, ya que la primera postula un máximo de utilidad igual para todos, y la segunda una utilidad media; sin embargo, estas reglas puede conducir a decisiones sociales diferentes. Además, estas propuestas postulan que todas las personas tienen capacidades similares para la satisfacción, y esto parece un precio poco común, que ha de pagarse sólo para definir una medida interpersonal. Estas reglas determinan claramente el concepto de bienestar de un modo especial, ya que la idea más común parece permitir variaciones, en el sentido de que una interpretación diferente del concepto sería más compatible con el sentido común. Así, por ejemplo, la regla cero-uno implica que una utilidad social mayor se deriva de educar a las personas para que tengan deseos sencillos y fáciles de satisfacer, y que tales personas efectuarán generalmente las demandas más firmes. Estas personas se complacen con menos, y por tanto, se presume que estarán más cerca de una mayor utilidad. Si no podemos aceptar estas consecuencias, pero deseamos mantener el punto de vista utilitarista, hemos de encontrar alguna otra medida interpersonal.

Por otra parte, hemos de tener en cuenta, que mientras los postulados de Neumann-Morgenstern suponen que las personas no disfrutan la experiencia del riesgo, el actual proceso, la medida resultante está influenciada por actitudes inciertas, como lo define la distribución general de probabilidades. Así, si esta definición de la utilidad se emplea en las decisiones sociales, los sentimientos de las personas acerca de asumir las diferentes oportunidades afectarán al criterio de bienestar que ha de maximizarse. De nuevo vemos que los acuerdos que definen las comparaciones interpersonales tienen consecuencias morales inesperadas. Como antes, la medida de utilidad está afectada por contingencias que son arbitrarias desde un punto de vista moral. La situación es muy diferente de la de la justicia como imparcialidad, como lo muestra su interpretación kantiana, la incorporación de ideales a sus principios, y su fundamentación en los bienes primarios para las comparaciones interpersonales necesarias.

Puede parecer entonces que la vaguedad del principio utilitarista no puede ser eliminada mediante una medida más precisa de la utilidad. Por el contrario, una vez que se examinan los acuerdos necesarios para las comparaciones interpersonales, vemos que hay varios métodos para definir estas comparaciones, aunque suponen concepciones diferentes y, seguramente, traigan también consecuencias diferentes. Es un problema moral cuál de estas definiciones y reglas de correspondencia es adecuada para una concepción de la justicia. Esto es, creo, lo que se intenta explicar, cuando se dice que las comparaciones interpersonales dependen de juicios de valor. Aunque es obvio que la aceptación del principio de la utilidad es un caso de teoría moral, es menos evidente que los precedimientos para medir el bienestar planteen problemas similares. Ya que hay más procedimientos de esta clase, la elección depende de la utilidad que se dé a la medida, y esto significa que las consideraciones éticas que se dé la medida, y esto significa que las consideraciones éticas serán decisivas.

Los comentarios de Maine acerca de las presunciones utilitaristas son oportunos aquí. El sugiere que las bases para estas suposiciones son claras una vez que observamos que son, simplemente, una norma resultante de la legislación, y así es como Bentham las consideraba. Dada una sociedad ampliamente extensa y razonablemente homogénea, y una legislación enérgica, el único principio que puede guiar a la legislación en profundidad, es el de utilidad. La necesidad de suprimir las diferencias entre la personas, conduce al criterio de considerar a todos de igual modo, y a postulados similares y marginales. Seguramente, los cuerdos para las comparaciones interpersonales han de ser juzgados con el mismo criterio. La doctrina contractual mantiene que, una vez que observamos esto, también nos daremos cuenta de que la idea de medir y sumar el bienestar se abandona en su totalidad. Enfocado desde la perspectiva de la posición original, no forma parte de una concepción factible de la justicia social. En vez de ello, los dos principios de la justicia son preferibles, y mucho más simples de aplicar. Habiendo sopesado los pros y los contras hay razones para elegir el principio de la diferencia, o el segundo principio en su totalidad, en vez del principio de utilidad, incluso en el restringido contexto de una concepción mixta.

El principio de la perfección

A lo largo de estas explicaciones he dicho muy poco acerca del principio de la perfección, pero, habiendo considerado las concepciones mixtas, me gustaría, examinar esta concepción. Hay dos alternativas: en la primera, es el único principio de una teoría teleológica, que dirige a la sociedad a proyectar las instituciones y a definir los derechos y obligaciones de las personas, para maximizar los resultados de la excelencia humana, en el arte, la ciencia y la cultura. El principio, obviamente, está exigiendo el máximo, mientras que el ideal pertinente es desechado. El valor que Nietzsche da algunas veces a la vida de los grandes hombres, como Sócrates y Goethe, es poco usual. En ocasiones dice que la naturaleza humana debe hacer lo posible para producir grandes individuos. Damos valor a nuestras vidas, trabajando en favor de los ejemplares superiores. La concepción más moderna sobre la excelencia humana, que se encuentra en Aristóteles, es más común.

La doctrina que prevalece es aquella en que se acepta un principio de perfección como un modelo entre varios en una teoría intuicionista. El principio ha de ser examinado con los demás, a través de la intuición. El que esta concepción sea perfeccionista, depende del valor dado a las demandas de riqueza y cultura. Si, por ejemplo, se mantiene que los resultados obtenidos por los griegos en la filosofía, la ciencia y el arte, justificaban por sí mismos la antigua práctica fuese necesaria para obtener esos resultados), seguramente la concepción es altamente perfeccionista. La necesidad de perfección anula la exigencia de libertad. Por otro lado, podemos usar este criterio, simplemente, para limitar la redistribución de riqueza y de renta, bajo un régimen constitucional. En este caso sirve como equilibrio para las ideas igualitarias. Así puede decirse, que la distribución debería ser más justa, si ello es esencial para afrontar las necesidades básicas de los menos favorecidos, y sólo disminuye los placeres y goces de los que están mejor situados. Pero la mayor felicidad de los menos afortunados, no justifica, en general, el restringir los gastos necesarios para preservar los valores culturales. Estas formas de vida tienen un valor intrínseco superior al de los placeres menores que estos últimos disfrutan. En condiciones normales, debe mantenerse un cierto mínimo de recursos sociales para conseguir fines de perfección, La única excepción es cuando estas exigencias interfieren con las demandas de necesidades básicas. Así, dadas unas circunstancias mejores, el principio de la perfección adquiere un valor creciente relativo a una mayor satisfacción de deseos. Sin duda, muchos han aceptado un perfeccionismo de esta forma intuicionista, que permite diversas interpretaciones y parece expresar un punto de vista más razonable que la teoría estrictamente perfeccionista.

Antes de considerar por qué ha de rechazar el principio de la perfección, me gustaría comentar la relación entre los principios de la justicia y las dos clases de teorías teleológicas, perfeccionismo y utilitarismo. Podemos definir los principios ideales, como aquellos que no son urgentemente necesarios. Es decir, no consideran como rasgos relevantes únicos la suma total de deseos de satisfacción y el modo en que se distribuye entre las personas. Ahora bien, según esta distinción, los principios de la justicia y el principio de la perfección (cualquiera de los dos) son principios ideales. No se derivan de las exigencias de deseos, y mantiene que la satisfacciones tienen el mismo valor, cuando son igualmente intensas y agradables (éste es el significado de la observación de Bentham de que jugar el crucillo en determinadas circunstancias puede ser tan placentero como la poesía). Como hemos visto, hay un ideal inmerso en los principios de la justicia, y la realización de deseos incompatibles con estos principios no tienen valor. Además, hemos de alentar ciertos rasgos del carácter, especialmente, el sentido de la justicia. Así, la doctrina contractual es similar al perfeccionismo en que toma en cuentas otras cosas, además del balance neto de satisfacción y distribución. De hecho, los principios de la justicia no mencionan la cantidad o la distribución de la riqueza, sino que se refieren únicamente a la distribución de la riqueza, sino que se refieren únicamente a la distribución de libertades y de otros bienes primarios. Al mismo tiempo tratan de definir un ideal de la persona sin invocar un modelo anterior de excelencia humana. Por tanto, el punto de vista contractual ocupa una posición intermedia entre el perfeccionismo y el utilitarismo.

Volviendo al problema de si ha de adoptarse un modelo perfeccionista, hemos de considerar, en primer lugar, la concepción estrictamente perfeccionista, ya que aquí los problemas son obvios. Ahora bien, para tener una idea clara, este criterio debe ofrecer algún medio de clarificar las diferentes clases de resultados y sumar sus valores. Desde luego, puede que esta valoración no sea muy exacta, pero ha de serlo suficientemente como para guiar las decisiones fundamentales, relativas a la estructura básica. Es aquí donde el principio de la perfección ofrece dificultad, ya que, aunque las personas en la posición original no tienen interés en los intereses de los demás, saben que tienen) o deberían tener) ciertos intereses morales y religiosos, y otros fines culturales, que no pueden poner en peligro. Además, se supone que mantienen concepciones diferentes acerca del bien y creen estar autorizados a ejercer sus exigencias sobre los demás para alcanzar sus intereses individuales. Los grupos no comparten una concepción del bien según la que pueda valorarse el goce de sus poderes, o la satisfacción de sus deseos. No tienen un criterio unánime sobre la perfección que pueda usarse como un principio para elegir las instituciones. Reconocer tal principio sería, en efecto, aceptar un principio que pueda conducir a una menor libertad religiosa, o de otra clase, si no a una pérdida de libertad para conseguir muchos de los propios fines espirituales. Si en nivel de riqueza está razonablemente claro, los grupos no tienen medio de saber que sus demandas subsistirán ante la elevada meta social de maximizar la perfección. Así, parece que el único conocimiento que pueden obtener las personas en la posición original, es que todos han de tener la mayor libertad igual, concorde con una libertad similar para los demás. Ellos no pueden arriesgar su libertad, autorizando una regla de valor que defina lo que ha de maximizarse mediante un principio teleológico de la justicia. Este caso es completamente diferente, al de acordar un índice de bienes primarios como base para las comparaciones interpersonales. Este índice juega un papel secundario en cualquier caso, y los bienes primarios son cosas que los hombres generalmente desean para conseguir sus fines, sean los que fueren. El deseo de estos bienes no distingue a una persona de otra, pero el aceptarlos con el propósito de obtener un índice no supone un modelo de riqueza.

Es evidente, por tanto, que el argumento que conduce al principio de igual libertad exige el rechazo del principio de la perfección. Pero, al construir este argumento, no mantengo, que los criterios de riqueza carezcan de una base racional desde el punto de vista de la vida diaria. Hay reglas en las artes y en las ciencias para apreciar los esfuerzos creativos, al menos en los estilos concretos y en las tradiciones del pensamiento. A menudo, está fuera de toda duda que el trabajo de una persona es superior al de otra. Seguramente, la libertad y el bienestar de las personas, cuando se mide por la riqueza de sus actividades, tiene un valor diferente. Esto es verdad, no sólo respecto a los trabajos actuales, sino también respecto a los futuros. Obviamente, pueden hacerse comparaciones de valor intrínseco, y aunque la regla de la perfección no es un principio de la justicia, los juicios de valor tienen un lugar importante en los sucesos humanos. No son necesariamente tan imprecisos que fallen como una base factible para la asignación de derechos. El argumento es que a la vista de sus diferentes aspiraciones, los grupos no tienen razón para adoptar el principio de la perfección, dadas las condiciones de la posición original.

Para llegar a la ética del perfeccionismo, hemos de atribuir a los grupos una aceptación previa de algún deber natural, como el deber de desarrollar personalidades de un cierto carácter y gracia estética, y fomentar la búsqueda de conocimientos y el cultivo de las artes. Por esta presunción alteraría drásticamente la interpretación de la posición original. Aunque la justicia como imparcialidad permite que en una sociedad bien ordenada los valores de la riqueza sean reconocidos, la perfección humana ha de buscarse entre los límites del principio de libre asociación. Las personas se unen para fomentar sus intereses artísticos y culturales, del mismo modo que lo hacen para formar comunidades religiosas. No usan el aparato coercitivo del estado para obtener una libertad mayor, o unas porciones distributivas mayores, sobre la base de que sus actividades tienen mayor valor intrínseco. El perfeccionismo, se rechaza como principio político. Así, los recursos sociales necesarios para proteger las asociaciones dedicadas a fomentar las artes, la cultura y la ciencia en general, han de conseguirse como una justa retribución por los servicios prestados, o por contribuciones voluntarias que los ciudadanos desean hacer, todo ello en un régimen regulado por los dos principios de la justicia.

Por tanto, en la doctrina contractual, la libertad de los ciudadanos no presupone que los fines de personas diferentes tengan el mismo valor intrínseco, ni que su libertad o su bienestar tengan el mismo valor. Sin embargo, se postula que los grupos son personas morales, individuos racionales con un sistema de fines coherentes y capacidad para un sentido de la justicia. Ya que tienen la posibilidades de decisión necesarias, sería supérfluo añadir que los grupos son personas morales iguales. Podemos decir que los hombres tiene la misma dignidad, afirmando con ello que todos satisfacen las condiciones de la personalidad moral expresada por la interpretación de la situación contractual inicial. Y, siendo iguales en este aspecto, han de ser tratados como lo exigen los principios de la justicia. Pero esto no implica que sus actividades y logros tengan el mismo mérito. Pensar así es combinar la noción de personalidad moral con las diferentes perfecciones que entran dentro del concepto de valor.

He apuntado antes, que el que las personas tengan el mismo valor no es necesario para una libertad igual. También ha de tenerse en cuenta que el que tengan el mismo valor tampoco es suficiente. Algunas veces, se dice que la igualdad de derechos básicos se deriva de la capacidad igual de las personas para las formas de vida más elevadas; pero no esta claro por qué esto ha de ser así. Valor intrínseco es una noción que entra en el concepto de valor, y el que la libertad igual o cualquier otro principio sea apropiado, depende de la concepción del derecho. Ahora bien, el criterio de la perfección insiste en que los derechos en la estructura básica, se asigne de modo que maximicen el total de valor intrínseco. Presumiblemente, la configuración de los derechos y las oportunidades disfrutadas por los individuos afectan al grado en que disfrutan sus poderes y excelencias latentes. Pero de esto no se deduce que una distribución igual de libertades básicas sea la mejor solución.

La situación se parece a la del utilitarismo clásico: necesitamos postulados paralelos a los criterios standard. Así, aunque las capacidades latentes de los individuos fuesen similares, a menos que la asignación de derechos esté regida por un principio de valor marginal decreciente (estimado en este caso por los criterios referidos a la riqueza) los derechos iguales no estrían asegurados. Seguramente, a menos que haya amplios recursos, la suma de valor puede incrementarse mediante derechos injustos, y oportunidades que favorecen a unos pocos. El hacer eso no es injusto desde el punto de vista perfeccionista, supuesto que es necesario producir una suma mayor de excelencia humana. Ahora bien, un principio de valor marginal decreciente, es cuestionable, aunque quizá no tanto como el igual valor. No hay razón para suponer, que en general, los derechos y recursos asignados para fomentar y cultivar personas altamente capacitadas, contribuyen cada vez menos a la suma total, más allá de cierto límite en la escala pertinente. Por el contrario, esta contribución puede crecer (o permanecer invariable) indefinidamente. Por tanto, el principio de la perfección ofrece una base poco firme para las libertades iguales y, seguramente, difiere ampliamente del principio de la diferencia. Las presunciones necesarias para la igualdad no parecen factibles. Para encontrar un base firme para la libertad igual, parece que debemos rechazar los principios teleológicos tradicionales, tanto el perfeccionista como el utilitarista.

A lo largo de esta exposición, he hablado del perfeccionismo como un principio de la teoría teleológica. Con esta variación, las dificultades son más evidentes. Las formas intuicionistas son más plausibles y, cuando las exigencias de perfección se valoran moderadamente, no es fácil rebatir estos argumentos. La discrepancia de los dos principios de la justicia es mucho menor. No obstante, se plantean problemas similares, ya que cada principio de un enfoque intuicionista ha de ser elegido, y aunque las consecuencias no son tan amplias en este caso, no hay, como antes, una base para reconocer un principio de la perfección como modelo de justicia social. Además los criterios de excelencia son imprecisos como principlos políticos, y su aplicación A los problemas públicos, está sujeta a ser complicada e idiosincrásica, aunque se utilicen de un modo razonable, y se aceptan tanto por la tradición como por las comunidades de pensamiento. Es por esta razón, entre otras, por lo que la justicia como imparcialidad nos exige que mostremos qué conductas interfieren con las libertades básicas de los demás, o violan una obligación o deber natural, antes de que puedan ser reprimidas. Es en esta conclusión, donde fallan los argumentos que suponen que las personas tratan de recurrir a los criterios perfeccionista de un modo ad hoc, cuando se dice, por ejemplo, que ciertas clases de relaciones sexuales son degradantes y vergonzosas, y deberían ser prohibidas sobre esta base en beneficio de los individuos en cuestión, independientemente de sus deseos, se debe a menudo a que no pueden obtenerse condiciones razonables en términos de los principios de la justicia. En lugar de ello volvemos a las nociones de excelencia. Pero, en estos casos, estamos influenciados por sutiles preferencias estéticas y sentimientos personales de convivencia, y por diferencias personales de clase y de grupo, a menudo profundas e irreconciliables. Ya que estas imprecisiones afectan a los criterios perfeccionistas y ponen en peligro la libertad individual, parece mejor basarnos en los principios de la justicia, que tiene una estructura más definida. Así, aun en su forma intuicionista, se rechazaría el perfeccionismo por no definir una base factible de la justicia social.

Eventualmente, hemos de comprobar si las consecuencias de no utilizar un modelo de perfección son aceptables, ya que a primera vista parece que la justicia como imparcialidad no permite un alcance suficiente a las consideraciones ideales. Llegados a este punto, sólo puedo apuntar, que los fondos públicos para las artes y las ciencias pueden extraerse de la función de cambio (S 43). En este caso, no hay restricciones sobre las razones que pueden tener los ciudadano para imponerse así mismos los impuestos exigidos. Pueden trasladar los méritos de estos bienes públicos a los principios perfeccionistas, ya que la maquinaria coercitiva del Estado se usa en este caso sólo para salvar los problemas del aislamiento y seguridad y nadie sufre la carga impositiva sin su consentimiento. El criterio de excelencia, no sirve aquí como principio político, y por tanto, si desea una sociedad bien ordenada, puede dedicar una fracción proporcionada de sus recursos a gastos de esta clase. Pero, mientras que las demandas de cultura pueden afrontarse de este modo, los principios de la justicia no permiten subvencionar universidades e institutos, u óperas y teatros, sobre las bases de que estas insti
tuciones son intrínsecamente valiosas y que, aquellos que las componen, han de ser ayudados incluso a expensas de otros que no reciben beneficios compensadores. La tributación con estos fines sólo puede justificarse si promueve directamente o indirectamente las condiciones sociales que aseguran las libertades iguales y fomentan de modo adecuado los intereses de los menos aventajados. Esto parece autorizar esos subsidios, cuya justicia no está en discusión y, por tanto, en estos casos no hay una necesidad evidente de un principio de perfección.

Con estas observaciones concluyo la discusión acerca de cómo se aplican los principios de la justicia a las instituciones. Hay, por supuesto, otras cuestiones que deberían ser consideradas. Otras formas de perfeccionismo son posibles, y cada problema ha sido examinado brevemente. Debería destacar que mi única intención es indicar que la doctrina contractual puede servir como una concepción moral alternativa. Cuando comprobamos sus consecuencias en las instituciones, observamos que parecen concordar con nuestras convicciones de sentido común más exactamente que sus rivales tradicionales y se extiende a otras cuestiones no resueltas de un modo razonable.

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