Principios de Econom�a Pol�tica

Carl Menger

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CAPITULO  I I I

LA TEOR�A DEL VALOR

� 1.�SOBRE LA ESENCIA Y EL ORIGEN DEL VALOR DE LOS BIENES

Cuando la necesidad de un bien, dentro del espacio temporal a que se extiende la actividad previsora humana, es mayor que la cantidad de dicho bien dentro de este espacio de tiempo, los hombres se esfuerzan por satisfacer sus necesidades de la forma m�s completa que les es posible en la situaci�n dada. Y precisamente de este esfuerzo en torno al bien en cuesti�n surge el impulso hacia la actividad descrita en p�ginas precedentes y que hemos designado como su econom�a. Ahora bien, el conocimiento de la anterior relaci�n promueve la aparici�n de otro fen�meno, cuya m�s exacta comprensi�n tiene una decisiva importancia para nuestra ciencia. Nos referimos al valor de los bienes.

 Cuando, efectivamente, la necesidad de un bien es mayor que la cantidad disponible del mismo, se comprueba al mismo tiempo que, puesto que una parte de las correspondientes necesidades ha de quedar irremediablemente insatisfecha, no se puede disminuir ninguna cantidad parcial de cierta importancia pr�ctica sin que, al hacerlo, deje ya de satisfacerse, o no se satisfaga por completo, una necesidad que quedaba cubierta antes de que se produjera la citada eventualidad. En todos los bienes que se hallan en la relaci�n cuantitativa descrita, la satisfacci�n de una determinada necesidad humana depende, pues, de que se disponga o no de una cantidad concreta y pr�cticamente significativa de aquellos bienes. Si los sujetos econ�micos adquieren conciencia de esta situaci�n, es decir, si conocen que la posibilidad de satisfacer una necesidad depende con mayor o menor plenitud de la disposici�n sobre una cantidad parcial de los bienes de que estamos hablando o respectivamente de la relaci�n cuantitativa concreta en que se encuentran estos bienes, entonces tales bienes adquieren para estos hombres aquella significaci�n que llamamos valor. Por consiguiente, valor es la significaci�n que unos concretos bienes o cantidades parciales de bienes adquieren para nosotros, cuando somos conscientes de que dependemos de ellos para la satisfacci�n de nuestras necesidades [1].

Por tanto, aquel fen�meno vital que llamamos valor de los bienes brota de la misma fuente que el car�cter econ�mico de estos �ltimos, es decir, de la antes descrita relaci�n entre necesidad y masa de bienes disponible [2]. La diferencia entre ambos fen�menos radica en que el conocimiento de aquella relaci�n cuantitativa impulsa por un lado nuestra actividad previsora y, con ello, los bienes que se hallan en esta relaci�n se convierten en objetos de nuestra econom�a, es decir, en bienes econ�micos. Por otro lado, este conocimiento nos lleva a la conciencia de la significaci�n que tiene para nuestra vida o, respectivamente, para nuestro bienestar, el poder disponer de cada cantidad parcial concreta [3] de la masa de bienes que poseemos. De este modo, los bienes que se encuentran en la relaci�n antedicha adquieren valor para nosotros [4].

 La relaci�n que fundamenta el car�cter no econ�mico de los bienes consiste en que la necesidad de estos bienes es menor que la cantidad disponible de los mismos. Hay, pues, siempre cantidades parciales de bienes no econ�micos frente a los cuales no existe ninguna necesidad humana que deba satisfacerse y que pueden, por tanto, perder su cualidad de bienes sin que por ello quede amenazada la satisfacci�n de necesidades humanas. As� pues, esta satisfacci�n no depende de nuestra disposici�n sobre bienes concretos desprovistos de car�cter econ�mico; de donde se desprende que aquellas cantidades concretas inmersas en esta relaci�n, es decir, en la relaci�n de bienes no econ�micos, tampoco tienen valor para nosotros.

Si el hombre que habita en una selva dispone de varios cientos de miles de troncos de �rboles, mientras que s�lo necesita veinte, por ejemplo, para satisfacer plenamente sus necesidades de madera o le�a, es evidente que no sentir� la m�s m�nima preocupaci�n si el fuego destruye unos cuantos miles de troncos, ya que con los restantes puede cubrir sus necesidades tan perfectamente como antes del incendio. En esta situaci�n, la satisfacci�n de sus necesidades no depende de unos troncos concretos y, por tanto, no tienen para este hombre ning�n valor. Pero si, en esta misma selva, hay tan s�lo diez �rboles frutales a disposici�n del mencionado habitante y si suponemos que la cantidad de fruta de estos �rboles no es mayor que la necesidad que tiene de este bien, entonces no podr�a perderse ninguno de los �rboles sin que, como consecuencia de esta circunstancia, se viera condenado a pasar hambre o al menos a no poder satisfacer su necesidad de estos frutos tan completamente como antes. Por tanto, en esta segunda hip�tesis cada uno de los frutales tiene su propio valor.

Si los habitantes de una aldea necesitan mil c�ntaros diarios de agua para satisfacer sus necesidades, y disponen de un arroyo cuyo caudal se eleva a cien mil c�ntaros por d�a, para estos habitantes una cantidad parcial concreta de agua, por ejemplo, un c�ntaro, no tendr�a para aquellos habitantes ning�n valor, porque aunque se les prive de esta cantidad o �sta pierda su calidad de bien, pueden seguir satisfaciendo plenamente sus necesidades. De hecho, estos aldeanos dejan que diariamente se pierdan en el mar muchos miles de c�ntaros de agua, sin que su satisfacci�n de esta necesidad sufra el menor menoscabo. Mientras se mantenga la relaci�n que fundamenta el car�cter no econ�mico del agua, la satisfacci�n de sus necesidades no depende de un c�ntaro hasta el punto de que si no dispusieran de �l no podr�an satisfacerla y �sta es la raz�n por la que esta cantidad de agua no tiene para ellos ning�n valor.

Pero si, a consecuencia de una extraordinaria sequ�a, o de cualquier otro accidente de la naturaleza, el caudal del arroyo se redujera a 500 c�ntaros diarios y los habitantes de la aldea de nuestro ejemplo no pueden acudir a otras fuentes, de tal modo que la cantidad total de agua de que ahora disponen no basta para la plena satisfacci�n de sus necesidades, es evidente que no permitir�n que se perdieran cantidades de alguna importancia pr�ctica del total de que a�n disponen, por ejemplo, de un solo c�ntaro, pues en caso contrario se ver�a menoscabada alguna parte de la satisfacci�n de sus necesidades. As�, pues, en la nueva situaci�n cada una de las porciones concretas de la cantidad total disponible tendr�a valor para ellos.

Se advierte, por tanto, que los bienes no econ�micos no solo tienen, como se ha admitido hasta ahora, ning�n valor de intercambio, sino que en realidad no tienen ning�n tipo de valor y, por tanto, tampoco valor de uso. M�s adelante �y una vez hayamos adquirido algunos presupuestos cient�ficos� intentaremos exponer la relaci�n existente entre el valor de uso y el valor de intercambio. Baste aqu� con advertir, provisionalmente, que tanto el valor de intercambio como el de uso est�n subordinados al concepto general de valor, es decir, que se trata de dos conceptos coordinados entre s� y que, por consiguiente, todo cuanto hemos venido diciendo sobre el valor en general es aplicable tambi�n tanto al valor de uso como al de intercambio.

 Si, pues, un gran n�mero de economistas pol�ticos admite que los bienes no econ�micos no tienen valor de intercambio, pero s� valor de uso, e incluso algunos economistas ingleses y franceses contempor�neos destierran de nuestra ciencia el concepto de valor de uso y proponen sustituirlo por el concepto de utilidad, esta actitud se basa en el desconocimiento de la importante diferencia entre los dos conceptos antes mencionados y los fen�menos vitales sobre los que se fundamenta.

 Utilidad es la capacidad que tiene una cosa de servir para satisfacer las necesidades humanas y, por consiguiente (en el caso de la utilidad conocida), un presupuesto general de la cualidad de los bienes. Tambi�n los bienes no econ�micos son �tiles, en cuanto que tienen tanta capacidad como los econ�micos para la satisfacci�n de nuestra necesidad. Esta capacidad debe ser reconocida por los hombres, pues en caso contrario tampoco podr�an adquirir la cualidad de bienes. Lo que distingue a un bien no econ�mico de otro econ�mico, esto es, de otro que se halla inserto en la relaci�n cuantitativa sobre la que se fundamenta el car�cter econ�mico, es la circunstancia de que la satisfacci�n de las necesidades humanas no depende de la disposici�n sobre unas cantidades concretas del primero, y s�, en cambio, de cantidades concretas del segundo tipo. Por consiguiente, aunque los primeros tienen, desde luego, utilidad para nosotros, s�lo los segundos tienen adem�s de utilidad aquella significaci�n que hemos llamado valor.

 Ciertamente, el error del que parte la confusi�n entre utilidad y valor de uso no tiene ninguna influencia sobre la actividad pr�ctica humana. En condiciones normales, el agente econ�mico no concede ning�n valor a un pie c�bico de aire, o a un c�ntaro de agua en regiones de abundantes manantiales. El hombre pr�ctico sabe distinguir perfectamente entre la capacidad de une cosa para satisfacer sus necesidades y el valor de esta cosa. Pero el mencionado error es, en todo caso, un duro impedimento para la formaci�n de la teor�a general de nuestra ciencia [5].

 La circunstancia de que un bien tenga valor para nosotros radica en que, como hemos visto, disponer del mismo significa que podemos satisfacer unas necesidades que, sin dicha disposici�n, no quedar�an cubiertas. Aunque nuestras necesidades pueden depender en parte, al menos en su origen, de nuestra voluntad o de nuestros h�bitos, una vez que se hacen presentes ya no es arbitrario el valor que tienen para nosotros los bienes que pueden satisfacerlas, sino que es la inevitable consecuencia del conocimiento de la significaci�n que tienen para nuestra vida o nuestro bienestar. Ser�a, pues, in�til que nos esforz�ramos en considerar como sin valor un bien del que tenemos conciencia que su posesi�n es imprescindible para satisfacer nuestras necesidades. En vano intentar�amos, por el lado contrario, adscribir valor a los bienes de que tenemos conciencia que no son necesarios para dicha satisfacci�n. El valor de los bienes no es, por tanto, arbitrario, sino siempre la secuencia necesaria del conocimiento que tiene el hombre de que la conservaci�n de su vida y su bienestar dependen de su disposici�n sobre un bien o una cantidad de bienes o de una parte al menos, por m�nima que sea, de los mismos.

Por lo que hace a este conocimiento, es evidente que los hombres pueden equivocarse al calcular el valor de unos bienes, lo mismo que se dan errores en todos los objetos del conocimiento humano y que pueden, por tanto, atribuir valor a cosas que en realidad no lo tienen dentro de unas concretas circunstancias econ�micas. Pueden, por tanto, opinar err�neamente que la satisfacci�n m�s o menos completa de una necesidad depende de un bien o de una cantidad de bienes, cuando de hecho no existe tal relaci�n. Nos enfrentamos entonces con el fen�meno de un valor imaginado.

El valor de los bienes se fundamenta en la relaci�n de los bienes con nuestras necesidades, no en los bienes mismos. Seg�n var�en las circunstancias, puede modificarse tambi�n, aparecer o desaparecer el valor. Para los habitantes de un oasis, que disponen de un manantial que cubre completamente sus necesidades de agua, una cantidad de la misma no tiene ning�n valor a pie de manantial. Pero si, a consecuencia de un terremoto, el manantial disminuye de pronto su caudal, hasta el punto de que ya no pueden satisfacerse plenamente las necesidades de los habitantes del oasis y la satisfacci�n de una necesidad concreta depende de la disposici�n sobre una determinada cantidad, esta �ltima adquirir�a inmediatamente valor para cada uno de los habitantes. Ahora bien, este valor desaparecer�a apenas se restableciera la antigua situaci�n y la fuente volviera a manar la misma cantidad que antes. Lo mismo ocurrir�a en el caso de que el n�mero de habitantes del oasis se multiplican de tal forma que ya la cantidad de agua no bastara para satisfacer la necesidad de todos ellos. Este cambio, debido a la multiplicaci�n del n�mero de consumidores, podr�a incluso producirse con una cierta regularidad, por ejemplo, cuando numerosas caravanas hacen su acampada en este lugar.

As� pues, el valor no es algo inherente a los bienes, no es una cualidad intr�nseca de los mismos, ni menos a�n una cosa aut�noma, independiente, asentada en s� misma. Es un juicio que se hacen los agentes econ�micos sobre la significaci�n que tienen los bienes de que disponen para la conservaci�n de su vida y de su bienestar y, por ende, no existe fuera del �mbito de su conciencia. Y as�, es completamente err�neo llamar �valor� a un bien que tiene valor para los sujetos econ�micos, o hablar, como hacen los economistas pol�ticos, de �valores�, como si se tratara de cosas reales e independientes, objetivando as� el concepto. Lo �nico objetivo son las cosas o, respectivamente, las cantidades de cosas, y su valor es algo esencialmente distinto de ellas, es un juicio que se forman los hombres sobre la significaci�n que tiene la posesi�n de las mismas para la conservaci�n de su vida o, respectivamente, de su bienestar. La objetivaci�n del valor de los bienes, que es por su propia naturaleza totalmente subjetivo, ha contribuido en gran manera a crear mucha confusi�n en torno a los fundamentos de nuestra ciencia.

 

� 2.�LA MEDIDA M�S PRIMORDIAL DEL VALOR DE LOS BIENES

Hasta ahora hemos venido considerando la naturaleza y las causas �ltimas del valor, as� como los factores comunes a todos los valores. Aparece ahora ante nuestras miradas el hecho de que el valor de cada uno de los bienes es una magnitud muy diferente, que no pocas veces cambia incluso respecto de un mismo bien. La investigaci�n de las causas de esta diferencia del valor de los bienes y la medida de los mismos constituye el objeto de la presente secci�n. El camino a seguir para este an�lisis viene determinado por la siguiente consideraci�n.

Los bienes de que disponemos no tienen valor para nosotros en raz�n de s� mismos. Hemos visto, por el contrario, que lo �nico que importa es su capacidad para satisfacer nuestras necesidades, porque de esto dependen nuestra vida y nuestro bienestar. Hemos dicho tambi�n que los hombres trasladan esta significaci�n a aquellos bienes sin cuya disposici�n no podr�an cubrir sus necesidades, es decir, la trasladan a los bienes econ�micos. Por consiguiente, respecto de todo valor de los bienes, lo �nico que nos sale al paso es la significaci�n que nosotros damos a la satisfacci�n de nuestras necesidades, es decir, a nuestra vida y nuestro bienestar. Una vez, pues, exhaustivamente descrita la naturaleza del valor de los bienes y establecido que, en definitiva, para nosotros s�lo tiene importancia satisfacci�n de nuestras necesidades y que todo valor no es sino una traslaci�n de esta significaci�n a los bienes econ�micos, se deduce claramente que la diferencia de la magnitud del valor de cada bien concreto se fundamenta �tal como podemos observarlo en nuestras propias vidas- en la diferencia de la magnitud de la significaci�n que tienen para nosotros aquellas necesidades cuya satisfacci�n depende de aquel bien. Para reducir a sus �ltimas causas la diferencia de la magnitud del valor de cada uno de los bienes �tal como nos lo ense�a nuestra propia experiencia� debemos enfrentarnos con una doble tarea. Debemos investigar:

Primero: �Hasta qu� punto es diferente la importancia que tiene para los hombres la satisfacci�n de unas necesidades concretas? (factor o elemento subjetivo), y

Segundo: �Qu� satisfacciones de necesidades concretas dependen, en cada caso dado, de la disposici�n sobre un bien determinado? (elemento objetivo).

 Si en el curso de nuestra investigaci�n se descubre que la satisfacci�n de cada una de las necesidades concretas tiene para los hombres una diferente significaci�n y, adem�s, que de nuestra disposici�n sobre cada uno de los bienes econ�micos dependen satisfacciones de muy diversa significaci�n, queda al mismo tiempo solucionado el anterior problema, es decir, queda explicado por sus �ltimas causas aquel fen�meno de la vida econ�mica cuya soluci�n nos hemos propuesto como punto capital de este an�lisis. Es decir, queda explicada la raz�n de la diferencia de magnitud del valor de los bienes.

 Con la respuesta al problema de las causas �ltimas de la diferencia de valor de los bienes queda al mismo tiempo solucionado el problema de c�mo y por qu� est� tambi�n sujeto a cambios el valor de los bienes concretos. Todo cambio no es otra cosa sino una diferencia en el tiempo. Con el conocimiento de las causas �ltimas de la diferencia de una categor�a de magnitudes se da tambi�n a la vez una comprensi�n m�s profunda del cambio de las mismas.

a) Diferencias de la magnitud de la significaci�n de cada una de las satisfacciones de necesidades (elemento subjetivo)

 Por lo que hace, en primer t�rmino, a la diferencia de la significaci�n que tiene para nosotros la satisfacci�n de cada una de nuestras necesidades, es un hecho de la m�s com�n experiencia que los hombres suelen atribuir la m�xima importancia a la satisfacci�n de aquellas necesidades de las que depende la conservaci�n de su vida y que la medida de la significaci�n de las restantes satisfacciones responde al grado (duraci�n e intensidad) del bienestar que se alcanza con ellas. Cuando los sujetos econ�micos se encuentran en una situaci�n en la que deben elegir entre la satisfacci�n de una necesidad de la que depende la conservaci�n de su vida y otra de la que �nicamente depende un mayor o menor bienestar, suelen inclinarse por la primera. De igual modo, respecto de las necesidades del segundo tipo, eligen aquellas de las que depende un mayor grado de bienestar, es decir, aquellas que, a igual intensidad, tienen una mayor duraci�n o, a igual duraci�n, un grado m�s intenso de bienestar y no lo contrario.

 La conservaci�n de la vida depende de la satisfacci�n de nuestra necesidad de alimentos y, en climas fr�os, tambi�n del vestido para nuestro cuerpo, y de la vivienda, mientras que de la posesi�n, por ejemplo, de una carroza o de un tablero de ajedrez s�lo depende un grado mayor de bienestar. De acuerdo con ello, podemos observar que los hombres temen mucho m�s la carencia de alimentos, vestidos y vivienda que la falta de una carroza, de un tablero de ajedrez o cosas semejantes. En consecuencia, atribuyen a la seguridad de la satisfacci�n de las primeras necesidades una importancia incomparablemente superior que la que prestan a la satisfacci�n de las mencionadas en segundo lugar, ya que de �stas s�lo depende un placer pasajero, o una mayor comodidad o, en general, un grado m�s elevado de bienestar. Pero tambi�n dentro de estas �ltimas satisfacciones son desiguales las significaciones. La conservaci�n de nuestra vida no depende ni de un c�modo lugar para pasar la noche ni de un tablero de ajedrez, pero la utilizaci�n de estos bienes contribuye �aunque en muy diverso grado� al mantenimiento y elevaci�n de nuestro bienestar. Precisamente por ello est� fuera de toda duda que cuando los hombres tienen que elegir entre privarse de la utilizaci�n de un c�modo lugar para pasar la noche o de un tablero de ajedrez, prescinden mucho m�s f�cilmente del segundo que no del primero.

 Vemos, pues, que para los hombres tiene muy diversa significaci�n la satisfacci�n de sus diversas y concretas necesidades ya que algunas son de suma importancia para la conservaci�n de sus vidas, otras elevan en grado considerable su nivel de bienestar y finalmente otras lo elevan en menor medida, hasta llegar finalmente a las que s�lo aportan un peque�o y breve placer. Un cuidadoso an�lisis de los fen�menos de la vida nos revela que la diferente significaci�n de cada una de las satisfacciones de necesidades puede darse no s�lo respecto de la satisfacci�n de las diversas necesidades consideradas en su conjunto, sino tambi�n respecto de la satisfacci�n m�s o menos completa de las mismas.

 Nuestra vida depende, en t�rminos generales, de la satisfacci�n de nuestra necesidad de alimentos. Pero ser�a craso error pretender calificar a todos los alimentos que los hombres suelen consumir como absolutamente necesarios para la conservaci�n de su vida, o de su salud, esto es, de su prolongado bienestar. Todo el mundo sabe cu�n f�cil es prescindir de una de las comidas habituales, sin que esto entra�e riesgo alguno para la vida o la salud. M�s a�n, la experiencia ense�a que la cantidad de alimentos absolutamente necesaria para conservar la vida es s�lo una peque�a parte de lo que de ordinario consumen las personas pudientes. No pocas veces se ingieren m�s alimentos y bebidas de los que ser�an aconsejables para su salud. As� pues, los hombres toman alimentos primero para conservar su vida, luego a�aden otras cantidades para conservar su salud, porque una alimentaci�n demasiado escasa, reducida a la simple conservaci�n de la vida, est� acompa�ada, tal como la experiencia ense�a, de trastornos de nuestro organismo; finalmente, tras haber tomado las cantidades necesarias para la conservaci�n de la vida y de la salud, consumen otras por mero placer.

 A tenor de ello es tambi�n muy diferente la significaci�n que tienen para los hombres los actos concretos y aislados con que satisfacen su necesidad de alimentos. La satisfacci�n de esta necesidad hasta aquel punto en el que queda del todo asegurada la vida tiene para cada uno de los seres humanos la plena significaci�n de una cosa vital. El subsiguiente consumo adquiere la significaci�n de la conservaci�n de la salud, es decir, de su prolongado y permanente bienestar. El consumo ulterior ya s�lo tiene�como ense�a la experiencia� la significaci�n del disfrute de un placer cada vez menos importante, hasta que llegamos finalmente al estadio en el que el consumo se mueve dentro de unos l�mites, en los que la satisfacci�n de la necesidad de alimentos es ya tan completa que toda nueva consumici�n no contribuye ni a la conservaci�n de la vida, ni de la salud, y ni siquiera garantiza al consumidor un placer, sino que comienza a serle indiferente, y hasta penoso, e incluso puede llegar a constituir una amenaza para su salud y su propia vida.

Similares observaciones podemos hacer respecto de la satisfacci�n m�s o menos completa de cualquier otra necesidad humana. En los climas fr�os es de todo punto necesaria una vivienda o al menos un lugar para dormir protegido contra los rigores del invierno; y para conservar la salud es tambi�n necesario que la vivienda est� dotada de ciertas comodidades. Aparte esto, suelen los hombres, en la medida en que sus medios se lo permiten, a�adir otros espacios destinados �nicamente al placer o la comodidad (salones para recibir, salas de fiestas, salones de juego y recreo, pabellones y palacios para la caza, y cosas similares). No resulta, pues, dif�cil advertir que tambi�n en el �mbito de la satisfacci�n de la necesidad de vivienda es muy diferente la significaci�n que tiene para los hombres cada uno de los actos concretos destinados a esta satisfacci�n. Nuestra vida depende hasta un cierto punto de la satisfacci�n de esta necesidad; de una satisfacci�n m�s completa de la misma depende nuestra salud; una satisfacci�n todav�a m�s elevada aporta un placer mayor o menor, seg�n los casos, hasta que finalmente, y respecto de cada persona, puede imaginarse un punto a partir del cual toda ulterior utilizaci�n de las habitaciones de que dispone le resulta indiferente o incluso fastidiosa.

Podr�amos, pues, hacer, respecto de la mayor o menor plenitud del grado de satisfacci�n de una misma necesidad, una observaci�n similar a la ya hecha a prop�sito de las diversas necesidades humanas. Hemos visto efectivamente, que para los hombres reviste muy desigual importancia la satisfacci�n de sus diversas necesidades y que esta significaci�n depende a su vez, de la importancia que tienen, desde las que son necesarias para la conservaci�n de nuestra vida, hasta aquellas otras, en escal�n descendiente, que s�lo contribuyen a proporcionar un peque�o y fugitivo placer. Ahora vemos, adem�s, que la satisfacci�n de una necesidad concreta tiene en un punto determinado de su plenitud, una significaci�n relativa m�xima y que toda satisfacci�n que desborde este punto va teniendo una importancia cada vez menor, hasta llegar a un estadio en el que una satisfacci�n a�n m�s plena de la necesidad correspondiente puede llegar a ser indiferente y, finalmente, todo nuevo acto, aun revistiendo el aspecto exterior de satisfacer una necesidad, no s�lo no tiene ya para los hombres ninguna importancia, sino que les hast�a y les causa tormento.

Para facilitar la comprensi�n de las siguientes y dif�ciles investigaciones, vamos a intentar dar una expresi�n num�rica a las distintas magnitudes de que hemos venido hablando. Se�alaremos con un 10 la importancia de la satisfacci�n de aquellas necesidades de que depende nuestra vida y luego, en numeraci�n decreciente, con un 9, un 8, un 7, un 6 y as� sucesivamente, las siguientes necesidades. Obtendremos una escala de significaciones de las distintas satisfacciones de necesidades que comienza con el 10 y termina con el 1.

Asignemos tambi�n a la significaci�n de cada uno de los actos con que se satisface una necesidad un valor num�rico, decreciente a medida que dicha necesidad se va ya satisfaciendo. Tenemos as� para cada una de las necesidades de cuya satisfacci�n depende hasta cierto punto nuestra vida, un valor que est� en relaci�n decreciente con el grado de plenitud de la satisfacci�n conseguida y del bienestar inherente a dicha satisfacci�n. Resulta entonces una escala que empieza en 10 y termina en 0. Para aquella satisfacci�n cuya significaci�n suprema es 9, se obtiene una escala que empieza con 9 y termina tambi�n en 0, y as� sucesivamente.

Las diez escalas que se derivan del anterior planteamiento pueden plasmarse de la siguiente manera:

I II III IV V VI VII VIII IX X
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
9 8 7 6 5 4 3 2 1 0
8 7 6 5 4 3 2 1 0  
7 6 5 4 3 2 1 0    
6 5 4 3 2 1 0      
5 4 3 2 1 0        
4 3 2 1 0          
3 2 1 0            
2 1 0              
1 0                
0                  

Supongamos que la escala I expresa la significaci�n de la satisfacci�n de la necesidad de alimentos, en grado descendente a medida que se va satisfaciendo dicha necesidad, y que la escala V representa la significaci�n de la satisfacci�n del placer de fumar de una persona. Es claro que la satisfacci�n de la necesidad de tomar alimentos tiene, hasta que no alcanza un determinado grado de plenitud, una significaci�n decididamente m�s elevada para cualquier individuo que la satisfacci�n de la necesidad de fumar. Pero cuando la necesidad de alimentos ha sido ya satisfecha hasta un cierto punto, de tal modo que una ulterior satisfacci�n s�lo tiene ya para aquel individuo la significaci�n que hemos se�alado con la cifra 6, entonces el disfrute del tabaco empieza a adquirir ya para �l la misma importancia que la ulterior satisfacci�n de la necesidad de alimentos. Por consiguiente, a partir de este punto se esforzar� por satisfacer su necesidad de tabaco con el mismo empe�o que la de satisfacer su necesidad de alimentos. Aunque evidentemente, y en t�rminos generales, la significaci�n de esta �ltima necesidad es, para nuestro individuo, mucho mayor que la satisfacci�n de la de tabaco, con todo, tras la continuada satisfacci�n de la necesidad de alimentarse se inicia �tal como expresa pl�sticamente nuestra escala num�rica� un estadio en el que los siguientes actos de dicha satisfacci�n tiene una menor significaci�n que los primeros actos de satisfacci�n �mucho menos importante en t�rminos generales, pero no plenamente satisfecha� de la necesidad de fumar.

 Creemos haber explicado con suficiente claridad, mediante este ejemplo tomado de la vida ordinaria, el sentido de las cifras antes dadas, con la �nica intenci�n de facilitar la visi�n de un campo de la psicolog�a tan dif�cil como poco elaborado hasta ahora.

 La diferente significaci�n que tiene para el hombre la satisfacci�n de las concretas necesidades no es en modo alguno ajena a la conciencia de los agentes econ�micos, a pesar de que hasta ahora el fen�meno que hemos analizado ha despertado poco la atenci�n de los investigadores. Doquiera los hombres vivan, y sea cual fuere el nivel de su evoluci�n cultural, podemos observar en todas partes c�mo los agentes econ�micos contrapesan cuidadosamente la importancia relativa de todos y cada uno de los actos concretos que llevan a la satisfacci�n de sus diferentes necesidades en general y a la satisfacci�n m�s o menos completa de las necesidades de cada individuo y c�mo gu�an hasta donde les es posible la actividad encaminada a la plena satisfacci�n de sus necesidades (econom�a) por los resultados de esta comprobaci�n. M�s a�n, esta ponderaci�n de la diferente importancia de las necesidades, la elecci�n entre aquellas que permanecen insatisfechas y aquellas otras que, a tenor de los medios disponibles, pueden satisfacerse, y la determinaci�n del grado en que estas �ltimas pueden llegar a la satisfacci�n, forma aquella parte de la actividad econ�mica humana que llena sus esp�ritus m�s que ninguna otra, que ejerce un sin igual influjo en sus esfuerzos econ�micos y es casi interrumpidamente practicada por todo sujeto econ�mico. El conocimiento de la distinta significaci�n que tiene para los hombres la satisfacci�n de las diversas necesidades y cada uno de los actos concretos de la misma es la primera causa de la diferencia del valor de los bienes.

b) Dependencia entre unas determinadas satisfacciones de necesidades y unos bienes concretos (elemento objetivo).

Si pasa la satisfacci�n de cada una de las necesidades concretas de los hombres s�lo se dispusiera de un bien y este bien s�lo estuviera capacitado para cubrir dicha necesidad, de tal modo que por un lado no se alcanzar�a esta satisfacci�n si no se pudiera disponer de este bien determinado y, por el otro, este bien s�lo tuviera capacidad para satisfacer esta necesidad concreta y ninguna otra, entonces ser�a muy f�cil determinar el valor de un bien de estas caracter�sticas. Equivaldr�a, en efecto, a la importancia que la satisfacci�n de dicha necesidad tiene para nosotros. Es claro, en este caso, que en la medida en que para la satisfacci�n de una necesidad dependemos de nuestra disposici�n sobre un bien determinado, de modo que esta satisfacci�n no puede lograrse si no disponemos del citado bien y, al mismo tiempo, este bien no tiene ninguna otra aplicaci�n pr�ctica que no sea la de la satisfacci�n de aquella necesidad, entonces puede alcanzar la plena significaci�n �pero s�lo esto� que corresponde a la satisfacci�n de la necesidad de que hablamos. Seg�n sea, pues, mayor o menor la significaci�n que la satisfacci�n de dicha necesidad tenga para nosotros, ser� tambi�n mayor o menor el valor del bien correspondiente. Si, por ejemplo, un individuo miope es arrojado por una tempestad a una isla desierta y, entre los bienes que ha logrado salvar, hay unas gafas que remedian su miop�a, pero no tiene otras de repuesto, es indudable que tienen para �l la plena significaci�n que nuestro individuo atribuya a la capacidad de ver bien, pero nada m�s, ya que las gafas s�lo sirven para la satisfacci�n de esta concreta y expresa necesidad.

Ahora bien, en la vida normal la relaci�n entre los bienes disponibles y nuestras necesidades es, de ordinario, mucho m�s complicada. Para empezar: no se trata de necesidades concretas, sino de un conjunto de necesidades; no de un bien concreto, sino de una cantidad de bienes, de modo que unas veces es grande y otras peque�o el n�mero de satisfacciones de necesidades de muy diversa significaci�n entre s� que dependen de nuestra disposici�n sobre una cantidad de bienes. Adem�s, cada uno de estos bienes tiene la capacidad de llevar a la satisfacci�n de necesidades de diversa importancia, tal como se acaba de indicar.

Un campesino aislado dispone, tras una abundante cosecha, de doscientos celemines de grano. Una parte de esta cantidad sirve para el mantenimiento de su vida y la de su familia hasta la pr�xima cosecha; otra parte para la conservaci�n de la salud, un tercera porci�n le asegura la semilla necesaria para la siembra siguiente; una cuarta puede emplearla en la fabricaci�n de cerveza, alcohol y otros fines placenteros, y una quinta para el engorde de su ganado. Y a�n le sobran algunos celemines, que no puede emplear en la satisfacci�n de otras necesidades importantes y que destina, por consiguiente, al alimento de animales de recreo, con objeto de sacar alg�n provecho del grano.

Hay, pues, satisfacciones de necesidades de la m�xima importancia, respecto de las cuales el campesino depende del grano que tiene en su poder. Con �l asegura, en primer lugar, su vida y la de su familia; luego su salud y la de los suyos; a continuaci�n el mantenimiento de su econom�a, es decir, una base importante de su bienestar permanente. Utiliza finalmente una parte de su grano para la satisfacci�n de algunos placeres. Tambi�n respecto de estos �ltimos puede comprobarse que es muy grande la diferencia que cada uno de ellos tiene para nuestro labrador.

Se plantea, pues, a nuestra consideraci�n, un caso �y �sta es la situaci�n normal de la vida� en el que la satisfacci�n de necesidades de muy diversa importancia depende de la disposici�n sobre una cantidad de bienes de la que �para simplificar al m�ximo el problema� admitiremos que todas sus partes integrantes tienen una misma naturaleza y composici�n. Y nos preguntamos: �Qu� valor tiene para nuestro agricultor, en las circunstancias descritas, una determinada cantidad de grano? �Tendr�n para �l aquellos celemines de grano que aseguran su vida y la de su familia mayor valor que los que aseguran su salud y la de los suyos y �stos mayor valor que los que le permiten la siembra de sus campos y estos �ltimos mayor valor que aquellos celemines que pensaba emplear en fines de placer o de recreo? Y as� sucesivamente.

Nadie negar� que la significaci�n de la satisfacci�n de necesidades a que parecen destinarse cada una de as concretas cantidades parciales del grano disponible es muy diversa, seg�n una gradaci�n que, en la escala num�rica antes consignada, va desde el 10 al 1. Pero, por otro lado, nadie podr� tampoco afirmar que unos celemines de grano (por ejemplo aquellos con los que el labriego intenta mantenerse a s� mismo y a su familia hasta la pr�xima cosecha) tengan una calidad distinta y superior a los celemines que piensa destinar a la fabricaci�n de bebidas y que, por tanto, estos �ltimos tengan para �l menor valor.

En �ste y en todos los casos similares, en los que la satisfacci�n de unas necesidades de diversa significaci�n depende de la disposici�n sobre unas determinadas cantidades de bienes, nos enfrentamos con el dif�cil problema de determinar qu� concreta satisfacci�n de una necesidad depende de una concreta cantidad de bienes.

La soluci�n de este important�simo problema de la teor�a del valor se obtiene a trav�s del an�lisis de la econom�a humana y de la naturaleza del valor de los bienes.

Ya hemos visto que el esfuerzo humano se orienta a la satisfacci�n completa �o, donde esto es asequible, hacia la mayor posible� de sus necesidades. Si ahora una cantidad de bienes se contrapone a unas necesidades cuya satisfacci�n es de muy diversa significaci�n para los hombres, �stos comenzar�n por cubrir o intentar al menos cubrir aquellas necesidades cuya satisfacci�n tiene para ellos la m�xima importancia. Si despu�s les sobra algo, lo emplear�n en la satisfacci�n de aquellas necesidades que siguen, en orden de importancia, a las primeras ya satisfechas, y seguir�n as� con las posibles porciones restantes, seg�n el grado de importancia de las necesidades [6].

Si nos preguntamos ahora qu� valor tiene, para un agente econ�mico que se halla en posesi�n de una cantidad de bienes, una parte concreta de los mismos, la pregunta, referida a la esencia del valor, cristaliza en esta otra: �qu� necesidad no podr�a satisfacerse cuando el mencionado sujeto econ�mico no pudiera ya disponer de aquella cantidad parcial, es decir, cuando ya s�lo tuviera en su poder la cantidad total, previa sustracci�n de aquella cantidad parcial? La respuesta se deduce de nuestra anterior exposici�n sobre la naturaleza de la econom�a humana y nos indica que en este caso toda persona econ�mica procurar�a satisfacer, con la cantidad de bienes restante, sus necesidades m�s perentorias, renunciando a las menos importantes y que, por consiguiente, s�lo dejar�an de satisfacerse, de entre las necesidades hasta entonces aseguradas, aquellas que tuvieran para esta persona una menor significaci�n.

As� pues, en cada caso concreto, s�lo dependen de la disposici�n sobre una determinada cantidad parcial de la masa de bienes de que dispone una persona econ�mica aquellas satisfacciones de necesidades aseguradas por la cantidad total que para ella tienen la menor significaci�n en el conjunto de sus necesidades. El valor de una cantidad parcial de la masa de bienes disponibles es, para una persona determinada, igual a la significaci�n que para ella tienen las satisfacciones de necesidades menos importantes de entre las que est�n aseguradas por la cantidad total y que podr�an satisfacerse con una igual cantidad parcial [7].

El an�lisis de algunos casos concretos arrojar� mayor luz sobre los principios que se vienen exponiendo. Se trata, en mi opini�n, de un tema tan importante que me arriesgo a acometer esta tarea, aun sabiendo que para algunos la exposici�n ha de resultar prolija y tediosa. Siguiendo el ejemplo de Adam Smith, estimo preferible pecar de aburrido, con tal de conseguir una mayor claridad en la secuencia de las ideas.

Imaginemos �para comenzar por el caso m�s sencillo� un sujeto econ�mico aislado que habita en una isla rocosa en medio del mar, en la que hay un solo manantial, del que depende totalmente para las satisfacciones de sus necesidades de agua dulce. Supongamos ahora que este hombre aislado necesita para s� un c�ntaro diario de agua y 19 c�ntaros para los animales que le proporcionan la leche y la carne m�s indispensables para conservar su vida. Supongamos, adem�s, que necesita otros 40 c�ntaros para mantenerse en plena salud, para su higiene personal, para la limpieza de sus vestidos y aperos y, en fin, para alimentar algunos animales, cuya leche y carne le proporcionan una alimentaci�n suplementaria. De las cosas enumeradas dependen la conservaci�n de su salud y su permanente bienestar. Finalmente, necesita otros 40 c�ntaros diarios m�s, en parte para las flores de su jard�n, y en parte para algunos animales, que no le son necesarios para la conservaci�n de su vida y su salud, pero le ofrecen diversi�n, o le permiten una dieta m�s variada o, sencillamente, le dan compa��a. Todo esto hace 100 c�ntaros de agua al d�a. Si la cantidad de agua de que dispone fuera mayor, no tendr�a en qu� emplearla.

Mientras el manantial sea tan rico que le proporciona agua para cubrir todas sus necesidades y adem�s vierte al mar diariamente varios miles de c�ntaros, en una palabra, mientras que la satisfacci�n de sus necesidades no dependa de la disposici�n sobre una determinada cantidad, por ejemplo, de un c�ntaro m�s o menos de agua, esta cantidad no tendr� para �l �como ya hemos visto� ni car�cter econ�mico ni valor y, en consecuencia, no puede hablarse tampoco de una medida de este �ltimo. Pero supongamos que un acontecimiento natural hace que de pronto el manantial disminuye su caudal hasta el punto de que nuestro isle�o s�lo dispone de 90 c�ntaros diarios, mientras que, como sabemos, necesita 100 para la plena satisfacci�n de sus necesidades. Se ver�a entonces claro que la satisfacci�n de una necesidad depender�a de la disposici�n de cada una de las cantidades parciales de agua y que, por consiguiente, cada cantidad concreta tendr�a para �l aquella significaci�n o importancia que hemos llamado valor.

 Si nos preguntamos ahora cu�l de sus necesidades depender�a, en este caso, de una cantidad parcial determinada de los 90 c�ntaros de agua de que dispone, por ejemplo, qu� necesidad depende de 10 c�ntaros, nos enfrentamos con el siguiente problema: qu� necesidades de nuestro aislado sujeto dejar�an de cubrirse si no dispusiera ya de esta cantidad parcial, es decir, de los 90 c�ntaros, sino s�lo de 80.

 Es bien seguro que el mencionado agente econ�mico seguir� destinando, en primer t�rmino, igual que antes, a la conservaci�n de su vida, toda la cantidad de agua que le sea necesaria. Luego, mantendr�a tantos animales como le fueran absolutamente necesarios para poder atender a esta conservaci�n. Como estos fines s�lo requieren 20 c�ntaros diarios, emplear�a los 60 restantes primero para cubrir todas aquellas necesidades de cuya satisfacci�n depende su salud y su permanente bienestar. Como para alcanzar estos objetivos necesita un total de 40 c�ntaros, le sobran todav�a 20 al d�a, que puede emplear con menos fines de recreo. Puede, por tanto, mantener las flores de su jard�n o bien los animales que posee s�lo por placer. Puede elegir entre la satisfacci�n de estas dos necesidades e inclinarse por la que le parezca m�s importante, renunciando a la otra.

As� pues, para nuestro Robinson, disponer, adem�s de la cantidad de 90 c�ntaros de agua, de 10 m�s o menos, es una cuesti�n que tiene el mismo significado de si puede, o no, seguir satisfaciendo aquellas necesidades menos importantes que antes satisfac�a con 10 c�ntaros de agua. Mientras siga disponiendo de la cantidad total de 90 c�ntaros diarios, diez c�ntaros significar�n para �l la posibilidad de satisfacer las necesidades �ltimamente mencionadas, es decir, tendr�n la significaci�n de unos placeres relativamente poco importantes.

Sigamos suponiendo ahora que el manantial que proporciona agua a nuestro sujeto de econom�a aislada redujera a�n m�s su caudal, hasta el punto de que ya s�lo pudiera disponer de 40 c�ntaros, al d�a. Tambi�n ahora, al igual que antes, la conservaci�n de su vida y de su bienestar est� ligada a la disposici�n sobre la totalidad de esta cantidad de agua. Pero la situaci�n habr�a experimentado ahora un cambio en puntos importantes. Mientras que antes una cantidad parcial significativa, por ejemplo, un c�ntaro de agua, estaba vinculada a un placer o a una comodidad de la persona econ�mica, ahora el problema es muy otro: si tal vez disponer de un c�ntaro de agua m�s o menos al d�a afecta hasta tal punto a la conservaci�n m�s o menos perfecta de la salud o del bienestar de nuestro Robinson que verse privado de esta cantidad significar�a que ya no podr�a cubrir algunas necesidades de cuya satisfacci�n dependen su salud y su bienestar permanente. Mientras que cuando nuestro isle�o pod�a disponer de muchos cientos de c�ntaros, cada c�ntaro concreto de este bien no ten�a para �l ning�n valor, m�s tarde, cuando ya s�lo dispon�a de 90 c�ntaros, cada uno de ellos ten�a la importancia del placer que depend�a de �l. Y ahora, cada cantidad parcial de los 40 c�ntaros de que dispone tiene la significaci�n equivalente a la satisfacci�n de las m�s importantes necesidades, porque depende de cada una de estas cantidades parciales para la satisfacci�n de necesidades cuyo incumplimiento implica un peligro para su salud y su permanente bienestar. El valor de cada cantidad parcial de los bienes es igual a la significaci�n de cada una de las necesidades que se satisfacen con ella. Si el valor de cada c�ntaro de agua era inicialmente para nuestro Robinson igual a 0 y en la segunda situaci�n descrita era, por ejemplo, igual a 1, al final este valor, expresado en cifras, se sit�a en el 6.

Sigamos imaginando que el manantial se seca a�n m�s, hasta que al final s�lo arroja un caudal diario que basta justamente para mantener la vida de nuestro isle�o (es decir, unos 20 c�ntaros, que es lo que necesita para s� y para aquella parte del reba�o, sin cuya leche y carne se ver�a condenado a morir). Es evidente que en este caso hasta la m�s insignificante cantidad de agua de que puede disponer tiene para �l el pleno significado de la conservaci�n de su vida y que, por tanto, el valor del agua alcanza en nuestra escala la cifra 10.

Ya hemos visto que, en el primer caso, y cuando nuestro sujeto dispon�a de miles de c�ntaros de agua al d�a, una cantidad parcial de la misma, por ejemplo, un c�ntaro, no ten�a ning�n valor, porque la satisfacci�n de sus necesidades no depend�a de un c�ntaro aislado. En el segundo caso, una cantidad parcial concreta de los 90 c�ntaros de que dispon�a ten�a ya para nuestro hombre la significaci�n de los placeres, porque placeres eran las necesidades menos importantes, a cuya satisfacci�n ten�a que renunciar con un caudal de agua disponible de 90 c�ntaros. En la tercera hip�tesis, cuando ya s�lo dispon�a de 40 c�ntaros diarios, depend�a de cada cantidad parcial concreta la satisfacci�n de las necesidades m�s importantes y, de acuerdo con ello, aumentaba tambi�n paralelamente el valor de estas cantidades parciales. En el cuarto supuesto, aument� a�n m�s este valor, cuando la satisfacci�n de las necesidades m�s vitales depend�a ya de toda cantidad parcial concreta.

Supongamos ahora �para pasar al estudio de unas relaciones m�s complicadas (sociales)� el caso de un velero, que, cuando se halla a veinte d�as de distancia de la costa m�s pr�xima, sufre un accidente a consecuencia del cual sus provisiones disminuyen hasta tal punto que para poder sobrevivir durante el resto de la traves�a los pasajeros tienen que racionar los alimentos, las galletas, por ejemplo. Se dar�a entonces el caso de que frente a unas determinadas necesidades, la tripulaci�n del velero s�lo dispondr�a de unos determinados bienes, de tal modo que la satisfacci�n de dichas necesidades depender�a totalmente de la masa de bienes disponible. Sigamos suponiendo que la vida de los viajeros s�lo puede conservarse a condici�n de que cada uno de ellos se contente con media libra de galleta diaria. Cada uno de ellos dispondr�a, por consiguiente, de diez libras de galletas, que tendr�an para ellos tanto valor como su propia vida. En estas circunstancias, nadie que apreciara en algo su vida se dejar�a persuadir a cambiar esta cantidad de bienes o una parte significativa de los mismos por ning�n otro bien que no fuera a su vez un alimento, ni tan siquiera por los bienes m�s apreciados en la vida normal. Aunque se encontrara, por ejemplo, entre los pasajeros, un hombre muy rico, que, para aplacar el tormento del hambre, estuviera dispuesto a pagar una galleta por su peso en oro, ninguno de sus compa�eros de viaje estar�a dispuesto a tal intercambio.

 Pero admitamos el supuesto de que los pasajeros disponen, adem�s de las diez libras de galletas, de otras cinco libras suplementarias. En tal caso, su vida no depende ya de una libra, porque podr�an privarse de ella o podr�an tambi�n cambiarla por otros bienes que no fueran alimentos, sin poner en peligro su existencia. En esta nueva circunstancia, su vida no depende ya de la disposici�n de una libra de comida, aunque s� dependen de esta cantidad otros valores, porque puede ser un remedio contra trastornos y desarreglos, e incluso una garant�a de su salud, ya que una alimentaci�n tan reducida como la que tendr�an que afrontar los que s�lo pueden disponer de diez libras, prolongada durante veinte d�as, tiene efectos nocivos sobre el bienestar f�sico. Por consiguiente, en esta situaci�n, aunque una sola libra de galletas no tendr�a para cada uno de los viajeros la significaci�n de la conservaci�n de la vida, s� tendr�a aquella otra que cada uno de ellos concede a la conservaci�n de su salud o de su bienestar, pues ambas cosas dependen de aquella cantidad.

 Supongamos, finalmente, que el restaurante de la nave de nuestro ejemplo ha perdido todas sus provisiones alimenticias y que, por tanto, los pasajeros no disponen de alimentos propios, pero que en las bodegas del nav�o hay estibados varios miles de quintales de galletas y que el capit�n, ante la miserable situaci�n en que se encuentran los pasajeros, como consecuencia del desgraciado accidente, permite que consuman cuanta galleta deseen. Es evidente que los pasajeros se precipitar�an sobre este alimento para calmar su hambre. Pero no lo es menos que, al verse sometidos durante veinte d�as a una dieta tan mon�tona, un buen trozo de carne constituir�a un bien de bastante valor, mientras que una galleta aislada tendr�a un valor muy peque�o y hasta nulo.

�A qu� se debe que en el primer caso disponer de una libra de galleta ten�a para cada uno de nuestros viajeros la plena significaci�n de la conservaci�n de su vida, mientras que en el segundo caso tendr�a un valor que, aunque muy elevado, no es tan vital, y en el tercero no tendr�a ya ninguno o ser�a en todo caso de muy escasa significaci�n?

Las necesidades de los pasajeros son las mismas en los tres casos, porque no ha cambiado su personalidad ni, por consiguiente, tampoco su necesidad. Lo �nico que cambia es la cantidad de alimentos con que hacer frente a dicha necesidad, ya que en el primer caso los alimentos se reducen a diez libras por persona, en el segundo es una cantidad mayor y en el tercero es muy elevada. Y as�, va disminuyendo de caso en caso la significaci�n de la satisfacci�n de las necesidades que depende de las cantidades parciales concretas de aquellos alimentos.

Lo que hemos podido observar aqu�, primero respecto de un individuo aislado y luego de un peque�o grupo, temporalmente alejado del resto de la sociedad, es tambi�n aplicable a las relaciones, m�s complicadas, de un pueblo o de una sociedad humana. La situaci�n de los habitantes de una regi�n tras una cosecha m�sera, otra media y otra ub�rrima, refleja circunstancias que son esencialmente an�logas a las descritas. Tambi�n aqu� se da, frente a una determinada necesidad, en el primer caso, una peque�a cantidad disponible de alimentos, algo mayor en el segundo y abundante en el tercero. As� pues, tambi�n aqu� la significaci�n de las satisfacciones de necesidades que dependen de unas concretas cantidades parciales es muy distinta de unos casos a otros. Si en una regi�n, tras un a�o de extraordinaria cosecha, se quema un almac�n con 100.000 celemines de grano, lo m�s que puede ocurrir como consecuencia de esta desgracia es que se produzca menor cantidad de alcohol o que la parte m�s pobre de la poblaci�n tengan que reducir en algo su dieta alimenticia, pero no hasta el extremo de pasar hambre. Pero si la desgracia acontece tras una cosecha normal, ser�n muchas las personas que tendr�n que renunciar a la satisfacci�n de necesidades m�s importantes. Y si la calamidad ocurre tras una cosecha mis�rrima, perecer�n por inanici�n muchas personas.

Sintetizando cuanto hemos venido diciendo, el resultado de nuestras anteriores reflexiones puede expresarse en los siguientes principios: 

1. La significaci�n que los bienes tienen para nosotros, y que llamamos valor, es solamente una significaci�n figurada o metaf�rica. En principio, lo �nico que tiene significaci�n es la satisfacci�n de nuestras necesidades, porque de ella depende la conservaci�n de nuestra vida y nuestro bienestar. Pero luego, y con l�gica consecuencia, trasladamos esta significaci�n a aquellos bienes de los que sabemos que depende la satisfacci�n mencionada.

2. La magnitud de la significaci�n que tiene para nosotros la satisfacci�n de las diversas necesidades (es decir, los actos concretos de las mismas, que nosotros podemos realizar a trav�s de unos bienes determinados) es desigual y la medida de la misma se halla en el grado de su importancia para la conservaci�n de nuestra vida y nuestro bienestar.

 3. Tambi�n es diferente la magnitud de la significaci�n de la satisfacci�n de nuestras necesidades trasladada a los bienes mismos, es decir, la magnitud del valor, y su medida se halla en la magnitud de la significaci�n que tiene para nosotros la satisfacci�n de las necesidades que depende de los bienes en cuesti�n.

 4. En cada caso concreto, depende de la disposici�n sobre una determinada cantidad parcial de la cantidad total de un bien de que dispone un sujeto econ�mico tan s�lo la satisfacci�n de aquellas necesidades todav�a no garantizadas por dicha cantidad total que para este sujeto tiene menor significaci�n en el conjunto de sus necesidades.

 5. El valor de un bien concreto o de una determinada cantidad parcial de la masa total de bienes de que dispone un sujeto econ�mico es igual a la significaci�n que para el mencionado sujeto tiene la satisfacci�n de las necesidades menos importantes que puede alcanzarse con aquella cantidad parcial y todav�a no est� asegurada por la cantidad total. La satisfacci�n de estas necesidades depende, efectivamente por lo que hace al sujeto econ�mico en cuesti�n, de la disposici�n sobre el bien concreto correspondiente o sobre la correspondiente cantidad de bienes [8].

En nuestras anteriores investigaciones hemos comenzado por reducir la diferencia del valor de los bienes a sus �ltimas causas y luego hemos descubierto tambi�n la medida originaria que utilizan los hombres pan calcular el valor de todos los bienes.

Una vez bien entendidas las anteriores afirmaciones, no resulta ya dif�cil dar con la soluci�n del problema que se plantea a la hora de explicar las causas de la diferencia del valor de dos o m�s bienes o cantidades concretas de bienes.

Si nos preguntamos, por ejemplo, a qu� se debe que una libra de agua potable no tenga para nosotros, en circunstancias normales, apenas ning�n valor, mientras que, de ordinario, concedemos un valor elevado a la m�s peque�a parte de una libra de oro o a los diamantes, obtendremos la respuesta a partir de la siguiente reflexi�n:

Los diamantes y el oro son tan escasos que la totalidad de las cantidades de los primeros en poder de los hombres pueden guardarse en una caja, y cuanto al oro, un sencillo c�lculo demuestra que cabe todo �l en un sal�n de amplias proporciones. En cambio, el agua potable abunda tanto que apenas cabe imaginar un dep�sito lo suficientemente grande para almacenarla en su totalidad. Por consiguiente, de entre el c�mulo de necesidades cuya satisfacci�n depende del oro o de los diamantes, los hombres s�lo pueden cubrir las m�s importantes, mientras que, de ordinario, no s�lo pueden satisfacer plenamente sus necesidades de agua potable, sino que, adem�s, hay grandes cantidades de este bien que se dejan perder sin provecho alguno, porque no pueden utilizar la cantidad total de que disponen. No existe, por tanto, ninguna necesidad humana que, en las circunstancias normales, dependa hasta tal punto de una cantidad concreta de agua que no pueda ser satisfecha sin dificultad. En cambio, en el caso del oro y de los diamantes, hasta la m�s insignificante de las satisfacciones que se aseguran con la cantidad total de que disponen tiene siempre una significaci�n relativamente alta. Las cantidades concretas de agua potable no tienen, de ordinario, para los agentes econ�micos, ning�n valor, mientras que lo tienen, y muy elevado, el oro y los diamantes.

Todo lo dicho es v�lido en las circunstancias normales de la vida, es decir cuando el agua potable es muy abundante y el oro y los diamantes muy escasos. Pero en el desierto, donde no raras veces la vida del viajero depende de un sorbo de agua, cabe muy bien imaginar el caso de que la satisfacci�n de las necesidades de un individuo dependa mucho m�s de una libra de agua que de una libra de oro. Y, en tal caso, el valor de la primera ser�a para el individuo en cuesti�n muy superior al de la segunda. La experiencia nos ense�a tambi�n que relaciones similares suelen producirse siempre all� donde la situaci�n econ�mica es tal como nosotros acabamos de describirla.

c) Influencia de la diversa calidad de los bienes sobre su valor

 No raras veces las necesidades humanas pueden ser satisfechas con bienes de diferente g�nero y, con mayor frecuencia a�n, de diferente especie. All� donde de un lado entran en juego unos determinados conjuntos de necesidades humanas y, del otro, las cantidades de bienes disponibles para su satisfacci�n (como se ha dicho m�s arriba), no siempre aparecen frente a las primeras unas cantidades de bienes totalmente homog�neas, sino que a menudo se trata de bienes de distinto g�nero y, m�s a menudo a�n, de diferente especie.

 En beneficio de una mayor sencillez de la exposici�n, prescindiremos en las l�neas que siguen de la diferencia de estas cantidades de bienes y s�lo tendremos en cuenta aquellos casos en los que frente a unas necesidades de un tipo determinado (a cuya significaci�n, decreciente a medida que se van satisfaciendo las necesidades, hemos aludido de forma especial en las p�ginas precedentes) aparecen unas cantidades de bienes enteramente similares, para que de este modo se perciba con mayor claridad el influjo que la diferencia de las cantidades disponibles ejerce sobre el valor de los bienes.

 No necesitaremos, para nuestro prop�sito, considerar aquellos casos en los que unas determinadas necesidades humanas pueden satisfacerse con bienes de distinto g�nero o especie y en los que, por tanto, una determinada necesidad se enfrenta con unas cantidades de bienes disponibles cuyas cantidades parciales son de diferente estructura interna.

 Aqu� debe observarse, en primer lugar, que una diferencia de los bienes, ya sea gen�rica o espec�fica, no puede afectar al valor de las cantidades parciales concretas de los bienes respectivos cuando esta diferencia no afecta a la satisfacci�n de las necesidades humanas. Por consiguiente, es absolutamente razonable considerar como homog�neos, desde una perspectiva econ�mica los bienes que satisfacen de una manera enteramente igual las necesidades humanas, aunque en raz�n de su apariencia externa pertenezcan a diferentes g�neros o especies.

 Para que la diferencia gen�rica o espec�fica de dos bienes fundamenten una diferencia en su valor se requiere al mismo tiempo que ambos tengan tambi�n una distinta capacidad de satisfacer las necesidades humanas, es decir, lo que hemos llamado, desde el punto de vista econ�mico, una diferente cualidad. El objeto de las siguientes, reflexiones gira, pues, en torno al influjo que esta �ltima cualidad ejerce sobre el valor de los bienes concretos.

En una perspectiva econ�mica, la diferencia cualitativa de los bienes puede ofrecer una doble vertiente: con unas mismas cantidades de bienes de diferente cualificaci�n, las necesidades humanas pueden satisfacerse de una manera cualitativa o cuantitativamente diferente. As�, por ejemplo, con una determinada cantidad de madera de haya puede satisfacerse la necesidad humana de calor de una manera cuantitativamente m�s intensa que con la misma cantidad de madera de abeto. Por el lado contrario, con dos cantidades iguales de alimentos, dotadas de una misma capacidad alimenticia, puede satisfacerse de distinta forma cualitativa la necesidad de alimentos, en el sentido de que, siempre dentro de la misma cantidad, uno de ellos resulta placentero y el otro no, o no con igual intensidad. En los bienes de la primera categor�a, la menor calidad puede compensarse �ntegramente con una mayor cantidad, pero en los bienes del segundo tipo esto no es posible. Como medio de calefacci�n, la madera de haya puede ser sustituida por madera de abeto, la de aliso por la de pino; el carb�n de piedra de escasa calidad calor�fica, la corteza de encina de poco contenido de tanino, las fuerzas laborales de escasa capacidad, pueden reemplazar, aumentando la cantidad, la ausencia de bienes de mayor calidad, siempre que los agentes econ�micos dispongan de cantidades m�s elevadas. Pero las comidas o bebidas ins�pidas, las viviendas h�medas y oscuras, los servicios de m�dicos poco capacitados y otras cosas similares nunca pueden satisfacer de forma cualitativamente completa nuestras necesidades, por mucha que sea su cantidad, de una manera tan perfecta como los bienes correspondientes de una mejor calidad.

Ahora bien, ya hemos visto que para la apreciaci�n del valor de los bienes los sujetos econ�micos s�lo se fijan en la significaci�n de la satisfacci�n de aquellas necesidades que dependen de la disposici�n sobre un bien (ver el apartado 2� de este cap�tulo). La cantidad del bien mediante el cual puede alcanzarse la satisfacci�n de una necesidad concreta es aqu� un elemento secundario. No es menos claro que cantidades menores de un bien de alta calidad �siempre que tengan la capacidad de satisfacer una necesidad humana por s� misma y de una misma manera (cuantitativa y cualitativa) que otras cantidades mayores de un bien de menor calidad� tienen tambi�n para los hombres econ�micos el mismo valor que estas �ltimas. Seg�n esto, tienen diverso valor unas mismas cantidades de bienes de diversa cualificaci�n. Si, por poner un ejemplo, para calcular el valor de la corteza de encina s�lo se tiene en cuenta su capacidad curtiente, siete quintales de una clase tendr�n para un artesano el mismo valor que ocho quintales de otra clase, siempre que ambas cantidades tengan la misma eficacia. La simple reducci�n de los bienes citados a cantidades de la misma eficacia econ�mica (un medio que se utiliza de hecho en todos los casos similares que acontecen en la vida econ�mica de los hombres) elimina por completo la dificultad que se deriva de la diferente calidad de los bienes (siempre que su eficacia tenga una diferencia meramente cualitativa) para el c�lculo del valor de sus cantidades concretas, ya que los casos m�s complicados pueden siempre plantearse seg�n la sencilla ecuaci�n que hemos descrito en p�ginas anteriores (apartado 2�-a) y ss.).

Mayor complicaci�n presenta el problema del influjo que sobre el valor de unos bienes o cantidades de bienes concretos ejerce la diferente calidad cuando, como consecuencia de ella, se satisfacen de manera cualitativamente diferente unas determinadas necesidades. Tambi�n aqu� es indudable, a tenor de cuanto hemos dicho sobre el principio general de la determinaci�n del valor de los bienes (apartado 2� de este cap�tulo), que la significaci�n de aquellas necesidades que deben quedar insatisfechas �en cuanto que no podemos disponer de un bien de determinado tipo o de especial calidad� constituye un elemento determinante de su valor. La dificultad a que nos referimos no radica, por tanto, en el principio general de la determinaci�n del valor de los bienes en cuesti�n, sino m�s bien en la determinaci�n de la satisfacci�n de aquellas necesidades que depende, en las circunstancias dadas, de un bien concreto y determinado, cuando la totalidad de las necesidades se enfrenta con bienes cuyas cantidades parciales pueden satisfacer aquella totalidad de formas cualitativamente diferentes. Es decir, la dificultad radica en la aplicaci�n pr�ctica del antes mencionado principio de la vida econ�mica humana. A la soluci�n del problema se llega a trav�s de las siguientes reflexiones.

Los agentes econ�micos utilizan las cantidades de bienes de que disponen con la mirada puesta en la diversa calidad de los mismos, siempre que �sta exista. El agricultor que dispone de granos de diversa calidad no emplea, por ejemplo, los peores para la siembra, ni los granos de calidad media para engorde del ganado, ni los de calidad �ptima para alimentarse y para fabricar bebidas, ni tampoco emplea indiscriminadamente las diferentes calidades de granos para diferentes fines. Al contrario, destina, seg�n sus posibilidades, el grano m�s selecto para el primero de los objetivos mencionados, y de lo que le resta, la parte mejor la destina al �ltimo, mientras que el grano de peor calidad lo utiliza para el engorde.

As� pues, en aquellos bienes cuyas cantidades parciales no tienen calidades diferentes la cantidad total disponible se corresponde con la totalidad de las necesidades concretas que pueden ser satisfechas con dichos bienes. Pero cuando las cantidades parciales de un bien satisfacen de manera cualitativamente diferente las necesidades humanas, la totalidad de la cantidad disponible no se enfrenta ya con la totalidad de las respectivas necesidades, sino que cada cantidad concreta dotada de una peculiar cualidad, responde a una especial necesidad del hombre econ�mico.

Si los bienes de una determinada cualidad no pueden ser sustituidos por otros cualitativamente diferentes en orden a unos determinados usos, entonces tiene plena aplicaci�n la antes mencionada ley de la determinaci�n del valor para las cantidades concretas de estos bienes. Efectivamente, el valor de estas cantidades concretas es igual a la significaci�n de la satisfacci�n de las necesidades menos importantes todav�a no cubiertas por la cantidad total disponible del bien as� cualificado. Ocurre entonces que, de hecho, dependemos de la disposici�n de un bien concreto de la mencionada calidad para la satisfacci�n de estas necesidades.

Pero si, por el contrario, las necesidades humanas pueden ser cubiertas con bienes cualitativamente diferentes �aunque tambi�n bajo diferente forma cualitativa�, de tal modo que los bienes de una cualidad pueden ser sustituidos por otros, aunque no tengan la misma eficacia, entonces el valor de un bien de una concreta calidad o una cantidad parcial del mismo equivale a la significaci�n de la satisfacci�n de la necesidad menos importante que puede ser cubierta por los bienes de la calidad de que se viene hablando, menos una disminuci�n de la cuota del valor tanto mayor cuanto menor es el valor de los bienes de inferior calidad capacitados para satisfacer la necesidad en cuesti�n, y cuanto menor es la diferencia entre la significaci�n que tiene para el hombre la satisfacci�n de la necesidad con el bien m�s altamente cualificado y la satisfacci�n de esta misma necesidad con el bien de menor cualificaci�n.

Llegamos as� a la conclusi�n de que tambi�n all� donde, frente a un conjunto de necesidades, existe una cantidad de bienes de diversa calidad, pero la satisfacci�n de necesidades de una determinada intensidad depende de una concreta cantidad parcial de estos bienes o de un bien concreto (y, por tanto, tambi�n en todos los casos aqu� expuestos), tiene plena aplicaci�n el antes enunciado principio de la determinaci�n del valor de los bienes concretos.

d) Car�cter subjetivo de la medida del valor. Trabajo y valor. Error.

Ya hemos aludido antes, al hablar de la esencia del valor, al hecho que �ste no es algo intr�nseco, ni es una propiedad o una peculiaridad de los bienes, y mucho menos una cosa aut�noma e independiente en s� misma. Esta afirmaci�n no queda invalidada por la circunstancia de que un bien tenga para un agente econ�mico alg�n valor y para otro, en diferentes circunstancias, no tenga en cambio ninguno. A�adimos ahora tambi�n la medida del valor es totalmente subjetiva y que, por consiguiente, un bien puede constituir para un sujeto econ�mico un gran valor, para otro un valor menor y para un tercero un valor nulo, seg�n sea la diferencia de la necesidad y la masa disponible. Lo que uno desprecia, o aprecia en poco, es deseado por otro. Lo que uno desecha otro lo busca. Puede observarse no raras veces que mientras un sujeto econ�mico concede el mismo valor a una determinada cantidad de un bien que a una mayor de otro, hay personas que juzgan el valor de esta cantidad de forma exactamente opuesta.

As� pues, el valor es de naturaleza subjetiva, no s�lo cuanto a su esencia, sino tambi�n cuanto a su medida. Los bienes tienen siempre �valor� para unos determinados sujetos econ�micos y, adem�s, pera estos sujetos s�lo tienen un determinado valor.

El valor que un bien tiene para un sujeto econ�mico es igual a la significaci�n de aquella necesidad para cuya satisfacci�n el individuo depende de la disposici�n del bien en cuesti�n. La cantidad de trabajo o de otros bienes de orden superior utilizados para la producci�n del bien cuyo valor analizamos no tiene ninguna conexi�n directa y necesaria con la magnitud de este valor. Un bien no econ�mico, por ejemplo, una cantidad de madera en un gran bosque, no encierra ning�n valor para los hombres por el hecho de que se hayan empleado en ella grandes cantidades de trabajo o de otros bienes econ�micos. Respecto del valor de un diamante, es indiferente que haya sido descubierto por puro azar o que se hayan empleado mil d�as de duros trabajos en un pozo diamant�fero. Y as�, en la vida pr�ctica, nadie se pregunta por la historia del origen de un bien; para valorarlo s�lo se tiene en cuenta el servicio que puede prestar o al que habr�a que renunciar caso de no tenerlo. Y as�, no pocas veces, bienes en los que se ha empleado mucho trabajo no tienen ning�n valor y otros en los que no se ha empleado ninguno lo tienen muy grande. Puede ocurrir tambi�n que tengan un mismo valor unos bienes para los que se ha requerido mucho esfuerzo y otros en los que el esfuerzo ha sido peque�o o nulo. Por consiguiente, las cantidades de trabajo o de otros medios de producci�n empleados para conseguir un bien no pueden ser el elemento decisivo para calcular su valor. Es indudable que la comparaci�n del valor del producto con el valor de los medios de producci�n empleados para conseguirlo nos ense�a si y hasta qu� punto fue razonable es decir, econ�mica, la producci�n del mismo. Con todo, esto s�lo sirve para juzgar una actividad humana perteneciente al pasado. Pero respecto del valor mismo del producto, las cantidades de bienes empleados en conseguirlo no tienen ninguna influencia determinante ni necesaria ni inmediata.

Es tambi�n insostenible la opini�n de que las cantidades de trabajo o de otros medios de producci�n necesarios para la reproducci�n de los bienes son el factor determinante del valor de �stos. Existe un gran n�mero de bienes que no se pueden reproducir (por ejemplo, objetos antiguos, cuadros de los viejos maestros, etc.). Hay, pues, una serie de fen�menos de la econom�a nacional en los que podemos observar que ciertamente tienen valor, pero no la posibilidad de reproducci�n y, por consiguiente, el principio determinante del valor no puede ser un elemento vinculado a la reproducci�n. La experiencia ense�a asimismo que el valor de los medios de producci�n necesarios para la reproducci�n de numerosos bienes (por ejemplo, rehacer vestidos pasados de moda o m�quinas anticuadas) es mucho mayor que el valor del producto mismo, mientras que en algunos casos es inferior. Por tanto, ni la cantidad de trabajo requerida para la producci�n o reproducci�n de un bien ni otros bienes constituyen el factor determinante del valor. La medida viene dada por la magnitud de la significaci�n de aquella necesidad para cuya satisfacci�n dependemos y sabemos que dependemos de la disposici�n de un bien, ya que el principio de la determinaci�n del valor es aplicable a todo fen�meno de valor. Este principio no conoce excepciones en el �mbito de la econom�a humana.

 La significaci�n que la satisfacci�n de una necesidad tiene para nosotros no tiene su medida en nuestro capricho, sino, por el contrario, en la significaci�n �independiente de nuestro capricho� que la satisfacci�n de una necesidad tiene para nuestra vida o nuestro bienestar. Con todo, la significaci�n de las satisfacciones de necesidades o respectivamente los actos concretos de las mismas corre a cargo de y es valorada por los agentes econ�micos, lo que quiere decir que esta valoraci�n �como cualquier otro conocimiento humano� est� sujeta a errores.

 Ya hemos visto antes que para los hombres tiene la m�xima importancia la satisfacci�n de aquellas necesidades de las que depende su vida. A �sta sigue, por orden de importancia, la satisfacci�n de aquellas a las que est� vinculado su bienestar. Las satisfacciones de que depende un mayor nivel de bienestar (a igual intensidad, las m�s duraderas, a igual duraci�n las m�s intensas) tienen una mayor significaci�n que aquellas otras de las que depende un menor grado de bienestar.

 Pero esto no impide que algunas personas necias, arrastradas por su ignorancia, juzguen a veces la importancia de la satisfacci�n de las necesidades concretas de manera contraria y que haya incluso individuos cuya actividad econ�mica es ciertamente razonable, es decir, que se esfuerzan por adquirir una recta comprensi�n de la aut�ntica significaci�n de la satisfacci�n de las necesidades y por tanto de poner un s�lido fundamento a su actividad y que, sin embargo, est�n expuestos a equivocarse, riesgo inseparable de cualquier g�nero de conocimientos humanos.

 Los hombres corren en especial el peligro de conceder mayor importancia a aquellas satisfacciones de necesidades que promueven su bienestar de forma m�s intensa, aunque pasajera, que no a aquellas otras de las que depende una satisfacci�n menos intensa pero m�s permanente, es decir, acostumbran a apreciar en m�s los placeres pasajeros pero intensos que su bienestar permanente y a veces incluso m�s que a su propia vida.

 Vemos, pues, que no raras veces los seres humanos cometen equivocaciones debidas al defectuoso conocimiento del factor subjetivo de la apreciaci�n del valor, cuando s�lo tienen en cuenta sus estados de �nimo. Con todo, los errores m�s frecuentes se producen cuando se trata del conocimiento del elemento objetivo de la determinaci�n del valor, y en particular del conocimiento de la magnitud de las cantidades de bienes de que se dispone y de sus diferentes calidades. Justamente esta circunstancia pone bien en claro por qu� en el �mbito de la determinaci�n del valor de los bienes concretos se deslizan tantos errores en la vida econ�mica. No raras veces podemos comprobar la presencia de estas err�neas valoraciones �prescindiendo de aquellas oscilaciones del valor que se deben a cambios en el �mbito de las necesidades humanas, o de las cantidades de bienes de que disponen los hombres o, en fin, de las debidas a la constituci�n interna de estos bienes� cuya causa �ltima radica exclusivamente en una modificaci�n del conocimiento de la significaci�n que los bienes en cuesti�n tienen para nuestra vida y nuestro bienestar.

 

� 3.�LAS LEYES QUE REGULAN EL VALOR DE LOS BIENES DE ORDEN SUPERIOR

a) El principio determinante del valor de los bienes de orden superior

Entre los errores fundamentales y de mayores consecuencias para el desarrollo que ha tenido hasta ahora nuestra ciencia debe citarse, en primer t�rmino, el siguiente: los bienes tienen valor para nosotros porque para su producci�n se emplean bienes valiosos. Ya hemos aludido, al hablar del precio de los bienes de orden superior, a las causas especiales que originan o fomentan el mencionado error. Dijimos all� que este error, expresado bajo m�ltiples variantes, es el fundamento de las teor�as predominantes sobre el precio. Comencemos aqu� por constatar que este principio pugna tan claramente con la experiencia que debe ser categ�ricamente rechazado, incluso en el caso de que a partir de �l pudiera darse una correcta soluci�n formal al problema de la fijaci�n de un principio del valor de los bienes.

Pero es que, adem�s, este principio no aporta la soluci�n, porque aunque nos ofrece ciertamente una base para la explicaci�n del valor de aquellos bienes que podemos designar como �productos�, no la ofrece en cambio para todos los restantes bienes que se nos presentan como los elementos m�s originarios de la producci�n, y en particular para el valor de todos los bienes que la naturaleza nos proporciona de manera espont�nea e inmediata. Entran en este cap�tulo, sobre todo, la utilizaci�n del suelo, el valor de las prestaciones laborales y, como veremos a continuaci�n, la utilizaci�n del capital. No s�lo es inexplicable el valor de todos estos bienes a trav�s del citado principio, sino que, s�lo desde �l, es adem�s algo incomprensible.

As� pues, con este principio no se soluciona ni objetiva ni formalmente el problema de descubrir una base de explicaci�n del valor de los bienes aplicable a todos los casos. En efecto, de un lado, est� en contradicci�n con la experiencia y, del otro, queda excluida su aplicabilidad en todos aquellos �mbitos donde se presentan a nuestra observaci�n bienes que no son el producto de una conexi�n con bienes de �rdenes superiores. El valor que tienen para nosotros los bienes de orden inferior no puede estar condicionado por el valor de los bienes de �rdenes superiores utilizados para la producci�n de los primeros. Es claro, al contrario, que el valor de los bienes de �rdenes superiores est� condicionado siempre y sin excepciones por el valor previo de aquellos bienes de �rdenes inferior a cuya producci�n sirven [9].

Una vez esto bien establecido no es menos claro que tampoco el valor de los bienes de �rdenes superiores es el elemento determinante del valor previsible de los bienes de orden inferior; el valor de los bienes de �rdenes superiores ya utilizados para la producci�n de un bien no s�lo no es el elemento determinante de su valor efectivo, sino que ocurre a la inversa, esto es, que bajo todas las circunstancias el valor de los bienes de �rdenes superiores se calcula a tenor del valor previsible de los bienes de �rdenes inferiores a cuya producci�n los destinan real o presumiblemente los hombres econ�micos.

Este valor previsible de los bienes de orden inferior es a menudo �como podremos comprobar m�s adelante� muy distinto de aquel que otros bienes similares tienen para nosotros en el momento actual. Por consiguiente, los bienes de �rdenes superiores, a trav�s de los cuales disponemos sobre bienes de orden inferior que pensamos utilizar en un tiempo futuro (Ver cap�tulo I, apartado 2�), encuentran la medida de su valor no en estos �ltimos, sino en los primeros.

Si tenemos por ejemplo, salitre, azufre y carb�n, y las fuerzas laborales, provisiones y otras cosas similares necesarias para la fabricaci�n de p�lvora y, a trav�s de estas cosas, podemos disponer al cabo de tres meses de una determinada cantidad de p�lvora, es evidente que el valor de esta cantidad al cabo del trimestre no ser� necesariamente igual al valor que tiene hoy, sino que puede ser mayor o menor. De donde se deduce que el valor de los mencionados bienes de �rdenes superiores no encuentra su medida en el valor de la p�lvora en este momento, sino en el que este producto tendr� previsiblemente al final del plazo requerido para su fabricaci�n. Cabe incluso imaginar el caso de que una determinada cantidad de un bien de orden inferior, o del primer orden, no tenga en el momento actual ning�n valor (por ejemplo, el hielo en invierno), mientras que al mismo tiempo las cantidades correspondientes de bienes de orden superior que nos aseguran unas similares cantidades del citado bien para una �poca posterior (por ejemplo, los materiales e instalaciones necesarios para hacer hielo artificial, considerados en su conjunto) tengan valor respecto de otras �pocas posteriores. Y tambi�n a la inversa.

Entre el valor que tienen para nosotros en el presente los bienes de orden inferior o respectivamente del primer orden y el valor que tienen tambi�n ahora los bienes de �rdenes superiores necesarios para la producci�n de los primeros no existe, pues, ning�n nexo necesario. Es, m�s bien, patente que los primeros derivan su valor de la relaci�n entre necesidad y cantidad disponible en el momento actual y los segundos de la relaci�n previsible entre necesidad y cantidad disponible respecto de un per�odo futuro, en el que podremos disponer de los bienes del primer orden mediante los bienes de orden superior de que estamos hablando. Si aumenta el valor previsible de un bien de orden inferior para un per�odo futuro, entonces aumenta tambi�n, en esta situaci�n, el valor de aquellos bienes de orden superior cuya posesi�n nos asegura la disposici�n sobre los bienes de referencia para la �poca posterior. En cambio, el aumento o la disminuci�n del valor de un bien de orden inferior en el momento actual no tiene ninguna conexi�n causal necesaria con el incremento o la disminuci�n del valor de los bienes correspondientes de �rdenes superiores de que disponemos en este momento.

En conclusi�n, el valor de los bienes de orden inferior en el momento actual no se rige por el valor de los bienes correspondientes de �rdenes superiores, sino que m�s bien, y bajo todas las circunstancias, el valor previsible del producto es el principio determinante del valor de los bienes correspondientes de �rdenes superiores [10].

 b) Sobre la productividad del capital

 La transformaci�n de los bienes de orden superior en bienes de un orden inferior sigue el mismo ritmo temporal que los restantes procesos de transformaci�n. As� pues, los per�odos de tiempo respecto de los cuales disponemos de bienes del orden inferior a trav�s de nuestra posesi�n de bienes de �rdenes superiores se hallan tanto m�s distantes cuanto m�s elevado es el orden de estos �ltimos bienes. La creciente aplicaci�n de bienes de �rdenes superiores para la satisfacci�n de nuestras necesidades tiene, como ya vimos antes, la consecuencia de multiplicar progresivamente las cantidades de medios de bienes de consumo inmediato. Ahora bien, esto s�lo es posible bajo el supuesto de que la actividad previsora de los hombres se extienda a per�odos del futuro cada vez m�s distantes. Un indio salvaje se afana sin descanso por cubrir sus necesidades para el d�a siguiente; un n�mada, que no consume todos los animales �tiles de que dispone, sino que se dedica a la cr�a de animales j�venes, produce bienes de los que s�lo dispondr� al cabo de algunos meses. En los pueblos de alta cultura, una parte nada desde�able de los miembros de la sociedad se dedican a la producci�n de bienes que s�lo contribuir�n a la satisfacci�n de necesidades humanas al cabo de varios a�os y hasta de varios decenios.

Los agentes econ�micos pueden, por tanto �gracias al hecho de que abandonan la econom�a de ocupaci�n y avanzan por el sendero de la producci�n de bienes de �rdenes superiores para la satisfacci�n de sus necesidades�, multiplicar los bienes de consumo inmediato de que disponen en virtud y en la medida de este progreso. Pero con una condici�n, a saber, que ampl�en los espacios temporales a que se extiende su actividad previsora en la misma medida en que progresan hacia los bienes de �rdenes superiores.

Hay en esta condici�n una importante limitaci�n del progreso econ�mico. El hombre dirige siempre su temerosa preocupaci�n a asegurarse los medios de consumo necesarios para la conservaci�n de su vida y de su bienestar en el presente y en el pr�ximo futuro. Esta preocupaci�n es d�bil cuanto m�s distante es el porvenir a que se extiende. Este fen�meno no es casual, sino que hunde sus ra�ces en la naturaleza humana. En efecto, en la medida en que la conservaci�n de nuestra vida depende de la satisfacci�n de nuestras necesidades, es evidente que la seguridad de la satisfacci�n de las necesidades de los espacios temporales m�s pr�ximos tiene prioridad sobre la de los espacios m�s distantes. Incluso en el caso de que de la disposici�n sobre una determinada cantidad de bienes dependa no nuestra vida, pero s� nuestro bienestar permanente (sobre todo nuestra salud), la conservaci�n de este bienestar en un futuro inmediato es, de ordinario, la condici�n previa para tenerlo tambi�n en �pocas posteriores. De poco nos sirve, efectivamente, disponer de los medios necesarios para la conservaci�n de nuestro bienestar en un remoto futuro si la necesidad y la miseria han destruido ya nuestra salud en el presente o han impedido nuestro desarrollo. Y lo mismo cabe decir respecto de aquellas otras satisfacciones de necesidades que s�lo tienen para nosotros la significaci�n de placeres. Tal como ense�a la experiencia, los hombres suelen dar mayor importancia a un placer del momento actual o de un pr�ximo futuro que a otro de la misma intensidad pero situado en un futuro m�s distante.

La vida humana es un proceso en el que las fases de desarrollo del futuro est�n siempre condicionadas por las fases precedentes. Un proceso que, una vez interrumpido, ya no puede reanudarse y, gravemente perturbado, no puede restablecerse en su total perfecci�n. Seg�n esto, la previsi�n para conservar nuestra vida y asegurar nuestro desarrollo en las fases posteriores tiene como presupuesto indispensable la preocupaci�n por las �pocas vitales anteriores. Podemos, de hecho, observar que �prescindiendo de fen�menos econ�micos enfermizos� los sujetos econ�micos se afanan primero por asegurar la satisfacci�n de las necesidades del futuro inmediato y s�lo despu�s atienden a los del futuro m�s distante, seg�n unas secuencias temporales.

La circunstancia que pone un l�mite a los esfuerzos de los agentes econ�micos por hacerse con cantidades de bienes de �rdenes superiores cada vez m�s elevados es la necesidad de utilizar ante todo los bienes de que actualmente disponen para la satisfacci�n de necesidades del futuro inmediato; s�lo despu�s pueden dedicarse a la preocupaci�n y previsi�n respecto de aquellos otros situados en un futuro m�s distante. Dicho de otra forma, la utilidad econ�mica que los hombres pueden conseguir del creciente empleo de bienes de �rdenes superiores para la satisfacci�n de sus necesidades est� condicionada por el hecho de que s�lo pueden disponer de cantidades de bienes para espacios temporales distantes una vez que han cubierto sus necesidades para un futuro inmediato.

En las primeras etapas de la evoluci�n cultural, y al comienzo de cada una de sus nuevas fases, cuando s�lo algunos agentes econ�micos aislados asumen la tarea de hacerse con bienes de �rdenes superiores (los primeros inventores, descubridores o, respectivamente, los primeros empresarios) suele carecer de car�cter econ�mico aquella parte de los bienes de este orden que hasta ahora no ten�an ninguna aplicaci�n en la econom�a humana y de los que, por tanto, a�n no exist�a ninguna necesidad. As�, el suelo en un pueblo cazador que inicia su etapa agr�cola, o los materiales de todo tipo hasta entonces no utilizados y que ahora comienzan a ser destinados por vez primera a la satisfacci�n de necesidades humanas (por ejemplo, la cal, la arena, la madera y las piedras de construcci�n, etc.), suelen conservar durante alg�n tiempo despu�s de introducida esta nueva fase su car�cter no econ�mico. Vemos, pues, que en los inicios de la cultura, los hombres econ�micos no dependen de la limitada cantidad de estos bienes para una utilizaci�n progresiva de los bienes de �rdenes superiores encaminados a la satisfacci�n de sus necesidades.

Hay otra parte de los bienes complementarios de orden superior que tiene de ordinario la caracter�stica de haber servido ya para la satisfacci�n de necesidades humanas, antes incluso de haber sido introducida, en el nuevo orden de bienes, en una de las ramas de la producci�n, es decir que ten�an ya un car�cter econ�mico. Pertenecen, por ejemplo, a este tipo de bienes las simientes y las fuerzas laborales que un individuo necesita para pasar de la econom�a de ocupaci�n a una econom�a agraria.

Estos bienes, que el individuo en cuesti�n utilizaba hasta ahora como bienes del primer orden y que tambi�n en adelante pueden desempe�ar esta funci�n, son necesarios, en la nueva etapa como bienes de un orden superior, en la medida en que este sujeto quiere participar en la utilidad econ�mica antes mencionada. Dicho con otras palabras, nuestro individuo puede elegir entre utilizar estos bienes para la satisfacci�n de una necesidad inmediata o casi inmediata, o bien reservarlos para tiempos situados en un futuro m�s distante.

Con la creciente evoluci�n de la cultura y la progresiva utilizaci�n de nuevas cantidades de orden superior a cargo de los sujetos econ�micos va adquiriendo tambi�n car�cter econ�mico una buena parte de los antes mencionados bienes de �rdenes superiores (por ejemplo: los terrenos, la cal, la arena, la madera, etc.) (cap�tulo II, apartado 1-b). Ahora bien, la posibilidad de participar de las ventajas econ�micas vinculadas a la utilizaci�n de bienes de �rdenes superiores, en contraposici�n a la actividad de mera ocupaci�n, y, en un estadio ulterior de la cultura, vinculadas incluso a la utilizaci�n de bienes de �rdenes superiores en contraposici�n a la limitaci�n a los medios de producci�n de orden inferior, depende de que un individuo disponga en el presente �y con destino a �pocas futuras� de cantidades de bienes econ�micos de orden superior (en todos aquellos lugares en donde se ha desarrollado ya un activo comercio y pueden intercambiarse bienes o cantidades de bienes econ�micos de todo tipo). Dicho con otras palabras: depende de que este individuo posea capital [11].

Con esta reflexi�n hemos alcanzado ya una de las verdades m�s importantes de nuestra ciencia, la que se refiere al principio de la productividad del capital. Pero este principio no debe entenderse en el sentido de que la disposici�n sobre cantidades de bienes econ�micos (existentes ya en el per�odo temporal precedente y destinados a otros per�odos m�s distantes) dentro de un determinado per�odo de tiempo pueda contribuir por s� misma y sin ulteriores condiciones a la ampliaci�n de los medios de consumo directo puestos a disposici�n del hombre. Tiene s�lo el sentido de que la disposici�n sobre cantidades de bienes econ�micos dentro de unos determinados per�odos de tiempo constituye para un sujeto econ�mico un medio para la mejor y m�s plena satisfacci�n de sus necesidades. Se trata, pues, de un bien, y de un bien econ�mico, all� donde las cantidades de utilizaciones del capital de que disponemos son menores que la necesidad de las mismas.

As� pues, la satisfacci�n m�s o menos completa de nuestras necesidades depende tanto de la disposici�n sobre cantidades de bienes econ�micos dentro de unos per�odos de tiempo determinados (es decir, de las utilizaciones del capital) como de nuestra disposici�n sobre otros bienes econ�micos. Por consiguiente, tambi�n aquellos bienes son objeto de nuestro juicio sobre el valor y, como veremos a continuaci�n, objeto igualmente del intercambio humano [12].

c) Sobre el valor de las cantidades complementarias de los bienes de orden superior

 Para transformar los bienes de orden superior [13] en otros de orden inferior se requiere un cierto espacio intermedio, es decir, que para la producci�n de bienes econ�micos es necesario poder utilizar el capital durante un per�odo de tiempo determinado. Este per�odo difiere de unos casos a otros seg�n sea la naturaleza del proceso de producci�n y, dentro de una misma rama de producci�n, es tanto mayor cuanto m�s alto es el orden de los bienes que deben utilizarse para la satisfacci�n de las necesidades humanas. Se trata de un per�odo temporal inseparable de cualquier tipo de producci�n.

 Dentro de este per�odo de tiempo, la cantidad de bienes econ�micos de que aqu� hablamos (el capital) est� ya asignada, es decir, no puede emplearse en otros objetivos de producci�n. Por consiguiente, para poder disponer de un bien o de una cantidad de bienes de orden inferior en un determinado momento futuro no basta con poseer de modo pasajero y en un concreto punto temporal los correspondientes bienes de �rdenes superiores, sino que depende adem�s de que conservemos en nuestro poder los bienes de orden superior de que estamos hablando durante un per�odo de tiempo m�s o menos largo, seg�n sea la naturaleza del proceso de producci�n, y de que los empleemos en los procesos productivos.

 En las secciones precedentes hemos visto que la disposici�n sobre cantidades de bienes econ�micos dentro de unos per�odos de tiempo dados tiene valor para los hombres econ�micos, como lo tienen otros bienes econ�micos, y es, por tanto, evidente que dondequiera se trate del valor que tiene para los sujetos econ�micos �y respecto del presente� la totalidad de los bienes de orden superior necesaria para producir un bien inferior, este valor s�lo puede ser igual al valor previsible del producto a condici�n de que se incluya tambi�n en el c�lculo el valor de la correspondiente utilizaci�n del capital.

 Si nos preguntamos, pues, sobre el valor de aquellos bienes de orden superior a trav�s de los cuales dispondremos en el curso de un a�o de una determinada cantidad de grano, advertiremos que el valor de la si miente, de la utilizaci�n del suelo, de los correspondientes trabajos agr�colas, etc., es decir, la totalidad de los bienes de orden superior necesarios para producir la mencionada cantidad de grano, encontrar�n su medida en el valor previsible de esta cantidad al cabo del a�o (cf. Cap�tulo III, apartado 3), pero s�lo bajo el supuesto de que en el c�lculo se haya introducido tambi�n el valor que representa el poder disponer de los correspondientes bienes econ�micos dentro del a�o y para el correspondiente sujeto econ�mico. En cambio, el valor de los bienes de orden superior a que nos venimos refiriendo es, de suyo, y en el presente, equivalente al valor del producto previsible, previa deducci�n del valor de la correspondiente utilizaci�n del capital.

Supongamos, para dar una expresi�n num�rica a lo que venimos diciendo, que el valor previsible del producto disponible al cabo de un a�o equivale a 100 y que el valor de la disposici�n sobre la cantidad de los correspondientes bienes econ�micos de orden superior dentro del a�o (el valor de la utilizaci�n del capital) equivale a 10. Es claro entonces que en el momento actual el valor de la totalidad de las cantidades suplementarias de bienes de orden superior requeridas para la producci�n del mencionado producto, excluida la utilizaci�n del capital correspondiente, no equivale para un sujeto econ�mico a 100, sino s�lo a 90. Si el valor de la utilizaci�n del capital fuera 15, entonces el otro valor s�lo ser�a 85.

El valor que para cada uno de los individuos econ�micos concretos tienen los bienes es, como ya hemos dicho varias veces, la base principal de la formaci�n del precio. Si, como la experiencia nos ense�a, los compradores de bienes de orden superior nunca pagan por los medios t�cnicos de producci�n complementarios necesarios para la producci�n de un bien de orden inferior [14] la totalidad del precio que previsiblemente tendr�n aquellos bienes, sino que s�lo pueden admitir y admiten de hecho precios algo inferiores, es decir, que la venta de bienes de orden superior tiene un cierto parecido con el descuento [15] �aunque el precio previsible del producto es siempre el fundamento del c�lculo�, este fen�meno tiene su explicaci�n en lo que hemos venido diciendo [16].

El proceso de transformaci�n de unos bienes del orden superior en otros de �rdenes inferiores o del primer orden est� condicionado adem�s, y bajo cualquier circunstancia �para ser un proceso econ�mico�, por el hecho de que lo prepara y dirige en sentido econ�mico un sujeto asimismo econ�mico. Es decir, se requiere alguien que haga los c�lculos econ�micos arriba mencionados y que encamine al proceso (o haga que otros encaminen) los bienes de orden superior, incluidas las prestaciones laborales t�cnicas. Esta as� denominada actividad empresarial [17], que en los primeros estadios de la cultura e incluso despu�s es desempe�ada de ordinario, y en el marco de negocios de reducido tama�o, por el mismo sujeto econ�mico que interviene a trav�s de sus personales prestaciones laborales t�cnicas en el proceso de producci�n, reclama no raras veces, a una con la creciente divisi�n del trabajo y el mayor tama�o de las empresas, la totalidad del tiempo del mencionado sujeto y se convierte en un elemento de la producci�n de bienes tan indispensable como los servicios laborales t�cnicos. Por consiguiente, esta actividad adquiere el car�cter de un bien de orden superior, de tal modo que es tambi�n un valor, ya que de ordinario tanto la producci�n como los bienes de orden superior son un bien econ�mico. Dondequiera se plantea el problema del valor que tienen en el momento actual las cantidades complementarias de bienes de orden superior es determinante, para establecer el valor de la totalidad, el valor previsible del producto correspondiente, aunque siempre bajo el supuesto de que en este �ltimo valor queda tambi�n incluido el valor de la actividad empresarial.

Sintetizando cuanto venimos diciendo, se advierte que el valor que tiene para nosotros, en el momento presente, la totalidad de las cantidades complementarias de bienes de orden superior (es decir, la totalidad de materias primas, fuerzas laborales, utilizaci�n de terrenos, m�quinas, herramientas, etc.) necesarias para la producci�n de un bien de orden inferior o del primer orden tiene su medida en el valor previsible del correspondiente producto. En el c�lculo de este valor deben incluirse no s�lo los bienes de orden superior requeridos para la producci�n t�cnica, sino tambi�n la utilizaci�n del capital y la actividad empresarial, ya que son condiciones previas tan absolutamente indispensables para toda producci�n econ�mica de bienes como puedan serlo los ya mencionados requisitos t�cnicos. Por consiguiente, el valor que tienen de suyo y en el momento actual los elementos t�cnicos de la producci�n no es igual al valor total previsible del producto, sino que se regula siempre de tal modo que quede abierto un margen para el valor de la utilizaci�n del capital y de la actividad empresarial.

d) Sobre el valor que tienen para nosotros cada uno de los bienes de �rdenes superiores

  El valor de un bien concreto o de una concreta cantidad de bienes, para el sujeto econ�mico que dispone de ellos, es, como ya hemos visto, igual a la significaci�n de aquella satisfacci�n de necesidades a las que tendr�a que renunciar en el caso de que no pudiera disponer del bien o de la cantidad de bienes correspondientes. Hemos podido llegar, sin mayores dificultades, a la conclusi�n de que tambi�n en el caso de los bienes de orden superior el valor de cualquier cantidad parcial de los mismos es igual a la significaci�n que tienen para nosotros aquellas satisfacciones de necesidades cuya seguridad depende de que tengamos a nuestra disposici�n los bienes en cuesti�n, a no ser que se oponga a ello la circunstancia de que un bien de orden superior no pueda ser utilizado en la satisfacci�n de las necesidades humanas por s� mismo, sino s�lo en conexi�n con otros bienes (los complementarios) de orden superior. En este �ltimo caso podr�a surgir la pregunta de si para la satisfacci�n de unas necesidades concretas dependemos no de la disposici�n sobre un bien concreto de orden superior o de una concreta cantidad del mismo, sino s�lo de la disposici�n sobre cantidades complementarias de estos bienes consideradas en su conjunto. En tal caso, s�lo estas cantidades tendr�an valor en s� mismas para el sujeto econ�mico.

Es cierto que s�lo disponemos de cantidades de bienes de orden inferior mediante las cantidades complementarias de los bienes de �rdenes superiores. Pero no es menos cierto tambi�n que en el proceso de producci�n pueden ponerse en contacto no s�lo unas determinadas cantidades fijas de cada uno de los bienes de orden superior, al modo como puede observarse en las combinaciones qu�micas, en las que s�lo un determinado n�mero de mol�culas de una materia se combina con otro n�mero igualmente determinado de mol�culas de otra materia, para producir un determinado producto qu�mico. La experiencia m�s universal nos ense�a, al contrario, que puede obtenerse una determinada cantidad de un bien cualquiera de orden inferior a partir de bienes de �rdenes superiores cuyas relaciones cuantitativas son muy diferentes entre s�. M�s a�n, no raras veces pueden desaparecer completamente uno o varios bienes de �rdenes superiores, que presentan car�cter complementario respecto de un grupo de determinados bienes de �rdenes superiores, sin que los restantes bienes pierdan por ello la capacidad de producir el bien de orden inferior respecto del cual poseen car�cter complementario. Para producir cereales se utilizan terrenos, semillas, fuerzas laborales, abonos, aperos de labranza, etc. Con todo, nadie admitir� que no pueda producirse tambi�n una determinada cantidad de grano incluso sin abonos y sin recurrir a la utilizaci�n de una buena parte de los aperos ordinarios de labranza, a condici�n de que se disponga de las suficientes cantidades de los restantes bienes de orden superior requeridos para la producci�n del grano.

La experiencia nos ense�a, pues, que pueden desaparecer a veces totalmente unos concretos bienes complementarios de orden superior sin que se interrumpa la producci�n de bienes del orden inferior. Y, con mucha mayor frecuencia a�n, podemos observar que unos determinados productos pueden obtenerse no s�lo a partir de unas determinadas cantidades de bienes de orden superior, sino que m�s bien hay, de ordinario, un amplio espacio de juego dentro del cual puede moverse y de hecho se mueve la producci�n. Todo el mundo sabe que, incluso en terrenos de una misma calidad, puede cosecharse una determinada cantidad de granos en fincas de muy distinta extensi�n, seg�n que el cultivo sea m�s o menos intenso, es decir, seg�n que se emplee una mayor o menor cantidad de los restantes bienes complementarios de orden superior. Y as�, puede compensarse un d�bil aporte de abono mediante la utilizaci�n de una mayor cantidad de fincas o mejor maquinaria o m�s intenso recurso a fuerzas laborales agr�colas. En conclusi�n, una menor cantidad de pr�cticamente todos y cada uno de los bienes de orden superior puede sustituirse mediante el correspondiente aumento de los restantes bienes complementarios.

 Pero incluso en el caso de que unos concretos bienes de orden superior no pueden ser sustituidos por las correspondientes cantidades de otros bienes complementarios y, por consiguiente, una disminuci�n de las cantidades disponibles de un bien concreto del orden superior implique la correspondiente disminuci�n del producto (por ejemplo, en la producci�n de determinadas sustancias qu�micas), la ausencia de uno de los medios de producci�n no reduce necesariamente a cero las cantidades de los restantes medios. De ordinario, estos �ltimos pueden utilizarse de hecho para la producci�n de otros bienes y, por ende, en definitiva, para la satisfacci�n de necesidades humanas, si bien �stas son �tambi�n de ordinario� menos importantes que las que podr�an haberse satisfecho si se dispusiera de la oportuna cantidad del bien complementario en cuesti�n.

 As� pues, la disposici�n sobre una cantidad concreta de un producto no depende normalmente de una determinada cantidad exactamente igual del bien de orden superior que sirve para producirlo; de este bien depende tan s�lo una cantidad parcial y, a menudo, s�lo una mejor calidad. El valor de una cantidad de un bien concreto de un orden superior no es, por tanto, igual a la significaci�n de las necesidades cuya satisfacci�n depende del producto total a cuya creaci�n sirve aquella cantidad, sino que s�lo es igual a la significaci�n de la satisfacci�n de aquellas necesidades que quedan cubiertas por la cantidad parcial del producto a la que habr�a que renunciar en el caso de que no se dispusiera de la cantidad de bien de orden superior de que se viene hablando. Pero all� donde la consecuencia de una disminuci�n de la cantidad disponible de un bien de orden superior ser�a no una disminuci�n de la cantidad, sino solamente una disminuci�n de la calidad del producto, el valor de la cantidad de un bien concreto del orden superior es igual a la diferencia entre la significaci�n de las necesidades que pueden cubrirse con un producto altamente cualificado y otro de menor calidad. En ambos casos, efectivamente, lo que depende de la disposici�n sobre la cantidad de un bien concreto de orden superior es la satisfacci�n de necesidades que tienen justamente esta significaci�n.

 Pero supongamos que la disminuci�n de la cantidad disponible de un bien concreto de orden superior implique una paralela disminuci�n del producto (por ejemplo, en ciertas sustancias qu�micas). Pues bien, ni siquiera en este caso perder�an su valor las restantes cantidades complementarias de bienes del orden superior, ya que pueden utilizarse para la producci�n de otros bienes de orden inferior y, por tanto, para la satisfacci�n de necesidades humanas, aunque tal vez sean necesidades algo menos importantes que en el caso contrario. As� pues, tampoco en tal caso el valor total del producto de que nos ver�amos privados por la falta de un bien concreto del orden superior ser�a determinante para valorar a este �ltimo. Lo �nico que contar�a ser�a la diferencia entre la significaci�n de la satisfacci�n de aquellas necesidades que quedar�an aseguradas si dispusi�ramos de la cantidad del bien de orden superior cuyo valor discutimos aqu�, y aquella otra de las satisfacciones de necesidades que se habr�an logrado en el caso contrario.

 Resumiendo los tres ejemplos anteriores, se desprende como ley de vigencia general para determinar el valor de una cantidad concreta de un bien de orden superior que este valor es igual a la diferencia entre la significaci�n de aquellas satisfacciones de necesidades que podr�amos obtener en el caso de que dispusi�ramos de la cantidad del bien del orden superior, cuyo valor analizamos, y aquellas otras que, en caso contrario, tendr�an que satisfacerse con la utilizaci�n econ�mica de la totalidad de los bienes de orden superior de que de hecho disponemos.

 La citada ley responde exactamente a la ley general de la determinaci�n del valor (apartado 2 de este mismo cap�tulo), porque la diferencia expresada en la primera de estas leyes caracteriza justamente la significaci�n de aquellas satisfacciones de necesidades que depende de nuestra disposici�n sobre un bien concreto de orden superior.

 Si relacionamos ahora esta ley con la que hemos establecido en p�ginas anteriores (54 y 55.) respecto del valor de las cantidades complementarias de bienes de orden superior necesarias para la producci�n de un bien, obtenemos el principio �de m�s amplio alcance� seg�n el cual el valor de un bien de orden superior es tanto m�s elevado cuanto mayor es el valor previsible del producto para un valor igual de los bienes complementarios requeridos para la producci�n del mismo o cuanto menor es el valor de los �ltimos cuando permanece igual el valor del producto final.

 e) Sobre el valor de la utilizaci�n del suelo y del capital y de las prestaciones laborales en particular [18]

 Las fincas no ocupan una posici�n excepcional en el c�rculo de los restantes bienes. Si se las utiliza para fines de placer o esparcimiento (como jardines de recreo, pistas de carreras, etc), son bienes del primer orden; si se las utiliza para la producci�n de otros bienes, son bienes de �rdenes superiores, al igual que otros muchos. Siempre, pues, que se trate de la determinaci�n de su valor o del de la utilizaci�n del suelo, tienen aplicaci�n las leyes generales sobre este punto y, en la medida en que tienen el car�cter de bienes de orden superior, deben aplicarse en concreto aquellas que hemos desarrollado respecto de este tipo de bienes.

Una difundida escuela de economistas pol�ticos ha advertido, con evidente acierto, que no es razonable fundamentar el valor de las tierras o de las fincas sobre el trabajo o sobre los desembolsos de capital. Pero de aqu� derivan la conclusi�n de que las fincas ocupan una situaci�n excepcional en el �mbito de los bienes. Es palpable el error metodol�gico de que adolece este razonamiento. El hecho de que un grupo importante y numeroso de fen�menos no pueda ser explicado por las leyes generales de la ciencia que se ocupa de ellos es prueba evidente de que esta ciencia necesita una reforma, pero no es una raz�n para recurrir a medios metodol�gicos auxiliares m�s que discutibles para poner aparte unos casos cuya naturaleza es totalmente similar a la de los restantes objetos de la observaci�n y mucho menos para fijar principios generales diferentes para cada tino de los dos grupos.

Este conocimiento ha dado pie, recientemente, a muy diversas tentativas para incluir las utilizaciones del suelo y de las fincas �al igual que los restantes bienes� en el marco del sistema de la econom�a pol�tica y para fundamentar su valor o, respectivamente, los precios que pueden alcanzar, siguiendo los principios dominantes, en el trabajo humano o en los desembolsos de capital [19].

Son bien evidentes las violencias a que conduce inevitablemente este intento tanto respecto de los bienes en general como de los terrenos y fincas en particular. Que una finca haya sido arrancada al mar con inmenso esfuerzo humano o sea el resultado de un proceso de aluvi�n, sin el menor trabajo del hombre, que estuviera al principio ocupada por la selva virgen o cubierta de piedras y haya debido ser talada, saneada y cubierta con tierra f�rtil a costa de grandes fatigas y duros sacrificios econ�micos o bien estuviera ya desde el principio despejada de arbolado y en �ptimas condiciones de fertilidad, son cuestiones importantes para valorar su fertilidad natural y tambi�n para el problema de si es econ�micamente razonable destinar a la mejora de esta finca los mencionados bienes econ�micos. Pero no tienen ninguna importancia cuando lo que se discute es las relaciones econ�micas generales de la misma y en particular su valor, es decir, la significaci�n que revisten para nosotros los bienes respecto de la satisfacci�n de necesidades futuras [20].

 Estos nuevos intentos por fijar el valor de los usos del suelo y respectivamente de las fincas mismas sobre la base del desembolso de capital o del trabajo deben considerarse tan s�lo como el resultado del esfuerzo por acomodar la hoy prevaleciente teor�a de las rentas (es decir, aquella parte de nuestra ciencia que menos se contradice �en t�rminos relativos� con los fen�menos de la vida real) a los errores en curso introducidos en los principios supremos de la econom�a. Pero en contra de ellos, y sobre todo bajo la forma en que los ha expuesto Ricardo [21], debe alzarse la objeci�n de que lo que aqu� se destaca no es el principio del valor que tienen para los hombres econ�micos los usos del suelo [22], sino que sencillamente se pone de relieve un factor aislado de su diferencia, que luego, err�neamente, se eleva a la categor�a de principio general.

 Esta diferente �ndole y situaci�n de las fincas y terrenos es sin duda una de las causas m�s importantes de la diferencia del valor de los usos del suelo y de los terrenos mismos. Pero aparte �sta, hay otras causas que explican la diferencia del valor de estos bienes. La diferencia no es el principio determinante de dichos bienes y menos a�n el principio del valor de los usos del suelo y de los terrenos. Si todas las fincas fueran de una misma �ndole y tuvieran la misma favorable situaci�n, no podr�an, seg�n Ricardo, producir ninguna renta. Y, sin embargo, nada hay tan seguro como que, en casos as�, desaparecer�a un factor concreto de la diferencia de las rentas producidas por los terrenos, pero nunca desaparecer�n ni la totalidad de dichas diferencias ni las rentas. Por otra parte, no es menos claro que en una regi�n en la que exista una gran falta de suelo, hasta los terrenos m�s desfavorables y menos cualificados producir�n una renta, sin que este fen�meno pueda ser explicado por la teor�a de Ricardo.

La forma concreta en que aparecen los terrenos y los usos del suelo son objeto de nuestro c�lculo del valor exactamente igual que todos los bienes restantes. Tambi�n ellos tienen un valor s�lo en cuanto que dependemos de ellos para la satisfacci�n de nuestras necesidades. Los factores determinantes de este valor no son otros sino aquellos que hemos descubierto ya (apartados 2� y 3� de este mismo cap�tulo) al referirnos a los bienes en general [23]. Por consiguiente, tambi�n en este caso s�lo puede llegarse a una m�s profunda comprensi�n de la diferencia de su valor por el camino de contemplar los usos del suelo y de las fincas desde los puntos de vista generales de nuestra ciencia y, en la medida en que son bienes de �rdenes superiores, sobre la base de considerarlos en la perspectiva de sus relaciones con los correspondientes bienes de orden inferior y en particular de los bienes complementarios.

Hemos llegado en p�ginas anteriores al resultado de que la totalidad de los bienes de orden superior necesaria para la producci�n de un bien (incluida la utilizaci�n del capital y la actividad empresarial) encuentra la medida de su valor en el valor previsible del producto. Siempre que se utiliza el suelo para la producci�n de bienes de orden inferior, encuentra la medida de su valor �en conexi�n con los restantes bienes complementarios� en el valor previsible del bien de orden inferior o, respectivamente, del primer orden a cuya producci�n ha sido destinado. Y seg�n que este �ltimo valor sea mayor o menor, determina a su vez �dentro de una misma circunstancia�, el mayor o menor valor de los primeros. Pero por lo que hace al valor que tienen de suyo para los hombres econ�micos las concretas utilizaciones del suelo o, respectivamente, las fincas concretas, se regula, al igual que todos los dem�s bienes de orden superior, por el principio de que el valor de un bien de orden superior es tanto mayor cuanto mayor es el valor del producto previsible y tanto menor �bajo unas mismas circunstancias� cuanto menor es el valor de los bienes complementarios de orden superior [24].

 Por consiguiente, el valor de la utilizaci�n del suelo se halla sujeto a las mismas leyes generales que regulan, por ejemplo, la utilizaci�n de m�quinas, herramientas, viviendas, f�bricas y de todos los restantes bienes econ�micos, sea cual fuere su �ndole.

Pero lo anteriormente dicho no pretende negar las peculiares caracter�sticas que tiene la utilizaci�n del suelo o de los terrenos, como las tienen tambi�n, por lo dem�s, otros machos g�neros de bienes. Los bienes de que venimos hablando s�lo est�n de ordinario a disposici�n de un pueblo en unas cantidades determinadas, dif�cilmente ampliables. Son, adem�s, bienes inamovibles y de calidades extremadamente diferentes. A estas tres causa pueden reducirse todas las peculiaridades de los fen�menos de valor, tal como hemos podido advertir a prop�sito de la utilizaci�n del suelo y de los terrenos. Estas peculiaridades, tomadas en su conjunto, y en cuanto referidas a las cantidades y cualidades de los terrenos de que disponen los agentes econ�micos en general y los habitantes de unos determinados territorios en particular, son, por tanto, factores de la determinaci�n del valor que, como ya hemos visto, influyen no s�lo en el valor de los usos del suelo y de las fincas, sino tambi�n en todos los restantes bienes. Por tanto, sus fen�menos de valor no revisten ning�n car�cter excepcional.

La circunstancia de que tambi�n se quiera incluir el precio de las prestaciones laborales [25], al igual que el de las utilizaciones del suelo y con no menores violencias que en este �ltimo caso, en el precio de los costes de la producci�n, ha llevado tambi�n respecto de esta categor�a de fen�menos del precio a la formulaci�n de principios espaciales. El m�s com�n de los trabajos �se dice� debe ser suficiente para alimentar al trabajador y a su familia, pues en caso contrario no se podr�an proporcionar a la sociedad, de forma permanente, los servicios que necesita. Pero el trabajo tampoco puede ofrecer algo que vaya mucho m�s all� de los medios de subsistencia, pues en caso contrario se producir�a una multiplicaci�n de los trabajadores que empujar�a de nuevo a la baja �hasta descender al nivel precedente� el precio de las prestaciones laborales. El m�nimo existencial, entendido en el sentido dicho, se convierte as� en el principio a tenor del cual se regula el precio del trabajo m�s com�n, mientras que el mayor precio de las restantes prestaciones laborales se explicar�a por las inversiones del capital o, respectivamente, por las rentas del talento o cosas similares.

Ahora bien, la experiencia nos ense�a que existen unas concretas prestaciones laborales que son, para los agentes econ�micos, totalmente in�tiles y hasta perjudiciales y, por tanto, no son bienes, y otras que, aun teniendo la cualidad de bienes, carecen de car�cter econ�mico y no manifiestan ning�n valor y, por consiguiente, y al igual que las primeras (como veremos adelante) no pueden tener ning�n precio. (Entran en este apartado todas aquellas prestaciones laborales de las que, por la raz�n que fuera, la sociedad dispone de tan grandes cantidades que tienen el car�cter de no econ�micas, por ejemplo, los servicios vinculados a cargos no retribuidos, etc.). As� pues, las prestaciones no son siempre, por s� mismas y bajo todas las circunstancias, bienes, y menos a�n bienes econ�micos y, por ende, tampoco tienen necesariamente un valor. En conclusi�n, tampoco puede fijarse para toda prestaci�n laboral un precio, y menos a�n un precio determinado.

La experiencia nos ense�a asimismo que muchas de las prestaciones laborales de un trabajador no pueden intercambiarse ni siquiera por los medios de subsistencia m�s imprescindibles [26], mientras que hay, en cambio, otros trabajos por los que se reciben cantidades de bienes que superan f�cilmente diez, veinte y hasta cien veces lo necesario para garantizar la subsistencia de un ser humano. Pero incluso all� donde las prestaciones laborales de una persona equivalen a sus medios de subsistencia, este hecho es tan s�lo la consecuencia de la circunstancia accidental de que estas prestaciones pueden intercambiarse �a tenor de los principios generales de la formaci�n del precio� precisamente contra este precio y no contra otro. En definitiva, los medios de subsistencia del trabajador, o los m�nimos existenciales, no pueden ser ni la causa inmediata ni el principio determinante del precio de las prestaciones laborales [27].

En realidad, el precio de unas prestaciones laborales concretas se rige tambi�n, como veremos, exactamente igual que todos los dem�s bienes, por su valor. Y este �ltimo se regula a su vez �como ya se ha dicho� por la magnitud de la significaci�n de aquellas satisfacciones de necesidades de que nos ver�amos privados si no dispusi�ramos de las correspondientes prestaciones laborales. Y, en el caso de que estas prestaciones sean bienes de orden superior, el valor se establece directa e inmediatamente a tenor del principio seg�n el cual estos bienes tienen un valor tanto mayor para los agentes econ�micos cuanto mayor es el valor previsible del producto para un mismo valor de los bienes complementarios de orden superior o, respectivamente, tanto m�s bajo cuanto menor es el valor de estos �ltimos.

La teor�a seg�n la cual el precio de los bienes se explica por el valor de los bienes de orden superior necesarios para la producci�n de los primeros es tambi�n inadecuada para fijar el precio de las utilizaciones del capital. Ya hemos explicado antes, por extenso, las causas �ltimas del car�cter econ�mico o, respectivamente, del valor de los bienes de este tipo. Hemos aludido tambi�n a los errores de la teor�a que considera el precio de las utilizaciones del capital como una compensaci�n al capitalista por su sobriedad. En realidad, y tal corno veremos m�s adelante, el precio a fijar por las utilizaciones de capital es tambi�n una consecuencia de su car�cter econ�mico y de su valor. Tambi�n aqu� �como en cualquier otro tipo de bienes� tiene plena vigencia el principio que determinan el valor de los bienes en general [28].

[1] Todos los modernos pensadores alemanes que han analizado con criterio propio la teor�a del valor han intentado determinar los elementos comunes a todas las formas bajo las que se manifiesta el valor de los bienes, es decir, han intentado fijar el concepto general del �valor�. Otro tanto cabe decir del intento por distinguir entre el valor de uso de los bienes y la mera utilidad. Friedl�nder (Theorie des Werthes, Dorpater Univer. Progr., 1852. p�g. 48) define el valor como �la relaci�n, conocida en el juicio humano, en virtud de la cual una cosa puede ser medio para conseguir un fin deseable por s� mismo� (cf. tambi�n STORCH, Cours d��conomie politique, vol. I, p�g. 36). Ahora bien, dado que esta relaci�n (siempre que el fin deseable en s� mismo sea la satisfacci�n de una necesidad humana o al menos est� en conexi�n con dicha satisfacci�n) fundamenta precisamente la utilidad de una cosa, la anterior definici�n coincide con aquella otra en la que el valor de los bienes se concibe como una �aptitud-para-el-fin� (Zweck-Tauglichkeit) en cuanto conocida, es decir, la utilidad conocida de una cosa. Pero como la utilidad no es sino un presupuesto general de la cualidad de los bienes, la definici�n de Friedl�nder �prescindiendo aqu� de que pasa por alto la esencia del valor� resulta tambi�n demasiado amplia. De hecho, este mismo autor llega a la conclusi�n (p�g. 50) de que tambi�n los bienes no econ�micos son objeto de la valoraci�n de los hombres, exactamente igual que los econ�micos. Knies (�Lehre vom Werth�, T�binger Zeitschrift, 1855, p�g. 423) reconoce �al igual que muchos de sus predecesores- que el valor es el grado de utilidad de un bien para alanzar los fines humanos (cf. todav�a las ediciones m�s antiguas del System de Roscher, I, � 4). No puedo aceptar esta opini�n tal como se la plantea, porque aunque es cierto que el valor es una magnitud que puede medirse, la medida no pertenece a su esencia, como tampoco forma parte de la esencia del tiempo o del espacio la circunstancia de que se les pueda medir. De hecho, el mismo Knies advierte bien las dificultades con que tropiezan las consecuencias extra�das de esta concepci�n del valor, porque admite la definici�n del concepto del valor como utilidad, como cualidad de los bienes en s�, y hace notar que �la teor�a del valor ha sido construida en algunos pasajes a base de combinar las dos significaciones de a palabra �valor� �, de modo que no se llega a un concepto unitario. Sch�ffle (T�binger Universit�tsschrift, 1862, secci�n 5, p�g. 10) parte de la idea de que cuando se quiere hablar de econom�as y de bienes econ�micos �es siempre necesaria una relaci�n potencial o actual, configurada por el hombre con voluntad consciente, entre la persona y las cosas exteriores impersonales. Esta relaci�n puede partir tanto del objeto como del sujeto econ�micos. En este sentido, ser�a objetiva la utilidad y subjetivo el valor del bien. La utilidad ser�a la capacidad o virtualidad de la cosa para servir a un objetivo humano. El valor ser�a la significaci�n que tiene el bien, en virtud de su utilidad, para la persona econ�mica consciente de sus fines.� Tambi�n esta definici�n del concento de valor es demasiado amplia, como el propio Sch�ffle admite cuando, en sus escritos posteriores (Das gesellschaftliche System, 1867, p�g. 6) define el valor como �la significaci�n de un bien en raz�n del sacrificio necesario para producirlo�. Efectivamente, tambi�n los bienes no econ�micos tienen utilidad y tambi�n ellos se hallan insertos en la antes mencionada relaci�n de la conciencia de los fines. Pero no por eso tienen valor. Es cierto que la antigua definici�n presentada por Sch�fle no limita el valor a los bienes econ�micos, aunque este agudo investigador (T�binger Universit�tsschrift, 1862. loc. cit., p�g. 11) advierte con absoluta claridad la circunstancia de que en los bienes no econ�micos no pue den producirse fen�menos de valor. Pero la nueva definici�n de nuestro autor pasa al extremo contrario y es demasiado estrecha, porque es de todo punto seguro que existen numerosos bienes econ�micos, puestos a disposici�n de los hombres sin el m�s m�nimo esfuerzo o sacrificio por parte de �stos (por ejemplo, la tierra acarreada por aluvi�n, etc.) y otros que no podr�an conseguirse ni con los m�s denodados esfuerzos econ�micos (por ejemplo, las configuraciones geogr�ficas naturales). Con todo, estas reflexiones permiten comprender m�s profundamente uno de los factores determinantes de la esencia del valor que, como dice Sch�ffle, no est� constituida ni por la virtualidad objetiva en s� (T�binger Universit�tsschrift, p�g. 11), ni tampoco por el grado de utilidad (ibid., p�g. 31), sino por la signficaci�n del bien para el sujeto econ�mico.

 Tambi�n R�sler (Trheorie des Werthes, Hildeb. Jakrb�cher, 1868, IX, p�ginas 272 ss., 406 ss.) aporta una serie de interesantes ideas para una recta comprensi�n del valor. Este autor llega a la conclusi�n de que no es correcta la distinci�n tradicional entre el valor de uso y el valor de intercambio y de que el concepto de valor es absolutamente inconciliable con el factor del uso �til de las cosas. Afirma, por el contrario, que el concepto de valor es un concepto unitario, que designa la calidad de riqueza de las cosas y alcanza su manifestaci�n concreta mediante la aplicaci�n del ordenamiento jur�dico de la propiedad. De lo dicho se desprende claramente cu�l es el aut�ntico punto de vista de R�sler y se advierte asimismo el paso adelante que supone su concepci�n, ya que acierta a trazar los l�mites exactos del c�rculo de los objetos de valor y distingue estrictamente entre la utilidad y el valor de los bienes. No puedo, en cambio, sentirme de acuerdo con R�sler cuando hace de la cualidad de riqueza de un bien, que en definitiva no es sino una consecuencia de la ya mencionada relaci�n cuantitativa, como lo es tambi�n el valor, el principio de este �ltimo. Tambi�n me produce alg�n reparo el hecho de que R�sler tome de la jurisprudencia su concepto de la cualidad de la riqueza (p�gs. 295, 302 ss.; cf. tambi�n Ch. Schl�zer, Anfangsg. I, � 15). El valor de los bienes, al igual que su car�cter econ�mico, es independiente de las manifestaciones sociales de la econom�a humana, independiente del ordenamiento jur�dico o independiente incluso de la existencia misma de la sociedad. Este valor aparece hasta en las formas econ�micas m�s aisladas y, por consiguiente, no hunde sus ra�ces en los ordenamientos jur�dicos. De entre las antiguas tentativas por fijar el concepto del valor, mencionaremos aqu� las de Montanari (� 1687) (Della Moneta, IIl, p�g. 43 de la edici�n Custodi). La definici�n de Condillac presenta semejanzas nada desde�ables con algunas recientes elaboraciones de esta teor�a en Alemania.

[2] Ya hemos analizado extensamente, en el cap�tulo anterior, las tentativas por explicar la diferencia entre los bienes econ�micos y los no econ�micos a partir del hecho de que los primeros son producto del trabajo y los segundos �dones espont�neos de la naturaleza�. Los primeros se nos presentan como objetos de la actividad de intercambio y los segundos no, y llegamos as� a la conclusi�n de que el car�cter econ�mico de los bienes es independiente de estos dos factores. Otro tanto cabe decir del valor. Este, al igual que el car�cter econ�mico de los bienes, es la consecuencia de la ya muchas veces mencionada relaci�n entre necesidad y cantidad disponible de los bienes. Las mismas razones que impiden que se definan los bienes econ�micos como �productos del trabajo� o, respectivamente, como �bienes de intercambio� exclu yen tambi�n la aplicaci�n de estos criterios para fijar la diferencia entre los bienes que tienen valor para nosotros y aquellos otros que no lo tienen.

[3] De la mano de la confusi�n entre el �valor de uso� y la utilidad surge tambi�n la teor�a del valor abstracto de los bienes. En el origen de esta teor�a se halla asimismo la confusi�n entre �valor de uso� y �grado de utilidad� o �utilidad conocida� (cf. RAU, Volkswirthschraftslehre, � 58 ss. 1863). Una especie puede tener ciertas propiedades �tiles, que capacitan a unos bienes concretos para la satisfacci�n de unas concretas necesidades humanas, aunque el grado de utilidad puede ser diferente en las diferentes especies y respecto de unos determinados fines de uso (distinta calidad de la encina y de las mimbres como material combustible, por poner un ejemplo); con todo, ni a la utilidad de la especie ni al diferente grado de utilidad de los diferentes g�neros o especies se les puede llamar �valor�. Los individuos econ�micos no disponen de las especies, sino s�lo de bienes concretos y, por tanto, s�lo �stos son bienes y, en definitiva, objetos de nuestra econom�a y de nuestros c�lculos de valor (cf. O. MICHAELIS, �Das Capitel vom Werthe�, Vierteljahrsschrift F. V. W., 1863, I, p�g. 16 ss.).

[4] Del mismo modo que un an�lisis a fondo de los procesos an�micos nos presenta el conocimiento de las cosas exteriores �nicamente como la conciencia de las repercusiones que las cosas ejercen sobre nosotros, es decir, en definitiva, como el conocimiento de un estado o situaci�n de nuestra propia persona, as� tambi�n toda la importancia que concedemos a los objetos del mundo es s�lo, en definitiva, un reflejo de la importancia o significaci�n que tiene para nosotros la conservaci�n de nuestra naturaleza, tanto en su esencia intima como en su evoluci�n extr�nseca, es decir, la importancia que damos a nuestra vida y a nuestro bienestar. As� pues, el valor no es algo inherente a los bienes, no es una propiedad intr�nseca de los mismos, sino s�lo la significaci�n que concedemos en primer t�rmino a la satisfacci�n de necesidades o, lo que es lo mismo, a nuestra vida y nuestro bienestar y que luego, con l�gica consecuencia, trasladamos a los bienes econ�micos, como causas exclusivas de aquella satisfacci�n.

[5] En esta falsa idea se basa la afirmaci�n de Proudhon (Syst�me des contradictions �conomiques, cap. II, � 1) de que existe una contradicci�n insuperable entre el valor de uso y el valor de intercambio.

[6] Si un bien tiene capacidad para satisfacer varias necesidades espec�ficamente diferentes y cada uno de los actos de esta satisfacci�n tiene una significaci�n decreciente a medida que se va satisfaciendo la necesidad, tambi�n en este caso los agentes econ�micos utilizan las cantidades de que disponen en primer lugar para asegurar aquellos actos que tienen para ellos �y prescindiendo de la especie de la necesidad� la m�xima significaci�n; utilizan el resto para cubrir las necesidades concretas cuya significaci�n viene a continuaci�n de las primeras y prosiguen as�, por orden decreciente de importancia. Con este procedimiento se consigue que las necesidades m�s importantes todav�a no satisfechas tengan en cada caso �dentro de la diferencia espec�fica de las distintas necesidades antes mencionada- una misma significaci�n, es decir, que alcancen el mismo grado de satisfacci�n en sus actos concretos.

[7] Imaginemos que un individuo econ�mico necesita para la plena satisfacci�n de la totalidad de sus necesidades �escalonadas del 10 al 1 por orden decreciente de importancia� 10 bienes concretos o cantidades de bienes (es decir, 10 C), pero que s�lo dispone de 7 bienes o cantidades de bienes (esto es, 7 C). En este caso, y a tenor de cuanto hemos venido diciendo acerca de la naturaleza de la econom�a humana, es seguro, en primer t�rmino que el mencionado sujeto s�lo podr� satisfacer con la cantidad de bienes de que dispone (con 7 C) aquellas necesidades cuya importancia va de 10 a 4, mientras que las otras, escalonadas del 3 al 1, deber�n quedar incumplidas. �Qu� valor tendr�a era este caso un bien concreto o, respectivamente, una de las 7 cantidades (es decir, 1 C) para nuestro individuo econ�mico? A cuanto sabemos sobre la esencia del valor de los bienes, �no equivale esta pregunta a la otra de la significaci�n de aquellas necesidades que no podr�an ser satisfechas en el caso de que el mencionado individuo dispusiera de s�lo 6 bienes o cantidades de bienes (6 C) en vez de 7? Es evidente que, si por un azar o suceso cualquiera, esta persona se viera privada de uno de los 7 bienes u cantidades parciales de bienes de que dispon�a, con los 6 restantes intentar�a satisfacer sus necesidades m�s importantes, renunciando a las que tuvieran una importancia menor. Por consiguiente, la p�rdida de un bien o de una de las ya citadas cantidades parciales no tendr�a otro resultado que el de dejar insatisfecha aquella necesidad cuya importancia es m�s peque�a en el conjunto de aquellas cuya satisfacci�n estaba asegurada con la cantidad disponible total (es decir, con 7 C). En nuestro caso, se tratar�a de la necesidad cuya importancia equivale a 4, mientras que se seguir�an satisfaciendo, igual que antes, las necesidades �o los actos concretos de las mismas� cuya importancia se eval�a del 10 al 5. As� pues, en el mencionado caso s�lo depender�a de la disposici�n sobre un bien concreto o una cantidad parcial del mismo, la satisfacci�n de una necesidad cuya importancia hemos designado con el 4. Esta importancia ser�a �siempre que la persona de referencia dispusiera de 7 bienes concretos o de las 7 cantidades parciales mencionadas� el valor de cada bien concreto o cantidad parcial. Y es que, efectivamente, en el caso descrito, de aquel bien o cantidad parcial del mismo s�lo depender�a la satisfacci�n de una necesidad cuya magnitud tiene id�ntica significaci�n. Pero si, permaneciendo iguales las restantes circunstancias, nuestro sujeto econ�mico dispusiera tan s�lo de 5 bienes o cantidades parciales, no es menos claro que entonces, y mientras se mantuviera esta situaci�n econ�mica, cada bien concreto o cantidad parcial concreta tendr�a para nuestro sujeto una significaci�n expresada con el n�mero 6. Si dispusiera de 3 bienes o cantidades parciales, la significaci�n se expresar�a con el n�mero 8, hasta llegar a un punto cuya expresi�n num�rica seria el 10, cuando s�lo dispusiera de un bien.

[8] Ya Arist�teles acometi� la tentativa de descubrir una medida del valor de uso de los bienes y de convertirlo en el fundamento del valor de intercambio de los mismos. �Debe haber algo, dice (Ethica ad Nic., V. 8), que pueda ser medida de todo... Esta medida no es en realidad otra cosa sino la necesidad que lo mantiene todo unido, pues si, efectivamente, no se necesitara nada, o se necesitara todo de una misma manera, entonces no habr�a intercambio de bienes.� En este mismo sentido escribe Galiani (Della Moneta, L. I, cap. II, p�g. 27 de la edici�n de 1780): �Essendo varie le disposizioni degli animi umani e varii i bisogni, vario � il valore delle cose.� Turgot, que analiz� a fondo este problema en un tratado titulado Valeurs et Monnaies, del que s�lo han llegado hasta nosotros algunos fragmentos, dice (loc. cit., p�g. 81, Daire) que apenas la cultura ha alcanzado un cierto nivel, comienzan los hombres a comparar sus mutuas necesidades, para tomar las providencias necesarias en orden a procurarse los bienes seg�n el grado de necesidad y utilidad de cada uno de ellos (los fisi�cratas utilizan muy a menudo la palabra besoins para expresar este concepto). Al valorar los bienes el hombre tiene tambi�n en cuenta la mayor o menor dificultad para obtenerlos, de lo que Turgot extrae la siguiente conclusi�n (ibid., p�g. 83): �La valeur estimative d�un objet, pour l�homme isol�, est pr�cisement la portion du total de ses facult�s, que r�pond au d�sir qu�il a de cet objet, ou celle qu�il veut employer � satisfaire ce desir.� Condillac llega a otros resultados. Seg�n �l (Le comnerce et le gouvernement, 1777, p�g. 250 ss.. Daire): �On dit qu�une chose est utile, lorqu�elle sert � quelquesuns de nos besoins. D�apr�scette utilit�, nous l�estimons plus ou moins. Or, cette �stime est ce que nous appelons valeur.� As� pues, mientras que para Turgot el esfuerzo que el hombre debe desplegar para conseguir un bien es la medida del valor de uso de este bien, para Condillac esta medida es el grado de su utilidad: se trata de dos concepciones b�sicas, que luego reaparecen una y otra vez en los escritos de los economistas pol�ticos ingleses y franceses. El problema de la medida del valor de uso ha merecido profundos estudios por parte de los autores alemanes. En un pasaje muchas veces citado en el que B. Hildebrandt rechaza las contradicciones que Proudhon cree descubrir en la teor�a del valor entonces predominante (National�konomie der Gegenwart und Zukunft,1848, p�g. 318 ss.), dice: �Dado que el valor de uso es siempre una relaci�n de la cosa al hombre, todo g�nero de bienes tiene la medida de su valor de uso en la suma y en la jerarqu�a de las necesidades humanas que satisface, de modo que donde no hay hombres ni necesidades, tampoco existe el valor de uso. As� pues, la suma del valor de uso que posee cada g�nero de bienes es siempre invariable, en tanto no se modifiquen las necesidades de la sociedad humana, y este valor se distribuye entre cada una de las partes o porciones concretas del g�nero, seg�n la cantidad de cada una de ellas. Cuanto mayor sea el n�mero de partes, menor ser� el valor de utilidad que encierra cada una de ellas, y a la inversa.� Esta exposici�n, que proporciona un considerable impulso a la investigaci�n, tiene, con todo, das lagunas que, como veremos m�s adelante, han advertido y procurado llenar los posteriores analistas de esta teor�a. Por valor de un �g�nero de bienes� no puede entenderse otra cosa, en el contexto anterior, sino el valor que tiene para la sociedad humana la totalidad de los bienes disponibles de un g�nero. Ahora bien este valor no tiene una naturaleza real, es decir, no existe en la realidad, ya que s�lo se manifiesta en el individuo y s�lo respecto de unas concretas cantidades de bienes (of. supra, p�g. 92). Pero ni siquiera prescindiendo de este aspecto es decir, incluso considerando el anterior �valor del g�nero� como la totalidad del valor que los bienes concretos de un g�nero tienen para cada uno de los miembros de la sociedad a cuya disposici�n se encuentran, es admisible la anterior afirmaci�n de Hildebrandt, porque es bien claro que ya una diferente distribuci�n de los bienes de que hablamos �por no mencionar el cambio de la cantidad disponible del mismo� modifica el �valor del g�nero� y, bajo determinadas circunstancias, lo eliminar�a en su totalidad. As� pues, el �valor del g�nero�, tomando las palabras en su sentido propio, esto es, cuando no se confunde la �utilidad�, la �utilidad conocida� o, respectivamente, el �grado de utilidad� con el �valor� en s�, no tiene una naturaleza real, no existe en la realidad. Por consiguiente, el valor del g�nero, o en el sentido de la totalidad del valor de los bienes concretos de un determinado g�nero para cada uno de los miembros de la sociedad humana, no constituye �ni siquiera en el caso de que no se modifiquen las necesidades de estos �ltimos- una magnitud inmutable. En definitiva, la base de que parte Hildebrandt para sus c�lculos es m�s que discutible. A todo ello se a�ade la circunstancia de que este autor no tiene en cuenta el hecho de que la satisfacci�n de cada una de las necesidades concretas de los hombres tiene muy diversa significaci�n, cuando distribuye el �valor del g�nero� entre cada una de las piezas o porciones de dicho g�nero, seg�n la cantidad de cada pieza (cf. ya el T�b. Zeitschrift de Knies, 1855, p�g 463 ss). La aut�ntica aportaci�n de la anterior teor�a de Hildebrandt radica en su aguda observaci�n, v�lida para todas las �pocas, de que el valor de uso de los bienes se multiplica cuando disminuye la cantidad disponible de los mismos, y a la inversa. Pero Hildebrandt va sin duda demasiado lejos cuando admite que se da siempre y en todas partes una estricta proporcionalidad.

Friedl�nder ha acometido la tentativa de solucionar el anterior problema desde otro punto de vista (Die Theorie des Werthes, Dorpater Univ. Schr., 1852, p�g. 60 ss.). Este autor llega a la conclusi�n de que �la unidad de necesidad concreta media (la media de las unidades de necesidad especiales descubiertas entre las diferentes clases de la sociedad) es la expresi�n general del valor de uso objetivo econ�mico y que la fracci�n que expresa las cuotas con que contribuye cada una de las utilidades a la unidad de satisfacci�n y que indica la relaci�n de valor de las mismas respecto de la unidad media concreta de satisfacci�n representa la medida del valor objetivo de cada una de las utilidades concretas�. A mi entender, esta soluci�n del problema tropieza con la objeci�n de que en ella se ignora totalmente el car�cter subjetivo del valor de los bienes, pues pretende �inventarse� un �hombre medio� con unas �necesidades medias�. Baste con notar aqu� que, de ordinario, el valor de uso que un mismo bien tiene para dos personas suele ser sumamente diferente, seg�n sea la medida de la necesidad de cada una de ellas y la cantidad de bien de que disponen. �La fijaci�n del valor de uso respecto del hombre medio� no resuelve en realidad el problema, porque de lo que se trata es de fijar la medida del valor de uso de los bienes tal como podemos observarlo en los casos concretos y con referencia a los hombres concretos. Lo �nico que consigue Friedl�nder es definir la medida del �valor objetivo� de cada uno de los bienes (cf. p�g. 68), pero tal valor objetivo no existe en el mundo de la realidad.

Tambi�n Knies ha desarrollado un profundo an�lisis en torno a la soluci�n de este problema, en su ya citado tratado (�Die nati.-�kon. Lehre vom Werthe�, T�b. Zeitschrift. 1855). �Las condiciones para el c�lculo del valor de uso de los bienes �dice Knies (p�g. 429) con sumo acierto� no pueden descubrirse sino en los elementos esenciales para el concepto del valor de uso.� Pero dado que, como ya hemos observado con anterioridad, Knies no ha acertado delimitar con el necesario rigor este concepto, ha llegado a ciertas conclusiones discutibles respecto de la determinaci�n de la medida del valor. �La magnitud del valor de uso de los bienes �prosigue este autor� depende: a) de la intensidad de la necesidad humana que satisfacen, b) de la intensidad con que la satisfacen... Se instala aqu� una clasificaci�n y jerarquizaci�n de las necesidades humanas a la que corresponden una clasificaci�n y jerarquizaci�n de los g�neros de bienes� Pues bien, la necesidad de agua es una de las m�s intensamente sentidas por el hombre, ya que de su satisfacci�n depende nuestra vida, y nadie negar� que el agua fresca de manantial es la que m�s intensamente satisface dicha necesidad. Seg�n esto -y admitiendo la exactitud del principio de la media del valor fijada por Knies�, este bien deber�a ocupar el nivel m�s elevado en la jerarqu�a de los g�neros de bienes. Pero lo que la experiencia nos ense�a es que las cantidades concretas de agua fresca no tienen de ordinario ning�n valor y, como vimos antes, los g�neros de bienes ni tan siquiera pueden tenerlo. Cuando, en el curso de su exhaustivo an�lisis sobre la medida del �valor abstracto de los bienes�, Knies habla tambi�n (p�g. 461) del valor de uso concreto en la econom�a privada, lo �nico que hace es, al igual que Rau, poner de manifiesto la frecuente contradicci�n que se da entre el �valor del g�nero� (en realidad la �utilidad�) y el valor concreto de los bienes, es decir, lo que hace es poner bajo clara luz la correcta afirmaci�n de que la medida de la utilidad de las cosas es algo esencialmente diferente de la medida de su valor. Knies no consigue fijar un principio con el que determinar la magnitud del valor de uso en su forma concreta, aunque est� muy cerca de lograrlo en un pasaje (p�g. 441) de su rico y sugerente tratado.

 Sch�ffle (T�b. Univers. Schriften, 1862, secci�n 5, p�g. 12 y ss.) aborda la soluci�n del problema desde otra direcci�n. �La actividad de la econom�a �escribe este agudo investigador� recibir� impulsos tanto m�s en�rgicos cuanto m�s urgente sea la necesidad personal de un bien y cuanto m�s dif�cil resulte conseguir el bien que satisface dicha necesidad. Cuanto m�s se influyan entre s� estos dos factores, es decir, la intensidad del deseo y la intensidad de la dificultad por conseguirlo, con mayor fuerza irrumpir� en la conciencia que gu�a la actividad econ�mica la significaci�n de este bien. En esta relaci�n b�sica se apoyan todos los principios sobre la medida y el movimiento del valor.� Me declaro de total acuerdo con Sch�ffle cuando afirma que cuanto m�s urgente es la necesidad personal de un bien, con mayor dinamismo se pone en movimiento nuestra actividad econ�mica para conseguir el bien correspondiente. Por otro lado, no es menos seguro que no pocos de los bienes de que tenemos m�s urgente necesidad (por ejemplo, el agua) no encierran de ordinario ning�n valor para los hombres, mientras que otros que s�lo tienen capacidad para satisfacer necesidades de mucha menor importancia (pabellones de caza, cotos, etc,), adquieren a menudo valores muy considerables. La urgencia de la necesidad para cuya satisfacci�n es adecuado un bien no puede ser, pues, de suyo, el factor determinante de su valor, incluso pasando por alto la circunstancia de que la mayor�a de los bienes sirven para la satisfacci�n de distintas necesidades cuya intensidad es tambi�n diferente y que por tanto, y a tenor del anterior principio, sigue sin respuesta el problema de la fijaci�n de la magnitud determinante, que es precisamente lo que se intenta averiguar. Tampoco la intensidad del esfuerzo necesario para conseguir el bien que satisface una necesidad constituye de suyo y de por s� la medida de su valor. No pocas veces, bienes de muy escaso valor s�lo pueden conseguirse a costa de grandes esfuerzos. Tampoco es cierto que la actividad econ�mica de los hombres se ponga en marcha tanto m�s en�rgicamente cuanto mayores son las dificultades con que se enfrenta. Al contrario, los hombres encaminan siempre su actividad econ�mica a la consecuci�n de aquellos bienes que, para una igual urgencia de las necesidades, pueden conseguirse con mayor facilidad. As� pues, ni la primera ni la segunda parte del doble principio ofrecen de suyo un principio determinante para la fijaci�n del valor. Por lo dem�s, el mismo Sch�ffle afirma: �Cuanto m�s se influyen entre s� estos dos factores, es decir, intensidad del deseo e intensidad de la dificultad de conseguir (el bien capaz de satisfacerlo), con mayor fuerza aflora en la conciencia que dirige la actividad econ�mica la importancia del bien.� Pero es claro que si, como el propio Sch�ffIe dice expresamente en otro pasaje (p�gina 7), ponemos la actividad econ�mica �conscientemente encaminada a la oral satisfacci�n de los objetivos de la vida �ticamente razonables� o, dicho de otra manera, ponemos los bienes en manos de sujetos econ�micos razonables �una circunstancia que, como el propio Sch�ffle admite con mucha exactitud, constituye un elemento esencial para la soluci�n de las antes citadas contradicciones� entonces queda sin resolver el problema de c�mo pueden en realidad �influirse mutuamente los dos mencionados factores� y c�mo, a consecuencia de esta rec�proca influencia, puede cada bien alcanzar una determinada medida de significaci�n para las agentes econ�micos.

 De entre los economistas recientes que han considerado la teor�a de la medida del valor como parte de un sistema, merece citarse aqu� especialmente la original aportaci�n de Stein. Este autor, que define el valor (System der Staatswissenchaft, I, p�g. 169 ss., 1852) como �la relaci�n de la medida de un determinado valor respecto de la vida de los bienes en general�, establece (p�g. 171 ss.) la siguiente f�rmula para la determinaci�n de la medida del valor: �La medida real del valor de un bien se encuentra al dividir el volumen de los restantes bienes por el volumen del bien en cuesti�n. Para poder hacerlo hay que buscar primero un com�n denominador del volumen total de los bienes. Este com�n denominador, o esta homogeneidad de los bienes, s�lo se da en su esencia homog�nea, en el hecho de que todo bien real se compone a su vez de los seis elementos de material, trabajo, producci�n, necesidad, utilizaci�n y consumo real, de tal modo que si falta uno de estos elementos, todo objeto deja de ser un bien.. Estos elementos constitutivos de todo bien real s�lo se hallan en cada bien seg�n una medida determinada y la medida de estos elementos es la que determina la medida de cada uno de los bienes concretos y reales. De donde se sigue que la relaci�n de medida de todos y cada uno de los bienes concretos entre s�, o su medida general del valor, viene dada por la relaci�n o proporci�n de los elementos de los bienes y de su volumen dentro de un bien, respecto del volumen dentro del otro. La determinaci�n y c�lculo de esta relaci�n es a la vez la determinaci�n de la medida real del valor.� (Cf. tambi�n op. cit., p�g. 181 ss,, la f�rmula de la ecuaci�n del valor.)

[9] Nuestra necesidad de bienes de �rdenes superiores est� condicionada por el previsible car�cter econ�mico (p�g. 73) o, respectivamente, por el previsible valor de los bienes a cuya producci�n sirven. As�, para asegurar nuestra necesidad (o para satisfacer nuestras necesidades) no podemos depender de la disposici�n de bienes que s�lo sirven para la producci�n de otros bienes de orden inferior que presumiblemente no tendr�n ning�n valor (porque no tendremos ninguna necesidad de ellos). De donde se deriva el principio de que el valor de los bienes de �rdenes superiores est� condicionado por el valor presumible de los bienes de orden inferior a cuya producci�n sirven. Por consiguiente, los bienes de �rdenes superiores s�lo pueden alcanzar valor y, una vez conseguido, s�lo pueden conservarlo, a condici�n de que sirvan para la producci�n de bienes que presumiblemente tendr�n valor para nosotros.

[10] En principio, y de forma directa, la satisfacci�n de nuestras necesidades s�lo tiene para nosotros una significaci�n que, en cada caso concreto, encuentra su medida en la importancia que para nuestra vida o nuestro bienestar tiene la correspondiente necesidad satisfecha. En un momento posterior trasladamos esta importancia �dentro de su determinaci�n cuantitativa� a aquellos bienes concretos de los que sabemos que dependemos inmediatamente para la satisfacci�n de las necesidades de referencia, es decir, a los econ�micos del primer orden, a tenor de los principios expuestos en la secci�n anterior. Pero cuando nuestra necesidad no puede ser cubierta, o no puede serlo plenamente, con bienes del primer orden, es decir, en todos los casos en los que los bienes de este primer orden tienen valor para nosotros, deseo de satisfacer nuestras necesidades de la manera m�s completa posible nos induce a hacernos con los bienes correspondientes del orden inmediatamente superior y trasladamos el valor de los bienes del primer orden progresivamente a los del segundo, del tercero y de los �rdenes superiores, siempre que �stos demuestren tener car�cter econ�mico. Por tanto, y en definitiva, el valor de los bienes de �rdenes superiores no es otra cosa sino una especial forma de manifestaci�n de aquella significaci�n que concedemos a nuestra propia vida y bienestar y el elemento determinante del mismo �al igual que en los bienes del primer orden� es, en definitiva, la significaci�n que para nosotros aquellas necesidades para cuya satisfacci�n sabemos que dependemos de nuestra posesi�n de los bienes de �rdenes superiores cuyo valor estamos analizando. De todas formas, el nexo causal de los bienes hace que el valor de los bienes de �rdenes superiores no encuentre su medida inmediata en la significaci�n previsible de la satisfacci�n final de necesidades, sino en primer t�rmino en el valor presumible de los bienes correspondientes de orden inferior.

[11] El error m�s frecuente que se comete no s�lo respecto de la divisi�n, sino tambi�n respecto de la definici�n del concepto de capital, consiste en acentuar el punto de vista t�cnico, en lugar del econ�mico (cf. en contra ya LOTZ, Staatswirthschaft, I, 19, y HERMANN, Staatsw. Untersuchungen, 1832, p�g. 62). La divisi�n de los bienes en medios de producci�n y medios de consumo (bienes de �rdenes superiores y del primer orden) est� cient�ficamente justificada, pero no coincide en modo alguno con la divisi�n de la riqueza en capital y no capital. Igualmente insostenible es, a mi entender, la opini�n de aquellos que llaman capital a toda parte constitutiva de la riqueza que garantiza unos ingresos permanentes. La secuencia l�gica de esta teor�a lleva (siempre que el concepto de riqueza se extienda tambi�n a la fuerza laboral y el de ingresos a las utilidades que al propietario se le derivan de los bienes de uso; cf. HERMANN, Staatsw. Untersuchungen, 1832. p�g. 300) y siguientes, y SCHOMOLLER, �Die Lehre vom Einkommen�, T�bing. Zeitschrift, 1863, p�gs. 53 y ss., 76 y ss.) a que habr�a que llamar capitales, en definitiva, tanto a la fuerza laboral (cf, ya CANARD, Principes d��con. pol., p�g. 9; SAY, Cours, 1828, I, p�g. 285), como a las fincas y terrenos (cf. EHRENBERG, Staatsw. nach Naturgesetz, 1819, p�g. 13; OBERNDORFER, National�konomie, 1822, p�g. 207; Edinb. Review, vol. IV, p�g. 364 ss.; HERMANN Staatsw. Untersuchungen, 1832, p�g. 48 ss.; HASNER, System, I, 294) y, en definitiva, a todos los bienes de uso de alguna duraci�n (HERMANN, Staatsw. Untersuchungen, 1832, p�g. 63). En realidad, por capitales s�lo se entienden aquellas cantidades de bienes econ�micos de las que disponemos en la actualidad para unos per�odos de tiempos futuros, es decir, de las que disponemos dentro de unos per�odos de tiempo dados y que nos permiten aquella utilidad cuya esencia y car�cter econ�mico hemos expuesto en p�ginas anteriores (134 y ss.). Para que pueda alcanzarse este resultado, deben darse cita simult�neamente los siguientes presupuestos: Es decir, 1: que el espacio temporal dentro del cual el sujeto econ�mico dispone de las correspondientes cantidades de bienes econ�micos tenga la amplitud suficiente para posibilitar, dentro del mismo, una producci�n (en el sentido econ�mico de la palabra, cf. p�g. 140). 2. Las cantidades deben ser, tanto por su amplitud como por su composici�n, de tal tipo que en el correspondiente sujeto econ�mico disponga, a trav�s de ellas, de forma mediata o inmediata, de las cantidades complementarias de bienes de �rdenes superiores necesarias para la producci�n de los bienes de orden inferior. Si los sujetos econ�micos disponen de las cantidades de bienes econ�micos por espacios temporales tan cortos o en cantidades, composici�n y otras circunstancias tales que queda excluida la productividad de los mismos no constituyen ning�n tipo de capital. La principal diferencia existente entre los objetos concretos de la riqueza que garantizan ingresos (fincas, terrenos, edificios, etc.) y los capitales consiste en que los primeros son bienes concretos y durables, cuyas utilidades tienen ya de por si la cualidad de bienes y muestran car�cter econ�mico, mientras que los segundos representan, ya sea de forma mediata o inmediata, totalidades de bienes econ�micos de �rdenes superiores (cantidades complementarias de los mismos), cuya utilidad tiene tambi�n, ciertamente, car�cter econ�mico y garantiza unos ingresos, pero cuya productividad es esencialmente diferente de la de los objetos de la riqueza antes citados. A la inclusi�n (opuesta a las normas del lenguaje) de estos dos grupos de fuentes de ingresos bajo el concepto �nico de capital, pueden atribuirse casi la totalidad de las dificultades con que tropieza la teor�a del capital. La circunstancia de que en situaciones comerciales altamente evolucionadas los capitales se ofrecen bajo la c�moda f�rmula de sumas de dinero y que de ordinario tambi�n las necesidades de capital se calculan en dinero, ha tenido como consecuencia que en la vida normal se identifique usualmente el capital con el dinero. Pero es evidente que este concepto de capital es demasiado restringido y que se eleva a la categor�a de �tipo�, lo que no pasa de ser una de sus formas posibles. Incurren en el error opuesto quienes consideran que los capitales dinerarios no son verdaderos capitales, sino meras representaciones de los mismos. La opini�n de los primeros es an�loga a la de los mercantilistas, que s�lo ven �riqueza� en el dinero. La segunda opini�n es propia de aquellos adversarios del mercantilismo que, yendo demasiado lejos, se niegan a ver en las sumas de dinero verdaderos objetos de riqueza. (De entre los recientes, cf. concretamente CHEVALIER, Cours d��conomie politique, III, p�gina 380, y CAREY, Socialwissenschaft, XXXII, � 3.) En realidad, el capital bajo la forma de dinero es s�lo una forma especial, c�moda y singularmente adecuada a las situaciones de alta evoluci�n comercial (cf. H. BROCHER, Hildebr. Jahrb�cher, VII, p�g. 33 ss.). Knies (Die politische Oekonomie, 1853, p�gina 87) acent�a, con gran acierto, en una perspectiva hist�rica: �En todas y cada una de las naciones descubrimos una an�loga evoluci�n en el sentido de que por doquier el capital s�lo pudo desarrollar toda su virtualidad econ�mica tras la introducci�n y la difundida utilizaci�n del dinero en met�lico y s�lo ha podido desplegar la totalidad de su potencial en los pelda�os m�s elevados de la cultura.� As� pues, el dinero facilita el paso de capitales de una mano a otra y, sobre todo, facilita el tr�fico con las utilidades y los movimientos del capital en la forma que se desee (es decir, la utilizaci�n que se desee), pero el concepto de capital es completamente distinto del concepto de dinero. (cf. D�HRING, �Zur Kritik des Kapitalsbegriffes�. Hildebrand�s Jahrb�cher, V, p�gs. 318 ss., y KLEINWACHLER, �Beitrag zur Lehre vom Capitale�, IX, p�gs. 369 ss.).

[12] Algunos economistas pol�ticos consideran el pago de intereses como una especie de indemnizaci�n o compensaci�n al propietario del capital por su sobriedad. Pero en contra de este punto de vista, debe notarse que la moderaci�n de una persona no confiere a las cosas su cualidad de bienes ni, por consiguiente, hace que tengan valor para nosotros. Por otra parte, no en todos los casos el capital surge como consecuencia de la sobriedad, sino que muchas veces (por ejemplo, all� donde unos bienes no econ�micos de orden superior pasan a tener car�cter econ�mico en virtud de la creciente necesidad de la sociedad) es el resultado de la simple ocupaci�n. Por tanto, el pago de intereses no puede ser considerado como una compensaci�n o indemnizaci�n al propietario del capital por su sobriedad, sino simplemente como el trueque de un bien econ�mico (la utilizaci�n del capital) por otro bien (por ejemplo, contra una suma de dinero). Carey (Socialwissenschaft, XXXIX, � 6) incurre, en cambio, en el error opuesto cuando atribuye a la sobriedad una tendencia contraria a la creaci�n de capital.

[13] Deben considerarse como bienes de orden superior no s�lo los medios t�cnicos de producci�n, sino en general todos los bienes que �nicamente pueden ser empleados en la satisfacci�n de necesidades humanas cuando entran en conexi�n con otros bienes de �rdenes superiores. Y as�, pertenecen a esta categor�a las mercanc�as que el comerciante al por mayor pone en manos de los detallistas mediante el empleo de utilizaciones del capital, gastos de transporte y otras especiales y espec�ficas prestaciones laborales, ya que s�lo a trav�s de estas gestiones llegan aquellos bienes hasta los tenderos. Incluso los especuladores a�aden a los objetos de su especulaci�n al menos su actividad empresarial y las utilizaciones de capital y no pocas veces tambi�n trabajos de mantenimiento, conservaci�n, almacenaje y otras cosas similares (cf. HERMANN, Staatsw. Untersuchungen, p�g. 62).

[14] CF. Hasner, System d. pol. Oekonomie, 1860, I. p�g. 29.

[15] Quien dispone de los bienes de �rdenes superiores requeridos para producir bienes de orden inferior no por ello dispone ya inmediatamente de estos �ltimos, sino que se requiere un per�odo de tiempo m�s o menos largo, seg�n la naturaleza de los diferentes procesos de producci�n. Si quiere intercambiar inmediatamente sus bienes de �rdenes superiores por los correspondientes del orden inferior o (lo que en situaciones de alta evoluci�n comercial equivale a lo mismo) por la correspondiente suma de dinero, entonces se encuentra en una situaci�n similar a la de aquel que dispondr� de una suma en un momento de tiempo posterior (por ejemplo, al cabo de seis meses), pero quiere utilizarla ahora mismo. Si la intenci�n del propietario de los bienes de �rdenes superiores se endereza a entregar dichos bienes a una tercera persona, pero conform�ndose con que se le entregue la compensaci�n dineraria s�lo al final del proceso de producci�n, entonces naturalmente no ha lugar para este �descuento�. De hecho, podemos observar que el precio de los bienes que se dan a cr�dito (y prescindiendo aqu� de la prima del riesgo), es tanto m�s elevado cuanto m�s largos son los plazos de pago concertados. Aqu� se encuentra tambi�n la aplicaci�n del gran fomento que para la actividad productiva de un pueblo supone el cr�dito. En la inmensa mayor�a de los casos, los negocios de cr�dito consisten en la entrega de bienes de �rdenes superiores a aquellos que los elaboran para transformarlos en los correspondientes bienes del orden inferior. Muy a menudo, la producci�n, o al menos los movimientos empresariales de amplio alcance, s�lo son posibles a trav�s de operaciones de cr�dito. As� se explica tambi�n que cuando a un pueblo se le priva s�bitamente de cr�dito, se produce una funesta paralizaci�n o limitaci�n de su actividad productora.

[16] Cuanto m�s prolongado es el per�odo de tiempo requerido por un proceso productivo, m�s elevada es �en igualdad de condiciones� la productividad del mismo y mayor tambi�n el valor de la utilizaci�n del capital, de tal modo que el valor de los bienes de orden superior que pueden ser utilizados para procesos productivos de muy diversa duraci�n y que nos aseguran, de acuerdo con nuestras propias elecciones, medios de consumo de diverso valor en distintos espacios de tiempo, permanece equilibrado respecto del presente.

[17] Se ha planteado repetidas veces la pregunta de cu�les son las funciones que forman parte de la actividad empresarial. Aqu� debe tenerse en cuenta, en primer t�rmino, que entre el conjunto de bienes d� orden superior de los que dispone un empresario con la mirada puesta en una determinada producci�n, se encuentran tambi�n, a menudo, sus propias prestaciones laborales t�cnicas, que este empresario emplea para conseguir sus prop�sitos exactamente igual que el resto de los trabajadores. Y as�, no raras veces el propietario de un peri�dico es tambi�n a la vez colaborador literario del mismo, y el empresario de una industria textil es a la vez trabajador en ella. Ambos son empresarios no por su colaboraci�n t�cnica en el proceso de producci�n, sino porque a trav�s de sus c�lculos econ�micos y, en definitiva, mediante un acto de su voluntad, destinan unos determinados bienes de orden superior a unos determinados fines productivos. La actividad empresarial abarca: a) la informaci�n sobre la situaci�n econ�mica; b) la totalidad de los c�lculos requeridos como base de partida, si es que el proceso de producci�n ha de ser un proceso econ�mico, o dicho con otras palabras, el c�lculo econ�mico; c) el acto de la voluntad, mediante el cual unos determinados bienes de orden superior (en situaciones comerciales evolucionadas, en las que de ordinario todo bien econ�mico puede trocarse por otros bienes) son destinados a una determinada producci�n, y finalmente d) la vigilancia para la ejecuci�n m�s econ�mica posible de los planes de producci�n. En las empresas peque�as, la actividad empresarial aqu� descrita s�lo suele acaparar una parte m�nima del tiempo del empresario, pero en las empresas grandes estas tareas no s�lo reclaman la totalidad del tiempo del empresario, sino que �ste tiene que recurrir adem�s a la colaboraci�n de algunos auxiliares. Pero por muy grande que pueda ser la actividad de estos �ltimos, siempre es posible observar en la actividad del empresario la presencia de los cuatro elementos antes mencionados, incluso cuando dicha actividad se limita a la asignaci�n de las distintas partes de la riqueza a los distintos g�neros de la producci�n, a la selecci�n del personal y a las tareas de control (por ejemplo, en las sociedades an�nimas). A tenor de lo dicho, no podemos suscribir la opini�n de Mangoldt (Die Lehre vom Unter nehmergewinn, 1855, p�g. 36 ss.) que califica �la aceptaci�n del riesgo� de una producci�n como el elemento esencial de la empresa, ya que el �riesgo� es s�lo algo accidental y las posibilidades de p�rdidas se compensan con las posibilidades de beneficios.

[18] La circunstancia de que el precio de las utilizaciones del suelo y del capital y de las prestaciones laborales o, dicho con otras palabras, las rentas del suelo, los intereses del capital y los salarios puedan reducirse �aunque no sin enormes violencias, como veremos m�s adelante� a cantidades de trabajo o, respectivamente, a costes de producci�n, ha enfrentada a los defensores de las correspondientes teor�as con la necesidad de exponer, para los tres mencionados g�neros de bienes, unos principios de la formaci�n del precio que son radicalmente distintos de los vigentes para los restantes bienes. En las l�neas anteriores hemos expuesto que todos los fen�menos de valor, sean cuales fueren los bienes respecto de los cuales se producen, son siempre de una misma naturaleza, tienen el mismo origen y se rigen siempre por los mismos principios. Si, como veremos luego, en los dos cap�tulos siguientes, el precio de los bienes es una consecuencia de su valor para los hombres econ�micos y si la magnitud del precio encuentra su principio determinante, bajo cualquier circunstancia, en la magnitud del segundo, no es menos claro que tambi�n las rentas del suelo, los intereses del capital y los salarios laborales se rigen por los mismos principios generales. Por consiguiente, nos limitamos a analizar exclusivamente el valor de las utilizaciones del suelo y del capital y de las prestaciones laborales. Tan s�lo despu�s de haber expuesto la teor�a general del precio estudiaremos, a partir de los resultados obtenidos, los principios que regulan el precio de los bienes antes citados.

 Una de las m�s curiosas y extra�as pol�micas registradas en el campo de la econom�a es, sin duda, la referente a si las rentas del suelo o, respectivamente, los intereses del capital est�n justificados desde el punto de vista moral o si son m�s bien �inmorales�. En mi opini�n, uno de los cometidos de nuestra ciencia es investigar las causas de por qu�, y bajo qu� circunstancias las utilizaciones del suelo o, respectivamente, las del capital son bienes para nosotros, tienen car�cter econ�mico, adquieren valor y entran, finalmente, en el trafico de los bienes, es decir, en qu� circunstancias pueden ser intercambiados por las mismas cantidades de otros bienes (o precios) econ�micos. Pero el problema del car�cter jur�dico o de la moralidad de estos hechos cae fuera de la esfera de nuestra ciencia. Dondequiera las utilizaciones del suelo y del capital tienen precio, esto es consecuencia de su valor y �ste, a su vez, no es algo caprichoso (p�g. 109), sino la consecuencia necesaria de su car�cter econ�mico. As� pues, los precios de los mencionados bienes (rentas del suelo e intereses del capital) son el resultado necesario de la situaci�n econ�mica bajo la que nacen y quedan fijados con tanta mayor seguridad cuanto m�s elevado es el nivel jur�dico de un pueblo y m�s depurada la moral p�blica. Es perfectamente comprensible que a un fil�ntropo le resulta un tanto perturbador que la posibilidad de disponer durante un determinado per�odo de tiempo de una finca o de un capital garantice a su propietario, no raras veces, unos elevados ingresos, superiores incluso a los que puede alcanzar un trabajador, a trav�s de su m�s esforzada actividad, durante el mismo espacio de tiempo. Pero no hay aqu� nada de inmoral, sino que la raz�n se encuentra sencillamente en el hecho de que en los casos mencionados la satisfacci�n de muy importantes necesidades humanas depende m�s de la utilizaci�n de aquel terreno o de aquel capital que de las prestaciones laborales aqu� contempladas. Los movimientos agitadores de aquellos que desear�an que los trabajadores tuvieran una participaci�n en los medios de consumo de que dispone una sociedad mayor que la que hoy les corresponde, lo que en realidad reclaman es, siempre que esta petici�n no vaya acompa�ada de una formaci�n m�s eficaz de la clase trabajadora o se limite a una explanaci�n m�s libre de la situaci�n de la competencia, salarios superiores al valor del trabajo, es decir, salarios para los trabajadores no en raz�n de lo que sus prestaciones valen para la sociedad, sino m�s bien seg�n la norma del m�nimo existencial necesario, o, dicho de otra forma, piden una distribuci�n lo m�s igualitaria posible de los medios de consumo y de las fatigas de la vida. Ahora bien, solucionar el problema desde este punta de vista supone una previa y total remodelaci�n de nuestras relaciones sociales (cf. SCH�TZ, T�bing. Zeitschrift, 1855, p�gs. 171 y siguientes.

[19] CANARD, Principes d��conom. polit., 1801, p�g. 5 ss.; CAREY, Principles of Soc. Sc., XLII, � 1; BASTIAT, Harmonies �con. cap, 9; MAX WIRTH, Grundz�ge d. National�konomie, 1861, p�g. 347 ss.; R�SLER, Grunds�tze der Volkswirthshaftslehre, 1864, � 100.

[20] De lo dicho se desprende tambi�n que siempre que hablamos de utilizaciones del suelo, las entendemos por unos per�odos de tiempo concretos, tal como sucede de hecho en la actividad econ�mica humana, y no la utilizaci�n de �fuerzas originarias�, porque s�lo las primeras son objeto de aquella econom�a, mientras que las segundas no pasan de ser, en casos concretos, objeto de una investigaci�n hist�rica que se halla muy lejos de prometer por ahora resultados tangibles y carecen de importancia para los sujetos econ�micos. Que la finca que un campesino tiene en arriendo por un a�o o por una serie de a�os deba su fertilidad a inversiones de capital de todo tipo o que ya friera f�rtil por la misma composici�n del suelo es algo que le trae sin cuidado a nuestro agricultor y que no tiene ninguna influencia sobre el precio que paga por su utilizaci�n. Del mismo modo, quien compra una finca tiene bien en cuenta, a la hora de hacer sus c�lculos, el futuro de la misma, pero le preocupa muy poco su pasado.

[21] RICARDO, Principles of P. E., cap. II y XXXIII.

[22] Cf. RODBERTUS, Sociale Briefe an v. Kirchmann, carta 3, 1851, p�ginas 9 y siguientes.

[23] Cuando Rodbertus (Sociale Briefe an v. Kirchmann, carta 3, p�gs. 41 y siguientes) llega a la conclusi�n de que los capitalistas y terratenientes pueden, como consecuencia de nuestras instituciones sociales, privar a los trabajadores de una parte de su producto laboral y, de este modo, pueden �vivir� sin trabajar, esta afirmaci�n parte del err�neo supuesto de que el resultado total de un proceso de producci�n debe ser considerado como producto del trabajo. Las prestaciones laborales son tan s�lo uno de los elementos del mencionado proceso y no son bienes econ�micos en un sentido superior al de los restantes elementos de la producci�n y, en particular, a las utilizaciones del suelo y del capital. As� pues, los capitalistas y terratenientes no viven de lo que quitan a los trabajadores, sino de las utilizaciones del capital y del suelo, que tienen para el individuo y para la sociedad tanto valor como las prestaciones laborales.

[24] El valor de las fincas se orienta a tenor del valor previsible de las utilizaciones del suelo, y no a la inversa, es decir, no estas �ltimas en raz�n del primero. El valor de los terrenos no es otra cosa sino el valor previsible de la totalidad de las utilizaciones de los suelos referido al presente. Cuanto mayor es el valor previsible de las utilizaciones del suelo y menor el valor de las utilizaciones del capital, mayor es el valor de los terrenos mismos. En las p�ginas siguientes podremos ver que el valor de los bienes es el fundamento de su precio. Si en �pocas de expansi�n econ�mica de un pueblo se registra de ordinario el fen�meno de que el precio de los terrenos aumenta en r�pida progresi�n, la raz�n est�, de un lado, en el aumento de las rentas de las fincas y, del otro, en la disminuci�n de las tasas de inter�s.

[25] Una de las peculiaridades de las prestaciones laborales, que tambi�n repercute sobre los correspondientes fen�menos del valor, consiste en que una parte de ellas est� unida, para los trabajadores, a sentimientos desagradables, que se contrapesan con las ventajas econ�micas que se les derivan de su actividad. Por consiguiente, no es f�cil que los trabajos de este tipo carezcan de valor econ�mico para la sociedad. Con todo, suele sobreestimarse el valor que tiene para los trabajadores el ocio, considerado en t�rminos generales. Para la inmensa mayor�a de los hombres, sus ocupaciones les proporcionan alegr�a, son en s� mismas una genuina satisfacci�n de necesidades y, aunque en cantidad o bajo formas modificadas, tambi�n las practicar�an aun en el caso de que la necesidad no les obligara a desplegar sus energ�as. El ejercicio activo de sus capacidades es, para todo hombre sano, una necesidad, y si a pesar de ello son escasas las personas que trabajan cuando la actividad laboral no ofrece perspectivas de ventajas econ�micas, la raz�n no se debe tanto a la incomodidad del trabajo considerado en su conjunto, sino m�s bien a que existen numerosas ocasiones de trabajos remunerados.

 Debe enumerarse decididamente, en el cap�tulo de las prestaciones laborales, la actividad empresarial. Tambi�n �sta es, de ordinario, un bien econ�mico y tiene, en cuanto tal, valor para los hombres econ�micos. Las peculiaridades de esta categor�a de prestaciones laborales son de doble tipo: a) en raz�n de su propia naturaleza no son mercanc�as (no est�n destinadas al intercambio) y, por consiguiente, no dan lugar a la formaci�n del precio;

b) tienen como presupuesto necesario la posibilidad de disponer de las utilizaciones del capital, pues en caso contrario no pueden actuar con eficacia. Esta �ltima circunstancia limita la actividad empresarial general de que puede disponer un pueblo y en especial aquella que s�lo puede ser eficaz bajo el supuesto de que los individuos afectados puedan disponer de la utilizaci�n de grandes capitales, a cantidades muy peque�as, comparadas con lo que es te�ricamente posible. El cr�dito multiplica estos capitales, la inseguridad jur�dica los disminuye.

��� �⁶ En Berl�n no hay una sola costurera que pueda, con el trabajo de sus manos, y con 15 horas diarias de costura, ganar lo suficiente para mantenerse. Puede cubrir sus necesidades de alimentaci�n, vivienda y combustible, pero ni con la m�s aplicada laboriosidad alcanza para comprar vestidos. (Cf. CARNAP, en el Deutsche Vierteljahrschrift, 1868, secci�n II, p�g. 165.) Algo parecido ocurre en la mayor�a de las grandes ciudades.

[26] En Berl�n no hay una sola costurera que pueda, con el trabajo de sus manos, y con 15 horas diarias de costura, ganar lo suficiente para mantenerse. Puede cubrir sus necesidades de alimentaci�n, vivienda y combustible, pero ni con la m�s aplicada laboriosidad alcanza para comprar vestidos. (Cf. Carnap, en el Deutsche Vierteljahrschrift, 1968, secci�n II, p�g. 165.) Algo parecido ocurre en la mayor�a de las grandes ciudades.

[27] El g�nero de vida de los trabajadores est� condicionado por sus ingresos y no al rev�s, es decir, sus ingresos no est�n condicionados por su g�nero de vida, aunque muchas veces se afirme as�, en virtud de una curiosa confusi�n de causa y efecto.

[28] Se registra una singular peculiaridad de la formaci�n del precio de las utilizaciones del capital, como veremos en las p�ginas que siguen, en el sentido de que, en la mayor�a de los casos, estas utilizaciones no pueden enajenarse sin que los capitales correspondientes pasen a la vez a propiedad de quien compra dichas utilizaciones. Esta circunstancia encierra un peligro para el propietario del capital, por el que es preciso concederle una prima a t�tulo de compensaci�n.

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