Tomado de Ensayos Políticos, Herrero Hermanos, Suc., S. A. México, 1965, p. 47-68. Con omisiones.
Como ningún partido, en la época actual, puede sostenerse a sí mismo sin llevar anexo a su sistema político o práctico uno de carácter filosófico o especulativo, encontramos, en consecuencia, que cada una de las facciones en las que esta nación se encuentra dividida ha levantado una estructura conceptual de la clase mencionada a fin de proteger y abrigar el plan de acciones que persigue. Y como la gente, muy frecuentemente, es constructora por demás ruda, especialmente en la cosas de especulación, y más especialmente aun cuando está impulsada por el celo de partido, es natural imaginarse que su obra tendrá que ser un tanto disforme y enseñará marcas evidentes de la prisa y violencia con que fue levantada. Uno
de los partidos, al remontar los orígenes del gobierno hasta la Divinidad, se esfuerza por hacerlo tan sagrado e inviolable que debe ser poco menos que sacrilegio, por más tiránico que pueda volverse, tocarlo o cambiarlo en la menor cosa. El otro partido, al fundar al gobierno, totalmente, en el consentimiento del pueblo, supone que hay una suerte de contrato original por el cual los súbditos se han reservado tácitamente la facultad de hacer resistencia a su soberano cada vez que se consideren agraviados por esa autoridad que han depositado en él, para ciertos fines, voluntariamente. Estos son los principios especulativos de los dos partidos, y estás, también, son las consecuencias prácticas que se deducen de ellos.
Me atreverá a afirmar que estos dos sistemas de principios especulativos son injustos, aunque no en el sentido en que lo entienden los partidos; y que los dos sistemas de consecuencias prácticas son prudentes, aunque no hasta el extremo a que cada partido, en oposición al otro, se ha esforzado comúnmente por llevarlos.
Que la Divinidad es el autor último de todo gobierno, no será negado jamás por nadie que reconozca la existencia de una providencia general y acepte que todos los acontecimientos del universo tienen lugar conforme a un plan uniforme y están orientados a sabios fines. Como es imposible que subsista el género humano, por lo menos en algún estado cómodo o seguro, sin la protección del gobierno, esta institución, si duda alguna, debe haber sido querida por ese Ser benefactor que busca el bien de todas sus criaturas. Y como, de hecho, universalmente ha tenido lugar en todos los países y todas las edades, podemos sacar en conclusión, con certidumbre todavía mayor, que fue querido por ese Ser omnisciente al que ningún suceso o acción puede engañar. Pero, puesto que dio origen a él no por medio de alguna imperfección particular o milagrosa, sino a través de su oculta y universal eficacia, a un soberano, hablando con propiedad, no se le puede llamar su vicegerente más que en el sentido de que todo poder o fuerza, por estar derivado de él, puede decirse que actúa por su encargo. Lo que ocurre realmente está comprendido en el plan o la intención generales de la Providencia. Y en lo tocante a eso el más grande y legítimo de los príncipes no tiene más razón, para reclamar un peculiar carácter sagrado o una autoridad inviolable que un magistrado inferior, o inclusive que un usurpador, o aun que un ladrón o un pirata. El mismo Superintendente Divino que, con sabios fines, invistió a Tito y a Trajano de autoridad, con fines sin duda igualmente sabios, aunque desconocido, dio poder a un Borgia o a un Angria. Las mismas causas que dan origen al poder soberano en todo estado establecieron, de igual modo. Toda jurisdicción menor en él, y toda autoridad limitada. Un alguacil, por lo tanto, no menos que un rey, actúa por encargo divino y posee un derecho irrevocable.
Cuando consideramos hasta qué punto los hombres, en su fuerza corporal son casi iguales, y aún por lo que respecta a sus poderes y facultades mentales, hasta que son cultivados por la educación, tenemos que reconocer, necesariamente, que nada, salvo su propio consentimiento, pudo hacerlos entrar en sociedad primero y someterlos a alguna autoridad. El pueblo, si remontamos el origen del gobierno a lo que aconteció en bosques y desiertos, es la fuente de todo poder y jurisdicción, y voluntariamente, por amor de la paz y el orden, renunció a su libertad nativa y aceptó leyes de su igual y compañero. Las condiciones, conforme a las cuales estuvieron dispuestos a someterse, fueron, o bien expresas, o bien tan claras y obvias que bien pudo considerarse superfluo expresarlas. Si esto, entonces, es lo que se entiende por contrato original, no puede negarse que todo gobierno, al principio, esta fundado en un contrato y que las más antiguas asociaciones burdas de la humanidad se formaron, principalmente, conforme a tal principio. En vano se nos preguntará en qué registros consta esta carta de nuestras libertades. No fue escrita en pergamino, ni siquiera en hojas, o en cortezas de árboles. Precedió al uso de la escritura y a todas las demás artes civilizadas de la vida . Pero, encontramos su origen, lisa y llanamente, en la naturaleza del hombre y en la igualdad, o algo que se acerca a la igualdad, que encontramos en todos los individuos de esa especie. La fuerza que ahora prevalece, y que está fundada en armadas y ejércitos, es manifiestamente política, y se deriva de la autoridad; es un efecto del gobierno establecido. La fuerza natural de un hombre consiste sólo en el vigor de sus miembros y en la firmeza de su valor, todo lo cual nunca habría sujetado a multitudes al mando de uno solo. Nada, salvo su propio consentimiento y el reconocimiento de las ventajas que aporta la paz y el orden pudo haber tenido tal influencia.
Sin embargo, aun este consentimiento fue durante largo tiempo muy imperfecto y no pudo haber sido la fase de una administración regular. El jefe, que probablemente adquirió su influencia durante el desarrollo de una guerra, gobernó más por la persuasión que por las órdenes; y hasta que pudo emplear la fuerza para reducir a los refractarios y desobedientes, mal puede decirse que la sociedad haya alcanzado el estado de gobierno civil. Es evidente que no debió formarse expresamente convenio o acuerdo ningunos para la sumisión general, idea que escapaba muchísimo a la comprensión de los salvajes. Cada ejercicio de la autoridad, por parte del jefe, debe haber sido particular y requerido por las exigencias actuales del caso. La palpable utilidad resultante de su intervención hizo que esos ejercicios se tornaran cada día más frecuentes: y su frecuencia produjo gradualmente una habitual y, si se le quiere llamar así, una voluntaria y por tanto precaria aquiescencia en el pueblo.
Pero los filósofos que han abrazado un partido -si no hay en estos contradicción en los términos- no se contentan con estas concesiones. Aseveran no sólo que el gobierno, en su más temprana infancia, surgió del consentimiento, o más bien, de la voluntaria aquiescencia del pueblo, sino también que, aun en la actualidad, cuando aquél ha llegado a su plena madurez, no descansa en otro fundamento. Afirman que todos lo hombres aún nacen iguales y que no deben lealtad a ningún príncipe o gobierno, a menos de que los ligue la obligación y la sanción de una promesa. Y como ningún hombre, si no se le da algún equivalente, renunciará a los ventajas de su libertad original y se someterá a la voluntad de otros, se entiende que esta promesa es siempre condicional y que no le impone obligación, a menos de que reciba justicia y protección de su soberano. Estas ventajas, el soberano se las promete a cambio; y si falla en su cumplimiento, ha roto, por su parte, los artículos del convenio, y por ello ha liberado a su súbdito de toda obligación de acatamiento y lealtad. Según estos filósofos, tal es el fundamento de la autoridad en todo gobierno, y tal el derecho de resistencia que posee todo súbdito.
Pero si estos razonadores lanzaran su mirada por el mundo, nada encontrarían que correspondiese, en lo más mínimo, a sus ideas, o que justificara su sistema tan refinado y filosófico. Por el contrario, encontramos por doquier príncipes que consideran como propiedad a sus súbditos y afirman su derecho independiente a la soberanía, adquirido por conquista o sucesión. También encontramos por doquier súbditos que reconocen este derecho de su príncipe, y que suponen que han nacido con la obligación de rendir obediencia a un determinado soberano, con lazos de reverencia y deber iguales a los que los ligan a sus padres. Siempre se ha concebido que estas conexiones son igualmente independientes de nuestro consentimiento, en Persia y en China, en Francia y en España, y aun en Holanda e Inglaterra, cuando no han sido cuidadosamente inculcadas las doctrinas arriba mencionadas. La obediencia o sumisión son cosa tan acostumbrada que la mayoría de los hombres jamás practican indagación alguna acerca de su origen o causa, como no lo hacen acerca del principio de la gravedad, de la resistencia, o de las leyes más universales de la naturaleza. O, si la curiosidad llega a incitarlos, tan pronto como se enteran de que ellos y sus antepasados, durante varias generaciones, o desde tiempo inmemorial, han estado sujetos a una forma de gobierno o a una familia determinadas, inmediatamente prestan su aquiescencia y reconocen su obligación de acatamiento y lealtad. Si se pusiera uno a predicar en la mayor parte del mundo, que las conexiones políticas están fundadas totalmente en el consentimiento voluntario, o en una promesa mútua, el magistrado no tardaría en encarcelarlo a uno por sedicioso o por relajar las ligaduras de la obediencia, si no intervinieramos los amigos para callarlo a uno, como a delirante, por andar profiriendo tales absurdos. Es extraño que un acto de la mente, que supuestamente todo individuo debe haber realizado, y, además, después de llegar al uso de la razón -pues da otra manera no tendría autoridad- que este acto, digo, haya de ser tan ignorado por todos ellos que, en la faz de la tierra, apenas sí queden algunos rastros o memorias del mismo.
Pero se dice que el contrato en que está fundado el gobierno es el contrato original, y en consecuencia, que ha de suponerse que es demasiado viejo para formar parte del conocimiento de la generación actual. Si lo que aquí se entiende, es el acuerdo por el cual los salvajes se asociaron y unieron su fuerza por vez primera, reconozco que es un hecho real, pero siendo tan antiguo y estando borrado por miles de cambios de gobiernos y de príncipes, no puede suponerse que conserve ahora ninguna autoridad. Si quisiéramos decir algo al respecto, afirmaríamos que todo gobierno particular, que sea legítimo, y que imponga algún deber de acatamiento al súbdito se fundó, primero, en el consentimiento y en un pacto voluntario. Pero, aparte de que esto supone el consentimiento de los padres para vincular a los hijos, aun hasta las más remotas generaciones -lo cual nunca reconocerán los escritores republicanos- aparte de esto, digo, no está justificado por la historia o la experiencia de ninguna época o país del mundo.
Casi todos los gobiernos que existen en la actualidad, o de los que nos quedan registros escritos, han estado fundados, originalmente, en la usurpación, o en la conquista, o en ambas, sin pretender de ninguna manera que han recibido el justo consentimiento o la voluntaria sujeción del pueblo. Cuando un hombre astuto y atrevido se pone a la cabeza de un ejército o una facción, frecuentemente le es fácil, empleando unas veces la violencia, otras veces falsas pretensiones, establecer su dominio sobre un pueblo cien veces más numerosos que el de sus partidarios. No permite que se establezca una comunicación abierta que permita a sus enemigos conocer con certeza, su número o fuerza. No les da tiempo de reunirse en un cuerpo que pueda oponérsele. Inclusive aquellos que son los instrumentos de su usurpación pueden desear su caída, pero la ignorancia de las intenciones de los otros los mantiene empavorecidos, y es la única causa de su seguridad. Mediante tale artes muchos gobiernos se han establecido, y éste es todo el contrato original que pueden esgrimir.
La faz de la Tierra cambia continuamente en virtud de la fusión de pequeños reinos en grandes imperios, mediante la disolución de grandes imperios en reinos más pequeños, mediante el establecimiento de colonias, mediante la migración de tribus. En todos estos acontecimientos, ¿puede descubrirse algo que no sea fuerza y violencia? ¿Dónde está el acuerdo mútuo a la asociación voluntaria de que tanto se habla?
Inclusive la manera menos violenta de que una nación reciba a un año extranjero, por matrimonio o testamento, no es en extremo honorable para el pueblo, sino que supone que ha de disponerse de él como de una dote, o de un legado, de acuerdo con el capricho o el interés de sus gobernantes,
Pero cuando no interviene la fuerza y tiene lugar una elección, ¿por qué se ensalza tanto esa elección? Tiene que tratarse, o bien de la asociación de uno cuantos grandes hombres que deciden por el todo, y no habrán de permitir oposición, o bien, la furia de una multitud que sigue a un jefecillo sedicioso al cual no conocen, quizá, más que una docena de ellos, y que debe su eminente posición tan sólo a su propia desvergüenza y al momentáneo capricho de sus prójimos.
¿Son estas desordenadas elecciones, raras también, de tan poderosa autoridad como para construir el único fundamento legítimo de todo gobierno y fidelidad?
En realidad, no hay acontecimientos más terrible que el de la disolución total del gobierno, que da libertad a la multitud y hace que la determinación, o elección, de lo que haya de ser el nuevo estado dependan de un número que es casi igual al de la totalidad del pueblo. Pues nunca proviene enteramente de la totalidad del pueblo. Todo hombre prudente, entonces desea ver a la cabeza de un ejército poderoso y obediente a un general que pueda rápidamente capturar la presa y dar al pueblo un señor que tan impreparados están para elegir por sí mismos; así de poco corresponden los hechos y la realidad a aquellas nociones filosóficas.
Que el estado creado por la Revolución no nos engañe, ni nos haga amar tanto a un origen filosófico del gobierno, que imaginemos que todos los demás son monstruosos e irregulares. Inclusive ese acontecimiento distó mucho d corresponder a tan refinadas ideas. Fue sólo la sucesión, y sólo por lo que toca a la parte regia del gobierno, lo que entonces se cambió. Y fue sólo la mayoría de setecientos la que determinó ese cambio para cerca de diez millones de personas. No dudo, cierto es, de que el grueso de esos millones dio su aquiescencia a la nueva forma de gobierno. Pero, ¿se dejó a su elección de alguna manera la cuestión? ¿No se consideró justamente decidida a partir de ese momento, y no se castigó a todo hombre que se negó a someterse al nuevo soberano? De otra manera, ¿cómo se habría podido llevar a conclusión o término la cuestión?
A mi juicio, la república de Atenas fue la democracia más extensiva que haya conocido la historia. Sin embargo, si descontamos, como es forzoso, a las mujeres, los esclavos y los extranjeros, descubrimos que ese estado no fue sustituido al principio, ni ley alguna votada jamás, por una décima parte de quienes estaban obligados a rendirle obediencia, para no hablar de las islas y de los dominios de los extranjeros que los atenienses reclamaban como suyos por derecho de conquista. Y es bien sabido que las asambleas populares de esa ciudad estuvieron siempre llenas de licencia y desorden, no obstante la existencia de instituciones y leyes que les ponían freno, de manera que, ¿cuánto más desordenadas no habrán de ser cuando forman no la constitución establecida, sino que se reúnen tumultuosamente para la disolución del antiguo gobierno a fin de dar origen a uno nuevo? ¿Cuán quimérico no habrá de ser hablar de elección en tales circunstancias?
Los aqueos disfrutaron de la democracia más libre y perfecta de toda la antigüedad; sin embargo, emplearon la fuerza para obligar a alguna ciudades a ingresar en su liga, como nos lo dice Polibio.
Enrique IV y Enrique VII de Inglaterra, realmente no tenían más título al trono que el de una elección parlamentaria; sin embargo, nunca lo reconocieron, para que no se viese debilitada su autoridad. Extraño es, si el único fundamento real de toda autoridad son el consentimiento y la promesa.
Es vano decir que todos los gobiernos se fundaron al principio, o deberían fundarse, en el consentimiento popular en la medida en que lo permitiese la necesidad de los asuntos humanos. Esto abunda en lo que he venido diciendo. Sostengo que los asuntos humanos nunca permitirán el ejercicio de este consentimiento, y raras veces las apariencias del mismo; y que la conquista o la usurpación -o dicho lisa y llanamente; la fuerza -al disolver el gobierno antiguo, es el origen de casi todos los nuevos que se hayan establecido jamás en el mundo. Y que en los pocos casos en que parece haber intervenido el consentimiento, por lo común fue tan irregular, tan limitado, o estuvo tan mezclado con el fraude la violencia, que no puede tener una gran autoridad.
No es mi intención, aquí negar que el consentimiento del pueblo no sea un justo fundamento del gobierno. Donde ha tenido lugar, sin duda sido el mejor y más sagrado de todos. Sostengo únicamente, que esto muy rara vez ha ocurrido en grado alguno, y casi nunca en plena medida, y que por lo tanto, debe reconocerse también la existencia de algún otro fundamento del gobierno.
Si todos los hombres estuviesen poseídos de una consideración tan inflexible por la justicia que, por sí mismos, se abstuviesen totalmente de las propiedades de otros, hubiesen permanecido por siempre en un estado de libertad absoluta, sin sujeción a ningún magistrado, ni a ninguna sociedad política. Pero éste es un estado de perfección del que, con razón, se considera incapaz a la naturaleza humanas. Y así también, si todos los hombres poseyeran tan perfecto entendimiento que conociesen siempre sus propios intereses, jamás se hubiesen sometido a ninguna forma de gobierno salvo a lo establecido por el consentimiento, y que hubiese sido plenamente examinado por cada miembro de la sociedad. Pero este estado de perfección, igualmente, es muy superior a la naturaleza humana. La razón, la historia y la experiencia nos muestran que todas las sociedades políticas han tenido un origen mucho menos preciso y regular; y si hubiésemos de elegir un espacio de tiempo en el que se guardase menos consideración al consentimiento del pueblo en el comercio de los asuntos públicos, sería precisamente aquél del establecimiento de un nuevo gobierno. En una constitución establecida a menudo se le pide su parecer, pero durante la furia de las revoluciones, las conquistas y las convulsiones públicas, la fuerza militar o la habilidad política, comúnmente, deciden la cuestión.
Cuando se establece un nuevo gobierno, por cualesquiera medios, el pueblo, por lo común, no está contento con él y le presta obediencia más por miedo y necesidad que por respeto de alguna idea de fidelidad o de obligación moral. El príncipe es vigilante y celoso y debe guardarse cuidadosamente, contra todo comienzo o apariencia de insurrección. El tiempo, gradualmente, desvanece todos estos obstáculos y acostumbra a la nación a considerar como señor legítimo o nativo al hombre de aquella estirpe que al principio fue tenida por usurpadora, o por conquistador extranjero. A fin de fundar esta opinión, no "puede recurrir a noción alguna de consentimiento voluntario o de promesa, que, como sabe, en este caso jamás fue ni esperado, ni exigida. El Estado original se formó mediante la violencia, y se acató su ley por necesidad. el gobierno subsiguiente, se halla también sostenido por el poder y el pueblo le presta acatamiento, no como cosa de elección, sino por obligación. No se imagina que su consentimiento le dé un título a príncipe . Sino que de buen grado, consiente porque piensa que, en virtud de su prolongada posesión, ha adquirido un título independiente de su elección o inclinación.
Si se dijera que, el vivir bajo el dominio de un príncipe al que se podría abandonar, todo individuo le ha otorgado consentimiento tácito a su autoridad y le ha prometido obediencia, podría replicarse que tal consentimiento implícito sólo puede tener lugar cuando un hombre se imagina que la cuestión depende de su elección. Pero cuando piensa -como lo hacen todos los que han nacido bajo un gobierno establecido- que por su nacimiento debe fidelidad a un determinado príncipe, o a una determinada forma de gobierno, sería absurdo inferir un consentimiento o elección al que, expresamente, en este caso, ha renunciado y desconoce.
¿Podemos decir, seriamente que un campesino o un artesano pobre están en libertad de dejar su país, siendo que no conocen lenguas extranjeras, ni costumbres de otro país, y viven al día, gracias a los pequeños sueldos que reciben? Con igual razón podríamos aseverar que un hombre, por el hecho de permanecer en un navío, consiente libremente al dominio del capitán, aunque lo hayan llevado a bordo mientras estaba dormido y tenga que caer en el océano y perecer en cuanto lo abandonen.
¿Y qué ocurre cuando el príncipe prohíbe a sus súbditos que abandonen sus dominios, como en tiempos de Tiberio se consideró criminal al caballero romano que había intentado huir y buscar refugio entre los partos a fin de escapar a la tiranía de aquel emperador? ¿O cuando está prohibido todo viajar, so pena de muerte, como acostumbran los antiguos moscovitas? Y además, si un príncipe observase que a muchos de sus súbditos les había entrado el frenesí de emigrar a países extranjeros indudablemente, con gran razón y justicia, les pondría freno, a fin de evitar la despoblación de su propio reino. ¿Habría de perder la fidelidad de todos sus súbditos mediante una ley tan prudente y razonable? Sin embargo la libertad de su elección, sin duda, en tal caso, se les ha quitado.
Un grupo de hombres que salieran de su país de origen a fin de poblar alguna región deshabitada, podrían soñar en recobrar su libertad original, pero no tardarían en descubrir que su príncipe todavía se arrojaba derechos sobre ellos y los llamaban aún sus súbditos en su nuevo establecimiento. Y en esto, obraría de conformidad con las ideas comunes de la humanidad.
El más verdadero consentimiento tácito de esta clase que se haya observado jamás, es el del extranjero que se establece en cualquier país y conoce de antemano, al príncipe, al gobierno y a las leyes a que debe someterse; no obstante lo cual, aunque sea más voluntario, se espera de él mucha menos fidelidad que de un súbdito de nacimiento. Por el contrario, el príncipe bajo cuyo dominio nació afirma aún que tiene un derecho sobre él. Y si no castiga al renegado cuando la captura en guerra desempeñando el encargo de su príncipe, esta clemencia no está fundada en el derecho municipal, que en todos los países condena al prisionero, sino en el consentimiento de los príncipes, que se han puesto de acuerdo en observar esta indulgencia para evitar represalias.
Si una generación de hombres desapareciese de la historia repentinamente, y viniese otra en su lugar, como en el caso de los gusanos de seda y las mariposas, la nueva generación, si tuviese suficiente inteligencia como para elegir su gobierno voluntariamente, y mediante el consentimiento general, lo cual indudablemente nunca ocurre en el caso de los hombres, podría establecer su propia forma de gobierno civil sin prestar consideración ninguna a las leyes o procedentes que prevalecieron entre sus antepasados. Pero como la sociedad humana se halla en flujo perpetuo, y un hombre se va del mundo mientras otro llega a él, hora tras hora, en necesario, a fin de preservar la estabilidad del gobierno, que la nueva generación se conforme a la constitución establecida y siga rectamente por el camino que sus padres, que anduvieron sobre las huellas de los abuelos, les han señalado. Algunas innovaciones, necesariamente, han de tener lugar en toda constitución humana; y es cosa afortunada que el genio ilustrado de la edad la oriente en la dirección de la razón, la libertad y la justicia. Pero ningún individuo tiene derecho a introducir innovaciones violentas. Son peligrosas, inclusive, cuando trata de hacerlas la legislatura. De ellas, habrá de esperar siempre más mal que bien. Y si la historia proporciona ejemplos de lo contrario, no han de tomarse como precedentes, y sólo deben considerarse como pruebas de que la ciencia de la política tiene pocas reglas que no admitan alguna excepción y que no puedan ser, a veces, gobernadas por la fortuna y el accidente. Las violentas innovaciones del reinado de Enrique VIII tuvieron su origen en un monarca de carácter imperioso secundado por un simulacro de autoridad legislativa; las del reinado de Carlos I nacieron de la facción y el fanatismo; y ambas
han tenido felices consecuencias; pero aun ellas fueron, durante largo tiempo, fuente de muchos desórdenes, y de peligros más numerosos aún; y si las reglas de fidelidad hubiesen de fundarse en tales precedentes, una anarquía total tendría lugar en la sociedad humana, y se pondría punto final, inmediatamente, a todo gobierno.
Supongamos que un usurpador, después de haber desterrado a su príncipe legítimo y a la familia real, estableciese su dominio durante diez o doce años en algún país, y conservarse tan estricta disciplina en sus tropas y tan regular disposición en sus guarniciones que ninguna insurrección se produjese, ni murmuración contra el gobierno llegase a oírse jamás. ¿Podrá aseverarse que el pueblo que en su corazón aborrece su traición, ha asentido tácitamente a su autoridad y le a prometido fidelidad tan sólo porque, por necesidad, vive sometido a su dominio? Supongamos, de nuevo, que su príncipe original ha sido restablecido en el poder por la fuerza de un ejército que reclutó en países extranjeros. Lo reciben con alegría y exultación y muestran, abiertamente, la repugnancia con que se habían sometido al otro yugo. Puedo preguntar ahora en qué se funda el título del príncipe. Sin duda, no en el consentimiento popular; pues aunque la gente acata de buen grado su autoridad. no se imagina que su consentimiento lo convirtió en soberano. Otorgan su consentimiento porque entienden que ya era, por derecho de nacimiento, su legítimo soberano. Y, por lo que respecta al consentimiento tácito, el cual puede inferirse ahora que viven bajo su dominio, no es otra cosa que el que antes dieron al tirano y usurpador
Cuando aseveramos que todo gobierno legítimo brota del consentimiento del pueblo, le hacemos a éste, sin duda, mucho más honor del que se merece, o inclusive, del que espera y desea de nosotros. Cuando los dominios romanos se tornaron demasiado difíciles de gobernar para la república, la gente de todo el mundo conocido se sintió extremadamente agradecida a Augusto por aquella autoridad que, mediante la violencia, estableció sobre ella; y mostró igual disposición a someterse al sucesor que le dejó en virtud de su última voluntad y testamento. fue después su desgracia que nunca hubiese, en una sola familia, ninguna sucesión regular prolongada, y que su linaje de príncipes cambiase continuamente, por obras unas veces del asesinato privado, y otras veces, de las rebeliones públicas, Las guardias pretorianas, cuando una familia no dejó prole, establecieron un emperador, las legiones del Oriente otro, y las de Germania quizá, un tercero; y sólo la espada resolvió la controversia. Era de lamentarse la situación del pueblo en aquella poderosa monarquía, no porque nunca se le encargase de la elección del emperador, pues no era factible que lo hiciera, sino porque nunca estuvo gobernado por alguna sucesión de señores que se siguiera regularmente unos a otros. Y en lo que toca a la violencia, las guerras y el derramamiento de sangre ocasionado por cada nuevo entronamiento, no eran condenables porque eran inevitables.
La casa de Lancaster gobernó en esta isla durante cerca de sesenta años; sin embargo, en Inglaterra, los partidarios de la Rosa Blanca parecía multiplicarse día tras día. La actual casa reinante ha gobernado durante un período todavía más prolongado. si todas las opiniones acerca de los derechos de otra familia hubiesen desaparecido por completo, aunque mal puede decirse que viva aun un hombre que hubiese llegado a la edad del juicio cuando fue expulsada ¿podrá decirse que consintió a su dominio, o que le prometió fidelidad?; lo cual es indicación suficiente, sin duda, del sentimiento general de la humanidad a este respecto. Pues no condenamos a los partidarios de la familia que abdicó tan sólo en virtud del largo tiempo durante el cual conservó su imaginaria fidelidad. Los condenamos por su adhesión a una familia que, a nuestro juicio, fue justamente expulsada y que, a partir del momento en que la nueva casa se estableció, perdió todo título a la autoridad.
Pero si queremos llegar a una refutación más regular, o por lo menos más filosófica de este principio del contrato original o del consentimiento popular, quizá nos basten las siguientes observaciones.
Todos los deberes morales pueden dividirse en dos clases. Los primeros son aquellos a que se ven empujados los hombres por obra de un instinto natural o de una
propensión, inmediata que opera en ellos, independientemente de cualesquiera ideas de obligación y de cualesquiera opiniones respecto de la utilidad pública o privada. De esta naturaleza son el amor a los niños, la gratitud que se siente por los benefactores y la conmiseración por los desdichados. Cuando reflexionamos en las ventajas que tienen para la sociedad tales instintos humanos, les rendimos el justo tributo de la aprobación y la estimación morales. pero la persona que es movida por ellos, siente que su poder e influencias es antecedente a tal reflexión
La segunda clase de deberes morales está constituida por aquellos que no se apoyan en ningún instinto natural original, sino que se cumplen, enteramente, en virtud de un sentimiento de obligación, que nace en nosotros cuando consideramos las necesidades de la sociedad humana y la imposibilidad de mantenerlas si se descuidasen estos deberes. Es así como la justicia, o consideración por la propiedad de otro, la fidelidad o respeto de las promesas se convierten en obligatorias y cobran autoridad sobre la humanidad, Pues, así como es evidente que todo hombre se ama más a sí mismo que a cualquiera otra persona, así se ve naturalmente impulsado a ampliar sus adquisiciones todo lo más posible, y nada puede contenerlo en esta propensión, como no sean la reflexión y la experiencia, mediante las cuales entiende los efectos perniciosos de la licencia y la disolución total de la sociedad que habrían de ser consecuencia de ella. Su inclinación original, o instinto, pues, están frenados y contenidos por un juicio, y observación, subsiguientes.
Ocurre precisamente lo mismo en lo tocante al caso de deber político, o civil, de obediencia, que en el de los deberes naturales de justicia y fidelidad. Nuestros instintos primarios nos llevan, o bien a obrar con libertad ilimitada, o bien a buscar el dominio sobre otros, y sólo la reflexión nos conduce a sacrificar tan poderosas pasiones a los intereses de la paz y el orden públicos. Un poco de experiencia y observación nos bastan para enseñarnos que no es posible mantener la sociedad sin la autoridad de los magistrado, y que esta autoridad no tardaría en caer en desprecio si no se le prestase estricto acatamiento. La observación de estos intereses generales y evidentes es la fuente de toda obediencia, y de esta obligación moral que le atribuimos.
Por lo tanto, ¿qué necesidad hay de fundar el deber de obediencia o acatamiento a los magistrados, en el de la fidelidad, o del respeto de las promesas, y suponer que es el consentimiento de cada individuo lo que sujeta al gobierno, cuando se ve que así la obediencia como la fidelidad se levantan ambas sobre el mismo fundamento, y la humanidad se somete a las dos por razón de los intereses y necesidades manifiestos de la sociedad humana? Se dice que debemos obedecer a nuestro soberano porque hemos otorgado una promesa tácita a ese respecto. Pero, ¿por qué estamos obligados a respetar nuestra promesa? Es preciso afirmar, aquí, que el intercambio y comercio de la humanidad, tan enormemente convenientes como son, no podrán tener seguridad cuando los hombres no cumplan sus compromisos. De igual manera, podrá decirse que los hombres no podrán vivir, en modo alguno, en sociedad, o por lo menos en una sociedad civilizada, sin leyes, magistrados y jueces que impidan los abusos de los fuertes contra los débiles, de los violentos contra los justos y equitativos. Como la obligación de obediencia tiene igual fuerza y autoridad que la obligación de fidelidad, nada ganamos reduciendo la una de la otra. Los intereses o necesidades generales de la sociedad son suficientes para fundar ambas obligaciones .
Si se preguntase por la razón de la obediencia que debemos prestar al gobierno, respondería inmediatamente, "porque, de otra manera, la sociedad no podría subsistir"; y esta respuesta es clara e inteligible para toda la humanidad. Vuestra repuesta dice, "porque debemos cumplir nuestra palabra". Pero aparte de que nadie, hasta que no haya sido educado en un sistema filosófico, no puede, ni comprender esta respuesta ni disfrutar de ella; aparte de esto, digo, os sentiréis embarazados cuando se os pregunte, ¿por qué hemos de cumplir nuestra palabra? Y no podréis dar ninguna respuesta como no sea la que inmediatamente, sin ningún circunloquio, ha explicado nuestro deber de obediencia.
Pero, ¿a quién debemos obediencia, y quién es nuestro legítimo soberano Esta cuestión es, a menudo la más difícil de todas, y la que se presta a infinitas discusiones. cuando el pueblo vive con tanta felicidad que puede responder: "Nuestro soberano actual, que ha heredado, en línea directa, de ancestros que nos han gobernado durante muchas generaciones", esta respuesta no admite réplica, aunque los historiadores, el remontar hasta la más distante antigüedad el origen de esa familia real, puede descubrir, como ocurre frecuentemente, que su primera autoridad provino de la usurpación y la violencia. Se confiesa que la justicia privada, o abstinencia de la propiedades, de otros, es una de las virtudes cardinales. Sin embargo, la razón no dice que no hay propiedad de objetos duraderos, como las tierras o las casas, cuando se examine cuidadosamente, en su paso de mano en mano, que no se haya fundado, en algún período, en el fraude y la injusticia. Las necesidades de la sociedad humana, ni en la vida privada, ni en la pública, habrán de permitir tan exacta indagación; y no hay virtud, o deber moral del que no podamos deshacernos con facilidad, si nos entregamos a una falsa filosofía que nos lleve a escudriñarlo o investigarlo, mediante toda regla capciosa de lógica, y a verlo a cualquier luz, o posición, en que se pueda ser colocado.
Las cuestiones que hacen referencia a la propiedad privada han llenado infinitos tomos de derecho y de filosofía, si contamos a los comentadores del texto original; y , a fin de cuentas, podemos declarar sin temor, que muchas de las reglas allí establecidas son inciertas, ambiguas y arbitrarias. Igual opinión podemos formarnos por lo que respecta a la sucesión y a los derechos de príncipes y de formas de gobierno. sin duda, hay algunos casos, especialmente en la infancia de cualquier constitución, que no admiten determinación por las leyes de la justicia y la equidad; y nuestro historiador, Rapin, pretende que la controversia entre Eduardo III y Felipe de Valois era de esta naturaleza y sólo podía decidirse apelando al cielo, es decir, a la guerra y la violencia.
¿Quién me podría decir, cuál de lo dos, Germánico y Druso, debería haber sucedido a Tiberio, si éste hubiese muerto mientras ambos vivían, sin nombrar sucesor a alguno de ellos? Ha de estimarse el derecho de adopción como equivalente al de la sangre en una nación en la que tenía el mismo efecto en las familias privadas y que, en dos ocasiones ya, había tenido lugar en público? ¿Ha de estimarse que Germánico es el hijo mayor porque nació antes que Druso, o que es el menor, porque fue adoptado después del nacimiento de su hermano? ¿El derecho del mayor ha de tomarse en cuenta en una nación en la que no se le tenía en cuenta por lo que toca a la sucesión en las familias privadas? ¿El imperio romano de aquel tiempo ha de considerarse hereditario en virtud de dos ejemplos, o aun en fecha tan temprana debe estimarse que pertenecía al más fuerte, o al posesor actual por estar fundado en una usurpación tan reciente?
Cómodo ascendió al trono después de una sucesión bastante larga de emperadores excelentes que habían adquirido su título, no por nacimiento o por elección pública, sino mediante el ficticio rito de la adopción. Cuando el sanguinario libertino fue asesinado a causa de una repentina conspiración formada entre su ramera y su galán, que en aquel tiempo era el prefecto pretoriano, éstos deliberaron inmediatamente para elegir a un señor del género humano, para decirlo al estilo de aquella época, y pusieron sus ojos en Pertinax, Antes de que la muerte del tirano fuese conocida, el prefecto se acercó en secreto a aquel senador, el cual, al ver los soldados, se imaginó que Cómodo había ordenado su ejecución. Inmediatamente se le rindió homenaje como emperador por el oficial u sus acompañantes fue alegremente proclamado por el populacho, acatado de mal grado por los guardias, formalmente reconocido por el senado y pasivamente aceptado en las provincias y ejércitos del imperio.
El descontento de las guardias pretorianas estalló en repentina sedición, que ocasionó el asesinato de ese excelente príncipe; y como el mundo se encontraba, entonces, sin señor y sin gobierno, los guardias consideraron adecuado poner en venta, formalmente, el imperio. Juliano, el comprador, fue proclamado por los soldados, reconocido por el senado, y acatado por el pueblo; y las provincias se le hubiesen sometido también, si la envidia de las legiones no hubiese provocado oposición y resistencia. Pescenio Niger, en Siria, se eligió a sí mismo emperador, obtuvo el tumultuoso consentimiento de su ejército y conquistó la secreta buena voluntad del senado y del pueblo de Roma. Albino, que se encontraba en Bretaña, descubrió que poseía igual derecho a su pretensión, pero Severo, que gobernaba Panonia, se impuso finalmente a los dos. Ese hábil político y guerrero, al descubrir que sus propios nacimientos y dignidad eran demasiado inferiores a la corona imperial, declaró al principio que su intención era sólo la de vengar la muerte de Pertinax. Avanzó como general por Italia, derrotó a Juliano y sin que podamos fijar siquiera un comienzo exacto del consentimiento de los soldados, fue reconocido, por necesidad, como emperador por el senado y el pueblo y se estableció plenamente en su violenta autoridad al someter a Niger y a Albino. Inter haec Gordianus Caesar", dice Capitolino, hablando de otro período, "sublatus a militibus . Imperator est appellatus, quia non erat alius praesenti". Ha de observarse que Gordiano era un muchacho de catorce años de edad.
Abundantes ejemplos de igual naturaleza se encuentran en la historia de los emperadores, en la de los sucesores de Alejandro y en la de muchos otros países. Y nada puede ser más desafortunado que un gobierno despótico de esta suerte en el que la sucesión esta desunida y es irregular, y ha de ser determinada, cada vez que queda vacante, por la fuerza o la elección. En un gobierno libre, la cuestión es a menudo inevitable, y también mucho menos peligrosa. En él, los intereses de la libertad pueden llevar frecuentemente al pueblo en defensa propia, a cambiar la sucesión de la coroona. Y la constitución, por esta forma de partes, puede aun mantener una estabilidad suficiente al descansar en los miembros aristocráticos y democráticos, aunque el monárquico sea alterado de vez en cuando a fin de acomodarlo a los primeros.
En un gobierno absoluto, cuando no hay príncipe legal que tenga derecho al trono, puede decidirse sin riesgo que pertenece al primer ocupante. Ejemplos de esta clase son por demás frecuentes, especialmente en las monarquías orientales. Cuando un linaje de principios expira, la voluntad o designación del último soberano será considerada como un título. Así, el edicto de Luis XIV, que nombró posibles sucesores a los príncipes bastardos en caso de que los príncipes legítimos no tuviesen descendencia, habría tenido, en tal evento, alguna autoridad.*
Así, la voluntad de Carlos II dispuso de toda la monarquía española. La cesión del antiguo propietario, especialmente cuando va unida a una conquista, es considerada, de igual manera, un buen título. La obligación general que nos vincula al gobierno está constituida por los intereses y necesidades de la sociedad; y esta obligación es muy fuerte. La determinación de que corresponde a éste o aquel príncipe particular, o forma de gobierno, frecuentemente es más incierta y dudosa. La posesión presente tiene considerable autoridad en estos casos, y mayor que en lo tocante a la propiedad privada por razón de todos los desórdenes que acompañan a las revoluciones y cambios de gobierno.
Observaremos solamente, antes de terminar, que aunque una apelación a la opinión general pueda ser considerada con razón, injusta y no concluyente, en las ciencias especulativas de la metafísica, la filosofía natural o la astronomía, sin embargo, en todas las cuestiones que hacen referencia a la moral, así como a la crítica, no existe
realmente ninguna otra norma por la cual pueda decidirse una controversia. Y nada es prueba más clara de que una teoría de esta clase en errónea que el descubrir que conduce a paradojas que repugnan a los sentimientos comunes de la humanidad, y a la práctica y opinión de todas las naciones y tiempos.
La doctrina que funda todo gobierno legítimo en un contrato original, o consentimiento del pueblo, es manifiestamente de esta clase; y los más destacados de sus partidarios, al proponerla y desarrollarla no han tenido escrúpulos en afirmar que la monarquía absoluta es incompatible con la sociedad civil y, así, no puede ser forma ninguna de gobierno civil, y que el poder supremo, en un estado, no puede tomar de hombre alguno, mediante impuestos y contribuciones, parte ninguna de su propiedad sin su propio consentimiento o el de sus representantes. Es fácil determinar qué autoridad moral puede tener razonamiento que conduce a opiniones tan apartadas de la práctica general de la humanidad en cualquier parte del mundo, con excepción de este solo reino.
El único pasaje que yo me haya encontrado en la antigüedad, donde la obligación de obediencia al gobierno se adscribe a una promesa, se halla en el Tritón de Platón, donde Sócrates se niega a escapar de la cárcel porque ha prometido, tácitamente, obedecer las leyes. Así, saca una consecuencia toree de obediencia pasiva de una fundamentación Whig del contrato original.
En estas cuestiones, no han de esperarse nuevos descubrimientos. Si hubo algún hombre que, mucho más tarde, se haya imaginado que el gobierno estaba fundado en un pacto, es cierto que, en general, no puede tener fundamento.