Henry George
CAPITULO 1 EL GRAN ENIGMA DE NUESTROS TIEMPOS
El empleo del vapor y la electricidad, la adopción de métodos perfeccionados y maquinaria que ahorra trabajo, la mayor subdivisión y más amplia de la producción y las portentosas facilidades para los cambios, han multiplicado enormemente la eficacia del trabajo. Era natural esperar, y se esperó, que los inventos economizadores de trabajo aliviarían la fatiga y mejorarían la situación del trabajador; que el enorme aumento del poder de producir riqueza haría de la pobreza una cosa del pasado. Si, en una visión del futuro, un Franklin o un Priestley hubiese visto el buque de vapor reeemplazando al velero, el ferrocarril a la diligencia, la máquina segadora a la guadaña, la trilladora al mayal; si hubiesen oido el trepidar de las máquinas que, obedientes a la voluntad humana y para satisfacer el humano deseo, ejercen un poder mayor que el de todos los hombres y todas las bestias de carga de la tierra juntos; si hubiesen visto el árbol de la selva convertido en madera acabada (en puertas, marcos, postigos, cajas o barriles) sin apenas tocarlo la mano del hombre; los grandes talleres en que botas y zapatos llegan a sus cajas con menos trabajo que el exigido al anticuado remendón para poner una suela; las fábricas donde, bajo la mirada de una joven, el algodón se convierte en tela más aprisa que si cientos de fornidos tejedores lo hubiesen elaborado con sus telares de mano; si hubiesen visto martinetes de vapor modelando inmensos ejes y poderosas áncoras, y delicadas maquinarias construyendo diminutos relojes; el taladro de diamante perforando las entrañas de las rocas y el aceite mineral ahorrando el de ballena; si hubiesen comprobado el enorme ahorro de trabajo que resulta del aumento de facilidades para el cambio y las comunicaciones, el carnero muerto en Australia comido fresco en Inglaterra, y la orden dada por el banquero en Londres por la tarde, cumplida en San Francisco en la mañana del mismo día; si hubiesen imaginado los cien mil progresos que estos solos ya sugieren, ¿qué conclusión habrían sacado respecto a la situación social de la humanidad? No habría parecido una deducción. Más que fruto de la imaginación, le habría parecido como si él realmente lo viera, y le habría palpitado el corazón, y los nervios se le habrían estremecido como los de quien, desde una altura, frente a la sedienta caravana, divisa el esplendor vívido del bosque rumoroso y el reflejo de las rientes aguas. Sencillamente, con los ojos de la imaginación habría contemplado cómo esas nuevas fuerzas elevaban la sociedad desde sus mismos cimientos, levantando al más pobre por encima de la posibilidad de la escasez, redimiendo al más humilde de la ansiedad por las exigencias materiales de la vida. Habría visto cómo aquellos esclavos de la lámpara del saber tomaban sobre sí mismos la carga de la maldición tradicional, y cómo aquellos músculos de hierro y tendones de acero convertían la vida del obrero más pobre en una fiesta en la que toda alta cualidad y noble impulso tendrían motivo de desarrollo. La asociación de la pobreza con el progreso es el gran enigma de nuestros tiempos. De esta generosa situación material, habría visto surgir, como obligada consecuencia, un ambiente moral realizador de la Edad de Oro. que siempre ha soñado la humanidad. La juventud no cohibida ni famélica, la vejez no acosada por la avaricia; ¡el más tacaño embriagándose en la magnificencia de los astros! ¡La corrupción ausente; la discordia trocada en armonía! Porque, ¿cómo podría haber codicia donde todos tuviesen bastante? El vicio, el crimen, la ignorancia, la brutalidad que dimanan de la pobreza y del temor a la pobreza, ¿cómo podrían existir donde ésta hubiese desaparecido? ¿Quién se rebajaría donde todos fuesen libres? ¿Quién oprimiría donde todos fuesen iguales? Más o menos, vagas o claras, éstas han sido las esperanzas, éstos han sido los ensueños nacidos de los progresos que han dado a esta prodigiosa era su preeminencia. Tan hondamente han arraigado en la mente popular, que han cambiado radicalmente las corrientes del pensamiento, refundiendo creencias y desalojando los conceptos más fundamentales. Verdad es que un desengaño ha seguido a otro desengaño. Descubrimiento tras descubrimiento e invento tras invento, ni han disminuido la fatiga de los que más necesitan descanso, ni han traido la abundancia al pobre. Pero han habido tantas cosas a las que, al parecer, podía atribuirse este fracaso, que hasta hoy apenas se ha debilitado la nueva fe. Hemos evaluado mejor las dificultades que hay que vencer, pero no hemos confiado menos en que la tendencia de los tiempos era superarlas. Ahora, no obstante, tropezamos con hechos inconfundibles. De todas partes del mundo civilizado llegan quejas de depresión industrial; de trabajo condenado al paro forzoso; de capital acumulado que se desperdicia; de apuros pecuniarios entre los hombres de negocios; y de escasez, sufrimiento y ansiedad entre las clases trabajadoras. Hay malestar donde se mantienen grandes ejércitos permanentes, pero también lo hay donde éstos son nominales; hay malestar donde se aplican tarifas protectoras, pero también lo hay donde el comercio es casi libre; hay malestar donde todavía prevalece el gobierno autocrático, pero también lo hay donde el poder político está completamente en manos del pueblo; en países donde el papel es dinero y en países donde el oro y la plata son la única moneda corriente. Evidentemente, hemos de colegir que, bajo todas estas cosas, hay una causa común. Que hay una causa común y que ésa es, o lo que llamamos progreso material, o algo íntimamente ligado a él, resulta más que una deducción al observar que los fenómenos agrupados con el nombre de crisis económicas no son sino intensificaciones de los que siempre acompañan al progreso material y que se muestran con mayor claridad y fuerza a medida que éste avanza. A los países más nuevos, es decir, a los países donde el progreso material está aún en sus fases primeras, es a donde los trabajadores emigran en busca de salarios más altos y el capital afluye en busca de más alto interés. Es en los países viejos, es decir, en los países donde el progreso material ha alcanzado fases más avanzadas, donde la pobreza habitual se halla en medio de la mayor abundancia. Id a uno de los países nuevos donde el mecanismo de la producción y el intercambio es todavía rudo y poco eficaz; donde el incremento de la riqueza no basta para permitir a ninguna clase social la vida cómoda y lujosa; donde la mejor casa no es sino una cabaña de troncos o una choza de lona y cartón y el hombre más rico está obligado al trabajo diario, y, aunque no encontraréis la opulencia y todo su acompañamiento, no hallaréis mendigos. No hay lujo, pero tampoco hay miseria. Nadie se da una Vida regalada, ni siquiera muy buena vida; pero todos pueden ganarse la vida y nadie apto y deseoso de trabajar es oprimido por el temor a la indigencia. Pero tan pronto como uno de estos países alcanza la situación por la cual se afanan todas las sociedades civilizadas y asciende en la senda del progreso material, así que una más densa población, una más íntima relación con el resto mundo y un mayor uso de la maquinaria que ahorra trabajo, posibilitan mayores economías en la producción y el cambio, y por consiguiente la riqueza aumenta, no sólo en conjunto, sino en relación al número de habitantes, entonces la pobreza toma un aspecto más sombrío. Algunos logran hacer su vida infinitamente mejor y más fácil, pero a otros les es difícil tan siquiera ganársela. El vagabundo llega con la locomotora, y los hospicios y cárceles son señales del progreso material tan seguras como las suntuosas viviendas, los ricos almacenes y las magníficas iglesias. Este hecho, el gran hecho de que la pobreza con todas sus derivaciones aparece en las sociedades precisamente cuando éstas alcanzan la situación a que tiende el progreso material, demuestra que las dificultades sociales existentes dondequiera que se ha logrado un cierto grado de progreso, no provienen de circunstancias locales, sino que son engendradas, de una u otra manera, por el progreso mismo. Esta asociación de la pobreza con el progreso es el gran enigma de nuestros tiempos. Es el hecho central del cual dimanan las dificultades económicas, sociales y políticas que tienen perplejo al mundo y contra las cuales el arte de gobernar, la beneficencia y la enseñanza luchan en vano. De él vienen las nubes que amenazan el porvenir de las `naciones más progresivas y seguras de sí mismas. Es el enigma que la esfinge del destino plantea a nuestra civilización, y no resolverlo es ser destruido. Mientras todo el aumento de riqueza suministrado por el progreso vaya sólo a formar grandes fortunas, a aumentar el lujo y acentuar el contraste entre la Casa de la Opulencia y la Casa de la Privación, el progreso no es real y no puede ser permanente. Esta cuestión, a pesar de su capital importancia y de llamar universal y dolorosamente la atención, aún no ha tenido una solución que explique todos los hechos y señale un remedio claro y sencillo. Prueban esto los diversísimos intentos de explicar las crisis de la producción. No sólo muestran una divergencia entre los pareceres populares y las teorías científicas, sino también que la coincidencia que debería haber entre los adeptos de las mismas teorías generales se disgrega, ante las cuestiones prácticas, en una anarquía de opiniones. Las ideas de ser inevitable el conflicto entre el capital y el trabajo, de ser nociva la maquinaria, de haberse de restringir la competencia y abolir el interés, de poderse crear riqueza emitiendo dinero, de ser un deber del gobierno el proporcionar capital o trabajo, se abren rápidamente paso entre la gran masa del pueblo que siente hondamente el daño y tiene viva conciencia de una injusticia. Tales ideas, que ponen a las grandes multitudes, depositarias de la fuerza política definitiva, bajo la gula de charlatanes y demagogos; están cargadas de peligros; pero no pueden ser combatidas con éxito mientras la Economía Política no dé al gran problema una respuesta conforme con todas sus enseñanzas y capaz de imponerse por sí misma a las percepciones de las grandes muchedumbres. Incumbe a la Economía Política dar esta respuesta. Porque la Economía Política no es un conjunto de dogmas. Es la explicación de un cierto conjunto de hechos. Es la ciencia que, en la sucesión de ciertos fenómenos, procura hallar sus relaciones mutuas y reconocer la causa y el efecto, del mismo modo que las ciencias físicas tratan de hacerlo en otro grupo de fenómenos. Pone sus cimientos sobre terreno firme. Las premisas de donde saca sus conclusiones son verdades que tienen la más alta sanción; son axiomas que todos reconocemos; sobre ellas cimentamos con certeza los razonamientos y acciones de la vida diaria y pueden ser reducidas a la expresión metafísica de la ley física por la cuál el movimiento busca la línea de menor resistencia, esto es, que el hombre procura satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo. Partiendo de una base asegurada de este modo, su método, que consiste sencillamente en identificar y separar, tiene igual certeza. En este sentido es una ciencia tan exacta como la geometría, la cual, de análogas verdades relativas al espacio, saca conclusiones por medios parecidos; y sus conclusiones, cuando sean válidas, han de ser igualmente claras de por si. Y aunque en el dominio de la Economía Política no podemos probar nuestras teorías con combinaciones o condiciones provocadas artificialmente, como se puede hacer en algunas otras ciencias, podemos, no obstante, emplear comprobaciones no menos concluyentes, comparando sociedades en las cuales existen condiciones diferentes o separando, cambiando, adicionando o eliminando con la imaginación fuerzas o factores de dirección conocida. Que la Economía Política, como ahora se enseña, no explique de acuerdo con las más arraigadas percepciones humanas la persistencia de la pobreza en medio de la creciente riqueza; que las verdades indiscutibles que enseña estén inconexas y dispersas; que no haya logrado difundirse en el pensamiento popular, ha de ser debido, a mi juicio, no a incapacidad de la ciencia cuando se estudia como es debido, sino a algún paso en falso en sus premisas o algún factor olvidado en sus apreciaciones. Y como, por respeto a la autoridad, se suele disimular estas equivocaciones, me propongo en esta indagación no hacer ninguna concesión. Me propongo no esquivar ningún problema, no retroceder ante ninguna conclusión, sino seguir la verdad a dondequiera que nos lleve. Si las conclusiones obtenidas van contra nuestros prejuicios, no desistamos; si impugnan instituciones mucho tiempo tenidas por prudentes y naturales, no retrocedamos.
CAPITULO 2 IMPORTANCIA DE LA DEFINICIÓN DE LOS TÉRMINOS
Antes de proseguir nuestra indagación, aseguraremos el significado de nuestros términos, porque la vaguedad en su empleo ha de causar inevitablemente ambigüedad e indeterminación del razonamiento. En el razonamiento económico, es indispensable dar a palabras como «riqueza», «capital», «renta», «salarios» y otras afines un sentido, no sólo mucho mas definido que el vulgar, sino más preciso que el usual, ya que por desgracia, aún en Economía Política el consenso común no ha a signado un significado cierto a algunos de dichos términos, pues autores diferentes dan significados distintos a un mismo término, y a menudo un autor usa el mismo vocablo con sentidos diferentes. Cuando un término revista importancia, me esforzaré en establecer claramente lo que con él quiero significar y en usado en este sentido y no en otro. Séame permitido rogar al lector que anote y recuerde las definiciones dadas así, pues de otro modo no puedo tener la esperanza de hacerme entender bien. No intentaré dar significados arbitrarios a las palabras, ni inventar términos, incluso cuando fuere conveniente hacerlo, sino que me adaptaré a la costumbre tan estrictamente como sea posible, procurando solamente fijar el sentido de las palabras, de modo que puedan expresar con claridad el pensamiento. Para empezar, establezcamos lo que entendemos por «salario» y por «capital». Los economistas han dado a la primera de estas palabras un significado bastante definido, pero las ambigüedades unidas al uso de la segunda en Economía Política exigen un detenido examen. En el lenguaje usual, «salario» significa una compensación que, por sus servicios, se paga a una persona contratada; y hablamos de uno que trabaja «a salario», distinguiéndose de otro que «trabaja por cuenta propia». La costumbre de aplicar este término solamente a la compensación pagada por el trabajo manual, reduce aún más su empleo. No hablamos de salarios de hombres de carrera, administradores u oficinistas, sino de sus honorarios, pagas o sueldos. Por esto el significado vulgar de la palabra «salario» es la compensación pagada a una persona contratada por el trabajo manual. Pero en Economía Política la palabra salario tiene un significado mucho más amplio e incluye toda recompensa del esfuerzo. Pues, como explican los economistas, los tres agentes o factores de la producción son la tierra, el trabajo y el capital, y a la parte del producto que va el segundo de estos factores la llaman salario. Salarios en Sentido Económico Así, el término trabajo abarca todo esfuerzo humano en la producción de riqueza; y siendo el salario la parte del producto que va al trabajo, incluye toda recompensa de aquel esfuerzo. Por consiguiente, en el sentido político-económico del término salario, no se distingue la clase de trabajo ni si su recompensa se recibe de un patrono o no. Salario significa la recompensa recibida por el esfuerzo del trabajo, en cuanto se distingue de la que se recibe por el uso del capital y de la que recibe el propietario por el uso de la tierra. El hombre que cultiva el suelo por cuenta propia obtiene su salario en su producto, del mismo modo que, si emplea capital propio y es dueño de su propia tierra, puede también obtener interés y renta. El salario del cazador es la caza que mata; el salario del pescador es el pescado que coge. El oro extraído por el buscador de oro es para él su salario, como lo es el dinero que al minero de carbón le paga el comprador de su trabajo; y, según enseña Adam Smith, los altos provechos de los tenderos al por menor son en gran parte salarios, pues son la recompensa de su trabajo y no de su capital. En resumen, todo lo recibido como resultado o recompensa del esfuerzo en la producción de riqueza es salario. Esto es todo lo que ahora se debe advertir sobre el salario, pero importa recordarlo. Porque, aunque las obras de Economía reconocen más o menos claramente este sentido del término salario, a menudo lo olvidan en seguida. Discordantes Definiciones del Capital Más difícil es quitar al concepto de capital las ambigüedades que lo obscurecen y fijar el uso científico del término. En el lenguaje general, toda clase de cosas que tienen un valor o que rinden un provecho son vagamente llamadas capital, mientras que los economistas discrepan tanto que apenas se puede decir que este término tenga un significado fijo. Comparemos entre sí las definiciones de unos pocos economistas típicos. «Aquella parte del caudal de un hombre», dice Adam Smith, «de la cual espera un rédito, es llamada su capital» y el capital de una nación o sociedad, sigue diciendo, consiste en:
1) máquinas e instrumentos profesionales que facilitan y abrevian el trabajo;
2) edificios, no meras viviendas, sino que puedan ser considerados instrumentos del oficio, tales como tiendas, casas de campo, etc.;
3) mejoras de la tierra que la adaptan a la labranza o cultivo;
4) las aptitudes adquiridas y provechosas de todos los habitantes;
5) dinero;
6) existencias en poder de productores y negociantes, que de su venta esperan obtener un provecho;
7) materiales para las manufacturas o artículos parcialmente elaborados, aun en manos de los productores o comerciantes;
8) mercancías listas, en poder de los productores o negociantes. (La Riqueza de las Naciones, libro 2, capítulo 1). Los cuatro primeros de estos grupos, los denomina capital fijo y los cuatro últimos capital circulante, distinción de la cual, para nuestro propósito, no es necesario tomar nota.
La definición de David Ricardo es: «Capital es aquella parte de la riqueza de un país empleada en la producción y consiste en alimentos, vestidos, herramientas, materias primas, maquinaria, etc. necesarias para efectuar el trabajo.» (Principios de Economía Política, capítulo 5.) Esta definición, como se verá, difiere mucho de la de Adam Smith, pues excluye muchas de las cosas que éste incluye, tales como las aptitudes adquiridas, artículos de mero placer o lujo en posesión de los productores o negociantes; e incluye algunas cosas que Adam Smith excluye, tales como los alimentos, vestidos, etc., en posesión del consumidor. La definición de J. R. McCulloch es: «El capital de una nación realmente comprende todas aquellas porciones del producto del trabajo, existentes en ella, que pueden ser directamente empleadas, ya en sostener la existencia humana, ya en facilitar la producción.» («Nota» de McCulloch al libro 2, capítulo 1 de su edición de 1838 de La riqueza de las Naciones de Adam Smith.) Esta definición sigue la directriz de la de Ricardo, pero es más amplia. Mientras excluye todo lo que no puede ayudar la producción, incluye todo lo que es capaz de ello, sin referencia al actual uso o necesidad de uso; según McCulloch expresamente afirma, el caballo que arrastra un coche de ,lujo es tan capital como el caballo que tira de un arado, porque, si es necesario, se le puede usar para este objeto. John Stuart Mill, siguiendo las mismas orientaciones de Ricardo y McCulloch, no define el capital según el uso o la aptitud para el uso, sino por el uso a que se destina. Dice: «Cualquier cosa destinada a suministrar al trabajo productivo albergue, protección, herramientas y materiales que aquél requiere y para nutrir y, en general, mantener al trabajador durante el proceso productivo, es capital.» (Principios de Economía Política, libro 1, capítulo 4.) Estas citas bastan para mostrar las discrepancias de los maestros. Las dificultades que acompañan el uso de la palabra capital como término exacto, y de las cuales, en las discusiones políticas y sociales corrientes, se ven ejemplos aún más notables que en las definiciones de los economistas, surgen de dos hechos: primero, el que ciertas cosas, cuya posesión le resulta al individuo exactamente lo mismo que si poseyera capital, no son parte del capital de la colectividad; y segundo, el que cosas de una misma clase pueden ser o dejar de ser capital, según la finalidad a que se destinen. Con algún cuidado respecto a estos puntos, no ha de ser difícil obtener una idea bien clara y fija de lo que el significado corriente del termino capital abarca propiamente; esta idea nos permitirá decir qué cosas son capital y cuáles no lo son, y usar la palabra sin ambigüedad ni desliz. Los tres factores de producción son tierra, trabajo y capital. Factores de la Producción Tierra, trabajo y capital son los tres factores de la producción. Recordando que capital es, pues, un término usado a distinción de tierra y trabajo, vemos en seguida que ninguna cosa correctamente incluida en uno u otro de estos dos términos puede ser clasificada propiamente como capital. Tierra El término tierra incluye necesariamente, no sólo la superficie terrestre en cuanto difiere del agua y el aire, sino todo el universo material fuera del hombre mismo, pues sólo teniendo acceso a la tierra, de la cual procede su propio cuerpo, el hombre puede estar en contacto con la naturaleza o usar de ella. El término tierra abarca, en resumen, todas las materias, fuerzas y oportunidades naturales y, por consiguiente, ninguna cosa que la naturaleza suministre de modo espontáneo, puede ser clasificada propiamente como capital. Un campo fértil, un filón abundante en minerales, un salto de agua que suministra fuerza, pueden dar a su poseedor ventajas equivalentes a la posesión de capital; pero clasificar estas cosas como capital sería suprimir la distinción entre tierra y capital y, en cuanto estos términos se relacionan entre sí, privarles de significado. Trabajo El término trabajo incluye todo esfuerzo humano. Por lo tanto, las facultades humanas, sean naturales o adquiridas, nunca pueden ser clasificadas propiamente como capital. En el lenguaje usual hablamos a menudo del saber, destreza o actividad de un hombre, como si constituyeran su capital; pero esto es, claro está, una expresión figurada que se debe evitar en razonamientos que aspiran a la exactitud. La superioridad en aquellas cualidades puede aumentar los ingresos de un individuo de igual modo como lo haría el capital, y un aumento del saber, destreza o laboriosidad de un pueblo, puede, al aumentar la producción, dar el mismo resultado que un aumento de capital daría; pero este resultado es debido a la mayor potencia del trabajo y no al capital. Capital Hemos, pues, de excluir de la categoría de capital todo lo que puede ser incluido en «tierra» o en «trabajo». Haciéndolo así, sólo quedan cosas que no son tierra ni trabajo, pero que han resultado de la unión de estos dos factores originarios de la producción. Ninguna cosa que no esté formada por estos dos, puede ser propiamente capital; es decir, no puede ser capital cosa alguna que no sea riqueza. Pero es de las ambigüedades en el uso de este término global «riqueza» de donde proceden muchas de las ambigüedades que acechan al término «capital». El Termino «Riqueza» Según el uso habitual, la palabra riqueza se aplica a todo lo que tiene valor de cambio. Pero, cuando se la emplea como término de la Economía Política, se ha delimitar a un significado mucho más definido, porque con ella se suele denominar muchas cosas que, al hacer la cuenta de la riqueza colectiva o general, de ningún modo pueden ser consideradas como riqueza. Esas cosas tienen valor de cambio y vulgarmente se las llama riqueza, en tanto que representan, para los individuos o grupos de individuos, el poder de obtenerla; pero no son verdadera riqueza, puesto que el aumento o disminución de las mismas no afecta a la totalidad de ésta. Tales son las acciones y obligaciones, hipotecas, pagarés, billetes de banco y otros contratos o transferencias de riqueza. Tales son los esclavos, cuyo valor representa sólo el poder de una clase social para apropiarse los salarios de otra clase social. Tales son las tierras y otras oportunidades naturales, cuyo valor no es más que el resultado de reconocer a favor de algunos individuos el derecho exclusivo a usarlas, y representa el poder dado así a los propietarios para exigir una porción de la riqueza producida por los que las usan. El aumento del valor de las obligaciones, hipotecas, cheques o billetes de banco no puede aumentar la riqueza de la sociedad, ya que ésa abarca lo mismo a los que tienen derecho a recibir que a los que prometen pagar. Análogamente, la riqueza de un pueblo no aumentaría al someter a esclavitud a algunos de sus miembros, pues lo que ganasen los dueños lo perderían los esclavos. El aumento del valor de la tierra no representa un aumento de la riqueza conjunta, pues lo que ganen los propietarios por los precios más altos lo perderán los arrendatarios o compradores. Y toda esta riqueza relativa que, en el pensamiento y lenguaje corrientes, en la legislación y la ley, está confundida con la riqueza efectiva, podría ser totalmente aniquilada sin destruir o consumir más que unas gotas de tinta y un pedazo de papel. Por consiguiente, no todas las cosas que tienen valor de cambio son riqueza en el único sentido que este término puede ser usado en Economía Política. Solo pueden ser riqueza aquellas cosas cuya producción aumenta el conjunto de riqueza y cuya destrucción lo disminuye. Considerando qué cosas son éstas y cuál es su naturaleza, no tendremos dificultad al definir la riqueza. Naturaleza de la Riqueza Cuando decimos que una colectividad aumenta en riqueza, queremos decir que hay en aquélla un aumento de ciertas cosas tangibles, como edificios, ganados, utensilios, maquinaria, productos agrícolas o minerales, artículos manufacturados, barcos, vehículos, muebles y otras semejantes, que tienen un valor no solamente relativo, sino efectivo. El aumento de estas cosas constituye un aumento de riqueza; su disminución es una reducción de riqueza; y la colectividad que, en proporción al número de sus individuos, tiene más cosas de éstas es la colectividad más rica. La cualidad común de dichas cosas es el ser substancias o materias naturales que el trabajo humano ha adaptado al uso o satisfacción del hombre, y cuyo valor depende de la suma de trabajo que, por término medio, se necesitaría para producir cosas de la misma clase. Definición de la Riqueza Por lo tanto, riqueza, en el único sentido en que este término puede usarse en Economía Política, consiste en materias naturales que han sido obtenidas, trasladadas, combinadas, separadas o de otro modo modificadas por el esfuerzo del hombre para adaptarlas a la satisfacción de los deseos humanos. Es, en otras palabras, trabajo impreso en la materia, de modo que almacene el poder del trabajo del hombre para subvenir a los deseos humanos, como el calor del sol está almacenado en el carbón. La riqueza no es el único objeto del trabajo, pues también se emplea éste en atender directamente al deseo; pero es el objeto y resultado de lo que llamamos trabajo productivo, esto es, trabajo que da valor a las cosas materiales. No es riqueza nada de lo que la naturaleza proporciona al hombre sin su trabajo, ni lo que resulta del trabajo, si no es un producto tangible que tiene y retiene el poder de satisfacer el deseo. Siendo el capital riqueza destinada a cierto fin, no puede ser capital lo que no queda dentro de esta definición de riqueza. Reconociendo y recordando esto, nos libraremos de los errores, que, falseando todo razonamiento en que se introducen, ofuscan el pensamiento popular y han conducido, incluso a sutiles pensadores, a laberintos de confusión. Ulterior Descripción del Capital Pero, aunque todo capital es riqueza, no toda riqueza es capital. El capital es solamente una parte de la riqueza, a saber, aquella parte que se dedica a ayudar a la producción. Todo lo que estamos tratando de hacer, todo lo que es necesario hacer, es fijar, como si dijéramos, las medidas y límites de un término que, en general, se entiende bien; esto es, definir una idea corriente. Si los artículos de riqueza efectiva que existen en un tiempo y colectividad dados, fuesen expuestos in situ a una docena de hombres inteligentes que no hubiesen leído ni una línea de Economía Política, es dudoso que éstos desintieran en considerar capital o no uno solo de dichos artículos. De la cosecha de un labrador, la parte destinada a la venta, a semilla o a pagar en alimentos parte de los salarios, seria estimada capital; la parte conservada para el uso de su propia familia, no lo sería. Una chaqueta que un sastre hubiese hecho para la venta, seria considerada capital, pero no la chaqueta que se hubiese hecho para sí mismo. Los alimentos en poder de un hotelero o fondista serían juzgados capital, pero no el alimento en la despensa de una madre de familia. Los lingotes de hierro en posesión de un fundidor, un forjador o un comerciante, serían considerados capital, pero no los que sirviesen de lastre en la bodega de un yate de recreo particular. Los telares de una fábrica serían capital, pero no la máquina de coser de una mujer que sólo la emplea para su propia ropa; lo sería un edificio alquilado o empleado en negocios o fines productivos, pero no una vivienda ocupada por el dueño de la misma. En resumen, pienso que encontraríamos ahora, como cuando Adam Smith escribía, que «aquella parte del caudal de un hombre, de la cual espera un rédito, es llamada su capital». Y omitiendo su infortunado desliz respecto las aptitudes personales y restringiendo algo su mención del dinero, es dudoso que pudiésemos hacer de los diferentes artículos de capital una lista mejor que la que Adam Smith hizo en el pasaje resumido al principio de este capítulo. Lo que hace que una herramienta sea un articulo de capital o solamente un artículo de riqueza, es el que sus servicios o usos hayan de ser cambiados o no. Así, la riqueza empleada en la construcción de un ferrocarril, una línea telegráfica pública, un teatro, un hotel, etc., puede decirse que está en curso de cambio. El cambio no se efectúa de una vez, sino poco a poco, con un número indefinido de gente. Sin embargo, hay cambio, y los «consumidores» del ferrocarril, la línea telegráfica, el teatro o el hotel, no son sus dueños, sino las personas que de vez en cuando los usan. Cambiabilidad de la Riqueza Es demasiado estrecho un concepto de la producción que se limita a la tarea de hacer las cosas. La producción incluye no solamente el hacerlas, sino también el llevarlas al consumidor. El comerciante o almacenista es, pues, un productor tan verdadero como el fabricante o el agricultor, y sus existencias o capital están consagrados a la producción, tanto como los de éstos. Pero no vale la pena de insistir ahora en las funciones del capital, que más adelante podremos determinar mejor. Permítaseme llamar la atención sobre algo que a menudo se olvida, a saber, que los términos «riqueza», «capital», «salarios» y otros análogos, según se emplean en Economía Política, son términos generales. Nada puede afirmarse o negarse de ellos en general, que no pueda afirmarse o negarse de toda la clase de cosas que representan. El no recordar esto ha llevado a una gran confusión del pensamiento y permite que falsedades, de otro modo transparentes, pasen por verdades obvias. Riqueza es un término general y debe recordarse que la idea de riqueza implica la idea de cambiabilidad. Así, la posesión de cierta suma de riqueza es, en potencia, la posesión de cualquiera o de todas las clases de riqueza, según su equivalencia en el cambio. Y, por consiguiente, lo mismo sucede con el capital.
CAPITULO 3 SALARIOS Y CAPITAL
La causa que origina la pobreza en medio de la creciente riqueza es, evidentemente, la causa que se manifiesta en la tendencia, reconocida en todas partes, de los salarios hacia un mínimo. Planteemos, pues, nuestra indagación en esta forma condensada: ¿Por qué, a pesar del aumento del poder productivo, los salarios tienden a un mínimo que sólo permite una mísera existencia? La contestación clásica ha sido que los salarios dependen de la relación entre el número de trabajadores y la suma de capital dedicada a dar empleo al trabajo; y como el aumento del número de trabajadores tiende naturalmente a seguir y sobrepasar todo aumento de capital, los salarios tienden constantemente a la cantidad más baja con la cual aquéllos pueden vivir. La afirmación que trataré de demostrar es: Que los salarios, en vez de proceder del capital, en realidad proceden del producto del trabajo por el cual son pagados.(Nota) (Nota) Hablamos del trabajo aplicado a la producción, al cual es preferible, para mayor sencillez, limitar la indagación. Mejor será, pues, aplazar cualquier duda que se presente al lector respecto a los salarios por servicios. Como la teoría de que el capital suministra los salarios también afirma que el capital los recupera de la producción, a primera vista todo ello parece un distingo y no una diferencia. Pero, que es mucho más que una distinción formulista, se ve claramente al considerar que de la diferencia entre ambas afirmaciones se deducen doctrinas que, tenidas por axiomáticas, atan, dirigen y gobiernan las más capaces inteligencias, al discutir las cuestiones más importantes. Pues, sobre el supuesto de que los salarios salen del capital y no del producto del trabajo, se fundan, no sólo la doctrina de que los salarios dependen de la proporción entre el capital y el trabajo; sino también la doctrina de que la actividad productora está limitada por el capital, esto es, que se ha de acumular capital antes de emplear trabajo, y que no se puede emplear trabajo sino habiéndose acumulado capital; la doctrina de que todo aumento de capital da o puede dar más ocupación a la actividad productora; la doctrina de que la conversión del capital circulante en capital fijo disminuye el fondo aplicable a mantener el trabajo; la doctrina de que se puede emplear más obreros con salarios bajos que con salarios altos; la doctrina de que el capital aplicado a la agricultura mantendría más trabajadores que si se aplica a la industria; la doctrina de que los provechos son altos o bajos según que los salarios sean bajos o altos o de que aquéllos dependen del costo de la subsistencia de los trabajadores -- en suma, todas las enseñanzas que, más o menos directamente, se fundan en el supuesto de que el trabajo es mantenido y pagado a expensas del capital existente, antes de obtenerse el producto que constituye la última finalidad. Si se demuestra que esto es un error y que, por el contrario, el sustento y pago del trabajo no merma, ni de momento, el capital, sino que sale directamente del producto del trabajo, toda esta vasta superestructura queda sin apoyo y ha de caer. Del mismo modo han de caer las teorías populares que se fundan también en que, siendo fija la suma distribuíble en salarios, la participación individual en éstos ha de disminuir forzosamente al aumentar el número de trabajadores. Principios Comunes a Todas las Sociedades La verdad fundamental, que en todo razonamiento de Economía se debe retener firmemente y nunca abandonar, es que la sociedad más desarrollada no es sino una ampliación de la sociedad en sus rudos comienzos. Los principios que, en las relaciones humanas más sencillas son evidentes, están solamente encubiertos, pero no abolidos o tergiversados por las relaciones más intrincadas que resultan de la división del trabajo y del uso de instrumentos y métodos más complejos. El molino de vapor con su complicada maquinaria dotada de los movimientos más diversos es sencillamente lo que en su día fue el tosco mortero de piedra excavada del antiguo lecho de un río: un instrumento para moler grano. Y todos los hombres empleados en aquél, ya sea que echen leña al hogar, dirijan la máquina, labren muelas, rotulen sacos, o lleven las cuentas, realmente están dedicando su trabajo al mismo propósito que el salvaje prehistórico tenía al utilizar su mortero: la preparación del grano para sustento del hombre. Y así, si reducimos a sus términos más sencillos todas las complejas operaciones de la moderna producción, vemos que cada individuo que toma parte en esta red, infinitamente subdividida e intrincada, de la producción y el cambio, está realmente haciendo lo que hacía el hombre primitivo al trepar a los árboles para tomar su fruta o al seguir la marea baja en busca de mariscos: ejercer sus facultades para obtener de la naturaleza la satisfacción de sus deseos. Si recordamos esto con firmeza, si consideramos toda la producción de la sociedad como la colaboración de todos para satisfacer los deseos de cada uno, se ve claro que la recompensa que cada uno obtiene por su esfuerzo, en cuanto resulta de este esfuerzo, procede tan real y verdaderamente de la naturaleza como procedía la recompensa del primer hombre. Por ejemplo: en el estado más sencillo que podemos concebir, cada hombre busca su propio cebo y atrapa su propio pescado. Pronto se ven claras las ventajas de la división del trabajo y uno busca cebo mientras otros pescan. Pero, evidentemente el que recoge cebo, en realidad hace tanto por la pesca como los que de hecho atrapan el pescado. De igual modo, cuando se ha descubierto cuán ventajosas son las canoas y en vez de ir todos a pescar, uno se queda en tierra haciéndolas y reparándolas, este constructor, en realidad, consagra su trabajo a la pesca tanto como los verdaderos pescadores, y el pescado con que él cena al regresar aquéllos es tan ciertamente el producto de su propio trabajo como el de ellos. Y así, cuando la división del trabajo está bien establecida y en vez de intentar cada uno satisfacer todas sus necesidades recurriendo directamente a la naturaleza, uno pesca, otro caza, un tercero coge bayas, un cuarto recoge fruta, un quinto hace herramientas, un sexto construye chozas y un séptimo confecciona vestidos, cada uno, en la medida en que cambia el producto directo de su propio trabajo por el producto directo del trabajo de los demás, está realmente aplicando su propio trabajo a la producción de las cosas que usa. Está, en efecto, satisfaciendo sus deseos particulares por el ejercicio de sus facultades particulares; es decir, lo que él recibe, en realidad lo produce él. Lo que el Salario Realmente Representa Siguiendo estos principios, bien claros en un estado social sencillo, a través de las complejidades del estado que llamamos civilizado, veremos claramente que en todos los casos en que se cambia trabajo por mercancías, la producción es realmente anterior al disfrute. Veremos que los salarios son realmente las ganancias, esto es, las creaciones del trabajo, no los anticipos del capital, y que el trabajador que cobra su salario en dinero (acuñado o impreso, quizás, antes de que su trabajo comenzase) realmente cobra, a cambio de su trabajo ha añadido al acopio total de riqueza, una libranza contra este acopio, la cual puede él utilizar en cualquier clase especial de riqueza que mejor satisfaga sus deseos. Ni el dinero, que no es sino la libranza, ni la clase especial de riqueza que él pida por aquélla, representan anticipos del capital para su sustento; por el contrario, representa la riqueza o una porción de ella, que su trabajo ya ha añadido al acopio total. Teniendo presentes estos principios, vemos que el delineante que en una oscura oficina de las riberas del Támesis, dibuja los planos de una gran máquina marina, está en realidad consagrando su, trabajo a la producción de pan y carne tan ciertamente como si estuviera entrojando el trigo en California o esgrimiendo el lazo en las pampas del Plata. Está haciendo tan de veras sus propios vestidos como si estuviese trasquilando ovejas en Australia o tejiendo paño en Paisley. El minero que en el corazón del alto Comstock excava mineral de plata, realmente está, en virtud de miles de cambios, segando mieses abajo en los valles; pescando la ballena entre los hielos del Ártico; arrancando hojas de tabaco en Virginia; recolectando granos de café en Honduras; cortando caña de azúcar en las islas Hawaii; cosechando algodón en Georgia o tejiéndolo en Manchester o Lowell; o haciendo para sus hijos curiosos juguetes de madera en los montes Harz. Los salarios que cobra a fin de semana ¿qué son sino el certificado ante todo el mundo, de haber hecho él todas estas cosas; el primer cambio de una larga serie que transmuta su trabajo en las cosas por las cuales, en realidad, él ha estado trabajando?
CAPITULO 4 ORIGEN DEL SALARIO
Cuando se afirma que los salarios se sacan del capital, es evidente que se ha perdido de vista el significado económico del término salario, y se ha prestado atención al sentido restringido y vulgar de la palabra. Porque en todos aquellos casos en que el trabajador trabaja por cuenta propia y toma directamente como recompensa el producto de su trabajo, está bien claro que los salarios no salen del capital, sino que resultan directamente como producto del trabajo. Si, por ejemplo, dedico mi trabajo a buscar huevos de pájaros o a recoger bayas silvestres, los huevos o bayas que así obtengo son mi salario. Seguramente nadie sostendrá que en este caso el salario sale del capital. O si tomo un pedazo de cuero y hago con él un par de zapatos, voy añadiendo continuamente valor a medida que mi trabajo avanza, hasta que, al resultar de mi trabajo los zapatos terminados, tengo mi capital (el pedazo de cuero) más la diferencia de valor entre este material y los zapatos concluidos. Al obtener este valor adicional, mi salario, ¿cómo y en qué momento se quita algo del capital? Adam Smith reconoció el hecho de que, en estos casos sencillos que he puesto por ejemplo, el salario es el producto del trabajo y, así, comienza su capítulo sobre los salarios (La Riqueza de las Naciones, libro 1, capitulo 8): «El producto del trabajo constituye la natural recompensa o salario del trabajo. En aquel primitivo estado de cosas que precede a la apropiación de la tierra, así como a la acumulación de mercancías, todo el producto del trabajo pertenece al trabajador. Este no tiene propietario ni amo que participen con él.» Pero en vez de seguir la verdad, evidente en los modos sencillos de producción, como guía a través de los embrollos de las formas más complicadas, Adam Smith la reconoce, sólo de momento, para abandonarla enseguida; y afirmando que «en todas partes de Europa por cada obrero independiente hay veinte que sirven a un amo», reemprende la indagación desde un punto de vista que considera que el amo suministra el salario de sus obreros, sacándolo de su propio capital. Salarios en Especie Recojamos el hilo donde Adam Smith lo perdió, y, avanzando paso a paso, veamos si la conexión de los hechos, evidente en las formas de producción más sencillas, continúa a través de las más complejas. Inmediato en sencillez a «aquel primitivo estado de cosas», del cual aún se pueden hallar muchos ejemplos, en que todo el producto del trabajo pertenece al trabajador, está el arreglo por el cual éste, aunque trabajando para otra persona o con el capital de otra persona, cobra su salario en especie, es decir, en cosas que su trabajo produce. En este caso, es tan claro como en el caso del trabajador por cuenta propia, que los salarios se sacan del producto del trabajo y de ninguna manera del capital. Si yo contrato un hombre para recoger huevos o bayas o hacer zapatos, pagándole con huevos, bayas o zapatos de los que su trabajo obtiene, no cabe duda de que la fuente de los saldos es el trabajo por el cual se pagan. Salarios por Participación en el Producto El arriendo de tierras por participación, que se practica en gran escala en los Estados del Sur de la Unión y en California, el sistema de aparcería de Europa, lo mismo que los muchos casos en que se paga a administradores, corredores, etc., con un tanto por ciento de los beneficios, ¿qué son sino el empleo del trabajo por salarios que consisten en una parte del producto? Adelantando de lo sencillo a lo complejo, el paso siguiente consiste en que los salarios, aunque estimados en especie, se paguen con su equivalente en otra cosa. Por ejemplo, en los buques balleneros americanos no se acostumbra a pagar salarios fijos, sino una «puesta» o proporción del botín, la cual varía desde una decimosexta a una duodécima parte para el capitán hasta una tricentésima para el grumete. De este modo, cuando, después de una pesca afortunada, llega a New Bedford o San Francisco un barco ballenero, trae en su bodega los salarios de su tripulación, lo mismo que los beneficios de sus propietarios y un equivalente que compensará por todas las provisiones gastadas durante el viaje. ¿No es evidente que estos salarios (el aceite y barbas de ballena que la tripulación ha recogido) no han sido sacados del capital, sino que son realmente una parte del producto del trabajo? Tampoco este hecho se altera u oscurece en lo más mínimo, cuando, por razones de conveniencia, en vez de distribuir entre la tripulación su parte de aceite y barbas, se valora al precio del mercado la parte de cada hombre y se le paga en dinero. Este dinero no es sino el equivalente del salario real, que es el aceite y las barbas. En ese pago no hay en modo alguno un anticipo del capital. Salarios Pagados por el Patrono Sin producción no habría ni podría haber salarios. La producción es siempre la madre de los salarios. Sin producción no habría ni podría haber salarios. Es del producto del trabajo, no de los anticipos del capital, de donde vienen los salarios. Donde quiera que analicemos los hechos, se verá que esto es verdad. Porque el trabajo siempre precede al salario. Esto es tan universalmente cierto para el salario que el trabajador cobra de un patrono, como para el salario directamente obtenido del trabajo por cuenta propia. En uno y otro caso, la recompensa está condicionada por el esfuerzo. Pagados a veces por días, más habitualmente por semanas o meses, en ocasiones por años, y, en ciertas ramas de la producción, a destajo, el pago de salarios por un patrono a un empleado implica siempre la previa aportación del trabajo por el empleado, en beneficio del patrono. Los pocos casos en que se anticipa el pago de servicios personales, se pueden atribuir evidentemente o bien a caridad o a garantía y compra. Uso Ambiguo del Término Capital El admitir la teoría según la cual los salarios salen del capital, viene en primer lugar, de afirmar que el trabajo no puede ejercer su poder productivo, si el capital no le proporciona el sustento. Esta afirmación ignora y oculta la verdad de que el trabajo siempre precede al salario. Se ve en seguida que el trabajador ha de tener comida, ropa, etc., que le permitan ejecutar el trabajo; y el lector incauto, al cual han dicho que los alimentos, los vestidos, etc., que usan los trabajadores productivos, son capital, acepta la conclusión de que para aplicar el trabajo es necesario consumir capital. Es sólo una obvia deducción de eso, el que la actividad productora queda limitada por el capital, que la demanda de trabajo depende de la oferta de capital y, por consiguiente, que los salarios dependen de la relación entre el número de trabajadores que se han de emplear y la suma del capital destinado a contratarlos. La falsedad de este razonamiento estriba en emplear el término capital en dos sentidos. En la proposición primaria, que para ejercer el trabajo productivo se necesita capital, se incluye en ese término capital todos los alimentos, vestidos, albergue, etc., mientras que en la deducción final sacada de aquélla, se emplea el término en su legítimo significado de riqueza (en manos de los patronos como tales) consagrada, no a la inmediata satisfacción del deseo, sino a producir más riqueza. La conclusión no es más válida que lo sería el inferir, del hecho de que un obrero no puede ir al trabajo sin desayuno ni ropa, que no pueden ir al trabajo más obreros que los que sus patronos provean previamente de desayuno y vestidos. Lo cierto es que los trabajadores suministran sus propios desayunos y los vestidos con que van a su labor; y además, que los patronos nunca se ven obligados a hacer anticipos al trabajo antes de comenzarla, aunque en casos excepcionales puedan hacerlos. El Trabajo Siempre Precede al Salario De todos los trabajadores parados del actual mundo civilizado, probablemente no hay ninguno que, deseando trabajar, no pudiese emplearse sin un anticipo de salario. Sin duda, gran parte de ellos iría de buena gana a trabajar en condiciones que no requiriesen el pago de salarios antes del fin del mes. Es dudoso que haya bastantes para llamarlos «clase», que no fuesen a trabajar para cobrar sus salarios al final de la semana, como suelen hacer la mayoría de los trabajadores; mientras que ciertamente no hay ninguno que no aguarde a cobrar su salario hasta el fin de la jornada o, si queréis, hasta la hora de la próxima comida. El momento preciso del pago de salarios es secundario; el punto esencial, el punto en que insisto, es que tiene lugar después de la realización del trabajo. El pago de salarios, por consiguiente, implica siempre la previa ejecución del trabajo. Pues bien, la previa ejecución del trabajo, ¿qué implica siempre? Evidentemente, la producción de riqueza, la cual, si se ha de cambiar o usar en la producción, es capital. Por esto el pago de salarios presupone producción hecha por el trabajo por el cual se pagan. Y como el patrono generalmente obtiene un provecho, pagar el salario al trabajador es, por lo que concierne a aquél, devolver al trabajador una parte de la riqueza previamente producida por su trabajo. Respecto al trabajador, es recibir una parte de la riqueza previamente producida por su trabajo. Puesto que el valor pagado en salarios es, de este modo, cambiado por un valor creado por el trabajo, ¿cómo puede decirse que el salario es adelantado por el capital? Puesto que, en el cambio de salario por trabajo, el patrono siempre obtiene el capital creado por el trabajo, antes de pagar el salario, ¿en qué momento ha disminuido su capital, ni siquiera temporalmente? (Nota) (Nota) Hablo de trabajo que produce capital, para mayor claridad. Lo que el trabajo produce siempre es riqueza (que puede ser o no ser capital) o servicios, siendo casos de desgracia excepcionales casos en que nada se obtiene, Cuando el objeto del trabajo es simplemente la satisfacción del que le da empleo, como cuando me hago limpiar los zapatos, no pago el salario sacándolo del capital, sino de riqueza que he dedicado, no a empleos reproductivos, sino al consumo para satisfacción propia. Aun si los salarios así pagados fuesen considerados procedentes del capital, por este acto pasan de la categoría de capital a la de riqueza destinada a la satisfacción del poseedor, como cuando un vendedor de tabaco toma una docena de cigarros de sus existencias en venta y se los mete en el bolsillo pera su propio consumo. El Fabricante y su Capital Suponed, por ejemplo, un patrono dedicado a convertir materias primas en productos acabados, algodón en tela, hierro en ferretería, cuero en zapatos o algo semejante y que, como es costumbre, paga a sus obreros una vez por semana. Haced un inventario exacto de su capital el lunes por la mañana, antes de empezar el trabajo; constará de los edificios, maquinaria, materias primas, dinero disponible y productos acabados en almacén. Suponed, para mayor sencillez, que el fabricante no compra ni vende nada durante la semana y que el sábado, una vez parado el trabajo y pagada la mano de obra, se vuelve a tomar inventario del capital. Habrá menos dinero en efectivo, porque se ha gastado en pagar salarios; habrá menos materias primas, menos carbón, etc. y del valor de los edificios y maquinaria habrá que descontar el del desgaste y deterioro habidos en la semana. Pero, si hace un negocio provechoso, como en promedio ha de ser, la cuenta de los productos listos ha de ser tanto mayor que compense todas aquellas disminuciones y dé, en la suma total, un aumento de capital. Evidentemente, el valor que pagó en salarios a sus obreros no ha sido sacado del capital propio ni de ningún otro. Salió, no del capital, sino del valor creado por el trabajo mismo. Fases del Proceso de la Producción Donde se paga el salario antes de obtener o acabar el objeto del trabajo (vgr. en la agricultura, en que la labranza y la siembra han de preceder varios meses a la recolección de la cosecha, o en la construcción de edificios, buques, ferrocarriles, canales, etc.), está claro que los dueños del capital así pagado en salarios, no pueden esperar su inmediata recuperación, sino que, como se dice, han de «desembolsarlo» durante algún tiempo, a veces muchos años. En tales casos, si no en otros, ¿se dirá, seguramente, que en efecto los salarios vienen del capital, son realmente anticipados por éste, y deben disminuirlo cuando se pagan? ¿Que, seguramente, aquí por lo menos, la actividad productora queda limitada por el capital, ya que sin capital estas obras no podrían ser llevadas a cabo? Veamos: puesto que la aportación de trabajo precede al pago de los salarios y la aportación de trabajo implica la creación de valor, el patrono obtiene valor antes de pagar valor. Porque la creación de valor tiene lugar en todas las fases del proceso de la producción, como resultado inmediato de la aplicación del trabajo y por consiguiente, por mucho que dure el proceso en que se ocupa, el trabajo que se ejerce aumenta siempre la riqueza antes de cobrar los salarios. El Ejemplo de la Construcción de Navíos Supongamos un buque, un edificio. Son productos acabados. Pero no fueron producido por una sola operación o por una sola clase de productores. Siendo así, fácilmente distinguimos diferentes etapas o fases en la creación del valor que, como artículos acabados, representan. Cuando no distinguimos diferentes partes en el proceso final de la producción, distinguimos el valor de los materiales. A menudo el valor de estos materiales se puede descomponer varias veces, mostrando otras tantas etapas, claramente definidas, en la creación del valor final. En cada una de estas etapas estimamos habitualmente una creación de valor, un aumento de capital. Puede tardarse un año y aún años en construir un buque, pero la creación del valor, cuya suma será el barco terminado, adelanta de día en día y de hora en hora, desde que se puso la quilla o aún desde que se despejó el terreno. Al pagar salarios antes de terminarse el buque, el amo constructor no disminuye su capital ni el de toda la colectividad, pues el valor del buque parcialmente construido substituye el valor desembolsado en salarios. En este pago de salarios no hay anticipo de capital, como lo prueba el que, si en cualquier fase incompleta de la construcción se propusiera al constructor venderla, éste esperaría un provecho. El Ejemplo de la Agricultura Es evidente que en la agricultura el valor no se crea de repente al recolectar la cosecha, sino paso a paso durante todo el proceso, en el cual se incluye la recolección. Entretanto, el capital del labrador no queda disminuido por el pago de salarios. Esto es evidente cuando, durante el proceso de la producción, se vende o arrienda la tierra; un campo labrado vale más que sin labrar, y un campo sembrado más que otro solamente arado. La creación de valor es bien tangible cuando se venden cosechas en perspectiva, como se hace a veces, o cuando el labrador mismo no siega, sino que hace un contrato con el dueño de la máquina segadora. Es tangible en el caso de huertas y viñedos que, aunque todavía no den fruto, tienen precios proporcionados a su edad. Es tangible tratándose de caballos, vacas y ovejas, que aumentan de valor a medida que se acercan a su edad madura. Y aunque no siempre es tangible entre los que se podrían llamar los habituales momentos de cambio en la producción, este aumento de valor tiene lugar con igual seguridad a cada actuación del trabajo. Por consiguiente, cuando se ejecuta trabajo antes de recibir salario, el anticipo de capital lo hace el trabajo; el préstamo lo hace el asalariado al patrono, no al contrario. Consumo Presente y Producción Pasada Pero todavía puede quedar o surgir una duda en el ánimo del lector. Así como el labrador no puede comer surcos o una máquina de vapor a medio construir no ayuda en modo alguno a producir la ropa que el maquinista lleva, ¿no habré «olvidado -- según la frase de John Stuart Mill -- la gente de un país se mantiene y subviene a sus necesidades con el producto, no de su producción actual, sino de la pasada»? O, como pregunta Mrs. Fawcett (Economía política para principiantes, capítulo 3), ¿no habré «olvidado que han de transcurrir muchos meses entre la siembra de la semilla y el momento en que el producto de esta semilla se convierte en un pan» y que, «por lo tanto, es evidente que los trabajadores no pueden vivir de lo que su trabajo ayuda a producir, sino que se mantienen de la riqueza que su trabajo o el ajeno ha producido antes, la cual riqueza es capital»? Analizándolas, se ve que estas afirmaciones son, no evidentes, sino absurdas. Implican la idea de que no se puede ejercer el trabajo, hasta haber ahorrado los productos del trabajo, poniendo así el producto antes que el productor. Y, examinándolas, se verá que su apariencia plausible nace de una confusión de ideas. Me parece que, analizando la afirmación de que el trabajo actual se ha de sustentar del producto del trabajo pasado, se verá que sólo es verdad en el sentido de que el trabajo de la tarde se ha de hacer con ayuda de la comida del mediodía o de que se ha de cazar y guisar la liebre antes de comerla. Y está claro que no es ése el sentido en que aquella afirmación se emplea para apoyar el importante razonamiento que en ella se funde. Este sentido es que antes de poder llevar a cabo una obra que no produce inmediatamente riqueza útil como subsistencia, ha de haber un acopio de ésta, capaz de mantener a los trabajadores durante su realización. Veamos si esto es verdad: Supongamos que un centenar de hombres, sin ningún acopio de provisiones, desembarcan en un país nuevo, ¿necesitarán acumular provisiones para toda una temporada, antes de emprender el cultivo del suelo? De ninguna manera. Solamente será necesario que la pesca, caza, fruta, etc. abunden tanto que el trabajo de algunos alcance a proveer cada día bastante de aquéllas para sustento de todos y que haya un sentimiento de mutuo interés o una correlación de deseos que impulse a los que ahora obtienen el alimento a compartirlo (cambio) con aquellos cuyo esfuerzo se encamina a obtener una recompensa futura. Cómo se Mantiene la Sociedad Lo que es verdad en este caso, lo es en todos. Para producir cosas que no sirven de sustento o no puedan ser utilizadas en seguida, no es necesario que previamente se haya producido la riqueza requerida para mantener a los trabajadores mientras la producción prosigue. Basta que en algún lugar, dentro del círculo del cambio, haya al mismo tiempo una suficiente producción de subsistencias para los trabajadores y el deseo de cambiar estas subsistencias por las cosas a que el trabajo se dedica. De hecho, ¿no es verdad que, en condiciones normales, el consumo es mantenido por la producción contemporánea? He aquí un rico ocioso que no hace trabajo productivo ni con el cerebro ni con las manos, sino que, decimos, vive de la riqueza que su padre le legó, solidamente invertida en valores del Estado. Su sustento, ¿viene realmente de la riqueza acumulada en el pasado, o del trabajo productivo efectuado a su alrededor? En su mesa hay huevos acabados de poner, mantequilla batida pocos días antes, leche recién ordeñada, pescado que la víspera nadaba en el mar, carne que el chico del carnicero ha traído justo a tiempo para cocerla, y legumbres tiernas y frutas de la huerta - en resumen, apenas cosa alguna que no acabe de dejar las manos del trabajador productivo (pues en esta categoría se han de incluir los transportistas y distribuidores lo mismo que los que se ocupan en las primeras fases de la producción) y nada que haya sido producido en tiempos lejanos, a no ser, quizás, algunas botellas de vino añejo-. Lo que este hombre heredó de su padre y de lo cual decimos que él vive, no es, en realidad, riqueza alguna, sino solamente el poder de disponer de riqueza a medida que otros la producen. Es de esta producción contemporánea, de donde saca su subsistencia. Sin duda, hay más riqueza en Londres que en cualquier otra extensión igual. No obstante, si en Londres el trabajo productivo cesase por completo, al cabo de pocas horas la gente empezaría a morir y en pocas semanas o a lo sumo a los pocos meses apenas quedaría alguien con vida. Pues una suspensión total del trabajo productivo sería un espantoso desastre cual nunca afligió una ciudad sitiada. Sería, no sólo una muralla de cerco, como la que Tito erigió en torno a Jerusalén, que impediría el continuo ingreso de las provisiones que sustentan una gran ciudad, sino la erección de un muro parecido en torno a cada hogar. Imaginad semejante paro del trabajo en cualquier país y veréis cuán cierto es que la humanidad vive de la mano a la boca; que es el trabajo diario de la sociedad lo que la abastece con el pan cotidiano. Siguiendo los rodeos del cambio, por los que el trabajo de construir una gran máquina de vapor procura al mecánico pan, carne, ropa, y albergue, hallaremos que, aunque entre el productor de la máquina y los productores de pan, carne, etc. pueda haber un millar de cambios intermedios, la transacción, reducida a sus términos más sencillos, realmente equivale a un cambio de trabajo entre el uno y los otros. Evidentemente, la causa que induce a emplear trabajo en hacer la máquina es que existe la demanda de una máquina por parte de los productores de pan, carne, etc. o por parte de quienes producen cosas deseadas por estos productores. Es esta demanda, que dirige el trabajo del mecánico hacia la producción de la máquina y por lo tanto, a su vez, la demanda de pan, carne, etc. por parte del mecánico, la que realmente dirige una suma equivalente de trabajo hacia la producción de estas cosas, y de esta manera el resultado de su trabajo efectivamente ejercido en producir la máquina, es la producción de las cosas en que gasta sus salarios. O sea, formulando este principio: La demanda para el consumo determina la dirección en la cual el trabajo se empleará en la producción. Ese principio es tan sencillo y evidente que no necesita más aclaración; y, sin embargo, a la luz del mismo desaparecen todas las complicaciones de nuestro asunto, y así, en medio de la maraña de la producción moderna, nos formamos, acerca de los verdaderos objetos y recompensas del trabajo, el mismo concepto formado al observar las formas sencillas de la producción y cambio, propias de los primeros comienzos de la sociedad. Vemos que hoy, como entonces, cada trabajador procura obtener con su esfuerzo la satisfacción de sus propios deseos; vemos que, aunque la minuciosa división del trabajo asigna a cada productor solamente la producción de una pequeña parte o quizá ninguna, de las cosas especiales por cuyo logro él trabaja, no obstante, al ayudar a la producción de lo que otros productores desean, él está dirigiendo otro trabajo a la producción de las cosas que él desea; de hecho, él mismo está produciéndolos. Y así, el hombre que sigue al arado, aunque la cosecha para la cual labra se ha de sembrar todavía y una vez sembrada tardara meses en madurar, no obstante, con el ejercicio de su trabajo en la labranza, está produciendo, en definitiva, los manjares que come y el salario que cobra. Pues la labranza, aunque no es más que una parte de la operación de producir una cosecha, es una parte, y tan necesaria como la recolección. La labranza es un paso hacia la obtención de la futura cosecha, y al asegurar ésta, saca, de la provisión constantemente mantenida, la subsistencia y el salario del labrador. Esto es verdad, no solamente en teoría, sino también en la práctica y literalmente. En el tiempo oportuno para arar, suspended la labranza. ¿No se manifestarán inmediatamente los síntomas de escasez, sin aguardar el momento de la siega? Detened la labranza y ¿no se sentirá en seguida el efecto en el despacho del negociante, en el almacén de maquinaria y en la fábrica? ¿No quedarán pronto tan parados el telar y el uso como el arado? Que ha de ser así, lo vemos en las consecuencias inmediatas de un período de tiempo malo. Y siendo así, el hombre que ara, ¿no está realmente produciendo su propio sustento y salario, como si, durante el día o la semana, su trabajo produjese realmente las cosas por las que se cambia este trabajo?
CAPITULO 5 FUNCIONES DEL CAPITAL
El capital aumenta el poder productivo del trabajo:
1) Al permitir que el trabajo se aplique de un modo más eficaz; vgr. arrancando almejas con una azadilla, en vez de hacerlo con la mano, o propulsando un buque con el carbón traspalado al hogar, en vez de bogar con remos.
2) Al permitir que el trabajo se aproveche de las fuerzas reproductivas de la naturaleza; vgr. al obtener grano sembrándolo o animales criándolos.
3) Al permitir la división del trabajo y de este modo, por una parte aumentar la eficacia del factor humano, con la utilización de aptitudes especiales, la adquisición de habilidad y la reducción de gastos; y por otra parte, llevar al máximo el poder del factor natural, al sacar partido de las diferencias de suelo, clima y situación, para obtener cada clase especial de riqueza, donde la naturaleza es más favorable a su producción. El capital no limita la actividad productora, cuyo único limite es el acceso a los materiales naturales. Pero el capital puede limitar la forma y productividad de aquélla, al limitar el uso de los instrumentos y la división del trabajo. Que el capital puede limitar la forma de la actividad productora es evidente. Sin la fábrica no habría obreros fabriles; sin la máquina de coser no habría costura a máquina; ni, sin arado, arador; y sin un gran capital destinado al cambio, la actividad productora no tomaría las múltiples formas especiales propias del cambio. También está claro que la falta de instrumentos ha de limitar mucho la productividad del trabajo. Si el labrador ha de emplear la pala, por no tener un arado, la hoz en vez de la. máquina segadora, el mayal en vez de la trilladora; si el mecánico se ha de limitar al cortafríos para cortar hierro, el tejedor al telar a mano y así los demás, la productividad del trabajo no puede ser una décima parte de lo que es cuando es auxiliado por el capital en forma de los mejores instrumentos modernos. La división del trabajo no pasaría más allá de los más rudimentarios y casi imperceptibles comienzos; ni los cambios que hacen posible la división del trabajo, alcanzarían más allá de los vecinos más próximos, si no se mantuviese constantemente en depósito o circulación una porción de las cosas producidas. Para que el habitante de una colectividad civilizada pueda cambiar a su gusto su propio trabajo con el de sus vecinos o con el de los hombres de los más remotos países del globo, han de haber depósitos de mercancías en almacenes, tiendas, bodegas de los barcos y vagones de ferrocarril. Para que los ciudadanos de una gran urbe puedan tomar un vaso de agua cuando quieran, ha de haber miles de millones de litros almacenados en los depósitos y circulando por kilómetros de tuberías Podemos naturalmente, imaginar una colectividad en la que la falta de capital sea lo único que impide un aumento de la productividad del trabajo; pero sólo imaginando un conjunto de condiciones que nunca o raras veces ocurre, a no ser por accidente o de un modo pasajero. Una población cuyo capital ha sido aniquilado por una guerra, un incendio o una convulsión de la naturaleza y quizás una población, compuesta de gente civilizada recién establecida en un país nuevo, parecen proporcionar los únicos ejemplos. Sin embargo, hace mucho tiempo que se sabe cuán aprisa acostumbra a reproducirse, en una población asolada por la guerra, el capital que habitualmente se usa en aquélla, mientras que en el caso de una nueva colectividad, se observa también la rápida producción del capital que puede usar o está dispuesta a usar. Sería un error atribuir solamente a la falta de capital las formas sencillas de producción y cambio a que se recurre en las sociedades nuevas. Estos métodos, que requieren poco capital, son en sí mismos rudimentarios y poco productivos, pero teniendo en cuenta las circunstancias de estas poblaciones, se advierte que son los más eficaces. Una gran fábrica con los últimos adelantos es el instrumento más eficaz ideado hasta hoy para convertir lana o algodón en tela, pero sólo es así donde se han de hacer grandes cantidades. La tela que se necesita solamente para una pequeña aldea, puede hacerse con mucho menos trabajo mediante la rueca y el telar de mano. Para transportar de vez en cuando dos o tres pasajeros, un bote es mejor instrumento que un buque de vapor; unos pocos sacos de harina se pueden transportar con menos trabajo a lomos de un mulo que con un ferrocarril; poner un gran almacén de mercancías en una encrucijada de la selva no sería sino despilfarrar capital. Hablando en general, no se empleará una cantidad de capital mayor que la requerida por el mecanismo de producción y cambio que, en las condiciones existentes tales como inteligencia, costumbres, seguridad y densidad de población, convenga mejor a los pueblos. Salario y Capital. Conclusiones Generales En esta indagación, nuestro propósito es resolver el problema al cual se han dado tantas respuestas incongruentes. Al averiguar lo que el capital realmente es y hace, hemos dado el paso primero y más importante. Hemos visto que el capital no anticipa los salarios ni sustenta a los trabajadores, sino que su función es ayudar al trabajo en la producción, herramientas, semillas, etc. y con la riqueza necesaria para efectuar cambios. Nos vemos irresistiblemente llevados a conclusiones prácticas tan importantes que justifican de sobra la molestia de asegurarse de ellas. Pues si los salarios se sacan, no del capital, sino del producto del trabajo, se deben desechar todos los remedios propuestos, sea por profesores de Economía Política, sea por trabajadores, que miran de aliviar la pobreza, ya aumentando el capital, ya restringiendo el número de trabajadores o el resultado de su trabajo. Si cada trabajador, al efectuar su trabajo, realmente crea el fondo del cual su salario procede, el aumento de trabajadores no puede disminuir los salarios. Al contrario, puesto que la eficacia del trabajo crece visiblemente al aumentar el número de trabajadores, cuantos más trabajadores haya, tanto mayores serán, en igualdad de circunstancias, los salarios. Pero esta condición, «en igualdad de circunstancias», nos lleva a una pregunta que hemos de considerar y contestar antes de seguir adelante. Esta pregunta es: las capacidades productivas de la naturaleza, ¿tienden a disminuir con las crecientes extracciones que en ellas se hace al aumentar la población?
CAPITULO 6 POBLACIÓN Y SUBSISTENCIAS
(Nota) Thomas Robert Malthus, M. A. (1766): «Ensayo sobre el principio de la población, o examen de sus efectos pasados y presentes sobre la felicidad humana con una investigación de nuestras perspectivas respecto a la futura supresión o alivio de los males que ocasiona.» (1796). La doctrina a la cual Malthus (Nota) dio su nombre afirma que la población tiende naturalmente a aumentar más aprisa que las subsistencias. El la formuló afirmando que, según el crecimiento de las colonias en Norteamérica demostraba, la natural tendencia de la población es de duplicarse cada veinticinco años por lo menos, aumentando así en progresión geométrica, mientras que «el sustento humano que la tierra da... en las circunstancias más favorables a la labor humana productora, no se podría aumentar más aprisa que en progresión aritmética», esto es, «aumentándola cada veinticinco años en una cantidad igual a la que ella (la tierra) produce actualmente». «Los efectos obligados de estos diferentes tipos de aumento, al combinarse -- prosigue diciendo ingenuamente Malthus --, serán muy sorprendentes». Y en el capítulo 1 los combina así: «Cifremos en once millones la población de esta isla; y supongamos que la actual producción satisface el adecuado sustento de este número. Dentro de los primeros veinticinco años, la población sería de veintidós millones y habiéndose también duplicado los alimentos, los medios de subsistencia corresponderán a aquel aumento. Pasados otros veinticinco años, la población sería de cuarenta y cuatro millones y los medios de subsistencia sólo llegarían al sustento de treinta y tres millones. En el período siguiente la población alcanzaría ochenta y ocho millones y los medios de subsistencia podrían sustentar sólo la mitad de esta cifra. Y al final del primer siglo, la población sería de ciento setenta y seis millones y las subsistencias las de cincuenta y cinco; dejando una población de ciento veintiún millones completamente desprovista. Tomando, en vez de esta isla, toda la tierra, la emigración quedaría, naturalmente, excluida; y suponiendo que la actual población es de mil millones, la especie humana aumentaría según la serie 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256....: y la subsistencia según la serie 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9... En dos siglos, la población sería, respecto a los medios de subsistencia, como 256 es a 9; en tres siglos, como 4096 es a 13 y en dos mil años la desproporción sería casi incalculable.» El propósito de Malthus fue justificar la desigualdad existente, haciendo responsables de ella a las leyes del Creador en vez de a las instituciones humanas. Naturalmente, el hecho material de que no puede existir más gente que la que puede hallar sustento impide este resultado, y por esto, la conclusión de Malthus es que esta tendencia de la población a crecer indefinidamente se ha de refrenar o bien por la restricción moral del poder reproductivo o bien por las diversas causas que aumentan la mortalidad y que él resume en el vicio y la miseria. A las causas que impiden la procreación las llama freno preventivo; a las que aumentan la mortalidad, freno positivo. No vale la pena de insistir en la falsedad que implica el afirmar los aumentos en progresión geométrica y aritmética. Pues esta afirmación no es necesaria para la doctrina malthusiana, cuya esencia consiste en que la población tiende a aumentar más aprisa que la capacidad de abastecimiento alimenticio. Así, pues, la doctrina puede presentarse en su forma más fuerte y menos discutible, a saber: que, tendiendo la población a aumentar constantemente, si no se restringe, ha de ejercer al fin una presión contra el límite de las subsistencias, no como contra una barrera fija, sino como contra una barrera elástica y que esto hace progresivamente cada día más difícil la adquisición del sustento. Así, pues, donde quiera que la reproducción ha tenido tiempo de asegurar su poder y no la frena la prudencia, ha de haber el grado de penuria que mantenga la población dentro de los límites de las subsistencias. Inferencias de los Hechos Respaldada, al parecer, por una indiscutible verdad aritmética (que una, población que aumenta sin parar, algún día ha de sobrepasar la capacidad mundial de suministrar comida o incluso espacio ocupable), la teoría malthusiana es apoyada por analogías en los reinos animal y vegetal, en los cuales se despilfarra vida en el choque contra las barreras que refrenan sus diversas especies. Aparentemente, la comprueban muchos hechos evidentes, tales como la miseria, el vicio y el infortunio que prevalecen en medio de las poblaciones densas, el efecto general del progreso material, que aumenta la población sin aliviar el pauperismo, el rápido crecimiento demográfico en los países recién colonizados y el evidente retardo de dicho crecimiento en los densamente poblados, debido a la mortalidad en las clases condenadas a la escasez. La teoría malthusiana aporta un principio general que tiene en cuenta aquellos hechos y otros semejantes y los explica de acuerdo con la doctrina de que los salarios proceden del capital y con todos los principios que de ésta se derivan. Según esta teoría, los salarios bajan cuando el aumento del número de trabajadores exige una mayor repartición del capital. Según la teoría malthusiana, la pobreza aparece cuando el aumento de la población exige una mayor repartición de las subsistencias. Basta identificar el capital con las subsistencias y el número de trabajadores con la población, para hacer ambas teorías tan idénticas en la forma como lo son en el fondo. Ricardo aportó a esta teoría un apoyo adicional al llamar la atención sobre el hecho de que la renta de la tierra aumentaría a medida que las necesidades de una población creciente obligasen a cultivar tierras cada vez menos productivas o puntos cada vez menos productivos de las mismas tierras, explicando así el aumento de la renta. De esta manera se vino a formar como una triple unión por la cual la teoría malthusiana se afianza por ambos lados. En este conjunto, la previa doctrina del salario y la ulterior doctrina de la renta aparecen como ejemplos especiales de la acción del principio que lleva el nombre de Malthus, puesto que la baja de los salarios y la subida de la renta, resultantes del aumento de población, no son sino muestras de la presión de la población sobre las subsistencias. Como la teoría de los salarios en que se apoya y que a su vez apoya, la teoría malthusiana armoniza con ideas que, por lo menos en los países viejos, suelen prevalecer entre la clase obrera. Para el artesano o el operario, la causa de los salarios bajos y de la falta de empleo es, sin duda, la competencia debida a la presión del número; y, en las angostas moradas de la pobreza, ¿qué parece más claro que el haber demasiada gente? La Teoría Malthusiana Exculpa al Rico Pero la gran causa del triunfo de esta teoría es que, en vez de amenazar derechos adquiridos u oponerse a intereses poderosos, es altamente tranquilizadora y confortante para las clases que, ejerciendo el poder de la riqueza, dominan extensamente las ideas. En una época en que los puntales del pasado se derrumbaban, vino en socorro de los privilegios particulares por los cuales unos pocos monopolizan tan gran parte de los bienes de este mundo; proclamaba una causa natural de la escasez y los sufrimientos que, si se atribuyen a instituciones políticas, deben desaprobar todo gobierno bajo el cual existen. El «Ensayo sobre la población» fue abiertamente una réplica a la Investigación sobre la justicia política, de William Godwin, obra que afirmaba el principio de la igualdad humana; y el propósito de Malthus fue justificar la desigualdad existente, haciendo responsables de ella las leyes del Creador en vez de las instituciones humanas. Nada nuevo hubo en esto, ya que, unos cuarenta años antes, Wallace había alegado el peligro de una excesiva procreación, como respuesta a las exigencias de la justicia en favor de una distribución equitativa de la riqueza. Pero las circunstancias de la época eran a propósito para hacer la misma idea, al aducirla Malthus, singularmente agradable a una clase poderosa que frente a todo examen de la situación reinante, sentía el gran temor provocado por el estallido de la Revolución Francesa. Alega que la Pobreza es Inevitable Ahora, igual que entonces, la teoría malthusiana esquiva la petición de reformas y frente a dudas o escrúpulos, ampara el egoísmo al interponer la idea de una fatalidad inevitable. Pues, según esta teoría, la pobreza, la escasez y el hambre no son imputables a la codicia personal o a desarreglos sociales; son los inevitables resultados de leyes universales, y luchar contra éstas sería, si no impío, tan inútil como luchar contra la ley de la gravedad. Y de este modo las reformas que afectarían a los intereses de cualquier clase poderosa se desalientan por inútiles. Puesto que la ley moral prohíbe anticipar los métodos por los cuales la ley natural se libra del exceso de población y reprime así una tendencia capaz de atestar de hombres el mundo, como sardinas en barril, nada puede realmente hacer el esfuerzo individual o colectivo para extirpar la pobreza, salvo confiar en la eficacia de la educación y exhortar a la prudencia. En una u otra forma, la teoría malthusiana ha hallado entre los intelectuales un apoyo casi universal y en la mejor literatura, así como en la más corriente, se la ve asomar en todas direcciones. La apoyan economistas y estadistas, historiadores y naturalistas, congresos de sociología y sindicatos obreros, eclesiásticos y materialistas, conservadores de la más severa doctrina y los radicales más radicales. La aceptan y hasta la defienden habitualmente muchos que nunca oyeron hablar de Malthus y que no tienen la menor idea de lo que es su teoría. Hechos Contrarios a la Teoría de Malthus La mayor parte del Ensayo sobre la población se ocupa en lo que en realidad es una refutación de la teoría expuesta en el libro, porque al revisar Malthus lo que llama freno positivo de la población, demuestra simplemente que los resultados que atribuye a la superpoblación, derivan en realidad de otras causas. De todos los casos citados en que el vicio y la miseria frenan el aumento, limitando los matrimonios o acortando la vida humana (y casi todo el globo se omitió en el examen), no hay ni un solo caso en que el vicio y la miseria se puedan explicar por un efectivo aumento del número de bocas respecto al poder de las correspondientes manos para alimentarlas; pero en todos los casos el vicio y la miseria se muestran procedentes, ya de la ignorancia y capacidad antisociales, ya del mal gobierno, leyes injustas o guerras destructoras. Ni lo que Malthus dejó de mostrar, lo ha mostrado nadie después. Se puede inspeccionar el mundo y revisar la historia en vano, buscando algún ejemplo de un país importante en el cual la pobreza y la necesidad puedan ser atribuidas con justicia a la presión de una población creciente. Cualesquiera que sean los posibles peligros del poder procreador, todavía no han aparecido en ninguna parte. Cualquiera que sea algún día, aún no ha sido nunca éste el mal que ha afligido a la humanidad. ¡La población tendiendo a sobrepasar el limite de la subsistencia! ¿Cómo es, pues, que nuestro globo, después de tantos millones de años de haber hombres en él, está aún tan poco poblado? ¿Cómo es, pues, que tantas de las colmenas de la vida humana están hoy desiertas, que la maleza cubre campos antaño cultivados y las fieras lamen sus cachorros donde un día hubo concurridos albergues humanos? En cuanto al África, no hay duda. El África del Norte apenas contiene una parte de la población que tenía en la antigüedad; el valle del Nilo tuvo un día una población enormemente mayor que la actual, mientras que al sur del Sahara nada prueba un aumento en tiempos históricos y el tráfico de esclavos ciertamente ha causado una extensa despoblación. El malthusianismo predica una ley universal: que la tendencia de la población es sobrepasar las subsistencias. Donde quiera que la población ha alcanzado cierta densidad, esta ley, si existiese, debería resultar tan evidente como cualquier otra de las grandes leyes naturales que en todas partes han sido reconocidas. ¿Cómo es, pues, que ni en las creencias y códigos clásicos, ni en los de los hebreos, los egipcios, los hindúes, los chinos, ni de ninguno de los pueblos que han vivido en densa asociación y han elaborado credos y códigos, encontramos ningún precepto para la práctica de las prudentes restricciones de Malthus? Por el contrario, la sabiduría de los siglos, las religiones del mundo, siempre han inculcado deberes cívicos y religiosos que son todo lo contrario. Pero prosigamos hacia un estudio más detallado. Afirmo que los casos comúnmente citados como ejemplos de superpoblación no resisten un examen. La Pobreza en la India En la India, desde tiempo inmemorial, las exacciones y opresiones han llevado las clases trabajadoras a una situación de impotente y desesperada degradación. Por siglos y siglos, el cultivador del suelo se ha considerado feliz si la extorsión por la fuerza le ha dejado de su producto lo suficiente para sostener la vida y proveerse de semilla. El capital no podía acumularse con seguridad en ninguna parte ni usarse en cantidad de alguna importancia para ayudar a la producción. Toda la riqueza que se podía exprimir del pueblo estaba en poder de príncipes (o de sus administradores favoritos), Poco mejores que capitanes de bandidos aposentados en el país, y era derrochado en un lujo inútil o peor que inútil, mientras la religión, sumergida en una superstición complicada y terrible, tiranizaba la inteligencia como la fuerza física los cuerpos de los hombres. En estas condiciones, las únicas artes que podían progresar eran las que servían a la ostentación y el lujo de los grandes. Los elefantes del rajá resplandecían de oro primorosamente labrado y los parasoles blancos que simbolizaban su regio poder brillaban de piedras preciosas; pero el arado para el centeno no era más que un palo aguzado. Las damas del harem del rajá se envolvían en muselinas tan finas que tenían por nombre «viento tejido», pero las herramientas del artesano eran de lo más pobre y rudo y el comercio casi no podía hacerse sino clandestinamente. Hambres Debidas a Corrupción Gubernamental El Rdo. William Tennant, capellán al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, escribiendo en 1796, dos años antes de la publicación del Ensayo sobre la población, dice en su Indian Recreations, tomo 1, sección treinta y nueve: «Al pensar en la gran fertilidad del Hindustán, pasma considerar la frecuencia del hambre. Evidentemente no es debida a la esterilidad del suelo ni al clima; el origen del mal ha de buscarse en alguna causa política y no hace falta gran penetración para descubrirla en la avaricia y la extorsión de los diversos gobiernos. El gran acicate de la producción, la seguridad, no existe. Por esto nadie cultiva más grano que el estrictamente preciso para sí, y la primera temporada desfavorable origina el hambre. «El gobierno del Mogol en ningún período ha ofrecido completa seguridad al príncipe, menos aún a sus vasallos; y ni la más exigua protección a los campesinos. Era un tejido continuo de violencias e insurrección, perfidia y castigos, en el cual ni el comercio ni las artes podían prosperar, ni la agricultura tomar una apariencia en método. Su caída dio lugar a una situación aún más aflictiva, ya que la anarquía es peor que el desgobierno. Las naciones europeas no tuvieron el mérito de derribar el gobierno mahometano, aun siendo éste tan vil. Cayó bajo el peso de su propia corrupción y ya lo habían sustituido las múltiples tiranías de jefezuelos, cuyo derecho a gobernar consistía en su traición al Estado y cuyas exacciones sobre los aldeanos eran tan ilimitadas como su avaricia. Las rentas del gobierno eran y, donde los nativos gobiernan, son todavía recaudadas dos veces al año por bandidos despiadados, bajo la apariencia de un ejército que destruye sin freno o se lleva cualquier parte del producto que satisfaga su capricho o sacie su codicia, después de haber perseguido a los desdichados campesinos desde las aldeas hasta los bosques. Todo intento de los labradores para defender sus personas o su propiedad dentro de los muros de tapia le sus aldeas sólo atrae la más señalada venganza sobre estos útiles, pero desventurados mortales. Se les cerca y ataca con mosquetería y cañones de campaña, hasta que la resistencia cesa, venden a los supervivientes y queman y arrasan sus casas. Por esto a menudo encontráis a los aldeanos, si el miedo les deja volver, recogiendo los esparcidos restos de lo que ayer era su vivienda; pero más a menudo se ven humear las ruinas, después de una segunda visita de esta clase, sin la presencia de un ser humano que turbe el espantoso silencio de la desolación. Esta descripción no solamente se refiere a los jefes mahometanos; es igualmente aplicable a los rajaes en los distritos gobernados por hindúes.» Primer Régimen Inglés en la India A esta cruel rapiña que engendraría miseria y hambre aunque la población fuese tan sólo de un habitante por milla cuadrada y el país un Paraíso Terrenal, sucedió, en la primera época del gobierno inglés, una rapiña igualmente cruel, protegida por un poder mucho más irresistible. En su ensayo sobre Lord Clive, dice Macaulay: «Enormes fortunas se acumularon rápidamente en Calcuta, mientras treinta millones de seres humanos eran reducidos a la extrema miseria. Estaban acostumbrados a vivir bajo la tiranía, pero nunca bajo una tiranía como ésta. Encontraron el dedo meñique de la Compañía más pesado que las ijadas de Surajah Dowlah ... Parecía el gobierno de maléficos genios más que el de hombres tiránicos ... A veces se sometían con paciente sufrimiento. A veces huían del hombre blanco, como sus padres solían huir del mahratta; y a menudo el palanquín del viajero inglés atravesaba silenciosas aldeas y lugares, que, a la noticia de su proximidad, quedaban despoblados.» Sobre los horrores que, de esta manera, Macaulay solamente esboza, la brillante elocuencia de Burke arroja una luz más viva: distritos enteros entregados a la avidez desenfrenada de lo peor de la humanidad; míseros labriegos perversamente torturados para arrancarles sus exiguos ahorros, y regiones otrora populosas convertidas en desiertos. Persistencia del Hambre Pero habiéndose puesto coto al desenfrenado libertinaje del primitivo régimen inglés, la mano fuerte de Inglaterra dio a toda aquella vasta población una paz más que romana. Se aplicaron los principios de la ley inglesa con un complicado sistema de códigos y funcionarios encargados de asegurar al más humilde de aquellas gente los derechos de los libres ciudadanos anglosajones. Los ferrocarriles cruzaron toda la península y se construyeron grandes obras de riego. Sin embargo, cada vez más a menudo, hambre tras hambre se ensañaban con mayor intensidad en territorios más vastos. ¿No es esto una demostración de la teoría malthusiana? ¿No demuestra que, por mucho que aumenten las posibilidades de subsistencia, la población continúa presionando sobre ella? ¿No demuestra, como defendía Malthus, que cerrar los rebosaderos de un exceso de población, no es sino obligar a la naturaleza a abrir otros nuevos y que, de no frenar las fuerzas procreadoras con una regulación prudencial, la alternativa de la guerra es el hambre? Esta ha sido la explicación ortodoxa. Pero la verdad es que estas hambres no son más debidas a la presión de la población sobre los limites naturales de la subsistencia, que lo fue la desolación del Carnatic cuando en él los jinetes de Hyder Ali irrumpieron en torbellino destructor. Sólo el más superficial de los criterios puede atribuir la escasez y el hambre a la presión de la población sobre la capacidad del país para producir subsistencias. Si los cultivadores pudiesen conservar su pequeño capital, renacería la actividad, adoptando formas más productivas y sin duda bastaría para mantener una población mucho mayor. Hay todavía en la India vastas superficies incultas, grandes recursos minerales intactos y lo cierto es que la población de la India no alcanza, ni en tiempos históricos ha alcanzado el limite real del suelo para proporcionar sustento, ni siquiera el punto en que este poder empieza a declinar con las crecientes extracciones efectuadas en aquél. La verdadera causa de la miseria en la India ha sido y es todavía la rapacidad del hombre, no la mezquindad de la naturaleza. La Verdad Sobre Irlanda Entre todas las naciones europeas, Irlanda proporciona el gran ejemplo usual de superpoblación. Constantemente se recurre a la pobreza de sus campesinos, al hambre, a la emigración irlandesas, como demostración de la teoría malthusiana, que tiene lugar a la vista del mundo civilizado. Dudo que se pueda mencionar un ejemplo más notable del poder de un prejuicio para cegar al hombre respecto a las verdaderas relaciones de los hechos. La verdad es y está a la vista, que Irlanda nunca ha tenido una población que la natural capacidad del país y el estado de las artes productivas no pudiesen mantener en situación desahogada. En el período de su mayor población (1840-45), Irlanda tenia algo más de ocho millones de habitantes. Pero gran parte de ellos se limitaban a subsistir, viviendo en mezquinas cabañas, vistiendo míseros andrajos, y sin otra cosa que patatas como alimento principal. Cuando vino la peste de las patatas, murieron Irlandeses a millares. Pero, ¿era la incapacidad del suelo para sustentar tanta gente, lo que a tantos obligaba a vivir de un modo tan miserable y les exponía a morirse de hambre por perderse una sola cosecha del tubérculo? Por el contrario, era la misma despiadada rapacidad que robaba al aldeano indio el fruto de su trabajo y le dejaba morir de hambre donde la naturaleza ofrecía la abundancia. No iba por el país una partida cruel de recaudadores de impuestos saqueando y torturando, pero el trabajador era, de hecho, igualmente despojado por una horda, igualmente despiadada, de propietarios, entre los cuales se habla repartido el suelo como propiedad absoluta, sin consideración a ningún derecho de los que vivían sobre él. No Superpoblación, Sino Extorsión Considerad las condiciones de la producción en que estos ocho millones se afanaban a vivir hasta que vino la peste de la patata. Arrendatarios con contrato revocable hacían la mayor parte del cultivo y aun si las rentas usurarias les hubiesen dejado medios, no se hubieran atrevido a hacer mejoras que no hubieran sido más que el aviso para aumentarles el arrendamiento. De esta manera el trabajo se hacía del modo más ineficaz y malgastador, y trabajo que, con alguna seguridad de sus frutos, se habría hecho sin desmayar, se disipaba en una estéril ociosidad. Pero, aun en estas condiciones, Irlanda hizo más que sustentar ocho millones. Pues, cuando su población era la más alta, Irlanda era un país exportador de alimentos. Incluso durante el hambre se acarreaba grano, carne y mantequilla para la exportación por caminos plagados de famélicos y junto a zanjas en que se apilaban los muertos. Por estas exportaciones de comida o, por lo menos, por gran parte de ellas, no había restitución. Por lo que respecta al pueblo de Irlanda, el alimento así exportado, igualmente hubiera podido ser quemado, echado al mar o nunca producido. No iba como un cambio, sino como un tributo, para pagar la renta a los propietarios absentistas; un tributo arrancado a los productores por quienes de ningún modo contribuían a la producción. Si estos alimentos se hubiesen dejado a quienes los habían producido, si se hubiese permitido a los cultivadores del suelo retener y usar la riqueza que su trabajo producía, si la confianza hubiese estimulado la laboriosidad y permitido la adopción de métodos economizadores, habría habido bastante para mantener en abundante bienestar la mayor población que Irlanda haya tenido. La peste de las patatas habría aparecido y desaparecido sin escatimar la comida a ningún ser humano. Pues no era, como decían fríamente los economistas ingleses, «la imprudencia de los labradores irlandeses» lo que les indujo a usar las patatas como alimento principal. Los emigrantes irlandeses, si pueden adquirir otras cosas, no viven de patatas, y eso que en los Estados Unidos es notable la prudencia con que el carácter irlandés se empeña en reservar algo para un apuro. Vivían de patatas, porque los arrendamientos esquilmadores les despojaban de todo lo demás. Aunque Irlanda hubiese sido por naturaleza un bosque de bananeros y árboles del pan, hubiesen cubierto sus costas los depósitos de guano de las islas Chinchas, y el sol de latitudes más bajas hubiese caldeado su húmedo suelo, las condiciones sociales reinantes en ella habrían engendrado también la miseria y el hambre. ¿Cómo podía dejar de haber pauperismo y hambre en un país en el cual las rentas abusivas arrancaban al cultivador del suelo todo el producto de su trabajo, excepto lo justo para sostener su vida en las buenas temporadas; donde el arriendo revocable impedía las mejoras y quitaba estimulo para todo lo que no fuese el más oneroso y miserable cultivo; donde el arrendatario no osaba acumular capital, si podía lograrlo, por miedo a que el propietario se lo exigiese en la renta; donde de hecho era un esclavo abyecto que, por un gesto de un ser humano como él mismo, a cada momento podía ser expulsado de su mísera choza de barro, un vagabundo famélico, sin casa ni hogar, privado hasta de coger los frutos espontáneos de la tierra o de pillar con trampa una liebre para aplacar su hambre. Por escasa que sea su población, cualesquiera que sus recursos naturales sean, ¿no serían el pauperismo y el hambre las consecuencias forzosas en cualquier país en que los productores de riqueza se viesen obligados a trabajar en condiciones que les quiten la esperanza, el respeto propio, la energía y el ahorro; donde propetarios ausentes se llevasen, sin compensarlo, por lo menos una cuarta parte del producto neto del suelo; y donde, además, una labor de famélicos tuviese que sustentar los propietarios residentes, con sus caballos y jaurías, agentes, agiotistas, subarrendadores y mayordomos y un ejército de policías y soldados para intimidar y perseguir cualquier oposición al inicuo sistema? Si del examen de los hechos aducidos corno ejemplo de la teoría malthusiana, pasamos a considerar Ias analogías en que se apoya, veremos que éstas tampoco prueban nada. Falsas Analogías Para demostrar que la especie humana también tiende a llegar hasta el limite de las subsistencias, se aduce constantemente la intensidad del poder procreador en los reinos animal y vegetal, considerando que una sola pareja de salmones, protegida por sus enemigos naturales durante unos pocos años, podría efectivamente llenar el océano; que en estas mismas circunstancias, una pareja de conejos pronto invadiría un continente; que muchas plantas esparcen centenares de semillas y muchos insectos ponen millares de huevos; y que en todas partes cada especie tiende constantemente a presionar contra los límites de sus subsistencias y evidentemente los alcanza cuando el número de sus enemigos no la reduce. Según esto, cuando no se restringe por otros medios la población, el natural aumento de ésta ha de originar forzosamente los salarios tan bajos y tanta miseria o (si esto no bastara y el aumento aún continuase) tanta hambre, que la población se retenga dentro de los límites de las subsistencias. Pero, esta analogía ¿es válida? De los reinos animal y vegetal es de donde se saca el alimento del hombre y por lo tanto el que la fuerza procreadora en estos reinos sea mayor que en el hombre, demuestra sencillamente el poder de las subsistencias para aumentar más aprisa que la población. El hecho de que todas las cosas que suministran comida al hombre se puedan multiplicar tantas veces, algunas de aquéllas mil veces, otras varios millones y aun miles de millones, mientras que la especie humana sólo se duplica, ¿no demuestra que, aun dejando que ésta aumente con toda su fuerza reproductiva, el aumento de población nunca sobrepasará las subsistencias? De todos los seres vivos, el hombre es el único que pone en juego fuerzas procreadoras, más poderosas que la suya propia, que le procuren alimentos. El bruto, el insecto, el ave, el pez sólo toman lo que encuentran. Aumentan a expensas de su alimento. Cuando han alcanzado el limite de su comida, ésta ha de aumentar para que ellos puedan aumentar, El Hombre Produce su Comida A diferencia de los demás seres vivos, el aumento de hombres origina un aumento de sus alimentos. Si, en vez de hombres, hubiesen venido osos de Europa al continente norteamericano, hoy no habría más osos que en tiempo de Colón; quizá menos, porque la inmigración de osos no habría aumentado los alimentos osunos ni mejorado las condiciones de la vida osuna, sino probablemente todo lo contrario. Sin embargo, dentro de las fronteras de los Estados Unidos tan sólo, hay ahora millones de hombres donde hablan entonces unos pocos cientos de miles y ahora dentro de este territorio hay mucha más comida por habitante para estos millones, que entonces para aquellas pocas centenas de millares. No es que el aumento de víveres haya causado este aumento de población; es el aumento de hombres lo que ha originado el aumento de víveres. Sencillamente, hay más comida porque hay más gente. Entre el animal y el hombre hay esta diferencia: tanto el gavilán como el hombre comen pollo, pero cuantos más gavilanes hay, menos pollos, mientras que cuantos más hombres, más pollos. Lo mismo la foca que el hombre comen salmones, pero cuando una foca coge un salmón, hay uno menos y si las focas aumentasen en número, al pasar de cierto límite, los salmones disminuirían, mientras que, poniendo el desove del salmón en condiciones favorables, el hombre puede aumentar el número de estos peces en mucho más de los que pueda coger. Por esto, por mucho que el número de hombres aumente, nunca excederá el suministro de salmones. En resumen, mientras el limite de las subsistencias de cualquier especie animal o vegetal no depende de los seres alimentados, el limite de las subsistencias del hombre, es, dentro de los limites extremos de la tierra, el aire, el agua y el sol, dependiente del hombre mismo. Y, siendo así, la pretendida analogía entre el hombre y las formas inferiores de la vida falla ostensiblemente. El peligro de que la raza humana rebase la posibilidad de caber en el mundo es tan remoto que no tiene para nosotros más interés que el retorno del período glacial o la extinción final del sol. Pero, por remota y oscura que sea, es esta posibilidad la que da a la teoría malthusiana su aspecto de lógica evidencia. Pero, hasta esta sombra desaparece el examinarla. También ella dimana de una falsa analogía. Que la vida animal y vegetal tienda a llegar al límite de cabida, no demuestra la misma tendencia en la vida del hombre. Otras Diferencias Entre el Hombre y los Animales Admitamos que el hombre no es más que un animal más avanzado, que el mono de cola prensil es un familiar lejano que gradualmente ha desarrollado aficiones acrobáticas y la ballena un pariente muy lejano que en los albores de la vida se hizo a la mar; admitamos que, después de éstos, el hombre está emparentado con los vegetales y todavía sujeto a las mismas leyes que las plantas, los peces, las aves y las otras bestias. Sin embargo, hay todavía entre el hombre y todos los demás animales esta diferencia: él es el único animal cuyos deseos aumentan a medida que se le complacen; el único animal que nunca está satisfecho. Las necesidades de todos los demás seres vivos son uniformes y fijas. El buey no aspira hoy a más que cuando el hombre lo unció al yugo por vez primera. La gaviota del Canal de la Mancha, que se cierne sobre el rápido vapor, no necesita mejor alimentación o morada que las gaviotas que revoloteaban cuando las quillas de las galeras de César tocaron fondo por primera vez en una playa británica. De lo que la naturaleza les ofrece, por abundante que sea, todos los seres vivos, excepto el hombre, toman y buscan solamente lo que basta para proveer necesidades definidas y fijas. El único uso que pueden hacer de suministros u oportunidades adicionales es multiplicarse. Pero el hombre no hace esto. Tan pronto como sus necesidades de índole animal quedan satisfechas, siente otras necesidades. Primeramente desea comida, como la bestia; después albergue, como la bestia; y logrados éstos, sus instintos reproductivos se imponen, como se imponen los de la bestia. Pero aquí el hombre y la bestia se separan. La bestia nunca pasa de aquí; el hombre no ha hecho más que poner el pie en el primer peldaño de una progresión infinita, una progresión en que la bestia nunca entra; una progresión más allá y por encima de la bestia. Dadles más comida, dadles plenitud de condiciones de vida y el vegetal o el animal no harán sino multiplicarse; el hombre se desenvolverá. En uno la fuerza expansiva sólo puede ampliar la existencia en nuevos seres; en el otro, tenderá irresistiblemente a dilatar la existencia en más altas formas y más vastos poderes. Error Lógico de Malthus Como quiera que se mire, el razonamiento que apoya esa teoría de la tendencia constante de la población a alcanzar el límite de las subsistencias, muestra una afirmación gratuita, un medio indistribuido, corno dirían los lógicos. Es tan infundado, si no tan grotesco, como la idea que podemos imaginar de Adán, si, aficionado a la aritmética, hubiese calculado el crecimiento de su primer hijo, fundándose en el de sus primeros meses. Del hecho de que pesara diez libras al nacer y veinte libras ocho meses despues, podía, con los conocimientos matemáticos que ciertos sabios le han atribuido, haber calculado un resultado tan asombroso como el de Mr. Malthus, a saber; que a los diez años de edad el niño pesaría como un buey, a los once como un elefante y a los treinta no menos de 175.716.339.548 toneladas. De hecho, no hay más motivo para afligirnos por la presión de la población sobre las subsistencias que el que Adán tenía para preocuparse por el rápido crecimiento de su bebé. Fuerzas que Influyen en la Natalidad En las nuevas colonias, donde la lucha con la naturaleza da pocas facilidades para la vida intelectual y entre las clases pobres de los países viejos que, en medio de la riqueza, carecen de todas sus ventajas y se ven reducidas a una mera existencia animal, la proporción de nacimientos es notoriamente mayor que entre las clases a las que el aumento de la riqueza ha traído independencia, ocios, comodidad y una vida más plena y variada. Si la verdadera ley de la población se expone de este modo, como yo creo que se debe, la tendencia a aumentar, en vez de ser siempre uniforme, es fuerte donde la perpetuación de la especie está amenazada por la mortalidad producida por condiciones adversas; pero se debilita así que es posible un desarrollo individual más elevado y queda asegurada la perpetuación de la especie. Cualquier peligro de que vengan seres humanos a un mundo en que no puedan ser atendidos, no procede de los decretos de la naturaleza, sino de los desarreglos sociales que, en medio de la riqueza, condenan a los hombres a la miseria. La Aducida Mezquindad de la Naturaleza Es evidente que la cuestión de si el aumento de población tiende forzosamente a reducir los salarios y a causar miseria, es simplemente la cuestión de si tiende a reducir la cantidad de riqueza que una determinada cantidad de trabajo puede producir. La teoría es que cuanto más se exige de la naturaleza, tanto menos generosamente responde ella, de manera que duplicar la aplicación de trabajo no duplicará el producto; y por lo tanto el aumento de población ha de tender a reducir los salarios y ahondar la pobreza o, con la frase de Malthus, ha de dar por resultado el vicio y la miseria. En el lenguaje de John Stuart Mill: «En un mismo grado de civilización, un mayor número de gente no puede ser colectivamente tan bien abastecido corno un número menor. La mezquindad de la naturaleza, no la injusticia de la sociedad, es la causa del castigo inherente a la superpoblación. Una injusta distribución de la riqueza ni siquiera agrava el mal sino que, a lo sumo, lo hace sentir algo más pronto. Es inútil decir que todas las bocas, a las que el aumento de la humanidad da la existencia, traen consigo las manos. Las nuevas bocas requieren igual comida que las antiguas y las manos no producen tanto. Si todos los instrumentos de producción fuesen propiedad colectiva de toda la gente y el producto se repartiese con perfecta igualdad entre ella y si en una sociedad así constituida, la actividad fuese tan enérgica y el producto tan abundante como lo son ahora, habría bastante para que toda la población presente viviese en extremado bienestar; pero cuando dicha población se hubiese duplicado, como, sin duda, con las actuales costumbres y con tal estímulo, haría en poco menos de veinte años, ¿cuál sería entonces su situación? A no ser que al mismo tiempo las artes productivas progresaran en un grado nunca visto, las tierras inferiores a las que se tendría que recurrir y el cultivo más trabajoso y poco remunerativo que se tendría que aplicar a las tierras superiores para procurar sustento a una población tan aumentada, irremisiblemente haría a todo individuo de la colectividad más pobre que antes. Si la población continuase aumentando en la misma proporción, Pronto llegaría un tiempo en que nadie tendría más de lo necesario, poco después el momento en que nadie tendría suficiente, y el ulterior aumento de la población sería atajado por la muerte.» (Principios de Economía Política, libro 1, capitulo 13, sección 2.) Niego todo esto. Afirmo que es cierto todo lo contrario de estas aserciones. Sostengo que en cualquier determinado estado de civilización, un mayor número de gente puede ser en conjunto mejor abastecido que un número menor. Sostengo que la injusticia de la sociedad, no la avaricia de la naturaleza, es la causa de la escasez y la miseria que la teoría en boga atribuye a la superpoblación. Afirmo que las nuevas bocas debidas al aumento de población no requieren más comida que las antiguas, y, en cambio, los brazos que traen consigo pueden, en el orden natural de las cosas, producir más. Sostengo que, en igualdad de las demás circunstancias, cuanto mayor sea la población, mayor será el bienestar que una equitativa distribución de la riqueza daría a cada individuo. Afirmo que en un estado de igualdad, el natural aumento de población tendería siempre a hacer a cada individuo más rico y no más pobre. La cuestión de hecho en que este enunciado se resuelve, no estriba en qué grado de población se produce más alimento, sino en qué grado de población se manifiesta mayor poder de producir riqueza. Pues la capacidad productora en cualquier forma de riqueza es la capacidad productora de alimentos y el consumo de cualquier forma de riqueza o de poder productor de riqueza es equivalente al consumo de subsistencias. Donde el Poder Productor es Mayor No hacen falta razonamientos abstractos. Es una simple cuestión de hecho. El poder relativo de producir riqueza, ¿disminuye con el aumento de población? Los hechos son tan patentes que basta llamar la atención sobre ellos. En tiempos modernos hemos visto aumentar la población en muchas colectividades. ¿No ha crecido al mismo tiempo su riqueza aún más aprisa? Hemos visto muchas colectividades que aún aumentan en población. ¿No crece también su riqueza todavía más aprisa? ¿Dónde encontraréis riqueza más pródigamente destinada a fines improductivos, en costosos edificios, buenos muebles, lujosos equipos, estatuas, cuadros, jardines y yates de recreo? ¿Dónde hallaréis en mayor proporción a quienes la producción general alcanza a mantener sin trabajo productivo por su parte? ¿No es más bien donde la población es más densa que donde está más esparcida? ¿De dónde rebosa el capital en busca de colocación remuneradora? ¿No es desde los países densamente poblados hacia los que lo son menos? Estas cosas se ven claras donde quiera que dirijamos la vista. En un mismo nivel de civilización, un mismo estado de las artes productivas, gobierno, etc., los países más poblados son siempre los más ricos. Los países más ricos no son aquellos en que la naturaleza es más prolífica, sino aquellos en que el trabajo es más eficaz; no Méjico, sino Massachusetts; no el Brasil, sino Inglaterra. Los países cuya población es más densa y ejerce mayor presión sobre la capacidad de la naturaleza, son, en igualdad de las demás circunstancias, los países en los cuales una mayor proporción del producto puede emplearse en lujo y en sustentar a quienes no producen, son los países de donde el capital rebosa, los países que, en caso de exigírselo, por ejemplo, una guerra, pueden resistir un mayor consumo de riqueza. Tanto si comparamos diversas colectividades entre sí, como si examinamos una de ellas en épocas diferentes, es evidente que la que es progresiva, que se distingue por su aumento de población, se distingue también por un aumento del consumo y un aumento del acúmulo de riqueza, no solamente en conjunto, sino también por cabeza. Y por lo tanto, el aumento de la población, por grande que haya sido, no significa una reducción, sino un aumento del promedio de producción de riqueza. Mirad sencillamente los hechos. ¿Puede haber algo más claro que el no ser la debilidad de las fuerzas productivas la causa de la pobreza que se encona en los centros de civilización? En los países en que la pobreza es más profunda, las fuerzas de la producción, si se emplean por completo, son bastante poderosas para proporcionar al más humilde, no solamente bienestar, sino hasta lujo. La miseria aparece donde son mayores el poder productivo y la producción de riqueza. Este es el gran hecho, el enigma que tiene perplejo al mundo civilizado. Es esto lo que tratamos de desembrollar. Evidentemente, la teoría malthusiana, que atribuye la miseria a la disminución del poder productivo, no lo explica.
CAPITULO 7 DISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA
Nuestro razonamiento nos dice, en conclusión, que cada trabajador produce su propio salario y que el aumento del número de trabajadores debería aumentar el salario de cada uno. Por lo menos queda claro que la causa por la cual, a pesar del enorme aumento del poder productivo, la gran masa de los productores está reducida a la mínima porción del producto de la cual consienten vivir, no es la falta de capital ni tampoco la limitación de los poderes de la naturaleza que premian el trabajo. Por consiguiente, esa causa, si no se halla en las leyes que rigen la producción de la riqueza, se ha de buscar en las que rigen la distribución. Veámoslas, pues: El producto o producción de una sociedad es la suma de riqueza producida por esta sociedad. Es el fondo general, del cual, mientras no se reduzca la provisión preexistente, se ha de satisfacer el consumo y se han de sacar todos los ingresos. Producción no significa solamente hacer las cosas, sino que incluye el aumento de valor ganado con su transporte o cambio. En una sociedad puramente comercial hay producción de riqueza, como la hay en una sociedad puramente agrícola o industrial; y en un caso como en los otros, una parte de este producto irá al capital, una parte al trabajo y una parte, si la tierra tiene algún valor, a los propietarios. De hecho, una porción de la riqueza producida va continuamente a la reposición del capital que se consume y repone sin cesar. Pero no es necesario tener en cuenta este hecho, ya que se le descarta considerando permanente al capital, como acostumbramos hacerlo al hablar o pensar sobre él. Por lo tanto, al hablar del producto entendemos la riqueza obtenida además de la que se necesita para reponer el capital consumido al producir; y cuando hablamos de interés o ganancia del capital, entendemos lo que va al capital una vez repuesto o conservado. Es, además, un hecho que en toda sociedad superior al estado más primitivo, el gobierno toma en impuestos y consume una parte del producto. Sin embargo, no es necesario tenerlo en cuenta al buscar las leyes de la distribución. Podemos considerar la tributación inexistente o que, según su cuantía, reduce el producto. Y lo mismo respecto a lo que del producto toman ciertas formas de monopolio que ejercen un poder parecido al de la tributación. Una vez halladas las leyes de la distribución, podremos ver qué influjo, si lo hay, ejercen sobre ellas los impuestos. Renta, Salario e Interés Los tres factores de la producción son tierra, trabajo y capital, y todo el producto se distribuye primariamente en tres partes respectivas. Por esto se necesitan tres términos, cada uno de los cuales ha de expresar con claridad una de estas partes con exclusión de las demás. Renta, por definición, expresa claramente la primera de estas partes: la que va a los propietarios de la tierra. Salarios, por definición, expresa claramente la segunda: la parte que constituye la recompensa al trabajo. Pero en cuanto al tercer término, el que debería expresar la recompensa al capital, hay en los libros usuales la más embrollada ambigüedad y confusión. De los vocablos de uso corriente, la palabra interés es el que más se acerca a expresar la idea de la recompensa por el uso del capital. Según se la suele emplear, significa la recompensa por el uso del capital, con exclusión de todo trabajo en su uso o administración. Ambigüedad del Término «Beneficios» o «Provechos» La palabra beneficios, según suele usarse, es casi sinónima de ingresos. Significa una ganancia, una cantidad que se percibe, además de la cantidad desembolsada e incluye a menudo ingresos que propiamente son renta y casi siempre ingresos que en realidad son salarios, y también compensaciones por el riesgo inherente a los diversos usos del capital. A menos de violentar mucho el significado de esta palabra, no se puede, pues, usarla en Economía Política para indicar la parte del producto que va al capital, a distinción de las partes que van al trabajo y a los propietarios. Adam Smith explica claramente que los salarios y la compensación por el riesgo forman gran parte de los beneficios, señalando que los elevados provechos de los boticarios y tenderos son en realidad salarios de su trabajo y no interés de su capital; y que los grandes beneficios hechos a veces en negocios arriesgados, como el contrabando y el comercio de objetos usados, no son, en realidad, sino compensaciones de riesgos que, a la larga, reducen las ganancias del capital empleado en ellos, hasta el tipo corriente y aún más bajo. Ejemplos parecidos se mencionan en las obras posteriores, en las que se definen formalmente en su sentido usual, quizás excluyendo la renta. En estas obras se dice al lector que los beneficios se componen de tres elementos: salarios de superintendencia, compensación por el riesgo e interés, o sea, la retribución por el uso del capital. Por esto, ni en su significado vulgar, ni en el que expresamente se les asigna en Economía política, los beneficios pueden ocupar sitio alguno al discutir la distribución de la riqueza entre los tres factores de la producción. Hablar de la distribución de la riqueza en renta, salarios y beneficios (sea en el sentido vulgar o en el asignado expresamente a este término) es como hablar de la clasificación de la humanidad en hombres, mujeres y seres humanos. Evidentemente, esta indagación no tiene nada que ver con los beneficios. Necesitamos hallar qué es lo que determina el reparto del producto total entre la tierra, el trabajo y el capital; beneficios no es un término que se refiera exclusivamente a ninguna de estas tres divisiones. De las tres partes en que los economistas dividen los beneficios, a saber, compensación por el riesgo, salarios de superintendencia y retribución por el uso del capital, este último se incluye en el término de interés, que abarca todas las ganancias por el uso del capital y excluye todo lo demás; los salarios de superintendencia entran dentro del término salario, que incluye toda recompensa del trabajo humano y excluye todo lo demás; y la compensación por el riesgo no halla cabida en ninguna parte, pues el riesgo queda eliminado al considerar reunidas todas las transacciones de la colectividad. Por esto, de acuerdo con las definiciones de los economistas, emplearé el término interés para significar la parte del producto que va al capital. Repetición de Definiciones Recapitulemos: Tierra, trabajo y capital son los tres factores de la producción. El término tierra comprende todas las oportunidades y fuerzas naturales; el término trabajo, todo esfuerzo humano; y el término capital toda riqueza empleada en producir más riqueza. Todo lo producido se distribuye en recompensas a estos tres factores. La parte que va a los propietarios como pago por el uso de bienes naturales se llama renta; la parte que constituye la recompensa al trabajo humano se llama salario; y la parte que constituye la retribución por el uso del capital se llama interés. Estos tres términos se excluyen mutuamente. Los ingresos de un individuo pueden provenir de cualquiera de estas tres fuentes, de dos de ellas o de las tres: pero al tratar de descubrir las leyes de la distribución, debemos considerarlas separadas. Debe haber tierra antes que el trabajo se pueda realizar; y debe ejercerse trabajo antes que se pueda producir el capital. El capital es un resultado del trabajo, y éste lo usa en ayuda de la producción ulterior. El trabajo es la fuerza activa e inicial, y, por lo tanto, es el que da empleo al capital. El trabajo sólo puede ejercerse sobre la tierra y de ésta se debe sacar la materia que el trabajo convierte en riqueza. Por esto, la tierra es la condición previa, el sitio y el material del trabajo. El orden natural es: tierra, trabajo y capital; y en vez de empezar por el capital como punto de partida, comenzaremos por la tierra.
CAPITULO 8 LA LEY DE LA RENTA
El término renta, en su sentido económico, tiene un significado diferente del que vulgarmente se da a la palabra renta. En algunos aspectos el significado económico es más limitado que el ordinario, en otros aspectos es más amplio. Es más limitado en lo siguiente: en el lenguaje usual, aplicamos la palabra renta a los pagos por el uso de edificios, maquinaria, locales, etc., lo mismo que a los pagos por el uso de la tierra u otros bienes naturales; y al hablar de la renta de una casa o una granja, no separamos del pago por el uso de la sola tierra el pago por el uso de las mejoras. Pero en el significado económico de renta excluimos los pagos por el uso de todo producto del trabajo humano; y en los pagos globales por el uso de casas, granjas, etc., sólo es renta la parte que se paga por usar la tierra. La parte pagada por el uso de edificios u otras mejoras es propiamente interés, pues remunera el uso de capital. Es más amplio en lo siguiente: en el lenguaje usual, sólo hablamos de renta cuando el propietario y el usuario son personas distintas. Pero en el sentido económico hay también renta cuando una misma persona es a la vez propietario y usuario. Donde una misma persona posee y usa la tierra, una parte de sus ingresos, la que podría obtener dejando arrendada su tierra a otro, es renta, mientras que la recompensa de su trabajo y capital es la parte de su ingreso que éstos le darían si tomase arrendada la tierra en vez de ser dueño de ella. La renta se expresa también en un precio de venta. Cuando se compra tierra, el pago hecho por la propiedad o derecho a uso perpetuo es renta capitalizada. Si compro tierra a bajo precio y la retengo hasta que puedo venderla a un precio elevado, me hago rico, no por el salario de mi trabajo ni por el interés de mi capital, sino por el aumento de la renta. En resumen, la renta es la participación que, en la riqueza producida, tiene el propietario por el derecho exclusivo a usar los recursos naturales. Donde quiera que la tierra tenga valor de cambio, allí hay renta en el sentido económico del término. Donde quiera que una tierra que tenga valor es utilizada, sea por su dueño, sea por su arrendatario, allí hay renta actual; donde quiera que no es utilizada, pero tiene valor, allí hay renta potencial. Esta facultad de dar renta es lo que da valor a la tierra. Mientras la posesión de la tierra no da ninguna ventaja, la tierra no tiene valor. (Al hablar del valor de la tierra, uso y usaré estas palabras refiriéndome al valor de la sola tierra. Cuando quiera hablar del valor de la tierra y las mejoras, emplearé estas palabras.) Origen de la Renta Así, pues, la renta o valor de la tierra no procede de la productividad o utilidad de la tierra. En modo alguno representa un auxilio o ventaja dado a la producción, sino que representa sencillamente el poder de quedarse con una parte de los resultados de la producción. Cualquiera que sea su productividad, la tierra no puede dar renta ni tiene valor, mientras no haya alguien dispuesto a dar su trabajo o el resultado de su trabajo por el privilegio de usarla; y por lo tanto, lo que alguien dará depende, no de la productividad de la tierra, sino de su productividad en comparación con la de la tierra que se pueda conseguir gratis. Yo puedo tener tierra muy buena, pero no me dará renta mientras haya otra tierra de igual calidad, que se pueda conseguir sin pagar. Pero cuando se han apropiado esta otra tierra y la mejor tierra que se puede obtener de balde es inferior en fertilidad, situación u otra cualidad, mi tierra empieza a tener un valor y dar una renta. Y aunque la capacidad productiva de mi tierra puede disminuir, si, no obstante, disminuye en mayor proporción la de la tierra gratuitamente asequible, la renta que puedo obtener y, por lo tanto, el valor de mi tierra, seguirán aumentando. Si un hombre poseyese toda la tierra accesible de un país, podría, naturalmente, exigir por su uso cualquier precio o condición que tuviera por conveniente; y en tanto que su propiedad fuese reconocida, los otros individuos del país no tendrían otra alternativa sino la muerte, la emigración o someterse a sus condiciones. Esto ha ocurrido en muchos países; pero, en la forma moderna de la sociedad, la tierra, aunque generalmente reducida a propiedad individual, está en manos de demasiadas personas para permitir que el precio obtenido por su uso se fije por el mero capricho o deseo. Mientras que cada propietario individual procura obtener tanto como puede, lo que pueda obtener tiene un limite, y éste constituye el precio o renta en el mercado, variable según las tierras y los tiempos. Ley de la Renta En régimen de libre competencia (condición indispensable para investigar los principios de la Economía política), la relación que determina qué renta o precio puede obtener el propietario, se denomina ley de la renta. Una vez fijada con corteza esta ley, tenemos algo más que un punto de partida para averiguar las leyes que regulan el salario y el interés. Pues, siendo la distribución de la riqueza un reparto, al averiguar lo que fija la parte del producto tomada por la renta, averiguamos también lo que fija la parte que queda para el salario, donde el capital no colabora; y lo que fija la parte que queda para salario o interés juntos, donde el capital colabora en la producción. A la admitida ley de la renta se la llama a veces «de Ricardo» por el hecho de haber sido este autor el primero, si no en enunciarla, sí en dar a conocer su importancia. Esta ley es: La renta de la tierra se determina por el exceso de su producto sobre el que una igual aplicación de trabajo y capital puede obtener de la menos productiva de las tierras que se utilizan. Su mero enunciado tiene toda la fuerza de una afirmación evidente por sí misma, pues es claro que, a causa de la competencia, la recompensa máxima que el trabajo y el capital pueden exigir, es la recompensa mínima por la que ellos se pondrán a producir. Esto permite al propietario de tierra más productiva apropiarse como renta todo el producto que exceda del necesario para recompensar el trabajo y el capital al tipo corriente, que es lo que ellos pueden obtener sobre la tierra en uso menos productiva (o en el punto menos productivo) por el cual, claro está, no se paga renta. Quizá pueda conducir a una más plena comprensión de la ley de la renta el ponerla en esta forma: la propiedad de un agente natural de producción dará el poder de adueñarse de toda aquella parte de riqueza, producida aplicando a dicho agente trabajo y capital, que exceda de la recompensa que la misma aplicación de trabajo y capital podría obtener en la ocupación menos productiva a la cual se dediquen libremente. Pero esto significa precisamente lo mismo, pues no hay ocupación en ,que el trabajo y el capital se puedan emplear, que no requiera el uso de tierra; además, el cultivo u otro uso de tierra será siempre llevado hasta un punto en que la remuneración es tan baja, todo considerado, como la que se acepta libremente en cualquier otra ocupación. Deducción Partiendo de la Ley de la Competencia Supongamos, por ejemplo, una colectividad en que una parte del trabajo y capital se dedica a la agricultura y otra a la industria. La tierra cultivada más pobre produce una ganancia que designaremos por 20, y, por consiguiente, 20 será la retribución media del trabajo y del capital, lo mismo en la industria que en la agricultura. Supongamos que, por alguna causa permanente, la retribución media en las fábricas queda ahora reducida a 15. Es claro que el trabajo y el capital empleado en la industria se dirigirá hacia la agricultura y el movimiento no se detendrá hasta que, o por extensión del cultivo hacia tierras inferiores o puntos inferiores de las mismas tierras, o por un aumento en el valor relativo de los productos industriales, debido a su menor producción, o, de hecho, por ambas causas, la retribución del trabajo y capital en ambas ocupaciones, todo considerado, haya sido llevada de nuevo al mismo nivel. De este modo, cualquiera que el punto final de productividad en el cual la industria prosigue, sea 19, 18, 17 o 16, el cultivo se extenderá también hasta este punto. Por esto, decir que la renta será el exceso de productividad sobre la del margen o lo inferior de cultivo, es como decir que será el exceso de producto sobre el que la misma cantidad de trabajo y capital obtiene en la ocupación menos remunerativa. De hecho, la ley de la renta no es más que una deducción de la ley de la competencia y consiste simplemente en afirmar que, al tender a un nivel común los salarios y el interés, toda aquella parte de la riqueza total producida, que excede de lo que el trabajo y el capital empleados podrían obtener aplicándose a los más pobres agentes naturales en uso, irá, en forma renta, a los propietarios. ¿No es tan claro como la demostración métrica más sencilla que el corolario de la ley de la renta es la ley del salario, donde el producto se reparte entre renta y salarios sólo; o la ley de salarios y el interés juntos, donde el reparto se hace entre renta, salario e interés? Relación de la Renta con el Salario y el Interés Enunciada al revés, la ley de la renta es forzosamente la ley del salario e interés reunidos, pues afirma que, cualquiera que sea el resultado de la aplicación de trabajo y capital, estos dos factores sólo recibirán en salario e interés aquella parte del producto que habrían producido en tierra libre pago de renta, esto es, en la tierra menos productiva entre las que se utilizan. Pues, si del producto, todo lo que exceda de la suma que el trabajo y el capital obtendrían de una tierra donde no se pague renta ha de ir, en forma de renta, a los propietarios, entonces todo lo que el trabajo y el capital pueden exigir como salario e interés es lo que podrían obtener de la tierra e no da renta. Por lo tanto, el salario y el interés no dependen del producto del trabajo y el capital, sino de lo que queda una vez sacada la renta, o del producto que obtendrían sin pagar renta, o sea, de la tierra menos productiva. Por esto, por mucho que aumente el poder productivo, si el aumento de la renta pone a su nivel, ni el salario ni el interés pueden aumentar. Desde el momento en que se reconoce esta sencilla relación, un torrente de luz penetra en lo que antes era inexplicable, y hechos, al parecer discordantes, se agrupan bajo una ley evidente. Se ve de pronto que el aumento de la renta que avanza en los países progresivos es la clave que explica por qué el salario y el interés no logran subir con el aumento del poder productivo. Pues la riqueza producida en toda sociedad queda dividida en dos partes por lo que podríamos llamar línea de la renta, la cual es determinada por el margen de cultivo, que es la retribución que el trabajo y el capital podrían obtener de aquellas oportunidades naturales que les son accesibles sin pago de renta. De la parte del producto por debajo de esta línea, se han de pagar el salario y el interés. Todo lo que queda encima va a los dueños de la tierra.
CAPITULO 9 LEY DEL SALARIO
Por deducción hemos obtenido ya la ley del salario. Pero, para comprobar la deducción y quitar al asunto toda ambigüedad, busquemos dicha ley desde un punto de partida independiente. Los salarios, que comprenden toda recompensa recibida por el trabajo, varían, no sólo según las diferentes facultades individuales, sino que, al hacerse más complicada la organización social, también varían mucho según las ocupaciones. Sin embargo, hay cierta relación general entre todos los salarios, de manera que expresamos una idea clara y bien entendida cuando decimos que los salarios son más altos o más bajos en un tiempo o lugar que en otro. En sus diversos grados, los salarios suben y bajan obedeciendo a una ley común. ¿Cuál es esta ley? El principio fundamental de la acción humana (la ley que para la Economía Política es lo que la ley de la gravedad es para la física) es que el hombre procura satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo. Evidentemente, este principio, por medio de la competencia que promueve, ha de igualar las recompensas ganadas con esfuerzos iguales en circunstancias parecidas. Cuando los hombres trabajan por cuenta propia, esta igualación será ampliamente efectuada por la igualdad de precios; y entre los que trabajan por cuenta propia y los que trabajan por cuenta de otros, actuará la misma tendencia igualadora. Según este principio, en circunstancias de libertad, ¿cuáles serán los términos en que un hombre puede contratar a otros que trabajen para él? Evidentemente, los determinará lo que estos otros podrían ganar trabajando por cuenta propia. El principio que a él le evita tener que pagar más, excepto lo necesario para incitar al cambio, también impedirá a ellos cobrar menos. Si ellos pidiesen más, la competencia de otros les privaría de hallar empleo. Si él ofreciese menos, nadie aceptaría las condiciones, porque obtendrían mayores resultados trabajando por cuenta propia. Por consiguiente, aunque el patrono desea pagar lo menos posible y el empleado desea cobrar tanto como pueda, el valor del trabajo por cuenta propia fijará el salario a los trabajadores mismos. Si temporalmente, los salarios son llevados más arriba o más abajo de este nivel, pronto surge una tendencia a volverlos a él. Pero los resultados o ganancias del trabajo no dependen sólo de la intensidad o calidad del trabajo mismo. lo que una cierta cantidad de trabajo producirá, varía según la productividad de los bienes naturales a que se aplica. Por esto el principio por el cual los hombres procuran satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo, fijará el salario al nivel del producto de este trabajo en el punto de máxima productividad que le está abierto. La Determinante del Salario En virtud de aquel principio, el punto máximo de productividad natural abierto al trabajo en las circunstancias existentes, será el punto más bajo en que la producción tiene lugar, porque nadie empleará trabajo en un punto inferior de productividad, mientras otro más alto le sea asequible. Por esto el salario que un patrono ha de pagar, se mide por el punto más bajo al que llega la producción, y los salarios subirán o bajarán según que este punto suba o baje. Por ejemplo: en un estado social sencillo, cada hombre, a la manera primitiva trabaja por cuenta propia, unos, por ejemplo, cazando, otros pescando, otros cultivando el suelo. Supondremos que se empieza a cultivar y que toda la tierra usada es de la misma calidad, dando rendimiento semejantes a esfuerzos semejantes. Por esto, el salario (pues aunque ni haya patronos ni empleados, hay, no obstante, salario) será todo el producto del trabajo; y, concediendo las diferencias de agradabilidad, riesgo etc., de las tres ocupaciones, los salarios serán, por término medio, iguales en las tres, es decir, iguales esfuerzos darán iguales resultados. Pues bien, si uno de los habitantes desea emplear alguno de sus compañero para trabajar para él en vez de trabajar por cuenta propia, ha de pagarle un salario igual a todo este producto medio del trabajo. El Margen de Producción Dejemos pasar algún tiempo. El cultivo se ha extendido y en vez de abarcar tierras de igual calidad, las abarca de calidades diferentes. Ahora el salario no será el producto medio del trabajo, como era antes. Será el producto medio del trabajo en el margen de cultivo, o sea, en el punto de mínimo rendimiento. Porque, puesto que el hombre procura satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo posible, el punto de mínima recompensa en el cultivo ha de dar al trabajo una recompensa equivalente a la recompensa media de la caza y la pesca (esta igualación se efectuará por medio de la igualdad de precios). El trabajo ya no dará igual recompensa a esfuerzos iguales, sino que los que lo aplican a la tierra mejor obtendrán un producto mayor que el que un esfuerzo igual da a quienes cultivan la tierra inferior. Sin embargo, los salarios seguirán siendo iguales, porque este exceso percibido por el cultivador de la tierra mejor es, en realidad, renta; y si la tierra es objeto de propiedad individual, el resultado será darle un valor. Si en estas nuevas circunstancias, un miembro de esta sociedad desea contratar a otros que trabajen para él, solamente tendrá que pagarles lo que el trabajo obtiene en el punto inferior de cultivo. Según esto, si el margen de cultivo desciende a puntos de más baja productividad, el salario bajará; si, por el contrario, el margen sube, subirá el salario. Tenemos, pues, la ley del salario como una deducción del principio más evidente y más universal. Que los salarios dependen del margen de cultivo, que serán más o menos altos según que sea mayor o menor el producto que el trabajo puede obtener de las mejores oportunidades naturales a que tiene acceso, son consecuencias del principio por el cual los hombres procuran satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo. Los Salarios en las Diferentes Ocupaciones Si del estado social sencillo pasamos a los complejos fenómenos de las sociedades altamente civilizadas, encontraremos, examinándolos, que también están regidos por esta ley. En tales sociedades, los salarios son muy diversos, pero aún guardan una mutua relación más o menos definida y perceptible. Esta relación no es invariable. En una época, un filósofo de fama puede ganar con sus conferencias un salario muchas veces mayor que el del mejor mecánico y otra época apenas puede esperar la paga de un peón; hay también ocupaciones que en una gran ciudad obtienen salarios relativamente altos, pero que los obtendrían relativamente bajos en un país nuevo. Sin embargo, en todos los casos y a pesar de divergencias arbitrarias debidas a costumbres, legislación, etc., las diferencias entre salarios se pueden explicar por ciertas circunstancias. En uno de sus capítulos más interesantes (La Riqueza de las Naciones, libro 1, capítulo 10, parte 1), Adam Smith enumera las principales circunstancias que, como él expone, motivan la pequeña paga de ciertos empleos y dan como compensación grandes pagas en otros:
1. Lo agradable o desagradable de la ocupación;
2. la facilidad y baratura o la dificultad y gasto del aprendizaje;
3. la continuidad o discontinuidad de la ocupación;
4. la menor o mayor confianza que se debe depositar en el empleado;
5 la mucha o poca probabilidad de éxito (Nota). No hace falta detallar estas causas que varían los salarios según las diferentes ocupaciones.
Han sido admirablemente expuestas por Adam Smith y sus seguidores, que han elaborado bien los detalles, aunque no hayan podido captar la ley principal. (Nota) Esta última, que es análoga al elemento riesgo en los beneficios, explica los elevados salarios de los abogados, médicos, contratistas, actores, etc., que tienen éxito. Demanda y Oferta de Trabajo Es perfectamente correcto decir que en diferentes ocupaciones, los salarios varían relativamente según las diferencias en la oferta y la demanda de trabajo, entendiendo por demanda la petición de servicios de un determinado tipo, hecha por el conjunto social, y por oferta la cantidad relativa de trabajo que, en las circunstancias existentes, puede dedicarse a efectuar dichos servicios. Pero, aunque esto es verdad respecto a las diferencias relativas de los salarios, aquellas palabras no significan nada cuando se dice que el nivel general de los salarios es determinado por la oferta y la demanda. Porque oferta y demanda sólo son términos relativos. Oferta de trabajo solamente puede significar trabajo ofrecido a cambio de trabajo o de producto del trabajo; y demanda de trabajo solamente puede significar trabajo o producto del trabajo que se ofrecen a cambio de trabajo. Así, pues, oferta es demanda y demanda es oferta y, en el conjunto social, ambas abarcan lo mismo. Lo que oculta cuán absurdo es hablar de oferta y demanda refiriéndose al trabajo en general, es la costumbre de considerar que la demanda de trabajo procede del capital y es una cosa distinta del trabajo; pero el análisis a que anteriormente se ha sometido esta idea, ha bastado para probar su falsedad. Las Variaciones del Salario son Interdependientes Cualesquiera que sean las circunstancias que causan la diversidad de salarios en las diferentes ocupaciones y aun cuando la relación entre los diferentes salarios varía (originando diferencias relativas más o menos grandes según las épocas y los sitios), tanto la observación como la teoría evidencian que la altura del salario en una ocupación siempre depende de la altura en otra; y así sucesivamente, hasta llegar a la capa inferior y más extensa de los salarios, en ocupaciones donde la demanda es casi uniforme y en las que hay la mayor libertad para ocuparse. Porque, aunque puedan existir barreras más o menos difíciles de vencer, la cantidad de trabajo que puede dedicarse a una ocupación especial no es absolutamente fija en ninguna parte. Todos los artesanos podrían actuar como obreros y muchos obreros podrían pronto hacerse artesanos; todos los almacenistas podrían actuar como tenderos y muchos tenderos fácilmente podrían hacerse almacenistas; muchos labradores, con algún aliciente, se harían cazadores o mineros, pescadores o marineros; y muchos cazadores, mineros, pescadores y marineros, podrían, a petición, dedicarse al cultivo. En los extremos de cada ocupación están aquellos para quienes los atractivos de una u otra ocupación están tan equilibrados, que el menor cambio basta para encaminar su trabajo en una u otra dirección. Por esto, cualquier aumento o disminución en la demanda de trabajo de determinado tipo no puede, si no es temporalmente, llevar el salario de esta ocupación más arriba o más abajo del nivel relativo del salario en otras ocupaciones, que está determinado por las circunstancias anteriormente mencionadas, tales como la relativa agradabilidad o continuidad del empleo, etc. Aun donde en esta correlación se interponen barreras artificiales, como leyes restrictivas, regulaciones gremiales, instituciones de castas, etc., la experiencia demuestra que pueden dificultar, pero no impedir que este equilibrio persista. Obran como las presas, que suben las aguas de un río por encima de su nivel natural, pero no pueden evitar que rebosen. Ley General del Salario Así, pues, aunque la relación de los salarios entre sí pueda cambiar de vez en cuando, según las circunstancias que determinan sus niveles relativos, es evidente que los salarios en todas las capas sociales han de depender, en definitiva, del salario en la capa inferior y más amplia, y que según que éste suba o baje, subirá o bajará la altura general del salario. Las ocupaciones primarias y fundamentales sobre las que, por decirlo así, todas las demás descansan, son, evidentemente, las que obtienen riqueza directamente de la naturaleza; luego, la ley del salario en éstas ha de ser la ley general del salario. Y puesto que el salario en estas ocupaciones depende, como está claro, de lo que el trabajo puede producir en el punto de mínima productividad a que habitualmente se aplica, por esto, los salarios en general dependen del limite de cultivo o para decirlo con más exactitud, del punto de máxima productividad natural al cual el trabajo puede libremente aplicarse sin pagar renta. La ley del salario que de este modo hemos obtenido es la que antes habíamos obtenido como corolario de la ley de la renta. Esa ley es: El salario depende del margen de producción o del producto que el trabajo puede obtener en el punto de máxima productividad natural que le es accesible sin pago de renta. Como la ley de la renta de Ricardo, de la cual es corolario, esta ley del salario lleva consigo su propia demostración y resulta evidente con sólo enunciarla. Porque no es sino una aplicación de la verdad central, base del razonamiento en Economía, de que el hombre procura satisfacer sus deseos con el mínimo esfuerzo. El promedio de los hombres no querrá trabajar para un patrono por menos, todo considerado, de lo que puede ganar trabajando por cuenta propia; ni tampoco trabajará por cuenta propia por menos de lo que pueda ganar trabajando para un patrono. Por esto, la ganancia que el trabajo puede obtener de los bienes naturales que están libres para él, fija el salario que el trabajo obtiene en todas partes. Es decir, la línea de la renta es la medida forzosa de la línea del salario. Lo que hace evidente que una tierra de cierta calidad dará como renta el exceso de su producto sobre el de la tierra menos productiva empleada, es el saber que el dueño de la tierra mejor puede obtener trabajo que la explote, pagándolo con lo que este mismo trabajo podría obtener de la tierra de calidad más pobre. El Salario es una Proporción del Producto Quizá convenga recordar al lector que estoy empleando la palabra salario en el sentido, no de cantidad, sino de proporción. Cuando digo que los salarios bajan a medida que la renta sube, quiero decir que es forzosamente menor, no la cantidad de riqueza obtenida por los trabajadores como salario, sino la proporción en que esta cantidad está respecto a la producción total. La proporción puede disminuir mientras la cantidad queda igual o incluso aumenta. Si el margen de cultivo desciende del punto de productividad que llamaremos 25 al que llamaremos 20, la renta de todas las tierras que anteriormente pagaban renta subirá según esta diferencia, y la proporción de todo el producto obtenida por los trabajadores como salario, descenderá en la misma extensión. Pero si, entretanto, el progreso de las artes o las economías permitidas por el aumento de población, han aumentado el poder productivo del trabajo, de tal modo que un mismo esfuerzo produce ahora tanta riqueza en el punto 20 como antes en el 25, los trabajadores obtendrán como salario una cantidad de riqueza igual que antes. La baja relativa del salario no se percibirá en ninguna disminución de artículos necesarios o comodidades del trabajador, sino solamente en los mayores ingresos y más pródigos gastos de la clase que cobra renta. En sus manifestaciones más sencillas, la ley del salario es reconocida por gente que no se preocupa de Economía Política, del mismo modo que, desde muy antiguo, quienes nunca pensaron en la ley de la gravedad reconocían que un cuerpo pesado cae. No hace falta ser un filósofo para ver que si en cualquier país se abrieran de par en par bienes naturales que permitiesen a los trabajadores ganar por cuenta propia salarios mayores que los más bajos ahora pagados, el nivel general del salario subiría. El mismo Adam Smith vio la causa de los altos salarios donde todavía hay tierra libre por colonizar, aunque no supo apreciar la importancia y relaciones de este hecho. Al tratar de las causas de la prosperidad de las nuevas colonias (La Riqueza de las Naciones, libro 4, capitulo 7), dice: «Cada colono adquiere más tierra que la que puede cultivar. No tiene que pagar renta, ni casi impuestos... Por eso está deseoso de reunir trabajadores de todas partes y pagarles los salarios más generosos. Pero estos generosos salarios, junto con la abundancia y baratura de la tierra, pronto hacen que los trabajadores le dejen para hacerse propietarios a su vez y remunerar con igual largueza otros trabajadores, que pronto les dejarán por la misma razón que ellos a su primer patrono.» Es imposible leer las obras de los economistas que, desde el tiempo de Adam Smith, se han esforzado en erigir y dilucidar la ciencia de la Economía Política, y no verlos tropezar una y otra vez con la ley del salario sin reconocerla nunca. Y, no obstante, «¡si hubiese sido un perro, les habría mordido!». Ciertamente, es difícil resistir a la sospecha que algunos de ellos realmente vieron esta ley del salario, pero, temiendo las conclusiones prácticas a que conduciría, prefirieron ignorarla y encubrirla, antes que emplearla como clave de problemas que sin ella son tan desconcertantes. ¡Una gran verdad, para un siglo que la ha rechazado y pisoteado, no es una palabra de paz, sino una espada!
CAPITULO 10 INTERÉS DEL CAPITAL
El capital no es una cantidad fija, sino que siempre puede ser aumentado o disminuido,
1) por la mayor o menor aplicación de, trabajo a producir capital, y
2) por la conversión de riqueza en capital o de capital en riqueza.
Es notorio que, en condiciones de libertad, lo máximo que se dará por el uso del capital, será el incremento que éste suministra, y lo mínimo será la reposición del capital; pues, por encima de aquel punto, el tomar capital a préstamo implicaría una pérdida, y por debajo del otro no se podría conservar el capital. El poder de aplicarse en formas ventajosas es un poder del trabajo, que el capital, en cuanto a tal, no puede reclamar ni compartir. Un arco y unas flechas permitirán a un indio matar, supongamos, un búfalo cada día, mientras que con palos y piedras apenas podría matar uno por semana; pero el armero de la tribu no podría reclamar al cazador seis de los siete búfalos muertos, como recompensa por el uso de un arco y flechas. Ni el capital empleado en una fábrica de paño dará al capitalista la diferencia entre el producto de la fábrica y lo que la misma cantidad de trabajo obtendría con la rueca y el telar a mano. El capital es producido por el trabajo; de hecho es solamente trabajo incorporado a materia, trabajo almacenado en materia, para cederlo cuando se necesita, como el calor del sol almacenado en el carbón se desprende en el hogar. Por consiguiente, el uso del capital en la producción sólo es una forma de trabajo. Como que sólo puede usarse el capital consumiéndolo, su uso es un gasto de trabajo; y para conservar el capital, su producción por el trabajo ha de ser proporcionada a su consumo en ayuda del trabajo. El punto normal del interés, donde quiera que esté situado entre lo máximo y lo mínimo necesarios de recompensa al capital, ha de ser tal que, todo considerado, la recompensa del trabajo y la del capital resulten igualmente atractivas para el esfuerzo y el sacrificio que, respectivamente, implican. Quizá no es posible formular este punto, porque habitualmente los salarios se evalúan en cantidad, y el interés en proporción. Pero debe haber un punto tal, en el que o, mejor dicho, cerca del cual el nivel del interés tiende a fijarse; porque, si no tuviera lugar este equilibrio, el trabajo no aceptaría el uso del capital o el capital no se pondría a disposición del trabajo. Se puede exponer esta natural relación entre interés y salario en una forma que sugiere una oposición; pero esta oposición es sólo aparente. En una sociedad entre Dick y Harry, la cláusula por la cual Dick cobra una cierta proporción de las ganancias conjuntas implica que la parte de Harry sea mayor o menor según que la de Dick sea menor o mayor, respectivamente; pero si, como en este caso sucede, cada uno obtiene sólo lo que añade al fondo común, el aumento de la porción de uno no disminuye la del otro. No estamos hablando, claro está, de salarios e interés particulares, sino del nivel general del salario y del nivel general del interés, siempre entendiendo por interés la retribución que el capital puede obtener, sin incluir el seguro ni los salarios de superintendencia. En una rama particular de la producción se puede trazar claramente una línea entre los que aportan trabajo y los que aportan capital, pero, aun en colectividades en que hay la más marcada distinción entre la clase general de los trabajadores y la clase general de los capitalistas, estas dos clases pasan de una a otra por gradaciones imperceptibles y, en los extremos en que ambas clases se juntan en las mismas personas, la mutua acción que restablece el equilibrio puede proseguir sin ser obstruida. Posición Relativa del Capitalista y el Propietario Aun en colectividades en que hay la más marcada distinción entre la clase general de los trabajadores y la clase general de los capitalistas, estas dos clases pasan de una a otra por gradaciones imperceptibles. Si cabe imaginar un lugar donde la producción de la riqueza se efectuase sin la ayuda del trabajo y únicamente por la fuerza reproductiva del capital y a donde fuesen llevados ciertos capitalistas con sus capitales en forma apropiada, evidentemente, aquéllos obtendrían, como recompensa de su capital, toda la riqueza obtenida, únicamente en tanto que nada de lo producido fuese reclamado como renta. Cuando la renta apareciese, ésta saldría del producto del capital y a medida que ella aumentase, la ganancia de los dueños de capital necesariamente disminuiría. Imaginando que el lugar donde el capital tuviese este poder de producir riqueza sin ayuda del trabajo, fuese de extensión limitada, supongamos una isla, veríamos que cuando el capital hubiese aumentado hasta el límite de cabida de la isla, la recompensa del capital descendería hasta una bagatela por encima de su mera reposición y que los propietarios del suelo obtendrían como renta casi todo lo producido, pues la única alternativa que tendrían los capitalistas sería arrojar su capital al mar. O si imaginamos que esta isla está en comunicación con el resto del mundo, la recompensa del capital se pondría al nivel de la que tiene en otros lugares. El interés no sería ni más alto ni más bajo que en cualquier otro lugar. La renta obtendría toda la ventaja y la tierra de esta isla tendría un gran valor. El Capital como Forma del Trabajo En verdad, la distribución primaria de la riqueza se hace en dos partes y no en tres. El capital no es sino una forma de trabajo y su distinción respecto al trabajo es en realidad una subdivisión, como lo sería la distinción del trabajo en hábil e inhábil. Hemos llegado al mismo punto que habríamos alcanzado al considerar sencillamente el capital como una forma de trabajo y buscar la ley que distribuye el producto entre la renta y el salario; es decir, entre los poseedores de los dos factores, las substancias y fuerzas naturales y el esfuerzo humano, que al unirse producen toda la riqueza. Provechos a Menudo Confundidos con el Interés Como ya hemos hecho notar, los valores de la tierra, que forman una enorme parte de lo llamado usualmente capital, no son en modo alguno capital; y la renta, comúnmente incluida entre las ganancias del capital, y que se lleva una porción, siempre creciente, del producto de una colectividad progresiva, no es ganancia del capital y ha de distinguirse cuidadosamente del interés. Permítasenos recordar de nuevo que nada que no sea riqueza puede ser capital, es decir, que no pueden ser capital los dones espontáneos de la naturaleza ni lo que no consista en cosas efectivas y tangibles que tienen en sí mismas, y no por representación, la facultad de servir directa o indirectamente al deseo del hombre. Por consiguiente, un valor del Estado no es capital, ni siquiera lo representa. El capital que el Estado recibió por él, ha sido consumido improductivamente, disparado por las bocas de los cañones, usado en buques de guerra, gastado en mantener hombres marchando y haciendo ejercicios, matando y destruyendo. El valor del Estado no puede representar capital que ha sido destruido. No representa ningún capital. Es sencillamente una declaración solemne de que el gobierno, algún día, por medio de impuestos, tomará de las existencias de riqueza del pueblo el equivalente que devolverá al tenedor del valor; y que entretanto, de vez en cuando tomará del mismo modo lo suficiente para compensar el tenedor el incremento que el capital que promete devolverle le daría, si estuviese realmente en su poder. Las inmensas sumas que de este modo se toman del producto de todos los países modernos para pagar el interés de la deuda pública no son la ganancia o incremento del capital; no son realmente interés en el sentido estricto del término, sino impuestos levantados sobre el producto del trabajo y del capital, dejando tanto menos para los salarios y para el verdadero interés. Pero, supongamos que los valores se han emitido para ahondar el cauce de un río, construir faros o erigir un mercado público; o supongamos, para presentar la misma idea con otro ejemplo, que han sido emitidos por una compañía ferroviaria. En este caso sí que representan capital existente y aplicado a usos productivos y, como las acciones de una compañía que paga dividendo, pueden ser considerados como certificados de la propiedad de capital. Pero sólo pueden ser considerados así, en tanto que efectivamente representan capital y no en cuanto han sido emitidos en exceso respecto al capital usado. Hay economistas que descomponen los beneficios en interés, seguro y salarios de superintendencia. Pero mientras los salarios de superintendencia incluyen evidentemente los ingresos derivados de cualidades personales como son la destreza, el tacto, la iniciativa, la capacidad organizadora, la inventiva, el carácter, etc., hay otro elemento que contribuye a los beneficios ahora comentados, y que sólo arbitrariamente puede clasificarse junto a dichas cualidades: el elemento de monopolio. Cuando Jacobo I concedió a su favorito el privilegio exclusivo de hacer hilo de oro y de plata, y bajo severas penas prohibió a los demás hacerlo, el ingreso que por ello Buckingham disfrutó, procedía, no del interés del capital invertido en la manufactura, ni de la destreza u otras cualidades de quienes realmente efectuaban las operaciones, sino de lo que obtuvo del Rey, esto es, del privilegio exclusivo, en realidad, del poder para imponer con fines particulares un impuesto a todos los que usaran aquel hilo. De una fuente parecida viene gran parte de los beneficios que se suelen confundir con los intereses del capital. Los ingresos obtenidos de patentes concedidas por un número limitado de años con el propósito de fomentar los inventos, son evidentemente atribuibles a esta fuente, como lo son las ganancias derivadas de monopolios creados por tarifas protectoras con el pretexto de fomentar la industria patria. También se confunden a menudo con el interés los beneficios debidos a los elementos del riesgo. Algunas personas adquieren riqueza aprovechando ocasiones que necesariamente han de traer pérdidas a la mayoría de la gente. Tales son ciertas formas de especulación y sobre todo lo que se llama jugar a la bolsa; como en una mesa de juego, lo que uno gana, algún otro lo ha de perder. Cuán necesario es tomar nota de las distinciones sobre las que he llamado la atención, se ve en las discusiones corrientes, en las cuales el color es blanco o negro, según que se mire desde un punto de vista o del otro. Por una parte, en la existencia de la profunda miseria al lado de vastos acúmulos de riqueza, se nos quiere hacer ver las agresiones del capital contra el trabajo. Por otra parte, se ha indicado que el capital ayuda al trabajo, y se nos pide que de esto deduzcamos que nada hay injusto o antinatural en el ancho abismo entre ricos y pobres, que la fortuna no es sino la recompensa de la laboriosidad, la inteligencia y la sobriedad, y que la pobreza no es sino el castigo de la desidia, la ignorancia y la imprudencia.
CAPITULO 11 EFECTO DEL PROGRESO MATERIAL SOBRE LA DISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA
Decir que el salario queda bajo porque la renta sube, es como decir que un vapor se mueve porque su hélice gira. La pregunta que surge es: Por qué sube la renta? ¿Cuál es la fuerza o necesidad que, al aumentar el poder productivo, da como renta una proporción, cada vez mayor, del producto? La única causa indicada por Ricardo como causa que eleva la renta es el aumento de la población, que, al requerir mayor suministro de comida, fuerza el cultivo a extenderse a puntos de inferior productividad de las mismas tierras. Pero, aunque es indiscutiblemente cierto que la creciente presión de la población, obligando a recurrir a puntos inferiores de producción, ha de elevar y realmente eleva la renta, no creo que esto baste a explicar por completo el aumento de la renta con la marcha del progreso. Evidentemente, hay otras causas que contribuyen a elevar la renta, pero que parecen haber sido total o parcialmente ocultadas por ideas falsas sobre las funciones del capital y el origen del salario. Para ver cuáles son dichas causas y cómo actúan, examinemos el efecto del progreso material sobre la distribución de la riqueza. Los cambios que constituyen el progreso material o contribuyen al mismo son tres:
1) aumento de la población;
2) perfeccionamiento de las artes de producción y cambio;
3) perfeccionamiento del saber, la educación, el gobierno, las costumbres y la moralidad, en cuanto aumentan el poder de producir riqueza.
El progreso material, como vulgarmente se entiende, consta de estos tres elementos o direcciones de progreso, en todos los cuales las naciones progresivas han avanzado de un tiempo a esta parte, aunque en grados diferentes. Considerado desde el punto de vista de las fuerzas o economías materiales, el aumento del saber, el mejoramiento del gobierno, etc., da el mismo resultado que el perfeccionamiento de las artes. Por esto no habrá necesidad de examinarlos separadamente. La influencia que el progreso intelectual o moral por sí mismo tiene sobre nuestro problema, será examinada más adelante. Ahora estamos tratando del progreso material, al cual estas cosas contribuyen solamente en cuanto aumentan el poder productor de riqueza, y veremos sus efectos al ver el resultado del perfeccionamiento de las artes. Efecto del Aumento de Población La manera como el aumento de población eleva la renta, según se explica y aclara generalmente, consiste en que la mayor demanda de subsistencias fuerza la producción hacia suelos o puntos productivos inferiores. De este modo, si, con una cierta población, el margen de cultivo está en 30, todas las tierras de productividad superior a 30 pagarán renta. Si la población se duplica, se requiere un empleo adicional de tierra y éste sólo se puede lograr extendiendo el cultivo, por lo cual darán renta otras tierras que antes no daban ninguna. Si la extensión es hasta 20, toda la tierra entre 20 y 30 dará renta y tendrá un valor y toda la tierra por encima de 30 dará una renta aumentada y tendrá un valor aumentado. Surge, no obstante, un error que se ha de aclarar para entender bien el resultado que el aumento de población da en la distribución de la riqueza. Es la creencia en que el recurrir a puntos inferiores de producción implica un producto total más pequeño en proporción al trabajo empleado. En sí mismo y sin ningún progreso en las artes, el aumento de población implica un aumento del poder productivo del trabajo. En iguales circunstancias, el trabajo de 100 hombres producirá mucho más que cien veces el trabajo de un hombre y el trabajo de 1,000 hombres mucho más que diez veces el trabajo de 100 hombres; y así, para cada par de manos que el aumento de población añade, el poder productor aumenta más, que proporcionalmente. De este modo, al aumentar la población, se puede recurrir a puntos de más baja productividad natural, no sólo sin disminuir el promedio de producción de riqueza, sino sin disminución en el punto inferior. Si se duplica la población, la tierra cuya productividad es sólo 20, puede dar a la misma cantidad de trabajo lo mismo que la tierra de productividad 30 daba antes. Pues no se debe olvidar, como a menudo se olvida, que la productividad, tanto de la tierra como del trabajo, no se ha de medir por una sola cosa, sino por todas las cosas deseadas. Un colonizador y su familia, a cien millas del poblado más próximo, pueden cosechar tanto maíz como podrían cosechar si sus tierras estuviesen en el centro de un distrito populoso. Pero en éste podrían ganarse la vida igualmente bien con el mismo trabajo en una tierra mucho más pobre o pagando renta en una tierra igual, porque en medio de una población mayor, su trabajo resultaría más eficaz; quizá no en la producción de maíz, pero si en la producción de riqueza en general; o sea, en la obtención de todas las mercancías y servicios que son el verdadero objeto de su trabajo. Salarios en Cantidad y en Proporción Supongamos tierras de calidades decrecientes. Naturalmente la mejor tierra será colonizada primero y, a medida que la población aumenta, la producción ocupará la de calidad inmediata inferior y así sucesivamente. Pero, como el aumento de población, al permitir mayores economías, aumenta la eficacia del trabajo, la causa que pone en explotación cada clase de tierra sucesivamente, aumentará al mismo tiempo la cantidad de riqueza que una igual cantidad de trabajo podría obtener de esta tierra. Pero aún haría más que esto; aumentaría el poder de producir riqueza en todas las tierras superiores ya en explotación. Si las relaciones de cantidad y calidad fuesen tales que el aumento de población aumentase la eficacia del trabajo más aprisa que la necesidad de recurrir a tierras menos productivas, aunque el margen de cultivo bajase y la renta subiese, la recompensa mínima del trabajo aumentaría. Es decir, aunque el salario bajase en proporción, subiría en cantidad. El promedio de producción de riqueza aumentaría. Si las relaciones fuesen tales que la creciente eficacia del trabajo compensase exactamente el descenso de productividad de la tierra a medida que ésta se pusiese en explotación, los resultados del aumento de población serían aumentar la renta, por el descenso del margen de cultivo, sin descenso de los salarios en cantidad, y aumentar el promedio de la producción. Si ahora suponemos que la población continúa aumentando, pero que entre la tierra inferior en uso y la tierra inmediatamente inferior a ella hay una diferencia tan grande, que no se puede compensar con la mayor eficacia que el aumento de población da al trabajo, la ganancia mínima del trabajo quedaría reducida y con la subida de la renta, el salario bajaría, no sólo en proporción, sino también en cantidad. Pero a no ser que el descenso en la calidad de la tierra fuese mucho más rápido de lo que es o podamos imaginar, el promedio de la producción aún aumentaría. El aumento de eficacia que resulta del crecimiento de población abarca todo el trabajo, y la ganancia en las tierras de calidad superior compensa con creces la menor producción de las tierras recientemente ocupadas. En comparación con el trabajo total, la producción total de riqueza será mayor, aunque su distribución será más desigual. De este modo, el aumento de población, al extender la producción a niveles naturales más bajos aumenta la renta y reduce el salario en proporción y puede reducirlo o no reducirlo en cantidad; el aumento de población raras veces puede reducir y probablemente nunca reduce la producción total en relación con el trabajo total efectuado; por el contrario, aumenta, a menudo en gran escala, la producción total. Efecto de los Inventos y Mejoras Mientras avancen la invención y las mejoras, continuamente aumentando la eficiencia del trabajo, el margen de producción se empujará más y más para abajo, y la renta subirá constantemente. El efecto de los inventos y perfeccionamientos en las artes productoras es ahorrar trabajo, esto es, permitir que se obtenga el mismo resultado con menos trabajo o un mayor resultado con el mismo trabajo. En un estado social en que el poder existente del trabajo sirviese para satisfacer todos los deseos materiales, y esta satisfacción no pudiese despertar otros nuevos, el efecto de las invenciones que ahorran trabajo sería simplemente reducir la cantidad de trabajo efectuado. En el estado social que llamamos civilizado, del que tratamos en esta investigación, ocurre todo lo contrario. La demanda no es una cantidad fija que sólo aumenta a medida que la población aumenta. En cada individuo, aumenta con su facultad de obtener las cosas deseadas. La cantidad de riqueza producida, en ningún sitio es la que corresponde al deseo de riqueza, y el deseo aumenta a cada nueva ocasión de satisfacerlo. Siendo así, el efecto de los inventos que ahorran trabajo será aumentar la producción de riqueza. Permítasenos recordar al lector que la posesión o producción de una clase cualquiera de riqueza equivale a la posesión o producción de cualquier otra clase con la cual puede cambiarse aquélla. El objeto del trabajo de cualquier individuo no es obtener una clase particular de riqueza, sino obtener riqueza de todas las clases que se acomoden a sus deseos. Por esto, un invento que permita un ahorro del trabajo necesario para producir una de las cosas deseadas, es equivalente a un aumento del poder para producir todas las demás cosas. Si la alimentación de un hombre requiere la mitad de su trabajo, y el vestido y la vivienda la otra mitad, un invento que aumente su poder para procurarse comida, aumenta también su poder para obtener ropa y habitación. Si sus deseos de más o mejor comida y de más o mejor ropa y vivienda fuesen iguales, un perfeccionamiento en una rama del trabajo equivaldría precisamente a un igual perfeccionamiento en la otra. Si el perfeccionamiento consistiese en duplicar el poder de su trabajo para producir comida, destinaría un tercio menos de trabajo a producirla y un tercio más a obtener vestido y habitación. Si el perfeccionamiento duplicase su poder para obtener ropa y vivienda, destinaría un tercio menos de trabajo a estas cosas y un tercio más a a producir comida. En ambos casos el resultado sería igual, el mismo trabajo le permitiría obtener un tercio más en cantidad o calidad de todas las cosas que desease. Y, asimismo, donde la producción se efectúa por la división del trabajo entre individuos diferentes, un aumento del poder para producir una de las cosas requeridas por la producción conjunta, aumenta el poder para obtener otras. Aumentará la producción de otras cosas en un grado determinado por la proporción en que se ahorra trabajo del total efectuado y por la intensidad relativa de los deseos. Mayor Eficacia Absorbida en Renta Mayor Como ejemplo de este resultado de la maquinaria e inventos que ahorran trabajo, supongamos un país en el cual, como en todas las naciones del mundo civilizado, la tierra esté en posesión de una parte del pueblo únicamente. Supongamos que una barrera permanente impide un ulterior aumento de población. Representemos por 20 el margen de cultivo o de producción. De este modo, la tierra con sus oportunidades naturales, en la cual la aplicación de trabajo y capital produciría un rendimiento de 20, daría exactamente el nivel corriente de salario e interés, sin producir ninguna renta; mientras que todas las tierras que rindiesen más de 20 a igual inversión de trabajo y capital, darían el exceso como renta. Permaneciendo fija la población, supónganse allí inventos y perfeccionamientos que reducen en una décima parte la aportación de trabajo y capital requerida para producir la misma cantidad de riqueza. Pues bien: o una décima parte del trabajo y del capital quedará libre y la producción continuará la misma que antes; o bien se empleará la misma cantidad de trabajo y capital y aumentará la producción proporcionalmente. Pero, como en todos los países civilizados, la producción está organizada de manera que toda reducción del trabajo invertido en producir no se hará, por lo menos al principio, dando a cada trabajador la misma cantidad de producto a cambio de menos trabajo, sino dejando a algunos trabajadores sin trabajo ni producto. Ahora, gracias a la mayor eficacia del trabajo debida a los nuevos perfeccionamientos, en el punto de productividad natural representada por 18 se puede obtener mayor ganancia que antes en el 20. De este modo, el efecto del deseo de riqueza insatisfecho y la competencia del trabajo y capital para obtener empleo extenderían el margen de producción hasta, supongamos, 18. Según esto, la renta aumentaría en la diferencia de 18 a 20, mientras que el salario y el interés no serían más altos que antes y, en proporción al producto total, serían menores. Si los inventos y perfeccionamientos siguen avanzando, todavía aumentará la eficacia del trabajo y todavía disminuirá la cantidad de trabajo necesaria para producir un resultado dado. Por las mismas causas, este nuevo aumento de poder productivo se empleará en producir más riqueza; el margen de cultivo volverá a extenderse y la renta aumentará, tanto en proporción como en cantidad. Claro está que en lo que precede me he referido a inventos y perfeccionamientos que se han generalizado. Apenas es necesario decir que mientras quienes utilizan un invento o perfeccionamiento son tan pocos, que obtienen una especial ventaja, aquél no afecta, en cuanto a esta ventaja se refiere, a la distribución general de la riqueza. Lo mismo ocurre con los monopolios limitados creados por las leyes de patentes. Aunque generalmente confundidos con retribuciones del capital, los réditos así obtenidos son en realidad ganancias de monopolio y en cuanto ellos sustraen de los beneficios de un perfeccionamiento, no afectan primariamente a la distribución general. Por ejemplo, los beneficios de un ferrocarril o un invento parecido se difunden o monopolizan según que sus tarifas se limiten a dar el interés usual del capital empleado o se eleven hasta dar una ganancia extraordinaria. Y, como es bien sabido, a la reducción de las tarifas, corresponde el alza del valor de la tierra. Como ya se ha dicho antes, en los perfeccionamientos que aumentan el valor de la tierra, no sólo se han de incluir los que directamente aumentan el poder productivo, sino también los de gobierno, costumbres y moral, en cuanto lo aumentan indirectamente. Considerados como fuerzas materiales, el efecto de todos estos es aumentar el poder productivo y, como los progresos en las artes productivas, su beneficio es, en definitiva, monopolizado por los propietarios de la tierra.
CAPITULO 12 LA LLANURA ILIMITADA
Si bien el crecimiento de población aumenta la renta por disminuir el margen de cultivo, es un error considerar esto como la única manera por la cual la renta sube a medida que la población aumenta. El aumento de población eleva la renta independientemente de las cualidades naturales de la tierra, porque el mayor poder de colaboración y cambio, que resulta del aumento de población, eleva la capacidad productiva de la tierra. El aumento de poder que resulta del aumento de población, origina un mayor poder del trabajo localizado en la tierra, no del trabajo en general, sino sólo del trabajo efectuado en una clase de tierra, y este poder se adhiere a la tierra del mismo modo que cualquier otra cualidad del suelo, el clima, el contenido mineral o la situación natural, y se transmite, igual que estas cualidades, con la posesión de la tierra. Un mejoramiento de los métodos de cultivo que, para una misma inversión, de dos cosechas al año en vez de una, o un perfeccionamiento de las herramientas y maquinarias que duplique el resultado del trabajo en una especial parcela de terreno, evidentemente tendrá sobre el producto el mismo efecto que si se hubiese duplicado la fertilidad de la tierra. Imaginemos ahora una llanura ilimitada, que se extiende en una continua igualdad de hierba y flores, árboles y arroyos, hasta cansar al viajero con su monotonía. Aparece la carreta del primer inmigrante. No sabe dónde establecerse, cada hectárea le parece tan buena como las demás. En cuanto al agua, la fertilidad, la situación, no hay preferencia posible y él se halla indeciso con la perplejidad de la abundancia. Cansado de buscar un lugar que sea mejor que los demás, se detiene en alguna parte, en cualquier sitio, y empieza a construirse una vivienda. El suelo es virgen y fértil, la caza abunda y los arroyos centellean con las mejores truchas. Aqui la naturaleza está en toda su magnificencia. El tiene lo que, si estuviese en un distrito populoso, le haría rico; no obstante, es muy pobre. Aun prescindiendo de la nostalgia que le haría dar la bienvenida al forastero más taciturno, él trabaja con todas las desventajas materiales de la soledad. No puede obtener auxilio temporal en ningún trabajo que requiera mayor suma de fuerzas que las que le proporcione su propia familia o el auxilio que pueda retener de un modo permanente. Aunque tiene ganado, no puede comer carne fresca a menudo, porque para tener un bistec tendría que matar un novillo. Ha de ser su propio herrero, carretero, carpintero y remendón, en una palabra, aprendiz de todo y maestro en nada. No puede llevar sus hijos a la escuela; para eso tendría que pagar y mantener a un maestro. Las cosas que él mismo no puede hacer, ha de comprarlas al por mayor y tenerlas a mano, o si no, pasarse sin ellas, pues no puede dejar a cada momento su trabajo y hacer un largo viaje hasta los confines de la civilización; y cuando se ve forzado a hacerlo, adquirir una medicina o reemplazar una barrena rota puede costarle el trabajo propio y de sus caballos durante varios días. En estas circunstancias, aunque la naturaleza sea fecunda, el hombre es pobre. Le es fácil obtener comida suficiente, pero, fuera de esto, su trabajo bastará sólo para satisfacer del modo más rudimentario las exigencias más sencillas. Pronto aparece otro inmigrante. Aunque cada sitio de la interminable llanura es tan bueno como todos los demás, ninguna duda le asalta respecto a dónde establecerse. Aunque la tierra es la misma, hay un lugar que para él es claramente mejor que cualquier otro, y es donde ya hay un colono y podrá tener un vecino. Se establece al lado del primer inmigrante, cuya situación mejora de súbito notablemente y al cual ahora le son posibles muchas cosas que antes no lo eran, pues dos hombres pueden prestarse mutuo auxilio para tareas que uno solo nunca podría realizar. Los Beneficios de la Asociación Otro inmigrante llega y, guiado por la misma atracción, se establece donde ya hay dos. Luego otro y otro, hasta que alrededor del primero hay ya un grupo de vecinos. El trabajo tiene ahora una eficacia a la que, en la soledad, ni podía aproximarse. Si hay que hacer un trabajo pesado, los colonos se reúnen y juntos hacen en un día lo que a solas exigiría años. Cuando uno mata un ternero, los otros toman una parte que devuelven cuando matan ellos, y así todos tienen siempre carne fresca. Juntos contratan un maestro, y los niños de cada uno aprenden por una fracción de lo que una enseñanza parecida hubiera costado al primer colono. Resulta relativamente fácil enviar a la ciudad más próxima, porque siempre va alguien. Pero hay menos necesidad de estos viajes. Pronto un herrero y un carretero instalan sus talleres y nuestro colono puede reparar sus aperos por una pequeña parte del trabajo que antes le costaba. Se abre una tienda, y cada cual puede, tener lo necesario cuando le hace falta; el correo, luego establecido, le pone en comunicación con el resto del mundo. Vienen después un zapatero, un carpintero, un guarnicionero, un médico; y al poco tiempo se levanta una pequeña Iglesia. Satisfacciones imposibles en la soledad, se hacen posibles. Se satisfacen gustos de índole social e intelectual, para la facultad del hombre que lo eleva por encima de las bestias. El poder de la simpatía, el sentimiento de compañerismo, la emulación por comparación y contraste, ofrecen una vida más amplia, más plena y más variada. Id ahora a nuestro primer colono y decidle: «Tenéis tantos frutales que habéis plantado; tantas vallas, un pozo, un granero, una casa, en resumen, con vuestro trabajo habéis añadido un valor a este campo. Vuestra tierra no es ni de mucho tan buena como era. Le habéis sacado cosechas y poco a poco se os hará necesario abonarla. Os doy todo el valor de vuestras mejoras si me la dais y con vuestra familia os vais otra vez más allá del limite de la colonia.» Se reirá de vosotros. Su tierra no rinde más trigo o patatas que antes, pero produce mucho más de todas las necesidades y comodidades de la vida. Su trabajo sobre ella no dará mayores cosechas ni, supongamos, cosechas más valiosas, pero dará mucho más de las otras cosas por las que el hombre trabaja. La presencia de otros colonos, el aumento de la población, ha aumentado la productividad, en estas cosas, del trabajo efectuado sobre ella y este aumento de productividad hace esta tierra superior a la de igual calidad natural en la que todavía no hay colonos. La Colonia se Convierte en Ciudad La población continúa en aumento y a medida de éste aumentan las economías que el crecimiento permite y que en efecto se suman a la productividad de la tierra. Como que la tierra de nuestro primer colono es el centro de la población, la tienda, la fragua del herrero, el taller del carretero, se establecen en ella o junto a ella, donde pronto se levanta una aldea, que se convierte con rapidez en una villa, centro de cambios para los habitantes de toda la comarca. Con una fertilidad no mayor que la primitiva, esta tierra empieza a adquirir un poder productivo de tipo superior. Al trabajo invertido en cosechar maíz, trigo o patatas, no rendirá más de estas cosas que al principio. Pero al trabajo invertido en las ramas subdivididas de la producción, que requieren la proximidad de otros productores y especialmente al trabajo ocupado en la última parte de la producción, que es la distribución comercial, les dará recompensas mucho mayores. El cultivador de trigo puede ir más lejos y hallar tierra en la que su trabajo producirá tanto trigo y casi tanta riqueza. Pero el artesano, el manufacturero, el almacenista, el hombre de carrera, hallan que su trabajo empleado allí, en el centro comercial, les da mucho más que si lo invirtieran a cierta distancia, aun pequeña, de allí; y este exceso de productividad para estos fines, lo puede reclamar el propietario de la tierra, como podría reclamar el exceso de productividad de trigo. Y así, nuestro colono puede vender como solares unas pocas hectáreas, a precios que no sacaría por tierras trigueras, aunque su fertilidad se hubiese multiplicado muchas veces. Por este procedimiento se construye para sí una buena casa y la amuebla con elegancia. Es decir, reduciendo la transacción a sus términos más sencillos, la gente que desea usar la tierra le construye y amuebla una casa, a condición de que les deje aprovecharse de la superior productividad que el aumento de población ha dado a su tierra. La población sigue aumentando, dando cada vez mayor utilidad a la tierra y más y más riqueza a su dueño. La villa se ha convertido en una ciudad, un San Luis, un Chicago o un San Francisco y sigue creciendo. La producción se efectúa ahora en gran escala, con la mejor maquinaria y las mayores facilidades; la división del trabajo se vuelve en extremo minuciosa, multiplicando maravillosamente su eficacia; los cambios son de tanta magnitud y rapidez que se hacen con el mínimo de rozamientos y pérdidas. Aquí está el corazón, el cerebro del vasto organismo social que ha brotado del germen de la primitiva colonia; aquí se ha desarrollado uno de los grandes ganglios del mundo de los hombres. Aquí vienen todos los caminos, aquí afluyen todas las corrientes, a través de las vastas regiones del alrededor. Si tenéis algo que vender, aquí está el mercado; si tenéis que comprar algo, aquí está el surtido mayor y más selecto. Aquí la actividad intelectual está concentrada en un foco y aquí brota el estímulo que nace del choque de las ideas. Aquí están las grandes bibliotecas, depósito y granero del saber, los sabios profesores, los especialistas famosos. Aquí están los museos y galerías de arte y todas las cosas raras y valiosas, las mejores de su clase. Aquí vienen grandes actores, oradores y cantantes de todas las partes del mundo. Aquí, en fin, hay un centro de la vida humana en todas sus diversas manifestaciones. Tan enormes son las ventajas que esta tierra ofrece ahora para la aplicación del trabajo, que, en vez de un hombre con un par de caballos desterronando hectáreas, se pueden contar miles de obreros por hectárea, trabajando en filas, en locales superpuestos, cinco, seis, siete y ocho pisos sobre el nivel del suelo, mientras bajo la superficie de la tierra palpitan máquinas con pulsaciones que ejercen la fuerza de miles de caballos. Inmenso Aumento de Valores de la Tierra Todas estas ventajas se adhieren a la tierra; es en esta tierra y no en otra donde se pueden aprovechar, porque aquí está el centro de población, el foco del comercio, el mercado y taller de las más altas formas de la actividad. Los poderes productivos que la densidad de población ha incorporado a esta tierra equivalen a multiplicar por cien o por mil su primitiva fertilidad. Y la renta, que mide la diferencia entre esta productividad adicional y la de la tierra menos productiva en uso, ha aumentado en la misma proporción. Nuestro colono o quienquiera que le haya sucedido en su derecho a la tierra, es ahora millonario. Cual otro Rip Van Winkle, podía haber estado durmiendo; sin embargo, es rico, no por algo que haya hecho, sino por el aumento de la población. Hay solares de los que, por cada pie (Nota) de fachada, el propietario puede sacar más que lo que puede ganar un operario promedio; hay solares en venta por más de lo necesario pera empedrarlos con oro. En las calles principales se yerguen edificios de granito, mármol, hierro y cristal, acabados al estilo más costoso y repletos de todas las comodidades. Sin embargo, no valen tanto corno la tierra en que descansan, la misma tierra, en nada cambiada, que al llegar nuestro primer colono no valía absolutamente nada. (Nota) Un pie equivale a 30 1/2 centímetros. (N. del T.) Que éste es el modo como el aumento de población actúa poderosamente elevando la renta, puede verlo por si mismo quienquiera que mire en torno suyo en un país progresivo. El proceso está avanzando ante sus mismos ojos. La creciente diferencia de productividad de la tierra en uso, que origina un aumento creciente de la renta, no es debido tanto a que las exigencias de una población mayor obliguen a recurrir a tierra inferior, como a la mayor productividad que aumento de población de la tierra ya en uso. Las tierras más valiosas del globo, las tierras que dan la renta más alta, no son tierras de superior fertilidad natural, sino tierras a las cuales el crecimiento de población ha dado una utilidad sobresaliente. Recapitulemos: El efecto del aumento de población sobre la distribución de la riqueza es aumentar la renta y por consiguiente disminuir la proporción del producto que va al trabajo y al capital, de dos modos: Primero: disminuyendo el margen de cultivo. Segundo: descubriendo en la tierra especiales capacidades de otro modo latentes, y agregando capacidades especiales a determinadas tierras. Me inclino a pensar que el último modo, al que los economistas han prestado poca atención, es en realidad el más importante.
CAPITULO 13 CAUSA PRIMARIA DE LAS CRISIS ECONÓMICAS
Hay una causa, aún no tratada aquí, que se ha de tener en cuenta para explicar plenamente la influencia del progreso material en la distribución de la riqueza. Esta causa es la esperanza en el aumento del valor de las tierras, la cual en todos los países progresivos nace del constante aumento de la renta y conduce a la especulación o retención de tierra en busca de un precio más alto del que de otro modo tendría. Hasta aquí hemos admitido, como suele admitirse al explicar la teoría de la renta, que el cultivo se extiende a puntos menos productivos, sólo en la medida en que las oportunidades de los puntos más productivos van siendo completamente utilizadas. Pero en las sociedades que progresan rápidamente, donde el constante aumento de la renta da confianza para contar con futuros aumentos, no ocurre así. La segura expectativa de precios mayores, produce, en mayor o menor escala, los efectos de una confabulación de los propietarios, y en espera de precios más altos, tiende a sustraer la tierra al uso, forzando de este modo el margen de cultivo más lejos de lo requerido por las exigencias de la producción. Esto se puede ver en toda ciudad que crezca aprisa. Si la tierra de calidad superior en cuanto a situación, siempre se utilizase plenamente, antes de recurrirse a tierras de inferior calidad, no se dejarían solares vacantes a medida que la ciudad se extiende, ni encontraríamos desvencijados caserones en medio de espléndidos edificios. Estos solares, algunos de ellos extraordinariamente valiosos, se retienen fuera de uso o del pleno uso en que podrían emplearse, porque sus propietarios, no pudiendo o no queriendo explotarlos, prefieren, en espera del aumento del valor de la tierra, conservarlos para sacar un precio mayor del que ahora podrían sacar de los que desean explotarlos. Y a consecuencia de que esta dicha tierra fuera de uso o del pleno uso de que es capaz, se empuja el límite de la ciudad mucho más lejos del centro. Pero cuando llegamos a los confines de la ciudad que crece, al límite efectivo de edificación, que vendría a ser como el margen de cultivo si se tratara de la agricultura, no hallamos que se pueda comprar la tierra por su valor para fines agrícolas, como ocurriría si la renta fuese determinada solamente por las actuales necesidades; sino que encontramos que, hasta una gran distancia más allá de la ciudad, la tierra tiene un valor especulativo fundado en la creencia de que en el futuro se necesitara para fines urbanos; encontramos que, para llegar al punto en que se pueda comprar tierra a un recio que no sea basado en la renta urbana, hemos de ir mucho más allá del verdadero margen de uso urbano. Efectos de la Especulación en Tierras Así, pues, en toda colectividad progresiva en la cual la población aumente y los perfeccionamientos se sucedan unos a otros, la tierra ha de aumentar constantemente de valor. Este continuo aumento conduce naturalmente a la especulación que anticipa el aumento futuro y sube el valor de la tierra más allá del punto en el cual, dadas las condiciones en que tiene lugar la producción, quedarían para el trabajo y el capital las ganancias habituales. Entonces la producción empieza a detenerse. No es necesaria ni siquiera probable una disminución absoluta de la producción; pero ocurre lo que en una colectividad progresiva equivale a una disminución absoluta de la producción en una sociedad estacionaria, esto es, la producción no aumenta en proporción, porque los nuevos incrementos de trabajo y capital no hallan ocupación por su retribución habitual. Este paro en algunos puntos de la producción, forzosamente se manifestará en otros como detención de la demanda, que refrenará también allí la producción, y así este freno se comunicará a través de toda la red de la industria y el comercio, provocando por doquier una parcial dislocación de la producción y el cambio, y dando lugar a los fenómenos que parecen indicar exceso de producción o exceso de consumo, según el punto de vista desde el cual se observan. El período de depresión que así resulta continuará hasta que: 1) el alza especulativa de la renta se haya detenido; 2) gracias al aumento de población y al progreso de los perfeccionamientos, el aumento de la eficacia del trabajo permita que la línea de la renta normal alcance la línea de la renta especulativa; o 3) el trabajo y el capital se resignen a emprender la producción por ganancias menores. Lo más probable es que las tres citadas causas contribuyan a establecer un nuevo equilibrio, en el cual entrarán otra vez todas las fuerzas de la producción y seguirá un período de actividad; con lo cual la renta reemprenderá la subida, reaparecerá el alza especulativa, se volverá a frenar la producción y se repetirá el mismo ciclo. Explicaciones Contradictorias Estos períodos de crisis van siempre precedidos por períodos de actividad y especulación, y todos los criterios admiten la conexión entre ambos, pues se considera que la crisis es una reacción de la especulación, como la jaqueca de la mañana es la reacción de los excesos de la víspera. Pero respecto a como la crisis resulta de la especulación, hay dos opiniones o escuelas diferentes. Una escuela dice que la especulación ha provocado la crisis por causar sobreproducción y señala los almacenes llenos de mercancías que no pueden venderse a precios remunerativos, las fábricas cerradas o trabajando a media jornada, las minas abandonadas, los vapores amarrados, el dinero inactivo en las cámaras de los bancos, y los obreros forzados al ocio y la privación. Señala estos hechos para indicar que la producción ha excedido a la demanda para el consumo y señala, además, que en tiempo de guerra, cuando el gobierno entra en campaña como un enorme consumidor, la actividad prevalece. La otra escuela dice que la especulación ha provocado la crisis al dar lugar a un exceso de consumo y señala los almacenes repletos, los vapores herrumbrosos y los obreros parados para demostrar que ha cesado la demanda efectiva, lo cual, dicen, resulta evidentemente de que la gente, habiéndose vuelto pródiga por una prosperidad ficticia, ha gastado más allá de sus medios, y ahora se ve obligada a reducirse, esto es, a consumir menos riqueza. Señala, además, el enorme consumo de riqueza por las guerras, por la construcción de ferrocarriles improductivos, por los préstamos a gobiernos en bancarrota, etc., como despilfarros que, aunque no se notan en seguida, como el derrochador no nota en seguida el bajón de su fortuna, han de repararse después con una temporada de consumo reducido. Ni Sobreproducción ni Exceso de Consumo Cada una de estas teorías evidentemente expresa un lado o fase de una verdad general, pero ninguna de ellas abarca toda la verdad. Como explicación de los fenómenos, ambas son por un igual y del todo descabelladas. Porque, mientras grandes masas de hombres necesitan más riqueza de la que pueden obtener, ¿cómo puede haber sobreproducción? Y, mientras la maquinaria de la producción se desperdicia y los productores están condenados al paro forzoso, ¿cómo puede haber exceso de consumo? Cuando, junto al deseo de consumir más, hay la aptitud y el deseo de producir más, las crisis industriales y comerciales no pueden ser achacadas a la sobreproducción ni al exceso de consumo. Indudablemente el trastorno consiste en que la producción y el consumo no pueden encontrarse y satisfacerse mutuamente. ¿De dónde procede esta imposibilidad? Evidentemente y según consentimiento general, es el resultado de la especulación. Pero, ¿de la especulación en qué?. Ciertamente no de la especulación en cosas que son producto del trabajo, en productos agrícolas o minerales o en mercancías fabricadas, porque el efecto de la especulación en estas cosas es simplemente equilibrar la oferta y la demanda y uniformar la recíproca influencia de la producción y el consumo, por una acción análoga a la del volante de una máquina. Si la causa de las crisis económicas es la especulación, ha de ser la especulación en cosas que no son producidas por el trabajo y sin embargo se necesitan para ejercer el trabajo en la producción de riqueza; en cosas que están en cantidad fija, es decir, ha de ser la especulación en tierras. El Freno a la Producción Recordemos que todo comercio es un cambio de mercancías por mercancías y por esto, la detención de la demanda de alguna de ellas, que señala la crisis del comercio, es en realidad la detención de la oferta de otras. Que los comerciantes vean disminuir sus ventas y los fabricantes escasear los pedidos, mientras las cosas que tienen en venta o están dispuestos a fabricar son cosas que muchos desean, sencillamente demuestra que ha declinado la oferta de otras cosas, que, en el curso del comercio, se darían a cambio de ellas. En el lenguaje vulgar decimos que «dos compradores no tienen dinero» o que «el dinero se pone escaso», pero, hablando de este modo, olvidamos que el dinero no es sino el medio de cambio. Lo que en realidad les hace falta a los posibles compradores no es dinero, sino mercancías que puedan convertir en dinero; lo que realmente se pone escaso son productos de alguna clase. La disminución de la demanda efectiva de los consumidores es, por lo tanto, únicamente el resultado de la disminución de la producción. Esto lo ven bien claro los tenderos de una ciudad industrial, cuando las fábricas se cierran y los obreros quedan sin trabajo. Es el paro de la producción lo que quita a los obreros el medio de hacer las compras que desean y deja así al tendero lo que respecto a la demanda disminuida es exceso de existencias, obligándole a despedir algunos de sus dependientes y, por otra parte, a reducir sus pedidos. Y la detención de la demanda (hablando, naturalmente, de casos generales y no de alteraciones de la demanda relativa debidas a causas tales como un cambio de modas), que ha dejado al fabricante un exceso de existencias y le ha obligado a despedir obreros, ha de tener lugar del mismo modo. En algún sitio, tal vez en el otro confín del mundo, una disminución de la producción ha mermado la demanda para el consumo. La disminución de la demanda sin que el deseo quede satisfecho demuestra que en algún sitio se ha frenado la producción. La gente necesita igual que siempre las cosas que hace el fabricante, del mismo modo que los obreros necesitan las cosas que el tendero tiene en venta. Pero no tienen tanto para dar por ellas. En algún sitio se ha detenido la producción y esta reducción en la oferta de algunas cosas, se ha manifestado en el cese de la demanda de otras, propagándose el paro a través de todo el armazón de las industrias y el cambio. El Obstáculo Real La pirámide de la producción descansa, claro está, en la tierra. Las ocupaciones primarias y fundamentales, que crean una demanda de todas las demás, son evidentemente, las que extraen riqueza de la naturaleza; y, por esto, si seguimos desde un cambio a otro y desde una ocupación a otra, este entorpecimiento de la producción, que se manifiesta en el descenso del poder de compra, en último término hemos de encontrarlo en algún obstáculo que frena la aplicación del trabajo a la tierra. Y este obstáculo, claro está, es el aumento especulativo de la renta o del valor de la tierra, que produce los mismos efectos de un «lock-out» (de hecho lo es) impuesto por los propietarios al trabajo y al capital. Este freno de la producción, que empieza en la base de la red productora, se propaga de un punto a otro, convierte el cese de oferta en falta de demanda, hasta que, por decirlo así, se desconecta todo el engranaje, y en todas partes se presenta el espectáculo del trabajo que se malogra, mientras los trabajadores padecen necesidad, Aunque nos hayamos embotado, acostumbrándonos a ello, es una cosa extraña y antinatural el que hombres deseosos de trabajar para satisfacer sus deseos, no puedan hallar la oportunidad de hacerlo. Hablamos de la oferta y la demanda de trabajo, pero evidentemente, estos solamente son términos relativos. La oferta de trabajo es en todas partes la misma, siempre vienen al mundo dos manos para cada boca; y la demanda de trabajo siempre ha de existir mientras el hombre desee cosas que sólo el trabajo puede obtener. Decimos que «falta trabajo», pero evidentemente, no falta, mientras la necesidad continúa; la oferta de trabajo no puede ser demasiado grande, ni su demanda demasiado pequeña, cuando la gente sufre por falta de cosas que el trabajo produce. El verdadero trastorno ha de consistir en que de alguna manera se impide que la oferta satisfaga la demanda, en que en algún sitio hay un obstáculo que impide al trabajo producir las cosas que los trabajadores necesitan. Negación de Acceso a la Tierra Cuando decimos que el trabajo crea riqueza, hablamos metafóricamente. El hombre no crea nada. Toda la raza humana, aunque trabajase eternamente, no podría crear la más tenue mota que flota en un rayo de sol, no podría hacer ni un átomo más pesado o más ligera nuestro rodante planeta. El trabajo, al producir riqueza con auxilio de las fuerzas naturales, no hace sino elaborar materia preexistente, dándole las formas deseadas, y por consiguiente ha de tener acceso a estas materias y a estas fuerzas, es decir, a la tierra. La tierra es la fuente de toda riqueza. Es la mina de donde ha de ser extraído el mineral que el trabajo moldea. Es la sustancia a la cual el trabajo da forma. Y, por esto, si el trabajo no puede satisfacer sus deseos, ¿no podemos deducir con certeza que no puede ser por otra causa sino porque al trabajo se le ha negado acceso a la tierra? Cuando en todos los oficios hay lo que llamamos escasez de ocupación, cuando en todas partes se disipa el trabajo, mientras el deseo queda insatisfecho, el obstáculo que impide al trabajo producir la riqueza que necesita ¿no ha de residir en los cimientos de la estructura de la producción? Estos cimientos son la tierra. No son modistas, constructores de óptica, doradores y pulidores los que fundan nuevas colonias. No iban mineros a California o a Australia porque allí hubiesen zapateros, sastres, maquinistas e impresores, sino que estos oficios siguieron a los mineros. No es el tendero la causa del labrador, sino el labrador el que hace venir al tendero. No es el crecimiento de la ciudad lo que desarrolla el campo; es el desarrollo del campo lo que hace crecer la ciudad. Si a los actuales desocupados se les diera oportunidad para extraer riqueza de la tierra, no sólo se emplearían ellos, sino que darían ocupación a los mecánicos de la ciudad, clientela a los tenderos, negocio a los comerciantes, público a los teatros y subscritores y anuncios a los periódicos. No quiero decir que cada desocupado podría hacerse labrador o construirse él mismo una casa, si tuviese tierra; sino que bastante de ellos podrían y querrían hacerlo, dando así empleo a los demás. ¿Qué impide, pues, al trabajo emplearse así mismo en esta tierra? Sencillamente, que ésta ha sido monopolizada y es retenida a precios especulativos que se fundan, no en su valor actual, sino en el valor que adquirirá con el futuro aumento de la población. Recuerde el lector que son solamente las causas esenciales y marcha general de las crisis económicas lo que estamos procurando descubrir o que en realidad es posible descubrir con alguna exactitud. La Economía Política sólo puede tratar y sólo necesita tratar de tendencias generales. Las fuerzas derivadas son tan multiformes, las acciones y reacciones son tan variadas, que el carácter exacto de los fenómenos no se puede predecir. Sabemos que si se corta de parte a parte un árbol, caerá, pero la dirección precisa será determinada por la inclinación del tronco, la expansión de las ramas, el impacto de los golpes, la dirección y fuerza del viento; y ni siquiera un pájaro posado en una ramita o una asustada ardilla que salta de rama en rama dejarían de influir. Sabemos que una ofensa promoverá un resentimiento en el alma humana, pero para decir hasta qué punto y de qué modo este efecto se manifestará, se necesitaría una síntesis que abarcase todo el hombre y todo su ambiente pasado y presente. Los fenómenos sociales que en todo el mundo civilizado asustan al filántropo y desconciertan al hombre de Estado, que anublan el futuro de los pueblos más adelantados y sugieren dudas sobre la realidad y el objetivo final de lo que, nos complace llamar progreso, quedan ahora explicados. La razón por la cual, a pesar del aumento del poder productivo, los salarios tienden constantemente a un mínimum que sólo permite una mísera existencia, es que, con el aumento del poder productivo, la renta tiende a crecer aún más, produciendo de este modo una constante tendencia a la baja de los salarios. Esta explicación está de acuerdo con todos los hechos.
CAPITULO 14 PERSISTENCIA DE POBREZA EN MEDIO DEL AUMENTO DE LA RIQUEZA
Echad una mirada al mundo actual. En las naciones más diferentes en las más diversas condiciones de gobierno, industrias, aduanas y monedas, encontraréis pobreza entre las clases trabajadoras; pero donde quiera que halléis así apuros y privaciones en medio de la riqueza, veréis que la tierra está monopolizada; que para emplearla para el trabajo, se arrancan grandes rentas de las ganancias de éste. Echad una mirada al mundo actual comparando diferentes países, y veréis que no es la abundancia de capital ni la productividad del trabajo lo que hace los salarios altos o bajos, sino el grado en que los monopolizadores de tierra pueden exigir, como renta, tributos sobre las ganancias del trabajo. ¿No es un hecho que los países nuevos, donde la riqueza conjunta es poca, pero la tierra es barata, siempre son mejores, para las clases trabajadoras, que los países ricos, donde la tierra es cara? En las nuevas colonizaciones, en que la tierra es barata, no encontraréis mendigos, y a las desigualdades de posición son muy ligeras. En las grandes ciudades, en las que la tierra vale tanto que se mide por pies, encontraréis los extremos de la pobreza y del lujo. Y esta disparidad de situación entre los dos extremos de la escala social, siempre se puede medir por el precio de la tierra. Comparad diferentes épocas de un mismo país, y la misma relación es evidente. No hay, por ejemplo, misterio alguno respecto a la causa que tan súbita e intensamente subió los salarios en California en 1849. Fue el descubrimiento de los filones de oro en tierra sin dueño, de libre acceso al trabajo, lo que subió a quinientos dólares al mes el salario de los cocineros en los restaurantes de San Francisco y dejó los buques pudriéndose en el puerto, sin oficialidad ni tripulación, hasta que sus dueños decidieron pagar sueldos que en cualquier otra parte del mundo parecían fabulosos. Si aquellas minas hubiesen estado en tierra adueñada o hubiesen sido inmediatamente monopolizadas, de modo que hubiese podido surgir renta, los que habrían crecido a saltos, habrían sido los valores de la tierra, no los salarios. La veta de Comstock (Nota) ha sido más rica que aquellos filones, pero pronto fue monopolizada, y solamente gracias a la fuerte organización de la asociación de los mineros y al temor al perjuicio que ésta podía causar, pudieron los trabajadores ganar cuatro dólares al día por asarse a seiscientos metros bajo tierra, adonde se había de inyectar con bombas el aire que respiraban. (Nota) La Comstock Lode, famosa mina de plata de Nevada (Estados Unidos) descubierta en 1859. La riqueza de la veta de Comstock ha aumentado la renta. El precio de venta de estas minas ha llegado a centenares de millones y ha producido fortunas individuales cuyos réditos mensuales sólo pueden evaluarse en cientos de miles, si no en millones. Tampoco hay misterio alguno en la causa que ha reducido los salarios en California desde el máximo de los primeros tiempos hasta un nivel muy próximo al de los salarios de los Estados del Este. La productividad del trabajo no disminuyó, sino que, por el contrario, aumentó; pero, de lo que producía, el trabajo tuvo que pagar renta. Cuando los filones se agotaron, el trabajo tuvo que recurrir a minas más profundas y a la tierra agrícola, pero, habiéndose permitido monopolizar estos recursos, los hombres recorrían las calles de San Francisco dispuestos a trabajar a cualquier precio, porque las oportunidades naturales ya no estaban libres para el trabajo. La Isla de la Libre Oportunidad A alguien capaz de razonar bien, hacedle esta pregunta: «Supongamos que, del Canal de la Mancha o del Mar del Norte, emerge una tierra sin dueño, en la cual el trabajo ordinario, en cantidad ilimitada, pudiese ganar el doble o el triple del salario actual, quedando la tierra sin apropiar y de libre acceso, como las tierras municipales que en épocas pasadas abarcaban tan gran parte del suelo inglés. ¿Cuál sería el efecto sobre los salarios en Inglaterra? En seguida os contestará que los salarios ordinarios en toda Inglaterra pronto subirían hasta el equivalente de lo que se pudiese ganar en aquella tierra. Y en contestación a esta otra pregunta, «¿Cuál sería el efecto sobre las rentas?», después de un momento de reflexión, os dirá que forzosamente las rentas bajarían; y si deduce lo que viene después, os dirá que todo esto ocurriría sin que ninguna parte importante del trabajo inglés se desviara hacia las nuevas oportunidades naturales y sin que la forma y dirección de la industria variase mucho; abandonándose sólo aquella clase de producción que ahora rinde al trabajo y al propietario juntos menos de lo que el trabajo pudiese procurarse en las nuevas oportunidades. El alza de los salarios tendría lugar a costa de la renta. Tomad al mismo individuo o a otro, algún dicho negociante que no esté por teorías, pero que sepa cómo ganar dinero. Decidle: «He aquí una aldehuela; dentro de diez años tendrá en abundancia toda suerte de maquinarias y adelantos de los que tan enormemente multiplican el poder efectivo del trabajo. Dentro de diez años, el interés ¿será más alto?» Os dirá: «¡No!» «¿Serán más altos los salarios del trabajo corriente? A un hombre que no tenga sino su trabajo, ¿le será más fácil lograr una vida independiente?» Os dirá: «No; los salarios del trabajo ordinario no serán más altos; al contrario, lo más probable es que sean más bajos; no le será más fácil al simple trabajador el crearse una vida independiente; probablemente le será más difícil.» «Entonces, ¿qué será más alto?» «La renta; el valor de la tierra. Id, procuraos una porción de tierra y guardadla en vuestro poder.» Y si, en estas circunstancias, seguís su consejo, no necesitáis nada más. Podéis sentaros y fumar vuestra pipa; podéis tumbaros como los lazzaroni de Nápoles o los léperos de Méjico; podéis iros en globo o meteros en un hoyo bajo tierra; y sin hacer ni pizca de trabajo, sin añadir ni un ápice a la riqueza de la sociedad, al cabo de diez años seréis ricos. En la nueva ciudad podréis tener una lujosa mansión; pero entre sus edificios públicos habrá un hospicio. El Dibujo Aclarado En nuestra investigación hemos avanzado hacia esta verdad: como que la tierra es necesaria para aplicar el trabajo a la producción de riqueza, dominar la tierra que aquél necesita es dominar todos los frutos del mismo, excepto lo suficiente para que el trabajo pueda existir. Esta sencilla verdad, en su aplicación a los problemas sociales y políticos, se oculta a las grandes multitudes, en parte por su misma sencillez y en parte por las falsedades divulgadas y hábitos erróneos del pensamiento, que llevan a buscar en todas direcciones, menos en la correcta, la explicación de los males que oprimen y amenazan al mundo civilizado. Y detrás de estas laboriosas falacias y engañosas teorías hay un poder activo, enérgico, un poder que en cada país, cualquiera que sea su forma política, dicta leyes y moldea las ideas, el poder de un interés pecuniario vasto y dominante. Pero tan sencilla y tan clara es esta verdad, que el verla plenamente una vez es reconocerla para siempre. Hay dibujos que, mirados una y otra vez, sólo presentan un confuso laberinto de líneas o rasgos, un paisaje, árboles o algo parecido, hasta que la atención se fija en que estas cosas forman una cara o una figura. Una vez hallada esta relación, siempre más queda clara. Así ocurre en este caso. A la luz de aquella verdad, todos los hechos sociales se agrupan en una relación ordenada y se ve que los más diversos fenómenos surgen de un gran principio. No es en las relaciones entre capital y trabajo, no es en la presión de la población contra las subsistencias donde se ha de hallar una explicación del desigual desarrollo de nuestra civilización. La gran causa de la desigualdad en la distribución de la riqueza, es la desigualdad en la propiedad de la tierra. La propiedad de la tierra es el gran hecho fundamental que, en definitiva, determina la condición social, política y, por consiguiente, intelectual y moral de un pueblo. Y ha de ser así. Porque la tierra es la morada del hombre, el almacén de donde ha de sacar todo lo que él necesita, el material al cual ha de aplicar el trabajo para satisfacer todos sus deseos; pues ni siquiera se pueden tomar los productos del mar, disfrutar de la luz del sol ni utilizar ninguna de las fuerzas de la naturaleza, sin usar la tierra o sus productos. Sobre la tierra nacemos, de ella vivimos, a ella volvemos, hijos del suelo tan de veras como la hoja de hierba o la flor del campo. Quitad al hombre todo lo que pertenece a la tierra y sólo queda un espíritu incorpóreo. El progreso material no puede independizarnos de la tierra; no puede sino aumentar el poder de producir riqueza con ella; y por esto, cuando la tierra está monopolizada, aquél puede avanzar hasta el infinito sin elevar los salarios ni mejorar la condición de los que sólo disponen de su trabajo. No puede sino aumentar el valor de la tierra y el poder conferido por la posesión de la misma. Siempre, en todos los tiempos, en todos los pueblos, la posesión de la tierra es la base de la aristocracia, el cimiento de las grandes fortunas, la fuente del poder. Como, en edades remotas, dijeron los Brahmanes: «A quienquiera que en cualquier tiempo el suelo pertenezca, a él pertenecen sus frutos. Quitasoles blancos y elefantes locos de orgullo son las flores de una donación de tierra.»
CAPITULO 15 EXAMEN DE ALGUNOS REMEDIOS PROPUESTOS
El remedio que nuestras conclusiones señalan es a la vez radical y sencillo; por una parte, tan radical que no se examinará imparcialmente mientras quede alguna fe en la eficacia de medidas menos enérgicas; por otra parte, tan sencillo, que probablemente se desdeñará su verdadera eficacia y alcance, mientras no se tenga en cuenta el efecto de medidas más complicadas. Hay muchas personas que todavía mantienen una cómoda creencia en que el progreso material acabará por extirpar la pobreza, y hay muchos que consideran una prudente restricción del aumento de población como el remedio más eficaz; pero la falsedad de estas opiniones ya ha quedado bien demostrada. Examinemos ahora lo que se puede esperar de:
1) una mayor economía en el gobierno;
2) mejores hábitos de laboriosidad y ahorro, y mejor instrucción de las clases trabajadoras;
3) la coalición de los trabajadores para aumentar los salarios;
4) la cooperación del trabajo y el capital;
5) la dirección e intervención gubernamental;
6) una más general distribución de tierra. Mayor Economía en el Gobierno El malestar social se ha atribuido en gran parte a las inmensas cargas que los actuales gobiernos imponen, las grandes deudas, los presupuestos militares y navales, la prodigalidad propia de los gobernantes tanto republicanos como monárquicos y especialmente característica de la administración de las grandes ciudades.
Parece, pues, haber una evidente relación entre las inmensas sumas que así se sacan del pueblo y las privaciones de las clases más bajas y, viéndolo superficialmente, parece natural suponer que una reducción en esas enormes cargas inútiles, facilitarla al más pobre el ganarse la vida. Pero, al examinar esta cuestión a la luz de los principios económicos anteriormente expuestos, se ve que no resultaría así. Una reducción en la cantidad que los impuestos substraen del producto total, equivaldría simplemente a un aumento del poder productivo neto. De hecho aumentaría el poder productivo, del mismo modo que lo aumentan la mayor densidad de población y el perfeccionamiento de las artes. Y así como, en este caso, la ventaja va a parar a los propietarios de la tierra, también va a éstos la ventaja en aquel otro. La situación de quienes viven de su trabajo, no mejoraría en definitiva. Un confuso presentimiento de ello cunde entre las masas. Los que no tienen sino su trabajo, se preocupan poco de la prodigalidad del gobierno y, en muchos casos, están dispuestos a mirarla como una cosa buena, que «da trabajo» o «hace correr el dinero». Entendedme bien. No digo que la buena administración gubernamental no sea deseable, sino sencillamente que la reducción en los gastos del gobierno no puede actuar directamente extirpando la pobreza y aumentando los salarios, mientras la tierra esté monopolizada. Si bien esto es cierto, sin embargo, aun por lo que sólo se refiere a la conveniencia de las clases bajas, no se debe escatimar ningún esfuerzo encaminado a reprimir gastos inútiles. Cuanto más complejo y pródigo se vuelve el gobierno, tanto más se convierte en un poder distinto e independiente del pueblo, y tanto más difícil es llevar a una decisión popular las cuestiones de verdadero interés general. Tan grande es el influjo del dinero en la política, tan importantes los intereses personales comprometidos en ella, que el elector promedio, con sus prejuicios, partidismos y conceptos generales, sólo presta poca atención a las cuestiones fundamentales de gobierno. Si no fuese así, no habrían sobrevivido tantos abusos antiguos ni se habrían podido añadir tantos nuevos. Todo lo que tienda a simplificar y abaratar el gobierno, tiende a someterlo a la vigilancia popular y a dar la preferencia a las cuestiones de verdadera importancia. Pero ninguna reducción de los gastos de gobierno puede por sí misma curar o mitigar los males que nacen de una constante tendencia a la desigual distribución de la riqueza. Mejores Hábitos de Laboriosidad y Ahorro Hay y ha habido siempre entre las clases más acomodadas una general creencia en que la pobreza y el sufrimiento de las masas son debidos a su falta de laboriosidad, sobriedad e inteligencia. Esta creencia, que atenúa el sentimiento de responsabilidad, a la vez que halaga, sugiriendo una idea de superioridad, es completamente natural para quienes pueden atribuir su mejor situación a la mayor laboriosidad y sobriedad que les ha dado una ventaja inicial, y a la superior inteligencia que les ha permitido aprovechar las buenas ocasiones. Pero cualquiera que haya entendido bien las leyes de la distribución de la riqueza, que se han averiguado en capítulos anteriores, verá el error de esta opinión. Pues, cuando la tierra adquiere un valor, los salarios, como hemos visto, no dependen de los verdaderos frutos o productos del trabajo, sino de lo que queda al trabajo, una vez descontada la renta; y cuando toda la tierra está monopolizada, la renta ha de bajar los salarios hasta el punto en que las clases menos pagadas apenas puedan vivir. De este modo los salarios se reducen a un mínimo fijado por lo que se llama nivel de vida o sea, la cantidad de artículos de necesidad que, por la costumbre, los trabajadores exigen como lo menos que aceptarán. Siendo así, la laboriosidad, destreza, sobriedad e inteligencia sólo pueden ser provechosos al individuo en tanto que excedan del promedio general, del mismo modo que en una carrera, la velocidad sólo aprovechará al corredor en cuanto exceda la de sus competidores. Si un hombre trabaja con ahínco, destreza o inteligencias mayores que los usuales, prosperará; pero si se eleva el promedio de la laboriosidad, destreza o inteligencia, la mayor intensidad del esfuerzo sólo asegurará el antiguo nivel de salarios, y el que quiera sobrepasarlo tendrá que trabajar aún con más tesón. Un individuo puede ahorrar dinero de sus salarios, y muchas familias pobres podrían vivir más desahogadamente, si se les enseñara a preparar comidas baratas. Pero si toda la clase obrera se pusiese a vivir de esta manera, los salarios acabarían por bajar en proporción, y el que quisiese salir adelante practicando el ahorro o atenuar la pobreza enseñando a ahorrar, se vería obligado a idear una manera aún más barata de mantener juntos el cuerpo y el alma. Si en las circunstancias actuales, los operarios americanos se redujesen al nivel de vida chino, sus salarios acabarían por bajar hasta el promedio de los salarios chinos; si los trabajadores ingleses se contentasen con la dieta de arroz y la escasa indumentaria de los bengaleses, pronto el trabajo sería tan mal pagado en Inglaterra como en Bengala. De la adopción de las patatas en Irlanda se esperó un mejoramiento de la situación de las clases más pobres, por aumentar la diferencia entre el salario recibido y el costo de la vida. El resultado fue un alza de la renta y un descenso de los salarios y, con la peste de las patata, los estragos del hambre en un pueblo que ya había reducido tanto su nivel de vida, que el paso siguiente fue la muerte. Y, así, si un individuo trabaja más horas que el promedio, aumentará su salario; pero los salarios de todos no se pueden aumentar de esta manera. En las ocupaciones en que la jornada de trabajo es larga, el salario no es más alto que en las de jornada corta; generalmente ocurre lo contrario; porque cuanto más larga es la jornada, más desamparado está el trabajador, menos tiempo tiene para mirar en torno suyo y desarrollar otras facultades que las que su trabajo requiere; tanto menor resulta su posibilidad para cambiar de ocupación o sacar partido de las circunstancias, Y así, un trabajador, con la ayuda de su mujer y sus hijos, puede aumentar sus ingresos, pero cuando es habitual que la mujer y los hijos complementen el trabajo, el salario ganado por toda la familia no excede, por término medio, al salario del jefe de familia en ocupaciones donde es costumbre que sólo él trabaje. Mejor Instrucción Respecto a los efectos de la instrucción, es evidente que la inteligencia, que es o debería ser su finalidad, en tanto que no incite y facilite a las masas descubrir y suprimir la causa de la injusta distribución de la riqueza, sólo puede actuar en los salarios aumentando el poder productivo del trabajo. Da el mismo resultado que una mayor destreza o laboriosidad. Y sólo puede elevar el salario del individuo en cuanto le hace superior a los demás. Cuando leer y escribir eran una habilidad poco frecuente, un escribiente alcanzaba gran estima y alto salario, pero ahora el saber leer y escribir está tan generalizado que ya no reporta ninguna ventaja. Excepto en cuanto produce en los hombres descontento por un estado de cosas que condena a los productores a una vida de fatigas, mientras que quienes no producen se mecen en el lujo, la difusión de los conocimientos no puede tender a subir los salarios en general ni a mejorar de ninguna manera la situación de la clase más baja. Una mayor laboriosidad y destreza, una mayor prudencia y una más elevada inteligencia van, por regla general, asociadas a una mejor situación material de las clases trabajadoras; pero que esto es un efecto y no la causa, se ve por la relación entre los hechos. Donde quiera que la situación material de las clases trabajadoras ha mejorado, ha seguido el mejoramiento de sus cualidades personales y donde quiera que la situación material ha descendido, aquellas cualidades han decaído. El hecho es que las cualidades que elevan al hombre sobre los animales, están superpuestas a las que comparte con éstos y que solamente en tanto que se ve libre de las exigencias de su naturaleza animal, pueden desarrollarse sus cualidades intelectuales y morales. Obligad a un hombre a fatigarse por las exigencias de la vida animal y perderá el estímulo para la laboriosidad, progenitora de la destreza, y sólo hará lo que esté obligado a hacer. Ponedle en una situación que no pueda ser mucho peor, con pocas esperanzas de mejorarla mucho por más que haga y este hombre ya no mirará más allá del día presente. Verdad es que el mejoramiento de la situación material de un pueblo o una clase puede no manifestarse en seguida en el mejoramiento intelectual y moral. El aumento de salarios puede al principio invertirse en holganza y derroche. Pero al cabo aportará un aumento de laboriosidad, destreza, inteligencia y ahorro. Comparaciones entre países diferentes; entre clases distintas de un mismo país; entre la misma gente en épocas diferentes; y entre las situaciones de unas mismas personas, cuando las ha cambiado la emigración, muestran, como invariable resultado, que las cualidades personales de que estamos hablando aparecen cuando la situación material mejora y desaparecen cuando ésta decae. Para hacer a un pueblo laborioso, prudente, hábil e inteligente, se ha de redimir de la penuria. Si queréis que el esclavo tenga las virtudes del hombre libre, primeramente tenéis que hacerle libre. Coalición de los Trabajadores Sin duda, aumentar el salario en algunas industrias o profesiones especiales, que es todo lo que han podido intentar las uniones obreras, es una tarea cuyas dificultades aumentan cada vez más. Pues cuanto mayor es el salario de una clase especial, más fuertes son las tendencias a bajarlo otra vez. Todo lo que las uniones obreras, aun apoyándose entre sí, pueden hacer en cuestión de subir los salarios es relativamente poco, y, además, este poco queda limitado a su propio campo de acción. El único modo de elevar los salarios en una medida importante y con cierta permanencia sería por medio de una coalición general que abarcase todos los trabajadores de las diversas clases, como han deseado las Internacionales. Pero esto se puede dar por imposible en la práctica, pues las dificultades para coaligarse, ya bastante grandes en las profesiones menos difundidas y mejor pagadas, van aumentando a medida que se desciende en la escala de profesiones. En la lucha de resistencia no se debe olvidar cuáles son las partes beligerantes. No son el trabajo y el capital. Son los trabajadores por un lado y los propietarios de tierra por el otro. Si la contienda fuese entre el trabajo y el capital, las fuerzas estarían mucho más igualadas. Porque la capacidad de resistencia del capital es solamente un poco mayor que la del trabajo. El capital, cuando no se utiliza, no sólo deja de ganar, sino que se disipa, pues en casi todas sus formas, sólo se conserva por medio de su continua reproducción. En cambio, la tierra no se muere de hambre como los trabajadores, ni se disipa como el capital y sus propietarios pueden aguardar. Pueden sentirse incómodos, es verdad, pero lo que para ellos es molestia, para el capital es destrucción y para el trabajo es morirse de hambre. Además de estas dificultades prácticas en el plan de subir los salarios a fuerza de aguante, estos procedimientos tienen desventajas propias que los obreros no deberían desdeñar. Una huelga, que es el único recurso de la unión obrera para dar fuerza a sus peticiones, es una contienda destructiva, como la contienda a que, en los primeros tiempos de San Francisco, un extravagante apodado «el rey del dinero», desafió a un provocador: irse alternando en echar a la bahía monedas de veinte dólares hasta que uno de ellos se rindiese. La lucha de resistencia, que una huelga implica, es realmente aquello con que a menudo se la compara, una guerra, y como toda guerra, disminuye la riqueza. Y la organización que requiere, como la organización para la guerra, ha de ser tiránica. Si incluso el hombre que va a luchar por la libertad, al entrar en el ejército, ha de renunciar a su libertad personal y convertirse en una simple parte de una gran máquina, lo mismo ha de ocurrir a los trabajadores que se organizan para una huelga. Por consiguiente, estas coaliciones forzosamente han de destruir las mismas cosas que con ellas los trabajadores quieren obtener: riqueza y libertad. Cooperación Hay dos clases de cooperación: de suministro o «consumo» y de producción. La cooperación de suministro, por mucho que llegue a evitar los intermediarios solamente reduce el coste de los cambios. Es sencillamente un medio de ahorrar trabajo y eliminar riesgo, y su resultado solamente puede ser el mismo de los perfeccionamientos e inventos que en la época moderna tan maravillosamente han abaratado y facilitado los cambios, a saber, aumentar la renta. Y la cooperación en la producción es simplemente sustituir los salarios fijos por salarios proporcionales, substitución de la cual hay ejemplos en casi todas las ocupaciones. O si se deja a los trabajadores la administración y los capitalistas obtienen solamente su proporción del producto neto, es el sistema que en gran extensión se practica en la agricultura europea desde los tiempos del imperio romano, el sistema de colonos o aparcería. Cuanto se pretende de la cooperación en la producción es que hace a los trabajadores más activos y habilidosos, en otras palabras, que aumente la eficacia del trabajo. De este modo, sus efectos son semejantes a los de la máquina de vapor, la carda de algodón, la máquina segadora, en suma, todas las cosas que constituyen el progreso material y sólo puede producir el mismo resultado, el aumento de la renta. Suponed que la cooperación, sea de consumo, sea de producción, se extiende de tal modo que suplanta los procedimientos actuales; que los talleres, fábricas, granjas y minas cooperativos suprimen el patrono capitalista que paga salarios fijos, y que aumentan grandemente la eficacia de la producción. ¿Qué ocurriría? Pues, sencillamente, resultaría posible producir la misma cantidad de riqueza con menos trabajo, y por consiguiente, los que poseyesen la tierra, fuente de toda riqueza, podrían exigir una cantidad mayor de riqueza por el uso de su tierra. Los métodos y maquinarias perfeccionados tienen el mismo efecto a que la cooperación aspira; reducen el costo de llevar las mercancías al consumidor y aumentan la eficacia del trabajo. En estos aspectos estriba la ventaja de los países viejos sobre los países nuevos. Pero, como la experiencia demuestra, la ventaja de los perfeccionamientos en los métodos y maquinarias de la producción y del cambio, van a parar solamente a la renta. Pero, supongamos la cooperación entre productores y propietarios de tierra. Esto sencillamente equivaldría al pago de la renta en especies, el mismo sistema por el cual se arrienda mucha tierra en California y los Estados del Sur, donde el propietario obtiene una parte de la cosecha. Excepto en cuanto a la valoración, en nada difiere del sistema de renta fijada en dinero, que prevalece en Inglaterra. Llamadle cooperación si queréis, pero también así, el contrato de la cooperación será fijado por la ley de la renta y donde quiera que la tierra esté monopolizada, el aumento del poder productivo sencillamente dará a los propietarios el poder para exigir una parte mayor. El que muchos crean que la cooperación soluciona la cuestión del trabajo, viene del hecho que donde se ha ensayado, en muchos casos ha mejorado perceptiblemente la situación de los que cooperan. Pero esto se debe sencillamente al hecho de tratarse de casos aislados. Así como la laboriosidad, el ahorro o la destreza pueden mejorar la situación de los trabajadores que los poseen en grado superior, pero dejan de dar este resultado cuando dichas cualidades se generalizan, también una facilidad especial en la obtención de mercancías o una especial eficacia dada a algún trabajo, pueden proporcionar ventajas, que se perderán cuando estos perfeccionamientos se generalicen bastante para afectar a las relaciones generales de la distribución. La cooperación no puede producir ningún resultado general que no pueda ser producido por la competencia. No es por culpa de la competencia que el aumento del poder productivo no llega a aumentar la recompensa del trabajo; es porque la competencia es unilateral. La tierra está monopolizada, y la competencia de los productores por usarla, baja los salarios hasta el mínimo y da a los propietarios de tierra, en forma de rentas más altas y valores de la tierra aumentados, todas las ventajas del aumento de productividad. Destruid este monopolio, y la competencia sólo podrá existir para cumplir la finalidad que la cooperación se propone, dar a cada uno lo que honradamente se gana. Destruid este monopolio y la producción quedará convertida en una cooperación entre iguales. Dirección e Intervención Gubernamental No es posible examinar aquí en detalle los métodos propuestos para mitigar o suprimir la pobreza regulando la producción y acúmulo y que en su forma más completa se denominan socialismo. Ni es necesario, porque los mismos defectos aquejan a todos ellos. Consisten éstos en sustituir la libertad de acción individual por la dirección gubernamental, y el intento de obtener por la restricción lo que mejor se obtendría con la libertad. Es evidente que cuanto huele a reglamentación y restricción es malo en sí, y no debe recurrirse a ello mientras haya otra manera de llegar al mismo fin. Elijamos como ejemplo una de las más sencillas y suaves medidas de esta clase a que me refiero, un impuesto progresivo sobre los ingresos. El objeto a que aspira, el reducir o evitar inmensas concentraciones de riqueza, es bueno; pero el procedimiento implica el empleo de un gran número de funcionarios revestidos de poderes inquisitoriales. Las tentaciones de soborno y perjurio y de todos los demás medios de evasión desmoralizan la opinión, premian, subvencionan la falta de escrúpulos y ponen un tributo sobre la rectitud de conciencia. Y por último, en la misma medida en que el impuesto logra su objeto, mengua el estímulo para acumular riqueza, que es una de las grandes fuerzas del progreso de la producción. Si se pudiera realizar los complicados planes de reglamentarlo todo y encontrar un sitio para cada uno, tendríamos, en vez de una inteligente adjudicación de deberes y pagas, una distribución romana de trigo siciliano y pronto el demagogo se trocaría en emperador. El ideal del socialismo es grande y noble; y estoy convencido de que es posible realizarlo; pero este estado social no puede ser fabricado, ha de desarrollarse. La sociedad es un organismo, no una máquina. Solamente puede vivir por la vida individual de sus partes. Y en el desarrollo libre y natural de todos sus elementos se obtendrá la armonía del conjunto. Todo lo que es necesario para la regeneración social está incluido en el lema de los patriotas de los rusos, a veces llamados nihilistas: «¡Tierra y Libertad!». Distribución más General de Tierras Está cundiendo rápidamente la idea de que la forma de posesión del suelo está de algún modo unida al malestar social, pero hasta ahora, la mayor parte de las veces esta idea se muestra en proposiciones encaminadas a una mayor división de la propiedad territorial. Si las grandes extensiones de tierra se pueden cultivar más económicamente que las pequeñas parcelas, limitar la propiedad a pequeñas extensiones será reducir la producción total de riqueza. Pero esta objeción no es la única. Hay otra que es decisiva y es que la reducción no asegurará el único fin digno de pretenderse, una justa distribución del producto. No reducirá la renta y por lo tonto no puede aumentar los salarios. Puede hacer más numerosa la clase acomodada, pero no mejorará la situación de las clases inferiores. Si lo que en el Ulster se llama derecho del arrendatario, se extendiese a toda la Gran Bretaña, se convertiría al colono en propietario de una parte de la tierra del dueño. La situación del jornalero no mejoraría ni pizca. Si a los propietarios se les prohibiese aumentar la renta que cobran de sus arrendatarios y despedir a éstos mientras paguen la renta fijada, el conjunto de los productores no ganaría nada. La renta económica continuaría creciendo y disminuyendo la proporción del producto que va al trabajo y al capital. La única diferencia sería que los arrendatarios del primer propietario, convertidos a su vez en propietarios, se beneficiarían del aumento. Si restringiendo la extensión de tierra que cualquier individuo pueda poseer, regulando los legados y sucesiones o con impuestos progresivos, los pocos miles de propietarios de la Gran Bretaña se aumentasen en dos o tres millones, estos dos o tres millones resultarían beneficiados. Pero el resto de la población no ganaría nada. No participaría más que antes en las ventajas de la propiedad. Y si se distribuyeran justamente todas las tierras entre toda la población, dando igual participación a cada uno, lo cual es evidentemente imposible, y, para impedir la tendencia a la concentración, se dictaran leyes prohibiendo poseer más tierra que la extensión fijada, ¿qué sería del aumento de la población? Así, pues, la subdivisión de la tierra no puede curar los males del monopolio de la tierra. No sólo no puede elevar los salarios ni mejorar la situación de las clases más bajas, sino que su tendencia es evitar la adopción y aun la defensa de medida más efectiva, y reforzar el sistema actual, al interesar más gente en mantenerlo.
CAPITULO 16 EL ENIGMA RESUELTO — LA PRIMERA GRAN REFORMA
Para suprimir un mal hay un solo medio, que es suprimir su causa. Para extirpar la pobreza, para convertir los salarios en lo que la justicia ordena que sean, la plena ganancia del trabajador, hemos de sustituir la propiedad individual de la tierra por la propiedad común de la misma. Ningún otro medio llegará hasta la causa del mal, en ningún otro medio radica la más leve esperanza. Pero esta es una verdad que, en el estado actual de la sociedad ha de despertar el más rudo antagonismo y que tendrá que luchar para abrirse paso palmo a palmo. Por esto será necesario salir al encuentro de las objeciones de quienes, aun viéndose obligados a admitir esta verdad, declararán que no puede ser aplicada a la práctica. Al hacerlo así, someteremos nuestro anterior razonamiento a una nueva prueba definitiva. Del mismo modo que probamos la suma con la resta y la multiplicación con la división, al probar la suficiencia del remedio, podremos probar la corrección de nuestras conclusiones respecto a la causa del mal. Las leyes del universo son armónicas. Y si el remedio a que hemos venido a parar es el verdadero, ha de estar conforme con la justicia; ha de ser posible aplicarlo en la práctica; ha de estar de acuerdo con las tendencias del desenvolvimiento social y ha de armonizar con otras reformas. Me propongo demostrar que esta sencilla medida no solamente es fácil de aplicar, sino que es un remedio suficiente para todos los males que, a medida que el moderno progreso avanza, nacen de la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza; que substituirá la desigualdad por la igualdad, la penuria por la abundancia, la injusticia por la justicia, la debilidad social por el vigor social y que abrirá camino a mayores y más nobles adelantos de la civilización. Pero queda una cuestión de método. ¿Cómo hemos de hacerlo? Satisfaríamos la ley de la justicia, cumpliríamos todos los requisitos económicos, aboliendo de golpe todos los derechos de propiedad particular de tierra; declarando ésta de propiedad pública y arrendándola, en lotes al mejor postor, en condiciones que respetasen como sagrado el derecho de propiedad particular de las mejoras. De esta manera aseguraríamos en una sociedad más compleja la misma igualdad de derechos que en una sociedad más tosca se aseguraba por repartos iguales del suelo y, al otorgar el uso del suelo a quienquiera le sacase el máximo producto, aseguraríamos la máxima producción. Pero semejante plan, aunque completamente factible, no me parece el mejor. Hacer esto implicaría molestar sin necesidad las actuales costumbres y maneras de pensar, lo cual debe evitarse. Hacer esto implicaría aumentar sin necesidad la maquinaria gubernamental, lo cual debe evitarse. Es un axioma político, comprendido y aplicado por los fundadores afortunados de las tiranías, que los grandes cambios se pueden realizar mejor bajo las antiguas formas. Nosotros, que queremos libertar al hombre, hemos de fijarnos en esta verdad. Es el método natural. Cuando la naturaleza va a formar un tipo superior, toma otro inferior y lo desarrolla. Esta es también la ley del desarrollo social. Trabajemos conforme a la misma. Con la corriente nos deslizaremos aprisa y lejos. Contra ella hay que remar mucho y se avanza poco. No propongo comprar ni confiscar la propiedad privada de la tierra. Lo primero sería injusto; lo segundo, innecesario. Dejad a los individuos que ahora la ocupan, conservar todavía, si gustan, la posesión de lo que les place llamar su tierra. Dejadles que sigan llamándola suya. Dejadles comprarla y venderla, donarla y legarla. No es necesario confiscar la tierra; hasta confiscarla renta. Para tomar la renta para usos públicos, tampoco es necesario que el Estado cargue con la tarea de arrendar las tierras. No es necesario crear nuevos organismos oficiales. El organismo oficial ya existe. En vez de aumentarlo, todo lo que hemos de hacer es simplificarlo y reducirlo. Utilizando la organización actual, podemos, sin molestias ni trastornos, asegurar el derecho común a la tierra, tomando la renta para usos públicos. Ya se cobra en impuestos algo de la renta. Para recaudarla toda bastaría hacer algunos cambios en nuestro sistema tributario. Por esto lo que yo propongo es apropiarse la renta de la tierra por medio del impuesto. En su forma, la posesión de la tierra quedaría tal como está ahora. No se necesita desposeer a ningún propietario ni restringir la cantidad de tierra que cualquiera puede tener. Porque, recaudando el Estado la renta en impuestos, la tierra, esté a nombre de quienquiera y parcelada como quiera, será realmente propiedad común y todos los individuos de la sociedad participarán de las ventajas de su propiedad. Pues bien, como el impuesto sobre la renta o valor de la tierra ha de aumentarse necesariamente, así que suprimamos los demás impuestos, podemos dar al método una forma práctica proponiendo abolir todos los impuestos excepto el impuesto sobre el valor de la tierra. Como hemos visto, el valor de la tierra en los comienzos de la sociedad es nulo, pero, a medida que ésta se desarrolla con el aumento de población y el avance de las artes, va aumentando cada vez más. Por esto no basta poner solamente todos los impuestos sobre el valor de la tierra. Donde la renta exceda a los actuales ingresos gubernamentales, será necesario aumentar, como corresponda, la cantidad exigida en impuestos y continuar este aumento a medida que la sociedad progrese y la renta suba. Pero esto es una cosa tan natural y fácil que puede considerarse implícita o por lo menos sobreentendida en la proposición de poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra. Dondequiera que la idea de concentrar todos los impuestos sobre el valor de la tierra halla atención suficiente para inducir a considerarla, invariablemente se abre paso. Pero, en las clases más beneficiadas por esa idea, son pocos los que, por lo menos al principio, o aún mucho tiempo después, ven toda su importancia y fuerza. Les es difícil a los obreros superar la creencia de que hay un verdadero antagonismo entre el capital y el trabajo. Les es difícil a los pequeños labradores y dueños de vivienda propia superar la creencia de que poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra sería gravarles indebidamente. Les es difícil a ambas clases superar la creencia de que eximir de impuestos al capital sería hacer más rico al rico y más pobre al pobre. Estas creencias provienen de confusión en el pensamiento. Pero detrás de la ignorancia y el prejuicio hay unas conveniencias poderosas que hasta ahora han dominado la literatura, la enseñanza y la opinión. Una gran injusticia siempre tiene la muerte difícil y la gran injusticia que en todos los países civilizados condena las multitudes a la pobreza y la penuria no morirá sin un rudo forcejeo.
CAPITULO 17 PRUEBA DE LA PROPOSICIÓN SEGÚN LAS NORMAS TRIBUTARIAS
Puesto que toda discusión popular ha de tratar de lo concreto más que de lo abstracto, podemos someter el remedio que he propuesto a la prueba de las normas tributarias admitidas. Haciéndolo así, se podrán ver algunos aspectos incidentales que de otro modo pasarían inadvertidos. El mejor impuesto por el que se pueden obtener los ingresos públicos es, sin duda, el que satisfaga más plenamente las condiciones siguientes: Que grave lo menos posible la producción, para impedir lo menos posible el aumento del fondo general del cual hay que pagar los impuestos y mantener la sociedad. Que su recaudación sea fácil y barata y recaiga tan directamente como se pueda sobre quienes en definitiva lo pagan, para así tomar del pueblo lo menos posible en edición a lo que rinde al gobierno. Que sea cierto, para dar la mínima ocasión a abusos o sobornos por parte de los funcionarios y la mínima tentación a infracciones y evasiones por parte de los contribuyentes. Que grave equitativamente, para que a ningún individuo le dé una ventaja o le imponga una desventaja respecto a los demás. Examinemos qué forma de impuesto cumple mejor estas condiciones. Cualquiera que ella sea, será sin duda el mejor medio para recaudar los ingresos públicos. Efectos Sobre la Producción Está bien claro que todos los impuestos han de venir del producto de la tierra y el trabajo, puesto que no hay otra fuente de riqueza que la unión del esfuerzo humano con las materias y fuerzas de la naturaleza. Pero las maneras de imponer igual cantidad de tributo pueden afectar muy diversamente a la producción. Un impuesto que disminuya la recompensa del productor, necesariamente disminuye el estímulo a producir; un impuesto que dependa del acto de la producción o del uso de cualquiera de sus tres factores, indefectiblemente la desalienta. Por esto, los impuestos que disminuyen la ganancia del trabajador o la del capitalista, tienden a hacer al primero menos laborioso e inteligente y al segundo menos dispuesto a ahorrar e invertir capital. Los impuestos que recaen sobre los procesos de la producción, interponen un obstáculo artificial a la creación de riqueza. La tributación que recae sobre el trabajo en la medida en que se ejerce, sobre la riqueza en la medida en que se emplea como capital, sobre la tierra en la medida en que se explota, sin duda tenderá a desalentar la producción mucho más poderosamente que la tributación de igual cuantía que grava a los trabajadores tanto si trabajan como si huelgan, la riqueza tanto si se usa productivamente como si no, o la tierra tanto si se explota como si se deja baldía. De hecho, la manera de imponer es tan importante como la cuantía misma del impuesto. Así como una pequeña carga mal colocada puede mortificar a un caballo que podría acarrear con holgura otra mucho mayor bien acomodada, también se puede empobrecer un pueblo y anular su poder productivo, mediante una tributación que, impuesta de otra manera, se soportaría cómodamente. Un tributo sobre las palmeras, ordenado por Mohammed Alí, indujo a los fellahs egipcios a cortarlas; pero un tributo dos veces mayor cargado sobre la tierra no produjo tal resultado. Frenar la producción es, en mayor o menor grado, característico de la mayor parte de los impuestos con que los gobiernos actuales obtienen sus ingresos. Todos los impuestos sobre la fabricación, sobre el consumo, sobre el capital, sobre las mejoras, son de esta clase. Su tendencia es la misma que la del tributo de Mohammed Ali sobre las palmeras, aunque su efecto puede verse menos claramente. A diferencia de los impuestos sobre productos, cambios, capital o cualquiera de los procesos de la producción, los impuestos sobre el valor de la tierra no recaen sobre la producción. El valor da la tierra no expresa la recompensa de la producción, como la expresa el valor de las cosechas, el ganado, los edificios o cualquiera de las cosas llamadas bienes muebles y mejoras. Expresa el valor de cambio del monopolio. Por esto la sociedad puede tomarlo sin disminuir en lo más mínimo la producción de la riqueza. Se puede gravar con impuestos el valor de la tierra hasta que el Estado recaude toda la renta, sin reducir en nada los salarios del trabajo ni el interés del capital; sin aumentar el precio de una sola mercancía ni dificultar en modo alguno la producción. Es más: los impuestos sobre el valor de la tierra no tan sólo no frenan la producción, como lo hacen la mayoría de los demás impuestos sino que, al anular la renta especulativa, tienden a aumentar la producción. De qué modo la renta especulativa frena la producción, puede verse, no sólo en la tierra valiosa negada al uso, sino también en los paroxismos de crisis económica, que, originados por el aumento especulativo del valor de la tierra, se propagan por todo el mundo civilizado, paralizando por todas partes la producción. La tributación que tomase la renta para usos públicos evitaría todo esto. Si la tierra tributase hasta casi su valor en renta, nadie podría permitirse tener tierra que no emplease; y por consiguiente, la tierra que no se usa se abriría de par en par a quienes quisieran usarla. Es indudable que, por lo que respecta a la producción, el impuesto sobre el valor de la tierra es el mejor que puede establecerse. Gravad las fábricas y frenaréis la fabricación, gravad las mejoras, y disminuiréis el mejoramiento; gravad el comercio, y dificultaréis el cambio; gravad el capital, y lo ahuyentaréis, Pero, mediante el impuesto, se puede recaudar todo el valor de la tierra, y el resultado será estimular la laboriosidad, abrir nuevas oportunidades al capital y aumentar la producción de riqueza. Facilidad y Baratura de la Recaudación A excepción, quizá, de ciertos permisos y derechos del timbre, que casi pueden hacerse cobrar por sí mismos, pero de los que solo cabe esperar un ingreso trivial, un impuesto sobre el valor de la tierra puede ser, de todos los tributos, el de recaudación más fácil y barata. Porque la tierra no se puede esconder ni llevar lejos, su valor se puede averiguar pronto y, una vez hecha la evaluación, sólo se necesita un cobrador que la recaude. Un impuesto sobre el valor de la tierra no se carga sobre los precios, y por esto lo paga la persona sobre quien recae, mientras que todos los impuestos sobre cosas cuya cantidad no es fija, aumentan los precios y, en el curso de los cambios, se transfieren del vendedor al comprador, aumentando a cada cambio. Si ponernos un impuesto sobre los préstamos de dinero, como a menudo se ha intentado, el prestamista cargará el impuesto al prestatario, y éste tendrá que pagarlo o no obtendrá el préstamo. Si el prestatario emplea el dinero en sus negocios, recuperará el impuesto a costa de sus clientes o el negocio no le dará ganancia. Si ponemos un impuesto sobre los edificios, en definitiva tendrán que pagarlo los inquilinos, pues la construcción cesará hasta que los alquileres sean bastante altos para pagar los beneficios corrientes y además el impuesto. Si ponemos un impuesto sobre las fábricas o los géneros importados, el fabricante o importador, subiendo los precios, lo cargará al mayorista, éste al detallista y este último al consumidor. Así, el consumidor, sobre el cual, en definitiva recae el impuesto, no sólo ha de pagar el importe del tributo, sino, además, el interés de este importe, a cada uno de quienes lo ha anticipado, pues cada negociante exige el interés del capital adelantado para pagar impuestos, del mismo modo que exige el interés del capital invertido en pagar las mercancías. De este modo, todos los impuestos que se añaden a los precios, se transfieren de mano en mano, aumentando a cada cambio, hasta que, en definitiva, gravitan sobre los consumidores, y, así, éstos han de pagar mucho más de lo que el gobierno recauda. Un impuesto sobre la renta de la tierra, aunque obliga a los propietarios a pagarlo, no les da poder para obtener más por el uso de sus tierras. Por el contrario, obligando a quienes retienen tierras para especular, a venderlas o alquilarlas por lo que pueden obtener por ellas, un impuesto sobre el valor de la tierra tiende a aumentar la competencia entre los propietarios y, de este modo, a reducir el precio de la tierra. Certeza La exactitud es una importante cualidad de la tributación, porque en la medida en que la recaudación dependa del celo y lealtad de los recaudadores y del civismo y probidad de los contribuyentes, se darán ocasiones a los abusos y sobornos por una parte, y a las evasiones y fraudes por otra. Son notorias las continuas ocultaciones en las aduanas, la ridícula falsedad de las declaraciones en los impuestos de utilidades, y la absoluta imposibilidad de lograr una justa evaluación de la propiedad mueble. La pérdida material infligida por estos impuestos, el coste que ésta incertidumbre añade a la cantidad que el público paga y el gobierno no recauda, es muy grande. Cuando las costas y fronteras se guarnecen con un ejército que se esfuerza en impedir el contrabando y otro ejército empeñado en burlar a aquél, es claro que el mantenimiento de ambos ejércitos ha de salir del producto del trabajo y capital. Los gastos y provechos de los contrabandistas, así como las pagas de los funcionarios de aduanas, constituyen un impuesto sobre la producción nacional, añadido al que el gobierno recibe. Y lo mismo ocurre con todo el dinero gastado en lograr leyes o decisiones para rehuir la tributación; todas las costosas maneras de proporcionar mercancías eludiendo los impuestos; todo lo que en procedimientos legales y castigos gastan, no sólo el gobierno, sino también los procesados, son otro tanto que estos impuestos toman del fondo general de riqueza sin aumentar los ingresos públicos. Aún así, esta es la parte mínima del coste. Los impuestos faltos de certeza atacan a la moral de la manera mas espantosa. Las leyes tributarias podrían en bloque llamarse «Disposiciones para fomentar la corrupción de los funcionarios, destruir la honradez, y estimular el fraude, premiar el perjurio y el soborno y divorciar la idea de la ley de la idea de la justicia». Este es su verdadero carácter, y en esto tienen un éxito admirable. El impuesto sobre el valor de la tierra posee en su más alto grado la cualidad de la certeza. Se puede determinar y cobrar con una exactitud que participa de la fijeza de la tierra y de la imposibilidad de ocultarla. Si todos los impuestos se cargaran sobre el valor de la tierra separado del de las mejoras, el sistema tributario sería tan sencillo y claro y la atención pública en fijarle tanto en él, que la evaluación para el impuesto podría hacerse y se haría con la misma exactitud con que un corredor de fincas determina el precio a que se puede vender un solar. Equidad La idea vulgar, que nuestros sistemas de gravarlo todo intentan en vano llevar a cabo, es que cada uno pague en proporción a sus medios o en proporción a sus ingresos. Pero, prescindiendo de las insuperables dificultades prácticas para gravar a cada uno según sus medios, es evidente que así no se puede lograr la justicia. Sean, por ejemplo, dos hombres con iguales medios o iguales ingresos, uno con una familia numerosa, y otro que no ha de mantener a nadie más que a sí mismo. Los impuestos indirectos recaen muy desigualmente sobre estos hombres, pues el uno no puede evitar los impuestos sobre la comida, la ropa, etc., que su familia consume, mientras que el otro ha de pagarlos solamente sobre las cosas necesarias consumidas por él mismo. Aun suponiendo los impuestos establecidos directamente, de modo que cada uno pague la misma cantidad, las entradas de uno están cargadas con el sustento de seis, ocho o diez personas; los ingresos del otro con el de una sola persona. Se dirá que esta dificultad es insuperable; que la naturaleza misma trae al mundo desvalidos a todos los seres humanos y deja su manutención a cargo de sus padres, a los cuales proporciona, en cambio, grandes y dulces recompensas naturales. Pues bien, volvámonos a la naturaleza y leamos en su ley los mandatos de la justicia. La naturaleza da al trabajo y sólo al trabajo. En el mismo Paraíso Terrenal, un hombre se moriría de hambre si no fuera por el esfuerzo humano. Si ahora tomamos a dos hombres con ingresos iguales, procedentes, los de uno, del ejercicio de su trabajo, y los del otro, de la renta de la tierra. ¿Es justo que ambos contribuyan por igual a los gastos del Estado? Claro que no. Los ingresos del primero representan riqueza que él crea y añade a la riqueza total de la sociedad; los ingresos del otro no representan sino riqueza que toma del caudal general, sin devolver nada. El derecho del primero a disfrutar de sus ingresos se funda en la autoridad de la naturaleza, que recompensa el trabajo con la riqueza. El derecho del otro a disfrutar de sus ingresos es un derecho falso, fruto de una disposición administrativa que la naturaleza no conoce ni reconoce. El padre a quien digan que con su trabajo debe sustentar a sus hijos, ha de admitirlo, pues éste es el decreto natural; pero puede exigir con justicia que, de lo que gane con su trabajo, no se le quite ni un céntimo, mientras quede un céntimo de los ingresos adquiridos por el monopolio de los bienes que la naturaleza ofrece imparcialmente a todos y en los que sus hijos, por derecho de nacimiento, tienen igual participación. Se suele insistir en gravar por un igual toda clase de propiedad, fundándose en que toda la propiedad está igualmente protegida por el Estado. Esta idea se funda, sin duda, en que el Estado hace posible el disfrute de la propiedad; que hay un valor creado y mantenido por la sociedad, que está precisamente llamado a cubrir sus gastos. Ahora bien, ¿de qué valores es verdad esto? Solamente del valor de la tierra. Este no aparece hasta que se ha formado la sociedad; y, a diferencia de los demás valores, aumenta con el crecimiento de la sociedad. Existe solamente mientras ésta existe. Dispersad la colectividad, más numerosa, y la tierra ahora tan valiosa no tendrá absolutamente ningún valor. Con cada aumento de población, el valor de la tierra sube; con cada disminución, baja. Esto sucede solamente con todo lo que, como la propiedad de la tierra, es un monopolio por naturaleza. El impuesto sobre los valores de la tierra recae sobre quienes reciben de la sociedad un beneficio especial, y los grava en proporción al beneficio que reciben. Consiste en que la sociedad tome, para uso de la sociedad, el valor creado por la sociedad. Es la aplicación de la propiedad común a usos comunes. Cuando el impuesto recaude toda la renta de la tierra para pagar los gastos necesarios de la colectividad, ningún individuo tendrá ventaja alguna sobre ningún otro, excepto las que le den su laboriosidad, destreza e inteligencia propias; y cada uno obtendrá lo que honradamente gane. CAPITULO 18 APOYOS Y OBJECIONES Los fundamentos de donde concluimos que el impuesto sobre el valor o renta de la tierra es el mejor método para obtener ingresos públicos, han sido tácita o expresamente admitidos por todos los economistas de mérito, desde que se determinó la índole y la ley de la renta. Ricardo dice: «Un impuesto sobre la renta afectaría solamente a la renta; recaería por completo sobre los propietarios y no se podría cargar sobre ninguna clase de consumidores» porque «dejaría inalterada la diferencia entre el producto obtenido de la tierra menos productiva entre las cultivadas y el obtenido de tierra de cualquier otra calidad... Un impuesto sobre la renta no desalentaría el cultivo de tierra nueva, pues esta tierra no paga renta y quedaría libre de impuestos». (Principios de Economía Política y Tributación, capitulo 10.) McCulloch (Nota) declara que «desde un punto de vista práctico, los impuestos sobre la renta de la tierra figuran entre los más injustos e impolíticos que se puedan imaginar», pero afirma esto fundándose sólo en su suposición de que, en un país viejo y con muchas mejoras, es prácticamente imposible dividir el provecho en sus componentes o distinguir entre la suma pagada por el uso del suelo y la suma pagada por el capital invertido en él. Por otra parte, afirma que, si se efectuase esta distinción, «la suma pagada a los propietarios por el uso de los poderes naturales del suelo le podría sacar por completo mediante un impuesto, sin que aquéllos pudieran cargar sobre nadie más ninguna porción del gravamen» y sin afectar al precio del producto. (Nota) Nota n.- 24 de las «Notas y disertaciones suplementarias» en su edición de 1838 de La Riqueza de las Naciones, de Adam Smith. En efecto: que la renta debería ser objeto especial de la tributación, por razones de conveniencia y de justicia, está implícito en la admitida doctrina de la renta y se puede hallar en embrión en las obras de todos los economistas que han aceptado la ley de Ricardo. Que estos principios no se hayan llevado hasta sus ineludibles conclusiones, sin duda provienen del deseo de no amenazar ni ofender los enormes intereses implicados en la propiedad particular de la tierra, y también se debe a las falsas teorías que, respecto al salario y a la causa de la pobreza, han dominado en las ideas económicas. Los Fisiócratas Franceses Sin embargo, ha habido una escuela de economistas, los Economistas franceses (Fisiócratas) del siglo XVIII, que comprendieron claramente lo que es evidente para las percepciones naturales del hombre no ofuscadas por la costumbre, a saber, que la renta de la propiedad común, la tierra ha de ser incautada para el servicio de todos. Como que conozco las doctrinas de Quesnay y sus discípulos solamente de segunda mano, por mediación de los escritores ingleses, no puedo decir hasta que punto sus ideas especiales respecto a que la agricultura sea la única ocupación productiva, etc., son concepciones erróneas o meras peculiaridades terminológicas. Pero si estoy seguro, por la proposición que daba cima a su teoría, que Quesnay vio la relación fundamental entre la tierra y el trabajo, más tarde olvidada, y que llegó a la verdad práctica, aunque quizás a través de un raciocinio mal expresado. Los fisiócratas no explicaban las causas que dejan un «producto neto» a los propietarios mejor que la succión de la bomba de agua se explicaba atribuyendo a la naturaleza el horror al vacío. Pero se reconoció el hecho en sus relaciones prácticas con la economía social y ellos vieron con igual claridad el bien que resultaría de la perfecta libertad otorgada a la producción y al comercio al poner un impuesto sobre la renta en substitución de las cargas que estorban y desvían la aplicación del trabajo. Una de las cosas más lamentables de la Revolución Francesa es que ahogó las ideas de los fisiócratas precisamente cuando ganaban fuerza entre las clases pensadoras y, al parecer, iban a influir en la legislación tributaria. Separación del Valor de la Tierra La única objeción al impuesto sobre el valor de la tierra, que se encuentra en las obras de Economía Política reconoce sus ventajas. Dice que, por la dificultad de separar el valor de la tierra del valor de las mejoras, al gravar la renta de la tierra, podemos gravar otras cosas. McCulloch, por ejemplo, declara que los impuestos sobre la renta de la tierra son impolíticos e injustos, porque el producto recibido por los poderes naturales e inherentes no puede distinguirse claramente del producto de los perfeccionamientos y mejoras, lo cual desalentaría éstas. Si se desanima la producción al gravar valores que el trabajo y el capital han confundido íntimamente con al valor de la tierra, ¿cuánto mayor desaliento no implica el gravar, no solo éstos, sino todos los valores claramente separables creados por el trabajo y el capital? (Nota) (Nota) Esta pretendida dificultad solamente puede aplicarse al gasto en mejoras, tales como abonos, drenajes, explanaciones, terraplenes y puesta en cultivo, que se confunden con la tierra y, por lo tanto, no las admite fácilmente el tasador encargado de señalar, el valor que la tierra tendría en el supuesto de no haber ninguna construcción ni mejora sobre ella o en ella. Eximir las mejoras que se incorporan a la tierra es lo habitual en la legislación de varios países en que ya se aplica en cierto grado el impuesto sobre el valor de la tierra. Por ejemplo, en Dinamarca se ordena esta exención, previa prueba del gasto efectuado, marcándose, no obstante, un plazo de treinta años, después del cual se considera que el gasto ya ha sido recuperado. De efecto análogo son las disposiciones de la ley británica por las cuales, al transferirse o venderse tierra agrícola, se indemniza a sus ocupantes por el valor que queda de las mejoras hechas a su cargo mientras la ocupaban. A.W.M. Pero, de hecho, el valor de la tierra siempre se puede distinguir del valor de las mejoras. En países como los Estados Unidos hay mucha tierra valiosa que nunca se ha mejorado; y en muchos de los Estados, los tasadores suelen evaluar por separado la tierra y las mejoras, aunque luego las agrupan con el nombre de bienes raíces. A menudo la tierra pertenece a una persona y las construcciones a otra. Y cuando hay un incendio y las mejoras quedan destruidas, le queda a la tierra un valor perfectamente definido. En el país más antiguo del mundo, esta valoración no ofrece dificultad, si todo lo que se intenta es separar el valor de las mejoras claramente distinguibles, hechas dentro de un moderado período de tiempo, del valor que tendría la tierra si éstas fuesen destruidas. Esto es, ciertamente, todo lo que la justicia o la política requieren. La exactitud absoluta es imposible en cualquier sistema y pretender separar de todo lo hecho por la raza humana, todos los dones originales de la naturaleza, sería tan absurdo como impracticable. Un pantano desecado o una colina terraplenada por los romanos constituye ahora para las Islas Británicas una ventaja tan natural como si fueran obra de un terremoto o un glaciar. El hecho de que, pasado un cierto tiempo, el valor de estas mejoras permanentes se considere incorporado al de la tierra y según esto pague impuesto, no puede tener un efecto desalentador sobre dichas mejoras. Lo cierto es que cada generación construye y mejora para sí misma y no para el remoto porvenir. Actitud de las Partes Interesadas Se puede, sin embargo, preguntar: si el impuesto sobre el valor de la tierra es un sistema tributario tan ventajoso, ¿por qué todos los gobiernos recurren de preferencia a tantos otros impuestos? La respuesta es obvia: el impuesto sobre el valor de la tierra recae sobre los propietarios y no hay manera de que ellos puedan cargarlo a los demás. De aquí que una clase extensa y poderosa esté directamente interesada en subyugar el impuesto sobre el valor de la tierra y, como medio para obtener los ingresos públicos necesarios, substituirlo, con impuestos sobre otras cosas, del mismo modo que, en el siglo XVIII, los terratenientes ingleses lograron establecer sobre las bebidas un tributo que recaía sobre todos los consumidores, en vez de los tributos por tenencia feudal, que únicamente recaían sobre ellos. Hay, pues, un interés definido y poderoso contrario al impuesto sobre el valor de la tierra. Pero los otros impuestos, en los que tanto confían los gobernantes modernos, no hallan especial oposición. Los hombres de estado se han ingeniado en discurrir sistemas de impuestos que exprimen los salarios del trabajo y el interés del capital. Casi todos estos impuestos los paga en definitiva el consumidor; y los paga de un modo que no le llama la atención sobre el hecho; los paga en porciones tan pequeñas y de maneras tan insidiosas que no lo advierte y no es probable que se tome la molestia de protestar eficazmente. Los que pagan el dinero directamente al recaudador, no sólo no tienen empeño en oponerse a impuestos que tan fácilmente se descargan de sus propios hombros, sino que, muy a menudo, están interesados en que se impongan y subsistan, como lo están otros que se aprovechan o esperan aprovecharse del aumento de precios causado por dichos impuestos. Los impuestos por los permisos hallan el apoyo de aquéllos a quienes se cargan, porque tienden a impedir que otros entren en el negocio. Con frecuencia, los impuestos sobre la fabricación son gratos a los grandes fabricantes, por análogas razones. Los derechos de aduanas de la importación, no sólo tienden a dar ventajas especiales a ciertos productores, sino que aumentan los beneficios de los importadores o traficantes que dispongan de grandes existencias. Y así, para todos estos impuestos hay intereses particulares, capaces de organizarse pronto y actuar de acuerdo, que favorecen la imposición de los mismos, mientras que, ante un impuesto sobre el valor de la tierra, hay un interés fuerte y susceptible, dispuesto a oponérsele con rudeza y tesón.
CAPITULO 19 LA PROPIEDAD EN LA TIERRA CONSIDERADA HISTÓRICAMENTE
El descubrimiento de oro en California hizo regresar a los hombres a sus primeros principios, y se declaró por acuerdo que esta tierra cargada de oro quedase de propiedad común. El tratar la tierra como propiedad individual está tan plenamente reconocido en nuestras leyes, maneras y costumbres, que a la gran mayoría de la gente nunca se le ocurre ponerlo en tela de juicio, y, por el contrario, se considera necesario para el uso de la tierra. Si fuese verdad que la tierra siempre ha sido tratada como propiedad particular, esto no probaría la justicia o necesidad de continuar tratándola así. No lo probaría más que la existencia universal de la esclavitud, en otros tiempos plenamente reconocida, demostraría la justicia o necesidad de la propiedad de la carne y sangre humana. Donde quiera que podamos averiguar la historia primitiva de la sociedad, sea en Asia, Europa, África, América o Polinesia, la tierra ha sido considerada propiedad común. Es decir, todos los individuos de la colectividad tenían igual derecho al uso y disfrute de la tierra de la colectividad. Este reconocimiento del derecho común a la tierra no impedía el pleno reconocimiento del derecho particular y exclusivo sobre las cosas que resultan del trabajo, ni se abandonó cuando el desarrollo de la agricultura impuso la necesidad de reconocer la posesión exclusiva de la tierra para asegurar el disfrute exclusivo de los resultados del trabajo ejercido en el cultivo. El reparto de la tierra entre las unidades productoras, fuesen familias, reuniones de familias o individuos, sólo llegó hasta lo necesario para aquel propósito. Creo que en todas partes se pueden averiguar las causas que han actuado suplantando el primitivo concepto del igual derecho al uso de la tierra por el concepto de derechos exclusivos y desiguales. En todas partes son las mismas que han conducido a negar los iguales derechos personales y a establecer clases privilegiadas. Estas causas pueden resumirse en la concentración del poder en manos de jefes y castas militares, a consecuencia de una situación bélica, que les permitió monopolizar las tierras comunes. Grecia y Roma La lucha entre el concepto del igual derecho al suelo y la tendencia a monopolizarlo en posesión individual fue la causa de los conflictos internos en Grecia y en Roma; y fue el triunfo final de esta tendencia lo que destruyó ambas naciones. Las grandes propiedades arruinaron a Grecia, como más tarde «las grandes propiedades arruinaron a Italia» (Latifundia perdidere Italiam. -- Plinio ) Y corno el suelo, a pesar de las advertencias de grandes legisladores y estadistas, quedó finalmente en posesión de unos pocos, la población declinó, sucumbió el arte, afeminose la inteligencia y el pueblo en que la humanidad había alcanzado su más espléndido desarrollo se convirtió de burla y oprobio entro los hombres. La idea de la absoluta propiedad individual de la tierra, que la moderna civilización heredó de Roma, alcanzó allí su completo desarrollo en tiempos históricos. Cuando la futura dueña del mundo se dejó ver por primera vez, cada ciudadano tenía su pequeño terreno y hogar que eran inalienables y «la tierra de pan llevar, que era de derecho público», estaba sujeta al uso común. Fue de este dominio público, constantemente extendido por la conquista, de donde los patricios lograron sacar sus grandes propiedades. Estas, por el poder con que lo mayor atrae lo menor, y a pesar del freno pasajero de limitaciones legales y repartos periódicos, arruinaron a los pequeños propietarios. Los pequeños patrimonios se incorporaron a los latifundios de los enormemente ricos, mientras los pequeños propietarios se vieron forzados a entrar en las brigadas de esclavos, se hicieron «colonos» arrendatarios o bien fueron arrojados a las provincias extranjeras recién conquistadas, donde se daba tierra a los veteranos de las legiones; o a la metrópoli, a engrosar las filas del proletariado que no tenía para vender sino sus votos. El cesarismo, que pronto se convirtió en un desenfrenado despotismo de tipo oriental, fue el inevitable resultado político; y del imperio, incluso cuando abarcaba el mundo, en realidad sólo quedó la corteza, cuyo desplome sólo se evitaba por la vida más sana de las fronteras, donde la tierra se había repartido entre los colonos militares o donde sobrevivieron más tiempo las antiguas costumbres. Pero los latifundios, que habían devorado el vigor de Italia, se arrastraron tenazmente hacia fuera, cortando la superficie de Sicilia, África, España y Galia en grandes posesiones cultivadas por esclavos o arrendatarios. Las robustas virtudes nacidas de la independencia personal se extinguieron. Una agricultura agotadora empobreció el suelo, y las bestias salvajes suplantaron a los hombres, hasta que al fin irrumpieron los bárbaros. Roma pereció, y de una civilización antes tan soberbia quedaron solamente las ruinas. Tenencia Feudal El sistema feudal, que no es peculiar de Europa, sino que parece el resultado natural de la conquista de un país ocupado, efectuada por una raza entre la cual la igualdad y la individualidad son todavía vigorosas, reconocía claramente, por lo menos en teoría, que la tierra pertenece a toda la sociedad, no al individuo. En el plan feudal, las tierras de la corona sostenían gastos públicos que ahora se incluyen en la lista civil; las tierras de la Iglesia costeaban el culto, la instrucción pública y el cuidado de los enfermos e indigentes y mantenían una clase de hombres cuyas vidas se suponían consagradas al bien público y sin duda lo eran en gran parte, mientras que los feudos militares proveían para la defensa pública. En la obligación que pesaba sobre el terrateniente militar de poner en campaña tal o cual fuerza cuando conviniese, así como en la ayuda que cabía prestar cuando se armaba caballero al primogénito del soberano o éste casaba a su hija o caía prisionero de guerra, había un reconocimiento rudo y defectuoso, pero así y todo indiscutible, de que la tierra no es propiedad individual, sino propiedad común. Ni siquiera se permitía extender la autoridad del poseedor sobre su tierra más allá de su propia vida. Aunque el principio de la herencia pronto desalojó el principio de la elección, como siempre ha de ocurrir donde el poder está concentrado, la ley feudal, sin embargo, exigía que el representante del feudo siempre fuese tan capaz de cumplir los deberes como de recibir los beneficios anexos a la posesión territorial. Quien tenía que ser éste, no se dejaba al capricho individual, sino que de antemano se determinaba rigurosamente. Cercamientos de Tierras Comunales Al nacer y desarrollarse, el sistema feudal transformó la posesión absoluta en posesión condicional e impuso especiales obligaciones a cambio del privilegio de cobrar renta. Y en medio del sistema quedaron o nacieron colectividades agrícolas, más o menos sujetas a tributos feudales, que cultivaban el suelo como propiedad común; y aunque los señores donde y cuando tenían poder para ello, exigían todo lo que creían digno de exigirse, sin embargo, la idea del derecho común fue bastante vigorosa para persistir por costumbre en una considerable parte de la tierra. En la época feudal, las tierras comunales deben de haber abarcado una gran proporción de la superficie de casi todas las naciones europeas. Puede conjeturarse la extensión de las tierras comunales en Inglaterra durante el feudalismo sabiendo que, aunque la aristocracia empezó a cercarlas durante el reinado de Enrique VII, consta que entre 1710 y 1843 se tramitó la apropiación de 3.064.165 hectáreas de tierras comunales, de las cuales 240.000 hectáreas han sido cercadas después de 1845 y se estima en 800.000 hectáreas la tierra comunal que en Inglaterra queda todavía. Concepto de la Tierra como Propiedad Común La doctrina del dominio eminente, que en teoría hace del soberano el único dueño absoluto de la tierra, no nace sino de considerarle como representante de los derechos colectivos del pueblo. La primogenitura y la vinculación, no son sino formas falseadas de lo que antaño fue secuela de considerar la tierra como propiedad común. La misma distinción que en la terminología legal inglesa se hace entre real property (propiedad inmueble o bienes raíces) y personal property (propiedad mobiliaria o bienes muebles) no es más que una reminiscencia de una primitiva distinción entre lo que en su origen era considerado propiedad común y lo que por su naturaleza se consideraba propiedad particular del individuo. Y el gran cuidado y ceremonial todavía requerido para la transferencia de la tierra, no es sino una reminiscencia, hoy inútil y sin significado, de un convenio más general y ceremonioso antaño requerido para transferir derechos que se consideraban pertenecientes, no a un miembro cualquiera, sino a todos los de una familia o tribu. El curso general del desarrollo de la moderna civilización desde el período feudal, ha ido a la subversión de aquellos conceptos naturales y primarios de la propiedad colectiva del suelo. Por paradójico que parezca, la ascensión de la libertad afuera de las ligaduras feudales ha ido acompañada de una tendencia a tratar la tierra, en la forma de propiedad que implica la esclavitud de las clases trabajadoras. Ahora esto empieza a sentirse fuertemente por todo el mundo civilizado en la presión de un férreo yugo que no se puede aliviar por mucho que se extienda el poder político o la libertad personal y que los economistas atribuyen erróneamente a la presión de leyes naturales y los trabajadores al poder opresivo del capital. Creación de Grandes Propiedades Lo cierto es que en la Gran Bretaña el derecho del pueblo, como conjunto, al suelo de su país natal, es reconocido de un modo mucho menos completo que en tiempos feudales. Una parte mucho menor del pueblo posee el suelo y su propiedad es mucho más absoluta. Las tierras comunales antaño tan extensas y que tanto contribuían a la independencia y manutención de las clases inferiores, han sido, salvo un resto de tierra pequeño y aun sin valor, sometidas a propiedad individual y cercadas. Las grandes propiedades de la Iglesia, que eran esencialmente propiedad común destinada a fines públicos, han sido desviadas de estos fines, para enriquecer a los particulares. Los terratenientes militares se han librado de los tributos, y los gastos para sostener la organización militar y pagar el interés de una inmensa deuda acumulada por las guerras, se han cargado a todo el pueblo en impuestos sobre las exigencias y comodidades de la vida. La mayor parte de las tierras de la corona ha pasado a ser propiedad particular. El hacendado labrador inglés está tan extinguido como el mastodonte. El escocés de clan, cuyo derecho al suelo de sus montes natales era tan indiscutible como el de su caudillo, fue expulsado para dejar sitio a los pastos de ovejas y cotos de ciervos de los descendientes de aquel caudillo. El derecho tribal del irlandés se convirtió en un arriendo revocable. La gran mayoría del pueblo británico no tiene sobre su tierra natal ningún otro derecho que el de andar por las calles o cansarse por los caminos. A él pueden aplicarse justamente las palabras de un tribuno del pueblo romano, Tiberio Graco: «¡Hombres de Roma! Se os llama los señores del mundo, y, no obstante, no tenéis derecho a un pie cuadrado de su suelo. Las bestias salvajes tienen sus cuevas, pero los soldados de Italia no tienen sino agua y aire.» El crecimiento del poder nacional, ya en la forma de realeza, ya en la de gobierno parlamentario, despojó a los grandes señores del poder e importancia individuales y de su jurisdicción y fuerza sobre las personas y así reprimió graves abusos. La desintegración de las grandes propiedades feudales aumentó el número de propietarios y la abolición de las sujeciones con que los propietarios procuraban retener a los trabajadores en sus fincas, también contribuyó a apartar la atención de la injusticia esencial implícita en la propiedad privada de la tierra. Al mismo tiempo, el continuo progreso de las ideas legales extraídas de la ley romana, que ha sido la gran mina y almacén de la moderna jurisprudencia, tendió a borrar la distinción entre la propiedad de la tierra y la propiedad de las demás cosas. De este modo, al extenderse la libertad personal, avanzó la propiedad individual de la tierra. El Hecho Fundamental de la Tenencia de la Tierra Además, el poder político de los barones no se quebrantó con la revuelta de las clases que podían sentir claramente la injusticia de la propiedad de la tierra. Tales revueltas acontecieron una y otra vez; pero siempre fueron reprimidas con terribles crueldades. Lo que quebrantó el poder de los barones fue el crecimiento de las clases de los artesanos y comerciantes, entre cuyos salarios y la renta la relación no es tan obvia. Además, estas clases se desarrollaron bajo un sistema de gremios y corporaciones cerradas, que les permitieron atrincherarse algo contra la acción de la ley general del salario. Estas clases no vieron y todavía no ven que la tenencia de la tierra es el hecho fundamental que en definitiva ha de determinar la situación de la vida industrial social y política. Y así ha habido la tendencia a asimilar la idea de la propiedad de la tierra a la idea de la propiedad de las cosas de producción humano, y hasta pasos dados hacia atrás han sido aplaudidos como adelantos. Origen de las Deudas Nacionales La Asamblea Constituyente francesa, en 1789, creyó barrer una reliquia de la tiranía cuando suprimió los diezmos cargando el sostenimiento del clero sobre la tributación general. El abate Sieyès fue el único en oponerse diciendo que, de este modo, a los propietarios se les eximiría de una condición, el impuesto, bajo la cual poseían sus tierras, y que ese impuesto iría a gravar el trabajo de la nación. Pero fue en vano. Por ser un sacerdote, se creyó que el abate Sieyès defendía los intereses de su clase, cuando en realidad defendía los derechos del hombre. En aquellos diezmos, el pueblo francés hubiera podido conservar un gran ingreso público que no habría quitado ni un céntimo del salario del trabajo ni de la recompensa del capital.
De igual modo, la abolición de las tenencias militares en Inglaterra
por el Parlamento Largo, ratificada después del advenimiento de Carlos II, fue simplemente una apropiación de las rentas públicas por los
propietarios feudales, que así se libraron del deber por el cual
detentaban la propiedad común de la nación y lo endosaron a todo el pueblo
en impuestos sobre todos los consumidores. También a esa abolición se la
presentó durante mucho tiempo y todavía se la presenta en los libros de
leyes, como un triunfo del espíritu de libertad. Sin embargo, esa
abolición es el origen de las inmensas deudas y los pesados impuestos en
Inglaterra. Si sólo se hubiese cambiado la forma de estos derechos
feudales por otra mejor adaptada a los tiempos cambiados, las guerras
inglesas nunca hubieran dado ocasión a contraer deudas ni de una sola
libra, y el trabajo y el capital de Inglaterra no hubieran tenido que
pagar ni un solo ochavo en impuestos para sostener los gastos militares.
Todo ello hubiese salido de la renta que, desde aquella época, los
terratenientes se han apropiado.
CAPITULO 20 EL JUSTO FUNDAMENTO DE LA PROPIEDAD Aunque a menudo desviado en las más torcidas formas por el hábito, la
superstición y el egoísmo, el sentimiento de justicia, es, sin embargo,
fundamental en la mente del hombre, y cualquiera que sea la discusión
promovida por las pasiones humanas, seguramente no se debatirá tanto por
la cuestión «¿Es prudente?» como por la cuestión «¿Es justo?».
La tendencia de las discusiones populares a tomar una forma ética tiene
una causa. Procede de una ley de la mente humana; se apoya en un
reconocimiento vago e instintivo de lo que probablemente es la verdad más
honda que podemos alcanzar. Que sólo lo justo es prudente; que sólo lo
justo es duradero.
¿Qué constituye el fundamento justo de la propiedad? ¿Qué es lo que
permite a un hombre decir de una cosa «es mía» con justicia? ¿De qué
procede el sentimiento que reconoce su exclusivo derecho aun frente a todo
el mundo? ¿No es, en primer lugar, el derecho del hombre a sí mismo, al
uso de sus propias facultades, al goce de los frutos de su propio
esfuerzo? Este derecho individual, originado y atestiguado por los hechos
naturales de la organización individual (el hecho de que cada par de manos
obedece a su propio cerebro y se relaciona con su propio estómago, el
hecho de que cada hombre es un conjunto definido, coherente,
independiente), ¿no es lo único que justifica la propiedad particular? Así
como el hombre se pertenece a sí mismo, también su trabajo puesto en forma
concreta le pertenece. Y por esta razón, lo que un hombre hace o produce
es suyo, aun contra todo el mundo. Nadie más puede reclamarlo justamente,
y su exclusivo derecho a ello no implica daño alguno a nadie más.
Por esto hay un derecho claro e indiscutible a la exclusiva posesión y
disfrute exclusivos, de todo lo producido por el esfuerzo humano, derecho
que es perfectamente justo, porque dimana del primer productor, a quien la
ley natural se lo otorga. Origen del Título de Propiedad Ahora bien, esto no es sólo la fuente original de toda idea de
propiedad exclusiva (como lo prueba la natural tendencia mental a
retroceder a ello, cuando se discute dicha idea de propiedad exclusiva y
la manera de desarrollarse las relaciones sociales), sino que
necesariamente es la única fuente. No puede haber ningún otro justo título
de propiedad de una cosa sino el que deriva del título de productor y que
se funda en el derecho del hombre a sí mismo. No puede haber otro justo
título, porque no hay ningún otro derecho natural, del cual se pueda
derivar ningún otro titulo, y porque el reconocimiento de cualquier otro
título es incompatible con éste y lo anula.
Porque, ¿qué otro derecho hay, del cual pueda derivarse el derecho a la
exclusiva propiedad de algo, si no es el derecho del hombre a si mismo?
¿De qué otro poder reviste la naturaleza al hombre, sino el poder de
ejercer sus propias facultades? ¿De qué otro manera puede él actuar o
influir sobre las cosas materiales o los otros hombres? Paralizad sus
nervios motores, y el hombre no tendrá más influencia o poder que un
tronco o una piedra. ¿De qué otra cosa puede, pues, proceder el derecho a
poseer y dominar las cosas? Si no procede del hombre mismo, ¿de dónde
procede?
La naturaleza no reconoce al hombre ningún derecho o dominio que no sea
resultado de su esfuerzo. De ningún otro modo se pueden extraer sus
tesoros, dirigir sus poderes, utilizar o gobernar sus fuerzas. Ella no
hace distinciones entre los hombres, sino que es absolutamente imparcial.
No distingue entre el dueño y el esclavo, el rey y el súbdito, el santo y
el pecador. Para ella todos los hombres están en un mismo plano y todos
tienen iguales derechos. No reconoce otra reclamación que la del trabajo y
reconoce ésta sin considerar al demandante. Si un pirata despliega sus
velas, el viento las hinchará igual que las de la barca del pacífico
mercader o del misionero. Si un rey y un hombre cualquiera caen por la
borda al mar, ninguno de los dos mantendrá la cabeza fuera del agua si no
es nadando. El propietario del suelo no cazará los pájaros más fácilmente
que el cazador furtivo. El pez morderá o no morderá el anzuelo sin mirar
si quien se lo ofrece es un buen muchacho que va a la escuela dominical, o
un picaruelo que falta a clase. El grano brotará solamente si el terreno
está preparado y se siembra la semilla. Sólo a impulsos del trabajo el
mineral puede salir de la mina. El sol brilla y la lluvia cae lo mismo
sobre el justo que sobre el injusto.
En segundo lugar, este derecho de propiedad nacido del trabajo hace
imposible cualquier otro derecho de propiedad. Si un hombre tiene justo
derecho al producto de su trabajo, nadie puede tener derecho a la
propiedad de algo que no sea producto del trabajo propio o del trabajo de
quien le haya cedido su derecho. Si la producción da al productor el
derecho a la propiedad y disfrute exclusivos, no puede, en justicia, haber
exclusiva propiedad y disfrute de lo que no sea el producto del trabajo, y
resulta injusta la propiedad privada de la tierra. Pues el derecho al
producto del trabajo no se puede disfrutar sin el derecho al libre uso de
las oportunidades ofrecidas por la naturaleza y admitir el derecho de la
propiedad de éstas es negar el derecho de propiedad del producto del
trabajo. Cuando quienes no producen pueden reclamar como renta una porción
de la riqueza creada por los productores, en igual medida se niega a éstos
el derecho a los frutos de su trabajo. Este argumento no admite réplica.
Confusiones Respecto a la Propiedad Lo que más impide ver la injusticia de la propiedad privada de la
tierra es la costumbre de incluir en una sola categoría como propiedad
todas las cosas que se apropian o, si, se hace distinción, el
delimitarlas, según la ilógica clasificación jurídica, en propiedad
personal y bienes raíces o en bienes muebles e inmuebles. La distinción
natural y verdadera está entre cosas que son productos del trabajo y cosas
que son ofrecidas gratuitamente por la naturaleza, o, adoptando los
términos de la Economía Política, entre riqueza y tierra.
Estas dos clases de cosas se diferencian mucho en su esencia y
relaciones, y el clasificarlas juntas como propiedad embrolla toda
consideración sobre la justicia o injusticia, la equidad o iniquidad de la
propiedad.
Una casa y el terreno que ocupa son igualmente objeto de propiedad y
los abogados los clasifican generalmente como bienes raíces. No obstante,
en su naturaleza y relaciones, son dos cosas muy diferentes. Una es
producida por el trabajo y pertenece a la clase que la Economía Política
llama riqueza. La otra es una parte de la naturaleza y pertenece a la
clase que los economistas llaman tierra.
El carácter esencial de una clase de cosas es que contienen trabajo
incorporado, existen gracias al trabajo humano, y que del hombre dependen
su existencia o inexistencia, su aumento o disminución. El carácter
esencial de la otra clase de cosas es que no contienen trabajo incorporado
y existen independientemente del hombre y del trabajo humano; son el campo
o ambiente en que el hombre vive; el almacén de donde ha de abastecerse de
lo necesario; la materia prima y la fuerza única con que su trabajo puede
actuar.
Cuando se ha visto esta diferencia, se ve que la aprobación que la
justicia natural da a una especie de propiedad, la niega a la otra; que la
justicia de la propiedad individual del producto del trabajo implica la
injusticia de la propiedad individual de la tierra; que, mientras el
reconocimiento de una pone a todos los hombres en igualdad de condiciones,
el reconocimiento de la otra niega los iguales derechos del hombre,
permitiendo que quienes no trabajan usurpen la natural recompensa de
quienes trabajan.
El Igual Derecho a la Tierra
¿Es extraño que a los dueños de los esclavos del Sur, el
reclamo para la abolición de la esclavitud parecía una
hipocresía? Si todos estamos aquí
por igual permiso del Creador, todos estamos aquí con igual derecho al
disfrute de su generosidad, con igual derecho a usar lo que la naturaleza
ofrece tan imparcialmente. Este es un derecho natural e inalienable; un
derecho que reside en todo ser humano, desde que llega al mundo, y que
durante su permanencia en éste no tiene más límite que el igual derecho de
los demás. No hay en la naturaleza nada parecido a un dominio absoluto de la
tierra. No hay en el mundo poder alguno que pueda otorgar con justicia una
concesión de tierra en propiedad exclusiva. Si todos los hombres que
existen se unieran para renunciar a sus iguales derechos, ellos no podrían
renunciar a los derechos de sus sucesores. Pues, ¿qué somos si no
ocupantes por un día? ¿Acaso hemos hecho la tierra, para que hayamos de
determinar los derechos de los que, después de nosotros, la ocuparán a su
vez? Por muy numerosos que sean los pergaminos o antigua la posesión, la
justicia natural no puede reconocer a un hombre ningún derecho a poseer y
usufructuar la tierra, que no sea el igual derecho de sus semejantes.
Si un hombre tiene dominio sobre la tierra en que otros han de
trabajar, puede apropiarse el producto de su trabajo como precio del
permiso para efectuarlo. De este modo se infringe la ley fundamental de la
naturaleza, de que su disfrute sea consecuencia del esfuerzo. Uno gana sin
producir; los otros producen sin ganar. Al uno le enriquecen injustamente;
al otro le despojan. Hemos visto que esta injusticia fundamental es la
causa de la injusta distribución de la riqueza que divide la moderna
sociedad en los muy ricos y los muy pobres. El continuo crecimiento de la
renta, el precio que el trabajo está obligado a pagar por el uso de la
tierra, es lo que usurpa a los más la riqueza justamente ganada, y la
acumula en manos de los pocos que no hacen nada para ganarla.
Distinción Entre Propiedad y Uso El derecho a la exclusiva propiedad de cualquier producto humano es
claro. Por mucho que hayan sido los cambios de dueño, al principiar la
serie, hubo trabajo humano, hubo alguien que, habiéndolo extraído o
producido con su esfuerzo, tenía sobre el producto y ante toda la
humanidad un derecho evidente, que pudo, en justicia, pasar de uno a otro
por venta o donación. Pero, ¿al final de qué serie de cesiones o
concesiones se puede hallar o suponer un derecho semejante sobre cualquier
parte del universo material? Se puede demostrar semejante derecho original
sobre las mejoras; pero es un derecho sobre las mejoras, no sobre la
tierra misma. Si talo un bosque, deseco un pantano o relleno un cenagal,
todo lo que puedo reclamar es el valor dado por estos esfuerzos. Esos no
me dan ningún otro derecho a la tierra, sino mi participación, igual a la
de todos los demás miembros de la colectividad, en el valor que el
crecimiento de ésta le ha añadido.
Pero, se dirá, hay mejoras que con el tiempo se confunden con la tierra
misma. Muy bien. Entonces el derecho a las mejoras se confunde con el
derecho a la tierra; el derecho individual se pierde en el derecho común.
Lo mayor absorbe lo menor, y no al contrario. La naturaleza no procede del
hombre, sino el hombre de la naturaleza a cuyo seno volverán él y todas
sus obras.
Todavía puede decirse: puesto que todos los hombres tienen derecho al
uso y disfrute de la naturaleza, al hombre que usa la tierra se le ha de
permitir el derecho exclusivo a su uso, para que pueda obtener todo el
beneficio de su trabajo. Pero no hay dificultad en determinar dónde
termina el derecho individual y principia el derecho común. El valor nos
proporciona una prueba delicada y exacta, y con su ayuda no hay
dificultad, por densa que se haga la población, en determinar y asegurar
los derechos exactos de cada uno, los iguales derechos de todos.
El valor de la tierra, como hemos visto, es el precio del monopolio. No
es la absoluta, sino la relativa capacidad de la tierra, lo que determina
su valor. Cualesquiera que sean sus cualidades intrínsecas, la tierra que
no es mejor que otra asequible de balde, no puede tener valor. Y el valor
de la tierra expresa siempre la diferencia entre ella y la mejor tierra
que se puede obtener de balde. Por esto el valor de la tierra expresa de
un modo exacto y tangible el derecho de la colectividad a la tierra
poseída por un individuo; y la renta expresa la cantidad exacta que el
individuo ha de pagar a la colectividad para satisfacer los iguales
derechos de los otros miembros de la colectividad.
Cómo Asegurar el Mejor Uso de la Tierra Cualquiera que mire en torno suyo ve claramente que lo necesario para
la explotación de la tierra no es la propiedad absoluta de ésta, sino la
seguridad de las mejoras.
Nada es más corriente que ver la tierra mejorada por quienes no son sus
dueños. La mayor parte de la tierra de la Gran Bretaña es cultivada por
arrendatarios, la mayor parte de los edificios de Londres están
construidos sobre terreno arrendado, y aun en los Estados Unidos el mismo
sistema se emplea en diversa medida. Así, pues, el uso independiente de la
propiedad es cosa corriente.
¿No se cultivaría y mejoraría igualmente toda esta tierra, si la renta
se pagara al Estado o al Municipio como ahora se paga a los particulares?
Si no se reconociera la propiedad privada de la tierra, sino que toda ésta
fuese ocupada de aquel modo, pagando el ocupante o usuario la renta al
Estado, ¿no se usaría y mejoraría la tierra tan bien y tan seguramente
como ahora? No puede haber más que una respuesta: Claro que sí.
No es necesario decir a un hombre «esta tierra es tuya» para inducirle
a cultivarla a mejorarla Basta decirle «todo lo que tu trabajo o capital
produzca en esta tierra, será tuyo». Dad a un hombre la seguridad de
cosechar y sembrará; aseguradle la propiedad de la casa que necesite
construir y la edificará. Estas son las naturales recompensas del trabajo.
El hombre siembra con el fin de cosechar; el hombre edifica con el fin de
poseer casas. La propiedad de la tierra no tiene nada que ver con ello.
No es la magia de la propiedad, como decía Arthur Young, lo que
convirtió los arenales de Flandes en campos fructíferos. Es la magia de la
seguridad del trabajo. Esta puede obtenerse de otros modos que no sean
hacer de la tierra propiedad particular. La sola promesa que hizo un
terrateniente irlandés, de no exigir durante veinte años parte alguna en
el cultivo, indujo a los labriegos irlandeses a convertir en vergeles una
montaña estéril; con la seguridad de una renta del terreno fija durante un
determinado plazo de años, los más costosos edificios de ciudades como
Londres y Nueva York se erigen en terrenos arrendados.
El pleno reconocimiento de los derechos comunes sobre la tierra no se
opone de ningún modo al pleno reconocimiento de los derechos individuales
sobre las mejores o el producto. Dos hombres pueden ser dueños de un buque
sin aserrarlo por la mitad. La propiedad de un ferrocarril puede
repartirse en cientos de miles de acciones, y, sin embargo, los trenes
marcharán con tanto orden y precisión como si sólo hubiese un dueño. En
Londres, se han constituido compañías por acciones para poseer y
administrar fincas. Todo podría marchar como ahora, y, sin embargo,
reconocer plenamente el derecho común a la tierra, al expropiarse la renta
en beneficio de la colectividad.
Los Derechos de las Generaciones Sucesivas En cuanto a la prioridad de ocupación como fundamento de un derecho
individual completo y exclusivo a la tierra, es ésta la razón más absurda
con que se puede defender la propiedad de !a tierra. ¡La prioridad de
ocupación da derecho exclusivo y perpetuo a la superficie de un planeta en
el que, por ley natural, innumerables generaciones se suceden unas a otras!
¿Tuvieron los hombres de la anterior generación más derecho que nosotros a
usar este mundo? ¿O los de hace cien años? ¿O los de hace mil años? ¿O los
constructores de túmulos, los trogloditas, los contemporáneos del
mastodonte y del mesohippus o las generaciones aún más antiguas, que en
oscuras épocas sólo concebibles corno períodos geológicos, se sucedieron
en la tierra que usufructuamos por tan poco tiempo?
El primero que llega a un banquete ¿tiene derecho a volver todas las
sillas y reclamar que, sin su permiso, ningún otro invitado participe de
los manjares servidos? El primero que presenta el billete de entrada en la
puerta de un teatro, ¿adquiere con su prioridad el derecho a cerrar las
puertas y a que la representación se haga para él sólo? El primer pasajero
que sube a un vagón de tren, ¿tiene derecho a esparcir su equipaje sobre
todos los asientos, obligando a estar de pie quienes vengan luego?
Nuestros derechos a adquirir y a poseer no pueden ser exclusivos; en
todas partes han de estar limitados por los iguales derechos de los otros.
Del mismo modo que un pasajero en un vagón puede extender su equipaje por
tantos sitios como quiera, mientras no lleguen otros pasajeros, así
también un colono puede ocupar y usar tanta tierra como guste hasta que
otros la necesiten (lo cual se ve en que la tierra adquiere valor), y
entonces su derecho queda reducido por el de los otros, y la prioridad de
ocupación no da un derecho que prive a los demás de su igual derecho. De
no ser así, por la prioridad de ocupación, un hombre podría adquirir y
transmitir a quien quisiese, el derecho exclusivo no tan sólo a unas pocas
hectáreas, sino a todo un municipio, a toda una nación, a todo un
continente.
CAPITULO 21
DERECHOS DE LOS PROPIETARIOS
A INDEMNIZACIÓN
Es imposible estudiar Economía Política o tan sólo pensar en la producción y distribución de la riqueza, sin ver que la propiedad de la tierra difiere socialmente de la propiedad de cosas de producción humana.
Expresa o tácitamente, esto se admite en todas las obras corrientes de Economía Política, aunque, en general, tan sólo como una vaga concesión o descuido. Generalmente, se desvía la atención, alejándola de la verdad, del mismo modo que un profesor de moral en un país esclavista la desviaría de un examen demasiado profundo de los derechos del hombre; y la propiedad de la tierra se acepta sin comentarios, como un hecho consumado, se considera necesaria para el uso de la tierra y para la existencia de la civilización.
La consideración que parece motivar dudas es el que habiéndose permitido tanto tiempo tratar la tierra como propiedad privada, al abolir ésta, obraríamos injustamente con aquellos a quienes se ha permitido fundar sus cálculos en la permanencia de dicha propiedad; que habiendo permitido poseer la tierra como legítima propiedad, al recobrar los derechos comunes, haríamos una injusticia a los que la compraron con lo que era indiscutiblemente su justa propiedad.
De este modo se afirma que, si abolimos la propiedad privada de la tierra, la justicia exige que indemnicemos plenamente a los que ahora la poseen, del mismo modo que el gobierno británico, al abolir la compraventa de cargos militares, se sintió obligado a indemnizar a quienes los habían adquirido confiando en poder venderlos a su vez; o como al abolir la esclavitud en las Indias Occidentales, se pagaron 20.000.000 de libras esterlinas a los dueños de esclavos.
Reprobación de la Compra y Nacionalización de la Tierra
La mencionada idea sugiere que el gobierno compre al precio corriente la propiedad individual de la tierra de la nación; la idea que a John Stuart Mill, aunque percibía claramente la injusticia de la propiedad particular de la tierra, le indujo a defender la recuperación, no de toda la tierra, sino solamente de los futuros aumentos de su valor. Su proyecto era que se llevase a cabo una justa y aun liberal valuación de toda la tierra del reino y que el Estado tomase los futuros aumentos de este valor que no fuesen debidos a mejoras efectuadas por el propietario.
Aun prescindiendo de las dificultades que estos engorrosos planes ofrecen del consiguiente aumento de las funciones gubernamentales, y de la corrupción que engendrarían, el defecto inherente y esencial de los mismos consiste en la imposibilidad de solucionar por medio de componendas la radical diferencia entre lo justo y lo injusto. En la misma medida en que se salven las conveniencias de los dueños de la tierra, se desatenderán las conveniencias y los derechos generales, y si los propietarios nada han de perder de sus privilegios particulares, el público nada puede ganar.
Comprar derechos de propiedad particular sería dar a los propietarios, en otra forma, un derecho de igual índole y cuantía que el que ahora la propiedad de la tierra les da. Sería tomar para ellos, en forma de impuestos, la misma proporción de las pagas del trabajo y capital que hoy pueden apropiarse en forma de renta. Se salvaría su injusta ventaja y subsistiría la injusta desventaja de quienes no tienen tierra propia. Ciertamente, con el tiempo sería una ganancia para el pueblo, cuando el aumento de la renta hiciese la cantidad que ahora se llevan los propietarios, mayor que el interés del precio de compra al tipo actual; pero esto sólo sería una ganancia futura y entretanto, no sólo no habría alivio, sino que se aumentaría mucho la carga impuesta al trabajo y al capital en beneficio de los propietarios. Porque uno de los componentes del actual valor de la tierra en el mercado es la expectativa de su futuro aumento.
Por esto, comprar la tierra al precio del mercado y pagar interés por el dinero pagado, sería cargar a los productores, no sólo el pago de la renta actual, sino también el pago completo de la renta especulativa. 0, dicho de otro modo: se compraría la tierra a precios calculados a base de un rédito menor que el ordinario (porque el futuro aumento del valor de la tierra, siempre hace que el precio de la tierra en el mercado sea mucho mayor de lo que sería el precio de cualquier otra cosa que diese igual ganancia) y se pagaría el rédito ordinario por el dinero invertido en la compra. De este modo, se tendría que pagar a los propietarios, no sólo lo que ahora la tierra les da, sino una cantidad considerablemente mayor. Esto vendría a ser como si el Estado tomase la tierra de los propietarios en arriendo a perpetuidad a un tipo mucho mayor que el que ellos cobran actualmente. Por de pronto, el Estado se convertiría en agente de los propietarios para el cobro de sus rentas y tendría que pagarles, no sólo lo que ya recibían, sino mucho más.
Insuficiencia del Impuesto Sobre el Mero Incremento
El plan, propuesto por Mill, de nacionalizar la futura «plus-valía de la tierra», fijando el actual valor de todas las tierras en el mercado y adjudicando al Estado el futuro incremento de valor, no aumentaría la injusticia de la actual distribución de la riqueza, pero no la corregiría. La ulterior alza especulativa de la renta cesaría, y en el futuro el pueblo obtendría la diferencia entre el aumento de la renta y la cantidad en que este aumento fue estimado al fijar el actual valor de las tierra, en el cual figuran, por supuesto, como componentes, lo mismo el valor futuro que el presente. Pero, para todo el porvenir, dejaría una clase en posesión de la enorme ventaja que ahora tiene sobre las demás.
La propiedad privada sobre la tierra es una gran injusticia, audaz y descarada, como fue aquella de la esclavitud. |
Ni hay razón para inquietarnos por los propietarios de la tierra. Que un hombre como John Stuart Mill concediese tanta importancia a la indemnización a los propietarios hasta el punto de proponer que tan sólo se confisque el futuro incremento de la renta, solamente se explica por su conformidad con las doctrinas de que el salario sale del capital y de que la población tiende constantemente a ejercer presión sobre las subsistencias. Esto le ofuscó respecto al resultado final de la apropiación privada de la renta de la tierra. Hombre eminente, de ardiente corazón y noble inteligencia, nunca percibió, sin embargo, la verdadera armonía de las leyes económicas, ni comprendió que de esa gran injusticia fundamental surgen la necesidad y la miseria, el vicio y la ignominia. De otro modo jamás hubiese podido escribir esta frase: «La tierra de Irlanda, la tierra de cualquier nación pertenece al pueblo de esta nación. Los individuos llamados propietarios sólo tienen derecho, según la moral y la justicia, a la renta o a la indemnización por su valor en venta.» (Principios de Economía Política, libro 2, capítulo 10, sección 1) ¡En el nombre del profeta, esto jamás! Si la tierra de cualquier nación pertenece al pueblo de esta nación, ¿qué derecho, según la moral y la justicia, tienen a la renta los individuos llamados propietarios? Si la tierra pertenece al pueblo, ¿por qué, en nombre de la moralidad y la justicia, el pueblo ha de pagar el valor en venta de lo que e suyo?
Injusticia de la Apropiación Individual de la Renta
Se ha dicho: «Si tuviésemos que tratar con quienes primitivamente usurparon a la humanidad su herencia, pronto terminaríamos la cuestión.» (Herbert Spencer en Estática Social, publicada por primera vez en 1864.) ¿Por qué no acabaría de todos modos? Esta usurpación no es como el robo de un caballo o de dinero, que cesa con la acción. Es una usurpación reciente y continua, que prosigue cada día y cada hora. No es del producto del pasado, de donde se saca la renta; es del producto del presente. Es un gravamen continuo y constante sobre el trabajo. Cada martillazo, cada golpe del pico, cada impulso a la lanzadora, cada latido de la máquina de vapor pagan su tributo. Cobra de las ganancias de los que arriesgan su vida en el fondo de las minas y de los que se encaraman en los mástiles balanceados por encima de las espumantes oleadas. Roba calor al que tirita, comida al hambriento, medicina al enfermo, paz al afligido. Degrada, embrutece y exaspera. Amontona familias numerosas en un mísero cuartucho. De mozuelos que podrían ser hombres de provecho, hace candidatos a cárceles y penales. Envía la codicia y todas las malas pasiones a merodear por la sociedad, como el invierno empuja los lobos a las moradas de los hombres. Extingue en el alma humana la fe, y cubre la imagen de un Creador justo y misericordioso, con el manto de un destino duro, ciego y cruel.
No es tan sólo una usurpación en el pasado; es una usurpación en el presente, que despoja de su derecho innato a los niños que ahora vienen al mundo. ¿Por qué hemos de vacilar en acabar con este sistema? Porque fuisteis despojados ayer, anteayer y el día anterior, ¿es razón para que sufráis el despojo de mañana y de pasado mañana? ¿Es razón para inferir que el usurpador ha adquirido un derecho a despojaros?
Si la tierra pertenece al pueblo, ¿por qué continuar permitiendo que los propietarios tomen la renta o indemnizarlos por la pérdida de la renta? Pensad qué cosa es la renta. No sale espontáneamente de la tierra; no es debida a cosa alguna que el propietario haya hecho. Representa un valor creado por toda la colectividad. Dejad a los propietarios, si queréis, todo lo que la posesión de la tierra les daría en ausencia del resto de la colectividad. Pero la renta, creación de toda la sociedad, necesariamente pertenece a toda la sociedad.
Juzgad la causa de los propietarios según las máximas de la ley civil que determina los derechos de los hombres. Se nos dice que la ley civil es la suma razón y, ciertamente, los propietarios no pueden quejarse de su sentencia, porque ha sido dictada por ellos y para ellos. Pues bien, ¿qué concede la ley al poseedor inocente cuando la tierra que pagó con su dinero se adjudica a otro por pertenecerle de derecho? Absolutamente nada. El haberla comprado de buena fe no le da ningún derecho. La ley no se inquieta por la «intrincada cuestión de la compensación» al comprador inocente. La ley no dice, como dice John Stuart Mill: «La tierra pertenece a A y por esto B, que se ha creído ser el dueño, sólo tiene derecho a la renta o a la indemnización por su valor en venta.» Pues, en verdad, esto sería como la famosa sentencia por la que, según dicen, el tribunal de una causa contra un esclavo fugitivo dio «la ley al Norte y el negro al Sur». La ley dice simplemente: «La tierra pertenece a A; que el juez le ponga en posesión de ella.» Al comprador inocente de un derecho injusto, no le da derecho a reclamar, no le concede ninguna indemnización. Y no sólo hace esto, sino que le quita todas las mejoras realizadas de buena fe en dicha tierra.
Podéis haber comprado la tierra a un alto precio, haciendo todas las diligencias para ver si el título de propiedad es bueno, podéis haberla poseído tranquilamente durante años sin pensamiento ni indicio de un demandante en contra; haberla hecho fructífera con vuestros afanes o haber levantado sobre ella un suntuoso edificio de más valor que ella o un modesto hogar, donde, rodeado de las higueras y las vides que habéis plantado, esperáis pasar vuestros últimos días. No obstante, si Quirk, Gammon y Snap logran husmear una falla técnica en vuestros pergaminos o rastrear algún olvidado heredero que nunca se imaginó sus derechos, no sólo la tierra, sino todas vuestras mejoras, os pueden ser arrebatadas. Es más. Según la ley civil, después que hayáis renunciado a la tierra y entregado las mejoras, os pueden pedir cuentas de los beneficios que de todas ellas habéis sacado mientras las teníais.
Aplicando al pleito entre el pueblo y los propietarios de la tierra las mismas máximas de justicia formuladas por estos últimos en la ley y aplicadas diariamente por los tribunales ingleses y americanos en las disputas entre particulares, no tan sólo no hemos de pensar en dar a los propietarios ninguna indemnización por la tierra, sino que deberíamos quitarles también todas las mejoras y lo demás que puedan tener.
Pero yo no propongo ni creo que nadie proponga ir tan lejos. Basta con que el pueblo recupere la propiedad de la renta de la tierra. Dejad que los propietarios conserven sus mejoras y sus bienes muebles en posesión segura.
Y en esta medida de justicia no habría daño para ninguna clase. Desaparecería la gran causa de la actual distribución injusta de la riqueza y con ella el sufrimiento, la degradación y el despilfarro que acarrea. Hasta los propietarios participarían del beneficio general. La ganancia, incluso de los grandes propietarios, sería verdadera. La de los pequeños sería enorme. Porque, al dar la bienvenida a la Justicia, los hombres dan albergue a la servidora del Amor. La Paz y la Abundancia caminan en su séquito, brindando sus dones, no a algunos, sino a todos.
Si en este capítulo he hablado de justicia y conveniencia como si la justicia fuese una cosa y la conveniencia otra, ha sido solamente para rebatir las objeciones de los que hablan así. La más alta y verdadera conveniencia es la Justicia.
CAPITULO 22
CAMBIOS RESULTANTES
EN LA VIDA ECONÓMICA Y SOCIAL
Eliminados los impedimentos que ahora oprimen la industria y estorban el intercambio, la producción de riqueza podría avanzar con una rapidez ni soñada hoy día. |
Al sustituir por un impuesto único sobre el valor de la tierra los numerosos tributos con que hoy se recaudan los ingresos públicos, las ventajas que se obtendrían aparecerán cada vez más importantes a medida que se examinen.
Abolir los actuales impuestos, cuyas acciones y reacciones entorpecen todos los engranajes del cambio y oprimen todas las formas de la producción, sería como quitarle de encima un peso enorme a un resorte poderoso. Impulsada por nuevas energías, la producción entraría en una nueva vida y el comercio recibiría un estímulo que se sentiría en las más remotas arterias.
El actual sistema tributario obra sobre el cambio como desiertos y montañas artificiales. Hacer pasar las mercancías por una aduana puede costar tanto como hacerles dar la vuelta al mundo. La actual tributación obra sobre la energía, la laboriosidad, la destreza y el ahorro, como una multa impuesta a estas cualidades. Si habéis trabajado con ahínco en construiros una buena casa, mientras yo me he contentado con vivir en una choza, el recaudador de impuestos vendrá ahora cada año para haceros pagar una multa por vuestra energía y actividad, gravándoos más que a mí. Si habéis ahorrado mientras yo malgastaba, os multarán, mientras que a mí me eximirán.
Castigamos con un impuesto al que cubre de grano maduro los campos estériles; multamos al que instala maquinaria y al que deseca un cenagal. Hasta qué punto estos impuestos pesan sobre la producción, sólo lo comprueban quienes han intentado seguirlos a través de sus ramificaciones porque su mayor peso recae en el aumento de los precios. Estos impuestos son, sin duda, semejantes al que el bajá egipcio puso a las palmeras. Si no inducen a talar los árboles, por lo menos disuaden de plantarlos.
La Actividad se Desgrava
Abolir estos impuestos sería quitar a la actividad productora todo el enorme peso de la tributación. La aguja de la costurera y la gran fábrica, el caballo de tiro y la locomotora, la barca de pesca y el buque de vapor, el arado del labriego y las existencias del mercader, quedarían igualmente desgravados. Todos los hombres serían libres para hacer y ahorrar, para comprar y vender, sin ser multados con impuestos ni ser fastidiados por el recaudador. El gobierno, en vez de decir, como ahora, al productor: «Cuanto más aumentes la riqueza general más impuestos pagarás», le diría: «¡Sé tan activo, tan ahorrador, tan emprendedor como quieras y tendrás toda tu plena recompensa¡ No serás multado por hacer crecer dos hojas de pasto donde antes crecía una; no pagarás impuesto por aumentar la riqueza general.»
¿No ganaría la sociedad al negarse a matar la gallina de los huevos de oro, al quitarle el bozal al buey que trilla el grano, al dejar a la actividad, el ahorro y la destreza su natural recompensa completa e intacta? Pues también para la colectividad hay una recompensa natural. La ley de la sociedad es «cada uno para todos», lo mismo que «todos para cada uno». Nadie puede guardarse para sí el bien que puede hacer, como tampoco puede guardarse el mal. Toda empresa productiva, además de la ganancia del que la lleva a cabo, da indirectamente ventajas a los demás. Si un hombre planta un árbol frutal, su ganancia está en recoger la fruta en su tiempo y sazón. Pero además de esta ganancia, hay otra para toda la colectividad. Otros que no son el dueño se benefician del mayor suministro de fruta; los pájaros que se acogen al árbol vuelan lejos; la lluvia a que coadyuva no cae solamente en su campo; y hasta a los ojos que de lejos lo miran les da una sensación de belleza. Y así ocurre en todo lo demás. La construcción de una casa, una fábrica, un barco o un ferrocarril, benefician a otros, además de los que obtienen las ganancias directas.
Bien puede la sociedad dejar al individuo productor todo lo que le incita a esforzarse; bien puede dejar al trabajador toda la recompensa de su trabajo y al capitalista todo el interés de su capital. Pues cuanto más producen el trabajo y el capital, más aumenta la riqueza conjunta de que todos pueden participar. Y esta ganancia general se expresa de un modo definido y concreto en el valor o renta de la tierra. He aquí un fondo que el Estado puede adquirir, dejando que el trabajo y el capital obtengan íntegras sus propias recompensas.
Se Abren Nuevas Oportunidades
Trasladar al valor o renta de la tierra la carga tributaria que grava la producción y el cambio, no sólo daría nuevo estímulo a la producción de riqueza; abriría nuevas oportunidades. Porque, con este sistema, nadie querría retener tierra sin usarla y la tierra que hoy se niega al uso, en todas partes se ofrecería a la explotación. Y debe recordarse que esto no ocurriría sólo en la tierra agrícola, sino en todas las tierras. La tierra minera se abriría de par en par al uso, lo mismo que la tierra agrícola, y, en el corazón de una ciudad, nadie podría negar la tierra a su uso más provechoso, ni en los suburbios pedir por ella más de lo justificado, en aquel momento, por el uso a que podría destinarse. Quien plantara un huerto, sembrase un campo, edificara una casa o construyese una fábrica, por mucho que le costara, no tendría que pagar más impuesto que si guardara yerma la tierra. El dueño de un solar vacante, por el privilegio de excluir del mismo a los demás mientras él no necesitase usarlo, tendría que pagar lo mismo que su vecino que tiene una hermosa casa en el suyo. Guardar una hilera de ruinosas casuchas sobre una tierra valiosa costaría tanto como si esta tierra estuviese ocupada por un gran hotel o un edificio de grandes almacenes repletos de ricas mercancías.
El precio de venta de la tierra bajaría; la especulación en tierra recibiría un golpe mortal; acaparar tierra ya no daría ganancias. De este modo desaparecería la prima que, dondequiera que el trabajo es más productivo, se ha de pagar antes de poder efectuarlo. El labrador ya no tendría que pagar la mitad de sus caudales o hipotecar muchos años de trabajo, para obtener tierra que cultivar. La compañía que tratase de levantar, una fábrica, no tendría que gastar por el emplazamiento una gran parte de su capital. Y lo que cada año se pagaría al Estado, substituiría todos los impuestos que ahora gravan las mejoras, maquinarias y existencias.
Efecto Sobre el Mercado de Trabajo
Considerad cómo este cambio actuaría sobre el mercado del trabajo. En vez de competir los trabajadores entre sí para conseguir ocupación, reduciendo así los salarios hasta el límite de la mera subsistencia, competirían los patronos para conseguir trabajadores y los salarios subirían la justa ganancia del trabajo. Porque en dicho mercado entraría, para emplear trabajo, el mayor de todos los competidores, cuya demanda de brazos no puede quedar satisfecha hasta que se ha contentado el deseo: la demanda hecha por el trabajo mismo. Los patronos, estimulados por el mayor giro, tendrían que subir los salarios, compitiendo, no sólo contra los demás patronos, sino frente a la aptitud de los trabajadores para establecerse por cuenta propia en las oportunidades naturales abiertas a ellos por el impuesto que impediría monopolizarlas.
Con las oportunidades naturales así ofrecidas libremente al trabajo, con el capital o mejoras exentos de impuestos y con el cambio libre de restricciones, resultaría imposible que, deseando trabajar, los hombres no puedan convertir su trabajo en las cosas que necesitan; cesarían las repetidas crisis que paralizan la actividad; cada rueda de la producción se pondría en marcha; aumentaría el comercio en todas direcciones y aumentaría la riqueza de todos y cada uno. No obstante, por grandes que de este modo nos parezcan, las ventajas de transferir todas las cargas públicas a un impuesto sobre el valor de la tierra, no se puedan apreciar bien hasta que consideremos el resultado en la distribución de la riqueza.
Efectos Sobre los Individuos y las Clases
Mientras avanzara el progreso, las condiciones de las masas mejorarían constantemente. No solo una clase se haría más rica, sino que todos se harían más ricos. |
¿Quién puede decir hasta qué infinito poder se elevará la capacidad productiva del trabajo gracias a disposiciones sociales que den a los productores de riqueza la justa proporción de sus ventajas y sus goces? Toda nueva fuerza puesta al servicio del hombre mejoraría la situación de todos. Y de la general inteligencia y actividad mental que dimanaría de este mejoramiento de situación, brotarían nuevos desarrollos de poderes que ahora ni siquiera podemos soñar.
Cuando por primera vez se propone poner todos los impuestos sobre el valor de la tierra y recaudar así la renta, no faltan llamamientos al miedo de los pequeños propietarios rurales y dueños de su vivienda, diciéndoles que se propone robarles su propiedad que tanto les costó adquirir. Pero un momento de reflexión mostrará que aquella proposición es, por sí misma, recomendable a todos aquellos cuyas conveniencias como terratenientes no excedan mucho a sus conveniencias como trabajadores, capitalistas o ambas cosas.
Mirad el caso del artesano, tendero u hombre de carrera que se ha procurado el solar y la casa en que vive y los contempla satisfecho como un sitio de donde su familia no puede ser expulsada en el caso de que él muriese. Aunque tendrá que pagar impuesto por su tierra, quedará libre de impuestos sobre su casa y mejoras, sobre su ajuar y propiedad mobiliaria, sobre lo que él y su familia comen, beben y visten, mientras que sus ingresos aumentarán mucho con el alza de los salarios, la constante ocupación y la mayor actividad de los negocios.
Y lo mismo en el caso del agricultor. Yo no hablo del agricultor que nunca empuña la esteva del arado, sino del que trabaja y posee una pequeña finca que cultiva con la ayuda de sus hijos y quizás de algún asalariado. Ganará mucho al substituirse por un impuesto sobre el valor del suelo todos los impuestos sobre las cosas producidas, porque el primero carga sólo el valor de la tierra, el cual en las comarcas agrícolas es bajo en comparación con el de las capitales y ciudades, que es alto. Hectárea por hectárea, la finca mejorada y cultivada, con sus edificios, cerca, huertos, cosechas y existencias, no tributaría más que una tierra yerma de igual calidad. Porque los impuestos, al recaer solamente sobre el valor de la tierra, gravarían lo mismo la tierra mejorada que la tierra inculta.
En resumen, el agricultor que cultiva su propia tierra es trabajador y capitalista tanto como propietario, y vive de su trabajo y su capital. Su pérdida sería nominal; su ganancia sería real y grande.
Esto también es verdad para los propietarios. Muchos de ellos son trabajadores en algún ramo; y es difícil hallar algún propietario de tierra que no sea también dueño de capital. Quien posee más tierra, suele poseer también más capital; tan cierto es esto, que se suele confundir el amo de tierras con el de capital. A quien le tomase la renta, el impuesto le dejaría los edificios y los diversos bienes «muebles». Le quedaría mucho de qué disfrutar y podría disfrutarlo en una sociedad mucho mejor que la actual. Los únicos que relativamente perderían serían quienes pueden perder mucho sin resultar de veras perjudicados. Y no habría temor a las grandes fortunas, porque cuando cada cual obtiene lo que gana de un modo justo, nadie gana más de lo que es justo. ¿Cuántos hombres hay que ganen honradamente un millón de dólares?
Simplificación del Gobierno
Desaparecería la gran injusticia que quita la riqueza de manos de los que la producen y la concentra en manos de quienes no producen. Las diferencias que persistiesen serían las naturales, no las artificiales provocadas al negar la igualdad de derechos. La riqueza no sólo aumentaría enormemente; sería distribuida de acuerdo con el grado en que la actividad, la destreza, el saber o la prudencia de cada uno contribuyera al caudal conjunto.
No es posible, sin extenderse demasiado, indicar todos los cambios originados o facilitados por esta reforma que reajustaría los cimientos mismos de la sociedad. Uno de dichos cambios es la gran simplificación que se podría hacer en el gobierno. Recaudar impuestos, evitar y castigar la ocultación, registrar e inspeccionar los ingresos de tantas procedencias diferentes, constituye actualmente una gran parte de la tarea del gobierno. Por esto se ahorraría una inmensa y complicada red de administración gubernamental. El alza de salarios, la aparición de nuevas oportunidades para que todos se ganen fácil y cómodamente la vida, haría disminuir en seguida y pronto eliminaría de la sociedad los ladrones, estafadores y otras clases de criminales que provienen de la desigual distribución de la riqueza. De este modo, la administración de justicia en lo criminal, con todo su aditamiento de guardias, policía secreta, cárceles y penitenciarías, dejaría de absorber tanta fuerza vital y atención de la sociedad. Las funciones legislativa, judicial y ejecutiva del gobierno se simplificarían enormemente. De este modo la sociedad se aproximaría al ideal democrático de Jefferson.
CAPITULO 23
EL MOTIVO SUPREMO DE ACCIÓN HUMANA
Al pensar en las posibilidades de organización social, nos inclinamos a creer que la codicia es el más fuerte de los móviles humanos y que la seguridad de los sistemas de administración solamente puede fundarse en mantener la honradez humana por medio del temor al castigo; que las conveniencias del egoísmo son siempre más fuertes que los intereses colectivos. Nada hay más lejos de la verdad.
Todo lo que tiene fuerza para el mal, puede tenerla para el bien. El cambio que ha propuesto destruiría las condiciones que deforman impulsos benéficos en sí mismos, y transformaría las fuerzas que hoy tienden a desquiciar la sociedad, en fuerzas que tenderían a unirla y purificarla.
Dad al trabajo libertad de producción y todas sus ganancias; tomad en beneficio de toda la colectividad el fondo creado por el aumento de la misma, y desaparecerán la miseria y el temor a ésta. Los resortes de la producción quedarían libres y el enorme aumento de la riqueza proporcionaría a los más pobres amplia comodidad. Los hombres no se preocuparían por hallar ocupación, más de lo que hoy se preocupan por hallar aire que respirar; ni tendrían que cuidarse de las exigencias físicas más de lo que se preocupan los lirios del campo. El progreso de la ciencia, el adelanto de los inventos, la difusión del saber beneficiarían a todos. Con esta abolición de la miseria y del temor a ésta, decaería la admiración de las fortunas y los hombres buscarían el respeto y la aprobación de sus semejantes por medios distintos de la adquisición y ostentación de la riqueza. De esta manera se prestaría a la dirección de los asuntos públicos y a la administración de los fondos colectivos la destreza, la atención, la fidelidad y la probidad que hoy se aplican solamente a los intereses particulares.
Corta de vista es la filosofía que cuenta con el egoísmo como el más fuerte móvil de la acción humana. Es ciega ante innumerables hechos de la vida. No ve lo presente ni lee con acierto el pasado. Si queréis llevar del hombre a que no actúe, ¿a qué apelaréis? No a su bolsillo, sino a su patriotismo; no al egoísmo, sino a la generosidad. El interés personal viene a ser como una fuerza mecánica poderosa, es verdad; capaz de grandes y extensos resultados. Pero hay en la naturaleza humana lo que podría compararse a una fuerza química que funde, fusiona y domina, a la que nada le parece imposible. «Todo lo que un hombre tiene, lo dará por su vida». Ésto es interés propio. Pero, fieles a impulsos más nobles, los hombres darán hasta la vida.
Lo que Inspira al Hombre
No es el egoísmo lo que puebla de héroes y santos las crónicas de todos los pueblos. No es el egoísmo lo que en cada página de la historia del mundo irrumpe con el súbito esplendor de nobles gestas o expande el brillo suave de vidas bondadosas. No fue el egoísmo lo que alejó a Gautama de su casa real o mandó a la doncella de Orleáns levantar la espada del altar; lo que sostuvo a los Trescientos en el Paso de las Termópilas o juntó el haz de lanzas en el pecho de Winkelried; lo que encadenó a Vicente de Paúl en el banco de la galera o que, durante el hambre en la India, encaminaba a los niños famélicos tambaleándose hacia los puestos de socorro, llevando a cuestas a otros aún más débiles y extenuados. Llámese religión, patriotismo, compasión, humanitarismo o amor a Dios, dadle el nombre que queráis; hay una fuerza que sobrepuja y destierra el egoísmo; una fuerza que electriza el universo moral; una fuerza a cuyo lado todas las demás son débiles. Dondequiera que han existido hombres, ha demostrado su poder, y hoy, como siempre, está extendida por todo el mundo. Digno de lástima es el que nunca la ha visto ni sentido. Mirad alrededor de vosotros. Entre hombres y mujeres vulgares, entre los cuidados y la lucha de la vida diaria, en el tumulto ruidoso de la calle y en la suciedad donde se refugia la miseria, por todas partes las tinieblas se iluminan con el trémulo brillo de su llama suave. Quien no la ha visto anduvo con los ojos cerrados. El que mira, puede ver que, como dice Plutarco, «el alma tiene en sí misma un principio de bondad y ha nacido para amar, tanto como para percibir, pensar o recordar».
La que Impide el Desarrollo Armónico
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Suprimir la miseria y el miedo a la miseria, dar a todas las clases ocio, comodidad e independencia, y las oportunidades para el desarrollo mental y moral, sería como conducir agua a un desierto. |
Y esta fuerza de las fuerzas, que hoy se desperdicia o toma formas pervertidas, podemos utilizarla para fortalecer, elevar y ennoblecer la sociedad del mismo modo que hoy empleamos energías físicas que antaño sólo parecían fuerzas destructoras. Todo lo que tenemos que hacer es darle libertad y objetivo. La injusticia que produce desigualdad; la injusticia que en medio de la abundancia tortura a los hombres con la miseria o los agobia con el temor a la miseria; que los desmedra en lo físico, los degrada intelectualmente y los pervierte en lo moral, es lo único que impide el desarrollo social armónico. Porque «todo lo que viene de los dioses es providencial. Somos creados para la colaboración, como los pies, como las manos como los párpados, como las filas de dientes de arriba y de abajo».(Marco Aurelio, Meditaciones, libro II )
Hay gente que son incapaces de comprender una situación social mejor que la existente ahora, para quienes la posibilidad de una situación social en que la codicia fuese desterrada, las cárceles estuviesen vacías, la conveniencias individuales se subordinasen al interés colectivo y nadie tratase de robar u oprimir a su prójimo, no es más que un desvarío de visionario. Aunque entre ellas haya quienes escriben libros, ocupan cátedras universitarias o suben a los púlpitos, esta gente no piensa. Si acostumbrasen a comer en estos fonduchos donde los cuchillos y tenedores están encadenados a las mesas, creerían que el hombre tiene la propensión natural a hurtar los cubiertos con que ha comido.
Contemplad una reunión de hombres y mujeres bien educados que comen juntos. No se disputan los manjares, no miran de tomar más que el vecino de al lado; no procuran atiborrarse ni sustraer comida. Por el contrario, cada uno se esmera en atender a su vecino antes de servirse a sí mismo, en ofrecer a otro lo mejor, antes de tomarlo para sí; y si alguno mostrase la más leve propensión a satisfacer su propio apetito de preferencia al de los demás, o a cometer alguna suciedad o ratería, el castigo, pronto y severo, del desprecio social y el ostracismo, probarían que la opinión corriente reprueba semejante conducta.
Diferentes Estados Sociales
Todo esto es tan usual, que no llama la atención, que parece el estado de cosas natural. No obstante, que los hombres no ambicionen alimento no es más natural que el no ambicionar riqueza. Los hombres codician el alimento cuando no están seguros de que haya una justa y equitativa distribución que a cada uno le dé bastante. Pero cuando ya hay seguridad de ello, dejan de ambicionar comida. Igualmente en la sociedad, como está constituida hoy, la gente codicia la riqueza, porque las condiciones de distribución son tan injustas que, en vez de asegurar lo suficiente a cada uno, muchos tienen la certeza de estar condenados a la miseria. «El último mono es el que se ahoga» en la estructura social presente, y esto es la causa de las carreras y rebatiñas por la riqueza, en las que se pisotea toda consideración de justicia, compasión, religión y sentimientos; en las que los hombres olvidan sus propias almas y al borde de la tumba luchan por lo que no pueden llevarse más allá. Pero una equitativa distribución de la riqueza, que librase del temor a la miseria, destruiría la ambición de riqueza del mismo modo que en una sociedad bien educada se ha destruido la avidez por la comida.
Considerad el hecho real de una sociedad culta y refinada, en la cual las pasiones groseras no se refrenan por la fuerza o por la ley, sino por la opinión general y el mutuo deseo de agradar. Si esto es posible para una parte de la sociedad, lo es para toda ella. Hay estados sociales en los cuales todo el mundo ha de ir armado, donde cada uno ha de mantenerse dispuesto a defender con mano fuerte su persona y sus bienes. Si con el progreso hemos superado esta situación, podemos progresar aún más allá.
El Estímulo a Progresar
Se Puede decir, no obstante, que al desterrar la miseria y el temor a ella, se destruiría el estímulo al esfuerzo; la gente, sencillamente, se volvería holgazana, y un estado de bienestar y satisfacción generales sería la muerte del progreso. Este es el argumento de los antiguos dueños de esclavos; que a los hombres no se les lleva al trabajo, si no es con el látigo. Nada hay más falso.
Se puede desterrar la miseria, pero quedará el deseo. El hombre es un animal insatisfecho. Sólo ha comenzado a explorar y tiene ante sí todo el universo. Cada paso que da le abre nuevas perspectivas e inflama nuevos deseos. Es el animal constructor: forma, perfecciona, inventa y junta, y cuanto más grande es lo que hace, tanto más grande es lo que quiere hacer. Es más que un animal. Sea cual fuere la inteligencia que alienta en toda la naturaleza, el hombre está hecha a su semejanza. El buque de vapor, impulsado por su resollante máquina a través de los mares, es, en su género, ya que no en su calidad, una creación, como lo es la ballena que los surca por debajo. El telescopio y el microscopio, ¿qué son sino ojos adicionales que el hombre ha hecho para sí? Los suaves tejidos y bellos colores con que se adornan nuestras mujeres, ¿no corresponden al plumaje que la naturaleza dio al pájaro? El hombre ha de hacer algo o imaginarse que hace algo, porque en él palpita el impulso creador; el que simplemente se tumba al sol, no es un hombre natural, sino un anormal.
No es el trabajo en sí, lo que repugna al hombre; no es la natural necesidad del esfuerzo lo que es una maldición; lo es sólo el esfuerzo que no produce nada, el esfuerzo del cual no se pueden ver los resultados. Afanarse día tras día y no lograr más que lo indispensable para vivir, esto es lo que es penoso de veras; es como el suplicio infernal que obligaba a bombar su pena de ahogarse o a rodar una cabria su pena de ser aplastado. Pero libres de esta necesidad, los hombres trabajarían con más ahínco y mejor, porque entonces lo harían siguiendo sus inclinaciones entonces realmente se darían cuenta de estar haciendo algo para sí mismos o para los demás.
De hecho, el trabajo que mejora la situación de la humanidad, el trabajo que difunde el saber, aumenta el poder, enriquece la literatura y eleva el pensamiento, no se hace para ganarse la vida. No es el trabajo de esclavos impuesto por el látigo del amo o por las exigencias de la vida animal. Es el trabajo de los que lo hacen por el trabajo mismo, y no para comer o beber o vestir u ostentar. En una situación social en que la miseria fuese abolida, el trabajo de esta clase aumentaría enormemente.
Poder Mental Liberado
Me inclino a creer que el resultado de recaudar la renta de la manera que he propuesto, daría lugar a que la organización del trabajo, donde se requieran grandes capitales, tomase la forma cooperativa, puesto que la más equitativa distribución de la riqueza juntaría el capitalista y al trabajador en una misma persona. Pero, que sea o no así, tiene poca importancia. La dura fatiga del trabajo rutinario desaparecería. Los salarios serían demasiado altos y las oportunidades demasiado grandes, para que nadie se viese obligado a reprimir y sofocar las más elevadas cualidades propias, y en toda ocupación el cerebro auxiliaría a la mano. El trabajo, aun el más basto, se volvería agradable. La tendencia de la producción moderna a subdividirse no implicaría monotonía ni mengua de la habilidad del trabajador, puesto que la aliviarían la brevedad de la jornada, la variedad y la alternación de las ocupaciones manuales con las intelectuales.
El mayor de los despilfarros debidos a la actual estructura social es el despilfarro de poder mental. ¡Cuán pequeñísimas son las fuerzas que contribuyen al avance de la civilización, comparadas con las que permanecen latentes! ¡Cuán pocos son los pensadores, los descubridores, los inventores, los organizadoras, en comparación con la gran masa del pueblo! Sin embargo, hombres como estos nacen en abundancia; son las circunstancias las que a tan pocos permiten desarrollar sus facultades.
De lo mejor que hay en nosotros, adquisiciones, posición y hasta carácter, ¡Cuán poco se puede atribuir a nosotros mismos! ¡Cuánto debemos a las influencias que nos han moldeado! ¿Quién hay que sea prudente, instruido, discreto o fuerte, que, al recordar la historia íntima de su vida, no pueda, como el emperador Estoico, dar gracias a los dioses, por haberle proporcionado en todas partes multitud de buenos ejemplos, nobles pensamientos y felices ocasiones? ¿En quién, llegado al meridiano de su vida y mirando a su alrededor, no hallaría eco el pensamiento del piadoso inglés, al ver un criminal yendo al patíbulo: «A no ser por la gracia de Dios, allí hubiera ido yo»? La herencia tiene muy poca importancia, si se compara con el medio ambiente. Este, decimos, es el resultado de mil años de progreso europeo; aquél, el de mil años de petrificación china. Pero situad un niño en el corazón de China y, excepto el ángulo de los ojos y el color del cabello, el caucásico crecería como los que le rodean, hablando igual lenguaje, pensando iguales ideas, demostrando iguales gustos. Trocad en su cuna a lady Vere de Vere por una niña de los barrios bajos, y la sangre de cien condes, ¿haría de aquélla una mujer culta y refinada?
Suprimir la miseria y el miedo a la miseria, dar a todas las clases ocio, comodidad e independencia, el decoro y los refinamientos de la vida y las oportunidades para el desarrollo mental y moral, sería como conducir agua a un desierto. La tierra estéril se revestiría de verdor y los sitios infecundos, de donde la vida parecería desterrada se animarían con la jaspeada sombra de los árboles y el melodioso canto de los pájaros. Talentos ahora ocultos, virtudes insospechadas, brotarían haciendo la vida humana más rica, más completa, más feliz, más noble. Porque en los hombres redondos metidos en huecos triangulares y en los hombres triangulares apretujados en huecos redondos; en estos hombres que malgastan sus energías pugnando por ser ricos; en los que en las fábricas se convierten en máquinas o que la necesidad encadena al banco o al arado; en estos niños que crecen en la sordidez, el vicio y la ignorancia, hay facultades de primera calidad y los talentos más espléndidos. Todo lo que necesitan es la oportunidad para desarrollarlos.
Considerad las posibilidades de un estado de la sociedad que diera esta oportunidad a todos. Dejad que la imaginación complete el cuadro; sus colores son demasiado brillantes para pintarlos con palabras. Figuraos la elevación moral, la actividad intelectual, la vida social. Considerad cómo los individuos de toda colectividad están entrelazados por mil relaciones mutuas y cómo, en el actual estado de cosas, hasta los pocos afortunados que están en el vértice de la pirámide social, han de sufrir, aun sin saberlo, por la miseria, la ignorancia y la degradación que se extiende a sus pies. El cambio que yo propongo sería en bien de todos, hasta del mayor propietario. ¿No estaría más seguro del porvenir de sus hijos, al dejarlos sin un céntimo en tal estado social, que al dejarles la mayor fortuna en éste? Si semejante estado de la sociedad existiera en algún sitio, ¿no pagaría barata la entrada en él, al ceder todas sus propiedades? --
CAPITULO 24
LA LEY DEL PROGRESO HUMANO
¡También éste, oh Roma, será tu destino algún día! |
Cualquiera que sea el origen del hombre, todo lo que sabemos de éste, es en cuanto es hombre, tal como ahora lo encontramos. No hay memoria ni rastro suyo en condiciones inferiores a las que todavía se pueden encontrar entre salvajes. Cualquiera que sea el puente por el cual haya cruzado el vago abismo que hoy lo separa de los irracionales, no queda de él ningún vestigio. Entre los salvajes inferiores de que tenemos noticias y los animales superiores, hay una diferencia irreconciliable, no tan sólo de grado, sino de clase. Los animales inferiores al hombre presentan muchas de las características, acciones y emociones humanas; pero al hombre, por bajo que se halle en la escala de la humanidad, no se le ha encontrado nunca privado de una cosa, de la cual los animales no presentan la menor huella, algo claramente perceptible, pero casi indefinible, que le da la facultad de progresar.
El castor construye un dique, el pájaro un nido, la abeja una celda; pero mientras el dique del castor, el nido del pájaro y la celda de la abeja se construyen siempre según el mismo modelo, la casa del hombre pasa de la tosca cabaña de hojas y ramas a la magnífica mansión provista de todas las comodidades modernas. El perro puede, hasta cierto punto, relacionar la causa con el efecto, y se le pueden enseñar algunas habilidades; pero su capacidad en este sentido no ha mejorado ni por asomo en todos los siglos en que ha sido compañero del hombre progresivo, y el perro de la civilización no es ni pizca más capaz o inteligente que el perro del salvaje errante. No sabemos de ningún animal que use vestidos, cueza sus alimentos, se haga herramientas o armas o tenga un lenguaje articulado. En cambio, a no ser en la fábula, nunca se ha encontrado ni mencionado un hombre que no haga todo esto. Es decir, el hombre, dondequiera que le conocemos, ostenta este poder, esta facultad de completar lo que la naturaleza ha hecho por él, con lo que él hace para sí mismo. Y de hecho, son tan inferiores los dotes físicas del hombre, que en ninguna parte del mundo podría subsistir sin aquella facultad.
En todo tiempo y lugar, el hombre manifiesta esta facultad. Pero el grado en que la emplea varía mucho. Entre la rudimentaria canoa y el buque de vapor, entre el burdo ídolo de madera tallada y el viviente mármol del arte griego, entre las nociones del salvaje y la moderna ciencia, hay una diferencia enorme.
Condiciones del Progreso Social
Los diversos grados en que se emplea esta facultad no pueden atribuirse a diferencias de capacidad original. Los pueblos hoy más adelantados eran salvajes en tiempos históricos, y encontramos las mayores diferencias entre pueblos del mismo linaje. Ni pueden atribuirse por completo a diferencias del ambiente físico; en muchos casos, la cuna del saber y de las artes está hoy ocupada por pueblos en la barbarie. Todas aquellas diferencias están evidentemente ligadas al desarrollo social. Excepto, quizás, en lo más rudimentario, el hombre sólo puede progresar viviendo con sus semejantes. Por esto, todas esas mejoras en los poderes y condiciones del hombre, las resumimos con el término «civilización». El hombre adelanta a medida que se civiliza o aprende a colaborar en la sociedad.
¿Cuál es la ley de este progreso? ¿Por qué principio general podemos explicar los diferentes grados de civilización que han alcanzado las diversas colectividades? ¿En qué consiste esencialmente el progreso de la civilización, que nos permita decir, de las diversas disposiciones sociales, cuáles lo favorecen y cuáles no; o explicar por qué una institución o situación puede en unas épocas adelantarlo y en otras retardarlo?
La Teoría Evolucionista
La creencia reinante es que el progreso de la civilización es un desarrollo o evolución, en el curso del cual las facultades y cualidades humanas aumentan y mejoran por la acción de causas semejantes a las que se admiten para explicar el origen de las especies, a saber, la supervivencia del más fuerte y la transmisión hereditaria de las cualidades adquiridas. En otras palabras, se cree que la civilización es el resultado de fuerzas que poco a poco cambian el carácter y mejoran y elevan las facultades del hombre; y que este mejoramiento tiende a avanzar cada vez más hacia una civilización cada vez más elevada.
En medio de una civilización floreciente, esta teoría del progreso nos parece muy natural. Pero sus defensores, cuando miran el mundo que nos rodea, se encuentran frente a un hecho anómalo: las civilizaciones inmóviles, petrificadas. Con la teoría de que el progreso humano es el resultado de causas generales y continuas, ¿cómo nos explicamos las civilizaciones que han progresado mucho y luego se han paralizado? No se puede decir del hindú y del chino que nuestra superioridad sobre ellos es el resultado de una educación más prolongada; que nosotros venimos a ser como los adultos de la naturaleza, mientras que ellos son los niños. Los hindúes y los chinos eran civilizados cuando nosotros éramos salvajes. Tenían grandes ciudades, gobiernos altamente organizados y poderosos, literatura, filosofía, modales corteses, considerable división del trabajo, vasto comercio y primorosas artes, cuando nuestros antepasados eran bárbaros nómadas, que vivían en chozas y tiendas de piel. Mientras nosotros hemos avanzado desde aquel estado salvaje, ellos se han quedado estancados. De todas las civilizaciones que conocemos un poco, la más inmóvil y fosilizada fue la de Egipto, en la que hasta el arte acabó por adoptar una forma convencional e inflexible. Pero sabemos que, antes de ésta, debió existir una época de vida y vigor, una civilización que se desplegaba lozana y expansiva, como la nuestra, pues de otro modo las artes y las ciencias nunca habrían alcanzado tanta altura. Y excavaciones recientes han sacado a luz, más allá de lo que sabíamos del Egipto, un Egipto aún más antiguo, con estatuas y relieves que, en vez de un tipo rígido y formalista, irradian vida y expresión y muestran un arte animoso, ardiente, natural y libre, señal segura de una vida dinámica y expansiva.
Civilizaciones Detenidas
Si el progreso fuese el resultado de leyes fijas, invariables y eternas que impulsan al hombre adelante, ¿cómo nos explicamos estas civilizaciones detenidas? No es solamente que el hombre haya avanzado tanto en la senda del progreso y luego se haya detenido; es que ha avanzado tanto y luego ha retrocedido. Lo que contradice la teoría no es sólo un caso aislado: es la regla universal. Todas las civilizaciones que hasta hoy el mundo ha visto, han tenido sus fases de crecimiento vigoroso, de parada y estancamiento, de decadencia y caida. De todas las civilizaciones que han nacido y florecido, sólo quedan hoy las que se han detenido y la nuestra, que aún no es tan antigua como lo eran las pirámides, cuando Abraham las contempló y tenían veinte siglos de historia comprobada.
Sin duda alguna, nuestra civilización tiene una base más amplia, es de un tipo más avanzado, se mueve más aprisa y se remonta más alto que cualquier civilización anterior; pero, en este concepto, apenas está más avanzada respecto a la civilización greco-romana, que ésta lo estaba respecto a la civilización asiática; y si Io estuviese, esto no probaría nada en cuanto a su permanencia y futuro avance, mientras no se demuestre que es superior en aquellas cosas que causaron el fracaso definitivo de sus predecesoras. Lo cierto es que nada está más lejos de explicar los hechos de la historia universal que la teoría según la cual la civilización es el resultado de una serie de selecciones naturales que actúan mejorando y elevando las facultades humanas. La civilización ha nacido en diferentes épocas, en diferentes sitios y ha progresado en diferentes medidas, lo cual no es incompatible con dicha teoría, porque puede resultar del diferente equilibrio entre las fuerzas impulsoras y resistentes. Pero es absolutamente incompatible con ella, el hecho de que el progreso no ha sido continuo en níngún sitio, sino que en todas partes se ha detenido o ha retrocedido, Pues si el progreso determinase un mejoramiento de la naturaleza humana, y de este modo originase otro nuevo progreso, por regla general, y aunque hubiera alguna interrupción pasajera, el avance sería continuo, el adelanto conduciría a un nuevo adelanto y la civilización se desenvolvería en civilizaciones superiores.
Imperios Fenecidos
No sólo la regla general, sino la regla universal es lo contrario. La tierra es la tumba de imperios fenecidos, no menos que la de hombres difuntos. En vez de que el progreso prepare a los hombres para un mayor avance, cada civilización que en su época fue vigorosa y progresiva como hoy la nuestra, ha venido a detenerse por sí misma. Una y otra vez el arte ha declinado, la cultura ha decaído, ha menguado el poder y se ha enrarecido la población, hasta que los remanentes de quienes habían erigido famosos templos y poderosas ciudades, desviado ríos, perforado montañas, cultivado el suelo como un jardín y llegado al sumo refinamiento en las minucias de la vida, fueron míseros bárbaros, que ni siquiera recordaban lo que habían hecho sus antepasados y miraban los restos de su anterior grandeza como obra de magia o de la poderosa raza antediluviana. «¡También éste, oh Roma, será tu destino algún dia!», exclamó Escipión llorando sobre las ruinas de Cartago; y la descripción de Macaulay de un neozelandés meditando sobre el arco roto del Puente de Londres, acude a la imaginación, hasta de los que ven levantarse ciudades en el yermo y contribuyen a poner los cimientos de un nuevo imperio. Y así, al erigir un edificio público, dejamos en la piedra angular mayor un hueco en el cual sellamos cuidadosamente algunos recuerdos de nuestros días, previendo el tiempo en que nuestras obras serán ruinas y nosotros mismos seremos olvidados.
La teoría que explica el avance de la civilización por cambios en la naturaleza del hombre, no logra explicar los hechos, pues el pueblo que comienza una nueva civilización nunca ha sido educado y modificado hereditariamente por la anterior, sino que es una raza nueva que viene de un nivel inferior. Los bárbaros de una época han sido los civilizados de la siguiente, a su vez reemplazados por nuevos bárbaros. Hasta ahora, siempre ha sucedido que los hombres, bajo las influencias de la civilización, aunque al principio mejoran, después degeneran. Toda civilización que ha sido subyugada por bárbaros, en realidad ha perecido por la decadencia interna.
Individuos y Naciones
Por esto, ¿hemos de decir que hay una vida nacional o de la raza, como hay una vida Individual? ¿Que todo conjunto social tiene, por decirlo así una cierta cantidad de energía, cuyo consumo lleva necesariamente a la decadencia? Esta es una idea antigua y difundida que de un modo constante e incongruente aparece en los escritos de quienes exponen la teoría evolucionista. Pero, mientras sus individuos se renuevan constantemente con el vigor nuevo de la infancia, una colectividad no puede envejecer, como envejece un hombre, por la decadencia de sus fuerzas. Mientras su fuerza conjunta deba ser la suma de las fuerzas de sus componentes individuales, una colectividad no puede perder fuerza vital, a no ser que la de sus componentes disminuya. Sin embargo, en la comparación vulgar que asemeja el poder vital de una nación al de un individuo, asoma el reconocimiento de una verdad evidente, la certeza de que los obstáculos que acaban por detener el progreso nacen de este mismo progreso, y que las causas que han destruido todas las civilizaciones precedentes, han sido las condiciones creadas por el mismo crecimiento de la civilización.
Diferencias de Civilización. Sus Causas
En toda colectividad numerosa, así como entre distintos grupos o clases, podemos ver diferencias parecidas a las que hay entre civilizaciones distintas, diferencias de saber, creencias, costumbres, gustos y lenguaje, que, en sus extremos entre gente de igual raza y país, aparecen tan marcadas como las que hay entre pueblos civilizados y salvajes. Del mismo modo que en pueblos contemporáneos se pueden hallar aún todas las fases del desarrollo social, a partir de la edad de piedra, también hoy en el mismo país y en la misma ciudad se pueden hallar uno junto a otro grupos que muestran parecidas divergencias. En paises tales como Inglaterra y Alemania, niños de la misma raza, nacidos y criados en el mismo lugar, crecerán hablando el idioma de modo diferente, profesando diversas creencias, siguiendo costumbres diferentes y mostrando gustos distintos; y hasta en un país como los Estados Unidos, se observan diferencias de esta índole, aunque no en igual grado, entre grupos y círculos distintos.
Pero estas diferencias no son, ciertamente, innatas. Ningún niño nace metodista o católico, pronunciando o no la h aspirada. Todas las diferencias que distinguen los diversos grupos o círculos proceden de la asociación dentro de los mismos.
Los jenízaros eran jóvenes que en edad temprana fueron arrebatados a sus padres cristianos, pero no eran musulmanes menos fanáticos, ni mostraban menos todos los rasgos del carácter turco. Los jesuitas y otras órdenes muestran un carácter marcado, pero, ciertamente, este carácter no se perpetúa por transmisión hereditaria. Y hasta asociaciones tales como escuelas y regimientos, cuyos componentes permanecen sólo un corto tiempo en ellas, manifiestan características generales debidas a impresiones mentales perpetuadas por la asociación.
Este conjunto de tradiciones, creencias, costumbres, leyes, hábitos y asociaciones, que nacen dentro de cada colectividad y rodean a cada individuo, es el gran elemento que determina el carácter nacional. Esto, más bien que la transmisión hereditaria, es lo que diferencia al inglés del francés, al alemán del italiano y al americano del chino. De este modo es como se conservan, extienden o cambian los rasgos nacionales.
Atributos Físicos y Mentales
Una raza de hombres con actividad mental no mayor que la de los animales, hombres que solamente coman, beban, duerman y procreen, sin duda podrían, por un tratamiento cuidadoso y selección en la cría y a fuerza de tiempo, adquirir diferencias corporales y de carácter tan grandes como las que por medios parecidos se han obtenido en los animales domésticos. Pero hombres de esa clase no los hay; y en los hombres, tales como son las influencias mentales, actuando a través del espíritu sobre el cuerpo a cada paso, interrumpirían el proceso. Con toda probabilidad, los hombre han estado sobre la tierra más tiempo que varias especies animales. Han estado separados unos de otros bajo diferencias de clima que produce las más marcadas diferencias en los animales, y, sin embargo, las diferencias físicas ente las diversas razas humanas apenas son mayores que la que hay entre caballos blancos y caballos negros; ciertamente no son tan grandes como entre perros de la misma subespecie, por ejemplo entre la distintas variedades de spaniel o de terrier. Y aun respecto a estas diferencias físicas entre razas humanas, los que las explican por la selección natural y la transmisión hereditaria, afirman que fueron producidas cuando el hombre estaba mucho más próximo al animal, es decir, cuando tenía menos entendimiento.
Y si esto es cierto respecto a la constitución física del hombre, ¿cuánto más no lo será respeto a su constitución mental? Venimos al mundo con todos nuestros componentes físicos; pero el entendimiento se desarolla después.
Tomad un número de niños nacidos de los padres más civilizados y llevadlos a un país deshabitado. Suponed que, por algún milagro, se mantienen hasta la edad de cuidarse de sí mismos y ¿qué tendríais? Los salvajes más desvalidos de que tenemos noticia. Tendrían que decubrir el fuego; inventar los más rudimentarios utensilios y armas; formar el lenguaje. En suma, tendrían que tropezar a cada paso, como un niño que aprende a andar, para poseer los conocimientos más sencillos que las razas inferiores poseen ahora. No dudo en lo más mínimo que, con el tiempo, harían todas aquellas cosas, pues todas esas posibilidades están latentes en la mente del hombre, del mismo modo que la facultad de andar está latente en su estructura corporal, pero no creo que las hiciesen mejor o peor, más despacio o más aprisa, que en iguales circunstancias, las harían los niños de padres salvajes. Dados los más elevados poderes mentales que individuos excepcionales hayan desplegado, ¿qué sería de la humanidad, si una generación quedase separada de la siguiente por un intervalo de tiempo como los diecisiete años de la cigarra? Un intervalo como éste reduciría la humanidad, no al salvajismo, sino a un estado, comparado al cual el salvajismo que conocemos parecería civilización.
Semejanza Esencial en la Naturaleza Humana
Por el contrario, suponed que un número de niños salvajes, ignorándolos las madres (pues hasta esto sería necesario para hacer el experimento con imparcialidad), substituyesen a otros tantos niños de la civilización. ¿Podemos suponer que al desarrollarse presentarían alguna diferencia? Creo que nadie que haya tratado diferentes pueblos, pensaría así. La gran lección que así se aprende es que «la naturaleza humana es naturaleza humana en todo el mundo». Y esta lección se puede aprender también en los libros. No me refiero a los relatos de viajeros, porque los informes que los civilizados nos dan en su libros sobre los salvajes, muy a menudo son como los informes que de nosotros darían los salvajes, si pudiesen hacernos visitas a toda prisa y luego escribir libros; hablo de aquellas memorias de la vida e ideas de otros tiempos y otros pueblos, que traducidas a nuestro lenguaje actual, son como reflejo de nuestras propias vidas y destellos de nuestras propias ideas. El sentimiento que inspiran es el de la esencial semejanza de los hombres. «Este es -- dice Emmanuel Deutsch -- el resultado de todas las investigaciones en la historia o en el arte: Eran como nosotros.»
El Hombre Moderno y sus Precursores
No hay pruebas para admitir un mejoramiento mental de la raza dentro de los tiempos que conocemos. ¿Puede la civilización moderna presentar poetas, artistas, arquitectos, filósofos, oradores, estadistas o guerreros mejores que los de la antigua? No hace falta recordar nombres. Cualquier niño de la escuela los conoce. Para nuestros modelos y personificaciones del poder mental, recurrimos a los antiguos. Si pudiésemos suponer que Homero o Virgilio, Demóstenes o Cicerón, Alejandro, Anibal o César, Platón o Lucrecio, Euclides o Aristóteles, volviesen a esta vida, ¿podríamos suponer que fuesen inferiores en algo a los hombres de hoy? O, si tomamos cualquier época, aun la de mayor atraso, posterior a la clásica o cualquier otra anterior que conozcamos algo, ¿no encontraremos hombres que, en las circunstancias y conocimientos de su tiempo, mostraron un poder mental tan elevado como el de los hombres de hoy? Y, entre las razas menos adelantadas, cuando fijamos en ellas nuestra atención, ¿no encontramos hoy hombres que, dentro de sus circunstancias, presentan cualidades mentales tan grandes como pueda mostrarlas la civilización? La invención del ferrocarril, dada la época en que ocurrió, ¿demuestra mayor inventiva que la de la carretilla cuando ésta aún no existía? Nosotros, los hombres de la civilización moderna estamos muy por encima de los que nos han precedido y de las razas contemporáneas menos adelantadas. Pero es porque estamos sobre una pirámide, no porque seamos más altos. Lo que los siglos han hecho por nosotros no es aumentar nuestra estatura, sino levantar una construcción sobre la cual podemos afianzar nuestros pies.
El Papel que Desempeña la Herencia
No digo que todos los hombres posean las mismas capacidades o sean iguales en mentalidad, como tampoco digo que sean iguales en lo físico. Entre los incontables millones que han venido a esta tierra y se han ido de ella, probablemente nunca hubo dos hombres que en lo físico ni en lo mental fuesen exactamente iguales. Ni siquiera digo que no haya diferencias raciales de mentalidad tan claramente marcadas como lo son las diferencias raciales en lo corporal. No niego la influencia de la herencia en la transmisión de peculiaridades mentales, del mismo modo y quizás en el mismo grado en que se transmiten las peculiaridades corporales. Sin embargo, me parece que hay un patrón común y unas proporciones naturales de la mente, como los hay del cuerpo, hacia los cuales todas las desviaciones tienden a regresar. Las circunstancias en que nos encontramos, pueden producir deformaciones, como las producen los «cabezas chatas» comprimiendo el cráneo de sus hijos o los chinos vendando los pies de sus hijas. Pero, así como los niños «cabezas chatas», siguen naciendo con cabeza de forma natural y las niñas chinas con los pies normalmente proporcionados, también la naturaleza parece volver al tipo mental normal. El niño no hereda el saber de su padre, más de lo que hereda el ojo de cristal o la pierna artificial del mismo; el hijo de los padres más ignorantes puede llegar a ser un promotor de la ciencia o un guía del pensamiento.
Las diferencias entre la gente de colectividades de distintos lugares y tiempos, que llamamos diferencias de civilización, son inherentes no al individuo, sino a la sociedad. Resultan, no de diferencias en las unidades, sino de las condiciones en que estas unidades se incorporan a la sociedad
.Importancia del Medio Ambiente Social
Considero que la explicación de las diferencias que distinguen las colectividades es ésta: que cada sociedad, grande o pequeña, teje necesariamente para sí misma una red de saber, creencias, costumbres, lenguaje, gustos, instituciones y leyes. En esta red tejida por cada sociedad (o mejor en estas redes, pues cada colectividad superior a la más sencilla está compuesta de colectividades menores que se superponen y enlazan entre sí), el individuo es recibido al nacer y sigue en ella hasta su muerte. Esta es la matriz en que la mente se desenvuelve y cuyo sello toma. Así es como se desarrollan y perpetúan las costumbres, religiones, prejuicios, gustos y lenguajes. Así es como se transmite la habilidad y se acumula el saber y como los descubrimientos de una época forman la provisión común y el peldaño para la siguiente. Esto, aunque, con frecuencia opone al progreso los más serios obstáculos, es lo que lo hace posible. Es lo que hoy permite a cualquier chico de la escuela aprender en pocas horas más cosas del universo que las conocidas por Ptolomeo y sitúa al más torpe hombre de ciencia muy por encima del nivel alcanzado por la gigantesca inteligencia de Aristóteles.' Esto es para la raza lo que la memoria es para el individuo. Nuestras artes admirables, nuestras trascendental ciencia, nuestros maravillosos inventos, nos han venido de esta manera.
El progreso humano avanza a medida que los adelantos hechos por una generación quedan así asegurados como propiedad común de la siguiente y sirven de punto de partida para otros nuevos adelantos.
El Poder Mental, Motor del Progreso
¿Cuál es, pues, la ley del progreso humano, la ley que ha de explicar clara y terminantemente por qué, aunque probablemente la humanidad comenzó con las mismas facultades y al mismo tiempo, existen ahora tan grandes diferencias en el desarrollo social? No es difícil descubrir esta ley. No pretendo darle precisión científica, sino sólo indicarla.
Los incentivos para el progreso son los deseos inherentes a la naturaleza humana, el deseo de satisfacer las necesidades de índole animal, las de índole intelectual, y las de índole efectiva; el deseo de ser, saber y hacer, deseos que, aun sin ser infinitos, nunca pueden quedar satisfechos, porque crecen a medida que se satisfacen.
La mente es el instrumento con el cual el hombre avanza y con el cual cada avance queda asegurado y convertido en punto de apoyo para nuevos adelantos. Por esto el poder mental es el motor del progreso, y el hombre tiende a avanzar en proporción al poder mental que se aplique a progresar, que se dedique a aumentar el saber, perfeccionar los métodos y mejorar las condiciones sociales.
El trabajo que un hombre puede hacer con su inteligencia tiene un límite, como lo tiene el que puede hacer con su cuerpo; por esto, el poder mental que se puede destinar al progreso es solamente el que sobra después de gastar el exigido por finalidades no progresivas. Estos fines no progresivos, en los cuales se consume poder mental, pueden ser de mantenimiento y de conflicto. Entiendo por mantenimiento, no sólo el de la existencia, sino también el de la posición social y de los avances logrados. Entiendo por conflicto no sólo la guerra y sus preparativos, sino todo gasto de poder mental en la satisfacción del deseo a costa de los demás y en la resistencia a esta agresión.
Comparando la sociedad a un bote, su avance por el agua depende, no del esfuerzo de la tripulación, sino del esfuerzo dedicado a hacerlo avanzar. Este será disminuido por todo gasto de esfuerzo en achicar agua, en luchar los tripulantes entre sí o en bogar en diferentes direcciones.
Requisitos del Progreso
En la soledad, mantener la existencia exige todos los poderes del hombre. El poder mental para aplicaciones más elevadas, sólo se pone en libertad por medio de la asociación de los hombres en colectividades, la cual permite la división del trabajo y todas las economías resultantes de la colaboración de un mayor número. Por esto, la asociación es la primera condición esencial del progreso.
El perfeccionamiento es posible cuando los hombres se reúnen en asociación pacífica, y cuanto más extensa y unida sea ésta, mayores son las posibilidades de perfeccionamiento. Y como el despilfarro de poder mental gastado en lucha será mayor o menor según que, respectivamente, se desatienda o reconozca la ley moral que da a todos una igualdad de derechos, por esto la equidad (o justicia) es la segunda condición esencial del progreso.
Por lo tanto, la asociación en equidad es la ley del progreso.
La asociación libera poder mental para gastarlo en mejorar, y la equidad (o justicia o libertad, pues estos términos significan aquí lo mismo, el reconocimiento de la ley moral) impide la disipación de este poder en luchas estériles
El hombre es social por naturaleza. No necesita que le apresen y domestiquen, para inducirle a vivir con sus semejantes. La extrema incapacidad con que entra en la vida y el largo período necesario para la madurez de sus facultades, requieren el lazo familiar; y éste, como podemos observar, es más extenso y, en toda su extensión, más fuerte entre los pueblos más rudos que entre los pueblos más cultos. Las primeras sociedades son familias, agrandadas hasta tribus, que conservan todavía un mutuo parentesco de consanguinidad, y hasta cuando han llegado a ser grandes naciones, todavía se atribuyen un origen común.
Los hombres tienden al progreso en cuanto se agrupan. Por la mutua colaboración aumentan el poder mental que se puede dedicar al perfeccionamiento, pero en cuanto se provoca el conflicto, o la asociación engendra la desigualdad de condición y poder, esta tendencia al progreso disminuye, se detiene y finalmente se transforma en retroceso.
Por qué Cayó Roma
Mucho antes que los godos o vándalos irrumpiesen a través del cordón de legiones, incluso mientras sus fronteras avanzaban, Roma llevaba la muerte en el corazón. Las grandes propiedades habían arruinado Italia. La desigualdad había secado la fuerza y destruido el vigor del mundo romano. El gobierno pasó a ser un despotismo que ni el asesinato podía moderar; el amor a la patria se convirtió en servilismo; se alardeaba públicamente de los vicios más inmundos; la literatura cayó en puerilidades; se olvidó el saber; comarcas fértiles, sin los estragos de la guerra, quedaron desiertas; por todas partes, la desigualdad produjo la decadencia política, mental, moral y material. La barbarie que arrolló a Roma no vino de afuera, sino de adentro. Era la obligada consecuencia de un sistema que había substituido los pequeños hacendados de Italia por esclavos y colonos y había parcelado las provincias en grandes fincas para las familias del Senado.
El Fundamento de la Civilización
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Yo no sé tocar ningún instrumento de cuerda; pero sí deciros cómo de una aldehuela se hace una ciudad grande y gloriosa. — Temístocles |
En todos sus detalles, así como en sus rasgos principales, el origen y crecimiento de la civilización europea demuestra cuán verdad es que el progreso avanza cuando la sociedad tiende a una asociación más compacta y a una mayor equidad. Civilización es colaboración. Unión y libertad son sus factores. El gran aumento de la asociación, no sólo por el desarrollo de colectividades mayores y más densas, sino por el aumento del comercio y múltiples cambios que mantienen unida cada una de ellas y las enlazan entre sí por separadas que estén; el desarrollo de la ley internacional y municipal; los avances en la seguridad personal y de la propiedad, en la libertad individual y hacia el gobierno democrático; los avances, en suma, hacia el reconocimiento de los iguales derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Esto es lo que ha hecho nuestra civilización moderna tanto más grande y elevada que cualquier anterior a ella. Es lo que, poniendo en libertad el poder mental, ha descorrido el velo de la ignorancia que ocultaba al saber humano todo el globo, excepto una pequeña porción del mismo, el poder mental que ha medido las órbitas de las esferas en revolución y nos hace ver la vida moverse y palpitar en una gota de agua; que nos ha abierto la antecámara de los misterios de la naturaleza y ha leído los secretos de un pasado enterrado hace mucho tiempo; que ha puesto a nuestro servicio fuerzas físicas a cuyo lado los esfuerzos humanos son exiguos, y que ha aumentado el poder productivo con miles de grandes inventos.
Reprobación de la Guerra y la Esclavitud
Con el espíritu de fatalismo que, como ya indiqué, impregna la literatura corriente, esta de moda hablar hasta de la guerra y la esclavitud como medios de progreso humano. Pero la guerra, que es lo contrario de la asociación, no puede ayudar al progreso, sino solamente cuando impide ulteriores guerras o derriba barreras antisociales que por si mismas son una guerra pasiva. En cuanto a la esclavitud, no creo que ninguna vez haya ayudado a establecer la libertad. Desde el más rudo estado en que cabe imaginar al hombre, la libertad, sinónimo de la equidad, ha sido el estímulo y la condición del progreso. la esclavitud nunca ha contribuido ni pudo contribuir al mejoramiento. Tanto si la sociedad consiste en un solo amo y un solo esclavo como si la forman miles de amos y millones de esclavos, la esclavitud trae consigo un despilfarro del poder humano; pues no sólo el trabajo esclavo es menos productivo que el trabajo libre, sino que el poder de los amos se malgasta en retener y vigilar a sus esclavos, desviándose de las direcciones en que está el verdadero progreso. En todos sus aspectos, la esclavitud, como toda otra negación de la igualdad natural de los hombres, ha estorbado e impedido el progreso. En la misma proporción en que la esclavitud desempeña un papel importante en la organización social, el progreso se detiene. Que la esclavitud fuese universal en el mundo clásico es, sin duda, la razón por la cual la actividad mental que tanto pulió la literatura y refinó al arte, nunca acertó a hacer ninguno de los grandes descubrimientos e inventos que distinguen la moderna civilización. En una colectividad esclavista, las clases altas pueden adquirir lujo y refinamiento, pero nunca inventiva. Todo lo que degrada al trabajador y le roba los frutos de su fatiga, sofoca el espíritu de invención e impide utilizar los inventos y descubrimientos, aun cuando se hayan hecho.
Sólo a la libertad le es dado el hechizo que subyuga a los genios mágicos, custodios de los tesoros de la tierra y de las fuerzas invisibles del aire la ley del progreso humano, ¿qué es sino la ley moral? En cuanto la organización social promueve la justicia, reconoce la igualdad de derechos entre los hombres y asegura a todos la perfecta libertad que sólo está limitada por la igual libertad de los demás, la civilización ha de progresar. En cuanto deja de actuar así la civilización que avanza, se estanca y retrocede.
CAPITULO 25
COMO PUEDE DECAER LA CIVILIZACIÓN MODERNA
Según la ley que hemos averiguado, las condiciones del progreso son la asociación y la equidad. Desde la época en que, por vez primera, podemos discernir los destellos de la civilización en medio de las tinieblas que siguieron a la caída del Imperio de Occidente, el desarrollo moderno se ha encaminado hacia la igualdad política y legal; a la abolición de la esclavitud; a la derogación de la servidumbre personal; a la supresión de privilegios hereditarios; a la substitución del gobierno arbitrario por el parlamentario; a la libertad de criterio en cuestiones religiosas; a la más igual seguridad personal y de propiedad de los de clase alta y baja, débiles y fuertes; a la mayor libertad de movimiento y ocupación; de palabra y de imprenta. La historia de la moderna civilización es la historia de los avances en este sentido, de las luchas y triunfos de la libertad personal, política y religiosa. Y la ley general se manifiesta en que, a medida que esta tendencia se ha afirmado, la civilización ha avanzado, mientras que, al reprimir o retrogradar dicha tendencia, la civilización se ha paralizado.
Donde hay algo así como una equitativa distribución de la riqueza, cuanto más democrático sea el gobierno, mejor será éste; pero donde hay una gran desigualdad en la distribución de la riqueza, cuanto más democrático sea el gobierno, peor será éste; porque, aunque una democracia corrompida no puede en sí misma ser peor que una autocracia corrompida, sus efectos sobre el carácter nacional serán peores. Dar el sufragio a vagabundos, a indigentes, a hombres para los cuales la ocasión de trabajar es una dádiva, a hombres que han de mendigar, robar o morirse de hambre, es invocar la destrucción. Poner el poder político en manos de hombres amargados y degradados por la pobreza es como atar teas encendidas a unas zorras y soltarlas entre las mieses, es arrancar los ojos a un Sansón y ceñir sus brazos a las columnas de la vida nacional.
Para transformar un gobierno republicano en el despotismo más vil y más cruel, no es necesario cambiar la forma de sus instituciones o abandonar la elección popular. Después de César, pasaron siglos antes que el dueño absoluto del mundo romano pretendiese gobernar de otro modo que con la autorización de un Senado que temblaba ante su presencia.
La forma no es nada cuando el espíritu ha desaparecido, y las formas de gobierno popular son las que el espíritu de la libertad abandona más fácilmente. Los extremos se tocan, y un gobierno por sufragio universal e igualdad teórica, en circunstancias que inciten al cambio, puede con la mayor facilidad convertirse en despotismo. Porque allí el despotismo se impone en nombre del pueblo y con el poder del pueblo. Una vez conseguida la única fuente de poder, todo se consigue. No hay clases oprimidas a que recurrir, ni clases privilegiadas que, defendiendo sus derechos, puedan defender los de todos. No queda dique que detenga la inundación, ni altura paro salvarse de ella.
Los azares de la sucesión hereditaria o de la elección por la suerte (el sistema de algunas de las repúblicas de la antigüedad) pueden a veces colocar en el poder al sabio y al justo; pero en una democracia corrompida, la tendencia siempre es dar el poder al peor. La honradez y el patriotismo llevan la carga, triunfa la desaprensión. Los mejores gravitan hacia el fondo, los peores flotan a lo alto y los viles sólo se verán desposeídos por otros más viles. Como que el carácter nacional se ha de asimilar gradualmente, las cualidades con que se gana el poder y, por consiguiente, el respeto, se extiende la opinión desmoralizada que, en el largo transcurso de la historia vemos una y otra vez, transformando razas de hombres libres en razas de esclavos. Un gobierno democrático corrompido, corrompe al fin al pueblo, y cuando el pueblo se degrada no cabe resurrección. La vida ha huido, sólo permanece la carroña: ya sólo falta que el arado del destino la oculte bajo tierra.
Esta transformación del gobierno popular en un despotismo del tipo más vil y más degradante, que irremisiblemente ha de resultar de la desigual distribución de la riqueza, no es cosa de un porvenir remoto. Ha empezado ya y avanza rápidamente ante nuestros ojos. Se vota con más despreocupación; cuesta más despertar al pueblo con la necesidad de reformas y es más difícil llevarlas a cabo; las diferencias políticas dejan de ser diferencias de principios, y las ideas abstractas están perdiendo su poder; los partidos caen bajo la dirección de lo que en el gobierno general serían oligarquías y dictaduras. Todo esto son pruebas de decadencia política.
Las corrientes inferiores de estos tiempos, parecen arrastrarnos de nuevo hacia las antiguas condiciones de que soñábamos habernos librado. El desarrollo de las clases artesanas y comerciantes quebrantó gradualmente el feudalismo cuando había llegado a ser tan completo que los hombres suponían el cielo organizado en forma feudal y atribuían a la primera y la segunda persona de la Trinidad los respectivos cargos de soberano y feudatario supremo. Pero ahora, el desarrollo de las industrias y el cambio, actuando en una organización social en que la tierra se ha convertido en propiedad particular, amenaza con obligar a todo trabajador a buscarse un dueño. Nada parece escapar a esta tendencia. En todas partes la producción tiende a tomar una forma en la cual hay un señor y muchos servidores. Y cuando uno es amo y los otros sirven, aquél mandará a éstos aun en asuntos como el voto.
Ante nuestros ojos se van minando los cimientos mismos de la sociedad, mientras nos preguntamos, ¿cómo es posible que se destruya una civilización como ésta, con sus ferrocarriles, su prensa diaria y sus telégrafos? Mientras la literatura respira la creencia de que hemos dejado atrás, y en el porvenir seguiremos dejando cada vez más lejos el estado salvaje, hay indicios de que en realidad estamos retrocediendo hacia la barbarie.
Aunque no podamos decirlo abiertamente, la fe general en las instituciones democráticas disminuye y se debilita allí donde han alcanzado su más pleno desarrollo; ya no se cree confiadamente como antaño en la democracia como origen de la prosperidad nacional. Los hombres pensadores empiezan a ver sus peligros, sin ver el modo de evitarlos; están empezando a admitir la opinión de Macaulay (Nota) y a desconfiar de la de Jefferson. Poco a poco el pueblo se está acostumbrando a la creciente corrupción; el signo político de peor agüero es la difusión de un sentir que o bien duda que haya un hombre honrado en cargos públicos o lo cree tonto de no aprovechar la ocasión. Es decir, el pueblo mismo se está corrompiendo.
(Nota) Véanse las cartas de Macaulay a Randall, biógrafo de Jefferson. |
Cualquiera que piense verá claro a dónde lleva esta marcha. Cuando la corrupción sea crónica, el espíritu público se pierda, la tradición del honor, la virtud y el patriotismo se debiliten, se desprecie la ley y no quede esperanza en las reformas; entonces; en las masas enconadas se engendrarán fuerzas volcánicas que, al presentárseles una ocasión propicia, romperán y destruirán. Hombres fuertes y sin escrúpulos, aprovechando la ocasión, se convertirán en intérpretes de los deseos ciegos y pasiones violentas del pueblo y barrerán las instituciones, desprovistas ya de vitalidad. La espada volverá a ser más poderosa que la pluma y, en el desenfreno de la destrucción, la fuerza bruta y la locura salvaje alternarán con el letargo de una civilización decadente.
¿De dónde vendrán los nuevos bárbaros? Id por los barrios míseros de las grandes ciudades y ya ahora veréis sus hordas agolpadas. ¿Cómo perecerá el saber? Los hombres dejarán de leer y los libros prenderán incendios o se convertirán en cartuchos.
Sobresalta pensar cuán débiles huellas quedarán de nuestra civilización, si pasa por las angustias que acompañaron la decadencia de todas las civilizaciones anteriores. El papel no dura tanto como el pergamino, ni nuestros más firmes edificios y monumentos pueden compararse en solidez con los templos labrados en la roca y los titánicos edificios de las antiguas civilizaciones. Y la inventiva nos ha dado no sólo el vapor y la imprenta, sino también el petróleo, la nitroglicerina y la dinamita.
No obstante, insinuar en el día de hoy la posibilidad de que nuestra civilización decaiga, parece el colmo del pesimismo. Las tendencias especiales a que he aludido son evidentes para quienes piensan, pero, para la mayoría de éstos, así como para las grandes masas, la fe en el verdadero progreso es todavía hondo y fuerte, es una creencia fundamental que no admite ni la sombra de una duda.
Pero cualquiera que medite sobre ello, verá que, necesariamente, así ha de ocurrir donde el adelanto se convierte en retroceso. Porque en el desarrollo social, como en todas las demás cosas, el movimiento tiende a persistir en línea recta, y por esto, donde ha habido un anterior adelanto, cuesta muchísimo reconocer la decadencia, aunque haya comenzado de pleno; hay una tendencia casi irresistible a creer que el movimiento adelante, que ha sido progreso y sigue marchando, es todavía progreso. La red de creencias, costumbres, leyes, instituciones y hábitos, constantemente tejida por cada colectividad, y que produce en el individuo envuelto en ella todas las diferencias de carácter nacional, no se desenreda nunca. Es decir: en la decadencia de la civilización, los pueblos nunca bajan por el mismo camino que subieron.
Y fácilmente se ve que el retroceso de la civilización, que sigue a un período de progreso, puede ser tan gradual que en su tiempo no llame la atención; que, por desgracia, la mayoría de la gente necesariamente ha de tomar la decadencia por adelanto. Por ejemplo, hay una enorme diferencia entre el arte griego del período clásico y el del Bajo Imperio; sin embargo, el cambio fue acompañado o más bien causado por un cambio del gusto. Los artistas que con más presteza siguieron este cambio, fueron en su época considerados como los mejores. Y lo mismo ocurrió en la literatura. Al volverse más insulsa, pueril y ampulosa, lo haría obedeciendo a un gusto alterado, que tomaría su creciente debilidad por una creciente fuerza y belleza. El escritor realmente bueno no encontraría lectores; se le consideraría rudo, seco o pesado. Y así declinaría el drama; no porque faltasen excelentes obras, sino porque el gusto dominante fue, cada vez más, el de una clase menos culta que, naturalmente, tendría por lo mejor en su clase aquello que más admiraba. Y así también en la religión, las supersticiones añadidas por un pueblo supersticioso serían consideradas por éste como mejoras. Cuando empieza la decadencia, el retorno a la barbarie, donde no sea considerado en sí mismo como un progreso, parecerá necesario para hacer frente a las exigencias de los tiempos.
No es preciso investigar si, en las actuales corrientes de opinión y gusto, hay ya señales de retroceso; pero hay muchas cosas que indiscutiblemente demuestran que nuestra civilización ha llegado a un período crítico y que, de no dársele un nuevo impulso hacia la equidad social, quizás en el porvenir, el siglo XIX será considerado como el de su apogeo.
La tendencia a la desigualdad, que es la obligada consecuencia del progreso material donde la tierra está monopolizada, no puede ir mucho más allá sin llevar nuestra civilización hacia el sendero de bajada que tan fácilmente se emprende y tanto cuesta abandonar. En todas partes la creciente intensidad de la lucha por la vida, la creciente necesidad de poner en tensión todos los nervios para no ser arrollado y pisoteado en la rebatiña por la riqueza, está agotando las fuerzas que obtienen y conservan los perfeccionamientos. Cuando en una bahía o en un río, la marea pasa del flujo al reflujo, no lo hace de golpe, sino que en algunos puntos aún sube, mientras en otros ya empieza a bajar. Que el sol pasa por el mediodía, sólo se ve en la dirección que toman las acortadas sombras, pues el calor del día sigue aumentando. Pero tan seguro como que a la pleamar sigue el reflujo y al descenso del sol la oscuridad, es que, aunque el saber siga aumentando y la invención adelante y nuevos estados se pueblen y las ciudades se extiendan todavía, la civilización ha empezado a decaer cuando, en proporción a la población, hemos de construir más y más cárceles, más y más asilos y más y más manicomios. No es de arriba abajo como mueren las sociedades; es de abajo arriba.
Hay un sentimiento vago, pero general, de desilusión; una creciente amargura entre las clases trabajadoras y una extensa sensación de inquietud. Esto, si fuese acompañado de una idea precisa sobre la manera de lograr el alivio, sería un signo de esperanza, pero no es así. Aunque hace tiempo que la escuela se ha generalizado, la común facultad de relacionar efecto y causa no parece haber mejorado ni un ápice.
Qué cambio puede venir, ningún mortal puede decirlo, pero que algún gran cambio ha de venir, los hombres reflexivos empiezan a sentirlo. El mundo civilizado se estremece al borde de un gran movimiento. 0 bien será un salto adelante que abra paso a progresos aún no soñados o será un hundimiento que nos retornará a la barbarie. .
CAPITULO 26
EL LLAMAMIENTO DE LA LIBERTAD
La verdad a que nos ha llevado la parte político-económica de nuestra investigación, se observa claramente en la subida y caída de las naciones y en el crecimiento y decadencia de la civilización. Concuerda con los arraigados conceptos de relación y consecuencia que llamamos ideas morales.
Esta verdad implica a la vez una amenaza y una promesa. Los males que brotan de una injusta y desigual distribución de la riqueza, no son incidentes del progreso, sino tendencias que han de detenerlo; no se curarán por sí solos, sino que, por el contrario, si no se suprime su causa, han de aumentar más y más, hasta que nos retrograden a la barbarie por el camino que siguieron todas las civilizaciones pretéritas. Esos males no los imponen las leyes naturales. Proceden únicamente de desarreglos sociales que infringen las leyes naturales; y al suprimir su causa, daremos un enorme impulso al progreso.
Al consentir el monopolio de las oportunidades que la naturaleza ofrece generosamente a todos, hemos desairado el principio fundamental de la justicia. Pero al suprimir esta injusticia y asegurar los derechos de todos los hombres a las oportunidades naturales, nos ajustaremos a la ley, extirparemos la gran causa de la antinatural desigualdad en la distribución de la riqueza y el poder; aboliremos la pobreza; amansaremos las crueles pasiones de la codicia; secaremos las fuentes del vicio y la miseria; alumbraremos las tinieblas con la lámpara del saber; daremos nuevo vigor a la invención y un nuevo impulso al descubrimiento; sustituiremos la debilidad política con la fuerza política; y haremos imposibles la tiranía y la anarquía. La reforma que he propuesto está de acuerdo con todo lo que política, social y moralmente es deseable. Tiene las cualidades de una verdadera reforma, porque facilitaría todas las demás reformas. No es otra cosa que la realización de la letra y el espíritu de la verdad enunciada en la Declaración de la Independencia Americana, la verdad evidente que es el corazón y el alma de la Declaración: «Que todos los hombres han sido creados iguales; que su Creador les dotó de ciertos derechos inalienables; que entre éstos se hallan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.»
Estos derechos se niegan al negar el igual derecho a la tierra, en la cual y de la cual el hombre ha de vivir forzosamente. La igualdad de derechos políticos no compensa la negación del igual derecho a los dones de la naturaleza. Cuando se niega el igual derecho a la tierra, al aumentar la población y progresar los inventos, la libertad política se convierte simplemente en la libertad de competir para emplearse por salarios de hambre.
Honramos la Libertad en el nombre y en la forma. Le levantamos estatuas y cantamos sus alabanzas. Pero no hemos confiado plenamente en ella. Y, con nuestro avance, crecen también sus exigencias. ¡No quiere que se le sirva a medias!
¡Libertad! es una palabra para conjurar, no para cansar el oído con frívolas bravatas. Porque Libertad significa Justicia y Justicia es la ley natural, la ley de salud, armonía y vigor, la ley de la fraternidad y la colaboración.
Quienes creen que la Libertad ya cumplió su misión al abolir los privilegios hereditarios y dar a los hombres el voto, los que piensan que ya no tiene que ver con los asuntos cotidianos de la vida, no han visto su verdadera grandeza; para ellos los poetas que la cantaron fueron vanos copleros, y sus mártires, insensatos. Como el sol es señor de la vida y de la luz; como sus rayos no sólo perforan las nubes, sino que nutren todo desarrollo, surten todo movimiento, y, de lo que sin ellos fuera una masa inerte y fría, engendran seres en infinita variedad y belleza, así es la libertad para los hombres. No es por una idea abstracta por lo que los hombres han luchado y sucumbido y en todas las épocas se han levantado los defensores de la Libertad y sus mártires han sufrido.
Decimo que la Libertad es una cosa y la virtud, la riqueza, el saber, la invención, el vigor nacional y la independencia patria son otras cosas. Pero, de todas éstas, la Libertad es la fuente, la madre, la condición necesaria. Es para la virtud como la luz para el color; para la riqueza como el sol para el trigo; para el saber como los ojos para la vista. Es el genio de la invención, el músculo de la robustez del país, el espíritu de la independencia nacional. Donde la Libertad se levanta, crece la virtud, aumenta la riqueza, cunde el saber, la invención multiplica el poder del hombre, y la nación más libre sobresale en fuerza y valor entre sus vecinas como Saúl entre sus hermanos, más alta y más bella. Donde la Libertad se hunde, se marchita la virtud, mengua la riqueza, se olvida el saber, cesa la invención, y los imperios, un día poderosos en las armas y las artes, se convierten en indefensa presa de bárbaros más libres
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Solamente en destellos truncados y con luz parcial, el sol de la Libertad ha brillado entre los hombres, y, no obstante, ha engendrado todo el progreso.
La Libertad vino a una raza de esclavos humillados bajo el látigo de los egipcios, y los sacó de la casa de la esclavitud. Ella los fortaleció en el desierto, y de ellos hizo una raza de conquistadores. El libre aliento de la ley mosaica arrebató a sus pensadores a las alturas desde donde contemplaron la unidad de Dios, e inspiró a sus poetas estrofas que aún expresan la mayor exaltación del pensamiento. La Libertad amaneció en la costa fenicia, y las naves pasaron las Columnas de Hércules para surcar el mar tenebroso. Derramó una luz parcial sobre Grecia, y el mármol se animó en formas de ideal belleza, la palabra sirvió de instrumento a las ideas más sutiles y, contra la exigua milicia de las ciudades libres, las incontables huestes del Gran Rey se estrellaron cual olas contra la roca. Vertió sus rayos sobre las parcelas de los pequeños hacendados de Italia, y de su energía nació un poder que conquistó el mundo. Se reflejó en los escudos de los guerreros germánicos, y Augusto lloró sus legiones. Saliendo de la noche que siguió a su eclipse, sus oblicuos rayos cayeron nuevamente sobre ciudades libres, y renació un saber olvidado, comenzó la moderna civilización y un nuevo mundo fue descubierto; y al crecer la Libertad, crecieron también el arte, la riqueza, el poder, la ciencia y el refinamiento.
¿No confiaremos en ella?
En nuestra era, como en anteriores, se arrastran las insidiosas fuerzas que, produciendo desigualdad, destruyen la Libertad. El horizonte empieza a nublarse. De nuevo, la Libertad nos llama. Hemos de continuar siguiéndola; hemos de confiar plenamente en ella. O la acogemos por completo o no permanecerá. No basta que los hombres voten; no basta que, en teoría, sean iguales ante la ley. Han de tener libertad para aprovechar las oportunidades y medios de vida; han de estar en igualdad de condiciones respecto a los dones de la naturaleza. O esto o la Libertad retirará su luz. O esto o vendrán las tinieblas, y las mismas fuerzas desarrolladas por el progreso, se convertirán en poderes de destrucción. Esta es la ley universal. Esta es la lección de los siglos. Si sus cimientos no descansan sobre la justicia, la estructura social no puede sostenerse.
Nuestra institución social primaria es una negación de la justicia. Al permitir que un hombre posea la tierra sobre la cual y de la cual han de vivir otros hombres, hemos convertido a éstos en esclavos, en un grado que aumenta a medida que el progreso material avanza. Esta es la alquimia sutil que, por caminos invisibles, quita a las masas de todos los países civilizados el fruto de su penoso esfuerzo, que, en vez de la esclavitud abolida, instituye otra más dura y más desamparada, y que de la libertad política engendra el despotismo.
Esto es lo que convierte los beneficios del progreso material en maldición. Lo que amontona seres humanos en sótanos malsanos e inmundas viviendas; llena cárceles y burdeles; atormenta los hombres con la miseria y los consume con la codicia; roba la gracia y la belleza de la perfecta feminidad; y arrebata a los niños la alegría y la inocencia de la aurora de la vida.
Una civilización fundamentada así, no puede subsistir. Las leyes eternas del universo lo prohíben. Las ruinas de los imperios extintos confirman y el testimonio de las conciencias responde que no puede ser. Algo más grande que la benevolencia, más augusto que la caridad -- la Justicia misma -- nos exige que reparemos este agravio. La Justicia, que no será denegada, que no puede ser eludida; la Justicia que, con la balanza, lleva la espada. ¿Esquivaremos el golpe con liturgias y oraciones? Cuando los niños gimen hambrientos y las madres extenuadas lloran, ¿podremos, levantando Iglesias, desviar los decretos de la ley inmutable?
Aunque emplee el lenguaje de la plegaria, es blasfemia lo que atribuye a los inescrutables decretos de la Providencia el dolor y el embrutecimiento que vienen de la pobreza; dirigir las manos en súplica al Padre de todos y hacerle responsable de la miseria y el crimen de nuestras grandes ciudades. Un hombre compasivo hubiera ordenado mejor el mundo; un hombre justo aplastaría con el pie un hormiguero tan ulceroso. No es el Todopoderoso, sino nosotros, los que somos responsables del vicio y la miseria que emponzoñan nuestra civilización. El Creador nos colma con sus dádivas, que sobran para todos. Pero, como cerdos que se disputan la comida, las pisoteamos en el cieno, mientras nos desgarramos unos a otros.
Hoy, en los mismos centros de nuestra civilización, hay miseria y sufrimiento bastante para agobiar el corazón de quien no cierra los ojos y no tenga nervios de acero. ¿Osaremos volvernos al Creador pidiéndole alivio? Supongamos que nuestra súplica fuese escuchada y que brillara el sol con mayor potencia; que una nueva fuerza impregnase el aire; un nuevo vigor el suelo; que por una hoja de pasto que hoy crece, crecieran dos, y que la semilla que da cincuenta diera cien. ¿Disminuiría la pobreza o se aliviaría la necesidad? ¡No, evidentemente, no! Cualquier buen resultado que se obtuviese, sólo sería pasajero. Los nuevos poderes del universo material sólo podrían ser utilizados por medio de la tierra. Mientras la tierra siguiese siendo propiedad particular, las clases que ahora monopolizan la generosidad del Creador, monopolizarían todas sus nuevas dádivas. Las rentas subirían, pero los salarios continuarían al nivel de la simple subsistencia.
¿Es posible que de este modo los dones del Creador puedan ser usurpados impunemente? ¿Es cosa leve que al trabajo se le usurpe su ganancia, mientras la codicia se revuelca en la riqueza, que los más hayan de pasar hambre, mientras los menos se atiborran? Acudid a la historia, y en cada página se puede aprender que este agravio nunca queda impune; que Némesis, que sigue. a la injusticia, nunca duerme ni vacila. Mirad hoy a vuestro alrededor. ¿Puede continuar esta situación? ¿Podemos decir siquiera: «Después de nosotros, el diluvio»? No. Los pilares del Estado se estremecen también ahora, y ardientes fuerzas sacuden los mismos cimientos de la sociedad que las comprime. La lucha que ha de vivificarnos o arrastrarnos a la ruina está próxima, si no está ya entablada.
El ¡fiat! creador ha proseguido. Con el vapor y la electricidad y los nuevos poderes nacidos del progreso, han venido al mundo nuevas fuerzas, que, o bien nos propulsarán hacia una mayor altura, o bien nos aplastarán, como han aplastado todas las naciones y civilizaciones precedentes. Entre las ideas democráticas y la organización aristocrática de la sociedad hay un conflicto irreconciliable. No podemos continuar permitiendo que los hombres voten y obligándoles a vagabundear. No podemos seguir educando a los niños y niñas en nuestras escuelas públicas y al mismo tiempo negarles el derecho a ganarse honradamente la vida. No podemos seguir charlando de los inalienables derechos del hombre, y al mismo tiempo negando el inalienable derecho a la generosidad del Creador.
Pero si, mientras aún hay tiempo, nos volvemos a la Justicia, si confiamos en la Libertad y la seguimos, desaparecerán los peligros que nos acosan, y las fuerzas que nos amenazan se convertirán en agentes de encumbramiento. Pensad en los poderes hoy despilfarrados, los infinitos campos del sabor aún inexplorados, las posibilidades que los grandes inventos de este siglo nos insinúan. Abolida la miseria; trocada la codicia en nobles pasiones; ocupando la fraternidad, nacida de la equidad, el sitio de la envidia y el temor que ahora alinean a unos hombres contra otros; liberado el poder mental en condiciones que den bienestar y ocio al más humilde, ¿quién puede medir la altura a que puede remontarse nuestra civilización? ¡Las palabras no alcanzan a expresarlo! Es la Edad de Oro cantada por la poesía y revelada en las sublimes metáforas de los profetas. Es la gloriosa visión que siempre ha obsesionado al hombre con destellos de vacilante resplandor. Es la visión de aquél, cuyos ojos se cerraron en éxtasis en Patmos. ¡Es la culminación del Cristianismo, la Ciudad de Dios sobre la tierra, con sus murallas de jaspe y sus puertas nacarinas! ¡Es el reinado del Príncipe de la Paz!
CAPITULO 27
CONCLUSIÓN
La verdad que he procurado esclarecer no será aceptada fácilmente. Si pudiera serlo, hace tiempo que se habría admitido; si pudiera serlo, nunca se la habría ofuscado. Pero hallará amigos que trabajarán por ella; sufrirán por ella; si es preciso morirán por ella. Tal es el poder de la Verdad.
¿Prevalecerá al fin? Al fin, sí. Pero, en nuestros tiempos o en tiempos en que se conserve alguna memoria de nosotros, ¿quién osará afirmarlo?
Para el que, viendo la privación y la miseria, la ignorancia y el embrutecimiento causados por instituciones sociales injustas, procura remediarlas en la medida de sus fuerzas, hay desengaños y amarguras. Así ha sucedido desde tiempo antiguo. Así ocurre también ahora. Pero la idea más amarga, que a veces alcanza al mejor y al más valiente, es la de la ineficacia del esfuerzo, la inutilidad del sacrificio. ¡A cuán pocos de los que siembran la semilla les es dado verla crecer y aun saber con certeza que crecerá!
No nos engañemos. Una y otra vez se ha levantado en el mundo la bandera de la Verdad y la Justicia y una y otra vez ha sido pisoteada, a menudo revolcada en sangre. Si le basta a la Justicia levantar la cabeza para ahuyentar la injusticia, ¿por qué han de oírse tanto tiempo los lamentos de los oprimidos?
Sin embargo, para quienes ven la Verdad y quieren seguirla, para los que reconocen la Justicia y quieren defenderla, el éxito no es el único propósito. ¡El éxito! Con frecuencia la falsedad y la injusticia pueden darlo. La Verdad y la Justicia, ¿no han de tener algo para dar, algo que sea muy suyo por derecho propio, suyo en esencia y no por accidente?
Que lo tienen siempre, lo saben todos los que han sentido su exaltación. Pero a veces se agolpan nubarrones. Es triste, muy triste, leer la vida de los que hicieron algo por sus semejantes. A Sócrates le dieron la cicuta; a Graco lo mataron a palos y pedradas; y a Uno, el más grande y puro de todos, lo crucificaron.
En esta investigación he seguido el curso de mi propio pensamiento. Cuando mentalmente la emprendí, no tenía teoría alguna que defender, ni conclusión alguna que probar. Solamente, cuando contemplé la repugnante miseria de una gran ciudad, espantado y afligido, no hubiera descansado, pensando cuál era su causa y cómo se podía remediar.
Pero, de esta investigación he sacado algo que no pensaba encontrar, y una fe que había muerto, revive.
El anhelo de una vida futura es natural y profundo. Crece con el desarrollo intelectual y quizá nadie lo sienta más realmente que los que han empezado a ver cuán grande es el universo y cuán infinitas son las perspectivas que cada adelanto del saber nos presenta, perspectivas cuya exploración nos requeriría nada menos que una eternidad. Pero, en el ambiente intelectual de nuestros tiempos, a la gran mayoría de hombres en quienes las sencillas creencias han perdido su base, les parece imposible considerar este anhelo, a no ser como una esperanza vana e infantil, nacida del egotismo humano y sin el menor fundamento o garantía, y que, por el contrario, parece incompatible con los conocimientos positivos.
Cuando averiguamos el origen y hacemos el análisis de las ideas que de este modo destruyen la esperanza en una vida futura, pienso que hallaremos su raíz, no en revelación alguna de las ciencias físicas, sino en ciertas enseñanzas de la ciencia política y social que se han infiltrado profundamente en todas las direcciones del pensamiento. Tienen su raíz en las doctrinas de que hay una tendencia a procrear más seres humanos de los que se pueden sustentar, de que el vicio y la miseria resultan de las leyes naturales y son el vehículo del progreso humano y de que éste se verifica por una lenta evolución de la raza. Estas doctrinas, que, en general, se admiten como verdades probadas, hacen lo que (excepto cuando la interpretación científica se tiñe con ellas) el desarrollo de las ciencias físicas no hace: reducen al individuo a la insignificancia; destruyen la idea de que el orden del universo pueda tener miramiento alguno con su existencia o reconocer lo que llamamos cualidades morales.
Es difícil reconciliar la idea de la inmortalidad del alma con la idea de que la naturaleza derrocha hombres trayéndolos constantemente a la vida donde no hay sitio para ellos. Es imposible reconciliar la idea de un Creador inteligente y benéfico con la creencia de que la miseria y la degradación que le toca en suerte a tan gran parte de la humanidad resulten de los decretos de Aquél. Y la idea de que el hombre en lo mental y lo físico es el resultado de lentas modificaciones perpetuadas por la herencia, sugiere irresistiblemente la idea de que el objeto de la existencia humana no es la vida del individuo, sino la vida de la raza. De este modo se ha desvanecido en muchos de nosotros y se está desvaneciendo en muchos más aquella fe que, para las luchas de la vida, es el apoyo más fuerte y el más hondo consuelo.
En el transcurso de nuestra investigación, hemos hallado estas doctrinas y vimos su falsedad. Hemos visto que la población no tiende a sobrepasar las subsistencias. Hemos visto que el despilfarro de fuerzas humanas y la profusión del dolor humano no proceden de las leyes naturales, sino de la ignorancia y el egoísmo de quienes rehúsan adaptarse a ellas. Hemos visto que el progreso no se efectúa cambiando el modo de ser del hombre, sino que, por el contrario, la naturaleza humana es, en general, siempre la misma.
Así se destruye la pesadilla que destierra del mundo actual la creencia en una vida futura. No es que se eliminen todas las dificultades, pues, por más vueltas que demos, venimos a parar a lo que no podemos comprender; pero se eliminan las dificultades que parecían terminantes e insuperables. Y así nace la esperanza.
Pero esto no es todo.
La Economía Política ha sido llamada la ciencia aciaga y, tal como se la suele enseñar, es decepcionante y desalentadora. Pero esto ocurre, como ya hemos visto, solamente porque se la ha degradado y encadenado, se han descoyuntado sus verdades, ignorado sus armonías, amordazado su palabra y transformado su protesta contra el mal en una defensa de la injusticia. Liberada, como he procurado liberarla, en su propia armonía, la Economía Política irradia esperanza.
Porque, bien comprendidas, las leyes que gobiernan la producción y distribución de la riqueza, demuestran que la privación y la injusticia del presente estado social no son inevitables. Por el contrario, demuestran que es posible un estado social en el que se desconozca la pobreza y en el que todas las mejores cualidades y más altas facultades de la naturaleza humana hallen oportunidad para desarrollarse completamente.
Y además, cuando vemos que el desarrollo social no es gobernado por una especial providencia ni por un destino cruel, sino por una ley que es a la vez inmutable y benéfica; viendo que la voluntad humana es el gran factor y que, considerando a los hombres como conjunto, su situación es la que ellos mismos se crean; viendo que la ley económica y la ley moral son esencialmente una sola cosa, y que la verdad adquirida por el penoso esfuerzo de la inteligencia, no es sino la que el sentido moral alcanza por una rápida intuición; entonces, un torrente de luz irrumpe en el problema de la vida individual. Los incontables millones de hombres como nosotros que por esta tierra pasaron y siguen pasando, con sus alegrías y tristezas, sus esfuerzos y afanes, sus anhelos y temores, su fuerte percepción de cosas más profundas que los sentidos, sus sentimientos comunes en que se fundan los credos más divergentes, sus pequeñas vidas, ya no parecen un derroche sin objeto.
El gran hecho que la ciencia muestra en todas sus ramas, es la universalidad de la ley. Dondequiera que la investigue, sea en la caída de una manzana, o en la revolución de los soles binarios, el astrónomo ve efectos de la misma ley, actuando en las dimensiones mínimas en que podemos distinguir el espacio, de la misma manera que actúa en las insondables distancias de que su ciencia trata. De más allá del alcance de su telescopio llega un astro que luego desaparece. En tanto que puede seguirse su curso, no cumple la ley. ¿Dirá él que esto es una excepción? Por el contrario, el dice que lo que ha visto es solamente una parte de su órbita; que más allá del alcance de su telescopio, la ley subsiste. Efectúa sus cálculos, y éstos, al cabo de siglos, se ven confirmados.
Si averiguamos las leyes que gobiernan la vida humana en la sociedad, vemos que en la colectividad más grande como en la más pequeña, son las mismas. Vemos ser manifestaciones de un mismo principio las que a primera vista parecían divergencias y excepciones. Vemos que dondequiera que la indaguemos, la ley social, conduce hacia la ley moral y está de acuerdo con ella; que, infaliblemente, en la vida de una colectividad, la justicia lleva su recompensa y la injusticia su castigo.
Las leyes que la Economía Política descubre, como los hechos y relaciones de índole física, armonizan con lo que parece la ley del desarrollo mental, no un progreso inevitable e involuntario, sino un progreso cuya fuerza inicial es la voluntad humana. La inteligencia apenas se comienza a despertar antes que las facultades corporales declinen. Sólo llega a percibir confusamente el vasto campo que se le ofrece y sólo empieza a conocer y emplear su fuerza, a descubrir relaciones y extender sus simpatías, cuando, con la muerte del cuerpo, se va para siempre. A menos que haya algo más, parece haber aquí una brecha, una falla. Trátese de un Humboldt o de un Herschel, de un Moisés mirando desde Pisgah, de un Josué al frente de sus huestes o de una de estas almas dulces y pacientes cuyas vidas transcurren radiantes entre estrechos horizontes, parece que, si la mente o el carácter aquí desarrollados no hubiesen de pasar más allá, habría en ello una inconsecuencia incompatible con lo que podemos ver de la eslabonada ilación del universo.
Por una ley fundamental de nuestra mente, la ley en que, de hecho, la Economía Política se apoya en todas sus deducciones, no podemos concebir un medio sin un fin, un designio sin un objeto. A no ser que el hombre pueda ascender más o llevar a cabo alguna cosa superior, su existencia es incomprensible. Tan fuerte es esta necesidad metafísica, que quienes niegan al individuo alguna cosa superior a esta vida, se ven obligados a transferir a la raza la idea de la perfectibilidad. Pero, como ya hemos visto (y se podría completar mucho el argumento), no hay nada que indique un perfeccionamiento de la raza. El progreso humano no es un perfeccionamiento de la naturaleza humana. Los avances que constituyen la civilización no se logran en la constitución del hombre, sino en la constitución de la sociedad. Por esto no son fijos y permanentes, sino que pueden perderse en cualquier momento; es más, tienden a ello constantemente.
¿Cuál es, pues, el sentido de la vida, esta vida absoluta e inevitablemente limitada por la muerte? Para mí, sólo se comprende como entrada y vestíbulo de otra vida. De la cadena de ideas que hemos ido siguiendo, parece surgir vagamente una vislumbre, un tenue fulgor de relaciones finales, cuya descripción sólo puede intentarse por medio del símbolo y la alegoría.
Mirad, hoy, en torno a vosotros.
¡Aquí, ahora, en nuestra sociedad civilizada, las viejas alegorías tienen aún significado, los antiguos mitos son aún verdad! Todavía la senda del deber conduce a menudo al Valle de la Sombra de la Muerte, Cristiano y Fiel van por las calles de la Feria de Vanidades, y golpes estrepitosos resuenan sobre la armadura de Gran Corazón. Ormudz lucha todavía contra Arimán, el Príncipe de la Luz contra los Poderes de las Tinieblas. Al que quiera oír, le llaman los clarines del combate.
¡Y cómo llaman y llaman, hasta que se enardece el corazón que los oye! ¡Almas fuertes y nobles intenciones, la humanidad os necesita! La belleza todavía yace prisionera, y ruedas de hierro aplastan lo bueno, lo verdadero y lo bello que las vidas humanas podrían producir.
Y los que luchan al lado de Ormudz, aunque entre sí no se conozcan, en alguna parte, algún día serán convocados.
Para citar este texto puede utilizar el siguiente formato: George, Henry (1880) Progreso y miseria. Texto completo en http://www.eumed.net/cursecon/textos/ Vea también Henry George (1839-1897) en "Grandes Economistas" www.eumed.net/cursecon/economistas/ Ramos Gorostiza , José Luis: "Henry George y el Georgismo" en Contribuciones a la Economía, septiembre 2004. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/ Texto completo, para imprimir, en formato DOC (150 páginas, 529 Kb) en formato PDF (150 páginas, 579 Kb)