Robert A. Dahl Según una antigua y extendida concepción, la igualdad
constituye un peligro para la libertad. Pero, ¿exactamente por qué y de qué
manera la igualdad amenaza a la libertad? ¿Qué tipos de “igualdad” y qué
tipos “libertad”? Por fin, para juzgar la validez de las respuestas a
preguntas como éstas, ¿a qué conjunto de experiencias debemos remitirnos? Un lugar adecuado para buscar respuestas es Democracy in
America, de Tocqueville. Porque, si bien el lector percibe de manera
inmediata la fascinación de Tocqueville por la igualdad y sus efectos, su
preocupación central y su valor más alto es la libertad. Un tema fundamental
que atraviesa los dos volúmenes, es su temor de que igualdad destruya la
libertad, tanto como su búsqueda de una solución para el problema de cómo se
las puede hacer coexistir, si es que hay alguna manera de hacerlo. Sin embargo, como el planteo y las respuestas a él no
siempre están explícitos, mi interpretación busca hacer Tocqueville mucho
más claro y esquemático de lo que fue o, estoy seguro, lo que hubiera querido
ser . Aunque mi tratamiento pueda no hacerle verdadera justicia a Tocqueville,
puede ayudarnos a captar por qué tan a menudo se ve a la igualdad como una
amenaza para la libertad, y para develar algunos de los aspectos problemáticos
de un enfoque como tal. El planteo de Tocqueville Permítaseme resumir lo que entiendo como las premisas
esenciales del planteo de Tocqueville en cuatro grupos de proposiciones. Primero,
todo a lo largo del mundo civilizado, la igualdad es creciente e inevitable.
Dado que la igualdad casi ha alcanzado sus límites naturales entre los
ciudadanos (blancos y de sexo masculino) de Estados Unidos, el país es un campo
de experimentación para el mundo y, no en menor medida, para Francia. Segundo,
la libertad es un bien de suprema importancia, quizás un bien inclusive más
grande que la igualdad; pero el amor a la igualdad es más grande que el amor a
la libertad es seguro, la supervivencia de la libertad es más dudosa. Tercero,
una condición necesaria para la libertad es la existencia de fuertes barreras
al ejercicio del poder, ya que la concentración de poder implica, por
naturaleza, la muerte de la libertad. En el pasado, la libertad se ha visto a
veces protegida contra la concentración de poder por la existencia de fuertes
organizaciones intermedias que se interpongan entre el individuo y el Estado.
Sin embargo -y cuarto- en un país democrático donde prevalece la
igualdad política, social y económica y donde se han levantado todas las
barreras para el ejercicio ilimitado del poder por parte de la mayoría, ésta
tiene la ocasión de gobernar de manera despótica: “La esencia misma del
gobierno democrático consiste en la soberanía absoluta de la mayoría, ya que
en los Estados democráticos no existe nada que sea capaz de oponérsele” (Tocqueville
[1835], 1961, 1:298). Tomadas en conjunto, estas cuatro suposiciones constituyen
un sólido fundamento para el temor manifestado por Tocqueville de que en una
sociedad democrática la igualdad en la constitución política invita a
destruir la libertad. Por cierto, parecería que cuanto más democrático es un
pueblo, mayor es el peligro para la libertad. En efecto, entonces, Tocqueville plantea un dilema crucial.
Porque si bien la igualdad es, claramente, una condición necesaria para
la democracia, puede no ser una condición necesaria para la libertad, y la
igualdad definitivamente no es una condición suficiente. Por el contrario, dado
que la igualdad facilita el despotismo de la mayoría, amenaza a la libertad. Si
una condición necesaria para la democracia es un peligro constante para la
libertad, ¿debemos, entonces, elegir entre la democracia y la libertad? No
necesariamente, nos asegura Tocqueville, y ofrece una solución que puede
permitirle a las personas del tipo de las que él creía que eran los
norteamericanos, evitar el dilema de la igualdad versus la libertad. Antes de
discutir esta solución, sin embargo, necesitamos tener una comprensión más
clara del problema en sí mismo. Igualdad. Tocqueville enfatiza dos tipos de igualdad
estrechamente relacionados, a los cuales llamaré igualdad en los recursos
políticos e igualdad de poder. En lo que se refiere a los recursos, destaca
la relativa igualdad entre los norteamericanos en sus recursos para la
resistencia y la coerción física, tales como armas de fuego, organización
militar y policía; en su autoridad legal sobre el Estado como ciudadanos; en su
conocimiento, y en su riqueza, ingreso y posición social. Adoptando una
suposición común en la teoría política desde la época clásica griega, cree
que una igualdad general en la distribución de recursos como éstos, facilita
una igualdad general en la distribución del poder, o, de manera más
específica, en el control del gobierno (o gobiernos) del Estado. Las
consecuencias políticas de la extraordinaria igualdad de condiciones sociales
que encuentra entre los norteamericanos son, según nos dice: fácilmente deductibles. Es imposibles creer que la
igualdad no se impondrá finalmente en el mundo político como lo ha hecho en
todas las otras áreas. Pensar que los hombres seguirán siendo por siempre
desiguales en un solo aspecto, si bien iguales en todos los demás, es
imposible; al final deben llegar a ser iguales en todo. Sin embargo, siempre consciente de la precaria situación de
la libertad en un mundo de iguales, A todo ciudadano se lo debe poner en posesión de sus
derechos; si no, no se deben garantizar los derechos de ninguno. A partir de
la misma postura en lo social, entonces, las naciones pueden optar por uno u
otro de los dos grandes resultados políticos derivados; dichos resultados son
extremadamente diferentes entre sí, pero ambos pueden provenir de la misma
causa. Al haber eludido la alternativa peor, “la dominación del
poder absoluto”, los norteamericanos se las han arreglado, hasta el momento,
para establecer y mantener la soberanía del pueblo (1:46-47). Sin embargo, de
los supuestos de Tocqueville se deduce que, entre los norteamericanos, la
defensa de la libertad está dirigida contra las fuerzas preponderantes y
amenazadoras de una mayoría de gente, la cual es admirable por el grado en el
que se acerca a una absoluta igualdad de recursos y poder. Para captar el razonamiento de Tocqueville en su contexto
histórico, es necesario destacar dos rasgos importantes. Primero, aunque
Estados Unidos era el único país -en la historia mundial, la primera nación-
al que en ese tiempo se le podía llamar democracia, se quedaba en gran medida
corto respecto de nuestra actual y abarcadora concepción de la democracia, pues
a la mayoría de la población adulta -mujeres, esclavos y la mayor parte de
quienes no eran blancos- se le negaban los derechos políticos. La democracia en
América a la que alude Tocqueville era, a lo sumo, una democracia de
norteamericanos blancos de sexo masculino. Segundo, al describir “el poder
ilimitado de la mayoría en Estados Unidos y sus consecuencias”, lo que tenía
en mente no era tanto el gobierno federal como los gobiernos particulares de los
Estados. Porque desde su punto de vista, los Estados eran “en realidad, las
autoridades que dirigen a la sociedad en América” (1:298). La fuente
principal de este temor no era, entonces, el gobierno de la República
Norteamericana; era, como decía “los
gobiernos de las repúblicas
norteamericanas” (1:317). De hecho, al proveer la separación de los poderes,
el federalismo y un acta de derechos, la constitución federal norteamericana
estaba entre “las causas que mitigan la tiranía de la mayoría” y tendía
“a mantener la república democrática en Estados Unidos” (1:319-92).
Volveré a este punto, pero no me parece que el hecho de que el autor haya
situado el problema en los gobiernos de los Estados, disminuya demasiado la
significación de su razonamiento. Libertad. Cabría preguntar exactamente de qué manera la
igualdad política, reforzada por un igualdad en los recursos políticos, pone
en peligro la libertad. Tocqueville presenta diversas posibilidades. Una es la
voluntad del populacho o intimidación, a la cual el hecho de que la opinión
pública siga al populacho la torna extremadamente poderosa; desde el momento en
que ningún jurado declara culpables a los malhechores, los damnificados carecen
de todo recurso efectivo para apelar a la protección de las leyes (1:306-7). Es
cierto que los norteamericanos a menudo han tomado la ley en sus propias manos
y, después de todo, fueron norteamericanos quienes acuñaron el oxímoron “ley
de linchamiento”. Sin embargo, el siglo y medio que nos separa de Tocqueville
demuestra que, mientras la acción del populacho es (o, según uno espera, fue)
una enfermedad norteamericana, no ha sido común en los países democráticos.
Por cierto, en algunos países que se convirtieron en democráticos después de
la época de Tocqueville, encontramos un respeto hacia las leyes poco habitual.
La propensión a seguir los dictados del populacho puede tener menos que ver con
la igualdad, entonces, que con variaciones culturales y sociales entre los
países y dentro de ellos. Aunque no pretendo minimizar la importancia del
esporádico predominio del populacho en la vida norteamericana, no es una
característica general de los países democráticos. Tocqueville discernió un segundo peligro, sin embargo, en el
poder que tiene una mayoría, en una sociedad de iguales, para dominar a la
opinión pública en sí misma, debilitando posibles desviaciones respecto de la
perspectiva de la mayoría. Una comunidad de iguales, en opinión de Tocqueville,
mostraría una tendencia natural hacia la conformidad (1:309-16). Esta
propensión es quizás el defecto más serio y alarmante que le adscribe a la
democracia en América, defecto posiblemente inherente a la democracia misma.
Sin embargo, aunque identificó un problema de gran importancia, los efectos de
las opiniones prevalecientes sobre los puntos de vista individuales son tan
complejos y elusivos, que un tratamiento satisfactorio requeriría una
indagación teórica y empírica mucho más extensa que la que quiero emprender
aquí. Los otros dos peligros me parecen vinculados de manera más
directa con el tema de la igualdad versus la libertad en los órdenes
democráticos: el peligro de que la mayoría oprima a las minorías a través de
procesos estrictamente legales, y la posibilidad de que las sociedades
democráticas generen un despotismo basado en las masas, el cual, si bien anula
todas las libertades, sin embargo responde a las necesidades del pueblo y gana
su apoyo. La tiranía de la mayoría a través de la ley Los derechos de los pueblos se mantienen dentro de los
límites de lo que es justo... Una mayoría, tomada colectivamente, puede
considerarse como un ente cuyas opiniones y, por lo general, cuyos intereses, se
oponen a los de otro ente al cual llamamos minoría. Si se admite que un hombre
que tiene poder absoluto puede utilizar mal dicho poder agraviando a sus
adversarios, ¿por qué una mayoría no sería posible del mismo enfoque? Al afirmar que en una democracia una mayoría y sus
representantes pueden actuar legalmente y, sin embargo, de manera injusta.
Tocqueville estaba planteando un lugar común del pensamiento político. Sugerir
esta posibilidad, sin embargo, es apenas plantear un problema o, mejor, un
conjunto de problemas. Problemas teórico. Para empezar, a fin de juzgar cuándo
una mayoría utiliza mal sus poderes agraviando a sus adversarios (para
parafrasear a Tocqueville), obviamente necesitamos algunos criterios. ¿Cuáles
deberían ser estos criterios? En Estados Unidos, los opositores a ciertos
importantes cambios legales, desde la abolición de la esclavitud hasta la
imposición de un impuesto a los réditos o de la seguridad social,
infaliblemente han denunciado los cambios propuestos como abusos del poder de la
mayoría o, peor, como casos directos de tiranía de la mayoría. ¿Debemos
decir, entonces, que cada vez que los intereses de una minoría se oponen a
aquellos de una mayoría, la mayoría necesariamente utiliza mal su poder, sólo
porque actúa con el fin de asegurar sus propios intereses? Semejante acusación
es claramente absurda, ya que uno de los objetivos de un proceso democrático es
permitirle a la mayoría proteger sus intereses. Como lo dice el mismo
Tocqueville: “El poder moral de la mayoría se funda en... [el principio]...
de que los intereses de los más han de preferirse a aquellos de los menos”
(1:300). Evidentemente, entonces, es preciso identificar un
subconjunto de instancias del gobierno de la mayoría, en las cuales la
mayoría, al usar su poder superior, actúa injustamente (y quizás
tiránicamente) respecto de la minoría. Pero, ¿qué criterios debemos utilizar
para distinguir la injusticia de un uso abierto y enteramente correcto del poder
de la mayoría? ¿Todos los casos de injusticias por parte de la mayoría son
también casos de tiranía de la mayoría o, por el contrario, la tiranía de la
mayoría, a su vez, es un caso especial de injusticia de la mayoría? Al elegir los criterios a partir de los cuales decidir si una
ley dada es injusta o inclusive tiránica (asumiendo que lo primero no implica
necesariamente lo segundo), podemos fácilmente interpretar cualquiera de los
dos términos de manera tan amplia, que la democracia o el gobierno de la
mayoría se vuelven virtualmente ilegítimos por definición. Por ejemplo,
definir como injusta o como tiránica cualquier ley que prive a alguna persona
de un derecho legal existente o lesione los intereses de una persona en
cualquier sentido, es evidentemente demasiado amplio. Desde el momento en que la
mayoría de las leyes alteran derechos legales existentes y lesionan de alguna
manera los intereses de alguien, una definición tan amplia convertiría a
cualquier cambio de las leyes existentes en injusto, lo cual es absurdo. Supongamos que definiéramos la tiranía de manera un poco
más estrecha, como la destrucción de los “intereses esenciales” de
cualquiera. Como lo ha demostrado James Fishkin, en una interpretación
razonable de los “intereses esenciales”, ocurriría que en ciertas
situaciones cualquier política está condenada a llevar ya a la
injusticia, ya a la tiranía. Por ejemplo, si el trabajo infantil en
algunas circunstancias es injusto, y si en tanto contratar niños es un interés
esencial de los empleadores, como las leyes existentes protegen el derecho legal
de los empleadores a contratar niños, entonces, o bien no se puede prohibir
legalmente el trabajo infantil, lo cual sería injusto, o bien al prohibirlo, un
gobierno necesariamente actúa de manera tiránica. Este tipo de problema
tampoco se puede resolver reemplazando el principio de la mayoría por un
requerimiento numérico alternativo. Tomemos una posibilidad: la exigencia de la
unanimidad sin duda impediría la “tiranía” de la mayoría; pero también
lograría darle a cada empleador el derecho a vetar las políticas, lo cual
habilitaría a cada empleador individual a impedir la aprobación de una ley que
prohibiera la injusticia del trabajo infantil (Fishkin, 1979, 19ff). Cualquier
exigencia que oscile entre una simple mayoría y la unanimidad crea el mismo
problema. Corremos el riesgo opuesto, sin embargo, definiendo la
injusticia o la tiranía de manera tan estrecha, que virtualmente se
desvanecieran por definición Supongamos, por ejemplo, que especificáremos que
el resultado de un proceso deseable para tomar decisiones, produce, por
definición, una decisión justa. Siguiendo esta definición, sólo
necesitaríamos creer que el proceso democrático es deseable, para concluir que
las decisiones tomadas por medio de un proceso democrático nunca podrían ser
injustas. Pero esta conclusión sin duda es inaceptable. Por cierto, la justicia
procesal es extremadamente importante; a menudo puede ser la única forma de
justicia que se puede asegurar. sin embargo, estamos autorizados a preguntar en
cualquier caso particular, si el resultado de un procedimiento deseable es en
sí mismo justo o no. El juicio por los pares puede ser un procedimiento justo e
inclusive puede ser superior, en los casos criminales graves, a cualquier
procedimiento alternativo. Pero podemos poner en duda, con razón, el hecho de
que el veredicto de un jurado sea siempre sustancialmente justo. De igual
manera, inclusive si un cree que el proceso democrático es procesalmente justo,
puede afirmar, con razón, que una decisión tomada a partir de un proceso
totalmente democrático a veces puede producir
una injusticia sustancial. Así, a menos que tengamos criterios satisfactorios para
distinguir los casos de injusticia y tiranía del uso habitual del proceso
democrático, es imposible juzgar la existencia, frecuencia y gravedad del
problema que le preocupa a Tocqueville: el abuso del poder por parte de la
mayoría, la injusticia de la mayoría. Por desgracia, los dos volúmenes de Democracy
in America ofrecen tan pocas respuestas al tipo de preguntas que acabo de
plantear, que debemos dirigirnos a cualquier otra parte en busca de ellas Aun si fuéramos capaces de establecer criterios
satisfactorios para identificar casos de injusticia de la mayoría y de tiranía
de la mayoría, se mantendría un problema. ¿Con qué podríamos comparar el
desempeño de los regímenes democráticos? Supongamos que se demostrara por
medio de criterios aceptables, que las democracias a veces actúan de manera
injusta o inclusive tiránica. Pero supongamos que también se demostrara que
según los mismos criterios, todos los regímenes a veces actúan de
manera injusta y tiránica. ¿A dónde nos llevaría eso ? Fishkin ha demostrado
que inclusive adoptando una definición de tiranía bastante restringida -una
mucho más estrecha que la que presuponen la mayor parte de las discusiones
acerca de la tiranía de la mayoría-, parecen no existir garantías teóricas
contra la tiranía. No se puede contar ni con exigencias de procedimiento, tales
como el predominio de la mayoría o sus diversas modificaciones hasta llegar a
la unanimidad, ni con “principios estructurales” como los dos principios de
John Rawls, para impedir la tiranía (Fishkin, 1979). Por cierto, es fácil demostrar que adoptando cualquier
definición que no sea simplemente vacua, la mayoría puede lesionar los
intereses de una minoría, puede actuar de manera injusta, puede,
por cierto, actuar tiránicamente. Pero si cualquier otro tipo de régimen
alternativo también permitiría la injusticia y la tiranía, entonces
difícilmente pueda considerarse un defecto exclusivo de la democracia o del
principio de la mayoría el hecho de que no impidan totalmente dichos males
posibles. Por cierto, una pregunta por hacerse es si la democracia es más
proclive a este tipo de acciones negativas que cualquiera de sus alternativas. O
si, en la práctica, quizás se trata de la menos proclive. Sin embargo, para responder a estas preguntas debemos
distinguir entre dos
temas que a menudo se confunden en las discusiones acerca
de la libertad versus la igualdad. Primero, debemos preguntarnos si algún tipo
de régimen alternativo -es decir, algún tipo de régimen no
democrático- le aseguraría mayor libertad a su pueblo. Segundo, aun si se
demuestra que los regímenes democráticos son superiores a los no democráticos
por asegurar la libertad de sus pueblos, ¿a pesar de ello lesionan a menudo los
derechos y las libertades fundamentales? Si es así, ¿hasta qué punto este
menoscabo de la libertad surge de la igualdad y del predominio de la mayoría? Comparación con regímenes no democráticos. Por cierto,
no puede caber ninguna duda de que, según los patrones de Tocqueville, los
regímenes democráticos garantizan una libertad más abarcadora que los
regímenes no democráticos. Por
cierto, la democracia podría parecer inferior
si se comparara el desempeño concreto de algún régimen democrático concreto
con el desempeño ideal de un régimen democrático ideal y el desempeño
concreto de cualquier régimen democrático concreto, resultaría enormemente
ventajosa para el ideal democrático. Pero es difícil saber qué hacer con
comparaciones de este tipo. Si consideráramos solamente regímenes ideales,
entonces la democracia saldría mejor parada, en los términos de Tocqueville,
porque ningún régimen ideal salvo la democracia podría nunca prometer
garantizar a la mayoría de los adultos, una de las formas de libertad más
fundamentales: la libertad de participar plenamente en el proceso de gobernarse
a uno mismo. Supongamos que consideráramos solamente regímenes
concretos. En su propio tiempo, Tocqueville no contaba más que con la breve
experiencia norteamericana recortada contra el trasfondo de todos los regímenes
históricos. Pero los regímenes previos incluían sólo a unos pocos que
pudieran llamarse democráticos según criterios razonables, incluidos los de
Tocqueville. Aun así, no le ofreció a sus lectores ninguna comparación de
que, en 1832, a pesar de la esclavitud, la violencia brutal contra los pueblos
de indios nativos y la sujeción legal de la mujer, una proporción más alta de
norteamericanos disfrutaba de un grado mayor de libertad política y civil que
el pueblo de cualquier régimen anterior o existente en el momento, con las
posibles excepciones de la Atenas clásica y la República Romana. En el mundo
contemporáneo, los derechos y las libertades políticas son mucho más seguros
en los países democráticos que en los no democráticos. No debería se enteramente sorprendente descubrir que, en los
países democráticos, el pueblo tiene una gama más amplia de libertades
políticas que en los países no democráticos, ya que el proceso democrático
está inextricablemente unido a ciertos derechos y libertades. En consecuencia,
un metodólogo estricto podría caracterizar a la relación de “espuria”,
porque algunos de los indicadores utilizados para clasificar a los países como
democráticos. Sin embargo, la conexión inextricable entre el proceso
democrático y los derechos y libertades nos remite a las preocupaciones de
Tocqueville acerca de la democracia. La relación es “espuria” sólo en
cierto sentido metodológico. Por el contrario, es altamente significativa para
distinguir entre sistemas políticos en el mundo de las naciones concretas. Violaciones de libertades básicas. La conclusión de que
las libertades políticas y civiles son mayores, quizás mucho mayores, en los
regímenes democráticos que en los no democráticos, puede sonarle a muchos
lectores parecida a la afirmación de que las personas que no están presas,
generalmente disfrutan de una libertad mayor que aquéllas que sí lo están.
Una comparación favorable de la libertad en regímenes democráticos y no
democráticos, difícilmente parezca suficiente para satisfacer en plenitud el
problema de la tiranía de la mayoría
planteado por Tocqueville. Porque no hay ninguna razón convincente para
pensar que debemos pronunciarnos en favor de regímenes democráticos que apenas
alcanzan un nivel decoroso, desempeñándose satisfactoriamente sólo en
comparación con regímenes de tipo inferior. ¿No hay ningún patrón respecto del
cual podamos comparar el desempeño de una democracia? Si es así, y las
democracias carecen de dicho patrón, al menos durante algún tiempo, ¿qué parte
del fracaso es atribuible a la igualdad y al poder de las mayorías? Se trata de preguntas tramposas, extraordinariamente
difíciles de responder, y nuevamente Tocqueville casi no nos da ayuda. Pero
podemos avanzar comenzando por especificar algunos derechos que razonablemente
podemos coincidir en considerar en cierto sentido fundamentales, inclusive
capaces de ser tenidos por moralmente “inalienables” Podemos entonces
examinar si estos derechos fundamentales están, o han estado, amenazados por
los gobiernos democráticos o no, y hasta qué punto lo han estado. Dos grupos
de derechos están particularmente vinculados con las preocupaciones de
Tocqueville, de los Forjadores de la Constitución Norteamericana y, sin duda,
de muchos otros que temen al tiranía de la mayoría: los derechos económicos,
particularmente los derechos de propiedad, y los derechos políticos. Voy a
considerar a los derechos económicos en el próximo capítulo, y ahora me
ocuparé de los derechos políticos. A continuación, propondré una base
teórica para ciertos derechos políticos fundamentales. Mientras tanto,
probablemente coincidiremos en que los derechos políticos fundamentales
incluyen el derecho a votar, a expresarse libremente, a investigar con libertad;
el derecho a postularse para ejercer el ministerio público y el derecho a
elecciones libres, justas y moderadamente frecuentes, así como el derecho a
formar asociaciones políticas, incluidos los partidos políticos. Llamemos a
éstos derechos políticos primarios . ¿Hasta qué punto la igualdad y la democracia ponen en
peligro los derechos políticos primarios? Como ya lo he destacado, Tocqueville estaba necesariamente
limitado a apenas dos generaciones de experiencia en un solo país. Tenemos la
ventaja no sólo de 150 años adicionales, sino también la experiencia de un
número mucho mayor de países -aproximadamente unas tres docenas-, en los
cuales las instituciones democráticas, según las pautas actuales, predominan
desde hace una generación o más. Por desgracia, desde la época de Tocqueville
no se ha emprendido ninguna historia comparativa adecuada de los derechos
políticos en los países democráticos. Sin embargo, la evidencia histórica
parece demostrar un fortalecimiento y una expansión razonablemente seguros de
los derechos políticos primarios en los países democráticos. En todos los
países democráticos, el sufragio, por ejemplo, es mucho más amplio hoy en
día de lo que era en Estados Unidos en 1830. Nuevamente, mientras que en 1830
el voto secreto era una rareza, hoy en día es norma y, por lo general, se le
protege eficazmente. Además, los derechos de la oposición se han expandido en
gran medida. En muchos países democráticos, el espectro de partidos legales
que participan en las elecciones, va de una izquierda revolucionaria (si bien no
sistemáticamente violenta), a una derecha que puede comulgar con ideas
antidemocráticas. El espectro de publicaciones, legalmente protegida es, por lo
menos, aun más amplio. La libertad de investigación y de expresión están, en
todo sentido, extremadamente bien protegidas en los países democráticos,
probablemente mucho mejor protegidas de lo que nunca lo han estado. En muchos sentidos importantes, Estados Unidos ha sido un
caso divergente. En dicho país, una minoría racial sufrió una privación de
derechos humanos y políticos fundamentales que no tiene parangón en ningún
otro país democrático, tanto por el número de personas afectadas como por la
gravedad de las privaciones. Esta divergencia respecto de las pautas
democráticas se explica, al menos en parte, por el hecho de que ningún otro
país democrático ha tenido una minoría tan grande de habitantes que
adquirieron ciudadanía nominal sólo después de un largo período de
esclavitud, que fuera asimismo de raza diferente y, en consecuencia, estuviera
segregada configurando una casta distinta y subordinada. Sea como fuere, excepto
durante el breve interludio de la Reconstrucción, los derechos políticos de
los negros han estado efectivamente protegidos en la mayor parte del Sur, sólo
desde mediados de los años 60. Inclusive en estos casos más extremos, sin
embargo, el impulso histórico, por lento que haya sido, va hacia una
expansión, no una contracción, de los derechos políticos. Los norteamericanos también podemos considerarnos únicos
por la frecuencia y el salvajismo con los cuales nuestro temor ante divergencias
respecto de la ortodoxia nacional irrumpe periódicamente bajo la forma de
paranoicas cazas de brujas que infringen los derechos de las minorías
políticas, especialmente de la izquierda (Hofstadter, 1965). Sin embargo, el
panorama general de la historia norteamericana y las experiencias de otros
países democráticos, autorizan la conclusión de que las democracias tienden
hacia una expansión, no una contracción, del alcance y la efectividad de las
protecciones legales a los derechos políticos primarios. Las privaciones y
negaciones de derechos que ocurrieron durante el temprano desarrollo de los
regímenes democráticos tienden a reducirse e inclusive a erradicarse, no ya a
aumentar. Desde el momento en que Tocqueville, mantiene silencio sobre
este punto, no puedo estar totalmente seguro de cómo se articula esta
conclusión con sus presupuestos. Sin embargo, me parece que la evidencia
histórica que existe hasta el momento da escaso apoyo a la visión de que la
destrucción de los derechos políticos fundamentales por medio de leyes
aprobadas según procedimientos democráticos, es una característica saliente
de los países democráticos. Además, en comparación con todos los otros
regímenes, históricos y contemporáneos, las modernas democracias son,
respecto de su propia experiencia temprana, únicas en el alcance de los
derechos políticos protegidos por la ley y en la proporción de la población
adulta que puede ejercer efectivamente dichos derechos Según uno vea la relación teórica entre democracia y
derechos esta conclusión puede parecer obvia o sorprendente. Porque la
naturaleza de los derechos políticos en un orden democrático puede enfocarse
desde múltiples perspectivas diferentes y a veces conflictivas. Aunque dichas
perspectivas pueden conceder esencialmente el mismo conjunto de derechos, suelen
tener consecuencias bastante diferentes para la manera en la que uno piensa la
relación entre la democracia y los derechos. Una perspectiva -a la que llamaré
la Teoría de los derechos preexistentes - es familiar para los
norteamericanos e indirectamente ha sido incorporado en gran parte de nuestro
pensamiento constitucional. En la teoría de los derechos preexistentes, los
derechos fundamentales (incluidos los derechos políticos) son, en cierto
sentido, anteriores a la democracia. Tienen una existencia moral, una posición,
una base ontológica, si se quiere, totalmente independiente de la democracia y
el proceso democrático. Para este enfoque, ciertos derechos fundamentales no
sólo son anteriores a la democracia sino superiores a ella. Sirven como
límites respecto de lo que se puede hacer, correctamente al menos, por medio de
los procesos democráticos. En la teoría de los derechos preexistentes,
entonces, se ve a los derechos políticos fundamentales como derechos que un
ciudadano está autorizado a ejercer, si fuera necesaria, contra el
proceso democrático. La libertad que posibilitan está potencialmente amenazada
por el proceso democrático. Se deduce que para preservar los derechos y
libertades políticos fundamentales, un pueblo, entre otras cosas, debe impedir
su infracción mediante el cuerpo civil que actúa a través del proceso
democrático en sí mismo. Una manera alternativa de pensar los derechos políticos
fundamentales es más coherente con las ideas democráticas. Esta consiste. En
entender que los derechos necesarios para el proceso democrático. Desde
esta perspectiva, el derecho de autogobernarse por medio del proceso
democrático es en sí mismo uno de los derechos más fundamentales que una
persona puede tener. Por cierto que si algunos derechos pueden considerarse
inalienables, sin duda éstos deben estar entre ellos. En consecuencia,
cualquier infracción al derecho de autogobierno, necesariamente viola un
derecho fundamental e inalienable. Pero si las personas tienen derecho a
gobernarse a sí mismas, los ciudadanos también gozan de todos los derechos
necesarios para poder gobernarse, es decir, todos los derechos que son
esenciales para el proceso democrático. A partir de este razonamiento, un
conjunto de derechos políticos básicos puede derivarse de uno de los derechos
más fundamentales de los seres humanos: el derecho al autogobierno. Se puede demostrar, en mi opinión, que los derechos
necesarios para el proceso democrático incluyen todos los derechos
políticos que he descripto antes, derechos que, considerados desde la
perspectiva más familiar de los derechos preexistentes, podrían entenderse
como superiores a aquellos amenazados por la democracia. La tiranía que muchas personas, Tocqueville incluido,
parecen temer que la democracia favorezca, se produciría si una mayoría,
actuado a través del proceso democrático de manera perfectamente legal,
disminuyera los derechos fundamentales de cualquier persona sujeta a las leyes.
No creo que este miedo sea poco razonable, pero conviene advertir cómo la
manera de considerar los derechos políticos primarios que acabo de sugerir,
cambia la naturaleza teórica del problema. Para empezar, ya no nos enfrentamos con un conflicto directo
entre la libertad, por un lado, y la igualdad o democracia por el otro. Ya que
si la democracia en sí misma es un derecho fundamental, la libertad fundamental
de una persona consiste, en parte, en la oportunidad de ejercer dicho derecho.
Si los ciudadanos que forman parte de una mayoría, teniendo derecho a la
libertad y a los derechos democráticos, pudieran, al ejercer sus derechos,
restringir los derechos y libertades de una minoría, existe un conflicto entre
los derechos y libertades de algunos ciudadanos, aquellos que constituyen la
mayoría, y los derechos y libertades de otros, pertenecientes a la minoría. En
la medida en que la igualdad que pocas personas preocupadas por el problema de Además, si una mayoría privara a una minoría, o inclusive
a sí misma, de sus derechos políticos primarios, al hacerlo, y precisamente
por ello, destruiría el proceso democrático. Si asó lo hiciera, y su
decisión no fuera simplemente un error, sería cierto que, en esa medida, no
estaba comprometida con el proceso democrático en sí mismo. Por el contrario,
si las personas estuvieran comprometidas con el proceso democrático no
infringirían, salvo por error, los derechos políticos primarios de cualquier
ciudadano. Dado que el problema ha sido una fuente de confusión en la
teoría democrática, es útil distinguir dos casos: el de la mayoría versus
los derechos de una minoría, y el de la mayoría versus la democracia en sí
misma. 1. Mayoría versus minoría. ¿Tiene derecho la
mayoría a usar sus derechos políticos primarios para privar a una minoría de sus
derechos políticos primarios? La respuesta a veces se presenta como una
paradoja: si una mayoría no puede hacerlo, entonces, en efecto, está privada
de sus propios derechos; pero si puede hacerlo, entonces priva a la minoría de
sus derechos. Es decir, que ninguna solución puede ser, a la vez, democrática
y justa. Pero el dilema parece ser espurio. Pero cierto, la mayoría puede tener el poder o la
fuerza para privar a la minoría de sus derechos políticos, aunque en la
práctica supongo que es la minoría poderosa la que más a menudo despoja a la
mayoría de sus derechos políticos. En todo caso, juicios como éstos entrañan
un análisis empírico de la dinámica del poder y, razonablemente, una
discusión exhaustiva de los derechos está incompleta sin él. Pero un
análisis puramente empírico de estas tendencias, no es lo que es este momento
está en juego aquí. El tema es si una mayoría primarios para privar a una
minoría de sus propios derechos políticos primarios. La respuesta es claramente negativa. Para decirlo de otra
manera, lógicamente no puede ser verdad que un determinado conjunto de personas
deba gobernarse a sí mismo por medio de procesos democráticos y que la
mayoría de dichas personas pueda legítimamente despojar a una minoría de sus
derechos políticos primarios. Porque haciéndolo, la mayoría le niega a la
minoría los derechos necesarios para el proceso democrático; de tal manera, en
efecto, la mayoría afirma que este conjunto de personas no debe gobernarse a
sí mismo por medio de procesos democráticos. No es posible tener las dos
prerrogativas. 2. La mayoría versus la democracia. ¿No puede un
demos, es decir la colectiva de ciudadanos, decidir que simplemente no quiere
ser gobernado por procesos democráticos? ¿Puede un pueblo prescindir del
proceso democrático y reemplazar la democracia por un régimen no democrático
y reemplazar la democracia por un régimen no democrático? Nuevamente, uno se
encuentra con una supuesta paradoja: o un pueblo no tiene el derecho, en cuyo
caso es incapaz de gobernarse democráticamente, lo tiene, en cuyo caso puede
elegir democráticamente ser gobernado por un dictador. En ambos casos, el
proceso democrático está condenado a perder. Empíricamente, es sin duda cierto que un demos puede elegir
utilizar los proceso democráticos para destruir dichos procesos. Si existen los
procesos democráticos, difícilmente puedan constituir una barrera insuperable
para que una mayoría lo haga. Esta posibilidad empírica es importante para
determinar hasta qué punto es deseable dicho proceso, sea en general o para un
pueblo en particular. Si en la historia del ensayo y el erré democrático
diversos pueblos hubieran, en muchas ocasiones, desplazado a la democracia, uno
podría concluir con pesimismo que los regímenes democráticos son tan
proclives a la autodestrucción que la idea democrática resultaría
radicalmente resquebrajada. La pregunta inmediata, sin embargo, no tiene
propósito primordialmente empírico, sino que plantea, nuevamente, si un demos
puede hacer legítimamente lo que de manera indudable está habilitado
a hacer, o, para usar una terminología diferente, si tiene la autoridad
para hacer lo que tiene el poder de hacer. Planteado de esta manera, el
razonamiento de que un demos puede legítimamente emplear el proceso
democrático a fin de destruir a la democracia, está tan mal concebido como el
razonamiento previo de que la mayoría puede privar legítimamente a una
minoría de sus derechos. Dado que los dos razonamientos son en esencia el
mismo, el dilema es tan espurio en un caso como en el otro. Si es deseable que
un pueblo se gobierne democráticamente, no puede ser deseable que lo gobiernen
antidemocráticamente. Si la gente cree que la democracia es deseable y
justificada, lógicamente no puede creer simultáneamente que no es deseable y
así justificar la destrucción del proceso democrático. Así, el momento en que los derechos políticos primarios son
necesarios para el proceso democrático, un pueblo comprometido con el proceso
democrático estará obligado (lógicamente) a mantener estos derechos. Por el
contrario, si infringieran conscientemente estos derechos, al hacerlo
declararán su rechazo al
proceso
democrático. Si interpretamos que Tocqueville
teme que el despotismo de la mayoría surja en un pueblo tan comprometido con el
proceso democrático como lo estaba, según su descripción, el norteamericano,
su miedo reflejaba un error teórico respecto de la relación entre los derechos
políticos fundamentales y el proceso democrático. Puede parecer que estas consideraciones teóricas no
representan más que barreras débiles y enteramente formales a la tiranía de
la mayoría. En la práctica, sin embargo, pueden convertirse en la protección
más fuerte que puedan tener los derechos. Porque es difícil preservar el
proceso democrático si el pueblo de un país no cree, de manera preponderante,
que ello es deseable y si esta convicción no está sólidamente implantada en
los hábitos, prácticas y cultura de dicho pueblo. A pesar de las dos maneras
diferentes de considerar los
derechos primarios, la lógica de la democracia no
es misteriosa. La relación entre el proceso democrático y ciertos derechos
políticos primarios no es tan abstracta como para quedar fuera del alcance de
la razón práctica y el sentido común. Al pensar acerca de las exigencias de
sus sistema político, un pueblo democrático sus líderes, sus intelectuales y
sus juristas comprenderán la necesidad práctica de los derechos políticos
primarios y desarrollarán las protecciones necesarias para ellos. Como
resultado, en un pueblo de convicciones básicamente democráticas, la creencia
en que los derechos políticos primarios son deseables puede muy bien
entrelazarse con su creencia en la democracia. Así, en una democracia estable,
el compromiso con la protección de todos los derechos políticos primarios se
convertirá en un elemento esencial de la cultura política, especialmente en la
medida en que dicha cultura ha sido transmitida por personas que tienen una
responsabilidad especial en la interpretación y reforzamiento de los derechos,
como es el caso de los juristas. En este punto, cualquiera que esté familiarizado con Democracy
in America puede muy bien preguntarse si nuestro trayecto teórico, después
de todo, no nos ha remitido nuevamente a Tocqueville. Pues cualquiera que haya
leído sus dos volúmenes recordará el gran énfasis que pone en la importancia
de las costumbres, los hábitos y los usos para mantener la democracia y el
equilibrio entre la libertad y la igualada. Antes de examinar dicha proposición, sin embargo debemos
considerar otra manera en la cual la dinámica de la igualdad puede, según
Tocqueville, convertir a la democracia en una nueva clase de opresión. Despotismo basado en las masas El razonamiento de la sección anterior no desecha totalmente
la posibilidad de que la democracia pueda ser un caldo de cultivo natural para
el desarrollo de algún tipo de despotismo basado en las masas. ¿No sería
posible que sólo unos pocos países democráticos, al igual que los
sobrevivientes de una enfermedad altamente letal, hayan logrado desarrollar una
cultura política que contenga los suficientes anticuerpos contra los peligros
de la igualdad, como para asegurar las supervivencia tanto de la libertad
política como de la democracia? Si ello fuera así, en los países con menos
suerte que los sobrevivientes, la dinámica de la igualdad ya debería haber
llevado al colapso de la democracia. Dichos países serían las víctimas de un
proceso histórico por el cual la democracia se destruye a sí misma. Inclusive
en países actualmente democráticos, que aún preservan todos los derechos
políticos primarios necesarios para el proceso democrático y que por ello
parecen exteriormente sanos, los efectos de la igualdad ya podrían estar
actuando de manera fatal en la sociedad, de la misma manera en que lo hace una
enfermedad incurable. ¿Es la coexistencia de la democracia, la igualdad y los
derechos políticos primarios a menudo, o quizás siempre, sólo un estado de
transición entre el nacimiento de un nuevo orden democrático y su
transformación en un despotismo basado en las masas? Después de terminar el primer volumen de Democracy in
America, Tocqueville parece haberse sentido cada vez más atraído por una
idea que encuadra aproximadamente dentro de estos parámetros. “Un examen más
cuidadoso del tema, y cinco años de meditaciones ulteriores”, escribió
cuando llegaba al final de su segundo volumen, “no han disminuido mis
aprensiones, pero han cambiado su objeto» (2:378). Entonces, en uno de los
fragmentos más obsesionantes e inspirados de toda la ciencia política, predice
una forma totalmente nueva de despotismo que puede temerse en los países
democráticos: Creo que el tipo de opresión que amenaza a las naciones
democráticas es diferente de cualquier cosa que jamás haya existido en el
mundo: nuestros contemporáneos no encontrarán ningún prototipo de él en su
memoria. Yo mismo estoy tratando de elegir una denominación que exprese
adecuadamente la idea completa que me he hecho de él, pero es en vano: las
viejas palabras “despotismo” y “tiranía” son inapropiadas, la cosa en
sí misma es nueva, y desde el momento en que no puedo nombrarla, debo intentar
definirla. Intento trazar los nuevos rasgos con los cuales el despotismo puede
aparecer en el mundo. La primera cosa que llama la atención del observador es
una innumerable multitud de hombres, todos iguales y similares, esforzándose
incesantemente por procurarse los insignificantes y mezquinos placeres con los
cuales sacian sus vidas. Cada uno de ellos, al vivir separado, es como un
extraño respecto del destino de los demás, pues sus hijos y sus amigos
personales constituyen para él la totalidad de la humanidad. En cuanto al resto
de sus conciudadanos, está junto a ellos pero no los ve; los toca, pero no los
siente, y si bien sigue manteniendo vínculos con sus parientes, se puede decir
que en todo sentido ha perdido a su país. Sobre esta raza de hombres se yergue un poder inmenso y
tutelar, el cual asume por sí mismo la tarea de garantizar sus gratificaciones
y cuidar de su suerte. Ese poder es absoluto, minucioso, regular, providente y
blando. Sería como la autoridad de un padre si, al igual que dicha autoridad,
su propósito fuera preparar a los hombres para la madurez; pero, por el
contrario, se propone mantenerlos en una infancia perpetua: está muy satisfecho
de que el pueblo se regocije, siempre que no piense más que en regocijarse.
Para su felicidad es que dicho gobierno trabaja de buen grado, pero elige ser el
único agente y el único árbitro de esa felicidad: se ocupa de su seguridad,
prevé y cubre sus necesidades, facilita sus placeres, se hace cargo de sus
preocupaciones principales, dirige su industria, regula la transmisión de la
propiedad y subdivide sus herencias. ¿Qué resta, si no que los libere de toda
la preocupación de pensar y de todo el problema de vivir? Así, hace que cada día el ejercicio del libre albedrío
humano sea menos útil y menos frecuente; circunscribe la voluntad a un círculo
más estrecho y gradualmente despoja al hombre de todas sus prerrogativas. El
principio de la igualdad ha preparado a los hombres para estas cosas: los ha
predispuesto para soportarlas y, a menudo, para considerarlas un beneficio. Tras haber apresado con éxito a cada miembro de la comunicad
en sus poderosas garras y haberlo moldeado a su voluntad, el poder supremo
existe su brazo sobre toda la comunidad. Cubre la superficie de la sociedad con
una red de pequeñas y complicadas reglas, minuciosas y uniformes, a través de
la cual no pueden penetrar las mentes más originales y los caracteres más
enérgicos, para alzarse sobre la multitud. No se rompe la voluntad del hombre,
sino que se ablanda, se la tuerce y se la guía: muy pocas veces se fuerza a los
hombres a actuar, pero constantemente se les impide hacerlo; un poder tal no
destruye, sino que impide la existencia; no tiraniza, sino que oprime, enerva,
extingue y estupidiza al pueblo, hasta que cada nación queda reducida a no ser
más que una manada de animales tímidos e industriosos, de la que el gobierno
es el pastor. (2:380-81) ¿Cómo debemos interpretar esta predicción pesimista? Se
puede leer como una prefiguración del crecimiento del estado de bienestar, el
cual se ha desarrollado, desde la época de Tocqueville, en casi todos los
países democráticos y en algunos, como Suecia, hasta un nivel poco común.
Algunos críticos han alegado que, al incrementar la dependencia de los
ciudadanos-legal, política, económica y espiritual- de los funcionarios del
Estado central, el estado de bienestar ha reducido correlativamente su libertad
e independencia. Pero convertir a Tocqueville en participante de un debate hoy
en día bastante anticuado acerca de las libertades y los derechos políticos y
de otro tipo, lo hace mucho menos interesante e importante de lo que creo que
es. Aunque nuevamente no podemos estar totalmente seguros de lo que quería
decir Tocqueville, me parece más fructífero intentar una interpretación
alternativa. Supongamos que, desde la perspectiva de Al sintetizar el razonamiento de Tocqueville al principio de
este capítulo, dije que plantea un dilema: la democracia no puede existir sin
un grado excepcional de igualdad social, económico y política; sin embargo,
esa misma igualdad a tal punto esencial para la democracia, simultáneamente
amenaza la libertad. El dilema reaparece en el pasaje que acabo de citar. La
democracia requiere igualdad; sin embargo, el grado de igualdad necesario para
que exista la democracia entraña la posibilidad de que un régimen democrático
se transforme en una forma de despotismo históricamente sin precedentes.
Podríamos reformular la conjetura de Tocqueville según estos parámetros: en
los países democráticos, la igualdad de condiciones necesaria para la
democracia tenderá, a largo plazo, a crear una sociedad altamente atomizada de
individuos y familias aisladas, y a generar el apoyo, por parte de una
sustancial mayoría del pueblo, a un régimen que tome a su cargo satisfacer los
extendidos deseos populares de seguridad, ingreso, abrigo, asistencia y otros
similares, mientras que, al mismo tiempo, cercena drásticamente los derechos
políticos y destruye el proceso democrático. Si esta conjetura es correcta, entonces, debido a las
consecuencias a largo plazo de la igualdad y a la necesaria conexión entre
igualdad y democracia, y dado el tiempo suficiente como para que las fuerzas de
la igualdad produzcan sus efectos, los sistemas democráticos tenderán a ser
especialmente autodestructivos. Más concretamente, cabe suponer que entre los
países que han sido democráticos durante un período de tiempo considerable
-digamos una generación o más- encontraremos un número significativo de ellos
en los cuales se registrarán al menos tres cambios perceptibles: la sociedad se
atomiza en individuos aislados, la democracia es reemplazada por un régimen
autoritario y este cambio de régimen está, a la vez, apoyado por un extendido
consenso popular y surge, en gran medida, como consecuencia de dicho apoyo. La ruptura de las instituciones democráticas y su anulación
pro parte de regímenes autoritarios en Italia, Alemania, Austria y España
entre 1923 y 1936, le pareció a muchos observadores que convalidaba la
conjetura de Tocqueville. La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset,
publicado en 1930 después del triunfo del fascismo en Italia pero antes de que
se destruyera la democracia en Alemania, Austria y España, a menudo ha sido
leído como una lúcida anticipación del colapso de la democracia basada en la
masas. Durante las siguientes décadas, con frecuencia se argumentó que el
surgimiento de la democracia de masas en el siglo XX amenazaba con llevar a la
destrucción de la libertad política y la democracia liberal. Al principio
formulada fundamentalmente por estudiosos en el exilio, quienes habían sido
testigos de la ruptura de la democracia en sus propios países (especialmente
Hannah Arendt, Emil Lederer y Sigmund Neumann), la teoría tuvo su elaboración
más sistemática en 1959 por parte de un sociólogo norteamericano, William
Kornhauser, en The Politics of Mass Society (La política de la sociedad
de masas), un libro que remitía explícitamente a Tocqueville. La teoría de la democracia de las masas planteada por estos
autores ha sido sometida a una intensa y significativa crítica. Sin embargo,
desde el momento en que la teoría ponía el énfasis, sobre todo, en la
atomización de la sociedad y en el apoyo que el fascismo supuestamente obtenía
de los individuos asilados, desarraigados y solitarios, los críticos
concentraron sus ataques en este rasgo de la teoría. En una soberbia
reconstrucción histórica del carácter social de una sola ciudad de Alemania
en 1930, William S. Allen demostró que los alemanes, lejos de estar aislados,
se hallaban envueltos en una densa red de asociaciones. Sin embargo, el defecto
fatal era que las organizaciones estaban polarizadas en clases (Allen, 1965). En
un ensayo reciente, Bernt Hagtvet ha utilizado un sustancial conjunto de
pruebas, incluidas las de Allen, para demostrar, con un efecto devastador, que
la destrucción de la República de Weimar que se produjo como lo había
supuesto la teoría de la democracia de masas (Hagtvet, 1980). Dado que
carecemos de un análisis equivalente para la mayoría de los demás países, no
podemos, por cierto, estar seguros de que la tesis de la atomización esté
completamente errada. Pero dado que la teoría fue, en gran medida, creación de
exiliados alemanes que se remitieron principalmente a la experiencia alemana, si
la teoría está errada respecto de dicho caso crucial, entonces pierde mucho de
su plausibilidad. Tanto los defensores como los críticos de la teoría de la
democracia de masas se han concentrado, según dije, principalmente en las
supuestas consecuencias del aislamiento para el surgimiento del autoritarismo.
Sin embargo, mientras la evidencia sugiere que esta relación es espuria, la
tendencia de la igualdad política y social a apoyar movimientos autoritarios
puede, a pesar de todo, haber tomado un camino similar al delineado por
Tocqueville. Es razonable, en consecuencia, preguntarse si el surgimiento de
regímenes autoritarios de base popular en este siglo ofrece pruebas
convincentes o no de que, dado el suficiente tiempo, las democracias modernas
tienden a generar un amplio apoyo a los movimientos autoritarios y así, a
transformarse en regímenes autoritarios. Una buena prueba sería examinar todas
las instancias conocidas en las cuales una democracia moderna se ha transformado
en una dictadura, a fin de ver si la transformación se adecua a la hipótesis.
He podido identificar trece casos en este siglo en los cuales un régimen
democrático (o en algunos casos, un régimen cuasi democrático) se ha
transformado en una dictadura. Ellos son: Argentina en 1930, Austria en 1933-34,
Brasil en 1964, Chile en 1973, Colombia en 1949, Alemania en 1933, Grecia en
1967, Italia en 1923-25, Perú en 1968, Portugal en
1926, España en 1936,
Venezuela en 1948 y Uruguay en 1973 . Lo que encuentro asombroso es el poco apoyo que brindan estos
casos para la hipótesis y, por cierto, cinco aspectos de la experiencia de
estos países parecen ir abiertamente en contra de dicha hipótesis. 1. Con la única excepción de Uruguay, en la época del
colapso democrático todos estos países habían experimentado menos de veinte
años de instituciones democráticas Es mucho de veinte años de instituciones
democráticas. Es mucho más razonable concluir que la ruptura de la democracia,
en parte, obedeció a la misma novedad, fragilidad e incierta legitimidad de las
instituciones democráticas en estos países, más que a los efectos a largo
plazo de la igualdad social o política. En la mayor parte de estos países, los
hábitos y las prácticas democráticas tenían raíces bastante poco profundas.
En Alemania, un régimen democrático acababa de reemplazar a otro no
democrático: por cierto, un régimen autoritario de corte tradicional. En
algunos países, la oposición política ubicada fuera del cerrado círculo de
la oligarquía, hacía poco tiempo que había obtenido derechos políticos. En
otros como Italia y Chile, había pasado menos de una generación desde que el
sufragio se había extendido a la mayoría de los varones. Si tomamos en cuenta
criterios como éstos para la democracia, advertimos que las instituciones
democráticas tenían sólo trece años de vida en Italia cuando Mussolini
consolidó su poder en 1925; catorce en Argentina de 1930 ; catorce en la
Alemania de 1933; quince en la Austria de 1934; dos en la España de 1936;
catorce en el Perú de 1968, y así seguimos. Inclusive en Chile, al que se lo
consideraba, en general, como uno de los pocos y pequeños países democráticos
de América Latina -un juicio en todos los otros aspectos totalmente correcto-,
los obstáculos para el empadronamiento “dieron como resultado un número
relativamente pequeño de votantes empadronados”, hasta que las reformas de
1958 y 1962 aumentaron en gran medida el sufragio (Gil, 1966, 207). La única excepción que he podido encontrar es Uruguay,
donde las prácticas democráticas parecen haber sido mucho más observadas
entre principios de siglo y 1933, fecha en que el presidente Gabriel Terra dio
un golpe de Estado. Después de cerca de una década de gobierno presidencial
inconstitucional por parte de Terra y sus sucesores, en 1942 Uruguay, como lo
dijo un autor, “volvió a la forma de vida democrática que la acción de
Terra interrumpió (Pendle, 1963, 36). En consecuencia, Uruguay sería el único
caso en el cual un sistema democrático de relativa larga data, fue
reemplazado por un régimen autoritario impuesto internamente . En contraste,
hay por lo menos veintiséis países en los cuales las instituciones
democráticas han existido por más de veinte años y, en algunos casos, como lo
sabemos, durante mucho más tiempo . 2. Por otra parte, en países donde un régimen democrático
fue suplantado por otro autoritario, las instituciones democráticas no sólo
sufrieron los efectos de la fragilidad propia de su reciente implantación, sino
que el régimen derrocado era, en algunos casos, a lo sumo una oligarquía
tradicional parcialmente democratizada. Así, de ser una oligarquía competitiva en 1910, Colombia
había evolucionado, hacia 1940, hasta ser lo que se ha descripto como una “democracia
oligárquica” ya que, a pesar de la vigorosa competencia entre conservadores y
liberales, la participación electoral era generalmente baja (inclusive para los
patrones norteamericanos) y “el fraude siempre estaba presente, tanto como la
coerción periódica ejercida sobre la oposición”(Wilde, 1978, 30-31, 44) .
En Argentina, debido a la existencia de un gran número de inmigrantes no
nacionalizados, menos de la mitad de los varones adultos tenía derecho a votar,
y dado que una gran parte de la clase trabajadora era inmigrante (alrededor del
60 por ciento en las áreas urbanas), la mayoría de ella carecía efectivamente
de derechos de ciudadanía. 3. Además, en la mayor parte de estos países una porción
sustancial de la clase dirigente, y, por lo que se puede suponer, de la
población en general, era hostil al igualitarismo, la igualdad política, las
ideas democráticas y las instituciones democráticas. En Alemania se ha
estimado que, durante la República de Weinar, sólo alrededor del 45 por ciento
del electorado favorecía un orden democrático,
mientras que el 35 por ciento
era partidario de un orden autoritario derechista y un 10 por ciento de un orden
comunista. Así, el apoyo a regímenes democráticos y antidemocráticos era
casi igual, mientras que el 10 por ciento del electorado restante no estaba
decidido entre la democracia y el autoritarismo (Lepsius, 1978, 38). No es
demasiado sorprendente que en Argentina, una clase trabajadora sometida al
despojo sustancial de sus derechos de ciudadanía y a la discriminación política,
se volviera hacia Perón, como lo hizo de manera abrumadora. Si la legitimidad de
la democracia era débil en el extremo más bajo de la escala social argentina,
era aún más débil en la cumbre. La oligarquía tradicional había adoptado como
patrón válido que a la mayoría “equivocada” nunca debía permitírsele ganar una
elección. Cuando la ley electoral de 1912 por
fin aseguró elecciones libres y limpias, los sucesores de la vieja
oligarquía, los conservadores, continuaron rechazando la legitimidad del
gobierno de la mayoría. Desanimados en los años 20 por la aparente falta de
voluntad de los radicales, ahora el partido mayoritario, de compartir con ellos
el control del gobierno, los conservadores apoyaron el golpe militar (Botana,
1977, 174-202; Smith, 1978, O'Donnell, 1978). 4. Lo que es más, la transición de la democracia o cuasi-democracia
al autoritarismo muy pocas veces, si es que alguna vez fue así, surgió como
resultado de un abrumador apoyo público que se hiciera sentir a través de los
procesos democráticos. Como rasgo típico, previo a la transición, el país
aparece altamente fragmentado, como en el caso de Alemania, Austria, Colombia y
Chile, polarizado en campos antagónicos. Virtualmente en todos los países, la
transición se ha producido no a través de procesos democráticos, sino por
medio de una violenta apropiación del poder por parte de líderes autoritarios
y manifiestamente antidemocráticos que procedieron rápida y más o menos
abiertamente a destruir las instituciones democráticas. Para asegurarse, Hitler
se convirtió legalmente en canciller del Reich en enero de 1933. Pero
rápidamente suspendió los derechos civiles constitucionales, y las elecciones
de marzo de 1933 tuvieron lugar en “una atmósfera de inseguridad pública y
de terror para los comunistas y los socialistas” (Lepsius, 73). aun así, los
nazis sólo obtuvieron el 44 por ciento de los votos y les hizo falta el 8 por
ciento del voto conservador para obtener la mayoría. De allí en adelante,
Hitler rápidamente enterró los restos de la República de Weimar. En algunos países -seguramente Alemania fue uno de ellos-,
el régimen autoritario debió haber logrado el apoyo de una mayoría de
adultos. Con la capacidad sin precedentes de manipular y coercionar la opinión
pública de que dispone un Estado autoritario moderno, difícilmente podría
resultar sorprendente. Pero no podemos saber con certeza cuán a menudo ello fue
así o cuándo una mayoría, si existía alguna, se convirtió en minoría. En
este aspecto, quizás Argentina sea el país que mejor se adecua a la
hipótesis. Uno de los estudiosos más agudos de la política argentina ha
descripto a Perón como “un indudable dictador mayoritario” durante su
gobierno de 1946 a 1955 (O'Donnell, 164). Desde la época en que se lo derrocó
a Perón, estaba bien claro entre los liberales y los conservadores argentinos
por igual, que si se hacían elecciones donde se les permitiera participar a los
peronistas, Perón ganaría por lo menos una gran cantidad de votos. Así, los
opositores a Perón se enfrentaban con un dilema: ¿se debía llamar a
elecciones libres y limpias, en cuyo caso Perón ganaría, o se debía evitar
que ganara, haciendo imposible que una pluralidad de votantes ejerciera una
opción libre en las elecciones? En ambos casos, la
democracia sin duda perdía. 5. El peronismo, sin embargo, no surgió de un exceso de
igualdad sino de desigualdades agudamente experimentadas en lo político, lo
social y lo económico. El ejemplo de Perón, me parece, constituye la
ilustración más significativa de todas: los países a los que me he referido
no estaban caracterizados por un grado muy alto de igualdad económica y social
. En la mayoría, la desigualdad era extrema, o se sentía que lo era, y las
desigualdades a menudo ayudaban a fragmentar o polarizar a la ciudadanía en
campos hostiles, a debilitar la confianza en las instituciones democráticas y a
generar apoyo a la dictadura, tanto para permitirles a los líderes de los descamisados
ganar poder o para impedirles hacerlo. Si la libertad se vio amenazada en
estos países, la amenaza no provino de un exceso de igualdad, sino de que
había demasiado poca. Estaba ausente el factor fundamental que, desde la
perspectiva de Tocqueville, podría predisponer a un pueblo democrático a
destruir la libertad: la igualdad de condiciones. Recapitulación ¿Es decir, entonces, que Tocqueville estaba errado en lo
fundamental? No necesariamente. Porque no sostenía que las igualdades
democráticas hicieran inevitable la destrucción de la libertad. Sólo
planteaba que la favorecían. Pero también decía que, en ciertas condiciones,
las cuales pensaba que se daban ampliamente en Estados Unidos, la igualdad
podía conciliarse con la libertad. Por cierto, no suponía que las condiciones
y las instituciones norteamericanas pudieran o inclusive debieran duplicarse
exactamente en Europa o en otro lado. Creía que, despojados de las
peculiaridades norteamericanas, ciertos factores generales podían sostener a la
democracia y a la libertad en otros países (1:348 y ss.). Ponía un gran énfasis en cuatro de dichos factores . Uno
era la difusión general del bienestar económico o “prosperidad física”.
Un siglo y medio después de la percepción de Tocqueville, sin duda encontramos
una correlación extraordinariamente fuerte entre el bienestar económico y la
democracia. Las instituciones democráticas hoy en día existen exclusivamente
en países que tienen un alto producto bruto interno per cápita, con sólo unas
pocas excepciones, de alguna manera precarias, con sólo unas pocas excepciones,
de alguna manera precarias, como India, Grecia y Portugal. Si bien dicha
prosperidad puede no ser ni necesaria ni suficiente para la democracia, sin duda
facilita en gran medida el surgimiento y la supervivencia de las instituciones
democráticas. Sin embargo, no debemos malinterpretar la evidencia. Medidos por
los indicadores de éxito económico más usados en los últimos años, a los
norteamericanos de 1832 se los consideraría relativamente pobres en comparación
con las naciones industriales contemporáneas. La democracia no
tiene necesidad ni de la opulencia ni de los patrones materiales que hoy en
día prevalecen en los países industriales avanzados. Por el contrario, necesita
de un sentimiento generalizado. Por el contrario, necesita de un sentimiento
generalizado de relativo bienestar económico, justicia y oportunidades, una
condición derivada no ya de los patrones absolutos, sino de la percepción de las
ventajas y las privaciones relativas (ver Dahl, 1971, 62, y ss.). Tocqueville también pone el énfasis en la importancia que
tiene para la democracia la existencia de una sociedad en la cual el poder y las
funciones sociales estén descetralizados entre un amplio número de
asociaciones, organizaciones y grupos relativamente independientes. Subraya el
papel vital de los periódicos independientes (1, cap. 11), de la abogacía como
profesión libre (1, cap. 16), de las asociaciones políticas (1, cap. 12) y de
las asociaciones de la vida civil, no sólo “compañías comerciales y
fabriles, sino asociaciones de los más diversos tipos: religiosas, morales,
serias, fútiles, amplias o restringidas, enormes o diminutas” (2:128).
Tocqueville fue uno de los primeros en reconocer la íntima
relación entre las
instituciones democráticas y la sociedad y comunidad política pluralistas. Sin
duda tenía razón, ya que a pesar de las variaciones sustanciales en los
modelos particulares, en todos los países democráticos modernos el poder está
significativamente descentralizado entre una gran variedad de organizaciones
políticas, profesionales, económicas, sociales, culturales y religiosas. Por
cierto, la existencia de organizaciones relativamente independientes no es
suficiente para la democracia, pero es evidentemente necesaria para la
democracia y la libertad en escala nacional (ver también Dahl, 1982). El
desarrollo de una iglesia relativamente independiente, un movimiento sindical,
una organización de granjeros y una asociación de intelectuales, no fue
suficiente para hacer de Polonia una democracia. Pero dichas organizaciones
independientes fueron absolutamente esenciales para obtener la cuota de libertad
y democracia de que disfrutaron los polacos antes de la intervención militar. Tercero, Tocqueville llamó la atención sobre el significado
de la descentralización constitucional en Estados Unidos: la separación de los
poderes en tres cuerpos relativamente independientes, la división territorial
del poder entre el gobierno federal y los gobiernos de los Estados, la ulterior
descentralización en unidades locales y la descentralización del proceso
judicial a través del sistema anglo-norteamericano de juicio por jurado, los
cuales lo había impresionado profundamente. Tocqueville previó acertadamente
que los otros países democráticos no tendrían necesidad de imitar las
particularidades del sistema constitucional norteamericano. Como se ha
comprobado, de hecho ningún otro país democrático existente ha copiado
exactamente nuestro sistema, cuya constitución prevé un poder mucho más
descentralizado entre instituciones relativamente independientes, de lo que la
mayoría de los otros países ha considerado necesario o deseable. Sin embargo,
sea cual fuere la teoría constitucional formal de cada nación, en todo país
democrático el Poder Judicial es relativamente independiente del Ejecutivo y el
Legislativo; el Poder Legislativo mantiene, al menos, una pequeña cuota de
independencia respecto del Ejecutivo, aunque en algunos países se ha reducido
por épocas; para bien o para mal, las dependencias administrativas tienden a ser
relativamente independientes una de otra, del Poder Ejecutivo y del Poder
Legislativo, y algunas funciones les están reservadas a los gobiernos locales.
En cuanto a esto último, y tal como Tocqueville temía que ocurriera, en
Francia, la Tercera, Cuarta y Quinta Repúblicas mantuvieron el sofocante
sistema napoleónico de prefectura, con su severo control central sobre los départements.
En un gesto que sin duda Tocqueville hubiera apoyado, los franceses no
intentaron hasta 1981 aumentar la autonomía de los gobiernos locales, como para
respirar un poco más de democracia local en un sistema altamente centralizado. Pero por mucho que subrayara la importancia vital de las “leyes”
-o, como diría del sistema constitucional- para unir la libertad con la
democracia y el gobierno de la mayoría, Tocqueville le atribuía una
importancia aun más grande a un cuarto factor, considerablemente más elusivo
que los otros: la modalidad de un pueblo, término que Tocqueville
equiparaba con el latino mores. Por modalidad se refiere a “las
diversas nociones y opiniones corrientes entre los hombres y el conjunto de
dichas ideas que constituyen su carácter mental” (1:354). Acerca de la
importancia relativa de tal modalidad, Tocqueville es sucinto: [Si] se las clasificara según su propio orden, diría que
las circunstancias físicas [de un país] son menos eficientes [para mantener
la democracia] que las leyes, y las leyes están en gran medida subordinadas a
la modalidad del pueblo... Insisto de manera tan seria en este primer puesto,
que si hubiera fracasado en hacerle sentir al lector la importante influencia
que le atribuyo a la experiencia práctica, a los hábitos, a las opiniones,
en pocas palabras, a la modalidad de los norteamericanos en el mantenimiento
de sus instituciones, habría fracasado en el objetivo principal de mi
trabajo. (1:383) Al atribuirle dicho papel esencial a la modalidad y a las
costumbres, Tocqueville, a la vez, se hacía eso de un tema más antiguo
-preludiado por Maquiavelo en Los discursos, por ejemplo- y anticipaba la
importancia atribuida a la “cultura política” por muchos investigadores
actuales. Al igual que la modalidad y las costumbres, la cultura política es
una cualidad elusiva; probablemente en ninguna otra área del análisis
político comparativo sean tan escasos los ejemplos ilustrativos. Las
características esenciales de una cultura democrática, al igual que las
propias de una “personalidad democrática”, siguen siendo inciertas y
agudamente debatidas. Sin embargo, los investigadores que intentan habérselas
con la pregunta “¿Por qué existen instituciones democráticas en el país X
y no en el país Y?”, tienden a coincidir tarde o temprano con Tocqueville, en
que ni la prosperidad ni un buen sistema constitucional podrían asegurar la
democracia en un pueblo que carece de la predisposición esencial hacia ella,
actitud que se transmite y se apoya en la cultura en sentido amplio, los
sistemas de creencias, los hábitos, la modalidad y las costumbres. Pero un
pueblo que de hecho posee una cultural tal, puede manejar las instituciones
democráticas por medio de un sistema constitucional entre muchos y puede
hacerlo a través de períodos de crisis económica que llevarían al colapso de
la democracia en un pueblo con una cultura política menos sólida. Explicar por
qué la democracia sucumbió a la dictadura en la Argentina de 1930, y no en
Nueva Zelanda o en Australia, exige más que una descripción de sus
circunstancias económicas, las cuales eran bastante parecidas, o un análisis
de sus respectivas constituciones. Después de todo, ¿Tocqueville estaba básicamente acertado?
Es tentador pensarlo, porque parece ser bastante cierto que en todos los países
donde han sobrevivido las instituciones democráticas junto las libertades
políticas fundamentales que éstas requieren, las cuatro condiciones planteadas
por Tocqueville también se han registrado y bastan para dar razón de la
conciliación entre la democracia y la libertad que se ha dado en estos países.
Si ello es así, parecería que la teoría implícita de Tocqueville ha quedado
reivindicada. Sin embargo, queda una pregunta perturbadora. Aun si la
solución de Tocqueville al problema de la libertad y la igualdad es acertada en
general, ¿es el peligro, tal como él lo formulaba, un problema central en los
países democráticos? Para Tocqueville, la igualdad era algo dado, y la
libertad, algo problemático. Un grandioso proceso histórico estaba destinado a
producir igualdad, pero ningún proceso histórico equivalente aseguraría la
libertad. Por el contrario, la libertad estaba amenazada por la igualdad. Pero, ¿realmente podemos tomar a la igualdad como algo dado?
¿No es acaso también, al igual que la libertad, altamente problemática? Una
combinación de circunstancias creó en Estados Unidos, en la época de
Tocqueville, una igualdad de condiciones entre los barones blancos, que en su
momento era históricamente rara y probablemente única en su alcance. Pero
dicha combinación no era simplemente poco común, e inclusive en Estados Unidos
demostró ser transitoria. Porque la economía y la sociedad agrarias en las
cuales se basaba sufrieron una transformación revolucionaria en un nuevo
sistema de capitalismo comercial e industrial, que automáticamente generó
amplias desigualdades de riqueza, ingreso, estatus y poder. Estas desigualdades
eran, a su vez, resultado de una libertad de cierto tipo: la libertad de
acumular ilimitados recursos económicos y de organizar la actividad económica
en empresas jerárquicamente gobernadas. En problema con el que nos enfrentamos, y con el cual se
enfrentan todas las democracias modernas, es, en consecuencia, aun más difícil
que el planteado por Tocqueville. Porque no sólo debemos identificar y crear
las condiciones que reduzcan los posibles efectos adversos de la igualdad en la
libertad, sino que también debemos esforzarnos por reducir los efectos adversos
que se registran en la democracia y la igualdad política cuando la libertad
económica produce grandes desigualdades en la distribución de los recursos y,
por ello, del poder, de manera tanto directa como indirecta. Tocqueville adelantó una solución razonable para el
problema que planeaba. Pero el conflicto entre la libertad y la igualdad que
enfrentamos hoy no es exactamente el mismo. Las condiciones para conciliar la
libertad y la igualdad que él adelantó son, desde mi punto de vista, todavía
necesarias. Pero dado que la igualdad es tan problemática como la libertad, las
condiciones que especificó han dejado de ser suficientes. El problema con el
que nos enfrentamos es si podemos, o no, crear condiciones tan favorables para
la libertad como aquéllas que Tocqueville pensaba que los norteamericanos, y
quizás otros pueblos, podían ofrecer, y que promovieron hasta tal punto la
igualdad como las que en su opinión se daban en la sociedad norteamericana en
un momento histórico que está irreversiblemente a nuestras espaldas. [6]
Montesquieu, Esprit des lois, Lib.
XXII, cap. 8.
Tocqueville advierte que “la igualdad en el mundo político” puede
establecerse de una de dos maneras:
Tocqueville estarían dispuestas a desafiar.
Tocqueville, la igualdad que él creía hasta tal punto característica de los
países democráticos, fuera particularmente proclive a conducir, dado el tiempo
suficiente para que actuaran sus efectos corrosivos, al crecimiento de un apoyo
generalizado a algo vagamente similar a los regímenes autoritarios basados en
las masas que han constituido uno de los rasgos más sorprendentes de este
siglo. Por cierto, sería tonto negar que privó acertadamente el surgimiento de
tales regímenes o el nivel hasta el cual emplean la violencia, la coerción y
la represión desembozada. Pudo haber previsto que los gobiernos de tales
regímenes serían más benignos de lo que son. Pero vale la pena señalar que
para sus partidarios y apologistas, el poder de muchos autoritarismos modernos
de base popular bien puede parecer, como Tocqueville lo prefiguró, “absoluto,
minucioso, regular, providente y blando”.