Tomás de Mercado
Suma de tratos y contratos
Libro V
De arrendamientos, préstamos y usuras
Capítulo I
De la fealdad y abominación del vicio de la usura
Uno de los vicios que más suelen cometer mercaderes, banqueros, cambiadores en
estos reinos es la usura, y la que menos se entiende y advierte. Cométese
muchas veces y conócese pocas, porque casi siempre se disfraza este pecado y
se encubre, no sólo con el interés -afeite que hace buen viso a los hombres-,
sino con otros dos mil trajes y vestidos extranjeros que se pone. Es tan
abominable y feo que no osa parecer tal cual es, y aun el hombre, por poderlo
cometer, mas sin asco, procura encubrirlo y taparlo. Es y fue siempre
abominable. No hay quien lo ose mentar a otro: cuanto más convidar con él. Mas
él procura injerirse en cuantos tratos se hacen, de modo que quien piensa
estar muy apartado de él, lo tiene muy incorporado en sí. No hay vicio que así
imite al demonio como éste. ¿Qué cosa hay más aborrecible y temerosa aun de
ver a los hombres que el demonio? Y hay pocos de nosotros que no lo metan cien
veces en el corazón. Aborrécenle descubierto, mas vestido con vicios, esles
muy amable. No hay delito más infame, fuera del nefando, entre las gentes que
es la usura.
Decirle a uno ser usurero es afrentarlo, y tómalo por injuria; pero mudados
unos pocos de vocablos, diciéndolo por circunloquios de venta y cambios, no
hay crimen a que más presto los negociantes se arrojen y más veces cometan. A
un hombre de bien no se sufre decir miente en lo que dice; mas hay mil modos
de hablar con que a cada paso se le dice, y responde y queda muy satisfecho y
contento. No se sufre decir a un mercader sea usurero, pero hay mil contratos
usurarios, do, sin decirselo, él se entremete, celebra y efectúa.
De modo que anda este vicio comúnmente disfrazado con otros, y escondido.
Descubierta y clara usura es prestar uno mil ducados por cuatro meses con que
vuelvan cincuenta de interés. Acaece esto una vez en la vida, y ésa secreta;
mas dárselos con título de cambio para Medina, habiéndolos de pagar aquí,
sucede cada momento. De arte que es tan abominable la usura que raro osa andar
sola; siempre anda metida en los negocios y tratos que tienen siquiera buen
nombre y apariencia, para entrar con aquel título ajeno sin ser conocida por
el suyo propio.
Y el querer yo escribir en las materias y negocios en cuya compañía suele
andar, me convido a escribir primero de ella, aunque no pueda ser tan breve
cuanto requería materia, que no por sí, sino para mejor entender otras, se
trata, lo uno, porque conocida una vez perfectamente no se pueda disfrazar
tanto, ni paliar, en los otros tratos, que no se conozca; lo otro, porque se
sepa su gravedad y malicia, y, sabiéndola, se deje y aborrezca cualquier
negocio do se topare, dado sea de gran interés temporal. Mayor mal espiritual
hace al alma, que no bien a la bolsa; pues, en realidad de verdad, no hace
ninguno habiéndose en fin de restituir toda usuraria ganancia, so pena de no
perdonarse la culpa.
He de tratar de cambios, censos, tributos, ventas y compras, fiado y contado,
a do muchas veces diremos ser usura paliada. Mal la podrá conocer encubierta
quien aún no le ha visto el rostro, ni entendido a la clara su quididad y
definición. Y aun hay algunos que, según la oyen a la continua nombrar en
muchos negocios que les parecen limpios de esta inmundicia y puros de esta
escoria, lo tienen ya por un modo de hablar, pensando ser solo usurero quien
presta.
Y para lo uno y lo otro, conviene a saber, para que vendiendo, comprando,
cambiando y tratando entiendan cuántas veces se peca en esta tecla y no se
admiren cuando en todos estos negocios oyeren decir «Esto es usura», me
pareció, aunque fuese trabajo, componer un particular opúsculo de ella, dado
que por maravilla, según dije, se halle sola. Verdad es que se yo provincias y
tierras, do podría llegar el tratado, y por ventura llegará, que reina este
vicio y se comete, no ahora con mucha vergüenza. Por lo cual creo que no
dejará de ser este mi trabajo útil y provechoso.
Lo primero, trataré de arrendamientos, materia que, como veremos, no se podía
excusar, ni dejar en silencio; lo segundo, de préstamos; lo tercero, de
usuras, que, venido su tiempo y lugar, lo dividiremos.
Capítulo II
En qué consiste y en qué cosas puede tener lugar el arrendamiento
Tres contratos, entre otros, usan mucho las gentes, cuya naturaleza y
condición es necesario entendamos para que con mayor claridad se proceda. El
uno es vender y comprar; el segundo, alquilar y arrendar; el tercero, prestar.
Venta es un contrato do quien compra, dando lo que la ropa vale, adquiere
señorío de ella, de la cual puede hacer lo que más le agradare. Él se priva
del señorío que tenía de su moneda y adquiere el de la mercadería o ropa que
compra. Tiene facultad para darla o guardarla o perderla y para servirse y
aprovecharse de ella en todo aquello que la recta razón y buena ley ordena o
no veda.
El segundo contrato es alquilar, debajo del cual se comprende tomar olivares,
dehesas y heredades, sementeras, estancias de ganado, a renta y tributo, que
no es propiamente censo sino alquiler. Y así es costumbre hablar «Arrendé mi
huerta, o mis olivares». Compréndese también el arrendar las casas,
cabalgaduras de camino, armas, vestidos, joyas y otras a este tono. El que
arrienda es como usufructuario de lo que le dan, tiene el uso y no el señorío.
Puede usar y aprovecharse de ello según las leyes disponen y las condiciones
del contrato que celebró, mas no lo puede vender, ni distraer, ni mudar;
finalmente, no puede hacer en ello como señor, sino como mayordomo.
Toma uno a renta unos olivares, da tanto cada año por ellos, coge y
aprovéchase de su esquilmo, mas no son suyos los olivos, ni los podría quemar
para sembrar pan, ni poner cepas, ni los puede vender; solamente puede coger
el fruto que Dios diere cada año. Del esquilmo y aceite es señor y, como tal,
o lo vende o lo gasta o lo carga, mas no de los árboles y tierra que lo dio y
fructificó. Lo mismo si se alquila un caballo: se puede servir de él en su
camino, que es el usufructo que del caballo se saca, y volvérselo a su dueño,
acabada la jornada, más no lo podrá vender o cortar las piernas, como podría
lícitamente su amo.
De modo que esta diferencia hay de quien compra al que alquila: que el
comprador adquiere señorío de la ropa y goza del fruto y uso de ella; el otro
sólo puede gozar de ella o usar del fruto que diere, el señorío se queda
siempre en quien se la arrendó. Este tal la podrá vender y enajenar, aun no
estando en su poder, como acaece cada paso, que, teniendo unas heredades a
renta, las vende su dueño a otro, aunque a él no se le quitan. De la venta y
compra he tratado a la larga en el opúsculo de mercaderes.
Cerca de lo segundo, esto es alquiler, es de notar que no todas las cosas se
pueden alquilar, ni en todas puede tener lugar este contrato y negociación.
Muchas hay que se pueden vender y prestar, mas no alquilar. No se alquila el
agua, ni el vino, el aceite, ni el vinagre, ni el pan, ni la cebada, ni la
moneda, ni otras muchas de este jaez que se cuentan en el derecho. Y sin ser
filósofos ni legistas, sabemos y usamos de esta ditinción y doctrina, que no
decimos arriéndame cien arrobas de vino, ni alquílame cien escudos, sino
véndeme o préstame. Aunque bien creo se habla y entiende confusamente.
Y para que a la clara lo conozcan y penetren, digo que muchas de las cosas que
usan en la vida política los hombres son tales que sirven y aprovechan sin
deshacerse luego o perderse; otras hay que no aprovechan sino a gran costa
suya, o perdiéndose o gastándose luego que de ellas se usa. Unas casas sirven
de morada, do la persona se defiende del calor, de la lluvia, aires y
tempestades, y esto muchos años si está bien fundada y labrada, quedando
continuo enhiesta. Y aun después de servido tiempos, no sólo no se consume,
mas mejórase, a lo menos en el valor y precio, que vale más ahora que cuando
se edificó. También un caballo aprovecha para un camino y, si bien se trata,
queda vivo y sano al cabo de la jornada. De esta condición son las heredades,
viñas, olivares, los vínculos de mayorazgos, las encomiendas, maestrazgos, los
tributos, pechos y censos, las alcabalas y almojarifazgos. Éstas y todas las
demás de esta propiedad se pueden lícitamente arrendar y llevar interés por lo
que a otro sirven, dado se queden siempre por mías, porque el servicio que le
hacen y comodidad que recibe vale dineros y se aprecia por ellos. Alquílase un
caballo de aquí a corte, dado quede sano y bueno a su dueño, algo vale el
haberse servido todo el camino, vale cuanto es costumbre se dé: éste llaman
todos alquiler.
De manera que quien alquila no merca el caballo, que ése a su señor se le
queda, sino el uso y servicio de él por tantos días. Y quien arrienda unas
casas por cien ducados cada año, no las compra -que a veces vale cuatro o
cinco mil-; compra el morar en ellas por tanto tiempo, y el uso de ellas, sin
que entre la substancia y casco, se estima en la era presente en cien ducados.
De modo que en todo lo que se arrienda, hallamos necesariamente dos cosas: la
una es su naturaleza y substancia, como en unas casas las paredes, fundamentos
y techos, las salas, cámaras, altos y bajos, todo lo cual, aunque se alquile,
queda entero y perfecto por su dueño y lo puede vender y enajenar; la otra es
el usar, el vivir en ellas; ésta es del arrendador y la merca por tantos
ducados al año y puede habitar en ella o meter otros vecinos, conforme a lo
que el derecho dispone o la escritura que hizo permite.
Hay otras que no sirven si no se gastan y consumen, como el vino, pan, aceite,
dineros. El vino no comienza a servir al hombre sino es gastándose. ¿De qué
sirve el vino y el agua sino de beberse? Y luego que se bebe deja de ser y no
puede más servir. El trigo es para comer y, dejando él de ser, sustenta y
conserva en su vida al hombre. También el dinero no sirve sino gastándose y
expendiéndose.
Do se conoce a la clara cuán pobre es un mísero avaro, por rico que sea, pues
no tiene qué gaste; mucho tiene que podría gastar, mas guárdalo tanto que no
lo gasta. Y tener oro, dado sea un tesoro, y no gastarlo y servirse de él, es
no tenerlo, porque no sirve ni aprovecha si no se expende. Así tenerlo y no
gastarlo es, en buen romance, no tenerlo y estar sujeto a todas las
necesidades que un pobre. Y tanto mayor es su pobreza cuanto es mayor su
avaricia. Mientras cien ducados están al canto del arca, ninguna cosa
aprovechan; no son como casas o viñas, que, estándose quedas, fructifican y
sirven; es menester se saquen y enajenen para que multipliquen, dándose,
cambiando o mercando. Y cualquier de estos negocios hagáis, en fin os priváis
de ellos.
Estas tales cosas no se pueden alquilar ni arrendar, porque nadie se puede
servir de ellas si no es haciéndose señor de ellas, cosa muy contraria del
arrendamiento, do se queda siempre el primero por señor, y, siéndolo él, me
aprovecho yo. ¿Cómo se pueden arrendar cien ducados, o por cuánto se
arrendarían, que por el mismo caso se los dan para servirse de ellos? Es
menester que él y quien se los dio los pierdan y hagan ajenos. Ellos han de
servir para mercar y no pueden mercar sin darlos en precio, y, en dándolos,
dejan de ser míos y comienzan a ser ajenos. Por lo cual cien ducados no pueden
ser alquilados, ni valen más que ciento.
En las casas o heredades hay dos cosas de valor y precio: la una, el uso y
servicio o fruto de ellas; la otra, la substancia y quididad suya. Y vemos
comúnmente venderse cada una por sí. Sucede cien veces tener uno alquilada su
casa por docientos escudos y venderla, actualmente viviendo otro en ella, por
nueve y diez mil. Una dehesa está tomada por veinte mil maravedís a tributo y
véndese por tres o cuatro mil castellanos. Estos tres mil no se dan por la
renta, sino por suelo y fuero de la dehesa; ni aquellos veinte mil son el
valor del arrendamiento, sino el de la casa entera, aunque no sirva. Así
solemos los españoles decir que hay posesiones que rentan poco y valen mucho;
otras, al revés, que rentan mucho y valen poco. Hay olivares que valen veinte
mil ducados y no rentan seiscientos; y un caballo vale algunas veces seis mil
maravedís y trae de provecho al año diez mil.
De arte que en lo que se alquila hay dos cosas vendibles: la substancia y el
uso y fruto de ella. Y por consiguiente puede su dueño vender la una,
quedándose con la otra: vende el usar y aprovecharse de ella, que llaman
alquiler, quedándose con el señorío de las casas o viñas o huerta.
Pero el vino, aceite y trigo no tienen más de una cosa que valga, que es su
misma substancia. No hay esa distinción de quididad y naturaleza a servicio y
usufructo; sino que mil ducados valen solos mil ducados y el uso de mil
ducados vale los mismos mil ducados, porque no se usa de ellos sino
gastándolos, y el gasto de ellos vale mil.
Esto querría se sacase principalmente como conclusión de este capítulo,
conviene saber: que en todas las cosas que no pueden servir sin consumirse, no
hay más que un valor y un precio, que es toda su cantidad, a cuya causa no se
puede alquilar, ni arrendar, sino vender o prestar. Sólo pueden ser arrendadas
las que sirven o fructifican, quedándose enteras y perfectas en poder de su
amo.
De este contrato y sus condiciones será convenible tratemos en este capítulo,
pues, tan en práctica y costumbre, está en todas partes.
Capítulo III
Del arrendamiento y sus condiciones
En esta materia hay mucho que decir si metiésemos la hoz, como dice el refrán,
en sementera ajena, escribiendo como juristas las condiciones, decretos,
solemnidades y determinaciones que en ellas las leyes ponen, dan y requieren,
conviene saber: quién puede alquilar de derecho, si pueden los prelados las
heredades del monasterio, si el beneficiado los frutos del beneficio, y, ya
que tengan facultad para hacerlo, por cuánto tiempo la tienen, qué
solemnidades son requisitas para que sean válidos todos estos contratos, cómo
se ha de celebrar un arrendamiento hecho a una compañía, que libertad y
licencia tiene cada uno para disponer su parte, con otras dos mil cuestiones
de este jaez, que las leyes ponen y tratan. Mas hay poco si, como quien somos,
esto es, como teólogos, tratamos solamente lo que es de ley natural y divina,
ver lo que en conciencia es lícito o culpable. Aunque, a la verdad, siendo,
como son, las leyes rectas y justas, brevemente se puede decir que todo lo que
ellas disponen en este contrato se puede hacer y es lícito. Quien más en
particular deseare saberlo, consulte a un jurista; lo que es de nuestra
facultad escribiremos copiosamente en este artículo.
De este principio, que en el pasado declaramos, que lo arrendado queda siempre
por quien lo alquila cuanto a la substancia y naturaleza, dado que otro se
sirva y aproveche de ello, salen tres documentos notables.
El primero es que está a riesgo de su señor cuanto al perderse o destruirse, o
mejorarse. V. g., arriendo una casa; si se cae o porque tembló la tierra o
cayo un rayo o corrió gran tempestad y la derribó, piérdese al amo, no al
morador, porque aquel era su dueño. Ítem si tenía a renta una huerta y el río
salió de madre y la destruyó, o acaso prendió fuego y la quemó, es pérdida
para el señor. También se le recrece y aumenta si se mejora y medra.
Y es contra ley natural y usura paliada, no del que lo toma, sino del que lo
da debajo de esta condición: que tome en sí el arrendador el peligro pues le
paga el uso y servicio, como a las veces sucede. Excepto cuando razonablemente
temiese no se pondría diligencia en mirar por ella, o se la hurtarían o
destruirían o la trataría mal el arrendador, como el temor de estos sucesos
sea, según dijimos, razonable, fundado en buenas conjeturas, no antojo ni
codicia, puédele poner por condición estén a su riesgo, con tal que en el
precio le lleve tanto menos cuanto monta el seguro que le hace; y esto con
tanto derecho que, dado no lo explique, si vino por su causa el daño a la
hacienda, está obligado a pagarlo, como si fuese negligente en guardar las
heredades, o en cultivar o labrar las olivas o cepas, o si por su descuido se
ahogó el ganado, o si no dio al caballo la ración acostumbrada y por flaqueza
desfalleció, o se mancó o, si lo fatigó y aguijó demasiado y de cansado faltó.
En fin, como tenga culpa notable en el suceso, debe el arrendador pagar todo
lo que valía, no tanto solamente cuanta fue la causa y culpa, sino todo y por
entero, que, por el mismo caso que alquila, se obliga a ser un fidelísimo
depositario y diligentísima guarda de lo que le arriendan. Así dice la ley
que, dado la culpa sea pequeña, sea la paga cumplida. Y aun muchos doctores
tienen por opinión -y yo no lo repruebo- que si reñí con uno y fui en la
pendencia culpable, injuriándole, y el otro, por vengarse de mí, quemó las
casas de mi morada, que eran arrendadas, o algunas heredades que tenía a
tributo, debo satisfacer a su dueño, pues por mi causa se quemaron, y yo quedo
con acción y derecho para pedir y contestar lite contra el reo.
Síguese lo segundo, que, acabando o destruyéndose la hacienda, queda libre el
arrendador de la pensión que daba y cesa el arrendamiento. También si, ya que
del todo no perece, vino a menos de la mitad, razón es se entienda el contrato
deshecho. Así lo dispone la ley, porque, como es manifiesto, no valdrá ya el
uso de la pieza así destruida, menoscabada o arruinada cuanto valía entera y
perfecta, que es lo que al principio se concertó. Dirá alguno disminúyase
también del precio proporcionalmente y no se deshaga del todo el contrato.
Respondo que, porque por ventura no le será ya provechosa la hacienda al
arrendador, como era cuando la arrendó, y por el provecho que esperaba dio su
dinero, conforme a razón es que en esto se esté a su arbitrio. Y si quisiere
que pase adelante el arrendamiento, haga de nuevo concierto, pues el primero
expiró, si no es que quiere dar tanto como antes, que en esto voluntad es
vida. Pero si no es tan notable el nocumento y daño, sino poco, como si el año
fue estéril y seco, do no se cogió mucho, débese mirar en este caso y otros
semejantes el uso y costumbre de la tierra y guardarlo.
Al contrario, también se ha de entender, si se mejora en extremo la hacienda
por alguna causa oculta y fructifica al doble más que solía y se esperaba al
tiempo del arrendamiento, no por su diligencia y sagacidad, sino por algún
vario suceso, justo es se le aumente la renta a su dueño; pues si fuera grande
la nueva esterilidad del suelo, perdiera parte de lo concertado y firmado.
Pongamos ejemplo en un molino que desde que se fabricó, según el agua que
siempre ha tenido, muele sólo veinte hanegas, y conforme a esto se arrendó, y
acaso ahora reventó alguna fuente caudalosa y dio en su caudal, con lo cual
muele ya cuarenta; o si se solía secar el verano y no molía cuales que tres o
cuatro meses del año, y por nuevo suceso ya nunca le falta agua y a la
continua muele, cierto, en semejantes sucesos le debe mayor renta al dueño del
molino.
Pero si la ventaja fue accidental, no que fructifica ahora mucho más que
antes, sino que ese fruto que da vale más que solía, todo es del arrendador.
Esto a la verdad sucede muy raro, ni tiene lugar. Cuando la pujanza viene en
discurso de tiempo, como en las haciendas que se toman por vidas o por muchos
años, do por la mayor parte se espera que irán cada día a más y de bien en
mejor, no está obligado entonces el tributario a dar mayor pensión ni tributo,
porque casi se mejora la hacienda por su industria, y entonces nada le debe.
Harto hace en mejorarle su hacienda, dejándosela al cabo mejor parada y más
fructífera que la recibió. Mas mientras la tuviera, justicia es le valga a él
su industria y goce de sus trabajos. Así es uso y costumbre que el hombre en
las haciendas que tiene por vida o por muchos años, procura mejorarlas como
propias, por aprovecharse en el ínterin más de ellas, lo cual no hiciera si
había de ir también aumentando su pecho o pensión.
Del mismo fundamento se colige lo tercero: que en tres casos puede uno expeler
de su posesión a otro, dado se la tenga alquilada. Y si hay otros, o no se me
ofrecen o no serán tan averiguados y ciertos.
El primero, si ha menester la posesión se repare y adobe, y, si no se
reparase, se destruiría, a dicho de personas entendidas, si para esto fuere
necesario salga de ella, está obligado de caridad a salir y por justicia le
compelerán a ello. Que si el otro es verdadero señor, facultad es justo tenga
para mirar por ella y no dejarla destruir; y si no tiene licencia para decirle
que salga y la deje vacía para repararla, tanto se le dará al arrendador se
pierda cuanto suelen tocar y entristecer al hombre negocios ajenos. Así que el
ser suya la hacienda le da derecho para que la remedie lo mejor que pudiere.
Lo segundo, si usa mal de ella y por su culpa viene a menos, como si no
cultiva o no siembra la tierra o tiene en ella descuidados mayordomos que le
cortan los árboles para leña o los arrancan para plantar en otra parte. Lo
mismo si con sus actos y mala vida infama la posesión, como si es mujer común
y no se sabía al principio, o, si es buena, la alquila después a gente perdida
y viciosa, do se sigue infamia y deshonra al lugar, porque no es justo deje
infamar sus casas e inhabilitarlas para que en largos tiempos ningún hombre de
bien las quiera alquilar y morar.
El arrendador puede alquilar de derecho común la posesión a otro, si no le
sacaron por condición en el contrato no lo hiciese; en tal caso debe guardar
el concierto. Tratar si las costas que se hacen en beneficio de la hacienda se
le han de descontar de la renta, y cuándo y cuáles y cuántos, son puntos de
los que al principio dije pertenecía saberlos a juristas, no a teólogos. Así,
con otros muchos de este género, se los dejo, como debo, en silencio.
Capítulo IV
Cuán necesario y general es entre los hombres el préstamo y como se ha de
emprestar sin interés y ganancia
Es sentencia muy notoria y célebre de filósofos griegos y latinos que no hay
hombre tan bastante para sí y abundante que no tenga en muchas cosas necesidad
de otro. ¿Quién nació tan criado que no haya menester lo críen? ¿Quién, ya
crecido, tan sabio que no le hayan de enseñar artes e instruir en negocios?
¿Quién jamás tan rico que no pidiese alguna cosa prestada? Antes estoy por
decir que el hombre por sí solo es tan insuficiente que en todo casi ha
menester otro le ayude.
Crió Dios a Adán en un estado soberano, libre y exento de muchos pechos y
tributos que consigo trae ahora la vida, dotado de todas las virtudes y
ciencias. Y, con todo, advirtió Dios no ser convenible que estuviese solo en
el paraíso y dijo «Criémosle un semejante que le ayude»; y crió a Eva que le
ayudase. Cuánto menos puede al presente ninguno presumir, sujetos ya todos a
hambre, pobreza, enfermedad, sensualidad, muerte, de no haber menester a
nadie. ¿Qué hace el hombre, si no es dormir, que no es hacer sino descansar,
que no se ayude y favorezca de otro? Si viste, si calza, si come, si bebe, si
aprende, si trabaja o si huelga, cosas a que parece bastar él solo, aun ha
menester compañía, conviene a saber: quien corte de vestir, quien de calzar,
quien siembre, quien cultive de que haya alimentos y quien le enseñe, quien le
pague y aun quien le mire. Todos dependemos unos de otros, y con esta ley y
obligación de ayudarnos y socorrernos nacimos.
Dice Platón que no nació el hombre para su solo provecho y utilidad, sino para
sí y para bien de su república, para sus padres y parientes, y, hablando en
breve, nacimos para bien de todos. No podemos de otra manera ni aun vivir,
cuanto más permanecer. Do consta en cuánto derecho y razón se funda la caridad
que debemos a los prójimos, porque, dejado a una parte el mandárnoslo Dios, el
bien grande y utilidad que recibimos unos de otros nos obliga a querernos y
amarnos.
Verdad es que, dado en todos los negocios nos ayudemos, es justo que en muchos
paguemos su trabajo al que nos es útil y sirve. Si uno ha menester que otro le
muestre, satisfágaselo. Si quiere vivir en casas ajenas, arriéndelas. Si le
parece bien el caballo de su vecino, mérquelo. Porque si de balde y sin
retribución se sirviesen unos a otros y aprovechasen, no sería cierto
aprovecharnos, sino destruirnos y acabarnos, que, sin provecho, si nos
ocupásemos en servir, muchos al cabo vendrían a ser desacomodados y pobres.
Mas como ahora se usa, que quien siente la carga y sufre el trabajo, según
dice el derecho, goza también de la honra y siente el provecho, resulta una
desigualdad tan conforme e igual, que todos están en su peso y cada uno se
sustenta y mantiene en su lugar.
Verdad es también que no todos los actos son de esta condición. Algunos hay
que quiso Dios se hiciesen gratis por los prójimos, como es dar limosna al
pobre y prestar al necesitado. Esto quedó entre los hombres, según ley
natural, en que se ejercitase la liberalidad, una de las magníficas e ilustres
virtudes que hay. El préstamo es negocio que de suyo manda se haga sin
interés; aunque lo tiene anexo muy grande, porque, si no se interesa en lo
temporal, da Dios galardón y premio eterno a quien por su amor socorre al
prójimo. Entre los que la Escritura llama dichosos y felices, se nombran y
ponen los misericordiosos que proveen a los pobres y prestan a los
menesterosos, lo uno, por la gloria que esperan en pago de sus méritos, lo
otro, porque imitan en esta vida a su padre celestial, que tanto bien nos hace
sin pretender cosa de nosotros.
Así que el prestar es acto de misericordia y liberalidad, y ambas virtudes son
muy enemigas de precio y paga, que es menester se ejerciten sin estos
respectos y pretensiones. Y porque es muy mal hecho usar de una virtud contra
su natural, es grave pecado prestar con ganancia, sino que misericordiosa y
liberalmente preste cada uno lo que pudiere, no pretendiendo usura temporal,
sino la del Cielo que Dios promete, y aun acordándose también de lo que al
principio decíamos, que otro y otros días habrá do estará por ventura él en la
misma necesidad o en otra mayor.
Mas, dado sea esta razón y discurso verdadero y casi muestre a la clara cuán
gran mal es interesar prestando, hay otras más evidentes y eficaces que
patentemente descubren su abominación y maldad, porque no sólo se peca contra
misericordia, sino también contra justicia, delito más grave y enorme, que
trae consigo anexa restitución, como veremos.
Capítulo V
De las especies de préstamo y sus diversas condiciones
Resumiendo aquella distinción notable del capítulo tercero, que aquello caía
debajo de arrendamiento que servía sin gastarse, do había dos cosas de valor y
precio, la una, la substancia y naturaleza -como casas, viñas, olivares,
dehesas-, la otra, el usufructo de ella -como la uva, la aceituna, la yerba y
pasto-, que como distintas se solían dividir y deshermanar, perseverando el
señorío de la posesión en su dueño y concediendo y dando el usufructo al otro;
y las cosas de que no se podía usar sin gastarse y consumirse, no se podían ni
debían alquilar: distinción que es base y fundamento de toda esta materia, y
como tal querría se entendiese, penetrase y nunca se olvidase.
Volviendo ahora al otro negocio segundo, esto es el préstamo, digo que es más
general y común, porque se pueden prestar, y prestan, las unas y las otras,
las que duran y permanecen y las que se gastan y expenden. Suélese prestar un
caballo y unas ropas y unas casas, y podrían prestarse -aunque no se usa- una
sementera de pan; del otro género, cien hanegas de trigo, mil arrobas de
aceite, dos mil ducados. Los latinos, como más ricos y abundantes de vocablos
que los españoles, tienen diversos términos y nombres para nombrar el un
préstamo y el otro; cuando se prestan las de la primera especie -joyas,
tapicería-, llámanle commodatum; cuando las segundas -trigo, dinero y las
semejantes-, llámanle mutuum. Y, dado no haga mucho al caso esta multitud y
copia de vocablos, pues como uno solo tocaremos lo que fuere menester de la
materia, hace mucho al caso prestar una cosa u otra y hay entre el un préstamo
y el otro muchas diferencias notables, que trataremos, cotejándolos y
comparándolos ambos, porque salga la doctrina más compendiosa y clara.
Lo primero, quien recibió prestado caballos, casas, heredades, debe volver las
mismas [en] número que le dieron: el mismo caballo, el mismo anillo, la misma
ropa, las mismas casas. Así lo vemos puesto en práctica y uso, y, sin que
nadie lo diga -como ley natural que se sabe sin enseñarse-, tienen los hombres
para sí por averiguado que han de volver lo mismo que les prestaron, y el
canon mismo lo llama derecho natural. Lo cual no es así en lo que se gasta
sirviendo, antes basta volver su equivalente de la misma especie. Prestásteme
diez hanegas de trigo, no te he de volver el mismo trigo que me diste, bastan
sean diez hanegas de otro; si mil ducados en reales, basta te dé otros mil. Si
el mismo trigo y dineros hubiese de volver, como se vuelve el mismo caballo o
ropas, no sé para que los prestas, ni de que me pudieron servir ni aprovechar.
El trigo no sirve comúnmente sino para comer, y el dinero para gastar; si me
los das para comer y expender, ¿cómo te los puedo volver?
Es evidente que las unas han de tornar a poder de su amo, las otras no, sino
sus equivalentes y semejantes, excepto si éstas no se hubiesen prestado para
alguna muestra, pompa y aparato, no para su propio uso. Como si para unas
velaciones se dieron cien doblas de a diez o se prestó un talegón de coronas
para prenda en algún empeño, los mismos se han de volver, aunque sean dineros,
porque realmente no se prestaron para su propio uso, sino para aquella
apariencia, fausto y empeño, que a las doblas y coronas es harto accidental.
Esta diferencia nace de otra, que sería dañoso ignorarla. Y es que, cuando se
prestan unas casas o joyas, no por prestármelas quedo hecho señor de ellas,
sino como en arrendamiento, do se me da solamente el uso y provecho de ellas.
No difiere de alquilar sino en no llevar precio; en lo demás tan señor se
queda siempre el primero, dado la haya prestado, como de antes. Y así no tiene
facultad el que las recibe para venderlas, sino sólo de aprovecharse de ellas,
sustentándolas para volverlas a su tiempo a su dueño. Pero si pide prestado
trigo, cebada, harina, dineros, por el mismo caso se las prestan, quedan por
suyas, y como tales las puede gastar, expender y consumir. Esta es la causa
que no puede ni debe volver los mismos [en] número, sino otro tan buen trigo,
otro tanto vino, otros dineros. Verdad es que en esto de los dineros se puede
sacar por condición se vuelvan en el mismo metal que se dieron, por ventura es
aquél provechoso a su amo y otro cualquiera dañoso: si mil ducados en oro, que
no se vuelvan en plata; si en reales, que no se dan en coronas, ni en moneda
menuda. Pero, no explicándose nada al principio, basta volver la suma y el
valor en buena moneda corriente y usada.
De esta raíz pulula otro pimpollo en esta materia, que es menester
descubrirlo: que la ropa, piedras preciosas, jaeces, con las demás de esta
especie, que duran y permanecen sirviendo, si se prestan y se pierden, la
pérdida es a cuenta de quién prestó. Si presta un negro y se muere o se hace
cimarrón mientras está en poder del otro, fallece o desaparece por su amo, no
a quien de él se servía, porque cualquier cosa está comúnmente a riesgo de su
señor y por él medra o desmedra, crece, aumenta o disminuye. Y pues por
prestarla no deja tener señorío en ella, justo es que por él viva o se
conserve o muera o se pierda, exceptos tres casos.
El primero: si teme probablemente se perderá la pieza en poder del otro, o si
la pide para algún ejercicio peligroso, como un caballo para un camino largo
difícil o fragoso o para alguna batalla, o las ropas y joyas para algunas
fiestas do se suelen romper, o por otras muchas causas que en diversas
materias ocurren, puede sacar por condición este a riesgo del que las pide el
tiempo que las tuviere. Y, aceptado el partido, queda obligado, de cualquier
manera perezcan, a pagarlas. Lo mismo si quedó a los daños y menoscabos que en
su poder le viniesen, con tal haya razón para ponerle esta condición, que será
si se teme de lo arriba dicho.
El segundo caso: si usa de ella para otra cosa que señaladamente explicó
cuando la pidió. Si le presté el negro para que anduviese a las espuelas y lo
ocupa en llevar cueros a cuestas; si le di el caballo para ruar y corre la
posta, a que el rocín no está acostumbrado; si le presté las casas para que
morase y las hace alojamiento de soldados: en fin, como se sirva de ello para
otro intento que le dije y expliqué cuando lo pidió, especialmente si de ello
le recreció el daño, es ya a su cargo la paga.
El tercero caso es cuando la persona es culpable en la pérdida, aunque no
siempre basta cualquiera descuido o culpa para quedar obligado. Hase de
advertir, si se lo prestaron para su utilidad y provecho y ha sido negligente
en su guarda, por mínima sea la culpa, debe satisfacer por entero, no según
fue culpable y reprehensible. Porque es grande el cuidado que es justo tenga
cualquier persona de aquello que tiene ajeno, recibido para utilidad y
provecho suyo, cualquier descuido leve le obliga. Así lo determina y obliga la
ley.
Si lo recibió para servir y honrar al que lo prestó o para su provecho y
utilidad, como si me dan una ropa o una joya para sus fiestas, perdiéndose,
como no haya de mi parte algún engaño o malicia o si la culpa y negligencia
que en ello tuve no fuese notable, no estaba obligado a pagarlo, dado que en
la pérdida fuese algo culpante. También si recibió una pieza o cualquier cosa
por algún plazo y tiempo señalado, no volviéndola cumplido el término,
especialmente habiéndola ya pedido y tardándose en volverla, de cualquier
manera después se pierda, es justo se la pague, pues la retenía ya contra
voluntad del otro, a cuyo riesgo hasta entonces estaba. Todo esto sacamos como
unas excepciones de aquella regla universal, conviene a saber: que lo prestado
está siempre a riesgo de quien lo presto. En tanto que si lo vuelve o envía
con persona tenida en el pueblo, a lo menos entre quienes la conocían, por
fiel, segura y de confianza, y se alzase con ella o huyese, quedaba él libre
del todo.
Al contrario de todo esto es en las cosas que se gastan y consumen usando de
ellas, que prestándolas se enajenan y queda señor de ellas quien las recibe,
están por él y se pierden a su riesgo y costa. V. g., prestáronme mil hanegas
de trigo y comióse en mi casa a poder de gorgojo, o mil arrobas de vino y
volvióse vinagre, si cien botijas de aceite y se quebraron, si mil reales en
plata y me los hurtaron: todo lo pierdo yo, no el que me los prestó. Y de
cualquier modo y arte se pierdan, quedo obligado a satisfacer y pagar por
entero.
Fuera de esto, en cada uno de estos préstamos hay algunos documentos notables,
aunque pocos y breves. Lo primero: si me prestó uno ropas, negros, caballos,
finalmente cosas que las he de volver las mismas, y las tuviese juntas con
otras mías, y viniésemos a tal punto que no pudiese salvarlas todas, sino que
es necesario perder las unas, como si corriese alguna tormenta y conviene
echar a la mar carga de peso y volumen, o si me cercasen ladrones y pidiesen,
como suelen, cortesía, suélese dudar entre teólogos cuál estará la persona más
obligada a guardar. Respondo que, en caso no pudiese retener o defender lo uno
y lo otro, no es injusticia guardar y amparar la propia y dejar echar a la mar
o echar mano de la prestada o encomendada, que, dado deba mirar mucho por lo
que me prestan y confían, no se entiende con detrimento de mi propia hacienda
y bolsa. Mas, aunque no se peque contra justicia en semejantes casos, tal y de
tal precio y valor podría ser lo que me prestaron y de tan poca estima mis
alhajas, que estuviese obligado de caridad a posponerlas por mi prójimo,
especialmente habiéndomelas prestado, título que añade mayor obligación a
mirar por ello que de ley y curso común de amor tenía. Mas si fuesen cosas las
prestadas del género de dineros, ya está dicho que, desde el momento se me
prestaron, están a mi riesgo en cualquier suceso, ora se pierdan o se roben
por mar o por tierra, hasta que realmente se las pague. De modo que si se los
enviaba con algún mensajero o en navío, por cualquier evento se pierdan, es a
mi riesgo.
En lo que se vuelve lo mismo [en] especie, no número, es de advertir se ha de
volver la misma cantidad que se dio, dado se haya variado el precio.
Prestáronme dos mil arrobas de vino por tres o cuatro meses, o tres hanegas de
trigo, cuando valía barato, a cuatro reales la hanega y a tres la arroba, y al
tiempo de la vuelta vale acaso a ducado el trigo y a seis reales el vino,
estoy con todo obligado a volver dos mil arrobas enteras, porque no me
prestaron el valor, que ha variado, sino la substancia, la cual he de volver
en la misma cantidad. Como si, al contrario, hubiera bajado mucho, no era
menester hacer recompensación. Si se me prestaron cuando valía a ocho y se las
vuelvo valiendo a cuatro, basta volver las doscientas que recibí, porque el
préstamo requiere tanta igualdad y tanta pureza que no se ha de volver un solo
pelo más de lo recibido.
Mas, ¿qué se ha de juzgar en semejante mudanza de valor en caso que no se
vuelva el trigo o el vino en la misma especie, sino en dinero? ¿A qué precio
es justo se pague: al que ahora tiene o al que tenía cuando se prestó? Digo
que se ha de distinguir y advertir si fue al principio concierto se pagase en
dinero o no. Si hubo concierto, no es préstamo realmente, sino real venta,
que, para ser justa, es necesario se señale el precio a como valía al tiempo
del entrego, según mostramos en el libro segundo. Mas podríanse también
concertar volviese otro tanto trigo o aceite y que, si no lo tuviese, pagase
en dinero. Entonces debe pagar según vale al tiempo de volverlo, ora valga
menos que cuando se lo prestaron, ora más. Y la razón clara es que el dinero
da en lugar del trigo o vino que había de volver, así es justo dé cuanto ahora
vale, para que el otro con el dinero, si quisiere, lo pueda mercar. Entonces
lo más sin escrúpulo es lo pague según vale cuando lo había de volver, pues da
el dinero en lugar del trigo o vino que había de dar. Pero si concertaron al
principio que vuelva otras tantas y, si no volviere la misma materia, las
pague como ahora vale, no es lícito concierto, aunque tampoco puro préstamo,
sino venta condicional o dependiente de aquella condición: que si no volviere
el trigo. Mas si se prestó llanamente y acaso al tiempo de la paga no se halla
con cebada o vino como recibió, ley es justa y justa equidad se pague
solamente según vale al tiempo que se había de volver, por mucho que más o
menos valga, para que con el valor pueda el otro mercar, si quisiere, el trigo
o vino que de él esperaba y era obligado a entregarle.
Cerca del tiempo que se suele muchas veces señalar para que se vuelvan los
préstamos, es de advertir que se pueden señalar de muchas maneras y mezclarse
en ello no poco mal. En una de tres maneras se me ofrece que se puede
concertar, cuanto al tiempo, la vuelta.
Lo primero: no tasando plazo ninguno, sino dejándolo en confusión a cuando el
uno quisiere o el otro le pidiere, lo cual es tan común en cosas de poca
cantidad cuanto raro en partidas gruesas. Muy pocos dejan así su hacienda tan
a voluntad ajena, pero, cuando se hiciere, es tanta liberalidad y virtud que
más hay que alabar en ello que reprobar o condenar.
Lo segundo: si le obligase a que no la vuelva hasta que él lo pida, en esto
puede entremeter gran injusticia en ambos préstamos, ora se vuelva la misma
cosa, como si era un esclavo o un caballo, y pretendiese que el otro se los
mantenga o guarde aun cuando no sean menester, y mucho peor es en el segundo
préstamo, do se vuelve lo mismo [en] especie -trigo, vino o dinero- y pretende
no pedirlo hasta que valga más caro, es manifiesto engaño y no pequeño
agravio. Lo seguro es dejarlo libre o para volverlo en pudiendo o no pedírselo
en semejante carestía; lo contrario es cruel injusticia, obligante a restituir
lo que de más lleva en el valor de la ropa.
Lo tercero, y más común, es señalar un plazo antes del cual no le pueda quien
presta compeler a volverlo, aunque el queda libre para darlo antes si
quisiere, y es contrato muy sin sospecha. Pero si le obligaren a que ni él
tampoco pague antes, es menester evitar el mismo inconveniente, que es no
señalar tiempo do se cree probablemente valdrá mas o será mejor aquella
especie de ropa, porque tal ventaja y exceso sería patentemente ganancia
usuraria. Todo esto, como parece claramente, va a parar a que no se vuelva más
de lo que se prestó, ni nadie pretenda interesar dineros prestando.
Mas no es justo dejar en silencio que graves doctores condenan, cuanto a este
punto, un contrato muy usado en todas partes y muy necesario que se use, que
es prestar trigo añejo a los labradores o panaderos, con que lo vuelvan a la
cosecha de lo nuevo. Hácenlo esto primeramente casi todas las repúblicas,
ciudades, villas y lugares que tienen depósitos comunes de trigo para tiempo
de necesidad, que es una provechosísima diligencia, do tienen encamaradas dos
o tres mil hanegas de un año para otro, y, porque no se dañe si mucho tiempo
se guardase, prestándolo, cuando ya ven la cosecha del año presente próspera,
danlo a los particulares que lo gasten, o amasándolo o sembrándolo, con que el
año que viene lo vuelvan de lo nuevo. Lo mismo hacen también algunas personas
que tienen cantidad encerrada, aguardando alguna esterilidad, no para socorrer
a los pobres, como la república, sino para más empobrecerlos, vendiéndoselo a
precios excesivos.
Estos préstamos reprehenden varones muy doctos; mas así absolutamente, no
osaría reprehenderlos, porque hay necesidad que se hagan y se sigue gran
utilidad en hacerse y no hay iniquidad alguna en el hecho: lo uno, el trigo
añejo que se presta es mejor que el nuevo para comer y para sembrar y de mayor
precio, do parece que no se le hace agravio ninguno en ello; demás de esto,
ambos son aprovechados en ello. Por lo cual digo que, como el trigo no tenga
más de ser añejo y este en sí bien acondicionado, es lícito contrato y no se
aventaja en el préstamo cosa de valor que haga usura, porque aquella comodidad
de poderse más guardar es muy accidentaría al contrato, en cuyo contrato pesó
también el añejo tiene otras ventajas mejores. Pero si está comido de gorgojo
o lleno de alpiste o cerca de podrido o dispuesto para ello, en tal caso es
maldad usuraria prestarlo por nuevo que, según se cree, será mejor.
Y la usura es lo que va a decir, no de nuevo a viejo, sino lo que de bueno a
malo. En la cual pecan gravemente algunos caballeros, señores de vasallos, que
compelen a los labradores y panaderas a tomarles su trigo ya casi dañado de
muy guardado y que les vuelvan otro tanto de lo nuevo. No deben ni pueden
salir del tal trigo por vía de préstamos, sino por venta, vendiéndoselo a
bajos precios, y pueden obligarlos a que aquella suma se la den en trigo, a
como el trigo valiere. Y si les obligaren a que les paguen en nuevo aquella
suma a como valiere, es necesario tomarles esta obligación en parte de paga,
quitándoles algo de lo que realmente vale su trigo mal acondicionado por esta
obligación, como si valía a cinco pagado en dineros, se lo den por cuatro y
medio por obligarles a que se lo vuelvan en trigo.
Si alguno tiene derecho para prestar semejante trigo mal acondicionado, parece
que es la república lo del depósito a sus vecinos, por redundar todo en bien
suyo, pues para provisión de ellos lo guarda y guardaba. Mas digo que es
negocio de tan mala apariencia prestar el dañado por otro tanto nuevo, que ni
la república debe, ni, creo, puede lícitamente hacerlo, si tiene renta, según
comúnmente tiene, para mercar lo que mermara de aquella suma vendiéndolo a
bajos precios. Y no es justo con título de comunidad molestar cada momento a
los particulares, si ya tiene suficientes propios para remediar estos daños. Y
mucho peor es venderlo al precio que les costó si ahora no lo vale, si no
fuese estando en tanta necesidad la república, cuanto [que] bastaría pedirles
justamente aquella demasía en pecho y tributo, porque realmente es llevárselo;
y por consiguiente ninguna ciudad del reino lo podrá así vender sin licencia
del rey, que tiene potestad para imponer pecho. Mas, si no tuviese -cosa bien
rara-, nadie se escandalice de que se haga, ni clamoree por recibirlo así por
bien de su comunidad.
Lo que a la república es lícito sobre cualquier otra persona particular,
aunque sea señora del pueblo, es poder compelerles a que tomen prestado o
vendido trigo del depósito tal cual estuviere, haciéndoles en ellos su justa
refacción, porque no se pierda todo. Lo cual no es lícito a estos señores que
tienen encamarados millares de hanegas, aguardando solo algún año estéril,
que, si se les daña, a su avaricia atribuyan la perdida. Y no podrían, a mi
juicio, con segura conciencia compeler aun a sus vasallos a gastarles su
trigo, como hace la república repartiéndolo por los panaderos, pues no lo
guardaban para bien de la comunidad, ni se habían obligado a ello, sino por
ganar más en la venta. De esta regla no es menester exceptuar al rey, no por
que no está exento, sino porque jamás se entremete en semejante granjería, ni
es decente a su autoridad suprema.
Volviendo al principio del párrafo, es regla tan general haberse de volver el
préstamo en la misma cantidad que se recibió que, dado se haya variado la
misma medida, la hanega o arroba, se ha de pagar por la primera antigua. Como
si hasta ahora la hanega tenía veinte y cuatro almudes y le suben hasta
treinta o la abajan a veinte, por ninguna de ella he de volver, sino a razón
de veinte y cuatro almudes, si en esta medida lo recibí. Y porque la moneda no
tiene otra medida ni cantidad, sino el valor y precio que le pone la
república, es particular esto en ella, que sin distinción de valor y cantidad,
como en las otras hicimos, se ha de volver según valían cuando me los
prestaron, en cualquier materia de oro o plata se haya de pagar. Pongamos
ejemplo en cien coronas, que al tiempo del préstamo corrían a diez; si después
subiese por ley el valor a doce, no he de volver sino mil y treinta reales,
que montarían las prestadas. Lo contrario es usura, conviene a saber, recibir
la paga conforme a la valuación nueva mayor; y si fuere menor, será robo de
parte del que recibió el préstamo. Y mucho peor sería si al principio se
concertase de volver los dineros a tiempo que se sabe valdrán más, aunque es
caso muy raro en los reinos de España, do permanece muchos tiempos y edades el
mismo cuño y valor. En repúblicas extranjeras es muy mudable la ley y precio.
Últimamente, se me ofrece decir que el préstamo de sí es acto de misericordia
y liberalidad, y pide se haga tan necesariamente sin interés, que, por el
mismo caso que se lleva, no es prestarlo sino arrendarlo. En los capítulos
pasados declaramos que cosas se podían arrendar y cuáles no. Do se sigue que
las que se pueden alquilar, si cuando se prestan se gana algo en ello, como
sea moderado, no es pecado mortal; mas realmente será arrendamiento, no
préstamo, aunque se lo llamen. Si me piden un caballo prestado por ocho días y
respondo me den una docena de reales, dado se pida prestado, va en efecto
alquilado. Mas el préstamo verdadero y puro no se puede ejercitar sino
ahidalgadamente, sin llevar ganancia por ello. Las que no se podían arrendar
eran las que aprovechaban y servían consumiéndose -dineros, vino, aceite, con
otras símiles-, las cuales se pueden vender por justo precio o prestar gratis
de balde, mas no alquilar. Así, prestándose, no se puede llevar cosa, porque
no son capaces de ser arrendadas.
Cuando esta regla se quebranta y traspasa, llevando interés por prestar
dineros, oro y plata, con las demás que siempre nombramos, entonces se comete
pecado de usura. De modo que ésta es la materia de este vicio y en esta tiene
lugar y se halla, conviene a saber, en las que se consumen, perecen y fenecen
sirviendo y usándose.
Capítulo VI
En qué consiste la usura y cómo es contra ley natural y divina
Dos cosas es estilo de doctores hacer en sus obras: la primera, enseñar al
ignorante lo bueno, lícito y honesto, para que lo ame y lo busque y siga; lo
segundo, mostrarle casi con el dedo el mal y vicio, para que lo aborrezca,
evite y huya, conforme a dos partes de justicia que pone el rey David en el
salmo, apartarse del mal y seguir el bien. Y aunque cuanto al ejercicio,
primero se aparta el hombre del pecado con que nace que siga la virtud, cuanto
al conocimiento es al revés, que primero se le ha de proponer el bien que ame
y luego el mal que aborrezca. Conforme a esta regla y documento de teólogos he
procedido hasta ahora y procederé.
En estos cinco capítulos pasados he tratado cómo se ha de celebrar un
arrendamiento o préstamo lícita y justamente, sin haber en ello escrúpulo, do,
si no expliqué todas las circunstancias y puse casos y consideraciones que en
esta materia pueden ocurrir y ponerse, fue porque mi intención no es escribir
leyes por do sentencien los jueces y estudien juristas, sino reglas que guarde
el cristiano en la expedición y celebración de estos contratos, que tan
continuos y comunes son entre todas gentes. Y creo que a lo que a conciencia
toca, todo queda tocado o expresa o virtualmente.
Resta, en lo restante del opúsculo, tratar del mal que en ellos se suele
hacer, que no es poco ni pequeño, sino grande y mucho, especialmente en el
préstamo, que es la usura, vicio no sólo prejudicial al alma, sino infame a la
persona. De admirar es que sea tanta la fealdad de este delito que, con
cometerle comúnmente personas de estima y reputación en el pueblo, lo cual lo
había de hacer pecado ahidalgado, como han hecho el jurar, mentir y fornicar,
jamás con todo ha dejado de parecer tan mal que deje de parecer deshonra.
Diremos de él brevemente tres cosas: la primera, en qué consiste; la segunda,
cómo se comete muchas veces do no pensamos; lo tercero, cuán, con toda su
abominación y fealdad, es sin provecho aun temporal. Trataremos esto con
brevedad, dado la materia sea en sí amplia y larga y se suele tratar y
escribir muy por extenso entre teólogos y juristas, porque nuestro intento no
es decir todo lo que se podría decir en ella, sino solamente la substancia, y
ésa con claridad, no porque fuera malo extenderla, sino porque los tratantes
en ella tienen tan poca voluntad de gastar un rato en leer y entender cuán
malas son sus ocupaciones, cuanto suele tener poco deseo aun de buenos
manjares el enfermo, cuyo apetito está ya perdido y estragado. Así, como a
enfermos en el espíritu es menester darles una poca de substancia, que es una
pequeña noticia de la verdad -que éste es su propio manjar, según dice el
evangelio-, y ésa deshecha y desleída.
Dos veces he hecho mención de aquella distinción general y celebérrima de
ropa, que es la materia de todos los contratos. Do, en la una, hay dos cosas,
cada cual de su precio y valor, como unas casas, cuyo casco vale dos o tres
mil ducados, más o menos, según fuere el edificio, y el vivir y morar en ellas
cada año cincuenta o sesenta. De esta cualidad son unas heredades, viñas,
huertas, sementeras, caballos, esclavos, joyas, aderezos, cuyo usufructo se
alquila, quedándose siempre el primero por señor. Había otras que tenían sólo
el uso y no servían sino gastándose, como el vino, trigo, dineros, oro y plata
en plancha o moneda.
En éstas y en todas sus semejantes se comete la usura de esta manera: si se
prestan algunos dineros, o cualquiera de las otras cosas, y se lleva algún
interés por prestarlos, lo que se vuelve más de lo que se dio, aquella demasía
que se recibió es la usura. Por estas mismas palabras lo declara S. Ambrosio y
lo define S. Tomás, y también el sacro concilio agatense. Presto dos mil
ducados, vuélvenme dos mil y ciento; aquellos ciento son el pecado y usura. Di
diez hanegas de trigo, recibo once; la oncena es usura.
El trabajo, la dificultad y el punto es ahora dar a entender qué razón y causa
hay para vedar y prohibir aquesta ganancia. Daré dos a mi juicio claras y
evidentes.
La una, vender lo que no es, ni tiene precio, es claramente injusticia, y cien
ducados prestados no valen más de ciento; los cinco más se llevan de balde. No
me diste tú cosa que valiese aquellos cinco, si te vuelvo los ciento. El que
arrienda las casas, dado se quede con ellas, sírvome yo de ellas, servicio
que, sin la casa, vale al año cien escudos. Pero el servirse el hombre de mil
ducados, o no vale nada o vale solamente mil ducados; los cincuenta que se
añaden a la vuelta se dan sin ningún porqué.
Para más deslindar o alegar, como dicen los cirujanos, esta razón, digo que en
emprestar cien escudos hay dos cosas: la una es los cien escudos, la otra es
el prestar. Los dineros, bien saben todos que valen sólo ciento, no se puede
llevar el interés por ellos, pues ya se vuelven; el prestarlos no vale nada,
es acto que no tiene precio ni valor, que o no se ha de hacer o se ha de hacer
gratis. Y es conforme a razón no valga de suyo nada, porque ni tiene trabajo,
ni gasta tiempo, ni aun hace movimiento alguno; no hay en fin en él fundamento
que le haga de algún valor. Do se colige que gana sin causa y por consiguiente
lo roba, cogiéndose contra justicia la hacienda del otro.
Así muchos doctores llaman la usura hurto y al usurero, ladrón. San Ambrosio y
San Agustín dicen que lo mismo es hurtar al pobre su ropa robándosela y al
rico su hacienda prestándole con usuras. Y aun nuestro mismo Salvador, si no
expresa, a lo menos casi expresamente los llama tales cuando, echándolos del
templo, dijo, escrito está, «Mi casa es casa de oración y vosotros la hacéis
cueva de ladrones», llamando ladrones a los usureros que con el azote expelía
y mandaba salir fuera.
Y porque se ofrece buena coyuntura, quiero advertir una curiosidad provechosa:
que muchas veces se distingue la injusticia de la usura y acaece pecar contra
justicia y no ser usurero. Injusticia es llevar por la mercadería más de lo
que vale, pero usura es llevar precio por lo que no tiene precio ni vale.
Vendes un caballo, y, valiendo realmente docientos escudos, llevas docientos y
veinte. Es venta injusta, pero en fin llevaste todo aquello en precio de lo
que tenía precio, aunque no tanto. Mas si prestas cien doblas y te vuelven
diez más, estas diez más llevas de balde por lo que no vale nada. Dirás que me
diste materia con que pudiese ganar; también me diste materia con que pudiese
perder, que la moneda sin la industria humana y la ventura fingida, que dicen,
indiferente es de suyo y expuesta a peligro y riesgo.
Demás de esto, yo confieso me diste materia con que ganase, pero no valía esta
materia, que es los dineros, sino cien ducados, que ya te vuelvo. ¿Por qué me
llevas diez más? Si dices que por lo que gane con los ciento, no tienes
tampoco derecho para participar de mi ganancia. Pregunto, si perdiera, como
muchas veces sucede, con tus ciento, ¿habías de ser partícipe de la pérdida?
Cosa es de reír que, por recibir de ti dineros con que gane, te he de dar diez
ducados, y, recibiendo con que perdí, no has de perder tu nada. En esto
resplandece que no interesas por mi ganancia, en que, dado pierda, siempre tú
ganas, y, también, en que si gano, comúnmente gano más y yo seguro que, según
eres avaro, no te contentases con solos cinco, si pretendieses ganar por este
título, sino que quisieses participación, como si fuera compañía. Así queda
concluido que no hay razón ni causa por donde puedas llevar más de lo que
diste, y por consiguiente lo llevas de balde. Sólo puedes responder recibirlo
por lo que tú dejas de ganar en el tiempo que yo me sirvo de ellos, mas este
título, tan común y universal, se examinará después que muy raro tiene lugar,
como veremos.
La segunda razón tiene particular fuerza y lugar en el dinero, y creo parecerá
a muchos tan nueva que la juzguen por extraña, mas es cierta y muy verdadera.
Vicio es contra natura y ley natural hacer fructificar lo que de suyo es
esterilísimo, y todos los sabios dicen que no hay cosa más estéril que el
dinero, que no da fruto ninguno. Todas las demás multiplican y, como dicen,
paren. El trigo, si se siembra, multiplica doce y quince por uno, y, si no se
puede sembrar, ni tornar de nuevo a nacer, a lo menos hay esperanza crecerá
con el tiempo su valor y valdrá más. El vino, aceite y trigo que sale ahora
barato, de aquí a cuatro meses valdrá caro; en fin, es variable su estima y
precio, que es un género de multiplicación. Mas el dinero, negocio es de
espanto, nadie puede ganar con él mientras en dinero lo tiene, ni fructifica
sembrado, ni su valor se muda con los días; siempre tiene una ley, jamás medra
con él su amo, mientras en dinero lo posee.
Es menester, para granjear la vida con él, emplearlo en ropa, en mercería, en
bastimentos, que le pueden ser fecundos y dar algún interés con su empleo. Si
se echó en trigo a la cosecha y costó a cinco reales, por marzo y abril vale a
ocho y a nueve. El trigo fue, no el dinero, quien causó inmediatamente aquella
ganancia, que fue como fruto suyo. Si tuviera el dinero en el arca, como tuvo
el trigo en la troje, aunque lo tuviera un año, no le interesará blanca. Do
pueden ver a la clara cuán ninguna cosa se puede ganar con solo dinero. Es
necesario emplearlo en alguna suerte de ropa para que interese. Por lo cual es
violentar y forzar, según dicen, la naturaleza, ganar con sola moneda, como
hace el usurero que, prestando oro o plata, interesa. Hace por fuerza -y
fuerza en esta materia se entiende injusticia- que fructifique y multiplique
el dinero, que, siendo de suyo infecundo y seco, para y engendre.
Así Aristóteles, y universalmente los filósofos, llaman siempre este pecado
contra natura, como al pecado nefando. Y consiente con ellos Santo Tomás, y
síguelos en el tercero de las Sentencias, porque en su género y, como dicen,
en su tanto, es fuerza que se le hace a la moneda. Y así, por explicar la
malicia exorbitante de este vicio, en su propio nombre lo llaman tochón, que
quiere decir parto de moneda, porque la maldad de este pecado consiste en
hacer parir la moneda, siendo más estéril que las mulas.
Este es el modo y forma que se tiene en filosofía de probar la doctrina,
conviene a saber: traer argumentos y razones que, según lumbre natural, si no
quieren ser pertinaces, muestran y conocen ser algunos actos y costumbres
buenas o malas. Y estas dos que aquí he formado y traído son de tanta
eficacia, que dice Cicerón no haber género de hombres más perverso y
detestable que usureros, porque en todo es contra buena razón su contrato.
Cuenta una respuesta de Catón el Mayor muy notable. Preguntáronle un día qué
era lo más provechoso y convenible a una hacienda. Respondió «Apacentar el
ganado». Dijéronle «¿Y tras eso?». Dijo «Apacentarlo bien». Replicáronle «¿Y
luego?». Respondió «Vestirse y, lo cuarto, labrar la tierra». Entonces
preguntáronle «¿Qué te parece del prestar con interés?». Respondió «¿Qué te
parece a ti del matar los hombres?», dando a entender ser el mismo delito la
usura y homicidio, que todo es matar. El homicida quita la vida con hierro; el
usurero, quitando la hacienda y el pan con que se mantiene y conserva.
Aristóteles juzgó estas razones por tan evidentes, que dice errar en todo el
usurero, en el interés y en la materia. Gana, dice, do no conviene más de lo
que conviene -sentencia de mejor sonancia en su fuente griega.
Mas, dado que en su género sea esta forma excelente, proceder por razones y
argumentos, nosotros tenemos otra más eficaz y breve para probar lo que se
enseña, que es la sagrada escritura, entendida y expuesta como los santos,
llenos del mismo espíritu con que se escribió, la expusieron, y por los sacros
cánones y decretos que la Iglesia católica ha establecido y promulgado. Y, lo
primero, este pecado es tan enorme y escandaloso que en ambos Testamentos,
viejo y nuevo, como testifica el papa Alejandro, está prohibido y condenado:
en el Éxodo veinte y dos, en el Levítico veinte y cinco, en el Segundo de
Esdras quinto, en Ezequiel en el capítulo diez y ocho. Y en el Salmo
catorceno, una de las condiciones que Dios pide para salvarse uno es no sea
usurero, ni dé a usuras, porque cosa tan fea no es justo entre en el Cielo,
donde todo es tan hermoso que dice el mismo Dios, que tiene excelentísimos
ojos, que no hay en ella cosa que tenga mácula o se pueda reprehender y
tachar.
Los santos no hallan palabras, no digo yo para exagerar este vicio, sino aun
para explicar su gravedad, malicia y bajeza. Tratan de ello San Agustín sobre
los Salmos, San Jerónimo en Ezequiel, San Ambrosio en el libro tercero de
oficios, San Crisóstomo en la sexta homilía sobre San Mateo, San León papa,
San Gregorio en muchos lugares, Santo Tomás y San Buenaventura, con todos los
escolásticos, sobre el Maestro de las Sentencias. Y una de las mismas leyes
civiles dice: Porque se halla que el logro es muy gran pecado y vedado así en
la ley natural como de Escritura, y desgracia y cosa que pesa mucho a Dios
porque vienen daños y tribulaciones a las tierras do se usa, y consentirlo y
juzgarlo y mandarlo entregar es muy gran pecado.
Mas esto, a la verdad, es ya prueba demasiada y encender, como dicen, hachas a
mediodía, porque no hay quien, aun sin doctor, no sepa ser gravísimo delito,
pues por ciegos que fueron los gentiles e idólatras, lo entendieron y
abominaron. Mas cuan poco hay que detenernos en probarlo, tanto hay que
confundirnos los fieles de cometer crimen que aun entre étnicos y gentiles fue
siempre tenido con razón por infame.
Y pues todos saben su gravedad, sólo que me queda, siguiendo siempre mi
resolución y brevedad, tocar en lo que se puede cometer, porque no solamente
en dinero prestándolo, pero también si se presta trigo, aceite, cebada y todo
lo demás que se gasta sirviendo, se comete. En todas ellas corre una misma
razón y causa, conviene a saber: no haber en ellas sino una sola consideración
y una sola cosa de precio, que es la naturaleza y substancia, no como las
viñas, cuyo suelo y cepas tienen por si su estima y otra distinta el
usufructo, que es la uva de cada año. Por lo cual, si prestando la primeras se
lleva interés, es el mismo pecado.
Capítulo VII
De muchas materias en que hay usura paliada, especialmente en los empeños
Es tan contra razón interesar en cualquier préstamo que se haga y tan
necesario se preste gracioso y sin ganancia, que no se puede tomar por ello
cosa alguna de precio, de cualquier calidad y suerte sea, como dice San
Agustín, y aun San Jerónimo añade ni presentes. Lo cual, según está en uso lo
contrario, no basta decirlo así en general para entenderse, sino explicarlo y
expresar en particular muchas materias, do no pensamos haberla, habiéndola muy
grande.
De este fundamento ya explicado, que no se puede interesar en el préstamo cosa
de valor ninguno, se sigue con claridad no solamente prohibirse dinero, sino
todo lo que dinero vale, porque es dineros y en dineros se resuelve lo que por
dineros se aprecia; ni tiene la moneda más mal anexo que las demás cosas, para
que la una se vede y las otras se admitan. Mas esto se les hace ahora a muchos
difícil de discernir, conviene a saber: que cosas valen y suelen valer
dineros, para entender cuáles no se pueden adquirir en usuras. Que la regla
universal, esto es, no poder nadie lícitamente llevar precio por prestar,
formal o virtualmente -porque comprendamos todas las usuras, las patentes y
paliadas- la lumbre misma natural, casi sin discurso, la enseña a todos, mas
no alcanzan luego todos a juzgar con facilidad en particular cuándo es de
precio lo que se gana prestando. A cuya causa es necesario declararlo muy en
singular.
Lo primero, crasísima ignorancia sería no saber que todos estos bienes
exteriores, sensibles y palpables valen dineros, soliéndose tan comúnmente
vender: los que llamamos muebles y raíces, la hacienda y substancia temporal
de un hombre, posesiones, juros, rentas, bastimentos, alhajas, preseas y
metales. Mas esto nadie lo ignora, ni hay quien no vea ser ilicitísimo
alcanzar ninguno de ellos por usura.
Es también apreciable cualquier oficio personal o favor en materia seglar y
profana: servicio de criado o de procurador o de médico, abogado, doctor o
intercesor. Así ninguna de éstas se puede haber en concierto prestando.
Es lo tercero venal, cualquier obligación de justicia que el hombre en sí
recibe, por do esté obligado a otro y se adquiera derecho en él, así en
materias humanas como divinas; y, por el mismo caso, ninguna se le puede pedir
a nadie por prestarle.
Y es muy de advertir en este punto ser diferentísima la operación y la
obligación de continuarla, si se ha de continuar mucho tiempo. Decir misa es
una acción sacra, tan sublime y excelente que excede a todo el oro terreno,
por quien no se permite recibir ni ofrecer precio ninguno, ni se puede dar tal
que iguale con su ser y estima. Siempre se dice la misa gratis de entrambas
partes, del celebrante y del pidiente, que la limosna acostumbrada, limosna es
y substentación del ministro, no precio. Mas obligarse el sacerdote a celebrar
mucho tiempo en una cierta iglesia o en una particular capilla o por una
persona nombrada, viva o difunta, esta obligación distintísima es de su misa u
oficio divino, vendible, cargo que él se pone y puede vender y concertarse y
regatear su precio, como se hace en las capellanías. La misa no cae debajo de
venta, pero el obligarse a decir muchas, con tales restricciones muy bien cae.
Una sola y la obligación de una sola, todo es uno y todo invendible y se ha de
hacer de gracia; mas el obligarse a celebrar muchas, de esta manera es
obligación civil, humana, no divina ni sacra, y por consiguiente de valor.
Y si en materia celestial, que tanto excede de toda apreciación humana, la
obligación que de continuarla se hace, vale dineros, fácil es colegir cuán
vendible es cualquier otra de materia inferior, como obligarse a labrar
tierras, guardar ganado, defender a uno en foro exterior, enseñarle alguna
licencia, predicar toda una cuaresma en un púlpito o todo un año en un pueblo.
Un sermón no se puede regatear ni vender, mas atarse a un púlpito un letrado,
como cosa muy diversa de la palabra divina, se puede muy bien poner en precio.
Todo esto y mucho más entenderá claramente discurriendo quien penetra el
fundamento, conviene a saber: distinguirse perpetuamente una acción y la
obligación de su ejercicio cuando es largo y diuturno, no sólo en materias
sacras, sino en negocios también seglares. Distinto contrato es podar una viña
a jornal cotidiano un día, y diez y treinta, y obligarse a podarla los mismos
treinta; de mayor precio es éste que el primero. Más merece y más se le debe a
quien poda un mes entero obligándose a ello, que quien trabaja el mismo mes
libremente, pudiendo cesar cuando quisiere. En el primero hay dos cosas, cada
una de valor y precio: la una, el podar, que vale cada día un real o dos; la
otra, obligarse a perseverar en el trabajo, que también se estima. Va mucho a
decir trabajar por fuerza o de grado, libre u obligado.
Sin comparación, excede en mérito y valor, ante Dios y las gentes, la obra
hecha de obligación a la hecha con libertad. El valer tanto esta libertad hace
de tanto precio la obligación, porque cada vez que el hombre se obliga vende
tanto de ella cuanto se obliga. Do evidentemente parece cuán de estima es
cualquier obligación y cuán ilícito y condenado ponérsela a nadie en cosa
ninguna por prestarle, siendo usuraria cualquier ganancia habida de préstamo.
Lo cual veremos ejemplificando en lo restante del capítulo.
De manera que no se puede interesar por prestar ni dinero, ni otra cosa que lo
valga, que, si lo vale, todo es dinero, según afirma Aristóteles y todos
sentimos. Y valen dineros, como hemos visto, demás de las comunes, que se
dicen bienes raíces y muebles, también las palabras y los servicios y
obligaciones reales y personales. Al interés en dinero o en cosa manual, como
es ropa o bastimento, llaman los doctores, en negocio de préstamos, un
presente de mano; y para mostrar cuán de balde se ha de prestar dicen todos
que ni presente de boca, ni servicio, se ha de pretender, ni menos concertar,
por el empréstido, como tampoco de mano, porque todo es uno, pues todos tiene
su precio y vale dineros.
Lo primero, no es lícito prestar a un príncipe suma de dineros con condición
lo haga caballero o comendador o le exente de algún pecho o tributo, porque no
se puede llevar cosa que valga dineros, y válelos la hidalguía o encomienda
que pide. Lo mismo si le sacase por concierto que a lo menos se la vendiese;
el necesitarle a la venta es usura. Ni menos, cuando busca cantidad de moneda
para pagar soldados, pedirle la tome en ropa de su tienda, que hace muchos
males. Lo uno, el obligarle a tomarla en mercaderías por despacharlas de
presto, es usura. Algo vale aquella obligación que le ponen. Lo segundo,
subiendo en extremo los precios, gran injusticia. Lo tercero, también el
príncipe hace sus pagamentos en ropa, y el pobre caballero y mísero soldado,
que tienen gran necesidad, no de los londrés y veintenes que les dan, sino de
dineros, constríñenles a venderlos luego y perder casi la mitad. Dicen a esto
los mercaderes que no tienen en moneda la suma que se les pide, mas muchas
veces la tienen; y, no teniéndola, den toda la que tuvieren, dejando a su
albedrío el tomar la resta en ropa. Mas sacarle por condición la tome,
claramente es usura, y, si la tomare, están obligados, dado vaya prestada o
fiada, tasarla al precio que entonces corre.
Peor aun es lo que se usa en esta ciudad, que si uno ha de menester de tres o
cuatro mil ducados a cambio, le dan, si lo ven apretado, los dos mil en plata,
con tal que tome la resta en mercaderías. Todo es diabólico. Si lo hiciese con
la moderación del caso pasado, pasaría, conviene a saber, dándole de plano los
dos mil a cambio, siendo en cambio real, y si quisiere la resta en ropa,
porque piensa hallar salida de ella bien, y, si no, busque el cumplimiento en
otra parte. Mas lo cierto es que no les dejan de dar todo por no tenerlo, sino
por necesitarlos a que les vacíen la casa de fardos con dos mil embustes, uno
de los cuales es mercárselos antes, aunque los lleven o muden, la tercia parte
menos de lo que se los dio. Y dado no haga esta maraña, la primera sola es
harto dañosa, porque, demás de llevar muy por entero el interés del cambio,
oblígales también a que merquen la ropa, cosa que el otro no ha menester,
antes pierde. Todo, cierto, es usura y destrucción de la república y daño
grande del prójimo.
Ítem es usura prestar a los prelados con condición le den algún beneficio,
aunque tenga partes y méritos para él. Y no sólo es prohibido el concertarle,
sino el darle también a entender le prestan por aquel respecto porque, a la
verdad, todo es pacto y concierto, sino que el uno es manifiesto, el otro
disimulado y encubierto.
Ítem es usura prestar a uno obligándole a que después me preste, porque, dado
ser justo sea el agradecido y de equidad me deba satisfacer prestándome, ha de
ser préstamo tan liberal y libremente hecho cuanto fue el mío. Así la
obligación que le pongo, siendo, como es, de algún precio, se juzga con razón
por usura. De manera que puede y debe el otro prestarme, mas no le puedo
obligar a que me preste. Y ganar esta obligación sobre él es haber interesado
por prestarle.
Lo mismo es prestar a los labradores algunos dineros con tal que tomen sus
heredades, dehesas o ganados a tributo arrendadas, especialmente si se las dan
más caro, como acaece, y, aunque se las den al justo, pecarán, porque el
constreñirles y obligarles a tomar éstas en particular, es una obligación que
vale dineros, los cuales les lleva de más por el préstamo, y así es usura.
En el mismo barranco dan de hocicos algunos señores de estado y caballeros de
título, que prestan cantidad de dineros a sus vasallos, con tal que se ocupen
y los expendan en hacer sal o en traer otras especies de bastimento,
obligándoles a que toda la sal que hicieren o toda la ropa que trajeren, o la
mayor parte de ella, se la vendan a ellos, y comúnmente por un precio bajo,
más a las veces que de barata, para venderla ellos por muy subido -negocio
cierto propísimo de señores que tienen la mano y el palo y aun la espada para
forzar a los míseros y pobres. El prestarles dineros para que hagan sal, y aun
obligarles a que la hagan, mayormente si hay falta de ella -y cierto la habrá,
si no se hace, según es necesaria y se gasta-, acto es piadoso y legal, propio
de su jurisdicción y potestad. Mas obligarles se la vendan para revenderla, no
hay ciego que no vea a la clara su injusticia.
Bien estoy en que, si para el provecho de la comunidad es necesario se venda
en alguna parte señalada, o se lleve, les obliguen a venderla o llevarla allí,
y, si ellos por su pobreza no pueden costear la traída, les ayuden
prestándoles para ella, como prestaron para la sal, pues lo uno y lo otro es
obra de la magnificencia y liberalidad que a la autoridad y calidad de su
estado conviene. Y si no quisieren hacer tanto bien a sus vasallos -aunque,
cierto, no es mucho, supuesto redunda después en utilidad de todos-,
mérquensela por tales precios que, puesto el bastimento donde la utilidad
pública requiere, ahorren y saquen seguramente el costo y costas.
Mas tenerlo por granjería, especialmente no siendo el negocio en pro de la
comunidad, sino en aumento de sus rentas, dado les diesen lo que realmente
vale, es usura, y, bajándoles del precio justo, según comúnmente sucede, con
la usura se mezcla también otra injusticia. Los cuales ambos vicios, demás de
su indecencia y fealdad, traen consigo anexa obligación de restituir, cosa que
jamás hacen perfectamente, viniéndose a obligar y a encargar de tal suma que
no la pueden desembolsar, o no quieren.
El mismo delito cometen los caballeros que prestan dineros a labradores con
pacto que les vendan sus sementeras y cosechas, muchas veces a precio ínfimo.
Era menester, si quisiesen proveer sus casas [por] semejantes artes y medios
sin gran hambre de su conciencia, no solamente pagarles lo que en efecto
valiese el trigo o la cebada, sino algo más, conviene a saber, lo que se
apreciase la obligación que le hicieron hacer, que en fin algo vale.
Alegan para su intención estos poderosos, los primeros y segundos, que con
todo les hacen buena obra a los vasallos y labradores. Verdad es, pero tres
doblado provecho se procuran así. Y sin esto, bien sabemos ser regla divina y
humana que la buena obra se ha de hacer, para aprovechar, con buenos medios.
Dar limosna, obra de misericordia es; mas hurtar para darla, es obra de
injusticia. Así prestar al menesteroso, caridad es cristiana; mas ponerle
alguna obligación por ello, usura diabólica. Podrían tomar otro medio o medios
mejor sonantes para su pretensión, como armar compañía los oficiales, poniendo
ellos, que son ricos, todo el caudal, los otros, que son artífices, su
industria, diligencia y trabajo, y partir la ganancia o pérdida, o un otro
partido justo y razonable. Mas es el mal que todo lo quieren, a lo menos todo
lo mejor y más aventajado.
Ítem se peca en esta tecla, que vamos tocando, prestando a peones, podadores,
segadores, con tal que trabajen en sus viñas, dado les den su debido jornal.
El gravamen que les puso no se lo satisfizo, que mucho va a decir hacer una
cosa con libertad o de obligación. Dirás no le diera más si de la plaza lo
tomara o él se viniera; yo lo confieso, pero el obligarle a venir vale mucho,
todo lo cual le llevas por el préstamo que hiciste.
Lo mismo se entienda en los demás oficios, como prestar obligándole te enseñe
gramática o artes o que sea tu médico o abogue en tu pleito y causa, dado le
dieses su salario. Es menester o que les prestes liberalmente, sin ningún
concierto o condición, o que, demás de su trabajo, le pagues lo que vale la
obligación que le pones y pide, y que él quiera hacerlo. Lo mismo si le
pidieses la palabra mercará siempre de tu tienda ropa o mercadería o lo que en
ella se vende, aunque realmente se la des barato y no pretendas llevarle
precios subidos, porque es grande la hidalguía con que el préstamo quiere ser
ejercitado, como obra heroica.
Lo que se permite hacer en él es pedir prendas que valgan la cantidad, y algo
más, especialmente si teme o sospecha de la persona, y señalarle cuándo lo ha
de volver, poniendo como pena que, si tardare o dilatare más la paga y vuelta,
pierda la prenda, si no valía más, y, si lo vale, que se pueda hacer pago de
ella, volviendo la resta. Dilación se entiende no una hora, ni un día, ni una
semana, sino quince o veinte días, según que en las deudas se tiene la
tardanza por dilación. Todo otro rigor que en esto hay en algunas partes,
teniendo por pérdida la prenda o incurrida la pena si una sola hora pasa,
muestra que en la condición hubo malicia y engaño. Y engaño es si vi casi a la
clara que no había de pagar a su tiempo y ser esta pena, o lo que en su
ejecución aventajo, paga del préstamo, y así lo entendimos ambos, que él se
olvidaría de propósito y yo me pagaría; es usura disimulada.
Lo que se permite es que llana y sencillamente se ponga alguna pena moderada,
si mucho tardare, que le sirva de espuelas y le aguije a la paga. Si, puesta
con esta sinceridad, la incurriese, seguramente la puede el otro llevar. A
esta pena llaman las leyes civiles usura justa -y fuera de ella no hay otra
lícita- conviene a saber, cuando por dilatarse la paga y tardarse el deudor,
ora lo deba de préstamo o por algún contrato de venta, interesa alguna cosa en
recompensa el acreedor. Y es tan justa la pena y puédese llevar con tanto
derecho que, dado no se ponga, está obligado quien tarda a satisfacer -como
diremos- todos los daños y menoscabos que en crédito, honra y bolsa incurre y
padece por su dilación quien le vendió o prestó, si pudo en cualquier manera
pagarle a su tiempo.
La diferencia es que, expresándose y poniéndose alguna pena, dado el otro no
reciba daño ninguno de la tardanza, puede llevarla. Mas no explicándose, no
estará obligado a satisfacer el deudor sino cuando el acreedor realmente
padeciese. De manera que la pena, siendo moderadísima, se puede llevar, aunque
ningún mal se siga de la dilación. Mas el daño no se debe cobrar sino cuando
realmente lo hubo.
Pero, cerca de estas penas y prendas, hay documentos notables. El primero: que
se ha de poner y recibir con gran sinceridad y cristiandad, solamente por
asegurar el dinero o lo que se presta, y hanse de ejecutar con mucha humanidad
y blandura cuando tardare mucho en volverlo, no al momento, cumplido el plazo,
que esto es ya malicia y usar mal del bien. Y cuando se ejecutare, si fuere la
pena que se venda la prenda para pagarse, hase de vender fielmente por todo lo
que vale, no de manga ni de barata, y volvérselo todo lo de más que montare y
restare. Y si se pone condición quede del todo por perdida o por el que
prestó, es injusticia, si vale más que el préstamo, y debe restituir todo lo
que de más montaba. Por lo cual, si en algún mons pietatis o cofradías hubiere
tal pacto o condición, ya como estatuto, es usurario, aunque sea muy antiguo.
Muchos días ha que se usa el mal.
Lo segundo: ha de ser el préstamo tan gratis que, si es el empeño cosa que
sirve y fructifica, cuyo servicio y fruto suele valer dineros, está obligado,
sirviéndose de ello y cogiendo los frutos, tomarlos en cuenta de lo que
prestó, descontando del principal, sacadas las costas que en su beneficio se
hacen. Dice Santo Tomás: Quien presta debe tomar en parte de paga lo que vale
el uso del empeño, si es cosa venal. Y en tanto es esto verdad que dice la
sede apostólica: Si los frutos del empeño, sacadas las costas, valen ya cuanto
se prestó, debe volver la prenda sin cobrar cosa del préstamo, pues ya de los
frutos se pagó.
V. g., si se empeñó un caballo en cien ducados, cuyo servicio probablemente
vale más que la comida y cuidado que de él se tiene, lo que más valiere se ha
de descontar de los ciento. Y lo mismo si se alquila y gana, todo lo que
ganare quita costas y, satisfecho el trabajo que pasa el alquilador, es de
quien lo empeñó. Ítem si me dieron en prendas unas casas y vivo en ellas o las
alquilo, si unas viñas u olivares o sementeras y las cultivo, labro y siembro,
las rentas y frutos que Dios diere son de quien las empeñó, sacando el gasto y
trabajo que padece en ello, que no estaba obligado a ser su criado ni a
beneficiarle su hacienda.
Y no reprobaría si en esta valuación del cuidado y solicitud que se ha de
hacer, se tuviese cuenta con el valor y reputación de la persona, apreciándose
caballerosamente, quiero decir se apreciasen con ventaja en más algo de su
valor. Y, a la verdad, es tan gran trabajo el de la agricultura que por su
justo precio me parece que compra el labrador los frutos de su misma tierra,
según la sentencia del primer hombre, porque no sólo trabaja quien cava, poda
y ara, sino el amo y señor que aun en la cama se desvela en la administración
de todo. Los primeros trabajan con el cuerpo, el postrero con el espíritu.
Así, en semejante empeño, la mayor parte será justamente del que presta, pues
lo trabaja y solicita, con esta declaración y moderación: regla general es que
el fruto y provecho del empeño se ha de tomar y recibir en cuenta del
principal. La razón y fundamento de la regla es que las prendas son de quien
las da y están a su riesgo, y, si se perdiesen o destruyesen o muriesen, como
no fuese en ello culpable quien las recibe, se pierden por su señor, y, demás
de perderlas, estará obligado a pagar lo que le prestaron. Y pues tan perfecta
y enteramente corre siempre el peligro, justo es fructifiquen y ganen para él
y que, dado los cobre quien ahora los tiene, los ponga a cuenta del otro.
De otra manera, si el fruto y renta de la prenda fuese del que la recibe,
mucho interesaría del préstamo, no pudiendo interesar ni aun poco, porque
muchas veces la prenda es muy provechosa. Si esta licencia se diese, tomarían
muchos por granjería prestar sobre prendas que rentasen, por ganar para sí las
rentas -un contrato feísimo. Así no se empeñan comúnmente sino cosas
estériles, piezas de oro y plata.
Un caso se me ofrece de entidad, do al parecer se quebranta esta regla y en
efecto se guarda. Entre príncipes y reyes se suelen prestar grandes sumas de
dineros y empeñarse algunos estados, ciudades, villas y lugares, añadiéndose a
las veces que si a tantos años no deshiciere el empeño, quede perdido o
vendido por lo principal, llevando y cobrando en el ínterin quien prestó todos
los tributos, pecho y alcabalas, sin descontarlos de la suma.
La corona de Castilla tiene empeñado a Portugal, según dicen, el Algarve y
Malucas, y no se escalfan las rentas. En este punto hay dos cosas. La una es
que, si pasare aquel tiempo, quede en su poder como vendida por lo que prestó,
condición que, como el valor de la prenda no exceda mucho al préstamo, se
puede bien poner. Prestáronse quinientos mil ducados por diez años, vale el
estado cuatrocientos y cincuenta mil; no es injusta la pena en tal materia.
Mas si en mucho excediese, sería injusta, dado la aceptase la parte, y no se
podría llevar, que es gran crueldad castigar una culpa leve con tan severa
pena, y aun también patente vicio de usura en el contrato.
Lo segundo es no descontar las rentas de la cantidad que dieron. Cerca de esto
es de advertir que los tributos y pechos que dan los vasallos a su príncipe,
no los dan de balde, sino bien debidos por bastantes causas y títulos -como
decía sabiamente el Emperador, nuestro señor, que este en gloria-, por muchas
obligaciones que en los reyes resultan, obligándose a conservarlos y regirlos
en paz, a tenerlos y administrarles justicia, a defender, amparar y vengarlos
de sus enemigos públicos y comunes. Por lo cual, si quien los recibe en
prendas, los toma debajo de su amparo y protección y los gobierna y rige,
conforme a razón es sean suyos, como estipendio de su cuidado y estudio, los
tributos, pechos y honra que les dan. Si el primero todavía, como solía,
reservase para sí la administración de la justicia y jurisdicción y solamente
le diese las rentas en empeño, no se podría escapar de usura el recibirlas y
no descontarlas. Mas si juntamente se toma el trabajo y cuidado real, justo es
que sienta comodidad y provecho, demás de esto, para pagar los jueces,
gobernadores, oficiales que pone; especialmente si tiene guarnición de
soldados o es costa de mar, donde son necesarias galeras, que hacen gran
costa, justo es salga todo de los tributos.
Esta misma doctrina se dio en general cuando exponíamos y declarábamos la
regla. Así que o no se quebranta o se quebranta por maravilla, conviene a
saber, si el estado empeñado es de grandes rentas y de muy fácil gobierno,
libre de enemigos, menester es entonces tomar gran parte de frutos en cuenta
de lo principal, porque alegar donación es imaginación.
Capítulo VIII
De dos excepciones que pone el derecho de esta regla
Dos excepciones hay más aparentes de esta regla en el derecho canónico, aunque
realmente no lo son, dado lo parezcan.
La una, extra de vusuris. c. conquaestus, do se dice que si uno empeña una
heredad, se descuenten los frutos que diere, excepto si la tenía el otro a
renta y la empeñó a su señor, caso que puede fácilmente acaecer, especialmente
en bienes y posesiones eclesiásticas, que se arriendan por una o por dos o
tres vidas. V. g., había dado mis olivares a tributo por diez años, y el
tributario, al quinto o al sexto, teniendo necesidad de dineros, pidióme
prestados mil ducados, dando en prendas los olivares que yo mismo le había
arrendado. Concédeme el derecho que lo que aquel año cogiere sea mío, con tal
no pague el otro aquel año tributo, ni renta ninguna. Dirá ahora alguno qué
merced me hace la ley si los recibo en cuenta de lo que me debía este año. Por
esto dije que no era verdadera excepción, ni se quebrantaba la regla. Lo
segundo, no deja de ser beneficio y servicio el que se le hace y concede,
porque comúnmente el tributo y censo que uno paga de las heredades, mucho
menos es que lo que fructifica -de otra manera no habría quien las arrendase
por tanto-, y merced es que le hace la ley si se lo concede todo aquel año o
años que los tuviere empeñados. Así que el ser suyo le da derecho para
llevarlos.
La otra excepción es muy notoria en el mismo título, c. salubriter, y es que
si uno dota su hija no dándole luego el dote, o buena parte de ello, puede el
yerno, si le dieron posesiones en prendas, aprovecharse y servirse de ellas
sin descontar el fruto y multiplico del principal. Si le empeñó unas casas,
puede alquilarlas; si unas viñas, labrarlas; si tierra de pan, sembrarlas; si
estancias de ganado, esquilmarlo, y tomar todo el provecho y valor, sin
ponerlo a cuenta del suegro, por muchas razones y causas particulares que hay
en esta materia del matrimonio.
La principal de las cuales es las cargas y costas que trae consigo el estado,
tan grandes que no basta el caudal del hombre a sustentarlas, por lo cual se
ordenó que juntamente trajese la mujer algún dote de que el varón se ayudase.
Y mientras no se le da o no se le cumple enteramente, es justo se ayude de las
prendas, especialmente que está obligado a mantener su mujer y guardarle
entero su dote, que es una de las mayores obligaciones. Todos los gastos han
de salir de su propia hacienda. Así, no dándole prendas que fructifiquen,
puede pedir aun tributos cada año a razón de como andan los censos, hasta ser
pagado. Esto se entiende según se le restare debiendo: poco, si poco, y mucho,
si todo.
Aunque es regla tan universal que ni tiene escrúpulo, ni casi excepción. Lo
primero, si el desposado toma luego casa o la lleva a la que tenía, no hay que
parar, puédese aprovechar absolutamente del empeño. Lo segundo, si fue
concierto le alimentaría el suegro tantos años, de modo que es parte del dote
el sustentar, también, dado lo alimente, puede pedir prendas frugíferas o
tributos, no le entregando luego la resta, que comúnmente es lo más, que este
tenerlos en su casa casi es añadidura al principal. Y dado que, sin concierto,
de facto lo sustente el padre o algún hermano o pariente de la mujer, puede
cogerse los frutos el yerno, aunque entonces no gaste, porque el dote no sólo
se da para sustentar la casa, sino para ganar y multiplicar con él y poner los
hijos que Dios le diere en estado; principalmente en España, do lleva la mujer
la mitad de la multiplicado, es justo que juntos ambos caudales ganen.
Mas, si hubo pacto al principio de mantenerlos todo el tiempo que no le
pagasen lo prometido, entonces hay algún escrúpulo si de las prendas, que para
mayor seguridad y firmeza le diesen, podría hacer suyo los frutos. Mas cierto,
si no se hace en la escritura expresa mención fructifiquen al suegro, son
todos tan uno, padres, hija y yerno, celebrado ya el matrimonio, que los puede
lícitamente tomar el desposado. Aquí cae razonablemente el título de donación
presumida, y con esta ley y condición se entiende haberlos empeñado cuando se
los dio.
Esta misma unidad en una carne y sangre causa también que, dado renten las
prendas más que ganara el dote, lo pueda todo llevar, pues lo lleva para su
hija y nietos, si los tuviere, a quien, conforme a razón, no explicando lo
contrario, se juzga el padre donarlo y darlo graciosamente todo. De la misma
licencia y privilegio puede usar la mujer, si por desdicha expirase el marido
antes que el padre le cumpla el dote, aprovechándose de las heredades o
haciendas que en prendas tuviese, y, habiéndolo recibido el difunto, todo el
tiempo que los herederos o albaceas tardaren de darle su dote y multiplico.
Dígolo porque pueden diferirle el entrego un año, que el derecho llama de su
viudez; puede y debe sustentarse a costa de toda la hacienda en montón, porque
a mención está, y costa, del marido, dado sea muerto, hasta que le entreguen
la suya; entregada, vivirá, como dice San Pablo, libre por su pico y mirará lo
que más le conviene.
De todo esto se colige claramente cuán sin interés deben los hombres prestar
lo que han menester, pues ninguna cosa que sea de estima, como hemos visto, se
puede llevar. Y no sólo no se puede hacer sobre ello concierto exterior de
palabra y escritura, sino aun no tomar nada por razón de haber prestado, que
acaece a las veces entenderse los dos sin hablarse y, sin obligación civil y
humana, volver el uno algo más de lo que recibió, entendiendo que con aquella
esperanza y respecto se lo prestó. Y es la usura tan abominable delito, que el
explicarlo y el proponerlo en el ánimo es feo.
Dicen los teólogos que hay dos usuras: la una, real y exterior, la otra
espiritual y mental. La primera es, como hemos expuesto, cuando, prestando,
uno pide o da a entender, siquiera por señales, le den interés por el
préstamo, ora se singularice el cuánto, ora se deje en común y confuso, al
arbitrio y virtud del que pide prestado. La interior es hacerlo con
liberalidad exterior, mas proponiendo en el ánimo de haber alguna ganancia por
ello y de ello, o porque probablemente sospecha que darán algo o, al menos,
determina en sí recibir lo que se le diere en recompensa. Y lo uno y lo otro,
el pedirlo, el proponerlo y el recibirlo, de cualquier calidad y condición
sea, o dineros o dignidad u oficio o beneficio o saber, como referimos arriba
de San Agustín, todo es prohibido.
Si prestase a un señor por haber en pago de su servicio algún oficio o cargo
público; si a los jueces, secretarios y ministros de la justicia, porque en su
causa y pleito le favoreciesen; si a un prelado, porque le diese un canonicato
o ración; en fin, todo lo que se prohíbe y veda sacar por partido prestando,
está vedado recibirlo por haber prestado, aunque no lo haya pedido. Lo cual
está expresamente determinado en el mismo título que he alegado, do la Iglesia
trata principalmente de la usura, c. consuluit, a do se da y condena por
usurero quien con tal propósito y ánimo presta, que no prestaría si no creyese
que había de interesar algo por prestar.
Aunque esto de la usura mental, más extensa y puntualmente se declara en el
capítulo mediato que se sigue.
Capítulo IX
De muchos contratos usurarios
Todo lo que he dicho en estos capítulos y lo que diré en los siguientes a
éste, no es lo que me movió a escribir, aunque es doctrina provechosa y muy
principal, sino lo que hasta ahora no he dicho y ahora querría decir, conviene
a saber: que no solamente hay usura en el préstamo, sino en otros muy
distintos contratos que no pensamos, en ventas, compras, cambios y
arrendamientos. Es una mancha que cunde todos los negocios eclesiásticos y
seglares, sacros y profanos. Es como la soberbia, que no hay vicio con quien
no se acompañe, ni virtud a quien no acometa. Y no es mala comparación, que
dos cabezas hay, según la Escritura, de todos los vicios, que es la avaricia y
soberbia. Y no hay do más la avaricia resplandezca que en el logrero y
usurario, pues gana tan sin ningún título de ganar e interesa en el préstamo,
repugnándole todo interés.
Demás de esto, según dije en el primer capítulo, es tan feo este pecado que
raramente se comete al descubierto, y es tan interesal, y por consiguiente tan
pegajoso, que muy a la continua se comete disfrazado. A cuya causa conviene
leer con suma atención este capítulo, como el más substancial del opúsculo.
Distinción es muy celebrada, no sólo entre doctos, sino entre indoctos también
e ignorantes, especialmente mercaderes, que hay dos maneras de usura: una
manifiesta y formal, otra paliada, esto es cubierta y disfrazada. La patente y
manifiesta es la que hasta ahora habemos tratado, cuando se hace debajo de
estos nombres: préstamo o préstido. Paliada es cuando el contrato es venta,
cambio o arrendamiento, tributo o censo, mezclándose algún préstamo interesal.
Está tapada entonces la usura en parte con aquestos vocablos, en parte con
aquel negocio que es de otra especie o género.
V. g., vender al fiado por más de lo que corre de contado, es usura paliada.
Realmente es compra y venta, mas mézclase que el exceso en el precio se lleva
por el tiempo que aguarda la paga, que es usura, aunque tan cubierta que no se
le parecen sino, como dicen, los ojos. Pero, quitado el rebozo y manto al
contrato, es, hablando en buen romance, venderle la ropa por su justo precio
corriente y prestarle el dinero por el tiempo señalado, llevándole por la
espera aquella demasía. Regla general es que cuando se aguarda plazo y por
aguardar se interesa, es usura; y es regla muy verdadera.
Dan la razón de ello algunos simples que es malo vender el tiempo que Dios
crió. Mas habían de advertir éstos que todas las cosas que se venden las hizo
Dios, y no se dejan por eso de vender. Así, no corre este argumento. La
verdadera razón es que, cuando así se hace, se mezcla préstamo ganancioso y,
por consiguiente, usurario. Si vale un caballo puntualmente cien ducados, ¿por
qué llevas ciento y veinte si lo fías? En substancia, es dárselo por ciento y
llevarle los diez o veinte por no pagar luego, que, si luego de presente
pagara, solos ciento le llevaras. De modo que, en buen romance, es dárselo por
ciento y prestárselos aquel año, llevándole los diez por ello, que es
verdadera usura. Mas no se llama así, porque está vestida de otras ropas;
nómbrase como se viste, conviene a saber, venta usuraria: venta, porque
realmente se vende el caballo y se traspasa el señorío al que compra;
usuraria, por mezclarse en ella gran usura.
Así lo dice el papa Alejandro Tercio, que, siendo preguntado y consultado si
era usura vender fiado a más del justo precio, respondió condenando por
usurero al mercader que, fiando la ropa, lleva por fiarla más de lo que al
presente vale de contado. Lo cual, dice el mismo papa, es tan claro y patente,
que no es menester detenernos mucho en probarlo, estando tan manifiestamente
reprobado y condenado en el sacro evangelio.
En el libro segundo, en el capítulo once, declaramos cuán injusto era este
acto, mas de este lugar es propio manifestar cuán también usurario, negocio
harto fácil de hacer y de entender, porque, si por sólo esperar la paga
interesa en el fardo cinco ducados más de lo que de suyo valía, bien se deja
entender llevarse el fardo o su valor ocho meses o un año. Este tener tan gran
cuenta con el plazo que se pide, que más se conforma el precio con la dilación
de la paga que con el valor de la ropa, dando lo que vale ocho por doce o por
catorce, como se fíe largo, muestra con evidencia que los mismos mercaderes
hacen cuenta que dan aquellos ocho a usura por todo el espacio, y que les van
ganando como si los dieran a cambio. Así piden más o menos según más tarde o
temprano se les ha de hacer el pagamento.
Dice Santo Tomás estas formales palabras: Quien, por esperar la paga, vende
más caro de lo que la ropa vale, comete claramente usura, porque la dilación
es un género de préstamo. Así, ganar por esperar es ganar virtualmente por
prestar y un ser todo lo que se lleva demasiado un interés usurario.
Y aun Silvestro pregunta una cuestión: si es público usurero quien vende al
fiado más caro que de contado. Que de ser usurero, no se duda, estando tan
averiguado y patente en el derecho; mas pregúntase si es público y manifiesto,
de los que incurren en las penas de la ley contra los usureros. Y responden él
y Panormitano que, si es cierto vende a más al fiado que a luego pagar, es y
lo tienen por muy cierto ser público usurero, de los que en pena de tan
detestable delito no pueden testar, porque, dado que vender así al fiado es
usura paliada, verdadera usura es, y, si es claro y averiguado que lo hace, es
público usurero. Y el mismo derecho determina que incurra las penas también el
usurero paliado y disfrazado, si claramente lo ejercita (c. ad nostra).
Lo cual deben mucho advertir los confesores, para que no queden ellos ligados
y suspensos, absolviendo y desatando mal a otros, porque una de las penas
legales del usurero es que ningún sacerdote pueda absolverle si primero no
hiciere manifiesta penitencia, arrepintiéndose de su pecado y restituyendo o
dando orden -si no sufriere la necesidad de confesarse dilación-, ante
escribano y testigos, como se haga debida restitución. Por lo cual ningún
confesor, so pena de quedar suspenso, puede, ni menos debe ejercitar su oficio
con éstos que tienen por uso vender su ropa fiada, por venderla a mayores
precios, si primero no restituyeren, pues no pueden administrar este
sacramento, ni el de la eucaristía, a los públicos usureros.
Al contrario también, volviendo a nuestro propósito, es usura -dice el mismo
Doctor Angélico- mercar menos del justo precio por anticipar la paga, esto es
por pagar antes que se entregue, que aquello menos le da y larga el vendedor
por prestarle desde ahora hasta entonces esta cantidad. V. g., si es probable
valdrá por junio y julio el trigo a cinco reales y se concierta Pedro con un
labrador menesteroso en enero que le dé su sementera a cuatro pagándosela
luego, ¿qué razón se puede dar o fingir para perder un real en cada hanega,
sino por darle luego el dinero de que se valga? Que es, hablando en buen
romance, prestárselo hasta la cosecha y llevarle por interés del préstamo todo
lo que el otro por pura necesidad baja, usura paliada o rebozada con aquel
antifaz de venta, mas no tan cubierta y disimulada que fácilmente no se
conozca.
Do se sigue que este trato de mercar las lanas anticipada la paga, si a la
praxis y uso se mira, es tan usurario cuanto usado en todos estos reinos. La
costumbre nació de que, como los ovejeros es gente tan pobre que no puede
costear el pasto de ganado sin sacarlo de su esquilmo, compéleles la necesidad
y pobreza a vender las lanas mucho antes de la tresquila. A la cual compra y
feria acuden a Soria, León y Maestrazgo todos los laneros y tejedores de paños
de Segovia, de Toledo, de Burgos, Cuenca y Salamanca, con suma de dineros para
proveer a los pastores, y danles un real menos por arroba de lo que se espera
valdrán, porque les den luego el dinero con que paguen la yerba y dehesas que
tornan.
Esto es la substancia de este abuso y vicio que vamos tocando, que, dado se
mezclen otros males, no pocos ni pequeños, no hacen a este propósito. Digo yo
que, si los laneros hubieran de negociar con la moneda, empleándola en alguna
suerte de paño, y los pastores se la pidiesen y ofreciesen las lanas, que
entonces nacen y van creciendo, tendrían algún derecho para quitarles algo del
justo precio, porque, demás que, según el proverbio de teólogos, la ropa que
se ofrece se envilece y pierde algo de su valor y estima, también concurriera
entonces desistir ellos, a su instancia y petición, de su trato y ganancia.
Mas todas estas razones cesan y contra toda razón y ley les disminuyen del
precio que han de tener: lo primero, el dinero no lo han de emplear en otro
género de mercadería, antes andan arañando y juntando de todas partes para
estas lanas, que es negocio de mucho interés; lo otro, no son rogados, antes
ellos van a buscar los ovejeros y les ofrecen el dinero. Así, no tienen ningún
justo título para darles menos.
Si por esperar y dilatar la paga es ilícito llevar más de lo que vale la
mercadería al tiempo del entrego, ¿cómo será o puede ser lícito dar menos por
pagar antes que se entregue? Y no es buena respuesta decir ellos vienen en
ello y lo consienten, porque es averiguado hacerlo con necesidad y contra su
voluntad, especialmente que, mercando las lanas por su justo y real valor, les
queda a ellos después harta ganancia. Mas es el mal que no sólo pretenden
ganarlo todo, sino chupar la sangre y sudor de los pobres pastores, que andan
al frío y hielo de la noche y al calor y estío del sol paciendo su ganadillo
que cría vellón. Y según esta crueldad e injusticia es común, espanta ver un
negocio tan inhumano tanto usarse entre cristianos. Mas es ya tan antiguo
violar los hombres en muchos negocios la equidad y justicia, que no admira lo
que en otros tiempos pasmare.
Con todo esto, dicen algunos que son ya tantos los que acuden a mercar estas
lanas, que los ovejeros, viendo su multitud y sus ganas de mercar, se tienen
fuertes y se las dan por su justo precio, que no pretenden ya los compradores
haberlas más barato, sino tenerlas seguras para su tiempo; y, si es así, quita
cuestión, no hay en ello qué reprehender.
Por esta doctrina y regla se ve y descubre en muchas ventas la usura: que si
es usura dar menos de lo que probablemente valdrá por anticipar la paga,
también se reducirá por el mismo camino a usura mercar las deudas en menos
cantidad de su valor por pagarlas antes de cumplidas, como muchas veces
acaece. Resplandece y descúbrese tan manifiesto el mal en este trato, que casi
no es paliada, sino descubierta, mayormente si las merca el mismo deudor.
Ítem, algunas ventas secas que hay, sin especie ni materia ninguna, de las
cuales se ven no pocas, con ser ellas invisibles, que no son ni tienen ser.
Llega un corredor de lonja y dice «Cincuenta piezas de raso o cien cargas de
cacao se venden barato, y yo tengo quien os las tomará a buenos precios. Si
queréis ganar de una mano a otra mil piezas de oro, dadme la moneda». Y sólo
la quiere para que el otro se valga de ella, y hácele escritura que recibió
los rasos y las rajas, y las más de las veces realmente ni aun las vio, ni las
podía ver, dado fuera zahorí, sino que todos se entienden y todos se hacen
ciegos, teniendo ojos.
Aunque una vez vi proponer a un corredor el negocio y ofrecérselo a un herrero
rico, con tan buen descuido y denuedo, que realmente pensó el herrero ser así,
y, dado dos mil ducados, quedó no poco alegre de ganar en cuatro meses
docientos. Mas, sabida la verdad, deshizo el contrato, como buen cristiano, no
queriendo interés de tan diabólico embuste, porque, en realidad de verdad, la
usura parece tan clara que es formal y expresa, sin mezcla de ningún otro
contrato que la encubra, sino veinte mil mentiras que dice el corredor y firma
el deudor y disimula el acreedor, que son aquellos nombres y título de venta y
compra, que no sólo no disminuyen la culpa, antes la agravan ante Dios.
Tales son también muchas baratas y mohatras que se celebran en estas gradas,
sin celebrarse ni hacerse, como vender gran cantidad de ropa y tornarla luego
a mercar con quince o veinte por ciento de pérdida. ¿Quién tiene ojos que no
ve ser en substancia prestarle aquesta suma y que esto es lo que el otro pedía
y tu haces? Sino que, por no llevarle tan grandes usuras en el préstamo,
piensas ser más humanidad llevarle a veinte por ciento en venta, y no osaras
llevar diez si formalmente se los prestaras. Si te pidiera mil ducados, no
tuvieras boca para pedir de seis o siete arriba y, por poder ganar con menor
nota mayor cantidad, rodeas el negocio por venta. En fin y conclusión, todo es
mal llevado.
No dejan de pecar en esta tecla mil cambios, que se dan sin cambio ninguno ni
trueque. Éstos son los que llaman secos, cuando entre el un entrego y el otro
no hay distancia de lugar, sino sola dilación de tiempo, do no se llevan los
cuatro o cinco por ciento sino sólo por prestarlos, vicio muy anexo al arte de
cambiar. Que, mirada la substancia -que es lo que Dios mira-, lo mismo es
prestar mil ducados con usura de cincuenta y darlos a cambio con el mismo
interés, si los has de venir al cabo a pagar aquí, por más que diga la letra
que se darán en Medina. Es este negocio un juego de «pasa» que pasa y se acaba
dentro de Sevilla, aunque la cédula reza que ha de pasar a la feria.
Lo mismo tienen algunos arrendamientos de caballeros ricos, que prestan
quinientos o seiscientos ducados a un labrador, diciendo que les mercan veinte
bueyes y que luego se los alquilan por tanto cada año, tomando en sí el
peligro y riesgo de ellos, y no hay en el negocio más bueyes que los hay en
esta mesa. Claro está llevar el alquiler por interés del préstamo.
Ítem, arriendo unas casas y, por pagar adelantado dos o tres años, las saco en
menos de lo que valen, o, por no pagar hasta todo el tiempo corrido, me las
cargan: lo uno y lo otro es usura; yo, en el primero, usurero, y, en lo que
segundo, el amo. Lo de menos me dan porque los presto; lo de más me llevan
porque me los prestan.
Sería cosa prolija singularizar así todas las materias do se puede cometer
este vicio y en efecto se comete. Sólo baste que no hay negocio humano que sea
trato y granjería do no pueda entrar y do muchas veces en realidad de verdad
no entre y se halle disfrazado y disimulado como malhechor. Dondequiera que
hay más o menos del justo precio, junto con algunas esperas o anticipación de
pagar, hemos de sospechar de vehemente haber usura, la cual hallará fácilmente
agachapada, como liebre, si espulga con sagacidad el contrato, mayormente que
su mal olor es tan grande que luego se descubre. Y hemos de advertir que de
todas las maneras que dijimos se hallaba manifiesta, se halla también paliada.
De todo lo cual colegirán estos señores que no es modo de hablar, como
piensan, el condenar los teólogos muchos contratos por usurarios, que no
parecen tener hermandad y parentesco con usura, según se nombran por distintos
epítetos. Porque, dado la apariencia y nombre sea diferente, no paran ni se
detienen los sabios, cuyos ojos son linceos, en lo superficial de los
negocios, sino que los penetran y ven luego el vicio y abominación que se
comete por escondida, esté. Especialmente que -como al principio dije- a este
pecado le es muy propia y singular la propiedad y condición del mal que dicen
San Dionisio y San Agustín, que no se halla jamás sin compañía de algún bien.
Así el Adversario siempre nos tienta so especie de bien, que si descubriese el
mal, no habría quien consintiese. Y si este nombre «usura» les es odioso y
aborrecible, cuánto deberían huir del mal que significa, que es donde está el
veneno, que las voces y vocablos sólo son viento herido, ni tienen más primor
o elegancia -como dice Cicerón-, ni más rusticidad y fealdad que lo que
representan.
Capítulo X
De cómo y cuánto puede uno ganar prestando
Paréceme que les ha de parecer a muchos, leyendo esta doctrina, mucha
severidad y rectitud la que en los préstamos se pide y requiere, pues ninguna
cosa de precio se permite recibir, y caérseles ha el corazón a todos para
hacer acto tan inútil, de quien ningún interés han de pedir ni pretender.
A esto digo dos cosas. La primera, que, si fuéramos hombres, ninguna otra cosa
humana habíamos de hacer con mayor voluntad, porque casi en solo esto nos
mostramos serlo, conviene a saber, en hacer bien a otro sin pretender nuestro
provecho. Es cosa tan excelente y magnífica hacer bien sin respecto de propia
utilidad, que por excelencia la llamaban los antiguos obra de reyes, y
nosotros la podemos llamar obra divina, propia de Dios.
Y, si no queremos crecer tanto que le imitemos en algo, digo, lo segundo, que
podemos interesar mucho prestando. Lo primero, es acto tan amoroso el préstamo
exento de interés, que hace al hombre amable y trae y casi convence a quien lo
recibe a quererlo. Que no se puede negar que buenas obras son verdaderos
amores, y, a quien las recibe, evidente señal de la buena voluntad que se le
tiene y, sabiendo y conociendo esto, necesariamente ha de corresponder con
otra voluntad aficionada, porque no hay cosa de mayor eficacia con nadie, para
querer, que saber que es querido. Y pues en prestar liberalmente explica y
manifiesta el hombre que ama, no le puede faltar a quien presta ser amado, que
es mucho bien. También es de tanta fuerza y virtud la buena obra,
especialmente si no es una sola, que al enemigo ablanda y allana y al extraño
inclina y atrae a amistad.
Así puede, prestando, granjear con gran facilidad muchos amigos, que, pues no
le pueden faltar, procure prestar a buenos, porque los adquiera buenos -una de
las cosas más preciosas y raras que hay en el mundo. Y es tan propio a este
acto causar luego amistad o, a lo menos, una pía afección, que le es efecto
inseparable, propísimo y muy debido. Cierto, quien no es agradecido a este
beneficio, merece no sólo que otro día le dejen padecer su miseria y
necesidad, sino que le descompusiesen del ser de hombre que tiene, si ser
pudiese.
Y si acaso no es persona que hace mucho caso de una buena amistad, cuyo precio
y estima no alcanza por su rusticidad y vicio, digo, lo tercero, que puede por
este medio conseguir muchas temporalidades, porque le es lícito procurar
mediante el préstamo la privanza y familiaridad de algún príncipe o prelado,
para que después por amor y valor, no por interés ni pacto, le dé lo que
pretende y desea, mayormente siendo digno y mereciendo con habilidad, ingenio
y letras el beneficio o dignidad que desea, porque el servir prestando causa
amor, y el amor, con el discurso del tiempo, trae provecho. Y adquirir por
amistad una cosa no es usura, de cualquier manera hayan venido a ser amigos,
sino solamente cuando se recibe inmediatamente ganancia del préstido, y en
este sentido y exposición se ha de entender la usura mental. Porque pretender
sea el otro tan agradecido al bien que le hago, que, convencido de mis buenas
obras por amor, virtud y benevolencia, me aproveche en lo que pudiere, no es
malo. Mental, según definimos, era cuando ni pido ni doy a entender quería
interés; presto libremente, mas sabiendo por mis conjeturas que por ello, en
hacerlo, ganaría -cosa que ya reprobamos. Mas por amistad o benevolencia,
cualquier cosa se recibe lícitamente.
Conforme a razón es que, si fue piadoso en emprestarle, sea agradecido y
político en pagarlo. Así, cuando nada se pide ni se da a entender, pretenderlo
por vía de interés, si algo se diere por buen comedimiento, se puede bien
recibir. Pero es menester todo sea limpio, sincero y verdadero, las manos y el
ánimo, conviene a saber: que el uno lo reciba por este título, entendiendo
llanamente que por éste y no por otro se le da, y el otro corresponda con
semejante sinceridad.
Requiérese tanto esta verdad y sinceridad de entrambas partes que si, pensando
yo venir de gracia, lo tomase, y alcanzase después a saber haberse dado por
interés del préstamo, sin explicarlo ni decírmelo, estoy obligado a no tomarlo
o, ya tomado, restituirlo. Y, al contrario, si ellos me lo diesen con buen
ánimo, mas yo, como dañado y avaro, tuve intención haberlo en ganancia del
préstido, debo volverlo. Porque es necesario nos conformemos ambos en la
virtud, para que él pueda dar y yo recibir, y la virtud en esta materia es que
el lo dé por amistad y yo lo reciba como merced y beneficio que se me hace.
Cualquiera de las partes falte o malee, no puede la otra hacer cosa. Así que
pretender paga es mala pretensión y voluntad, mas siempre fue loable en un
hombre el agradecimiento. Y casi siempre se deja también entender cuándo se da
la cosa por interés o por gratificación.
Todos deben advertir que no instituimos aquí la forma y orden con que han de
proceder los jueces en sus causas civiles o criminales, sino la ley por do ha
de juzgar Dios, que todo lo sabe y no advierte tanto palabras o excusas ciegas
cuanto los pensamientos del corazón. Cada uno meta la mano en el pecho, allí
en su conciencia mire si se puede excusar o librar, que esta -según dice San
Pablo- será su verdadera libertad, justificación y aun gloria.
De modo que va mucho a decir pretenderlo por una vía o por otra. El pedir por
concierto y solo el darlo también a entender, sin distinción ninguna, en todos
los casos es malo, más el esperarlo, no así absolutamente, sino cuando por
interés del préstamo se espera, no por benevolencia y amistad.
Ítem puede pedir, prestando, lo que le deben o que se lo paguen o le hagan
escritura de ello, si no la tiene, o fiador. También, si uno me sigue como
enemigo, no por justicia, sino por su pasión, puedo, con prestarle, aplacarle
y aun sacarle por condición desista de ello y seamos amigos, a lo menos en lo
exterior. Si trae algún pleito, no teniendo justicia, puedo redimir mi
vejación con algún préstido y pedirle se deje del pleito o de la queja; mas,
si tiene justicia, no puedo, por mucho que le preste, concertarlo.
Fuera de esto, hay títulos y razones algo honestas con que suelen escudarse
los usurarlos, manifiestos o disfrazados, conviene a saber: que, prestando, o
dejan de ganar con el dinero o incurren en algún daño que pudieran evitar si
no prestaran. Y es justo que lo uno y lo otro les recompense y satisfaga quien
prestado les pide. Estos títulos, bien entendidos son verdaderos y
suficientes, pero mal aplicados son una funda de robos y latrocinios. Por lo
cual conviene se examinen y declaren.
Damnuni emergens es cuando, teniendo uno dineros para remendar la casa, que
amenaza ruina o caída, o para mercar trigo para el año, que vale barato y se
teme subirá, o para pagar deudas que se van cumpliendo y cree le apretarán los
acreedores, si alguno se los pidiese prestados en tal coyuntura, no se los
podría dar sin riesgo y daño suyo. Lucrum cessans: si los tenía para emplear
en aceite o en mosto o en trigo a la cosecha y vendimia, do vale barato, para
ganar algo en ello, guardándolo a otro tiempo; finalmente, si pretendía algún
negocio do comúnmente se suele ganar, con su grano de peligro -porque ninguno
de estos negocios es tan seguro que no tenga necesidad les suceda
prósperamente-, sacarlos del trato por prestarlos, es dejar de ganar.
Estas dos razones y cualquiera de ellas da a uno derecho para interesar
prestando, si, forzado o a lo menos rogado, presta la moneda a tiempo que o él
padece algún daño o pierde algún provecho temporal. Y pues he sido algo largo
en decir dónde no pueden ganar, quiero no ser corto en declararles esta
facultad y licencia que la ley y la verdad les conceden y dan.
Lo primero, si uno fuese forzado y, no pudiendo más, prestase, lícitamente
puede llevar todo el daño que le viene en su bolsa o en su casa. Forzado, digo
formal o virtualmente: fuerza y violencia clara y patente es si le tomasen el
dinero a puñadas, como dicen, o se lo pidiesen con la espada en la mano; si le
amenazasen le harían algún mal, no prestándolo; si le engañasen pidiéndolos en
nombre de otro o para otro efecto y después se lo detuviesen. Ítem si, dado no
le violentan a la clara, teme probablemente que, negándolos, se los tomarán
mal que le pese y que aun sobre cuernos, penitencia, conforme al refrán,
mayormente si se acuerda de lo que le sucedió a Nabot: todo es violencia.
En todos estos casos, puede el mercader sin chistar hacerse pago del daño que
le vino y del interés que perdió, excepto en caso de necesidad común, donde él
fuese obligado a servir con su hacienda a la república, que entonces ninguna
injuria le hacen en pedirle prestado.
Ítem, en ventas al fiado, si cumplido el plazo no le pagan, deteniéndole el
dinero contra su voluntad, puede llevar su usura. Do verán los tratantes y
mercaderes cuan reprehensibles son los tramposos que tienen por donaire
dilatar la paga dos o tres meses y valerse por esta arte de la hacienda ajena.
Hasta aquí se entiende de los que prestan muy compelidos y medio forzados.
Mas pueden también algunos, aunque no quisieran, querer prestar vencidos de
ruegos e importunidades.
Y entonces de daño emergente, digo que puede decirlo y pedir se lo satisfaga,
si quiere servirse de su moneda, tomando el riesgo y daño que le viniere a su
costa. Mas, si al principio no se lo expresa y explica, no está obligado el
otro a recompensarlo, dado suceda.
Esta diferencia hay del préstamo forzoso, que hablamos antes, al voluntario:
que en el primero, dado no se explique al principio el mal que se teme o el
interés que se esperaba, queda obligado a restituirlo, y el que lo padece
tiene derecho, siendo el otro de mala conciencia, para hacerse pago. Y aun en
caso que se lo dijese y concertasen y tasasen un tanto por ello, si juntamente
hizo el concierto con el mismo temor y fuerza, queda necesitado el que lo
necesita, si fuese después mayor el daño y pérdida, pagarlo todo. Pero, cuando
atraído por ruegos presta, si no lo expresa y explica al principio, por grande
sea el daño o interés, no le debe el otro cosa.
Del lucro cesante, digo que cuando tuviese uno aparejada su moneda para
emplear en alguna suerte de ropa o en cualquier negocio y contrato lícito,
como no fuese también préstamo, do probablemente se suele ganar, y fuese
importunado dejase el empleo o negocio, podía llevar algo prestándolos,
diciéndoselo primero a la clara. La ganancia posible y lícita será alguna
parte de la que esperaba, no todo, porque se ha de pesar el peligro y riesgo
de que lo libra, la incertidumbre de sus esperanzas, que muchas veces en cosa
de interés se engañan los muy expertos y piensan ganar mucho y pierden no
poco.
De estos dos títulos y de cualquiera de ellos, se puede usar en una de dos
maneras: o declarando al principio el daño y el cuánto que teme, y lo mismo en
la ganancia de que se priva, si es lo uno y lo otro certísimo, y concertarse
con él por un tanto, como quiera después suceda. Lo cual, por consiguiente,
puede llevar después, dado sea menor. Mas, si sucediere muy mayor, no resta en
él obligación de darle una blanca más. La causa de esta igual disparidad es
que ponerse a peligro de, si fuere mayor la perdida, no llevar nada, le da
derecho a que, dado sea menor, lleve lo concertado, y su ventura de ganar en
este caso exime y excusa al otro de satisfacerle, si a desdicha perdiere más;
por lo cual a ambas partes está bien. Y la justicia y razón piden sea un medio
lo que se tasare, no extremo ninguno.
Mas esto por maravilla habrá lugar o se podrá seguramente hacer, requiriéndose
sea indubitable el damnuni emergens e infalible el lucrum cessans, condición
rarísima en negocios humanos, do todo lo futuro es tan incierto. Por lo cual
lo común y seguro es dejar, y se debe dejar, indeciso, obligándose al
principio, así en confuso, a satisfacerle el daño que le viniere y la ganancia
de que se priva. Esto es tanto más seguro que lo primero, cuanto en esto, como
parece, hay más llaneza y certidumbre, pues se deja la resolución a cuando
suceda. También se cierra la puerta a usuras y fraudes, porque se ha de
advertir que el damnum y lucro ha de ser solamente en el negocio que al
principio señala y explica, el cual ha de tener ya, como dicen, entre manos.
Que, si después de prestados con este partido, se ofrecen nuevas oportunidades
de interesar mucho, no está obligado el otro a satisfacérselo, lo uno, porque
no se llama lucrum cessans ni damnum emergens al tiempo del préstamo sino el
que está casi presente y ya se conoce o se teme o se aguarda, no el que estaba
tan apartado; lo otro, porque es necesario sepa, quien recibe, lo que le
cuesta, poco más o menos, su moneda prestada, y de voluntad consienta en su
costo, y que no se ponga a riesgo de que le cueste un Perú. Lo cual pide que
se le explique a la clara el negocio que trataba y que se le trate en
decírselo mucha verdad y humanidad. No se ha de obligar así en confuso a
pagarle cuanto en el ínterin dejare de ganar. Lo contrario es usura, dado
consienta en ello la parte, porque el consentimiento en semejantes agravios no
abona el contrato, como arriba está declarado.
Y a esta causa, prudentísima y justísimamente Su Santidad prohíbe, en su
decretal nueva de cambios, no se concierte ningún interés cierto, ni se tase
al principio en los cambios, aun en caso que no se paguen las letras.
También se les concede que, prestando de esta manera, señalen algún plazo y
término, do se les vuelva su hacienda, y poner alguna pena liviana, si más lo
difirieren, aunque esto se ha de hacer con la limpieza y sinceridad,
moderación y llaneza que ya arriba hemos tratado.
De todo se sigue que quien de su propia voluntad o a simple petición presta,
no tiene derecho ninguno para llevar cosa alguna por el daño que le sucediere
o por el provecho y utilidad que perdiere. Porque quien sin dificultad ninguna
concede, es señal que lo quiere pasar todo y que no lo pierde o padece a
instancia o por causa del otro.
Por lo cual, los que tienen por oficio prestar o dar a cambio, no se pueden
aprovechar de estos títulos, ni les son realmente favorables, como a ellos se
les antoja y figura. Que si tiene por oficio el prestar, ¿qué deja de ganar
por mi causa, ejercitando su oficio? Quien pretende hacer un empleo do gane
mil doblas, si por mi respecto no lo hace, justo es conservarle sin daño; mas
quien no emplea ni ha de emplear, no deja de ganar. Preguntado qué había de
hacer de esta moneda, responderá que, como me la presta ahora a mí, la había
de prestar a otro, si yo no llegara. Dicen «Si yo no tuviera este oficio,
tratara con mi dinero en otro negocio y ganara y déjolo de hacer por servirte
a ti y a otros». Es muy de notar ser muy risible esta respuesta: que no debo
de satisfacer a otro lo que pudiera ganar, sino lo que realmente deja de
ganar, impedido por mis ruegos y suplicaciones. Así es razón desrazonada decir
ya que no trataba, pudiera tratar.
A este tono podrá alegar el caballero, cuando prestare, ya que no negociaba,
pudiera negociar e interesar, que le den a él también algún interés por el
préstamo. Pudiera cierto interesar si fuera mercader, mas no lo era, ni había
de tratar, y, por consiguiente, no deja de ganar, ni hay en mí obligación de
satisfacerle, ni en él derecho a pedirlo.
De modo que por dos mejores razones no pueden en los prestidos llevar usuras:
la una, porque no prestan convencidos y atraídos por ruegos -condición
necesaria-, sino de su voluntad; lo otro, que realmente no dejan de ganar, no
siendo mercaderes, ni tratando.
Y porque vender al fiado es un género de préstamo, según declaramos, por
oficio tiene en su tanto y grado el prestar quien tiene por oficio el vender
fiado, y, por consiguiente, no hay razón ni causa lleve nada por lo que
pudiera ganar en el tiempo que lo fía, especialmente que nadie se presume
dejar de ganar en negocio do ejercita su oficio, y oficio y arte del mercader
es vender de contado o fiado, según la oportunidad hubiere. Así está obligado
a venderla por su justo precio, por mucho que la fíe, y justo precio es el que
al presente corre.
Demás que, para que a uno valga alguno de estos títulos, por lo menos se
requiere venga a efectuar el negocio a más no poder, que género de violencia
es ruegos e importunidades. Muchas cosas hace el hombre por ellos, que en
ninguna manera las querría hacer. La cual condición no se verifica, ni tiene
lugar en los mercaderes y cambiadores, que no sólo no aguardan a ser rogados,
antes están públicamente aparejados para vender fiado y de contado, como mejor
hallaren, y para cambiar a letra vista o a algún plazo o feria intercalada.
Verdad es que género de ruego sería si viese en tanta necesidad a uno y él no
osase pedírmelos o no supiese que le podría socorrer, si movido de caridad le
ofreciese moneda, haciéndome pago en la paga de mi pérdida, si puede después
satisfacerla. Los cuales respectos no concurren en los mercaderes, vendiendo
fiado; antes ellos ruegan con sus mercaderías, a lo menos tiénenlas aparejadas
para vender.
Tengo, demás de esto, un argumento eficacísimo, que lo que suben en los
intereses estos usureros no es por lo que dejan de ganar, y es que lo que
ganaran es mucho si trataran todo aquel tiempo con la moneda, y lo que ellos
llevan, comparado a esto, es poco. Y si por alguno de estos títulos hiciesen
este concierto, mucho más llevarían; sino que lo toman, a lo menos los
cambiadores, por un modo de vivir descansado el prestar, contratación segura,
libre y exenta de muchos peligros, no vender la ropa o cargarla, que muchas
veces merma o se corrompe o se daña o se pierde.
Capítulo XI
De cómo ha de restituir el usurero todo lo que gana
Demás de ser la usura un pecado gravísimo, es de ningún provecho y deleite y
muy infame, no porque no se interesa mucho, sino porque todo se ha de
restituir, si no quiere el miserable perderse para siempre, por lo que ha de
perder, aunque le pese, en breve tiempo.
Y para que entienda como ha de restituir y cuan a peligro se trata con ellos,
pondré aquí la substancia, cantidad y calidad de su restitución. Todo lo cual
se ha de entender, como iremos apuntando, en cualquiera especie o género de
usura, formal o paliada, mental o expresa, tácita y explicada.
El primer fundamento en esta materia es que ninguna cosa dada en interés del
préstamo o demasía en alguna venta usuraria, cuales son comúnmente éstas al
fiado, o ganancia de cambio ilícito, no es suya, ni adquiere señorío ni
jurisdicción en ella. Todo es hurto ora sean bienes raíces o muebles, y, como
ajeno, es menester volverlo a su dueño.
Pero en el volver hay diferencia. Si son cosas permanecientes, como casas,
heredades, joyas, las mismas [en] número ha de restituir, con todos los frutos
que de ella hubiere habido, quitadas costas. V. g., si por prestar alguna suma
le dieren unas casas, halas de volver con alquileres, y, si ha vivido en
ellas, pagarlos; si le dieron algunas heredades y las dio a tributo, todo lo
que han rentado; si las labro, todo lo que han fructificado. Mas, si hubo
dineros, que es lo común, y con ellos mercó algunas raíces y posesiones, no
está obligado a restituir los frutos, porque en tal caso son suyos, no ajenos.
Acaece que, en viéndose ricos, se quieren hacendar, mercar casas, tributos y
juros: todo lo que mercare, aunque realmente el dinero es ajeno, multiplica
para él, como a su verdadero señor.
Las primeras, que venían inmediatamente por usura, eran ajenas, conviene a
saber, del que se las dio no queriendo. Y porque digo «no queriendo», quiero
responder a una excusa que suelen dar estos logreros. Dicen, cuando les
reprehenden «El otro me lo quiere dar y me hace gracia de ello». Dejé de
responder antes a esto, porque lo tengo por un desvarío tan loco que no caerá
en entendimiento de cuerdos. ¿Quién puede imaginar que el otro quiere dar tres
mil por dos mil y quinientos que recibió, sino a más no poder, viendo que no
puede por otra vía salir de esta necesidad que le aprieta? Y así no es
donación, sino exacción, ni liberalidad, sino pura necesidad del que no halla
como escape a menos costa.
Tornando a nuestro propósito, mucho va a decir en que le hayan dado la
hacienda en interés de usuras o que él con el interés que le dieron la
mercase, que la primera, como ajena, multiplica para su amo; la segunda, para
él.
Mas si son bienes usurarios que se suelen gastar y consumir con el uso, de
quien tanta mención hemos hecho, como dineros, trigo y vino y otras de este
jaez, basta restituir su valor, y si con ello, como suele, hubiere con su
ingenio e industria ganado, todo lo que hubiere aventajado es suyo, porque la
ganancia más se atribuye a la diligencia y arte del hombre, que no a la
moneda, que es la materia con que se trata.
Mas, dado que de suyo solamente ha de volver la cantidad recibida y retenerse
lo que en el ínterin con ella granjeo, está obligado a satisfacer todos los
daños y menoscabos y lo que deja el otro de ganar por haberle detenido su
moneda y hacienda, de cualquiera calidad que sea. Si ha dado uno de interés
usurario a otro quinientos escudos, ora en préstamos o en cambio ilícitos y
secos o en ventas injustas, juntos o en veces, con que, si los tuviera, el
primero evitara más de un daño que ha padecido o ganara cincuenta doblas, todo
aquello está obligado a satisfacer. Y si echa su cuenta por estos números, el
usurero patente y el paliado, que es el cambiador y el mercader, hallarán que,
por mucho que él gane para sí con la moneda, al cabo interés y principal se ha
de perder y volver, habiendo de recompensar lo que el otro padece y deja de
granjear, que también presume de tener ingenio e industria para ello.
¿Qué se dirá si ya no tiene las casas ni heredades que en usura le dieron,
como si las vendió? Digo que quienquiera que las hubo está obligado, sabido el
negocio, a darlas a su dueño y cobrar el precio del logrero, como quien merca
a un ladrón, si se sabe después cúyo es el hurto. Esto se entiende de las
posesiones o piezas de plata que inmediatamente adquirió en interés de usuras;
que las que él mercó con el dinero mal ganado, real y válida venta es, si las
vende, y no está obligado quien se las merca a restituirlas. Las primeras,
nadie se las puede mercar, ni él las puede vender, y, si las vendiere, la
venta es nula y el logrero queda ligado a deshacer, si pudiere, el contrato,
dando lo que valían, aunque él las hubiese vendido en menos.
Y, universalmente hablando, es tan necesario volver este descomulgado interés
que, si uno de ellos ha quebrado o está encarcelado y tiene muchos acreedores,
unos primeros que otros, a quien manda la ley primero se pague, si algunos
bienes tiene adquiridos conocidamente por usuras, dado sea el postrero, ha de
ser el que los dio preferido en ser pago, porque aquellos bienes no entran ni
se han de contar por hacienda de quien quebró, ni ponerlos en el montón. Do
claramente se sigue que no puede en tiempo ninguno disponer de ellos como de
cosa suya; especialmente si son raíces, no las ha de vender ni trocar, porque
es vender hacienda ajena sin tener facultad del amo.
Con las otras cosas, dineros y bienes muebles, bien puede tratar en negocios
seguros no se pierdan, y, si fueren peligrosos, asegurarlos, mas no puede
hacer donación, ni pagar de ellos a sus criados, ni dotar a sus hijas, ni
traer galana y ataviada su mujer, ni mantener fausto, si altas no tiene él
hacienda de que pagar, dado gaste ahora esta cantidad. Mas si todo lo ha
habido con escrúpulo, ninguna cosa de las dichas puede hacer.
Y aun San Jerónimo veda con rigor nadie reciba presentes ni limosna de ninguno
que gana quebrantando en sus tratos la ley de justicia, agraviando a sus
prójimos. Y en la leyenda de San Fulceo, particularmente en detestación de la
usura, se cuenta que, arrebatado un día el santo en espíritu, le pareció
estaba en juicio y que le acusaban los demonios de haber recibido en limosna
de un usurario un vestido para cubrirse, de que, gravemente reprehendido,
vuelto en sí y despierto, hizo gran penitencia. Porque no es a Dios aceptable
semejante piedad mezclada con tan gran iniquidad, que dar limosna del hurto
esle tan aborrecible que antes lo juzga y tiene por injuria y ofensa que por
servicio. Y hurto es cualquier interés usurario.
Así que el ser todo ajeno es causa que no pueda disponer de ello, ni darlo, ni
nadie recibirlo. Verdad es áspera, mas la razón la muestra, porque vean en
cuánto peligro tratan su hacienda los que tratan o con estos usureros o con
los cambiadores o con los mercaderes cuyas principales ventas son al fiado. Do
se colige evidentemente que ninguna usura verdadera, ora sea expresa, ora
mental, paliada o descubierta, se puede llevar, ni menos retener, con los
adherentes, anexidades y conexidades que dije, conviene a saber: que se ha de
volver todos los daños y menoscabos que por su dilación y tardanza en la
restitución ha padecido el otro.
Y si fuere hombre tan obstinado y duro que se quiera condenar reteniendo la
hacienda del prójimo, dos remedios quedan, el uno particular y el otro
universal. El primero tiene lugar en usuras claras y manifistas, que el
derecho les concede no las paguen, y, si las hubieren pagado, las puedan pedir
ante el juez y se las mande volver. Esto dispone el derecho canónico en las
patentes; en las paliadas y cubiertas no se entremete, que sería hilar muy
delgado, cosa que a las leyes humanas no es convenible. Mas la ley divina, que
en todo quiere seamos puros y santos, todas las destierra y veda y todas manda
se restituyan.
Cerca de lo cual es de advertir que antiguamente, en el Testamento Viejo,
permitía el Señor al pueblo hebreo, por su avaricia, el dar a usura a los
extranjeros y prohibíalas con los naturales. Permitía pudiesen hacerlo sin
castigo exterior. Mas es muy de advertir que entonces era el Señor para
aquella gente el todo en todo, era dios y criador, era rey y príncipe secular,
gobernábalos en lo espiritual y temporal, dábales mandamientos con que se
salvasen y leyes con que políticamente viviesen. Y lo que como dios en
conciencia les vedaba, como príncipe en lo exterior les permitía. De modo que
pecaban en hacerlo cuanto a Cielo, mas no se les castigaba por la ley este
pecado en el suelo. Así, cuando les hablaba como Dios por sus profetas en la
salvación de sus almas, lo primero que les amonestaba era que a ninguno
generalmente, ni natural ni extranjero, ni gentil ni hebreo, usurasen, y lo
primero que pedía de sus siervos era abominasen tan maldito oficio. Aunque, a
la verdad, poco nos importa ya saber si se lo permitía en conciencia o si lo
castigaba en la otra vida, porque muchas cosas les permitía, como a gente
indómita, que a nosotros, como a política y obediente, nos veda, como parece
expresamente en el evangelio.
A esta permisión antigua quisieron imitar los emperadores, permitiendo las
usuras con moderación y restricción. La mayor que admiten es la centésima,
luego otra de dos tercias, otra de una, que llaman piadosa. Era costumbre
entre romanos pague cada mes los préstamos que tomaban, como lo es ahora entre
nosotros o pagar los censos por sus tercios o los cambios en las ferias.
Usura centésima era dar cada mes la centésima parte del principal de interés
-que ahora llamaremos uno por ciento- cada treinta días, que salía el año a
12. A este interés llaman grandísimo y ningún otro mayor permitían. A lo cual
aludió el Emperador, nuestro señor (que esté en gloria), mandando que en los
cambios no subiese el interés más de a diez por ciento al año, como andaban
entonces los tributos, que pluguiera a Dios que se guardara. Y aun ésta no se
llevaba sino en los dineros que se habían de pagar en reino distinto,
asegurando y tomando en sí el riesgo del camino el logrero, conforme al
embuste que aquí se hace en los cambios que toman los marineros, como vimos en
el opúsculo pasado.
Había otras usuras menores, de dos tercios, que era dar dos tercios de ducado
cada mes por ciento prestados, que serían siete reales y medio por ciento.
Mas condenan como detestables las usuras de usuras, que es cuando, no pagando
al tiempo señalado, va corriendo sobre él el cambio y no solo paga tanto por
ciento del principal, sino también del interés corrido. Esto es llevar
ganancia de las mismas usuras, que parecía y parece tan mal, y con razón, que
no lo pudieron aun permitir los emperadores. Ahora, no hay cosa, por nuestros
pecados, que más se use. Mas jamás prescribe la costumbre, porque siempre es
reprehendida y culpable, como vicio cruel, inhumano y contra toda ley.
El derecho canónico las prohíbe todas, especialmente las claras y manifiestas.
Y manda debajo de excomunión al emperador, reyes, príncipes y jueces de la
cristiandad las hagan volver, si ante ellos se repitieren, y, si no las han
pagado, no constriñan a pagarlas. Si él quisiere cumplir lo que prometió, bien
puede; mas el juez no se lo mandará. Este remedio de justicia, como parece, es
particular, pudiéndose ejercitar solamente en usuras públicas, que son raras y
pocas.
En las paliadas, que se mezclan con otros contratos de ventas y cambios, que
son las continuas y cotidianas, el remedio universal es esperar que toque Dios
al mísero usurero y restituya por la forma que dijimos, o, al menos, que muera
y restituyan los herederos, que también quedan obligados a todas, ora expresas
y manifiestas o tapadas y cubiertas, aunque no en igual grado y generalidad.
Lo primero, sucediendo en la hacienda del difunto y quedando, como dice la
ley, en lugar de su persona, suceden juntamente en sus obligaciones y las
deben pagar y cumplir, no solo in foro exteriori, sino en conciencia, pagar
todo lo que constare gano a usuras el difunto, de cualquier manera y condición
la usura sea, si quedo suficiente hacienda para ello, que en conciencia no
están obligados los herederos a restituir más de todo lo que dejo. El derecho
civil les compele a pagar aun de su bolsa si aceptaron de plano la herencia,
por do es cautela, habiendo muchas deudas, aceptar con beneficio de
inventario. Mas, hablando en ley natural, basta gasten todo lo que dejo,
expendiendo en pagar y restituir con más cuidado. Pero, si sobra y no son
tantas las deudas y hay muchos herederos, no es obligado cada uno por sí a
todo, ni a todo tampoco lo que heredó, sino, lo primero, de todo el montón se
pagan las deudas, porque no se entiende heredar ni ser herencia sino lo que
era propio del difunto, no ajeno. Y aquello queda líquidamente por suyo, que
resta, pagadas las deudas, en que se hace y suele hacer partición.
Pero, si en la hacienda hubiese algunos bienes o raíces conocidamente interés
de usura, cualquiera de ellos los hubiere, está obligado a volverlos
enteramente a su dueño y contribuirle los otros a él, sueldo a rata. Si
algunas barras de oro de prójimo hubiese habido en ganancia de algún caudaloso
cambio, no han de entrar en partición, y, si se reparten, no vale en
conciencia.
Finalmente, la resolución clara en esto sea que ellos son obligados a
restituir, primeramente las usuras manifiestas, luego las paliadas, todo lo
que alcanzare el caudal que dejo. El modo y traza que ha de tener en parte lo
he apuntado, y lo más seguro es informarse de un jurista, que es su facultad.
Y es tan contra razón la usura, que no solamente han de restituir o el usurero
o los herederos a cuyo poder la hacienda vino, sino también los que le
ayudaron y fueron reales o morales causas de que prestase con interés o lo
cobrasen, aunque no hayan habido ni gozado parte de la ganancia. Porque no
sólo ha de restituir el ladrón, sino también quien le ayudó a serlo, en caso
que el primero no lo haga o no lo pueda hacer, que no es sólo reprehensible y
culpable -como afirma San Pablo- el principal en cualquier negocio malo, ni
sólo es castigado por justicia, sino también los que con él concurren a
cometerlo o ayudarle. Hablando a los romanos de ciertos delitos y capitales
pecados, dice: Éstos son tales que muere quien los hace y merece también la
muerte quien consiente con el delincuente. Así, en pena de su culpa y
detestación, deben restituir los que fueron causa o le indujeron a que fuese
usurero o diese usuras, o los que, ya dadas, son medio para que se las paguen.
Lo primero, incurre esta obligación quien le aconseja tenga este trato y modo
de vivir, granjee su vida y gane de comer en él, que hay algunos que tienen
este ejercicio maldito por oficio; y, si no lo usa generalmente, ni vive de
ello, quien le persuadiere o atrajere a que una vez en particular lo haga,
queda, por solo inducirlo, obligado a pagar lo que el otro gano entonces. Eso
me da sea usura manifiesta o paliada. Como quiera lo induzca haga algunos
cambios ilícitos y prohibidos por la ley de Dios, el que persuade a otro
celebre algunas ventas usurarias al fiado, todos incurren esta obligación.
Lo segundo, los factores y compañeros a quienes se cometen negocios semejantes
o para que ellos lo hagan y efectúen o para que, hechos, los soliciten y
cobren, como vemos que naturales y extranjeros envían aquí sus factores, que
tratan con su hacienda y negocian como si no fuese ajena sino propia: los
alemanes, los flamencos, los italianos; de dentro del reino los burgaleses,
los de Medina, los portugueses, los catalanes, y otras diversas naciones, que
tienen en estas gradas personas que les tratan su caudal y dinero y hacen con
él sus cambios y recambios y dan sus partidas y celebran sus ventas según la
instrucción que tienen o de sus amos o de sus compañeros. De todos éstos, es
regla general sin ninguna excepción, estar obligado a restituir todo lo que en
estos tratos ilícita y usurariamente se ganó e interesó, ora de ello hayan
habido parte, porque era compañía, ora solo su encomienda, porque era de
terceros, ora ganase (penitus) cosa ninguna por tratar el negocio gratis. Como
él haya hecho el contrato usurario, es menester desembolse lo que no embolso
por suyo, en caso, como digo, que el principal se haga del sordo o del duro.
Ítem los que concluyen y cobran las usuras que en otras partes se concertaron
y celebraron. Acaece remitirse aquí la paga de las obligaciones que se
hicieron en Burgos o en Medina o en Rioseco o en Lisboa, y cada uno remite sus
cédulas a quien aquí le corresponde. Si a los de aquí les consta ser el
contrato usurarlo, están obligados a no meterse en él, si no quieren
participar de su culpa y pecado y aun perder su hacienda y restituir lo que
otro goza y come. Mas, si no le consta de la injusticia, pueden proseguir el
negocio hasta concluirlo, que es cobrarlo. Verdad es que si hay opinión y fama
verdadera que algún extranjero allá en su tierra o algún natural acá en España
es usurero y trata comúnmente en negocios ilícitos e injustos, a todos es
necesario no admitir su factoría, ni encargarse de cosas suyas, porque
claramente se pone en ayudarle una y muchas veces en tratos usurarios. Y, si
alguno entrare con él, tenga por cierto se obliga a restituir, no solo cuando
le consta en particular ser mal llevado, sino aun cuando no lo alcanza a
saber, si después lo supiere, porque, teniendo el otro tan mala fama y
encargandose él de sus negocios, a sabiendas y voluntariamente quiere pecar,
ayudando en los hurtos y robos que hacen debajo de nombres de cambios y
ventas.
Dicen ellos que de esta manera no podrán ganar de comer; mas digo yo con más
verdad que, a lo menos, a su modo y manera de ganar no pueden ganar el Cielo.
Vean ellos si es justo dejar por lo temporal lo eterno.
La misma obligación tienen los corredores de lonja cuando tercian de parte del
usurero o cambiador en cambio prohibido. Y por su parte se entiende terciar
siempre cuando están concertados y le andan buscando quien le tome a usuras y
cambios o baratas, dado que acaso le hable el mercader que busca el dinero y
le ruegue le haya aquella cantidad, como acaece cien veces. Y es de notar que
no solamente han de restituir todos éstos lo que llevaron de su encomienda o
lo que les cupo de ganancia en su compañía o lo que les dieron en pago de su
corretaje, sino todo el principal que contra justicia se llevó, que es gran
carga, pero con tanta razón puesta de nuestra parte con cuanta injusticia
ellos se la ponen en sus hombros.
Deberían huir los miserables de incurrir por tan poco interés tan gran
obligación, mas, si no huyen y se apartan, es muy justa razón queden a todo
obligados, pues fueron causa en su tanto de todo el daño. Esto se entiende si
el principal no pagare. A los cuales terceros, factores y compañeros, el mejor
medio y traza para desenredarse, hecho ya el mal, es desembolsar todo lo que
en aquellos negocios usurarios interesaron, y, lo segundo, rogar al principal
restituya, con que los unos y los otros salgan del cargo, enviarle algunas
personas religiosas, de autoridad y santidad, que se lo aconsejen, si no
aprovechare. Resta, lo tercero, convenir y concertarse con sus acreedores por
lo menos que pudieren. Y, lo cuarto, si no quieren bajar, la justicia es
paguen por entero, teniendo hacienda para ello, y, no bastando su caudal,
pague todo lo más que pudiere. Mas cuánto deba disminuir de su casa y caudal,
si se ha de quedar desnudo, en fin, qué forma se ha de tener en restituir, en
el opúsculo que hice de restitución lo notamos y dijimos, a él lo remito. Si
él pagare, puede tomar sus cartas de lasto y hacer sus probanzas y proceder
por justicia y convencerlo por usurario, aunque en ello lo infame, y pedirle
lo que por él ha restituido.
Ítem, si el usurario pide ante el juez su deuda, constando que es usura y le
diesen ejecución para ella, los jueces que esto sentenciasen y el alguacil que
lo ejecutase y el abogado que en semejante pleito le ayudase y favoreciese,
todos están obligados a restituir lo que al otro le hicieron pagar, porque
todos son causa que contra justicia desembolse. Dije si constase y pareciese
ser usura, porque sabiendo estas leyes, comúnmente meten con el principal el
interés, y todo, confiesan lo recibieron absolutamente. Así comúnmente no
pecan los jueces mandando pagar, porque no les consta del engaño; mas el
escribano que, sabiéndolo, hace semejante escritura, por do después el otro,
con vencido, paga, no está fuera de obligación, que también fue causa pagase
contra razón.
Las penas, que el derecho da a los usurarios públicos, pusiera para que por su
atrocidad y severidad entendieran la gravedad del delito. Y si es verdad que
de la misma especie y naturaleza es el pecado oculto y secreto, viesen
juntamente los que dan a cambio y venden al fiado cuánto ofenden a Dios y
dañan sus conciencias, pues todas las más veces se comete en este género de
negocios usura secreta y paliada. Mas déjolo, pretendiendo que por deseo de su
salvación se aparten de tanto mal, no por la afrenta de su pena temporal,
aunque todo es bueno, mas el primer respecto es el mejor, que es por la
gloria.
Mas, pues con brevedad se puede explicar, no emperezemos callando lo que puede
aprovechar. Usurero público es, lo primero, el que en foro competente, o por
su confesión o por su probanza, fue convencido y promulgado por tal, y el que
públicamente en su casa o en su trato comete muchas veces este vicio. El cual
se halla de muchas maneras, segur vimos, que unas veces es usura patente,
otras paliada, y cualesquiera de estas que ejercite en público, es público
usurero e incurre en las penas del derecho, ora que preste muchas veces con
interés, ora que hace muchos cambios secos, ora que vende más caro y más del
justo precio fiado que de contado, y de otros muchos modos que expusimos en el
capítulo séptimo, octavo y nono.
Finalmente, cualquiera que manifiestamente gana verdaderas usuras es público
usurero y sujeto y condenado a las penas. Especialmente de poco acá es muy más
averiguado esto en algunos contratos de cambios fingidos, que son usuras
paliadas; los cuales cambiadores los sujeta la ley pontifical a las penas de
los públicos usureros. Do se colige evidente que para no es menester ejercitar
usuras manifiestas, prestando con interés; basta cometer real y patentemente
este pecado dos o más veces, que dos, como dicen los doctores bastan, y, si lo
queremos templar, sea de cuatro o seis arriba.
Las penas que incurren principales son, lo primero, ser infames, personas que
por su mala vida y costumbres no pueden adquirir dignidad eclesiástica, ni
seglar, con otras privaciones y entredichos que tienen los infames (como
parece 3 q. 7 y 6 q. 1), como no testificar ni acusar en causa criminal, ni
ser promovido a los sacros órdenes, ni ejercitarlos, si ya los tiene, ni ser
legatario seguro y cierto de quien no es heredero forzoso. Lo segundo, no se
les puede dar la eucaristía, ni la absolución, ni sepultura en sagrado. Y aun
el texto dice que, dado mande un usurero restituir en su testamento lo que
debe de usuras a sus acreedores o los pobres, que no lo entierren, con todo
esto, en la iglesia, hasta que realmente sean pagados, si están presentes y
hay dinero para ello, o, al menos, hasta que los herederos presten voz y
caución de pagar, con ciertas solemnidades y ceremonias, que en el capítulo
Quanquam, lib. 6 [decretalium D. Bonifacii Papue VIII, lib. V, tit. 6] de
vsuris se contienen. Aunque yo bien estoy, en el foro de la penitencia,
para negarle la absolución hace libremente el confesor de su rigor si se
confiesa en salud, mas si están en peligro de muerte, menester es no ser muy
literal.