María Villena Rodríguez
Universidad de Sevilla
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El fenómeno de la inmigración está adquiriendo una importancia considerable en España. Las cifras registradas en el Censo de Población, muestran un aumento desde 353.367 extranjeros empadronados en España en 1991 hasta 2.673.413 en 2003. Este incremento tan vertiginoso de inmigrantes en España puede hacer a los españoles pensar que éstos son demasiados, y que es posible que no haya lugar ni trabajo para ellos.
La inmigración no debe mirarse desde un punto de vista meramente instrumental, y pensar en el inmigrante únicamente como fuerza de trabajo, o como una posible solución a los problemas demográficos que poco a poco van amenazando al país. Esto podría hacer olvidar que la inmigración no es sólo un factor positivo desde el punto de vista económico debido al incremento que supone en la tasa de población activa o al mayor índice de consumo y de ingresos públicos que proporciona al país, sino que también lo es desde el punto de vista socio-cultural, pues una inmigración plenamente integrada supondría que los habitantes autóctonos podrían conocer muy diferentes culturas, y aprender lo mejor de todas ellas. Además es una posible solución a los problemas económicos que existen en los países de origen de esos inmigrantes, ya que las remesas que reciben esos países constituyen una de las partidas más importantes de entrada de divisas, y si además esas remesas vienen dadas en términos de una moneda fuerte, proporcionan la posibilidad de mejora y subsistencia para los familiares que permanecen en el país.
Una política de integración debería partir del inmigrante como persona integral, y unificar todas las condiciones que le rodean, referentes, tanto a su país de origen (familia, costumbres, prácticas religiosas, …), como al país receptor (lengua, trabajo, vivienda, …), de modo que el inmigrante se sienta identificado con la sociedad receptora, y así contribuya a su desarrollo y participe en la vida económica, social, cultural y civil. En cambio, parece que las políticas que se llevan a cabo en los países del mundo globalizado van más encaminadas a una “asimilación” del inmigrante, en la que éste tiene que inculturarse en los modelos de comportamiento de la sociedad de acogida, despojándose de cualquier elemento cultural propio, y renunciando a su propia identidad.
Pero cualquier política que se quiera llevar a cabo, ha de respetar las leyes existentes en la región en que se aplique, y en el caso de España, al tratar de definir las políticas de inmigración, hay que hacer frente a una Ley de extranjería que no hace sino establecer restricciones y dificultades a esa integración de los inmigrantes pretendida. De manera que quizá el problema se inicie en el origen, en la Ley, que parece que más que una coordinación o gestión eficaz de la entrada de inmigrantes en España, persiga la simple prohibición y control de la misma, ya que los considera en muchas ocasiones delincuentes (para ver esto, basta leer el nombre de la ley que acompaña a la nueva Ley de extranjería, Ley 11/2003 de 29 de septiembre: “Seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros”). Al inmigrante irregular la Ley no le trata como persona, y no le reconoce los derechos fundamentales con los que cuenta cualquier persona; si es irregular, o ilegal, es sólo porque la Ley los ha creado o definido así. Por lo tanto, para conseguir una verdadera integración de los inmigrantes, lo primero que sería necesario sería una reorientación de la Ley de extranjería.