Nicholas Kaldor
En
muchas partes de Inglaterra hay una difundida y creciente insatisfacción con la
teoría económica prevaleciente, incluso en tan respetables pilares del
establishment económico como son los presidentes de la Real Sociedad de Economía
y de la Asociación Británica de Economía en sus recientes conferencias
anuales (1971). No creo que esta tendencia haya tomado en los Estados Unidos sus
dimensiones apropiadas, excepto, quizás, al nivel de estudiantes graduados, y
entre unos cuantos críticos y heréticos aislados. Pero abrigo pocas dudas de
que algún día llegará. Principalmente porque la lógica del sistema de
equilibrio general ha sido exploradas por economistas americanos de la escuela
matemática durante la posguerra, más profundamente que en ningún otro lado,
aclarando con detalle el número y la clase de postulados necesarios para
establecer sus conclusiones e implicaciones precisas. Ellos, o más bien sus
estudiantes, deben ser los primeros en darse cuenta que este enorme ejercicio ha
terminado en un callejón sin salida. Ha convertido la teoría en un instrumento
menos utilizable de lo que se pensó en sus comienzos, antes de que las
complejas implicaciones del equilibrio general fueran exploradas plenamente.
Mi
objeción básica a la teoría del equilibrio general no es su abstracción.
Toda teoría es abstracta y debe serlo necesariamente, ya que no puede haber análisis
sin abstracción. Más bien se trata de que nace de un tipo equívoco de
abstracciones y, por tanto, desemboca en un paradigma engañoso (o
“escenario”, hoy por hoy la palabra de moda en los Estados Unidos) del mundo
respecto de como es, produciendo una impresión falsa de la naturaleza y de la
forma de operación de las fuerzas económicas.
En
relación con esto no existe, en mi opinión, una sola y abrumadora objeción a
la teoría económica ortodoxa. Hay varias, diferentes, si bien
interrelacionadas. Algunos de mis colegas en Cambridge son monetéticos en este
aspecto; creen que hay una objeción básica y única a la teoría de la
productividad marginal suficiente para desmantelar todo el edificio de la teoría
económica neoclásica. Me refiero a la dificultad de aislar o medir el cambio
en la cantidad de capital cuando el inventario de bienes de capital se modifica,
independientemente de las formas específicas en que el capital se incorpora en
cualquier momento, y que no permite atribuirle una productividad marginal
propia. Además hay otras cosas que se pueden objetar que son, en cierta forma,
aún más engañosas que la aplicación de la teoría de la productividad
marginal a la distribución entre salarios y utilidades, lo que ha constituido
hasta ahora el objeto principal de discusión.
La
primera de las objeciones consiste en que la teoría económica considera la
esencia de las actividades económicas como un problema de asignación: la
asignación de recursos escasos entre usos alternativos, para usar la famosa
definición de Lord Robbins acerca de la materia objeto de la economía. Esto
significa que la atención se centra en los que son aspectos subsidiarios, en
vez de los principales, de las fuerzas en operación. El principio de sustitución,
como lo llamó Marshall, la “Ley de proporciones variables” o la
“sustituibilidad limitada” ha sido elevada a la categoría de principio
fundamental en base a la cual se explica tanto el funcionamiento del sistema de
precios como el de producción. Implica, además, que en este mundo son
sumamente importantes las elasticidades de sustitución. Este enfoque ignora la
complementariedad esencial entre distintos factores de producción, tales como
capital y trabajo, o entre diferentes tipos de actividades, por ejemplo entre
los sectores primario, secundario y terciario de la economía;
complementariedades que son más importantes para entender las leyes de cambio y
desarrollo de la economías de lo que pueden ser los aspectos de sustituibilidad.
En efecto, me parece que la concentración en el aspecto de sustituibilidad es
lo que hace el equilibrio “puro” de la teoría carente de vida y movimiento,
se endereza a “explicar” un conjunto de precios que equilibran el mercado y
que resultan de diversas interacciones y, por tanto, no permite enfrentarse al
hecho de que los precios funcionan como señales o incentivos de cambio. Se ha
intentado conjugar el crecimiento y desarrollo con la teoría del equilibrio,
pero no se ha tenido éxito en transformarla en una secuencia de análisis en la
que el curso del desarrollo dependa del sendero de evolución.
Quizá
el mejor camino por el que puedo ilustrar este punto sea el que plantea la
siguiente pregunta: ¿Es válida la Ley de Say, y si no, en qué es errónea?
Esta es una pregunta muy vieja, cálidamente debatida ya en los albores del
siglo XIX, sino antes, y desde entonces, hasta que llegó Keynes, fue el centro
de atención de todos los verdaderos economistas, es decir: entender las razones
por las que los mercados competitivos necesariamente conducen a una situación
en que todos los recursos escasos son utilizados plenamente.
En
esencia la razón es muy simple. Las leyes de oferta y demanda señalan que en
cualquier mercado, digamos para la mercancía pésima, hay un precio que lo
limpia —que compensa exactamente las acciones de oferentes y demandantes— de
tal modo que:
dj
= Sj
donde
dj y Sj son, respectivamente, las máximas cantidades que a tales precio los
compradores están dispuestos a adquirir y los oferentes a vender, y no sólo
las ventas = compras.
En
Pj los compradores están dispuestos a comprar y los vendedores a vender Xj. Si
esto es cierto para cualquier mercado, debe serlo para todos, j = l, ..., n (o
< n < 8), tanto en los mercados de recursos como en los de mercancías.
Por consiguiente, si todos los mercados están en equilibrio, los recursos deberán
ser utilizados plenamente, y el total de la producción debe ser restringido por
la oferta, esto es, por los recursos. No puede estar restringido por el lado de
la demanda.
Expresado
en otra forma, tomando todos los mercados conjuntamente observamos que son
mercancías que se cambian por mercancías; no tiene ningún sentido decir que
la producción de mercancías puede estar limitada por la demanda. Como dijo
Ricardo: “no hay cantidad de capital que no pueda ser empleada en un país,
porque la demanda sólo está limitada por la producción”.[1]
John Stuart Mill hizo la misma observación, aunque con mayor fuerza: “todos
los vendedores son inevitablemente, y ex vi termini, compradores. Podríamos de
repente doblar las fuerzas productoras de mercancías en cada mercado; pero
entonces deberíamos, a la vez, doblar el poder de compra”. Entonces “la
producción podrá estar ‘mal combinada’ pero no puede ser excesiva”.[2]
Keynes
pensó que había encontrado la respuesta a este pequeño y persuasivo toque de
lógica al postular, de hecho, que en un mercado especial —el mercado de
ahorros— el precio no es, o no necesariamente tiene que ser, capaz de limpiar
el mercado (debido a la preferencia por la liquidez). Y si no es capaz de
ejercer tal función existe otro mecanismo, el del multiplicador, para
equilibrar ese mercado: igualdad entre ahorros e inversiones, entre la oferta y
la demanda de ahorros. Cabe repetir que ese mecanismo opera modificando la
producción en general y conduce a una situación que no es restringida por la
disponibilidad de recursos productivos.
Sin
embargo, hay una razón aún más básica por la cual la Ley de Say es errónea,
razón que puede aplicarse igualmente a una economía de trueque y no sólo a
una economía monetaria o a una economía sin mercado de capitales, ya que la
gente ahorra directamente en “términos reales” acumulando inventarios de
sus propios productos. Por ejemplo, el agricultor que acumula su propio maíz
con objeto de aumentar su producción del grano, o el productor de acero que
ahorra mediante la reutilización del metal para ampliar su capacidad de
producción. Todo lo que tenemos que hacer es suponer la ausencia de
rendimientos constantes a escala, en términos de recursos transferibles, como
regla general o universal (aplicable a todas las actividades productivas).
Supongamos
que se toma un modelo simple de dos sectores, el A y el B, agrícola e
industrial. Pensemos que la tierra existe como un factor específico para la
agricultura, esto es, que la tierra es necesaria para la producción agrícola
pero no para la actividad industrial, o al menos no en cantidades
significativas. La producción industrial consiste en el procesamiento de
materias primas o básicas producidas por la agricultura, por ejemplo la
transformación de fibra de algodón o lana en textiles acabados, en camisas o
trajes, o para el caso la conversión del mineral de hierro, extraído de la
tierra, en acero y maquinaria. Todo ello llevado a cabo mediante la ayuda del
trabajo, el que, a su vez, requiere de alimentos, el bien-salario por
excelencia. He ahí que la agricultura y la minería producen insumos directos e
indirectos para la industria, materias primas y alimentos.
Si
la agricultura se encuentra sujeta a la ley de rendimientos decrecientes, la
producción agrícola queda restringida por la cantidad de tierra y la tecnología
disponible, que limitarán el número de trabajadores susceptibles de ser
empleados efectivamente en dicha actividad.[3]
Los demás sólo podrán ser empleados con efectividad en la industria.
Suponiendo
que el empleo de todo el trabajo disponible en la industria (y asumiendo que hay
suficiente capital para su empleo en la forma de equipo físico con la tecnología
prevaleciente) conduce a una sobreproducción relativa de bienes industriales en
relación a la oferta disponible de bienes agrícolas, Mill podría haber dicho
que es un caso en que la producción se presenta, o tiende a presentarse, “mal
combinada”. Pero el movimiento de precios que acompañaría a este hecho traería
su propio remedio: los precios agrícolas subirían en términos de los precios
industriales, lo cual resulta equivalente a que se elimine la demanda excedente
de bienes agrícolas.
Aún
si la oferta agrícola fuera totalmente inelástica, en razón de la falta de
tierra, el mismo aumento de precios debería ser suficiente para cancelar el
excedente de demanda, ya que se transferiría poder de compra de la industria a
la agricultura y esta transferencia continuaría hasta que los agricultores
estuvieran dispuestos y pudieran comprar todos los bienes que la industria fuera
capaz de producir, en exceso de los propios requisitos industriales de inversión
y consumo.
Por
tanto, debe haber un precio al cual desaparece la oferta excedente de B, o la
demanda excedente de A. Suponer otra cosa equivale a asumir que los bienes
industriales permanecerían en oferta excedente aún a precio cero; y esta
conclusión formal, según he dicho, no depende de la elasticidad de la oferta
de bienes agrícolas, tal sería el caso aun cuando la falta de tierra no
impusiera una restricción a su producción.
El
error en este razonamiento es que ignora el tan peculiar carácter del trabajo
como una mercancía o recurso cuyo precio no puede ser considerado como
determinado por la oferta y la demanda en la misma forma que otros factores,
como la tierra, por ejemplo.
Cualquiera
que sea la oferta de trabajo, o la oferta potencial de trabajo, en relación a
su demanda, el precio del trabajo no puede caer abajo de un cierto mínimo
determinado por el costo de subsistencia, aunque dicho costo sea determinado por
la costumbre, por la convención o por una estricta necesidad biológica. (El
valor en alimentos de los salarios tiende a volverse muy rígido hacia abajo, en
todas las comunidades, con respecto al nivel previamente alcanzado.) Ricardo y
Mill, igual que Adam Smith y Marx, estaban bien enterados de este punto, pero no
habían pensado en sus consecuencias en términos de la Ley de Say.[4]
Si
los salarios o los salarios mínimos pueden ser considerados como dados, en términos
de alimentos, los precios de los bienes industriales (o más bien el valor
agregado por las actividades industriales) están igualmente constreñidos, y
esta restricción puede evitar que ambos mercados alcancen equilibrio simultáneamente.
El
precio unitario de la oferta de bienes industriales está dado por la ecuación:
p
= (l+p) w” l,
donde
p = precio unitario de los bienes
industriales en términos de precios agrícolas.
w”
= salario por hombre,
l
= trabajo requerido
por unidad de producción
(inverso
de la productividad),
p
= utilidades como proporción de la producción.
Este
no será un precio equilibrado del mercado mientras la oferta de trabajo exceda
la demanda, o bien mientras exista un sector de la economía de ingresos bajos o
de subsistencia que le permita a la gente sobrevivir sin estar empleada, o sin
contribuir efectivamente ala producción.
Esto
tiene consecuencias importantes:
1)
El nivel de “w” no puede ser menor que las remuneraciones en el sector de
subsistencia; pero por otra parte no se encuentra ligado a éstas, la optimalidad
del salario para un empresario capitalista puede resultar bastante elevada
debido a la dependencia de la eficiencia en el desempeño del trabajo en la
alimentación (Mientras más pobre el país, mayor es w” en relación a las
remuneraciones del sector de subsistencia. Adam Smith, Ricardo, Mill y todos los
economistas clásicos suponen un salario constante en términos de alimentos,
esto es, una curva de oferta de trabajo infinitamente elástica para la
industria.) De aquí que no se puede decir que el precio relativo de los bienes
industriales y agrícolas está determinado por las tasas marginales de
sustitución entre los dos sectores. No hay tal cosa como una “frontera de
producción” mostrando combinaciones de oferta de un máximo de A para una B
dada, o viceversa, que muestre la asignación de recursos entre los sectores.
Cada sector acumula su propio capital conforme expande su producción, y el
trabajo, que es común a ambos, tienen un productor marginal positivo únicamente
en la industria y no en la agricultura.[5]
2)
El hecho de que el precio del valor agregado en la industria no pueda ser
reducido o comprimido en términos de productos primarios (si los productos básicos
aumentan en precios monetarios, como ocurre ahora, ello resulta en inflación
general más bien que en una caída en los precios industriales en términos de
los productos primarios) equivale a una situación de precios fijos, como Hicks
la ha llamado,[6]
con la producción determinada por la demanda, o bien por componentes exógenos
de la demanda, los que a su vez determinan, mediante los efectos usuales del
multiplicador y del acelerador, los componentes exógenos de la demanda. Hicks
llamó a la relación de demanda endógena a exógena el “supermultiplicador”,
para permitir la acción de la inversión inducida, así como del consumo
inducido.[7]
Por
tanto, es el ingreso del sector agrícola, considerados los términos de
intercambio, el que realmente determina el nivel y la tasa de crecimiento de la
producción industrial, de acuerdo con la fórmula:
1
OI=------
DA
m
donde
Oi
= producción industrial
DA
= demanda proveniente de la agricultura por
productos
industriales
m
= participación del gasto en productos agrícol
as
en el total del ingreso industrial.
Esta
es en realidad la doctrina del multiplicador de comercio exterior frente al
multiplicador keynesiano de ahorro-inversión. En ambos casos los
multiplicadores se presentan como un resultado de situaciones de precios fijos:
en un caso la tasa de interés en la preferencia por la liquidez, y en el otro
el salario real fijo arroja un precio de oferta de productos industriales
determinado por los costos.
En
cierta forma, creo que fue infortunado el éxito de las ideas de Keynes para
explicar el desempleo en una depresión, análisis esencialmente de corto plazo
que alejó, por largos periodos en la historia de la economía, la atención del
multiplicador de comercio exterior que es un principio mucho más importante
para explicar el crecimiento y el ritmo de expansión industrial.
Para
el largo plazo, la suposición de Ricardo de que industriales y comerciantes sólo
ahorran para invertir, así como que el monto o la proporción de ahorros, o
ambos, se adaptarían a los cambios en las oportunidades o en la rentabilidad de
la inversión, parece una noción más importante que el supuesto keynesiano
necesario para explicar las verdaderas restricciones en el crecimiento de la
producción y en el empleo en el sector industrial capitalista.
II
Además
de lo expresado hay un segundo punto importante que quiero presentar en esta
conferencia y que se refiere a la existencia de rendimientos crecientes a escala
o costos decrecientes en el largo plazo en la industria. Esto fue subrayado
inicialmente por Adam Smith en los tres primeros capítulos de La riqueza de las
naciones, y después destacado por economistas ingleses de la escuela ricardiana,
así como por Marshall, y en los Estados Unidos únicamente por un gran
economista: Allyn Young.
La
curva descendente de oferta a largo plazo de Marshall, a diferencia de la curva
normal de oferta, es una tabulación de cantidades mínimas, no máximas. Ni
Marshall ni algún otro ha tenido éxito en conciliar este supuesto con la teoría
neoclásica del valor, siendo quizá ésta la razón por la que, de acuerdo con
Hahn y Matthews,[8]
ha recibido tan poca atención en la bibliografía económica reciente.
En
Pj de la gráfica 2 los industriales están dispuestos a ofrecer Xj o cualquier
cantidad mayor que Xj, por no menor que Xj.
Hay
tres consecuencias importantes que desearía subrayar aquí. La primera, anotada
por Allyn Young, es que bajo rendimientos crecientes “el cambio se torna
progresivo y se propaga por sí mismo en forma acumulativa”.[9]
No puede haber tal cosa
como un estado de equilibrio con asignación óptima de recursos, en la que no
es posible una reorganización ulterior ventajosa, ya que cada reorganización
factible puede crear una nueva oportunidad para una nueva reorganización. No
puede haber pleno empleo en el sentido de eficiencia o de optimalidad de Pareto
bajo pleno empleo, y adquiere un carácter dudoso la atención entre cambios en
la cantidad de recursos y en la eficiencia con que son usados.
Segunda,
la acumulación de capital deviene un coproducto, en vez de una causa, de la
expansión de la producción; en efecto, es sólo un aspecto de ésta. Como
Young destacó, es el incremento en la escala de actividades el que hace
rentable aumentar la relación capital-trabajo, ya que mientras mayor es la
escala de operaciones, más variada y especializada resulta la maquinaria que
puede ser utilizada convenientemente para cooperar con el trabajo. Como dijo
Young: “Sería un desperdicio hacer un martillo para colocar un simple clavo,
sería preferible utilizar cualquier implemento del que se pueda echar mano.”10
La forma que normalmente
adoptan los rendimientos crecientes consisten en aumentos de la productividad
del trabajo conforme se amplía la escala de producción, en tanto que la del
capital permanece constante. La mejor prueba de esto yace en el hecho de que,
mientras la relación capital-trabajo aumenta dramáticamente en el curso del
desarrollo (y varía en forma igualmente dramática, en un momento dado, entre
países ricos y pobres), estas diferencias se presentan sin cambios equivalentes
en la relación capital-producto. Por ejemplo, comparando los Estados Unidos con
la India observamos que la relación capital-trabajo es del orden de 30:1,
mientras que la relación capital-producto es cercana a 1:1 Paul Samuelson
subrayó como la proposición central de la teoría neoclásica del valor
(impreso en cursivas en su bien conocido libro de texto) “capital-trabajo
asciende; tasa de interés o de beneficio desciende; tasa de salarios asciende;
capital-producto asciende”.11
Estas proposiciones son verdaderas únicamente en un mundo de funciones de
producción homogéneas y lineales, donde el incremento del capital en relación
con el trabajo aumenta la producción menos que proporcionalmente. En realidad
esto no es así, tasas de salarios más elevadas en términos de productos se
asocian a relaciones capital-trabajo más altas, pero no se asocian con
relaciones capital-producto mayores. Este es, desde mi punto de vista, una forma
más importante de “jalarle tapete” al neoclasicismo que le descubrimiento
de la doble reversibilidad de las técnicas.
Tercero,
por el mismo tipo de razón por la cual los rendimientos crecientes conducen a
monopolios en términos microeconómicos, el desarrollo industrial tiende a
polarizarse en ciertos puntos de crecimiento, o en áreas de éxito, que se
convierten en centros de vastas inmigraciones de centros cercanos y distantes, a
menos que esto se prevenga con obstáculos políticos. Según ha demostrado la
experiencia de la posguerra en los países europeos, por ejemplo Alemania,
Francia y Suiza, la aparición de falta de mano de obra no necesariamente
detiene el continuo y rápido desarrollo de un área industrial de éxito,
puesto que dichos obstáculos tienden a ser eliminados cuando resulta
conveniente importar trabajadores extranjeros.
Por
este proceso de polarización, que Myrdal llamó “causación circular y
acumulativa” es, con mucho, responsable de la brecha creciente en el mundo
entre áreas pobres y ricas que, en términos per capita al menos, parece
continuar ampliándose. Resultaría ingenuo pretender que entendemos todas las
influencias causales que hacen que la industrialización de algunas áreas del
mundo tengan mucho más éxito que otras. Estoy seguro, sin embargo, que un
mejor entendimiento de la naturaleza y el modo de operación de las fuerzas del
mercado que producen cambio y desarrollo aumentará nuestro poder de control
para contrarrestar tendencias inherentes hacia una mayor desigualdad entre las
distintas regiones del orbe.
*
Conferencia
sobre economía política sustentada en la Universidad de Harvard el 29 de
abril de 1974. Tomado de El Trimestre
[1]
Ricardo, Principles, P. Sraffa, ed.,
Cambridge University Press, 1951, p. 290. [2]J.
S. Mill, Principles of Political Economy, Londres, 1849, vol. II, libro III,
capítulo XIV, páginas 2-4. [3]Si
bien los economistas clásicos, y por supuesto también los economistas
neoclásicos, razonaron como si la producción agrícola estuviera
restringida simultáneamente por la oferta de ambos factores tierra y
trabajo, es improbable que en una situación dada (por ejemplo en una
condición dada de la tecnología) la razón tierra-trabajo sea tal que
permita el “pleno empleo” de ambos factores. En vista de que es limitado
el rango de sustituibilidad entre estos dos factores, trabajo y tierra, en
el margen lo más probable es que la restricción de tierra o la del trabajo
sea operativa, esto es, que exista mucho trabajo respecto a la tierra, o
mucha tierra respecto al trabajo; si bien por razones que se apuntan
adelante sería vano buscar evidencias sobre esto preguntando sencillamente
cuál de estos dos recursos tienen precio cero. [4]
Más bien, ellos supusieron que la dependencia de la población en el
capital, a través de un proceso malthusiano, aseguraría que la oferta de
trabajo en existencia no sería mayor que el nivel en que puede ser empleado
con una utilidad positiva. Mill argumentó que conforme el capital se
acumula y, en consecuencia, la población crece, las utilidades descienden
como resultado de la operación en la agricultura de la ley de rendimientos
decrecientes, lo que causa el “cese de toda la sucesiva acumulación de
capital”, implicando, sin hacer el punto explícito que esto por sí mismo
limita el tamaño de la fuerza de trabajo a un número que podría ser
empleado en el ambiente natural y tecnológico considerado. Fue por esta razón,
me imagino, que Mill hizo la declaración de que “las utilidades bajas
son, sin embargo, una cosa diferente a la deficiencia de demanda, y la
producción y acumulación que únicamente reduce las utilidades no puede
ser llamada exceso de oferta o de producción”. ¿Pero qué sucede si la
absorción de los desempleados involucra una tasa de utilidades negativa?
Esta última posibilidad, hasta donde yo sé, nunca fue considerada. Y sin
embargo no existe razón alguna por la que la densidad de población
resultante de la ley de Malthus (que opera para mantener el ingreso por
habitante a su crudo nivel de
subsistencia) deba coincidir con la más alta densidad de población a la
cual el total de la población todavía puede ser empleada efectivamente,
esto es, que sea consistente con un producto marginal positivo del trabajo
en la agricultura. Ver a Mill, op. cit., libro III, capítulo XIV, 4; 1
libro IV, capítulo IV, passim. [5]
Se notará claramente que esta conclusión depende críticamente de la
existencia de rendimientos decrecientes en la agricultura (en términos de
capital y trabajo), pues suponiendo que la agricultura estuviera sujeta a
rendimientos constantes a escala, la oferta excedente de bienes industriales, en una relación de precios dada, causaría una
transferencia de capital y trabajo hacia la agricultura hasta que la demanda
excedente de bienes agrícolas fuera eliminada y la “producción de empleo
pleno” dejara de estar “mal combinada”. De aquí que el postulado de
rendimientos constantes a escala, en términos de recursos transferibles,
como una regla aplicable a todos los procesos o actividades (que es un
axioma común a la teoría del equilibrio general) es suficiente para
alcanzar un equilibrio walrasiano que es realmente restringido por la
disponibilidad de recursos. [6]Capital
and Growth, Oxford University Press, 1965, capítulos VII-XI, pp. 76-127. [7]A
Contribution to the Theory of the Trade Cycle, Oxford University Press,
1950, p. 62. [8]
“The Theory of Economic Growth: A Survey”, Economic Journal, LXXIV,
diciembre de 1964, p. 833. [9]
Allyn A. Young, “Increasing Returns and Economic Progress”, Economic
Journal, XXXVIII, diciembre de 1928, p. 533. 10
Ibid., p. 530. 11
P. A. Samulson, Economics-An Introductory Analysis, séptima edición, Nueva
York, Mc-Graw-Hill. 1967, p. 715.
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1647 - Investigaciones socioambientales, educativas y humanísticas para el medio rural Por: Miguel Ángel Sámano Rentería y Ramón Rivera Espinosa. (Coordinadores) Este libro es producto del trabajo desarrollado por un grupo interdisciplinario de investigadores integrantes del Instituto de Investigaciones Socioambientales, Educativas y Humanísticas para el Medio Rural (IISEHMER). Libro gratis |
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