Friedrich A. Hayek
Nadie que valore la sociedad civilizada osará recusar la propiedad plural. La historia de una y otra están íntimamente ligadas. Henry Sumner Maine
La propiedad..., por lo tanto, es intrínsecamente inseparable de la economía humana en su modalidad social. Carl Menger
El hombre está capacitado para disfrutar de las libertades civiles en la misma medida en que esté dispuesto a contener sus apetitos, sometiéndolos a algún condicionamiento moral; lo está en la medida en que su amor por la justicia prevalece sobre su rapacidad.
Edmund Burke
La
libertad y el orden extenso
Establecido que, en definitiva, fueron la moral y la tradición —más que la inteligencia y la razón calculadora— las que permitieron al hombre superar su inicial estado de salvajismo, parece razonable también situar el punto de partida del proceso civilizador en las regiones costeras de Mediterráneo. Las posibilidades facilitadas por el comercio a larga distancia otorgaron ventaja relativa a aquellas comunidades que se avinieron a conceder a sus miembros la libertad de hacer uso de la información personal sobre aquellas otras en las que era el conocimiento disponible a nivel colectivo o, a lo sumo, el que se encontraba en poder de su gobernante de turno el que determinaba las actuaciones de todos. Fue, al parecer, en la región mediterránea donde por primera vez el ser humano se avino a respetar ciertos dominios privados cuya gestión se dejó a la responsabilidad del correspondiente propietario, lo que permitió establecer entre las diferentes comunidades una densa malla de relaciones comerciales. Surgió la misma al margen de los particulares criterios o veleidades de los jefes locales, al no resultar posible entonces controlar eficazmente el tráfico marítimo. Cabe recurrir a la autoridad de un respetado investigador (al que ciertamente no se puede tildar de proclive al mercado) que se ha expresado en los siguientes términos:
“El
mundo greco-romano fue esencial y característicamente un mundo de propiedad
privada, tratárase de unos pocos acres o del las inmensas posesiones de los
emperadores y senadores romanos; era un mundo dedicado al comercio y a la
manufactura privados” (Finley, 1973:29).
Tal
orden, basado en la integración de muchos esfuerzos orientados al logro de una
pluralidad de metas individuales, sólo devino posible sobre la base de eso que
yo prefiero denominar propiedad plural,
expresión acuñada por H. S. Maine y que considero más adecuada que la de
“propiedad privada”. Si aquélla constituye la base de toda civilización
desarrollada, correspondió en su día, al parecer, a la Grecia clásica el mérito
de haber por vez primera advertido que es también intrínsecamente inseparable
de la libertad individual. Los redactores de la Constitución de la antigua
Creta “daban
por sentado que la libertad es la más importante aportación que el Estado
puede ofrecer; y precisamente por ello, y por ninguna otra razón, establecieron
que las cosas perteneciesen indubitablemente a quienes las adquirieran. Por el
contrario, en los regímenes en los que prevalece la esclavitud todo pertenece a
los gobernantes” (Estrabón, 10, 4, 16).
Un importante aspecto de esa
libertad —la posibilidad de que los individuos o subgrupos puedan dedicar sus
esfuerzos a la consecución de una amplia variedad de fines, fijados en función
de sus particulares conocimientos y habilidades— sólo resultó posible a
partir del momento en que, aparte del plural control de los medios, pudo
contarse también con otra práctica que ha sido siempre inseparable de la
primera: la existencia de reconocidos mecanismos para su transmisión. Esa
capacidad individual de decidir autónomamente acerca de cuál deba ser el
empleo a dar determinados bienes —en función de los personales conocimientos
y apetencias (o el de los del colectivo en el que el actor haya decidido
libremente integrarse)— depende de que, de manera general, se acepte la
existencia de ciertos dominios privados dentro de los cuales puedan los
diferentes sujetos disponer las cosas a su gusto, así como de una también
consensuada mecánica de transmisión a otros de tales derechos. Desde la Grecia
clásica hasta nuestros días, la condición esencial a la existencia de los
derechos dominicales, así como el correspondiente orden de libertad y pacífica
convivencia, ha sido siempre idéntica: la existencia de un estado de derecho
encarnado en una normativa de carácter general que a cualquiera permita
determinar quiénes son los sujetos o entes a los que corresponde establecer lo
que procede hacer con los bienes ubicados en el ámbito personal.
Respecto de ciertos bienes
(por ejemplo las herramientas) debió surgir ya en fechas muy tempranas el
concepto de propiedad privada. Este concepto pudo originar vínculos de unión
tan fuertes que hasta hayan impedido por completo su transferencia, por lo que
el utensilio en cuestión solía acompañar a su dueño hasta la tumba, cual
testimonian los tholos o
enterramientos de falsa bóveda del período micénico. Produciríase, en este
caso, cierta identificación entre la figura del “creador” de la cosa y su
“propietario legítimo”. Numerosas han sido las modalidades según las
cuales ha evolucionado en el tiempo dicha idea fundamental —evolución muchas
veces sin duda ligada con la leyenda, cual acontecería siglos después con la
historia del rey Arturo y su espada Excalibur,
relato según el cual la transferencia del arma tuvo lugar, no por aplicación
de una ley establecida por los hombres, sino en virtud de una ley “superior”
relacionada más bien con “los poderes”.
La extensión y refinamiento
del derecho de propiedad tuvo lugar, como sugieren estos ejemplos, de manera
gradual, no habiéndose alcanzado aún hoy sus estadios finales. El respeto a la
propiedad no dispondría ciertamente de gran arraigo entre las bandas de
cazadores y recolectores en cuyo seno cualquiera que descubriera una nueva
fuente de alimentación o un más seguro refugio quedaba obligado a comunicar su
hallazgo al resto de sus compañeros. Probablemente, los primeros artículos no
fungibles personalmente elaborados quedarían ligados a sus creadores
simplemente por el hecho de ser ellos los únicos capaces de utilizarlos.
Nuevamente cabe recurrir al ejemplo del rey Arturo y su espada Excalibur,
pues, aunque no fuera éste quien con sus manos la forjara, era ciertamente el
único capaz de blandirla. La propiedad plural relativa a los bienes de carácter
fungible debió aparecer más tarde, a medida que avanzara el proceso de
debilitamiento del espíritu de solidaridad de grupo y fuera asumiendo el sujeto
cada vez en mayor medida la responsabilidad de asegurar el sustento de
determinados grupos de menor tamaño, tal como la unidad familiar. Fue
probablemente la necesidad de disponer de una mínima unidad productiva viable
lo que dio lugar a que la propiedad de la tierra pasara de colectiva a privada.
Escasa utilidad tiene
especular en torno a cuál pueda haber sido, de hecho, la secuencia de tales
acontecimientos, puesto que ésta habrá sido dispar según se haya tratado de
gentes nómadas o agrícolamente asentadas. Lo importante es advertir que el
desarrollo de la propiedad plural ha sido en todo momento condición
imprescindible para la aparición del comercio y, por lo tanto, para la formación
de esos más amplios y coherentes esquemas de interrelación humana, así como
de las señales que denominamos precios. El que fueran los individuos, las
“familias” (en el sentido amplio del término), o los grupos formados
voluntariamente quienes detentaran los derechos de propiedad tiene
transcendencia menor que el hecho de que cada actor pudiera en todo momento
identificar a quién correspondía determinar el uso a dar a sus bienes. A lo
largo de los períodos históricos contemplados, produciríase también la
aparición —especialmente en lo que al factor tierra se refiere— de la
propiedad “vertical”, modalidad según la cual ésta quedaría distribuida
entre diferentes propietarios, apareciendo, en consecuencia, las modernas
figuras del terrateniente y el aparcero. Dicho tipo de propiedad podría
alcanzar hoy modalidades verdaderamente insospechadas de no subsistir entre
nosotros ciertas primitivas concepciones en relación con la propiedad.
Sería erróneo, sin
embargo, concebir a la tribu como punto de partida de la evolución cultural,
puesto que dicha modalidad de convivencia no es sino uno de los primeros frutos
de la evolución. La aparición de esas “primeras” agrupaciones humanas de
carácter coherente fue fruto de la asunción de determinadas prácticas
comunitarias; uniríanse más tarde a aquéllas nuevos hombres y mujeres no
necesariamente ligados por vínculos familiares, pero con relaciones similares
(nos extenderemos más tarde en el comentario de estos últimos aspectos). De ahí
que sea difícil fijar en qué concreto momento aparecería la tribu como
elemento preservador de ese comportamiento tradicional, iniciándose con ello el
proceso de evolución cultural. De algún modo, sin embargo, aunque de manera
tentativa y seguramente no exenta de retrocesos, la cooperación fue afianzándose
y sustituyó progresivamente la persecución de concretos fines comunes por la
aceptación de normas abstractas independientes de toda finalidad específica.
El
legado clásico de la civilización europea
También
parecen haber sido los griegos, y entre ellos especialmente los influidos por la
escuela filosófica de los estoicos —con su cosmopolita manera de ver las
cosas— los primeros que fijaron las bases de ciertos esquemas morales que más
tarde el pueblo romano difundiría por todo el imperio. Por experiencia sabemos
de las profundas fricciones que el proceso de evolución civilizadora comporta.
En la Grecia clásica, fueron fundamentalmente los espartanos quienes más se
resistieron a la revolucionaria introducción de las prácticas comerciales. No
sólo desaprobó aquel pueblo la propiedad privada, sino que no dudó incluso en
elogiar el robo. Sus planteamientos han sido considerados hasta nuestros días
paradigmáticos del salvaje que se rebela contra toda exigencia civilizadora
(como ejemplo de planteamientos análogos en pleno siglo XVIII, puede
reflexionarse sobre el personaje trazado por Boswell en su Life
of Dr. Samuel Johnson, y sobre el contenido del ensayo de Friedrich Schiller
Uber die Gesetzgebung des Lykurgos und
Solon). Sin embargo, hasta en Aristóteles y Platón rezuman nostálgicos
anhelos de resucitar el modelo de convivencia de la vieja Esparta, pretensión
que aún hoy goza de cierta popularidad. Se trata del retorno a ese tipo de
micro-orden en el que el comportamiento de todos queda sometido a la exhaustiva
supervisión de alguna omnisciente autoridad.
Es indudable que, durante
algún tiempo, las grandes comunidades comerciales surgidas a lo largo del
Mediterráneo fueron precariamente protegidas de la rapiña ajena por la
poderosa organización militar romana, en virtud de la cual, como nos recuerda
Cicerón, esta última civilización logró dominar en toda la zona, tras
someter a las más evolucionadas comunidades mercantiles tales como Corinto y
Cartago, las cuales, en opinión del citado autor, sacrificaron su poderío
militar a la mercandi et navigandi
cupiditas (De re publica, 2, 7-10). Ello no obstante, durante los últimos años
de la república y los primeros siglos de la era imperial, en los que gobernaron
cuerpos senatoriales dominados por gentes íntimamente relacionadas con
intereses de tipo comercial, Roma ofreció al mundo lo que ha llegado a ser un
modelo de derecho civil basado en lo que puede considerarse la más desarrollada
elaboración de la propiedad plural. La decadencia y colapso final de este
primer orden histórico extenso sólo fue produciéndose a medida que las
decisiones de la administración central romana fueron desplazando a la libre
iniciativa. Históricamente, tal secuencia de acontecimientos se ha repetido
hasta la saciedad: producido un avance civilizador, éste se ha visto
reiteradamente truncado por gobernantes empecinados en intervenir en el
cotidiano quehacer de la ciudadanía. Al parecer, nunca ha llegado a
establecerse una civilización avanzada cuyos gobernantes —aun cuando
comprometidos inicialmente en la defensa de la propiedad— hayan logrado
resistirse a la tentación de utilizar su poder coercitivo para abortar así
potenciales avances hacia nuevos estadios de civilización. Y, sin embargo, la
existencia de un poder de entidad suficiente como para garantizar la defensa de
la propiedad privada contra su violenta invasión por terceros propicia sin duda
la aparición de un cada vez más sofisticado orden de espontánea y voluntaria
cooperación. Desgraciadamente, tarde o temprano, los gobernantes tienden a
abusar de los poderes a ellos confiados para coartar esa libertad que deberían
defender y para imponer su supuestamente más acertada interpretación de los
acontecimientos, no dudando en justificar su comportamiento afirmando que
simplemente tratan de impedir “que las instituciones sociales evolucionen
arbitrariamente” (por utilizar la característica terminología a la que
recurre el Fontana/Harper Diccionary of Modern Thought (1977) para definir el
concepto “ingeniería social”).
Aunque en Europa la
decadencia del Imperio Romano no lograra acabar por completo con el proceso
civilizador, evoluciones de tipo similar acaecidas en Asia (y posteriormente en
América Central) fueron definitivamente truncadas por el poder político (de índole
similar, aunque con una capacidad coactiva superior a la de los sistemas
feudales del Medievo europeo), al suprimir de manera aún más radical toda
iniciativa. Un ejemplo destacado nos lo ofrece la China imperial, en la que
surgieron una serie de avances civilizadores —así como una también más
sofisticada tecnología industrial comparada con la europea— durante las “épocas
turbulentas” en las que el poder gubernamental se vio temporalmente
debilitado. Pero estas rebeliones o anomalías fueron regularmente sofocadas por
los gobiernos de turno, dispuestos en todo momento a preservar lo establecido
(J. Needhamm, 1954).
El
caso del antiguo Egipto —del que se dispone de fundada información en cuanto
al papel que desempeñó la propiedad privada en los estado iniciales de esa
gran civilización— constituye otro buen ejemplo. Al estudiar las
instituciones y el orden civil de aquella sociedad, Jacques Pirenne destaca el
carácter esencialmente individualista que la caracterizara a lo largo de la
tercera dinastía, período en el cual la propiedad, nos dice, era “individual
e inviolable...el uso de los bienes dependía de los criterios que al respecto
tuvieran sus legítimos propietarios” (Pirenne, 1934: II, 338-9).
La
decadencia se inicia a lo largo de la V dinastía, imponiéndose más tarde el
socialismo de Estado que caracterizó a la XVIII y que nos describe otro autor
francés contemporáneo de Pirenne (Dairaines, 1934). Este modelo persistió a
lo largo de los dos milenios siguientes, lo que explica el estancamiento
experimentado por dicha civilización durante este último período.
En
esta línea de reflexión, y en relación con el renacimiento de la civilización
europea durante el Medievo tardío, cabe resaltar que tanto esta como la
subsiguiente expansión del capitalismo deben su raison
d´etre y sus más profundas raíces a los vacíos de poder surgidos en
Europa en aquella época (Baechler, 1975:77). La expansión industrial moderna
no surgió en los entornos geográficos en los que prevalecía indiscutido algún
poder soberano, sino en las ciudades del Renacimiento italiano, de la Alemania
meridional, de los Países Bajos y, finalmente, en la escasamente gobernada
Inglaterra. Nuestra civilización industrial surgió en entornos en los que
florecía la burguesía y no en los que prevalecía la fuerza de la espada. Lo
que, en definitiva, logró poner los cimientos de la posterior estructuración
de esa extensa red mercantil que, finalmente, dio paso al orden extenso, fue la
protección de la propiedad privada por los gobiernos y no la determinación de
su contenido por parte de éstos.
Nada hay, por lo tanto, más
ajeno a la verdad que esa convencional idea defendida por algunos historiadores
según la cual el Estado representa el apogeo de la evolución cultural. Muy al
contrario, en muchas ocasiones ha significado su punto final. A este respecto,
conviene destacar que sin duda los historiadores de las primeras etapas de la
humanidad debieron quedar impresionados por los numerosos monumentos y restos
legados por quienes en su día ostentaron el poder político, sin que
advirtieran que los verdaderos impulsores del orden extenso fueron quienes de
hecho propiciaron la capacidad económica que permitió la erección de tales
monumentos. Por razones obvias, el ciudadano común sólo pudo legar a la
posteridad testimonios mucho más modestos y menos tangibles de su crucial
aportación.
“Donde
no hay propiedad no puede haber justicia”
Los
observadores de ese emergente orden coinciden en considerar condición
imprescindible para la existencia del mismo la seguridad en la posesión que
propicia la limitación del uso de la fuerza a la imposición de unas normas
delimitadoras del dominio de cada sujeto. Por ejemplo, el “individualismo
posesivo” de John Locke, no fue sólo una teoría política, sino una
descripción analítica de las condiciones a las que Inglaterra y Holanda debían
su prosperidad. Basábase ello en la consideración de que la Justicia
que la autoridad política debiera asegurar en orden a propiciar esa pacífica
colaboración en la que descansa el bienestar de todos sólo es posible en la
medida en que se respete el principio de la inviolabilidad de la propiedad. La
afirmación “no puede haber justicia donde no hay propiedad” es una
proposición tan indiscutible como cualquier teorema euclidiano. En efecto,
radicando el concepto de propiedad en el derecho a poseer e implicando el de
injusticia la invasión o violación de tal derecho, es evidente que de dichos
conceptos y definiciones se deriva necesariamente la verdad de la anterior
proposición, y ello con la ineluctabilidad que nos permite afirmar que los tres
ángulos de un triángulo suman dos rectos (John Locke, 1690/1924 :IV, III, 18).
Casi al propio tiempo introdujo Montesquieu la idea de que el comercio había
sido la práctica que en mayor medida había contribuido a propiciar entre los bárbaros
de la Europa septentrional tanto el acceso a la civilización como la humanización
de las relaciones interpersonales.
Para David Hume, los
moralistas escoceses, y otros pensadores del siglo XVIII, resultaba evidente que
el punto de partida de la civilización coincidió con la introducción de la
propiedad plural. Tan importantes les parecían las normas reguladoras de la
propiedad que Hume no dudó en dedicar la mayor parte de su Tratado al análisis del carácter moral de estas leyes. Más tarde,
en su Historia de Inglaterra (Vol. V),
atribuye la grandeza de su patria al hecho de que en ella se fijaran oportunos límites
al poder del gobierno para interferir en la propiedad privada, En su Tratado
(III,II) afirma expresamente que si la humanidad, en lugar de estructurar un
sistema de leyes de carácter general reguladoras de la adjudicación e
intercambio de la propiedad, optara por una normativa “que ligase la propiedad
a la virtud personal, tan grande es la incertidumbre en cuanto al mérito, tanto
por su natural oscuridad como en lo que atañe a su correcta valoración, que
ninguna norma o criterio real podría establecerse, por lo que sería inevitable
la disgregación de la sociedad”. Posteriormente, en su Enquiry, insiste:
“Pueden
los fanáticos considerar que la
superioridad se basa en el mérito, o que sólo los santos heredarán la tierra;
pero el juez deberá otorgar idéntico trato a estos sublimes teorizantes y al
vulgar ladrón; y con idéntico rigor deberá advertir a todos que, aunque
determinada norma pueda teóricamente parecer más adecuada, quizá resulte en
la práctica totalmente perniciosa y destructiva” (1777/1896:IV, 187).
Claramente
advirtió Hume la conexión existente entre estas doctrinas y la libertad; así
como que la máxima libertad de todos exige la restricción con carácter
general de las autonomías personales, libertades que deberá quedar supeditadas
a lo que denominó “las tres leyes fundamentales de la naturaleza: la
estabilidad en la propiedad de las cosas, su transmisión
consensuada y el respeto a los compromisos establecidos” (1739/1886:II,
288,293). Aunque es evidente que sus puntos de vista se derivan en parte de los
más destacados teóricos de la common law,
como Sir Mathew Halle (1609-76), quizá fuera Hume el primero en advertir con
claridad que la libertad sólo es posible en la medida en que los instintos
quedan “constreñidos y limitados” a través de la contrastación del
comportamiento de todos con la justicia
(es decir, con unas actitudes morales que tomen en consideración el derecho de
otros a la propiedad de los bienes), así como con la fidelidad u observancia de lo acordado, que se convierte en algo
obligatorio a lo que la humanidad debe someterse (1741, 1742/ 1886:III, 455). No
cayó Hume en el error —en el que tantas veces se ha incurrido
posteriormente— de confundir dos diferentes maneras de concebir la libertad:
por un lado, la que deriva de esa curiosa interpretación que postula la
libertad del individuo aislado y, por otro, aquella en que muchas personas son
libres colaborando unas con otras. En este último contexto —el de la
colaboración— la libertad sólo puede plasmarse a través de la introducción
de normas generales amparadoras de la propiedad, es garantizando en todo momento
la existencia de un estado de derecho.
Cuando Adam Ferguson resumió tales enseñanzas definiendo al salvaje como alguien que no había llegado aún a conocer la propiedad (1767/73:136), y cuando Adam Smith señaló que “nadie ha visto a un animal indicar a otro, mediante ademanes o gritos, esto es mío y aquello es tuyo” (1776/1976:26), limitábanse a expresar lo que, pese a la recurrente rebelión de los grupos rapaces y hambrientos, durante un par de milenios había llegado a prevalecer entre las gentes cultas. Dijo Ferguson, con razón: “Es evidente que la propiedad y el progreso han ido siempre unidos” (ibid). Y, como ya hemos señalado, tales fueron los planteamientos que inspiraron más tarde la investigación en los campos del lenguaje y del derecho, y los que igualmente suscribiera el liberalismo del siglo XIX. Fue gracias a la influencia de Edmund Burke —y quizá aún más a través de las obras de los juristas y lingüistas alemanes tales como F. C. Von Savigny— como el desarrollo de estos temas fue de nuevo asumido más tarde por H. S. Maine. Merece la pena reproducir literalmente la conclusión a la que llegó Savigny (en su alegato contra el interno de proceder a la codificación de la ley civil): “Si tales contactos entre seres libres deben ser salvaguardados para que los hombres en su comportamiento mutuamente se apoyen y no se estorben, ello sólo será viable sobre la base de la colectiva aceptación de ciertas invisibles líneas de demarcación a cuyo amparo las autonomías individuales queden garantizadas. La ley no es otra cosa que un esquema normativo delimitador de aquellas líneas y, por ende, de las esferas personales de autonomía” (Savigny, 1840:I, 331-2).
Las
diversas formas y objetos de propiedad y la posibilidad de seguir avanzando en
su perfeccionamiento
Las
modalidades de la propiedad hoy prevalentes nada tienen de perfectas; en
realidad, ni siquiera podemos vislumbrar cuál sería el contenido de la
perfecta propiedad. La evolución cultural y moral nos impulsa a seguir
avanzando en el paulatino perfeccionamiento de la propiedad plural, al objeto de
alcanzar todas sus posibles ventajas. Debemos, por ejemplo, estar siempre
dispuestos a adoptar cualquier medida orientada a garantizar la competencia en
orden a impedir el abuso del derecho dominical. Tal logro, sin embargo, requiere
que se avance aún más en las restricción de las tendencias instintivas que
caracterizan al micro-orden, es decir, estos deseos de retornar al orden de
reducido ámbito al que tantas veces no hemos referido (véase el primer capítulo
de la presente obra, así como Schoeck, 1966/69). Porque estas instintivas
predisposiciones se ven frecuentemente amenazadas, en efecto, no sólo por la
propiedad plural, sino también —y quizá aún en mayor medida— por la
competencia, lo cual induce a muchos a añorar la “solidaridad” no
competitiva.
Aunque las formas adoptadas
por la propiedad sean fundamentalmente fruto de las costumbres, y aunque los
esquemas legales hayan ido forjándose a lo largo de milenios, ninguna razón
hay para suponer que las específicas formas de propiedad que hoy prevalecen
deban considerarse definitivas. Suele admitirse que las modalidades
tradicionales de la propiedad ofrecen un abigarrado y complejo conjunto de
aspectos que ciertamente cabe reestructurar y cuya óptima combinación en los
diversos campos está todavía por lograr. Se han desarrollado recientemente
especiales esfuerzos en este sentido a nivel teórico. Iniciada la marcha por
los estimulantes aunque incompletos trabajos de Arnold Plant, tal esfuerzo ha
sido proseguido por su discípulo directo Ronald Coase (1937 y 1960), quien ha
publicado una serie de breves y decisivos trabajos que han dado origen a su vez,
a una nueva escuela dedicada al estudio de “los derechos de propiedad” (Alchian,
Becker, Cheung, Demsetz, Pejovich). Los resultados de tal esfuerzo —cuyo análisis
no podemos abordar aquí con mayor detalle— abren nuevos horizontes en relación
con el posible futuro perfeccionamiento de los esquemas reguladores de la
propiedad.
A modo de ilustración sobre
lo poco que aún se sabe acerca de la forma más conveniente de propiedad
—pese a tener plena seguridad de que la propiedad plural es, en términos
generales, siempre imprescindible para el buen funcionamiento del orden
extenso—, permítaseme hacer algunos comentarios en relación con una de sus
modalidades.
El lento proceso de selección
que, a través de sucesivos ensayos de prueba y error, fue en el pasado
estableciendo las actuales normas delimitadoras de los derechos de propiedad ha
producido situaciones verdaderamente peculiares. En efecto, los intelectuales
que con tanta insistencia atacan el derecho exclusivo a controlar los recursos
económicos por parte de sus propietarios (que tan imprescindible resulta a la más
adecuada gestión del esfuerzo productivo) se convierten en auténticos
entusiastas de cierto tipo de propiedad inmaterial sólo recientemente
aparecida: la que ampara los derechos de autor y las patentes. La diferencia
entre este y otros tipos de propiedad es la siguiente: mientras que en el caso
de los bienes económicos el citado derecho permite orientar los escasos medios
disponibles hacia su más oportuna utilización, en el caso de esos otros bienes
inmateriales, de carácter también limitado, como son las obras literarias o
los distintos descubrimientos, incide la circunstancia de que, una vez
realizados, pueden ser fácilmente reproducidos de forma ilimitada, por lo que sólo
a través de alguna disposición legal —arbitrada quizá con la idea de
propiciar la aparición de tales valores inmateriales— pueden convertirse en
escasos, incentivándose así su producción. Ahora bien, no es en modo alguno
evidente que el fomento de dicha escasez artificial sea la manera más efectiva
de estimular el correspondiente proceso creativo. Personalmente, dudo mucho que,
de no haber existido los derechos de autor, hubiera dejado de escribirse ninguna
de las grandes obras literarias, razón por la cual considero que tal tipo de
concesiones legales deben quedar limitadas a aquellos casos en los que sufriesen
menoscabo en su publicación obras tan valiosas como las enciclopedias,
diccionarios o libros de texto, en la medida en que, una vez editados ,
cualquiera pudiera indiscriminadamente proceder a su reproducción.
De manera similar, los estudios realizados al efecto no han logrado demostrar que los derechos de patente favorezcan la aparición de nuevos descubrimientos. Implican más bien una antieconómica concentración del esfuerzo investigador en problemas cuya solución es más bien obvia, al tiempo que favorecen el que el primero en resolver los problemas en cuestión, aunque sea por escaso margen, goce durante un largo período de tiempo del monopolio del uso de la correspondiente receta industrial (Machlup, 1962).
Las
organizaciones como elementos de los órdenes espontáneos
Dicho
lo anterior sobre los peligros que comportan la extrapolación del uso de la razón
y la injerencia “racional” en los órdenes espontáneos, no quisiera
abandonar la discusión de este tema sin dedicarle unas matizaciones cautelares.
El mensaje fundamental que he intentado transmitir a lo largo de mi argumentación
queda reflejado en mi insistencia en el carácter meramente espontáneo de las
normas que facilitan la formación de estructuras que disponen de la capacidad
de auto-organizarse. No deseo, sin embargo, que el énfasis puesto en la
espontaneidad que debe caracterizar a estos órdenes induzca a pensar que las
organizaciones de tipo deliberado no tienen ningún papel fundamental que
desempeñar en esta clase de órdenes.
El macro-orden espontáneo
comprende, no sólo las decisiones económicas tomadas a nivel individual, sino
también las que adopta cualquier organización que haya sido deliberada y
voluntariamente establecido. De hecho, un esquema amplio de convivencia favorece
el establecimiento de asociaciones voluntarias a las que, desde luego, debe negárseles
todo tipo de poder coactivo. Ahora bien, a medida que el proceso avanza, se
incrementa el tamaño de dichas asociaciones y se acentúa la tendencia a que
ciertos elementos abandonen sus iniciativas económicas a nivel personal para
constituirse en empresas, asociaciones o cuerpos administrativos. Por tal razón,
entre las normas que caracterizan la formación de los órdenes espontáneos
extensos, algunas pueden propiciar la formación de organizaciones voluntarias
de rango intermedio. Debe destacarse, sin embargo, que muchas de estas
organizaciones, orientadas a la consecución de específicos objetivos, sólo
son admisibles en la medida en que queden englobadas en ese más extenso orden
espontáneo, resultado inapropiadas en un orden general deliberadamente
organizado
Conviene aludir a un último
aspecto que también puede dar lugar a confusión. Ya hemos hecho referencia a
la posibilidad, cada vez más corriente, de que la propiedad quede distribuida
vertical o jerárquicamente. Pues bien, aunque en anteriores pasajes de la
presente obra hayamos mencionado ocasionalmente el derecho de propiedad cual si
éste se presentara siempre según modalidades uniformes e inalterables,
interpretar las cosas de esta manera implicaría una injustificable simplificación
que convendrá matizar con los comentarios que anteriormente hemos realizado.
Nos hallamos, a este respecto, ante un campo de investigación de cuya exploración
cabe, en el futuro, esperar espectaculares avances en lo que atañe al papel que
en el macro-orden espontáneo debe reservarse a los órganos gubernamentales. Un
tema que aquí no podemos desarrollar.
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