Frederic Bastiat
Este es el más común y el más falso de todos los raciocinios. Sufrimientos reales se muestran en Inglaterra; este hecho acontece después de otros dos: 1. la reforma aduanera, y 2. la pérdida de dos cosechas consecutivas. ¿A cuál de estas dos últimas circunstancias debe atribuirse la primera?
Los proteccionistas no dejan de exclamar; “Esta maldita libertad es la que causa todo el mal; nos prometía villas y castillos; la hemos acogido, y he aquí que las fábricas se detienen, y que el pueblo padece: Cum hoc, ergo propter hoc.
La libertad del comercio distribuye de la manera más equitativa y más uniforme los frutos que la Providencia concede al trabajo del hombre. Si se disminuyen estos frutos por una desgracia cualquiera, no por eso deja de presidir a la buena distribución de lo que queda. Los hombres están sin duda menos bien provistos; pero ¿debe atribuirse esto a la libertad, o a la desgracia?
La libertad obra según el mismo principio que los seguros: cuando acaece una desgracia, aquella reparte entre un gran número de hombres y un gran número de años, males que sin su intervención se acumularían sobre un pueblo y una época. Y se le ha ocurrido a nadie decir que desde que hay seguros no es un azote el incendio?
En 1842, 1843 y 1844 principio en Inglaterra la reducción de los impuestos. En los mismos años fueron muy abundantes las cosechas, y es lícito creer que ambas circunstancias han contribuido a la inaudita prosperidad que dicho país ha presentado durante ese período.
En 1845 la cosecha fue mala; en 1846 peor.
Los alimentos encarecieron; el pueblo gastó sus recursos en alimentarse y disminuyó sus consumos. Hubo menos demanda de vestidos, menos trabajo en las fábricas, y los salarios manifestaron tendencias a bajar.
Por fortuna habiéndose bajado de nuevo en este mismo año las barreras restrictivas, una cantidad enorme de alimentos pudo abastecer al mercado inglés. Es casi cierto que a no ser por esta circunstancia, una revolución terrible ensangrentaría en este mismo instante la Gran Bretaña.
¡Y se acusa a libertad de desastres que impide y repara a los menos en parte!
Un pobre leproso vivía en la soledad; nadie quería tocar lo que el había tocado; obligado a hacerlo todo por sí, arrastraba en este mundo una existencia miserable. Un gran médico le cura; he aquí ya a nuestro solitario en plena posesión de la libertad de los cambios. ¡Que bella perspectiva se abría ante él! Se complacía en calcular el buen partido que, gracias a sus relaciones con los otros hombre, podría sacar de sus vigorosos brazos. Sucedió que se rompió los dos... ¡Ay! su suerte fue todavía más horrible. Los periodistas de aquel país, testigos de su miseria, decían: Vean el estado en que le ha puesto la libertad de cambiar! respondió el médico: ¿no tienen en cuenta sus dos brazos rotos? ¿No han influido nada en su triste destino? Su desgracia consiste en haber perdido los brazos y no en haberse curado de la lepra. Sería más digno de lástima si fuese manco y además leproso.
Post hoc, ergo propter hoc: desconfiaos de este sofisma.