Pierre Joseph Proudhon
Por
consejo de un amigo de mi padre, ingresé como alumno externo becado en el
colegio de Besanzón. Pero ¿qué podía hacer este ahorro de 120 francos por
una familia para la que vivir y vestir habían sido siempre un problema? Me
faltaban constantemente los libros más necesarios; hice todos mis estudios de
latín sin tener un diccionario; después de traducir de memoria todo lo que podía,
dejaba en blanco las palabras desconocidas para llenar los espacios vacíos en
la puerta del colegio. Fui castigado cien veces por haber olvidado mis libros:
era porque no los tenía. Todos mis días de asueto los dedicaba al trabajo del
campo o de la casa para ahorrar así un jornal de mano de obra; en vacaciones,
iba yo mismo a buscar al bosque la provisión de madera para el taller de mi
padre, tonelero de profesión. ¿Qué estudios pude haber hecho con un método
semejante? [...]
Hice
mis estudios de humanidades mientras mi familia estaba en la miseria y yo pasaba
por todos los disgustos por los que puede pasar un joven sensible y con el mas irritable
amor propio. Además de las enfermedades y del mal estado de sus negocios, mi
padre enfrentaba un juicio que lo llevaría a la ruina. El mismo día en que se
dictaba la sentencia yo iba a ser laureado con el grado de excelencia. Llegué muy triste a esta solemnidad donde todo parecía
sonreírme; padres y madres besaban a sus hijos laureados y
aplaudían sus triunfos, mientras mi familia estaba en el tribunal esperando
la sentencia.
Siempre
recordaré que el rector me preguntó si quería que fuera algún pariente o
amigo quien me coronara:
—No
tengo a nadie conmigo, señor rector le respondí.
—Pues
bien me contesto, yo mismo lo coronaré y le daré el abrazo.
Nunca
[...] me sentí tan sobrecogido. Encontré a mi familia consternada y a mi madre
llorando: el juicio estaba perdido. Esa noche todos cenamos pan y agua.
Alcancé a llegar hasta retórica:
ése fue mi último año de colegio. Me vi obligado entonces a mantenerme a mí
mismo. “Ya deberías conocer tu oficio, me dijo mi padre; a los dieciocho años
yo ya me ganaba el pan y no había hecho un aprendizaje tan largo como el
tuyo.” Concedí que tenía razón y entré a trabajar en una imprenta.[1]Recuerdo
aún ese delicioso día en que mi caja tipográfica se convirtió en el
instrumento de mi libertad. No tienen ustedes idea de la inmensa voluptuosidad
que se apodera del corazón de un hombre de veinte años cuando se dice a sí
mismo: “¡Tengo una posición! Puedo ir a donde yo quiera; no necesito de
nadie!” [...] Honor, amistad, amor, bienestar, independencia, soberanía, todo
eso le promete el trabajo al obrero, le garantiza todo; solamente la existencia
de privilegios desmiente esa promesa. Pasé dos años haciendo esta vida
incomparable en Francia y en el extranjero. Por amor a ella, rechacé más de
una vez la literatura, cuya puerta me abrían algunos amigos, prefiriendo el
ejercicio del oficio. ¿Por qué este sueño de juventud no pudo durar más
tiempo? No fue exactamente por vocación literaria [...] que me transformé en
escritor.[2]
Como corrector de imprenta, ¿que podía hacer entre las horas de trabajo? La
jornada era de diez horas. A veces tenía que leer en ese lapso las primeras
pruebas de obras de teología y devoción, ocho fojas en dozavo: trabajo
excesivo al cual debo mi miopía. Envenenado por un aire malsano, los miasmas
del metal y las emanaciones humanas; descorazonado por esta lectura insípida,
me apresuraba a irme fuera de la ciudad para sacudirme esa infección. [...]
Caminando por el campo huía de esa oficina eclesiástica que se tragaba mi
juventud. Para buscar el aire más puro recorría los altos montes que rodean el
valle de Doubs contemplando a veces el espectáculo de alguna tormenta.
Acurrucado en alguna cueva podía ver cara a cara a Júpiter fulgurante, coelo
tonantem, sin desafiarlo y sin temerle. No estaba allí por ser sabio ni
artista. [...] Lo que yo sentía en mi contemplación era algo muy distinto. Me
decía que el relámpago y el trueno, el viento, las nubes y la lluvia formaban
aún parte de mí... Las mujeres de Besanzón tienen la costumbre de persignarse
cuando escampa. Yo pensaba que el origen de esta piadosa costumbre provenía del
mismo sentimiento que yo experimentaba, a saber, que toda crisis en la
naturaleza es un reflejo de lo que ocurre en el alma del hombre. [...] Desde
entonces, me vi obligado a civilizarme. Pero
debo confesar que lo poco que logré en esto me da asco. Encuentro que en esta
pretendida civilización saturada de hipocresía, la vida no tiene color ni
sabor y las pasiones carecen de energía y de franqueza; la imaginación es
estrecha y los estilos son o rebuscados o chatos. Odio esas casas de más de un
piso en las cuales, al revés de la jerarquía social, los pequeños son
amontonados en lo alto y los grandes se establecen cerca del suelo; detesto por
igual las cárceles, las iglesias, los seminarios, los conventos, los cuarteles,
los hospitales, los asilos y las casas cuna. Todo esto me desmoraliza. Y cuando
recuerdo que la palabra pagano, paganus, significa
campesino; que el paganismo, el ser campesino, es decir, el culto a las
divinidades del campo, el panteísmo rural, ha sido vencido y aplastado por su
rival; cuando pienso que el cristianismo ha condenado a la naturaleza al igual
que a la humanidad, me pregunto si la Iglesia, al tomar el partido contrario al
de esas religiones caídas no ha terminado por tomar el partido contrario al
sentido común y a las buenas costumbres.[3]
Esperaba
que mi oficio de corrector me permitiera continuar mis estudios, interrumpidos
en el momento en que exigieron mayores esfuerzos y nuevas actividades. Pasaron
por mis manos las obras de Bossuet, de Bergier, etc.; aprendí las leyes del
razonamiento y del estilo con estos grandes maestros. [...]
Pero
las conmociones políticas y mi propia miseria me alejaron de estas meditaciones
solitarias para zambullirme en el torbellino de la vida activa. Tuve que
abandonar mi ciudad y mi región y recorrer Francia buscando, de imprenta en
imprenta, algunas líneas para componer, algunas pruebas que corregir. Un día
vendí mis premios de colegio, que eran la única biblioteca que alguna vez había
tenido. Mi madre lloró; a mí me quedaban los extractos manuscritos de mis
lecturas. Estos extractos, que no se podían vender, me acompañaron y me
consolaron por donde iba. Recorrí así parte de Francia, expuesto a veces a
quedarme sin trabajo y sin pan por atreverme a decirle la verdad en la cara a
algún patrón que, por toda respuesta, me despedía brutalmente. [...]
La
vida de un hombre no es nunca tan sufrida y desamparada como para que no
encuentre, a veces, algún consuelo. Había hallado un amigo en un joven a quien
la fortuna atormentaba igual que a mí, con sus contradicciones morales y con el
aguijón de la pobreza. Se llamaba Gustave Fallot. Estaba en el fondo de un
taller cuando recibí una carta invitándome a abandonarlo todo y a unirme a él...
“Es usted infeliz, me decía, y la vida que está llevando no le conviene.
Proudhon, somos hermanos: mientras me quede algo de pan y una pieza los
compartiré con usted. Venga, y venceremos o pereceremos juntos.” [...] se había
presentado [...] como candidato a la beca Suard. Sin decirme nada, se proponía
transferirme la beca, en caso de que la ganara, reservándose para él solamente
la gloria del título [...] “Si obtengo el nombramiento en el mes de agosto,
me decía sin más explicaciones, nuestra carrera comenzará en el mes de
agosto.” Acudí a su llamado solamente para verlo atrapado por el cólera,
gastando en mí sus últimos recursos, llegando a las puertas de la muerte sin
que me fuera posible continuar con mis cuidados. La falta de dinero no nos
permitía permanecer juntos; debimos separarnos y lo abracé por última vez.[4]
Fue en 1832, en la época de la primera epidemia de cólera [...] Yo había
dejado la capital, donde no pude emplearme en ninguna de sus noventa imprentas.
La revolución de Julio había acabado con la librería eclesiástica, que era
la que daba la mayor parte del trabajo a la tipografía, y el poder no tenía la
intención de remplazarla por una librería filosófica y social [...].
Como
viese que en París había tantas grandes miserias como grandes fortunas, decidí
volver a mi provincia. Después de algunas semanas de trabajo en Lyon y luego en
Marsella, siempre escaso de labor, me
dirigí a Tolón, adonde llegué con tres francos y cincuenta centavos, mis últimos
recursos. Nunca estuve tan alegre ni tan confiado como en esa época crítica. Aún
no había aprendido a calcular el debe y el
haber de la vida; era joven. En Tolón
no había trabajo: llegué demasiado tarde, lo perdí por veinticuatro horas.
Tuve entonces una idea, verdadera inspiración de la época: mientras en París
los obreros sin trabajo atacaban al gobierno, yo, por mi parte, me decidí a
emplazar a la autoridad.
Fui
al palacio municipal y pedí una entrevista con el alcalde. Una vez en su
despacho le presenté mi pasaporte: “He aquí, señor, le dije, un papel que
me ha costado dos francos y que, además de información sobre mi persona
facilitada por el comisario de policía de mi barrio y corroborada por dos
testigos conocidos, me asegura, y así lo ordena a las autoridades civiles y
militares, asistirme en caso de necesidad. Debe usted saber, señor alcalde, que
soy cajista de imprenta, que desde que salí de París busco trabajo sin
encontrarlo, y que ya he gastado mis ahorros. El robo es castigado, la
mendicidad está prohibida. Me queda sólo el trabajo, cuya garantía me parece
ser el objeto de este pasaporte. En consecuencia, señor alcalde, vengo a
ponerme a su disposición.”
Yo
era del parecer de aquellos que un poco más tarde adoptaron la divisa: ¡Vivir
trabajando o morir combatiendo!, quienes
en 1848 acordaron un plazo de tres meses
de miseria a la República, y quienes en junio escribieron sobre su bandera:
¡pan o plomo! Hoy confieso que estaba
equivocado: espero que mi ejemplo les sirva a mis semejantes.
La
persona a quien yo me dirigía era un hombre pequeño, redondo, regordete,
satisfecho, de anteojos con armazón de oro, que seguramente no se esperaba esta
intimación. Tomé nota de su nombre porque me gusta saber algo de quienes me
simpatizan. Era un tal señor Guieu, apodado Tripette
o Tripatte, antiguo procurador judicial, hombre nuevo descubierto por la
Monarquía de Julio y que, aunque rico, no rechazaba una beca para los estudios
de sus hijos. Debe haberme tomado por un fugitivo de la insurrección que
acababa de sacudir a París [...]. “Señor, me dijo incorporándose sobre su
sillón, su reclamación es insólita e interpreta usted mal su pasaporte. Esto
significa que si es usted atacado o robado, las autoridades asumirán su
defensa: eso es todo.” “Perdone usted, señor alcalde, pero la ley francesa
protege a todo el mundo, aun a los culpables que reprime. Un gendarme no tiene
derecho a golpear al asesino que captura, salvo en caso de legítima defensa. Si
un hombre es puesto en prisión, el director no tiene derecho a apropiarse de
sus efectos personales. Tanto el pasaporte como la libreta, de los cuales estoy
provisto, implican para el obrero algo más que eso, de otra manera no tienen
ningún significado.” “Señor, le voy a hacer entregar quince centavos por
legua para que regrese usted a su región. Es todo lo que puedo hacer por usted.
Hasta ahí llegan mis atribuciones.” “Eso sería una limosna, señor
alcalde, y yo no quiero. Cuando llegara a mi región tendría que ir a ver al
jefe de mi comuna en las mismas condiciones en que me encuentro ahora, de manera
que mi regreso le habrá costado 18 francos al Estado y no habrá sido de
utilidad para nadie.” “Señor, eso no entra en mis atribuciones...” No
lograba sacarlo de ahí.
Sintiéndome
perdedor en el terreno legal, decidí intentar otro recurso. Me dije que tal vez
el hombre era mejor que el funcionario. Tenía aspecto plácido y aire de
cristiano, aunque sin pizca de mortificación; pero pensé que los bien
alimentados continuaban siendo los mejores. “Señor, proseguí, puesto que sus
atribuciones no le permiten satisfacer mi pedido, deme usted un consejo. Tal vez
pueda ayudar en otro lugar que no sea una imprenta, y ningún trabajo me
repugna. Usted conoce la localidad. ¿Qué me aconseja?” “Señor, que se
retire usted.”
Miré
al personaje de arriba abajo. La sangre del viejo Tournési me subía a la
cabeza. “Muy bien, señor alcalde, le dije apretando los dientes: le prometo a
usted que me acordaré de esta audiencia.” Salí del palacio municipal y
abandoné Tolón por la puerta de Italia. [...]
¿Qué
estaba haciendo yo [...] cuando reclamaba trabajo en nombre del orden y la
justicia, y que con la mejor buena voluntad del mundo y mis veintitrés años,
con mi instrucción clásica y mi oficio de tipógrafo, me descubría inútil
para todo, evitado por la sociedad, como un miembro inservible?
Interpretando el sentir popular, protestaba como protestó el pueblo en 1848 y
como protesta todos los días; protestaba contra ese régimen de absurdidad
inconcebible que entrega a los patrones el producto neto del trabajo del obrero
sin garantizar siquiera la continuidad de ese trabajo por el cual se enriquecen.[5]
Establecido por mi cuenta como productor y cambista, mi trabajo cotidiano y la
instrucción que había adquirido fortalecieron mi razón como para penetrar el
problema [de la repartición de bienes] un poco más de lo que lo había hecho
antes. Pero estos esfuerzos eran inútiles: las tinieblas se espesaban cada vez
más.
Todos
los días me decía, profundizando en el problema, que si de alguna manera los
productores se pusieran de acuerdo para vender sus productos y servicios a un
poco más de lo que cuestan y, por consiguiente, de lo que valen, habría menos
enriquecidos, sin duda, pero también habría menos quiebras; y, estando todo más
barato, habría menos indigencia. [...]
Ninguna
experiencia real [...] demuestra que las voluntades y los intereses no puedan
ser equilibrados de tal manera que la paz, una paz imperturbable, sea la
consecuencia, y la riqueza, un estado generalizado. Nada prueba que el vicio y
el crimen, de los que se dice son el principio de la miseria y del antagonismo,
no estén causados precisamente por esa miseria y ese antagonismo[...]. Todo el
problema se reduce a encontrar un principio de armonía de contrapeso, de
equilibrio,[6]
[...] un estado de igualdad social que no sea ni comunidad, ni despotismo, ni
reparticiones, ni anarquía, sino libertad dentro del orden e independencia en
la unidad.[7]
Debo (me decía a mí mismo) destruir, en un duelo a ultranza, tanto la
desigualdad como la propiedad.[8]
Mi
vida pública comienza en 1837, en plena corrupción felipista.
La
Academia de Besanzón debía entregar la pensión trienal que legaba Suard, el
secretario de la Academia Francesa, a los jóvenes del Franco Condado que no
disponían de medios para cursar la carrera de letras o de ciencias. Me inscribí
como candidato. [. . .]
Mi
socialismo recibió su bautismo de una compañía sabia; mi madrina fue una
academia y si bien la vocación que sentía desde hacía tanto tiempo tuvo
momentos de debilidad, el empuje que recibí entonces de mis honorables
compatriotas la confirmó plenamente.
Puse
de inmediato manos a la obra. No fui a buscar la luz en las escuelas socialistas
que subsistían en la época y que ya comenzaban a pasar de moda. Me alejaba
igualmente de los hombres de partido y de los periodistas, demasiado ocupados en
sus luchas cotidianas como para pensar en las consecuencias de sus propias
ideas. Tampoco empleé más tiempo en conocer o buscar sociedades secretas:**
me parecía que todo el mundo estaba tan alejado de las metas, que buscaba como
los eclécticos o los jesuitas.
Comencé
mi trabajo de conspiración solitaria con el estudio de los socialistas
antiguos, considerando que me era necesario para determinar las leyes teóricas
y prácticas del movimiento. Las primeras formas antiguas las encontré en la
Biblia. Dirigiéndome a cristianos, la Biblia debía ser para mí la primera
autoridad. Un estudio sobre la institución sabática considerada desde el punto
de vista de la moral, la higiene, las relaciones familiares y sociales me valió
una medalla de bronce de mí Academia. De la fe en la cual me habían educado me
precipitaba sin dudarlo a la razón pura, y ya recibía aplausos por haber
presentado a Moisés como filósofo y socialista, lo que me pareció bastante
singular y de buen augurio.[9]
[Sin
embargo,] el encargado de los informes de la Academia; el abad Doney, quien hoy
es obispo de Montauban, sostuvo en un informe largamente detallado que mis
puntos de vista sobre Moisés no coincidían en absoluto con los suyos y que, en
consecuencia, no podía premiar mi informe porque eso implicaría aceptar la
responsabilidad por una interpretación tendiente nada menos que a
desnaturalizar la tradición de la Iglesia
y el espíritu de una institución respetable.
Ante
esta observación del encargado de informes respondí que no me refería a las
intenciones de
Moisés sino a las necesidades de nuestra época; que la Academia, al someter a
concurso la observación del Domingo bajo los cuatro aspectos de la higiene
pública, la moral y las
relaciones familiares y sociales no
intentaba dar a conocer el estrecho sentido judaico del sabat sino el carácter
universal y práctico del domingo.
Fue
lo que me hizo decir en el prefacio:
“El
domingo, sabat cristiano hacia el cual el respeto parece haber disminuido,
revivirá en todo su esplendor cuando se haya conquistado la libertad de trabajo
con su bienestar consiguiente. La clase trabajadora estará interesada en
mantener esta institución para que jamás desaparezca. Todos celebrarán esta
fiesta aunque nadie acuda a la misa; entonces, el
pueblo comprenderá, por este ejemplo,
cómo una religión puede ser falsa aunque su contenido sea legítimo, etc.” Esto es lo que yo decía y la Iglesia [. .] no quería
escuchar. ¿Cuál era la base de esta divergencia? Era que la revolución
que yo evocaba en nombre de Moisés y a propósito de la ley del egoísmo tendía
hacia la Justicia, mientras que la Iglesia, sujeta a los sacramentos y a la letra, se
queda en la ley del amor, en la
caridad.
¿Cómo
podía tratar la cuestión de una forma lógica desde un punto de vista
diferente del que había adoptado sin dejar de atenerme al contenido del
Pentateuco? La enseñanza que debía proponerle a la burguesía contemporánea
era que, según Moisés, no está permitido golpear a un trabajador ni venderlo
como esclavo; que todo burgués tiene derecho de pernada sobre su mujer, y aun
sobre cualquier muchacha del pueblo, mientras pague; que el descanso dominical,
que fue establecido por caridad y para atenuar la servidumbre, no es obligatorio
para el patrón más que por respeto a sus obreros; que la propiedad tiene por
condición compensatoria espigar los campos, rastrillar los prados, la vendimia,
los préstamos de dinero sin
interés, etc.[10]
Pero si estudiaba era sobretodo por realizar cosas. No me interesaban las palmas
académicas; no tenía interés en convertirme en un sabio y menos aún en
literato o arqueólogo. Me interesé luego por la economía política.[11]
Hojeando
el catálogo de la biblioteca del instituto, me encontré con esta materia:
ECONOMÍA POLÍTICA. Hacía ochenta años justos que Quesnay había publicado su
Tableau y yo nunca había oído hablar
de él. “¿Quiénes son estas personas?”, me pregunté. Y comencé a leer.
La
lectura de los economistas me convenció rápidamente de dos cosas que para mí
son de
importancia capital:
La
primera es que durante la segunda mitad del siglo XVIII una ciencia había sido
estructurada y fundada prescindiendo de la tradición cristiana y de todo
supuesto religioso, y su objetivo era determinar, independientemente de las
costumbres establecidas, de las hipótesis legales, de los prejuicios y rutinas
que regían esta materia, las leyes naturales de la producción,
de la DISTRIBUCIÓN y del consumo de
la riqueza. Ciertamente, ése era mi problema.
La
otra cosa de la que quedaba también convencido era que en la economía política,
tal como la habían concebido sus fundadores y la enseñaban sus discípulos, la
noción de derecho no se tomaba en cuenta y sus autores se limitaban a exponer
los hechos prácticos como sucedían ante sus ojos, deduciendo las consecuencias
independientemente de que estuvieran de acuerdo o no con la Justicia. [...]
Por
todos lados se percibe una inmoralidad que se desarrolla proporcionalmente al
efecto económico obtenido, de manera que la sociedad parece basarse en esa
dualidad fatal e indisoluble: riqueza y miseria,
mejoramiento y depravación. Y como los economistas demuestran, por otra
parte, que allí donde se cometen injusticias, ya sea por esclavitud, por
despotismo, por falta de seguridades, etc., la producción es dañada, la
riqueza disminuye y reaparece la barbarie, se deduce que la economía política
y, por ende, la sociedad entera, está en contradicción consigo misma [...].
Ante
esta antinomia [...] ¿qué partido toma el mundillo ilustrado y oficial?
Unos,
discípulos devotos de Malthus, se manifiestan valientemente contra la Justicia.
Ante todo quieren la riqueza, cueste lo que cueste, de la cual esperan sacar una
buena tajada: hacen un buen negocio con la vida, la libertad y la inteligencia
de las masas. Con el pretexto de que ésa es una ley económica, de que así lo
quiere la fatalidad, sacrifican sin remordimientos la humanidad a Mammón. La
escuela economista se ha distinguido por esto en su lucha contra el
socialismo. Que su crimen la cubra de vergüenza ante la historia.
Los
otros retroceden espantados ante el movimiento económico, y se vuelven
angustiados hacia los tiempos de la simplicidad industrial, las hilanderías domésticas
y el horno rústico: se vuelven retrógrados.
Creo
ser el primero que, con plena comprensión del fenómeno, se atreve a sostener
que la Justicia y la economía deben compenetrarse sistemáticamente, y que la
primera debe servir de ley a la segunda, sin limitarse mutuamente o hacerse
vanas concesiones, lo que las llevaría a una mutilación recíproca y a no
avanzar absolutamente nada. De esta manera, en lugar de restringir el desarrollo
de esas fuerzas económicas que nos asesinan, habría que EQUILIBRARLAS
entre sí, de acuerdo con el poco conocido y menos comprendido principio de
que los contrarios deben equilibrarse en lugar de destruirse, precisamente
porque son contrarios.[12]
Todo
lo que sé lo debo a la desesperación. Puesto que la pobreza me impedía
adquirir algo, intenté un día crear una ciencia para mí solo con los jirones
recogidos durante mis cortos estudios[13]
Hay una ciencia de las cantidades que excluye todo disentimiento, que no permite
arbitrariedades, que rechaza toda utopía; una ciencia de los fenómenos físicos
que reposa en la observación de los hechos; una gramática y una poesía
fundadas en la esencia del lenguaje, etc. Debe existir también una ciencia de
la sociedad que sea absoluta, rigurosa, basada en la naturaleza del hombre y de
sus facultades y en su interrelación; ciencia que no hay que inventar
sino descubrir.[14]
Por
la instrucción y por el contacto con las ideas, el hombre llega a descubrir la
idea de ciencia, es decir, la idea de un sistema de conocimiento conforme a
la realidad de las cosas y deducido de la observación. Busca entonces la
ciencia o el sistema de los cuerpos simples, el sistema de los cuerpos
compuestos, el sistema del espíritu humano, el sistema del mundo: ¿por qué no
buscar entonces el sistema de la sociedad? Pero cuando llega a esa etapa
comprende que la verdad, o la ciencia política, es algo totalmente
independiente de la voluntad soberana, de la opinión de las mayorías y de las
creencias populares; que la voluntad de reyes, ministros, magistrados y pueblos
no significa nada ante la ciencia y no merece ninguna consideración. Simultáneamente
comprende que si bien el hombre es un ser sociable, la autoridad paterna caduca
el día en que, formado su raciocinio y acabada su educación, se transforma en
el asociado de su padre; que no tiene más jefe ni rey que la verdad demostrada;
que la política es una ciencia y no una patraña, y que la función del
legislador se reduce, en un último análisis, a la búsqueda sistemática de la
verdad.
Así
vemos que en una sociedad organizada, la autoridad del hombre sobre el hombre se
encuentra en relación inversamente proporcional al desarrollo intelectual al
que ha llegado dicha sociedad, y que la vigencia de esa autoridad puede ser
calculada basándose en la voluntad más o menos general de un gobierno
verdadero, es decir, de un gobierno que se rija por la ciencia. Y de la misma
manera en que el derecho de la fuerza y el derecho del engaño retroceden ante
la determinación cada vez más firme de la justicia y se doblegan ante la
legalidad, el gobierno de la voluntad cederá ante el de la razón y terminará
por desaparecer ante el socialismo científico. La propiedad y la realeza están
siendo demolidas desde el comienzo del mundo; y así como el hombre busca la
justicia en la igualdad, la sociedad busca el orden en la anarquía.[15]
Una
nueva ciencia, ¿comprenden ustedes? [...] con sus
axiomas, sus determinaciones, su método, sus
propias certezas [...]. Creo que es lo menos que podemos hacer por la
Revolución[16]
La introducción de lo científico en lo relativo a la moral, a la política y a
la economía es lo que imposibilitará el despotismo, el fanatismo y las fantasías
populares. Yo digo que esta idea representa el carácter de nuestro siglo y
asegura la gloria de las nuevas generaciones. Seré feliz si puedo mostrarme
digno de estas generaciones[17]
[Y]
quiera Dios que yo no me ponga [...] en el papel de descubridor y pretenda haber
INVENTADO UNA IDEA Veo, observo y escribo.
Puedo decir como el salmista: ¡Credidi,
propter quod locutus sum![18]
Se
ha dicho de Newton, para dar una idea de la grandeza de sus descubrimientos, que
reveló el abismo de la ignorancia humana.
[...] Nadie puede reivindicar, en el campo de las ciencias económicas, un
lugar igual al que la posteridad asigna a este gran hombre en la ciencia del
universo. Pero me atrevo a decir que tenemos aquí mucho más de lo que descubrió
Newton. La profundidad del cielo no se puede comparar con la profundidad de
nuestra inteligencia, dentro de la cual se mueven sistemas maravillosos.
Allí
se apremian, entrechocan y se equilibran fuerzas eternas; allí se develan los
misterios de la Providencia, y los secretos de la fatalidad se muestran sin
embozo. Es lo invisible vuelto visible, lo impalpable vuelto material, la idea
transformada en realidad, una realidad mil veces más maravillosa, más
grandiosa que las mayores y fantásticas utopías. Hasta el momento no podemos
ver, en esta simple fórmula, la unidad de esta gran maquinaria: la síntesis de
estos gigantescos engranajes donde se preparan el bienestar y la miseria de las
futuras generaciones, y que están obrando una nueva creación. Pero ya sabemos
que nada de lo que ocurre en la economía social tiene paralelo en la
naturaleza; estamos obligados, por hechos sin precedentes, a inventar
constantemente nuevos nombres, a crear un nuevo lenguaje. Es un mundo
trascendental, cuyos principios son superiores a los de la geometría y el álgebra,
cuya potencia no proviene de la atracción o de otras fuerzas físicas, pero que
se sirve de la geometría y del álgebra como elementos subalternos y utiliza
como material las mismas fuerzas de la naturaleza; un mundo finalmente liberado
de las categorías de tiempo, espacio, generación, vida y muerte, en el cual
todo parece a la vez eterno y accidental, simultáneo y sucesivo, limitado e
ilimitado, ponderable e imponderable. ¿Qué más puedo decir? ; ¡Es la creación
misma descubierta en plena acción!
Y
este mundo que se nos muestra como una fábula, que trastrueca nuestras formas
de juicio y desmiente nuestra razón; este mundo que nos envuelve, nos penetra,
nos agita, sin que podamos verlo más que con
los ojos del espíritu, tocarlo sólo a través de sus signos; este mundo
extraño no es otro que la sociedad, ¡somos
nosotros mismos!
¿Quién
puede advertir el monopolio y la competencia sino por sus efectos, es decir, sus
signos? ¿Quién puede tocar con la mano al crédito o a la propiedad? ¿Qué
son la fuerza colectiva, la división del trabajo y el valor? Y, sin embargo, ¿qué
hay más fuerte, más seguro, más inteligible, más real que todo esto? [...]
¿Y
cuales serían los moldes de estos conceptos de trabajo, de valor, de cambio, de
circulación, de consumo, de responsabilidad, de propiedad, de solidaridad, de
asociación, etc.? ¿Quién ha hecho los originales? ¿Qué es ese mundo mitad
material, mitad inteligible, mitad necesidad y mitad ficción? ¿Qué es esa
fuerza llamada trabajo, que nos arrastra con más ímpetu en la medida en que
nos creemos más libres? ¿Qué es esa vida colectiva que nos quema con su llama
inextinguible, causa de nuestras alegrías y nuestro tormento? Por el solo hecho
de vivir sin darme cuenta de ello, en la medida de nuestras facultades y según
la especialización de nuestro trabajo, somos resortes pensantes, ruedas
pensantes, engranajes pensantes, pesas pensantes, etc., de una inmensa máquina
que también piensa y que funciona por sí sola. La ciencia [...] tiene por
principio el acuerdo entre la razón y la experiencia; pero no ha creado a
ninguna de las dos. Y he aquí que se nos
aparece una ciencia en la cual nada se logra, el
priori, ni por la experiencia ni por la razón; una ciencia en la cual la
humanidad debe tomar todo de ella misma, nóumenos y fenómenos, lo universal y
las categorías, hechos e ideas; una ciencia, en fin, que en lugar de consistir
simplemente, como todas las otras ciencias, en una descripción razonada de la
realidad, es la creación en sí misma y la realidad de la razón!
De
esta manera, el autor de la razón económica es el hombre; el creador de la
materia económica es el hombre; el arquitecto del
sistema económico también es el
hombre. Después de haber producido la razón y la experiencia
sociales, la humanidad está construyendo una ciencia social de la misma
manera en que construyo las ciencias naturales; coordina la razón y la
experiencia que ha adquirido, y por el más increíble de los prodigios, cuando
todo se vuelve utópico, tanto en los principios como en los actos, llega a
reconocerse solamente a través de la exclusión de lo utópico.
El
socialismo tiene razones para impugnar a la economía política y decirle: “No
es usted más que una rutina y ni siquiera está en condiciones de comprenderse
a si misma.” La economía política tiene razones para decirle al socialismo:
“No es usted más que una utopía sin realidad ni aplicación posibles.”
Pero aunque ambos nieguen alternativamente el socialismo, la experiencia de la
humanidad, la economía política o la razón de la humanidad, ninguno de los
dos reúne las condiciones esenciales de la verdad humana.
La
ciencia social es la concordancia de la razón y la práctica sociales. Esta
ciencia, de la cual nuestros maestros no han visto más que vagos destellos, está
llamada a mostrarse en este siglo en todo su esplendor y armonía sublimes.
[...]
Pero
¿cuál es la condición para que una ciencia pueda existir?
La
de reconocer su campo de observación y sus
límites, determinar sus objetivos y organizar su método. [ ]
- El campo de observación de la filosofía es el yo. El campo de observación de la ciencia económica es la sociedad, es decir, también el yo. Para conocer la sociedad es preciso estudiar al hombre. El hombre y la sociedad se alternan como sujeto y objeto; el paralelismo y la identidad de ambas ciencias son absolutos.[19]
Usted será una de las luminarias de
este siglo
(Carta de Gustave Fallot a su amigo Proudhon)
Estimado
camarada, no pude dejar de entrever en su carta, a pesar de ese vuelo brillante
y bajo esa franca e ingenua chispa de alegría del Franco Condado, una sombra de
tristeza y de desaliento que me
aflige. No es usted feliz, amigo mío, y el trabajo que está realizando ahora
no le conviene: no es ésa una vida para alguien como usted, no es un trabajo
hecho para usted y está muy por debajo de su capacidad. [...] No es usted feliz
porque no se ha encaminado aún por la senda que su personalidad le señala.
Pues bien, ¡alma pusilánime!, ¿es ésa una razón para dejarse vencer? ¿Se
dejará usted arrebatar por la desesperación? ¡Luche, maldita sea! ¡Luche y
persevere si quiere alcanzar el triunfo! J. J. Rousseau anduvo luchando a
tientas hasta que cumplió cuarenta años antes de que su genialidad se revelara
ante él. Usted me dirá que no es J. J. Rousseau, pero escúcheme: cuando yo
tenía veinte años no estoy seguro de haber podido decir quién era el autor de
Emilio, ni aun suponiendo que hubiéramos
sido contemporáneos y que hubiera tenido el honor de conocerlo. Pero a usted lo
he conocido, lo he querido, lo he adivinado, por así decirlo. Por primera vez
en mi vida, voy a arriesgarme a predecir el futuro. No se deshaga de esta carta,
consérvela, reléala dentro de quince o veinte años, tal vez veinticinco, y si
en ese entonces la predicción que voy a hacerle no se ha cumplido, quémela
como si fuera la carta de un loco, aunque sólo sea por caridad o por respeto a
mi memoria. He aquí mi predicción: Proudhon, inevitablemente, a pesar suyo, y
porque ése es su destino, usted será un escritor, un autor, un filósofo;
usted será una de las luminarias de este siglo [...]. ¡Ése será su destino!
Por ahora, haga lo que usted quiera, componga tipografía, eduque niños, sumérjase
en retiros profundos, escóndase en pueblitos oscuros y apartados, todo esto no
cambiará nada; no podrá usted escapar de su destino, no podrá deshacerse de
la parte más noble de usted mismo, de esa inteligencia activa, fuerte e
inquieta de la cual está dotado; su función en está tierra ya está señalada y usted no podrá rehuirla. Venga como pueda, lo espero
en París, filosofando, platonizando; vendrá usted aún a pesar suyo. Por mi
parte, para que yo le diga esto, necesito estar muy seguro de ello para
atreverme a transmitírselo, ya que corro el riesgo,
sin ventaja alguna para mi talento adivinatorio en el cual no creo en
absoluto, se lo aseguro, de pasar por tonto si me equivoco; es mucho arriesgar
el jugarse la inteligencia al azar, cuando la única ganancia posible sería ese
mérito tan ligero y tan frágil de haber descubierto a un hombre joven. [Carta
del 5 de diciembre de 1831 citada por J. A. Langlois en su introducción a la Correspondance,
páginas XIV-XVI .]
Carta
de candidatura
El
31 de mayo de 1837, Pierre-Joseph Proudhon presentó su candidatura para la beca
Suard en la Academia de Besanzón. La carta, en la cual el tipógrafo de
veintiocho años exponía las razones por las cuales quería recomenzar sus
estudios, terminaba con este ambicioso programa y con una orgullosa reivindicación
de sus orígenes:
“Buscar
nuevos campos para la psicología y abrir nuevos caminos para la filosofía;
estudiar la naturaleza y el mecanismo de la mente humana allí donde son más
evidentes y comprensibles: la palabra; determinar, a partir del origen y los
procedimientos de un lenguaje, la fuente y la evolución de las creencias del
hombre, en pocas palabras, aplicar la metafísica y la moral a la gramática, y
desentrañar así el enigma que atormenta a los grandes sabios [ . . . ] es, señores,
la tarea que me impondré si ustedes me proveen de libros y de tiempo...
Especialmente de libros! Jamás me faltará el tiempo.
“Luego
de pasar por todas las vicisitudes de las ideas y por el largo parto de mi alma,
he debido terminar, he terminado por crearme un sistema completo y coherente de
creencias religiosas y filosóficas que puedo reducir en esta simple fórmula:
“Existe
una filosofía o religión primitiva que ha sido alterada desde antes de la
historia y de la cual todos los pueblos han conservado vestigios auténticos y
similares. La mayor parte de los dogmas del cristianismo no es otra cosa que la
expresión sumaria de un mismo número de proposiciones demostrables; y por el
estudio comparativo de los sistemas religiosos y el examen atento de la formación
de las lenguas, independientemente de toda otra revelación, podríamos
comprobar la realidad de las verdades que la fe católica nos impone
verdades inexplicables en sí mismas, pero accesibles al entendimiento. De este
principio podremos deducir, en una serie rigurosamente consecuente, una filosofía tradicional cuyo conjunto constituya una ciencia
exacta.
“
Éste es actualmente, señores, el compendio de mi profesión de fe. Nací y me
crié en el seno de la clase obrera, a la cual aún pertenezco*
de corazón y por mis afectos, pero sobre todo por compartir sus sufrimientos y
sus esperanzas. No lo duden, señores: mi más grande alegría sería, en el
caso de que obtuviera su aprobación, el poder trabajar sin descanso en aras de
la ciencia y la filosofía, con toda la energía de mi voluntad y toda la fuerza
de mi espíritu, por el mejoramiento moral e intelectual de aquellos a quienes
me honro en llamar hermanos y compañeros; el poder difundir entre ellos las
bases de una doctrina que yo defino como la ley del mundo moral y, en espera de
que fructifiquen mis esfuerzos, dirigidos por la prudencia de ustedes, el poder
considerarme, de alguna manera, representante de ellos ante ustedes.” [Cor.,
1, 31-33.]
Ni
propiedad ni comunismo
Hacia
sólo tres meses que estudiaba economía política cuando me di cuenta de dos
cosas: la primera, que existía una relación intima, aunque no entendía cuál,
entre la estructura del Estado y la propiedad; la segunda, que todo el edificio
económico y social se basaba en está última y que, sin embargo, su existencia
no estaba justificada ni por la economía política ni por el derecho natural. Non
datur dominium in œconomia me
dije, parafraseando el aforismo del antiguo físico sobre el vacío; la
propiedad no es un elemento económico, no es indispensable a la ciencia y no
hay nada que la justifique. ¿De dónde puede provenir? ¿Cuál es su
naturaleza? ¿Qué quiere de nosotros? Ése fue el tema de lo que llamé mi
primer Mémoire. Me daba cuenta de que era una materia extensa y que el tema
estaba aún lejos de agotarse.[20]
Los
hombres, iguales en la dignidad de su persona, iguales ante la ley, deben tener
igualdad de condiciones; ésa es
la tesis que propuse y desarrollé en [este] estudio, titulado: Qu’est-ce
que la propriéte? ou Recherches sur le principe du droit et du gouvernement.[21]
Considerando las revoluciones de
la humanidad, las vicisitudes de los imperios, las metamorfosis de la propiedad
y las innumerables formas de la justicia y del derecho (me preguntaba]: ¿acaso
los males que nos afligen son inherentes a nuestra condición humana, o
provienen solamente de un error? ¿Esta desigualdad de fortunas en la cual todo
el mundo ve la causa de los problemas de la sociedad entera es acaso, como
algunos afirman, un efecto de la naturaleza? ¿No habrá algún error de cálculo
en el reparto de los productos del trabajo y de la tierra? ¿Acaso cada
trabajador recibe lo que debe y nada
más que eso? En pocas palabras, en las actuales condiciones de trabajo, de
salario y de intercambio, ¿no resulta nadie perjudicado?, ¿están claras las
cuentas?, ¿el equilibrio social es justo?
Entonces
debí hacer el más exhaustivo de los inventarios: tuve que descifrar escrituras
informes, objetar títulos contradictorios, responder a observaciones capciosas,
negar pretensiones absurdas, denunciar deudas ficticias, transacciones
fraudulentas y afirmaciones de sentido equívoco; para triunfar sobre estos engaños
tuve que refutar la autoridad de las costumbres, someter a examen la razón
de los legisladores, combatir la ciencia con la ciencia misma y, una vez
terminadas todas estas operaciones, dictar una sentencia de arbitraje.
Entonces
declaré, con toda tranquilidad de conciencia, ante Dios
y ante los hombres, que
todas las causas de la desigualdad social se reducen a tres: I) la
apropiación gratuita de la fuerza colectiva de trabajo; 2) la desigualdad en
los intercambios; 3) los impuestos y las rentas.
Y
puesto que esta triple forma de apoderarse de bienes ajenos entra principalmente
en el dominio de la propiedad, negué la legitimidad de la propiedad y proclamé
su identidad con el robo.[22]
En
este lastimoso camino descubrí varios hechos interesantes [...]. Pero debo
decir que desde un principio reconocí que jamás habíamos comprendido nada del
sentido de esas palabras tan vulgares y tan sagradas justicia,
equidad, libertad; que sobre esos temas nuestras ideas no eran aún nada
claras, y que la ignorancia era la única causa de la miseria que nos devora y
de todas las calamidades que afligen a la especie humana.
Mi
espíritu se aterrorizó ante este extraño resultado: dudaba de mi razón. Me
decía: “¿Acaso has descubierto lo que ningún ojo ha visto, ningún oído ha
escuchado y ninguna inteligencia penetrado? ¡Tiembla, insensato, porque
confundes las visiones de tu cerebro enfermo con las verdades de la ciencia! ¿No
sabes acaso que los grandes filósofos han dicho que el error universal no puede
existir en la práctica de la moral?
Decidí
entonces revisar mis conclusiones y me impuse las siguientes condiciones ante
este nuevo trabajo ¿Es posible que la humanidad se haya equivocado durante
tanto tiempo y en forma universal en cuanto
a la aplicación de los principios de la moral? ¿Y si es un error universal,
por qué no puede repararse?
Estas
preguntas, cuyas respuestas darían la razón a mis observaciones, no
resistieron el análisis por mucho tiempo. [...] ¡Sí, todos los hombres creen
y repiten que no hay igualdad de derechos sin igualdad de
condiciones; que propiedad y robo son sinónimos que toda preeminencia social
obtenida o, mejor dicho, usurpada con el pretexto de la superioridad de dotes o
de servicios, es iniquidad y
bandidaje: yo digo que todos los hombres son testigos de esta verdad y que se
trata solamente de hacérsela comprender! [23]
Quien
quiera que trabaja se transforma en propietario: éste es un hecho que no puede
ser negado por los principios actuales de la economía política y del derecho.
Pero cuando digo propietario no me refiero solamente a su sueldo, salario o
jornal, como lo hacen nuestros economistas hipócritas; quiero decir propietario
del valor que ha creado y único dueño de los beneficios que por él se
obtengan. [...]
¿Qué
nos vienen a contar sobre los salarios? El dinero que ustedes pagan en jornales
a los trabajadores apenas alcanza para cubrir algunos años de la posesión
perpetua que ellos les entregan. El salario es apenas el gasto necesario para el
mantenimiento y la recuperación cotidiana de un trabajador; no es cierto que
sea el pago de una venta. El obrero no ha vendido nada: desconoce sus derechos,
el monto de lo que ha producido y el verdadero sentido del contrato que ustedes
pretenden haber firmado con él. Por parte de él, ignorancia completa; por la
de ustedes, errores y sorpresas, por no decir fraude. [.. ]
En
este siglo de moralidad burguesa en
el cual tuve la suerte de nacer, el sentido moral está tan
debilitado que no me sorprendería que algún honesto propietario me preguntara
qué es lo que encuentro en todo esto de injusto e ilegítimo. ¡Almas de barro!
¡Cadáveres galvanizados! ¿Cómo puedo esperar convencerlos si ese robo no les
parece manifiesto? Un hombre, valiéndose de palabras dulces e insinuantes,
encuentra el secreto por medio del cual puede hacer trabajar a los demás en su
propio provecho; luego, cuando se ha enriquecido por el esfuerzo común, rehuía
contribuir al bienestar de aquellos que hicieron su fortuna invocando
condiciones que él mismo ha impuesto: ¡y me preguntan ustedes qué es lo que
tiene de fraudulenta una conducta como ésta ¡Con el pretexto de que ha pagado
a sus obreros, de que no les debe nada, de que no puede ponerse al servicio de
los demás porque sus propias ocupaciones lo reclaman, rehusa, digo bien, ayudar
a los demás a que se hagan de una posición, aunque los demás lo hayan ayudado
a él. Y cuando, impotentes y aislados, estos trabajadores se ven obligados a
vender lo poco que tienen, ese propietario ingrato, ese bribón advenedizo, está
ya listo a apresurar su mina y a consumar su expoliación. ¡Y ustedes
encuentran que todo esto es justo! ¡Cuidado! Puedo ver en sus miradas
sorprendidas el reproche de la conciencia culpable y no la azorada ingenuidad de
una ignorancia involuntaria.
Se
dice que el capitalista ha pagado los jornales
de los obreros; pero para ser exactos debemos decir que el capitalista ha
pagado un jornal multiplicado por el número de obreros que empleó cada día,
lo cual no quiere decir lo mismo, ya que no
ha pagado por esa fuerza inmensa que resulta de la unión y armonía de los
trabajadores, de la convergencia y la simultaneidad de sus esfuerzos. Doscientos
granaderos levantaron sobre su base el obelisco de Luxor en sólo unas horas. ¿Acaso
un solo hombre lo hubiera logrado en doscientos días? Sin embargo, en las
cuentas del capitalista la suma de los salarios es la misma. Pues bien, cultivar
un campo desierto, construir una casa, explotar una fábrica, es como levantar
ese obelisco, es como cambiar
de lugar una montaña. La más pequeña fortuna, el establecimiento más
simple, la puesta en marcha de la industria más raquítica exigen una
diversidad tal de trabajos y habilidades que un hombre solo jamás podría
realizarlos. Es sorprendente que los economistas jamás lo hayan notado. Hagamos
entonces un balance de lo que el capitalista recibe y lo que paga.
El
trabajador necesita un salario para vivir mientras trabaja, ya que no puede
producir a menos que consuma. Quien dé trabajo a un hombre debe proveerlo de
alimento y manutención o bien de un salario equivalente. Ésta es la base de
toda la producción [. . .]
Es
necesario que el trabajador cuente con una garantía de subsistencia en el
futuro, además de su subsistencia actual, porque de lo contrario se secaría la
fuente de producción, agotándose su capacidad productiva. En otras palabras,
el trabajo futuro debe renacer constantemente del trabajo ya realizado. Ésa es
la ley universal de la reproducción. Por eso el agricultor propietario
encuentra: 1° En sus cosechas, no solo los medios de vida para él y su
familia, sino los de mantener y mejorar su capital y de criar su ganado, es
decir, de seguir trabajando y de reproducir siempre; 2° en la propiedad, un
medio de producción, la seguridad permanente de contar con un fondo de
explotación y de trabajo.
¿Cuál
es el fondo de explotación del que alquila sus servicios? El suponer que el
propietario tiene necesidad de él y la voluntad, que gratuitamente le supone,
de ocuparlo. De la misma forma en que antiguamente el plebeyo obtenía su tierra
de la caridad, por la simple voluntad del señor, y de las necesidades del patrón
y del propietario: esto es lo que se llama posesión precaria. Pero esa posesión
precaria es una injusticia, puesto que implica desigualdad en el mercado. El
salario del trabajador apenas le alcanza para cubrir lo que consume y no le
asegura trabajo en el futuro, mientras que el capitalista encuentra en el
producto del trabajador una garantía de independencia y de seguridad para el
futuro.
Así,
este fermento reproductor, este germen eterno
de vida, esta creación de capital y de instrumentos de producción es lo
que el capitalista debe al trabajador y que jamás le devuelve: ésta es la
apropiación fraudulenta que produce la indigencia del trabajador, el lujo del
ocioso y la desigualdad de condiciones. En esto consiste principalmente lo que
con acierto llamamos explotación del hombre por el hombre.
Hay
tres opciones: o bien el trabajador tiene participación en las ganancias de lo
que produce,
además de su salario; o su jefe le rinde un equivalente en servicios
productivos, o bien el jefe se compromete a darle trabajo de por vida. Reparto
de ganancias, reciprocidad de servicios o garantía de trabajo perpetuo: el
capitalista no debería poder escapar de estas opciones. Pero es evidente que no
puede cumplir ni con la segunda ni con la tercera de dichas condiciones. No
puede ponerse al servicio de esos miles de obreros que, directa o
indirectamente, le han procurado su establecimiento, ni puede tampoco
proporcionar trabajo a todos y para siempre. Queda entonces la participación en
la propiedad. Pero si la propiedad es repartida, todos estarán en igualdad de
condiciones; ya no existirán, entonces, los grandes capitalistas ni los grandes
terratenientes.
Divide
et impera: divide y reinarás;
divide y serás rico; divide y engañarás a los hombres, y confundirás su razón
y te burlarás de la justicia. Tomemos a los
trabajadores por separado y puede ocurrir que el jornal que cobran sea superior al valor del producto
individual; pero no se trata de eso. Una fuerza de mil hombres que trabaja
durante veinte días se paga igual que la fuerza de uno solo durante cincuenta y
cinco años; pero esta fuerza de mil ha hecho en veinte días lo que la fuerza
de uno solo no podría realizar aunque trabajara un millón de siglos: ¿es éste
un mercado equitativo? Una vez más: no; aunque hayan pagado por las fuerzas
individuales, no han pagado por la fuerza colectiva; por lo tanto, queda siempre
un derecho de propiedad colectiva que no se ha pagado y del cual se sirven
injustamente.[24]
Si
abolimos la propiedad, ¿que forma tomará la sociedad? ¿Acaso la de comunidad?*
Nadie
ha concebido jamás una sociedad que no sea la de la propiedad o la de la
comunidad. Este deplorable error es lo que causa la propiedad. Los
inconvenientes de la comunidad son tales que sus críticos no necesitan emplear
mucha elocuencia para que los hombres la rechacen. Lo irreparable de sus
injusticias, la violencia que ejerce sobré las simpatías y los rechazos, el
yugo de hierro que impone a la voluntad, la tortura moral a que somete la
conciencia, la monotonía en que sumerge a la sociedad y, para terminar, la
uniformidad beata y estúpida con la cual encadena a la personalidad libre,
activa, razonada e insumisa del hombre, han sublevado el sentido común en
general y provocado su irrevocable condena. [...]
Cosa
singular, la comunidad sistemática, siendo una
negación refleja de la propiedad, está concebida bajo la influencia
directa del prejuicio de la propiedad; y
es la propiedad lo que encontramos en
el fondo de todas las teorías de los
comunistas.
Es
cierto que los miembros de una sociedad comunitaria no tienen nada en propiedad,
pero la comunidad sí es propietaria, y no sólo de los bienes, sino de las
personas y las voluntades. Por este principio de voluntad soberana en toda
sociedad comunitaria el trabajo, que no debería ser para el hombre más que una
condición impuesta por la naturaleza, se transforma en un mandamiento humano, y
por ello repugnante: la obediencia pasiva, inconciliable con toda voluntad
reflexiva, se prescribe rigurosamente; no admite excepción alguna en la
fidelidad manifestada a reglamentos que son siempre defectuosos aunque parezcan
sensatos; la vida, el talento y todas las facultades del hombre son propiedad
del Estado, el cual, a su vez, tiene derecho a utilizarlos como mejor le plazca
en nombre del interés general; las sociedades particulares están rigurosamente
prohibidas a pesar de las simpatías o antipatías de dotes y de carácter,
porque el tolerarlas implicaría introducir pequeñas sociedades dentro de la
grande y, por consiguiente, propiedades; el fuerte debe hacer el trabajo del débil,
aunque éste debería ser un trabajo de beneficencia y no obligatorio,
aconsejable pero no por precepto; el diligente debe hacer el del perezoso por
injusto que esto sea; el inteligente, el del idiota, por absurdo que resulte: el
hombre, en fin, debe despojarse de su yo, de su espontaneidad, su genio, sus
afectos, para postrarse humildemente ante la majestad y la inflexibilidad de la
ley común.
La
comunidad es desigualdad, pero en sentido inverso al de la propiedad. La
propiedad es la explotación del débil por el fuerte; la comunidad es la
explotación del fuerte por el débil. En la propiedad, la desigualdad de
condiciones resulta de la fuerza, bajo cualquiera de los nombres con que se
disfrace: fuerza física o intelectual; o fuerza de los acontecimientos, azar,
suerte; fuerza de la propiedad
adquirida, etc. En la comunidad, la desigualdad consiste en glorificar la
mediocridad del talento y del trabajo, igualándolos con la fuerza bruta. Esta
ecuación injuriosa hace que la conciencia
se rebele y le niegue todo mérito, puesto que, si puede constituir
un deber para el fuerte ayudar al débil,
debe serlo por generosidad, y aquél jamás aceptará compararse con éste. Que
sean iguales en las condiciones de
trabajo y en salario, pero que jamás aparezcan celos que los hagan sospechar recíprocamente de infidelidad a la causa común.
La
comunidad es opresión y servilismo. El hombre se somete voluntariamente a la
ley del deber, a servir a su patria, a comprometerse con sus amigos, pero él
quiere trabajar en lo que quiera, cuando quiera y tanto como quiera; desea ser
dueño de su tiempo, obedecer solamente a la necesidad, elegir a sus amigos, sus
diversiones, sus disciplinas; obedecer razones y no órdenes, sacrificarse por
voluntad propia y no por obligación servil. La comunidad es esencialmente
contraria al libre ejercicio de nuestras facultades, a nuestras más nobles
tendencias, a nuestros sentimientos más íntimos: todo lo que podamos imaginar
para conciliar]a con las exigencias de la razón individual y de la voluntad no
sería más que cambiarle de
nombre y mantener un mismo orden de cosas, de manera que, si buscamos la verdad
de buena fe, debemos saber evitar las discusiones sobre simples palabras.
La
comunidad viola la autonomía de la conciencia y la igualdad: a la primera,
comprimiéndole la espontaneidad del espíritu y
del corazón, y el libre arbitrio en
la acción y el pensamiento; a la segunda, recompensando igualmente el trabajo y
la pereza, el talento y la estupidez, el vicio y la virtud. Si la propiedad no
sirve porque implica una voluntad general de acumular, la comunidad tampoco
porque pronto implicará una voluntad general de holgazanear.[25]
¿Cuál
es el principio fundamental de la sociedad antigua, ya sea burguesa o feudal, en
estado de revolución o de derecho divino? Es la autoridad,
ya sea que provenga del cielo o que la concibamos, como Rousseau, como
procedente de la colectividad nacional. Los comunistas lo hacen de la misma
manera. Remiten todo a la soberanía del pueblo y a los derechos de la
colectividad; su concepto de poder y de Estado es exactamente el mismo que el de
sus antiguos patrones [...]. Una democracia compacta,
fundada aparentemente en la dictadura de las masas, pero en la cual las masas no
tienen más poder que el indispensable para asegurar la servidumbre universal,
basada en las siguientes fórmulas y máximas, que a su vez proceden del antiguo
absolutismo: hegemonía del poder; centralización absorbente destrucción
sistemática de toda forma de pensamiento individual, corporativo o local, a los
que se califica de separatistas; inquisición policial; abolición o, por lo
menos, restricción de la familia y más aún de los derechos de herencia;
sufragio universal organizado de manera tal que pueda servir a perpetuidad a
esta tiranía anónima, dando preponderancia a personajes mediocre e incapaces,
quienes son siempre mayoría sobre los ciudadanos capaces y los espíritus
independientes, a su vez declarados sospechosos.[26]
El
lector debe comprender ahora cuál es la diferencia que existe entre posesión
y propiedad. Solamente a esta última
he calificado de robo. La propiedad es el mayor problema de la sociedad actual.
Hace ya unos veinticinco años que lo
estudio; pero, antes de dar mi última palabra acerca de esta institución,
quisiera resumir aquí las conclusiones de mis estudios anteriores.
En
1840, cuando publiqué [este] primer Mémoire
sur la Propriété, me cuide bien de diferenciarla de la posesión o del
simple derecho de uso. Cuando no existe el derecho de abuso, cuando la sociedad
no se lo reconoce a las personas, decía yo que no podía existir el derecho de
propiedad; existe simplemente el derecho de posesión. Y hoy sostengo aún lo
que decía en mi primer estudio: el propietario de algo ya sea tierra, una casa,
un instrumento de trabajo, materia prima o elaborada, o lo que sea puede ser una
persona o un grupo, un padre de familia o una nación: en cualquiera de estos
casos sólo puede ser propietario con una condición: la de que sea el amo
exclusivo, dominus; y que esta propiedad esté bajo su dominio, dominium.
Por
lo tanto, en 1840, me opuse directamente al derecho de propiedad. Todos los que
leyeron mi primer estudio saben que lo refutaba tanto para el individuo como
para el grupo, la nación o el ciudadano: lo cual excluía, de mi parte, toda
afirmación comunista o gubernista. Refuté el derecho de propiedad, que es el
de abusar de cualquier cosa, aun de aquellas a las que llamamos nuestras facultades. El hombre tiene tan poco derecho de
abusar de sus facultades como la sociedad
de abusar de su fuerza. “El señor Blanqui,*
decía yo en respuesta a la carta que este estimado economista me había
enviado, reconoce que hay en la propiedad una cantidad de execrables abusos; por
mi parte, yo llamo propiedad a la
totalidad de estos abusos. Tanto para él como para mí, la propiedad conforma
un polígono al que hay que limarle los ángulos; pero la diferencia es que el
señor Blanqui sostiene que la figura resultante será siempre un polígono (hipótesis
admitida por las matemáticas, aunque nunca haya sido comprobada) mientras que
yo defiendo que esta figura será un circulo. Dos personas honestas podrían
ponerse de acuerdo aún con menos puntos en común.” (Prefacio a la segunda
edición, 1841.)
Decía
yo en esa época que el hombre, como trabajador, tiene un innegable derecho
personal sobre lo que produce. Pero ¿en qué consiste ese producto en la forma
que le ha dado a la materia. En lo que se refiere a la materia, ésta no ha sido
creada por él. En cuanto a esta materia que él no ha creado y de la cual ha
tenido el derecho de apropiarse, es evidente que no lo ha hecho a título de
trabajador, sino a título de alguna otra cosa. [...]
Allí
donde la tierra no le falta a nadie, donde cada quien puede encontrar en forma
gratuita la extensión que necesita, admito la exclusividad del derecho del
primer ocupante; pero lo admito solamente a título provisorio. En el momento en
que esas condiciones cambian, admito solamente el reparto a partes iguales. De
otra manera aparece el abuso. Estoy de acuerdo en que el primero que la ha
trabajado tenga derecho a una indemnización. Pero no estoy de acuerdo en que el
hecho de haberla trabajado implique su apropiación. Y es importante hacer notar
que los propietarios tampoco lo están. ¿Acaso le reconocen a sus campesinos el
derecho de propiedad de las tierras que éstos han trabajado y mejorado? ...
Decía
yo en mi primer estudio que, si queremos hacer justicia, el reparto igualitario
de la tierra no debe existir sólo como punto de partida; es necesario, para que
no haya abuso, mantenerlo de generación en generación. Esto en cuanto a los
trabajadores de las industrias extractivas. En cuanto a los trabajadores de las
otras industrias, cuyos salarios deben ser iguales a los de aquéllos en la
medida en que haya igualdad de esfuerzos, deben tener el disfrute gratuito de la
materia que necesitan para sus
industrias aunque no sean ocupantes
de la tierra que la produce. Es necesario que, al pagar con su propio trabajo o,
si se prefiere, con sus productos, los productos de quienes
poseen la tierra, no paguen más que la forma dada a la materia; es
necesario que sólo el trabajo sea pagado por el trabajo y que la materia sea
gratuita. Si ocurre de otra manera, si los propietarios perciben una renta para
ellos, aparece el abuso. [...]
¿Qué
era lo que atacaba principalmente en 1840? Ese derecho de renta, inherente a la
propiedad, que le es tan íntimo que allí donde no existe el primero,
desaparece la segunda.[27]
Y
como consecuencia de mi análisis, al mismo tiempo que repudiaba la propiedad
que se acogía al derecho romano, al derecho francés, a la economía política
y a la historia, repudiaba en términos igualmente enérgicos la hipótesis
contraria: la comunidad. [...]
¿Cuál
fue mi forma de pensar a partir de ese momento? Fue que, siendo la propiedad un
concepto absolutista y una noción contradictoria, o, tal como decíamos junto
con Kant y Hegel, una antinomia, ésta
debía ser sintetizada en una fórmula
superior que, dando igual satisfacción al interés colectivo y a la iniciativa
individual, reuniera todas las ventajas de la propiedad y de la asociación sin
ninguno de sus inconvenientes. [...]
Así
quedaron las cosas durante varios años. Mantuve todos los puntos de vista de mi
crítica a pesar de los ataques de la derecha y de la izquierda que tuve que
soportar, y anuncié una nueva concepción de la propiedad con la misma
seguridad con que había negado la antigua, aunque no pudiera expresar en qué
consistía esta nueva idea. Mis esperanzas, en el fondo, no fueron vanas; [...]
pero la verdad que yo buscaba no podía encontrarse sin rectificar mi método.
Proseguía
en ese entonces, sin dejar que los ataques
que se sucedían en contra mía me confundieran, mis
estudios sobre los temas más difíciles de la economía política: el crédito,
la población, los impuestos, etc.,
hasta que en el invierno de 1854 me di cuenta de que la dialéctica de Hegel que
yo había [...] utilizado por así decirlo, con toda confianza, tenía una falla
en uno de sus puntos y servía más para confundir las ideas que para
aclararlas. Me di cuenta entonces de que, si bien la antinomia es una ley de la
naturaleza y de la inteligencia v un fenómeno del entendimiento así como todas
las nociones que le son relativas, nunca termina de resolverse; sigue siendo
eternamente lo que es: causa elemental de todo movimiento, principio de la vida
y la evolución por la misma contradicción de sus términos; solamente podemos equilibrarla,
ya sea por el contrapeso de sus contrarios o por la oposición a otras
antinomias. [...]
Desde
ese momento la propiedad, que al principio había entrevisto como en una especie
de penumbra, quedó completamente aclarada para mí; comprendí que, como me la
había presentado la crítica, con esa naturaleza absolutista, abusiva, rapaz,
libidinosa que siempre había escandalizado a los moralistas, de esa misma forma
debía ser llevada al sistema social, donde se transformaría.
Estas
explicaciones eran indispensables para hacer comprender que la negación teórica
de la propiedad era el primer paso hacia su confirmación y su desarrollo prácticos.
Si estudiamos la propiedad desde su
origen, descubrimos que es un principio negativo y antisocial, pero que se
transforma, por su generalización y con la ayuda de otras instituciones, en la
base y el engranaje de todo el sistema social. [...]
Por
formular esta crítica de la cual ahora cualquiera puede
reconocer su importancia, se me acusó de haber plagiado a Brissot. Estoy
seguro de que se dirá que, en cuanto a la parte teórica [...] no soy más que
el plagiario de un autor sin importancia desaparecido entre el polvo de las
bibliotecas hace doscientos o trescientos años. Tanto mejor si me encuentran
predecesores; esto me dará más confianza en mí mismo y más audacia. [...]
Otros
me acusaron de haber intentado alcanzar la celebridad por vía del escándalo en
1840, 1846 y 1848. ¿Qué respuesta se le puede dar a una inteligencia tuerta?
Fourier los hubiera tratado de simplistas, fanáticos de la unidad en la lógica,
la metafísica y la política, incapaces de comprender esta proposición tan
simple: que tanto el mundo moral como el físico están formados por una
pluralidad de elementos irreductibles y antagónicos cuya contradicción produce
la vida y el movimiento del universo.[28]
Adopté
como regla para mis deducciones que todo principio que resultara contradictorio
cuando fuese analizado hasta las últimas consecuencias debía ser considerado
falso, y negado; y que si este principio había dado lugar a la formación de
alguna institución, ésta también debería ser considerada falsa y utópica.
Basándome
en este criterio, elegí como sujeto de experimentación lo más antiguo, lo más
respetable, lo más universal y lo menos controvertido de lo que había
encontrado en la sociedad: la Propiedad. Ya sabemos lo que ocurrió. Luego de un
análisis largo, minucioso y especialmente imparcial llegué, como a través de
ecuaciones algebraicas, a esta sorprendente conclusión: ¡la idea de propiedad
es contradictoria desde cualquier punto de vista, aunque la relacionemos a
cualquier principio. Y puesto que la negación de la propiedad implica la negación
de la autoridad, deduje inmediatamente de mi definición este corolario que no
es menos paradójico: la verdadera forma de gobierno es la anarquía.
Finalmente, después de descubrir, como por una demostración matemática, que
ninguna mejora en la economía de la sociedad era posible por la sola potencia
de su constitución primitiva y sin el concurso y la voluntad reflexivos de
todos; reconociendo así que había un momento en la vida de las sociedades en
el cual el progreso, en un principio irracional, exigía la intervención de la
razón libre del hombre, llegué a la conclusión de que esa fuerza de impulso
espontánea que llamamos Providencia no es la causa de todo lo que ocurre en
este mundo: a partir de este momento, y sin ser lo que tan poco filosóficamente
se llama un ateo, dejé de adorar a Dios. A propósito de esto, en Le
Constitutionnel me decían un día que él no necesitaba de mi adoración. Puede
ser.
¿Acaso
mi torpeza en el manejo del instrumental dialéctico se debía a alguna ilusión
producida por éste mismo recurso que fuera inherente a su constitución o tal
vez la conclusión a la que había llegado era solamente la primera etapa de una
fórmula que no podía completar a causa del estado insuficiente de desarrollo
de la sociedad y, por tanto, de mis estudios? No lo sabía en ese momento y
tampoco me ocupé en verificarlo.
Pensé
que mi trabajo era lo suficientemente interesante para merecer la atención del
público y despertar inquietudes académicas. Envié mis apuntes a la Academia
de Ciencias Morales y Políticas: la favorable acogida que tuvieron y los
elogios que el señor Blanqui, el encargado de los informes, dirigió a su
autor, me hicieron pensar que la Academia, sin responsabilizarse por mi teoría,
estaba satisfecha de mi trabajo, y continué con mis investigaciones.
Las
observaciones del señor Blanqui no hacían ninguna referencia a la contradicción
que yo señalaba referente al principio de la propiedad: contradicción que
consiste principalmente en que, por un lado, la apropiación de algo, ya sea por
el trabajo o por cualquier otro medio, conduce natural, necesariamente, dado el
estado de imperfección económica en que la sociedad se encuentra, a la
institución del arrendamiento, de la renta y del interés [...]; mientras que,
por otra parte, el arrendamiento, la renta y el interés, o sea el precio del préstamo,
son incompatibles con las leyes de la circulación y tienden constantemente a
aniquiIarse. Sin llegar al fondo de la controversia, el sabio economista se
limitaba a oponer a mis razonamientos una objeción que habría sido decisiva si
hubiera tenido bases: “En lo concerniente a la propiedad, decía el señor
Blanqui, la práctica desmiente estrepitosamente a la teoría. Esta comprobado,
de hecho, que si bien la propiedad es ilegítima ante la razón filosófica, se
encuentra en constante progreso en la razón social. De manera que o bien la lógica
es insuficiente e ilusoria, cosa que los filósofos confiesan que ha ocurrido más
de una vez, o bien la razón social está equivocada, lo cual es inadmisible.”
Éstas no son las palabras textuales del señor Blanqui, pero expresan el
sentido que les dio.
Establecí
en un segundo apunte que los hechos habían sido malinterpretados por el señor
Blanqui; que la verdad era precisamente lo contrario de lo que él había creído
ver; que la propiedad que el consideraba en estado de progreso se hallaba por el
contrario en decadencia, o mejor dicho, en metamorfosis, al igual que la religión
del poder, y en general como todas aquellas ideas que, lo mismo que la
propiedad, presentaban un aspecto positivo y otro negativo. Las vemos en un
sentido mientras que ya están existiendo en otro: para representárnoslas
claramente debemos cambiar de posición, dar vuelta a la lente, por así
decirlo. Y para completar mi exposición, expliqué las razones económicas de
este fenómeno. En ese terreno sabia que llevaba ventaja: los economistas,
cuando se trata de ciencia, creen tan poco en la propiedad como en el gobierno.
En
un tercer apunte que dirigí al señor Considérant volví a exponer, con cierta
vehemencia, mis conclusiones; e insistí en que, en interés del orden y de la
seguridad de los propietarios, debería reformarse lo mas pronto posible la enseñanza
de la economía política y del derecho. La dialéctica me transportaba. Cierto
fanatismo, tan particular a los lógicos,
se había apoderado de mi cerebro y había convertido mi apunte en un panfleto.
El ministerio público de Besanzón se creyó en el deber de castigarme por este
folleto y fui llevado ante la audiencia provincial del departamento de Doubs,
bajo la cuádruple acusación de ataque a la propiedad, incitación al desprecio
del gobierno, ultraje a la religión y ofensa a las costumbres. Hice lo que pude
para explicar al jurado de que manera, en el estado actual de la circulación
mercantil, el valor de uso y el valor de cambio son dos cantidades
inconmensurables y en perpetua oposición —de hecho la propiedad es ilógica e
inestable—, y que ésa es la razón por la cual los trabajadores son cada vez
más pobres y los propietarios menos ricos. El jurado no pareció comprender
gran cosa de mi exposición: declaró que se trataba de un asunto científico y,
por lo tanto, fuera de su competencia, y rindió en mi favor un veredicto de
absolución. [...]
Sin
embargo, la crítica no debe ser solamente demoledora, también debe afirmar y
reconstruir. De otra manera, el socialismo sería solamente un objeto curioso,
alarmante para la burguesía y sin ninguna utilidad para el pueblo. Esto me lo
repetía todos los días: no necesitaba para ello de las advertencias de los
utopistas ni de las de los conservadores.
El
método que había servido para destruir se volvía impotente para edificar. El
procedimiento por el cual el espíritu afirma no es lo mismo con el que niega:
necesitábamos salir de la contradicción para poder construir y crear un método
de invención revolucionaria, una filosofía que ya no fuera negativa sino, para
utilizar el término del señor Auguste Comte, positiva.
Solamente la sociedad, el ser colectivo, puede seguir su instinto y
abandonarse a su libre arbitrio sin caer en un error absoluto e inmediato; la
razón superior que está en ella, y que se libera poco a poco por las
manifestaciones de la multitud y la reflexión de los individuos, la devuelve
siempre al camino correcto. Pero el filósofo es incapaz de descubrir la verdad
por intuición y si se propone dirigir la sociedad, corre el riesgo de confundir
sus propios puntos de vista, siempre defectuosos, con las leyes eternas del
orden y de empujar a la sociedad hacia un abismo.
Hace
falta una guía: ¿no puede ser la ley del desarrollo, la lógica inminente a la
humanidad misma? Sosteniendo en una mano mis ideas y en la otra el hilo de la
historia pensaba que debía penetrar los pensamientos íntimos de la sociedad;
me transformaba en profeta sin dejar de ser filósofo.
Con
el titulo de Création de l’ordre dans l´humanité, comencé una nueva serie
de estudios, los mas abstrusos a los que pueda dedicarse una inteligencia
humana, pero que, dada la situación en la que me encontraba, me eran
absolutamente indispensables. La obra que publiqué entonces, aunque tenga muy
pocas cosas por las que deba retractarme, no me satisface: y, aunque hubo una
segunda edición, me parece que fue poco apreciada por el público, tal vez
justamente. Este libro, verdadera maquina infernal que debía contener todos los
instrumentos de creación y de destrucción, esta mal realizado y muy por debajo de lo que hubiera podido producir si
me hubiera tomado el tiempo de seleccionar y ordenar el material. Pero, como ya
lo he dicho, no buscaba la gloria; como todo el mundo en aquellos tiempos,
estaba apurado en terminar. La necesidad de reformas se había transformado para
mi en una causa de guerra, y los conquistadores no esperan. A pesar de su
originalidad, mi trabajo es menos que mediocre: ¡que esto me sirva de castigo!
De
cualquier manera, por defectuoso que pueda parecer ahora, me sirvió entonces
para llegar a mi objetivo. Lo importante era ponerme de acuerdo conmigo mismo:
así como la Contradicción me había servido para demoler, la serie debía
servirme para edificar. Mi formación intelectual estaba completa. La
Création de lórdre estaba apenas terminada cuando, al aplicar entonces el método
creador, comprendí que para entender las revoluciones de la sociedad lo primero
que se debía hacer era construir una Serie completa de sus antinomias, el Systéme
de ses contradictions. [...]
En
mis primeros apuntes atacaba de frente el orden establecido, diciendo: ¡La
propiedad es un robo! Se trataba entonces de protestar, de hacer resaltar, por así decirlo, la nulidad de nuestras instituciones.
No tenía entonces que ocuparme mas que en
eso. También en el apunte en que demostraba matemáticamente esta
sorprendente proposición, me cuide bien de objetar toda conclusión comunista.
En
Système des
contradictions économiques, después de haber recordado y confirmado mi
primera definición, agregue una que le es contraria, fundada en otras
consideraciones, que no podía ni destruir la primera argumentación ni ser
destruida por ella: La propiedad es la libertad. La propiedad es un robo, la propiedad es
la libertad: estas dos proposiciones están igualmente demostradas y subsisten
una junto a la otra en Systéme des
contradictions. De la misma forma trabajé con cada una de las categorías
económicas, la división del trabajo, la
competencia, el Estado, el crédito,
la comunidad, etc.,
demostrando de que manera cada una de esas
ideas, y en consecuencia cada una de las instituciones que en ellas se
originan, tiene un lado positivo y uno negativo; cómo dan lugar a una serie de
resultados paralelos y diametralmente opuestos, y siempre llegue a la conclusión
de que se necesita llegar a un acuerdo, a una conciliación o a una síntesis.
La propiedad era presentada, junto con los otros elementos económicos, con su
razón de ser
y de no
ser, es decir, como elemento ambivalente dentro del sistema económico y
social.
Así
presentado, esto parecía un sofisma, algo contradictorio, cargado de equívocos
y de mala fe.
Intentaré hacerlo mas inteligible recurriendo de nuevo al ejemplo de la
propiedad.
La
propiedad, considerada dentro del conjunto de las instituciones sociales, tiene,
por decirlo así, dos cuentas abiertas: una es la de los bienes que procura y
que son consecuencia directa de su esencia; la otra es la de los inconvenientes
que produce, de los gastos que implica y que resultan, al igual que esos bienes, también
producto directo de su naturaleza.
Lo
mismo es válido para la competencia, el monopolio, el Estado, etc.
Tanto
en la propiedad como en todos los elementos económicos, lo malo o el abuso es
inseparable de lo bueno, tal como en la contabilidad el debe
es inseparable del haber, por
partida doble. El uno engendra al otro necesariamente. Suprimir los abusos de la
propiedad sería destruirla, tal como suprimir un
artículo del débito de una cuenta implicaría destruir el crédito. Lo único
que podemos hacer para evitar los abusos e inconvenientes de la propiedad es
fusionarla, sintetizarla, organizarla o equilibrarla con un elemento contrario;
que sea a éste lo que el acreedor es al deudor, el accionista al comanditario,
etc., de forma tal que sin que los dos principios se alteren o se destruyan
mutuamente, las ventajas de uno compensen
las desventajas del otro, como ocurre en un balance cuando las partes se han
comparado recíprocamente y se obtiene un resultado final que es todo perdida o
todo ganancia.
La
solución al problema de la miseria consistiría entonces en
llevar a una expresión más alta la ciencia de la
contabilidad, en hacer las escrituras de la sociedad, en establecer el activo y el pasivo de cada
institución, de manera que las divisiones del gran libro social no fueran ya las de la contabilidad común: capital,
caja, mercancía, pedidos y entregas, etc.; sino las divisiones de la
filosofía, la legislación y la política: competencia
y monopolio, propiedad y comunidad, ciudadano y Estado, hombre y Dios, etc.
Finalmente, para terminar con mi comparación, hay que tener esas escrituras al
día, es decir, determinar con exactitud los derechos y los deberes para
poder verificar en todo momento el orden o el desorden y realizar un balance.
Dedique
dos volúmenes a explicar los principios de esta contabilidad que podríamos
llamar trascendente; he recurrido cien veces [...] a estas ideas elementales que
son comunes a la contabilidad y a la metafísica. Los economistas rutinarios se
rieron en mis narices; los ideólogos políticos me invitaron cortésmente a
dedicarme a escribir para el pueblo. En cuanto a aquellos que veían peligrar
sus intereses, me trataron con mayor encono. Los comunistas no me perdonaron
haber criticado la comunidad, como si una nación fuese un pólipo gigantesco y
el derecho individual no pudiera existir frente al derecho social. Los
propietarios desearon mi muerte por haber dicho que la propiedad, por sí sola y
en sí misma, es un robo; como si la propiedad no dependiera de la circulación
de los productos para crear su valor (la renta), y no dependiera asimismo de la
fuerza colectiva y de la solidaridad del trabajo, que le son superiores. Los políticos,
cualquiera que sea su bandera, sienten una repugnancia invencible por la anarquía, a la que confunden con el desorden; como si la democracia
no fuera otra cosa que la distribución de la autoridad, como si el verdadero
sentido de la palabra democracia no fuera el de la destitución de todo
gobierno.
El
Systeme des contradictions économiques o LIBRO
MAYOR de las costumbres e instituciones poco
importan las divisiones en cuadros, su recuento o sus categorías es el
verdadero sistema de la sociedad, no en
la forma en que se ha desarrollado históricamente y en las generaciones
sucesivas, sino por lo que aquélla tiene de necesario y de eterno [...]. Para
la sociedad, la teoría de las antinomias es a la vez la representación y la
base de todo movimiento. Las costumbres y las instituciones pueden variar de un
pueblo a otro, tal como los oficios y las técnicas varían de un siglo a otro o
en distintas ciudades, pero las Leyes que rigen su evolución son tan
inflexibles como el álgebra. Dondequiera que haya hombres agrupados por el
trabajo; dondequiera que la idea de valor comercial haya echado raíces;
ahí donde la diversificación de las industrias produzca la circulación de
valores y de productos; ahí, si se quieren evitar las perturbaciones, el déficit,
la bancarrota de la sociedad ante si misma, la miseria y el proletariado; las
fuerzas antinómicas de la sociedad, inherentes a todo tipo de actividad
colectiva, así como a toda razón individual, deben ser mantenidas en un
equilibrio continuo, y el antagonismo —perpetuamente reproducido por la
oposición fundamentalmente la sociedad y el individuo— deberá siempre
conducirse a una síntesis. [...]
Había
publicado en 1846 la parte antinómica de
este sistema; trabajaba en su síntesis cuando estalló
la Revolución de febrero.[29]
•
Apuntes Autobiográficos, Textos
escogidos y ordenados por Bernard Voyenne, Fondo de Cultura Económica, México,
1987. pp. 50-98. Con omisiones
[1]“Lettre
de candidature à la pension Suard”, 31 de mayo de 1837, Cor., I, 25-27
[2]Justice,
III, 103-104
[3] Ibid.,
II, 407-409
[4]“Lettre
de candidature a la pensión Suard”, 31 de mayo de 1837, Cor., I, 27-29
[5]Justice,
III, 104-108
[6]
Ibid., II, 6.
[7]Cél. dim.,
61.
[8]Al
señor Ackermann, del 12 de febrero de 1840, Cor.,
I, 185.
**
Sin embargo, se afilió como aprendiz francmasón a la logia de Besanzón,
llamada "Sinceridad, Unidad Perfecta y Amistad", en la cual uno te
sus primos, un ex cura, tenia el
grado de venerable. La ceremonia tuvo lugar el 8 de enero de 1847, y en ella
el postulante se comportó, según lo dice el mismo, en forma un tanto
provocadora. Podemos encontrar el relato de esta ceremonia en la sexta parte
de Justice (III, 63-65). En los años
siguientes, Proudhon parece no haber tenido mas que contactos esporádicos
con la masonería y no conquistó ningún grado, aunque nunca negó haber
pertenecido a ella.
[9]Confessions,
172-173.
[10]Justice,
III, 46.
[11]Confessions,
173.
[12]
Justice, II, 58-60.
[13]Création,
128 (carta donde dedica el capitulo III a su amigo Bergmann).
[14] Cél dim., 89
[15] Premier Mém.
338-339.
[16]AI
señor Charles Edmond, del 10 de enero de 1852, Cor., v, 185.
[17]Al
señor Larramat, del 25 de junio de 1856, Cor.,
VII,
[18] Idée générale,
179.
[19] Contr. écon., II, 388-393.
*
Proudhon había agregado en está parte "hoy y para siempre", y más
adelante, en lugar de mencionar solamente "el mejoramiento moral e
intelectual" escribió "hasta la liberación total". Fue su
antiguo maestro, el señor Pérennes, miembro de la Academia quien le
aconsejó que moderase sus expresiones. (Cf.
Cor;., 1, 52.)
[20]
7'h. propr., edición de Lacroix,
p. 200.
[21] Deuxieme Mém., 22.
[22]Ibid., 125-126.
[23] Premier Mém., 134-135.
[24] Ibid., 212-217
*
Proudhon, como todos sus contemporáneos, emplea tanto el termino
"comunidad" como el de 'comunismo para designar los regímenes de
propiedad colectiva. Pero utiliza sobre todo el segundo para referirse a
quienes proponen también la propiedad en común de las mujeres, como en su
celebre apóstrofe de Contradictions
économiques (II, 277): "!Vade
retro, comunistas, su presencia es maloliente, y verlos me asquea!"
[25]
Ibid., 318-327
[26]
Capacité, 115.
*
Se trata de Adolphe Blanqui, profesor de economía política en el
Conservatorio de Artes y Oficios, y hermano mayor de Louis Auguste, a quien
llamaban el Encerrado.
[27] Th. propr., op. cit., pp. 15-20.
[28] Ibid., pp.
204-213.
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1647 - Investigaciones socioambientales, educativas y humanísticas para el medio rural Por: Miguel Ángel Sámano Rentería y Ramón Rivera Espinosa. (Coordinadores) Este libro es producto del trabajo desarrollado por un grupo interdisciplinario de investigadores integrantes del Instituto de Investigaciones Socioambientales, Educativas y Humanísticas para el Medio Rural (IISEHMER). Libro gratis |
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