Pierre Joseph Proudhon

Introducir la Ciencia en la Moral

Por consejo de un amigo de mi padre, ingresé como alumno externo becado en el colegio de Besanzón. Pero ¿qué podía hacer este ahorro de 120 francos por una familia para la que vivir y vestir habían sido siempre un problema? Me faltaban constantemente los libros más necesarios; hice todos mis estudios de latín sin tener un diccionario; después de traducir de memoria todo lo que podía, dejaba en blanco las palabras desconocidas para llenar los espacios vacíos en la puerta del colegio. Fui castigado cien veces por haber olvidado mis libros: era porque no los tenía. Todos mis días de asueto los dedicaba al trabajo del campo o de la casa para ahorrar así un jornal de mano de obra; en vacaciones, iba yo mismo a buscar al bosque la provisión de madera para el taller de mi padre, tonelero de profesión. ¿Qué estudios pude haber hecho con un método semejante? [...]

Hice mis estudios de humanidades mientras mi familia estaba en la miseria y yo pasaba por todos los disgustos por los que puede pasar un joven sensible y con el mas irritable amor propio. Además de las enfermedades y del mal estado de sus negocios, mi padre enfrentaba un juicio que lo llevaría a la ruina. El mismo día en que se dictaba la sentencia yo iba a ser laureado con el grado de excelencia. Llegué muy triste a esta solemnidad donde todo parecía sonreírme; padres y madres besaban a sus hijos laureados y aplaudían sus triunfos, mientras mi familia estaba en el tribunal esperando la sentencia.

Siempre recordaré que el rector me preguntó si quería que fuera algún pariente o amigo quien me coronara:

—No tengo a nadie conmigo, señor rector le respondí.

—Pues bien me contesto, yo mismo lo coronaré y le daré el abrazo.

Nunca [...] me sentí tan sobrecogido. Encontré a mi familia consternada y a mi madre llorando: el juicio estaba perdido. Esa noche todos cenamos pan y agua.


   Alcancé a llegar hasta retórica: ése fue mi último año de colegio. Me vi obligado entonces a mantenerme a mí mismo. “Ya deberías conocer tu oficio, me dijo mi padre; a los dieciocho años yo ya me ganaba el pan y no había hecho un aprendizaje tan largo como el tuyo.” Concedí que tenía razón y entré a trabajar en una imprenta.[1]Recuerdo aún ese delicioso día en que mi caja tipográfica se convirtió en el instrumento de mi libertad. No tienen ustedes idea de la inmensa voluptuosidad que se apodera del corazón de un hombre de veinte años cuando se dice a sí mismo: “¡Tengo una posición! Puedo ir a donde yo quiera; no necesito de nadie!” [...] Honor, amistad, amor, bienestar, independencia, soberanía, todo eso le promete el trabajo al obrero, le garantiza todo; solamente la existencia de privilegios desmiente esa promesa. Pasé dos años haciendo esta vida incomparable en Francia y en el extranjero. Por amor a ella, rechacé más de una vez la literatura, cuya puerta me abrían algunos amigos, prefiriendo el ejercicio del oficio. ¿Por qué este sueño de juventud no pudo durar más tiempo? No fue exactamente por vocación literaria [...] que me transformé en escritor.[2] Como corrector de imprenta, ¿que podía hacer entre las horas de trabajo? La jornada era de diez horas. A veces tenía que leer en ese lapso las primeras pruebas de obras de teología y devoción, ocho fojas en dozavo: trabajo excesivo al cual debo mi miopía. Envenenado por un aire malsano, los miasmas del metal y las emanaciones humanas; descorazonado por esta lectura insípida, me apresuraba a irme fuera de la ciudad para sacudirme esa infección. [...] Caminando por el campo huía de esa oficina eclesiástica que se tragaba mi juventud. Para buscar el aire más puro recorría los altos montes que rodean el valle de Doubs contemplando a veces el espectáculo de alguna tormenta. Acurrucado en alguna cueva podía ver cara a cara a Júpiter fulgurante, coelo tonantem, sin desafiarlo y sin temerle. No estaba allí por ser sabio ni artista. [...] Lo que yo sentía en mi contemplación era algo muy distinto. Me decía que el relámpago y el trueno, el viento, las nubes y la lluvia formaban aún parte de mí... Las mujeres de Besanzón tienen la costumbre de persignarse cuando escampa. Yo pensaba que el origen de esta piadosa costumbre provenía del mismo sentimiento que yo experimentaba, a saber, que toda crisis en la naturaleza es un reflejo de lo que ocurre en el alma del hombre. [...] Desde entonces, me vi obligado a civilizarme. Pero debo confesar que lo poco que logré en esto me da asco. Encuentro que en esta pretendida civilización saturada de hipocresía, la vida no tiene color ni sabor y las pasiones carecen de energía y de franqueza; la imaginación es estrecha y los estilos son o rebuscados o chatos. Odio esas casas de más de un piso en las cuales, al revés de la jerarquía social, los pequeños son amontonados en lo alto y los grandes se establecen cerca del suelo; detesto por igual las cárceles, las iglesias, los seminarios, los conventos, los cuarteles, los hospitales, los asilos y las casas cuna. Todo esto me desmoraliza. Y cuando recuerdo que la palabra pagano, paganus, significa campesino; que el paganismo, el ser campesino, es decir, el culto a las divinidades del campo, el panteísmo rural, ha sido vencido y aplastado por su rival; cuando pienso que el cristianismo ha condenado a la naturaleza al igual que a la humanidad, me pregunto si la Iglesia, al tomar el partido contrario al de esas religiones caídas no ha terminado por tomar el partido contrario al sentido común y a las buenas costumbres.[3]

Esperaba que mi oficio de corrector me permitiera continuar mis estudios, interrumpidos en el momento en que exigieron mayores esfuerzos y nuevas actividades. Pasaron por mis manos las obras de Bossuet, de Bergier, etc.; aprendí las leyes del razonamiento y del estilo con estos grandes maestros. [...]

Pero las conmociones políticas y mi propia miseria me alejaron de estas meditaciones solitarias para zambullirme en el torbellino de la vida activa. Tuve que abandonar mi ciudad y mi región y recorrer Francia buscando, de imprenta en imprenta, algunas líneas para componer, algunas pruebas que corregir. Un día vendí mis premios de colegio, que eran la única biblioteca que alguna vez había tenido. Mi madre lloró; a mí me quedaban los extractos manuscritos de mis lecturas. Estos extractos, que no se podían vender, me acompañaron y me consolaron por donde iba. Recorrí así parte de Francia, expuesto a veces a quedarme sin trabajo y sin pan por atreverme a decirle la verdad en la cara a algún patrón que, por toda respuesta, me despedía brutalmente. [...]

La vida de un hombre no es nunca tan sufrida y desamparada como para que no encuentre, a veces, algún consuelo. Había hallado un amigo en un joven a quien la fortuna atormentaba igual que a mí, con sus contradicciones morales y con el aguijón de la pobreza. Se llamaba Gustave Fallot. Estaba en el fondo de un taller cuando recibí una carta invitándome a abandonarlo todo y a unirme a él... “Es usted infeliz, me decía, y la vida que está llevando no le conviene. Proudhon, somos hermanos: mientras me quede algo de pan y una pieza los compartiré con usted. Venga, y venceremos o pereceremos juntos.” [...] se había presentado [...] como candidato a la beca Suard. Sin decirme nada, se proponía transferirme la beca, en caso de que la ganara, reservándose para él solamente la gloria del título [...] “Si obtengo el nombramiento en el mes de agosto, me decía sin más explicaciones, nuestra carrera comenzará en el mes de agosto.” Acudí a su llamado solamente para verlo atrapado por el cólera, gastando en mí sus últimos recursos, llegando a las puertas de la muerte sin que me fuera posible continuar con mis cuidados. La falta de dinero no nos permitía permanecer juntos; debimos separarnos y lo abracé por última vez.[4] Fue en 1832, en la época de la primera epidemia de cólera [...] Yo había dejado la capital, donde no pude emplearme en ninguna de sus noventa imprentas. La revolución de Julio había acabado con la librería eclesiástica, que era la que daba la mayor parte del trabajo a la tipografía, y el poder no tenía la intención de remplazarla por una librería filosófica y social [...].

Como viese que en París había tantas grandes miserias como grandes fortunas, decidí volver a mi provincia. Después de algunas semanas de trabajo en Lyon y luego en Marsella, siempre escaso de labor, me dirigí a Tolón, adonde llegué con tres francos y cincuenta centavos, mis últimos recursos. Nunca estuve tan alegre ni tan confiado como en esa época crítica. Aún no había aprendido a calcular el debe y el haber de la vida; era joven. En Tolón no había trabajo: llegué demasiado tarde, lo perdí por veinticuatro horas. Tuve entonces una idea, verdadera inspiración de la época: mientras en París los obreros sin trabajo atacaban al gobierno, yo, por mi parte, me decidí a emplazar a la autoridad.

Fui al palacio municipal y pedí una entrevista con el alcalde. Una vez en su despacho le presenté mi pasaporte: “He aquí, señor, le dije, un papel que me ha costado dos francos y que, además de información sobre mi persona facilitada por el comisario de policía de mi barrio y corroborada por dos testigos conocidos, me asegura, y así lo ordena a las autoridades civiles y militares, asistirme en caso de necesidad. Debe usted saber, señor alcalde, que soy cajista de imprenta, que desde que salí de París busco trabajo sin encontrarlo, y que ya he gastado mis ahorros. El robo es castigado, la mendicidad está prohibida. Me queda sólo el trabajo, cuya garantía me parece ser el objeto de este pasaporte. En consecuencia, señor alcalde, vengo a ponerme a su disposición.”

Yo era del parecer de aquellos que un poco más tarde adoptaron la divisa: ¡Vivir trabajando o morir combatiendo!, quienes en 1848 acordaron un plazo de tres meses de miseria a la República, y quienes en junio escribieron sobre su bandera: ¡pan o plomo! Hoy confieso que estaba equivocado: espero que mi ejemplo les sirva a mis semejantes.

La persona a quien yo me dirigía era un hombre pequeño, redondo, regordete, satisfecho, de anteojos con armazón de oro, que seguramente no se esperaba esta intimación. Tomé nota de su nombre porque me gusta saber algo de quienes me simpatizan. Era un tal señor Guieu, apodado Tripette o Tripatte, antiguo procurador judicial, hombre nuevo descubierto por la Monarquía de Julio y que, aunque rico, no rechazaba una beca para los estudios de sus hijos. Debe haberme tomado por un fugitivo de la insurrección que acababa de sacudir a París [...]. “Señor, me dijo incorporándose sobre su sillón, su reclamación es insólita e interpreta usted mal su pasaporte. Esto significa que si es usted atacado o robado, las autoridades asumirán su defensa: eso es todo.” “Perdone usted, señor alcalde, pero la ley francesa protege a todo el mundo, aun a los culpables que reprime. Un gendarme no tiene derecho a golpear al asesino que captura, salvo en caso de legítima defensa. Si un hombre es puesto en prisión, el director no tiene derecho a apropiarse de sus efectos personales. Tanto el pasaporte como la libreta, de los cuales estoy provisto, implican para el obrero algo más que eso, de otra manera no tienen ningún significado.” “Señor, le voy a hacer entregar quince centavos por legua para que regrese usted a su región. Es todo lo que puedo hacer por usted. Hasta ahí llegan mis atribuciones.” “Eso sería una limosna, señor alcalde, y yo no quiero. Cuando llegara a mi región tendría que ir a ver al jefe de mi comuna en las mismas condiciones en que me encuentro ahora, de manera que mi regreso le habrá costado 18 francos al Estado y no habrá sido de utilidad para nadie.” “Señor, eso no entra en mis atribuciones...” No lograba sacarlo de ahí.

Sintiéndome perdedor en el terreno legal, decidí intentar otro recurso. Me dije que tal vez el hombre era mejor que el funcionario. Tenía aspecto plácido y aire de cristiano, aunque sin pizca de mortificación; pero pensé que los bien alimentados continuaban siendo los mejores. “Señor, proseguí, puesto que sus atribuciones no le permiten satisfacer mi pedido, deme usted un consejo. Tal vez pueda ayudar en otro lugar que no sea una imprenta, y ningún trabajo me repugna. Usted conoce la localidad. ¿Qué me aconseja?” “Señor, que se retire usted.”

Miré al personaje de arriba abajo. La sangre del viejo Tournési me subía a la cabeza. “Muy bien, señor alcalde, le dije apretando los dientes: le prometo a usted que me acordaré de esta audiencia.” Salí del palacio municipal y abandoné Tolón por la puerta de Italia. [...]

¿Qué estaba haciendo yo [...] cuando reclamaba trabajo en nombre del orden y la justicia, y que con la mejor buena voluntad del mundo y mis veintitrés años, con mi instrucción clásica y mi oficio de tipógrafo, me descubría inútil para todo, evitado por la sociedad, como un miembro inservible? Interpretando el sentir popular, protestaba como protestó el pueblo en 1848 y como protesta todos los días; protestaba contra ese régimen de absurdidad inconcebible que entrega a los patrones el producto neto del trabajo del obrero sin garantizar siquiera la continuidad de ese trabajo por el cual se enriquecen.[5] Establecido por mi cuenta como productor y cambista, mi trabajo cotidiano y la instrucción que había adquirido fortalecieron mi razón como para penetrar el problema [de la repartición de bienes] un poco más de lo que lo había hecho antes. Pero estos esfuerzos eran inútiles: las tinieblas se espesaban cada vez más.

Todos los días me decía, profundizando en el problema, que si de alguna manera los productores se pusieran de acuerdo para vender sus productos y servicios a un poco más de lo que cuestan y, por consiguiente, de lo que valen, habría menos enriquecidos, sin duda, pero también habría menos quiebras; y, estando todo más barato, habría menos indigencia. [...]

Ninguna experiencia real [...] demuestra que las voluntades y los intereses no puedan ser equilibrados de tal manera que la paz, una paz imperturbable, sea la consecuencia, y la riqueza, un estado generalizado. Nada prueba que el vicio y el crimen, de los que se dice son el principio de la miseria y del antagonismo, no estén causados precisamente por esa miseria y ese antagonismo[...]. Todo el problema se reduce a encontrar un principio de armonía de contrapeso, de equilibrio,[6] [...] un estado de igualdad social que no sea ni comunidad, ni despotismo, ni reparticiones, ni anarquía, sino libertad dentro del orden e independencia en la unidad.[7] Debo (me decía a mí mismo) destruir, en un duelo a ultranza, tanto la desigualdad como la propiedad.[8]

Mi vida pública comienza en 1837, en plena corrupción felipista.

La Academia de Besanzón debía entregar la pensión trienal que legaba Suard, el secretario de la Academia Francesa, a los jóvenes del Franco Condado que no disponían de medios para cursar la carrera de letras o de ciencias. Me inscribí como candidato. [. . .]

Mi socialismo recibió su bautismo de una compañía sabia; mi madrina fue una academia y si bien la vocación que sentía desde hacía tanto tiempo tuvo momentos de debilidad, el empuje que recibí entonces de mis honorables compatriotas la confirmó plenamente.

Puse de inmediato manos a la obra. No fui a buscar la luz en las escuelas socialistas que subsistían en la época y que ya comenzaban a pasar de moda. Me alejaba igualmente de los hombres de partido y de los periodistas, demasiado ocupados en sus luchas cotidianas como para pensar en las consecuencias de sus propias ideas. Tampoco empleé más tiempo en conocer o buscar sociedades secretas:** me parecía que todo el mundo estaba tan alejado de las metas, que buscaba como los eclécticos o los jesuitas.

Comencé mi trabajo de conspiración solitaria con el estudio de los socialistas antiguos, considerando que me era necesario para determinar las leyes teóricas y prácticas del movimiento. Las primeras formas antiguas las encontré en la Biblia. Dirigiéndome a cristianos, la Biblia debía ser para mí la primera autoridad. Un estudio sobre la institución sabática considerada desde el punto de vista de la moral, la higiene, las relaciones familiares y sociales me valió una medalla de bronce de mí Academia. De la fe en la cual me habían educado me precipitaba sin dudarlo a la razón pura, y ya recibía aplausos por haber presentado a Moisés como filósofo y socialista, lo que me pareció bastante singular y de buen augurio.[9]

[Sin embargo,] el encargado de los informes de la Academia; el abad Doney, quien hoy es obispo de Montauban, sostuvo en un informe largamente detallado que mis puntos de vista sobre Moisés no coincidían en absoluto con los suyos y que, en consecuencia, no podía premiar mi informe porque eso implicaría aceptar la responsabilidad por una interpretación tendiente nada menos que a desnaturalizar la tradición de la Iglesia y el espíritu de una institución respetable.

Ante esta observación del encargado de informes respondí que no me refería a las intenciones de
Moisés sino a las necesidades de nuestra época; que la Academia, al someter a concurso la observación del Domingo bajo los cuatro aspectos de la higiene pública, la moral y las relaciones familiares y sociales no intentaba dar a conocer el estrecho sentido judaico del sabat sino el carácter universal y práctico del domingo.

Fue lo que me hizo decir en el prefacio:

“El domingo, sabat cristiano hacia el cual el respeto parece haber disminuido, revivirá en todo su esplendor cuando se haya conquistado la libertad de trabajo con su bienestar consiguiente. La clase trabajadora estará interesada en mantener esta institución para que jamás desaparezca. Todos celebrarán esta fiesta aunque nadie acuda a la misa; entonces, el pueblo comprenderá, por este ejemplo, cómo una religión puede ser falsa aunque su contenido sea legítimo, etc.” Esto es lo que yo decía y la Iglesia [. .] no quería escuchar. ¿Cuál era la base de esta divergencia? Era que la revolución que yo evocaba en nombre de Moisés y a propósito de la ley del egoísmo tendía hacia la Justicia, mientras que la Iglesia, sujeta a los sacramentos y a la letra, se queda en la ley del amor, en la caridad.

¿Cómo podía tratar la cuestión de una forma lógica desde un punto de vista diferente del que había adoptado sin dejar de atenerme al contenido del Pentateuco? La enseñanza que debía proponerle a la burguesía contemporánea era que, según Moisés, no está permitido golpear a un trabajador ni venderlo como esclavo; que todo burgués tiene derecho de pernada sobre su mujer, y aun sobre cualquier muchacha del pueblo, mientras pague; que el descanso dominical, que fue establecido por caridad y para atenuar la servidumbre, no es obligatorio para el patrón más que por respeto a sus obreros; que la propiedad tiene por condición compensatoria espigar los campos, rastrillar los prados, la vendimia, los préstamos de dinero sin interés, etc.[10] Pero si estudiaba era sobretodo por realizar cosas. No me interesaban las palmas académicas; no tenía interés en convertirme en un sabio y menos aún en literato o arqueólogo. Me interesé luego por la economía política.[11]

Hojeando el catálogo de la biblioteca del instituto, me encontré con esta materia: ECONOMÍA POLÍTICA. Hacía ochenta años justos que Quesnay había publicado su Tableau y yo nunca había oído hablar de él. “¿Quiénes son estas personas?”, me pregunté. Y comencé a leer.

La lectura de los economistas me convenció rápidamente de dos cosas que para mí son de
importancia capital:

La primera es que durante la segunda mitad del siglo XVIII una ciencia había sido estructurada y fundada prescindiendo de la tradición cristiana y de todo supuesto religioso, y su objetivo era determinar, independientemente de las costumbres establecidas, de las hipótesis legales, de los prejuicios y rutinas que regían esta materia, las leyes naturales de la producción, de la DISTRIBUCIÓN y del consumo de la riqueza. Ciertamente, ése era mi problema.

La otra cosa de la que quedaba también convencido era que en la economía política, tal como la habían concebido sus fundadores y la enseñaban sus discípulos, la noción de derecho no se tomaba en cuenta y sus autores se limitaban a exponer los hechos prácticos como sucedían ante sus ojos, deduciendo las consecuencias independientemente de que estuvieran de acuerdo o no con la Justicia. [...]

Por todos lados se percibe una inmoralidad que se desarrolla proporcionalmente al efecto económico obtenido, de manera que la sociedad parece basarse en esa dualidad fatal e indisoluble: riqueza y miseria, mejoramiento y depravación. Y como los economistas demuestran, por otra parte, que allí donde se cometen injusticias, ya sea por esclavitud, por despotismo, por falta de seguridades, etc., la producción es dañada, la riqueza disminuye y reaparece la barbarie, se deduce que la economía política y, por ende, la sociedad entera, está en contradicción consigo misma [...].

Ante esta antinomia [...] ¿qué partido toma el mundillo ilustrado y oficial?

Unos, discípulos devotos de Malthus, se manifiestan valientemente contra la Justicia. Ante todo quieren la riqueza, cueste lo que cueste, de la cual esperan sacar una buena tajada: hacen un buen negocio con la vida, la libertad y la inteligencia de las masas. Con el pretexto de que ésa es una ley económica, de que así lo quiere la fatalidad, sacrifican sin remordimientos la humanidad a Mammón. La escuela economista se ha distinguido por esto en su lucha contra el socialismo. Que su crimen la cubra de vergüenza ante la historia.

Los otros retroceden espantados ante el movimiento económico, y se vuelven angustiados hacia los tiempos de la simplicidad industrial, las hilanderías domésticas y el horno rústico: se vuelven retrógrados.

Creo ser el primero que, con plena comprensión del fenómeno, se atreve a sostener que la Justicia y la economía deben compenetrarse sistemáticamente, y que la primera debe servir de ley a la segunda, sin limitarse mutuamente o hacerse vanas concesiones, lo que las llevaría a una mutilación recíproca y a no avanzar absolutamente nada. De esta manera, en lugar de restringir el desarrollo de esas fuerzas económicas que nos asesinan, habría que EQUILIBRARLAS entre sí, de acuerdo con el poco conocido y menos comprendido principio de que los contrarios deben equilibrarse en lugar de destruirse, precisamente porque son contrarios.[12]

Todo lo que sé lo debo a la desesperación. Puesto que la pobreza me impedía adquirir algo, intenté un día crear una ciencia para mí solo con los jirones recogidos durante mis cortos estudios[13] Hay una ciencia de las cantidades que excluye todo disentimiento, que no permite arbitrariedades, que rechaza toda utopía; una ciencia de los fenómenos físicos que reposa en la observación de los hechos; una gramática y una poesía fundadas en la esencia del lenguaje, etc. Debe existir también una ciencia de la sociedad que sea absoluta, rigurosa, basada en la naturaleza del hombre y de sus facultades y en su interrelación; ciencia que no hay que inventar sino descubrir.[14]

Por la instrucción y por el contacto con las ideas, el hombre llega a descubrir la idea de ciencia, es decir, la idea de un sistema de conocimiento conforme a la realidad de las cosas y deducido de la observación. Busca entonces la ciencia o el sistema de los cuerpos simples, el sistema de los cuerpos compuestos, el sistema del espíritu humano, el sistema del mundo: ¿por qué no buscar entonces el sistema de la sociedad? Pero cuando llega a esa etapa comprende que la verdad, o la ciencia política, es algo totalmente independiente de la voluntad soberana, de la opinión de las mayorías y de las creencias populares; que la voluntad de reyes, ministros, magistrados y pueblos no significa nada ante la ciencia y no merece ninguna consideración. Simultáneamente comprende que si bien el hombre es un ser sociable, la autoridad paterna caduca el día en que, formado su raciocinio y acabada su educación, se transforma en el asociado de su padre; que no tiene más jefe ni rey que la verdad demostrada; que la política es una ciencia y no una patraña, y que la función del legislador se reduce, en un último análisis, a la búsqueda sistemática de la verdad.

Así vemos que en una sociedad organizada, la autoridad del hombre sobre el hombre se encuentra en relación inversamente proporcional al desarrollo intelectual al que ha llegado dicha sociedad, y que la vigencia de esa autoridad puede ser calculada basándose en la voluntad más o menos general de un gobierno verdadero, es decir, de un gobierno que se rija por la ciencia. Y de la misma manera en que el derecho de la fuerza y el derecho del engaño retroceden ante la determinación cada vez más firme de la justicia y se doblegan ante la legalidad, el gobierno de la voluntad cederá ante el de la razón y terminará por desaparecer ante el socialismo científico. La propiedad y la realeza están siendo demolidas desde el comienzo del mundo; y así como el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad busca el orden en la anarquía.[15]

Una nueva ciencia, ¿comprenden ustedes? [...] con sus axiomas, sus determinaciones, su método, sus propias certezas [...]. Creo que es lo menos que podemos hacer por la Revolución[16] La introducción de lo científico en lo relativo a la moral, a la política y a la economía es lo que imposibilitará el despotismo, el fanatismo y las fantasías populares. Yo digo que esta idea representa el carácter de nuestro siglo y asegura la gloria de las nuevas generaciones. Seré feliz si puedo mostrarme digno de estas generaciones[17]

[Y] quiera Dios que yo no me ponga [...] en el papel de descubridor y pretenda haber INVENTADO UNA IDEA  Veo, observo y escribo. Puedo decir como el salmista: ¡Credidi, propter quod locutus sum![18] 

Se ha dicho de Newton, para dar una idea de la grandeza de sus descubrimientos, que reveló el abismo de la ignorancia humana. [...] Nadie puede reivindicar, en el campo de las ciencias económicas, un lugar igual al que la posteridad asigna a este gran hombre en la ciencia del universo. Pero me atrevo a decir que tenemos aquí mucho más de lo que descubrió Newton. La profundidad del cielo no se puede comparar con la profundidad de nuestra inteligencia, dentro de la cual se mueven sistemas maravillosos.

Allí se apremian, entrechocan y se equilibran fuerzas eternas; allí se develan los misterios de la Providencia, y los secretos de la fatalidad se muestran sin embozo. Es lo invisible vuelto visible, lo impalpable vuelto material, la idea transformada en realidad, una realidad mil veces más maravillosa, más grandiosa que las mayores y fantásticas utopías. Hasta el momento no podemos ver, en esta simple fórmula, la unidad de esta gran maquinaria: la síntesis de estos gigantescos engranajes donde se preparan el bienestar y la miseria de las futuras generaciones, y que están obrando una nueva creación. Pero ya sabemos que nada de lo que ocurre en la economía social tiene paralelo en la naturaleza; estamos obligados, por hechos sin precedentes, a inventar constantemente nuevos nombres, a crear un nuevo lenguaje. Es un mundo trascendental, cuyos principios son superiores a los de la geometría y el álgebra, cuya potencia no proviene de la atracción o de otras fuerzas físicas, pero que se sirve de la geometría y del álgebra como elementos subalternos y utiliza como material las mismas fuerzas de la naturaleza; un mundo finalmente liberado de las categorías de tiempo, espacio, generación, vida y muerte, en el cual todo parece a la vez eterno y accidental, simultáneo y sucesivo, limitado e ilimitado, ponderable e imponderable. ¿Qué más puedo decir? ; ¡Es la creación misma descubierta en plena acción!

Y este mundo que se nos muestra como una fábula, que trastrueca nuestras formas de juicio y desmiente nuestra razón; este mundo que nos envuelve, nos penetra, nos agita, sin que podamos verlo más que con los ojos del espíritu, tocarlo sólo a través de sus signos; este mundo extraño no es otro que la sociedad, ¡somos nosotros mismos!

¿Quién puede advertir el monopolio y la competencia sino por sus efectos, es decir, sus signos? ¿Quién puede tocar con la mano al crédito o a la propiedad? ¿Qué son la fuerza colectiva, la división del trabajo y el valor? Y, sin embargo, ¿qué hay más fuerte, más seguro, más inteligible, más real que todo esto? [...]

¿Y cuales serían los moldes de estos conceptos de trabajo, de valor, de cambio, de circulación, de consumo, de responsabilidad, de propiedad, de solidaridad, de asociación, etc.? ¿Quién ha hecho los originales? ¿Qué es ese mundo mitad material, mitad inteligible, mitad necesidad y mitad ficción? ¿Qué es esa fuerza llamada trabajo, que nos arrastra con más ímpetu en la medida en que nos creemos más libres? ¿Qué es esa vida colectiva que nos quema con su llama inextinguible, causa de nuestras alegrías y nuestro tormento? Por el solo hecho de vivir sin darme cuenta de ello, en la medida de nuestras facultades y según la especialización de nuestro trabajo, somos resortes pensantes, ruedas pensantes, engranajes pensantes, pesas pensantes, etc., de una inmensa máquina que también piensa y que funciona por sí sola. La ciencia [...] tiene por principio el acuerdo entre la razón y la experiencia; pero no ha creado a ninguna de las dos. Y he aquí que se nos aparece una ciencia en la cual nada se logra, el priori, ni por la experiencia ni por la razón; una ciencia en la cual la humanidad debe tomar todo de ella misma, nóumenos y fenómenos, lo universal y las categorías, hechos e ideas; una ciencia, en fin, que en lugar de consistir simplemente, como todas las otras ciencias, en una descripción razonada de la realidad, es la creación en sí misma y la realidad de la razón!

De esta manera, el autor de la razón económica es el hombre; el creador de la materia económica es el hombre; el arquitecto del sistema económico también es el hombre. Después de haber producido la razón y la experiencia sociales, la humanidad está construyendo una ciencia social de la misma manera en que construyo las ciencias naturales; coordina la razón y la experiencia que ha adquirido, y por el más increíble de los prodigios, cuando todo se vuelve utópico, tanto en los principios como en los actos, llega a reconocerse solamente a través de la exclusión de lo utópico.

El socialismo tiene razones para impugnar a la economía política y decirle: “No es usted más que una rutina y ni siquiera está en condiciones de comprenderse a si misma.” La economía política tiene razones para decirle al socialismo: “No es usted más que una utopía sin realidad ni aplicación posibles.” Pero aunque ambos nieguen alternativamente el socialismo, la experiencia de la humanidad, la economía política o la razón de la humanidad, ninguno de los dos reúne las condiciones esenciales de la verdad humana.

La ciencia social es la concordancia de la razón y la práctica sociales. Esta ciencia, de la cual nuestros maestros no han visto más que vagos destellos, está llamada a mostrarse en este siglo en todo su esplendor y armonía sublimes. [...]

Pero ¿cuál es la condición para que una ciencia pueda existir?

La de reconocer su campo de observación y sus límites, determinar sus objetivos y organizar su método. [ ]

- El campo de observación de la filosofía es el yo. El campo de observación de la ciencia económica es la sociedad, es decir, también el yo. Para conocer la sociedad es preciso estudiar al hombre. El hombre y la sociedad se alternan como sujeto y objeto; el paralelismo y la identidad de ambas ciencias son absolutos.[19]

Usted será una de las luminarias de este siglo

(Carta de Gustave Fallot a su amigo Proudhon)

Estimado camarada, no pude dejar de entrever en su carta, a pesar de ese vuelo brillante y bajo esa franca e ingenua chispa de alegría del Franco Condado, una sombra de tristeza y de desaliento que me aflige. No es usted feliz, amigo mío, y el trabajo que está realizando ahora no le conviene: no es ésa una vida para alguien como usted, no es un trabajo hecho para usted y está muy por debajo de su capacidad. [...] No es usted feliz porque no se ha encaminado aún por la senda que su personalidad le señala. Pues bien, ¡alma pusilánime!, ¿es ésa una razón para dejarse vencer? ¿Se dejará usted arrebatar por la desesperación? ¡Luche, maldita sea! ¡Luche y persevere si quiere alcanzar el triunfo! J. J. Rousseau anduvo luchando a tientas hasta que cumplió cuarenta años antes de que su genialidad se revelara ante él. Usted me dirá que no es J. J. Rousseau, pero escúcheme: cuando yo tenía veinte años no estoy seguro de haber podido decir quién era el autor de Emilio, ni aun suponiendo que hubiéramos sido contemporáneos y que hubiera tenido el honor de conocerlo. Pero a usted lo he conocido, lo he querido, lo he adivinado, por así decirlo. Por primera vez en mi vida, voy a arriesgarme a predecir el futuro. No se deshaga de esta carta, consérvela, reléala dentro de quince o veinte años, tal vez veinticinco, y si en ese entonces la predicción que voy a hacerle no se ha cumplido, quémela como si fuera la carta de un loco, aunque sólo sea por caridad o por respeto a mi memoria. He aquí mi predicción: Proudhon, inevitablemente, a pesar suyo, y porque ése es su destino, usted será un escritor, un autor, un filósofo; usted será una de las luminarias de este siglo [...]. ¡Ése será su destino! Por ahora, haga lo que usted quiera, componga tipografía, eduque niños, sumérjase en retiros profundos, escóndase en pueblitos oscuros y apartados, todo esto no cambiará nada; no podrá usted escapar de su destino, no podrá deshacerse de la parte más noble de usted mismo, de esa inteligencia activa, fuerte e inquieta de la cual está dotado; su función en está tierra ya está señalada y usted no podrá rehuirla. Venga como pueda, lo espero en París, filosofando, platonizando; vendrá usted aún a pesar suyo. Por mi parte, para que yo le diga esto, necesito estar muy seguro de ello para atreverme a transmitírselo, ya que corro el riesgo, sin ventaja alguna para mi talento adivinatorio en el cual no creo en absoluto, se lo aseguro, de pasar por tonto si me equivoco; es mucho arriesgar el jugarse la inteligencia al azar, cuando la única ganancia posible sería ese mérito tan ligero y tan frágil de haber descubierto a un hombre joven. [Carta del 5 de diciembre de 1831 citada por J. A. Langlois en su introducción a la Correspondance, páginas XIV-XVI .]  

Carta de candidatura

El 31 de mayo de 1837, Pierre-Joseph Proudhon presentó su candidatura para la beca Suard en la Academia de Besanzón. La carta, en la cual el tipógrafo de veintiocho años exponía las razones por las cuales quería recomenzar sus estudios, terminaba con este ambicioso programa y con una orgullosa reivindicación de sus orígenes:

“Buscar nuevos campos para la psicología y abrir nuevos caminos para la filosofía; estudiar la naturaleza y el mecanismo de la mente humana allí donde son más evidentes y comprensibles: la palabra; determinar, a partir del origen y los procedimientos de un lenguaje, la fuente y la evolución de las creencias del hombre, en pocas palabras, aplicar la metafísica y la moral a la gramática, y desentrañar así el enigma que atormenta a los grandes sabios [ . . . ] es, señores, la tarea que me impondré si ustedes me proveen de libros y de tiempo... Especialmente de libros! Jamás me faltará el tiempo.

“Luego de pasar por todas las vicisitudes de las ideas y por el largo parto de mi alma, he debido terminar, he terminado por crearme un sistema completo y coherente de creencias religiosas y filosóficas que puedo reducir en esta simple fórmula:

“Existe una filosofía o religión primitiva que ha sido alterada desde antes de la historia y de la cual todos los pueblos han conservado vestigios auténticos y similares. La mayor parte de los dogmas del cristianismo no es otra cosa que la expresión sumaria de un mismo número de proposiciones demostrables; y por el estudio comparativo de los sistemas religiosos y el examen atento de la formación de las lenguas, independientemente de toda otra revelación, podríamos comprobar la realidad de las verdades que la fe católica nos impone verdades inexplicables en sí mismas, pero accesibles al entendimiento. De este principio podremos deducir, en una serie rigurosamente consecuente, una filosofía tradicional cuyo conjunto constituya una ciencia exacta.

“ Éste es actualmente, señores, el compendio de mi profesión de fe. Nací y me crié en el seno de la clase obrera, a la cual aún pertenezco* de corazón y por mis afectos, pero sobre todo por compartir sus sufrimientos y sus esperanzas. No lo duden, señores: mi más grande alegría sería, en el caso de que obtuviera su aprobación, el poder trabajar sin descanso en aras de la ciencia y la filosofía, con toda la energía de mi voluntad y toda la fuerza de mi espíritu, por el mejoramiento moral e intelectual de aquellos a quienes me honro en llamar hermanos y compañeros; el poder difundir entre ellos las bases de una doctrina que yo defino como la ley del mundo moral y, en espera de que fructifiquen mis esfuerzos, dirigidos por la prudencia de ustedes, el poder considerarme, de alguna manera, representante de ellos ante ustedes.” [Cor., 1, 31-33.]

Ni propiedad ni comunismo

Hacia sólo tres meses que estudiaba economía política cuando me di cuenta de dos cosas: la primera, que existía una relación intima, aunque no entendía cuál, entre la estructura del Estado y la propiedad; la segunda, que todo el edificio económico y social se basaba en está última y que, sin embargo, su existencia no estaba justificada ni por la economía política ni por el derecho natural. Non datur dominium in œconomia me dije, parafraseando el aforismo del antiguo físico sobre el vacío; la propiedad no es un elemento económico, no es indispensable a la ciencia y no hay nada que la justifique. ¿De dónde puede provenir? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Qué quiere de nosotros? Ése fue el tema de lo que llamé mi primer Mémoire. Me daba cuenta de que era una materia extensa y que el tema estaba aún lejos de agotarse.[20]

Los hombres, iguales en la dignidad de su persona, iguales ante la ley, deben tener igualdad de condiciones; ésa es la tesis que propuse y desarrollé en [este] estudio, titulado: Qu’est-ce que la propriéte? ou Recherches sur le principe du droit et du gouvernement.[21] Considerando las revoluciones de la humanidad, las vicisitudes de los imperios, las metamorfosis de la propiedad y las innumerables formas de la justicia y del derecho (me preguntaba]: ¿acaso los males que nos afligen son inherentes a nuestra condición humana, o provienen solamente de un error? ¿Esta desigualdad de fortunas en la cual todo el mundo ve la causa de los problemas de la sociedad entera es acaso, como algunos afirman, un efecto de la naturaleza? ¿No habrá algún error de cálculo en el reparto de los productos del trabajo y de la tierra? ¿Acaso cada trabajador recibe lo que debe y nada más que eso? En pocas palabras, en las actuales condiciones de trabajo, de salario y de intercambio, ¿no resulta nadie perjudicado?, ¿están claras las cuentas?, ¿el equilibrio social es justo?

Entonces debí hacer el más exhaustivo de los inventarios: tuve que descifrar escrituras informes, objetar títulos contradictorios, responder a observaciones capciosas, negar pretensiones absurdas, denunciar deudas ficticias, transacciones fraudulentas y afirmaciones de sentido equívoco; para triunfar sobre estos engaños tuve que refutar la autoridad de las costumbres, someter a examen la razón de los legisladores, combatir la ciencia con la ciencia misma y, una vez terminadas todas estas operaciones, dictar una sentencia de arbitraje.

Entonces declaré, con toda tranquilidad de conciencia, ante Dios y ante los hombres, que todas las causas de la desigualdad social se reducen a tres: I) la apropiación gratuita de la fuerza colectiva de trabajo; 2) la desigualdad en los intercambios; 3) los impuestos y las rentas.

Y puesto que esta triple forma de apoderarse de bienes ajenos entra principalmente en el dominio de la propiedad, negué la legitimidad de la propiedad y proclamé su identidad con el robo.[22]

En este lastimoso camino descubrí varios hechos interesantes [...]. Pero debo decir que desde un principio reconocí que jamás habíamos comprendido nada del sentido de esas palabras tan vulgares y tan sagradas justicia, equidad, libertad; que sobre esos temas nuestras ideas no eran aún nada claras, y que la ignorancia era la única causa de la miseria que nos devora y de todas las calamidades que afligen a la especie humana.

Mi espíritu se aterrorizó ante este extraño resultado: dudaba de mi razón. Me decía: “¿Acaso has descubierto lo que ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado y ninguna inteligencia penetrado? ¡Tiembla, insensato, porque confundes las visiones de tu cerebro enfermo con las verdades de la ciencia! ¿No sabes acaso que los grandes filósofos han dicho que el error universal no puede existir en la práctica de la moral?

Decidí entonces revisar mis conclusiones y me impuse las siguientes condiciones ante este nuevo trabajo ¿Es posible que la humanidad se haya equivocado durante tanto tiempo y en forma universal en cuanto a la aplicación de los principios de la moral? ¿Y si es un error universal, por qué no puede repararse?

Estas preguntas, cuyas respuestas darían la razón a mis observaciones, no resistieron el análisis por mucho tiempo. [...] ¡Sí, todos los hombres creen y repiten que no hay igualdad de derechos sin igualdad de condiciones; que propiedad y robo son sinónimos que toda preeminencia social obtenida o, mejor dicho, usurpada con el pretexto de la superioridad de dotes o de servicios, es iniquidad y bandidaje: yo digo que todos los hombres son testigos de esta verdad y que se trata solamente de hacérsela comprender! [23]

Quien quiera que trabaja se transforma en propietario: éste es un hecho que no puede ser negado por los principios actuales de la economía política y del derecho. Pero cuando digo propietario no me refiero solamente a su sueldo, salario o jornal, como lo hacen nuestros economistas hipócritas; quiero decir propietario del valor que ha creado y único dueño de los beneficios que por él se obtengan. [...]

¿Qué nos vienen a contar sobre los salarios? El dinero que ustedes pagan en jornales a los trabajadores apenas alcanza para cubrir algunos años de la posesión perpetua que ellos les entregan. El salario es apenas el gasto necesario para el mantenimiento y la recuperación cotidiana de un trabajador; no es cierto que sea el pago de una venta. El obrero no ha vendido nada: desconoce sus derechos, el monto de lo que ha producido y el verdadero sentido del contrato que ustedes pretenden haber firmado con él. Por parte de él, ignorancia completa; por la de ustedes, errores y sorpresas, por no decir fraude. [.. ]

En este siglo de moralidad burguesa en el cual tuve la suerte de nacer, el sentido moral está tan
debilitado que no me sorprendería que algún honesto propietario me preguntara qué es lo que encuentro en todo esto de injusto e ilegítimo. ¡Almas de barro! ¡Cadáveres galvanizados! ¿Cómo puedo esperar convencerlos si ese robo no les parece manifiesto? Un hombre, valiéndose de palabras dulces e insinuantes, encuentra el secreto por medio del cual puede hacer trabajar a los demás en su propio provecho; luego, cuando se ha enriquecido por el esfuerzo común, rehuía contribuir al bienestar de aquellos que hicieron su fortuna invocando condiciones que él mismo ha impuesto: ¡y me preguntan ustedes qué es lo que tiene de fraudulenta una conducta como ésta ¡Con el pretexto de que ha pagado a sus obreros, de que no les debe nada, de que no puede ponerse al servicio de los demás porque sus propias ocupaciones lo reclaman, rehusa, digo bien, ayudar a los demás a que se hagan de una posición, aunque los demás lo hayan ayudado a él. Y cuando, impotentes y aislados, estos trabajadores se ven obligados a vender lo poco que tienen, ese propietario ingrato, ese bribón advenedizo, está ya listo a apresurar su mina y a consumar su expoliación. ¡Y ustedes encuentran que todo esto es justo! ¡Cuidado! Puedo ver en sus miradas sorprendidas el reproche de la conciencia culpable y no la azorada ingenuidad de una ignorancia involuntaria.

Se dice que el capitalista ha pagado los jornales de los obreros; pero para ser exactos debemos decir que el capitalista ha pagado un jornal multiplicado por el número de obreros que empleó cada día, lo cual no quiere decir lo mismo, ya que no ha pagado por esa fuerza inmensa que resulta de la unión y armonía de los trabajadores, de la convergencia y la simultaneidad de sus esfuerzos. Doscientos granaderos levantaron sobre su base el obelisco de Luxor en sólo unas horas. ¿Acaso un solo hombre lo hubiera logrado en doscientos días? Sin embargo, en las cuentas del capitalista la suma de los salarios es la misma. Pues bien, cultivar un campo desierto, construir una casa, explotar una fábrica, es como levantar ese obelisco, es como cambiar de lugar una montaña. La más pequeña fortuna, el establecimiento más simple, la puesta en marcha de la industria más raquítica exigen una diversidad tal de trabajos y habilidades que un hombre solo jamás podría realizarlos. Es sorprendente que los economistas jamás lo hayan notado. Hagamos entonces un balance de lo que el capitalista recibe y lo que paga.

El trabajador necesita un salario para vivir mientras trabaja, ya que no puede producir a menos que consuma. Quien dé trabajo a un hombre debe proveerlo de alimento y manutención o bien de un salario equivalente. Ésta es la base de toda la producción [. . .]

Es necesario que el trabajador cuente con una garantía de subsistencia en el futuro, además de su subsistencia actual, porque de lo contrario se secaría la fuente de producción, agotándose su capacidad productiva. En otras palabras, el trabajo futuro debe renacer constantemente del trabajo ya realizado. Ésa es la ley universal de la reproducción. Por eso el agricultor propietario encuentra: 1° En sus cosechas, no solo los medios de vida para él y su familia, sino los de mantener y mejorar su capital y de criar su ganado, es decir, de seguir trabajando y de reproducir siempre; 2° en la propiedad, un medio de producción, la seguridad permanente de contar con un fondo de explotación y de trabajo.

¿Cuál es el fondo de explotación del que alquila sus servicios? El suponer que el propietario tiene necesidad de él y la voluntad, que gratuitamente le supone, de ocuparlo. De la misma forma en que antiguamente el plebeyo obtenía su tierra de la caridad, por la simple voluntad del señor, y de las necesidades del patrón y del propietario: esto es lo que se llama posesión precaria. Pero esa posesión precaria es una injusticia, puesto que implica desigualdad en el mercado. El salario del trabajador apenas le alcanza para cubrir lo que consume y no le asegura trabajo en el futuro, mientras que el capitalista encuentra en el producto del trabajador una garantía de independencia y de seguridad para el futuro.

Así, este fermento reproductor, este germen eterno de vida, esta creación de capital y de instrumentos de producción es lo que el capitalista debe al trabajador y que jamás le devuelve: ésta es la apropiación fraudulenta que produce la indigencia del trabajador, el lujo del ocioso y la desigualdad de condiciones. En esto consiste principalmente lo que con acierto llamamos explotación del hombre por el hombre.

Hay tres opciones: o bien el trabajador tiene participación en las ganancias de lo que produce,
además de su salario; o su jefe le rinde un equivalente en servicios productivos, o bien el jefe se compromete a darle trabajo de por vida. Reparto de ganancias, reciprocidad de servicios o garantía de trabajo perpetuo: el capitalista no debería poder escapar de estas opciones. Pero es evidente que no puede cumplir ni con la segunda ni con la tercera de dichas condiciones. No puede ponerse al servicio de esos miles de obreros que, directa o indirectamente, le han procurado su establecimiento, ni puede tampoco proporcionar trabajo a todos y para siempre. Queda entonces la participación en la propiedad. Pero si la propiedad es repartida, todos estarán en igualdad de condiciones; ya no existirán, entonces, los grandes capitalistas ni los grandes terratenientes.

Divide et impera: divide y reinarás; divide y serás rico; divide y engañarás a los hombres, y confundirás su razón y te burlarás de la justicia. Tomemos a los trabajadores por separado y puede ocurrir que el jornal que cobran sea superior al valor del producto individual; pero no se trata de eso. Una fuerza de mil hombres que trabaja durante veinte días se paga igual que la fuerza de uno solo durante cincuenta y cinco años; pero esta fuerza de mil ha hecho en veinte días lo que la fuerza de uno solo no podría realizar aunque trabajara un millón de siglos: ¿es éste un mercado equitativo? Una vez más: no; aunque hayan pagado por las fuerzas individuales, no han pagado por la fuerza colectiva; por lo tanto, queda siempre un derecho de propiedad colectiva que no se ha pagado y del cual se sirven injustamente.[24]

Si abolimos la propiedad, ¿que forma tomará la sociedad? ¿Acaso la de comunidad?*

Nadie ha concebido jamás una sociedad que no sea la de la propiedad o la de la comunidad. Este deplorable error es lo que causa la propiedad. Los inconvenientes de la comunidad son tales que sus críticos no necesitan emplear mucha elocuencia para que los hombres la rechacen. Lo irreparable de sus injusticias, la violencia que ejerce sobré las simpatías y los rechazos, el yugo de hierro que impone a la voluntad, la tortura moral a que somete la conciencia, la monotonía en que sumerge a la sociedad y, para terminar, la uniformidad beata y estúpida con la cual encadena a la personalidad libre, activa, razonada e insumisa del hombre, han sublevado el sentido común en general y provocado su irrevocable condena. [...]

Cosa singular, la comunidad sistemática, siendo una negación refleja de la propiedad, está concebida bajo la influencia directa del prejuicio de la propiedad; y es la propiedad lo que encontramos en el fondo de todas las teorías de los comunistas.

Es cierto que los miembros de una sociedad comunitaria no tienen nada en propiedad, pero la comunidad sí es propietaria, y no sólo de los bienes, sino de las personas y las voluntades. Por este principio de voluntad soberana en toda sociedad comunitaria el trabajo, que no debería ser para el hombre más que una condición impuesta por la naturaleza, se transforma en un mandamiento humano, y por ello repugnante: la obediencia pasiva, inconciliable con toda voluntad reflexiva, se prescribe rigurosamente; no admite excepción alguna en la fidelidad manifestada a reglamentos que son siempre defectuosos aunque parezcan sensatos; la vida, el talento y todas las facultades del hombre son propiedad del Estado, el cual, a su vez, tiene derecho a utilizarlos como mejor le plazca en nombre del interés general; las sociedades particulares están rigurosamente prohibidas a pesar de las simpatías o antipatías de dotes y de carácter, porque el tolerarlas implicaría introducir pequeñas sociedades dentro de la grande y, por consiguiente, propiedades; el fuerte debe hacer el trabajo del débil, aunque éste debería ser un trabajo de beneficencia y no obligatorio, aconsejable pero no por precepto; el diligente debe hacer el del perezoso por injusto que esto sea; el inteligente, el del idiota, por absurdo que resulte: el hombre, en fin, debe despojarse de su yo, de su espontaneidad, su genio, sus afectos, para postrarse humildemente ante la majestad y la inflexibilidad de la ley común.

La comunidad es desigualdad, pero en sentido inverso al de la propiedad. La propiedad es la explotación del débil por el fuerte; la comunidad es la explotación del fuerte por el débil. En la propiedad, la desigualdad de condiciones resulta de la fuerza, bajo cualquiera de los nombres con que se disfrace: fuerza física o intelectual; o fuerza de los acontecimientos, azar, suerte; fuerza de la propiedad adquirida, etc. En la comunidad, la desigualdad consiste en glorificar la mediocridad del talento y del trabajo, igualándolos con la fuerza bruta. Esta ecuación injuriosa hace que la conciencia se rebele y le niegue todo mérito, puesto que, si puede constituir un deber para el fuerte ayudar al débil, debe serlo por generosidad, y aquél jamás aceptará compararse con éste. Que sean iguales en las condiciones de trabajo y en salario, pero que jamás aparezcan celos que los hagan sospechar recíprocamente de infidelidad a la causa común.

La comunidad es opresión y servilismo. El hombre se somete voluntariamente a la ley del deber, a servir a su patria, a comprometerse con sus amigos, pero él quiere trabajar en lo que quiera, cuando quiera y tanto como quiera; desea ser dueño de su tiempo, obedecer solamente a la necesidad, elegir a sus amigos, sus diversiones, sus disciplinas; obedecer razones y no órdenes, sacrificarse por voluntad propia y no por obligación servil. La comunidad es esencialmente contraria al libre ejercicio de nuestras facultades, a nuestras más nobles tendencias, a nuestros sentimientos más íntimos: todo lo que podamos imaginar para conciliar]a con las exigencias de la razón individual y de la voluntad no sería más que cambiarle de nombre y mantener un mismo orden de cosas, de manera que, si buscamos la verdad de buena fe, debemos saber evitar las discusiones sobre simples palabras.

La comunidad viola la autonomía de la conciencia y la igualdad: a la primera, comprimiéndole la espontaneidad del espíritu y del corazón, y el libre arbitrio en la acción y el pensamiento; a la segunda, recompensando igualmente el trabajo y la pereza, el talento y la estupidez, el vicio y la virtud. Si la propiedad no sirve porque implica una voluntad general de acumular, la comunidad tampoco porque pronto implicará una voluntad general de holgazanear.[25]

¿Cuál es el principio fundamental de la sociedad antigua, ya sea burguesa o feudal, en estado de revolución o de derecho divino? Es la autoridad, ya sea que provenga del cielo o que la concibamos, como Rousseau, como procedente de la colectividad nacional. Los comunistas lo hacen de la misma manera. Remiten todo a la soberanía del pueblo y a los derechos de la colectividad; su concepto de poder y de Estado es exactamente el mismo que el de sus antiguos patrones [...]. Una democracia compacta,
fundada aparentemente en la dictadura de las masas, pero en la cual las masas no tienen más poder que el indispensable para asegurar la servidumbre universal, basada en las siguientes fórmulas y máximas, que a su vez proceden del antiguo absolutismo: hegemonía del poder; centralización absorbente destrucción sistemática de toda forma de pensamiento individual, corporativo o local, a los que se califica de separatistas; inquisición policial; abolición o, por lo menos, restricción de la familia y más aún de los derechos de herencia; sufragio universal organizado de manera tal que pueda servir a perpetuidad a esta tiranía anónima, dando preponderancia a personajes mediocre e incapaces, quienes son siempre mayoría sobre los ciudadanos capaces y los espíritus independientes, a su vez declarados sospechosos.[26]

El lector debe comprender ahora cuál es la diferencia que existe entre posesión y propiedad. Solamente a esta última he calificado de robo. La propiedad es el mayor problema de la sociedad actual. Hace ya unos veinticinco años que lo estudio; pero, antes de dar mi última palabra acerca de esta institución, quisiera resumir aquí las conclusiones de mis estudios anteriores.

En 1840, cuando publiqué [este] primer Mémoire sur la Propriété, me cuide bien de diferenciarla de la posesión o del simple derecho de uso. Cuando no existe el derecho de abuso, cuando la sociedad no se lo reconoce a las personas, decía yo que no podía existir el derecho de propiedad; existe simplemente el derecho de posesión. Y hoy sostengo aún lo que decía en mi primer estudio: el propietario de algo ya sea tierra, una casa, un instrumento de trabajo, materia prima o elaborada, o lo que sea puede ser una persona o un grupo, un padre de familia o una nación: en cualquiera de estos casos sólo puede ser propietario con una condición: la de que sea el amo exclusivo, dominus; y que esta propiedad esté bajo su dominio, dominium.

Por lo tanto, en 1840, me opuse directamente al derecho de propiedad. Todos los que leyeron mi primer estudio saben que lo refutaba tanto para el individuo como para el grupo, la nación o el ciudadano: lo cual excluía, de mi parte, toda afirmación comunista o gubernista. Refuté el derecho de propiedad, que es el de abusar de cualquier cosa, aun de aquellas a las que llamamos nuestras facultades. El hombre tiene tan poco derecho de abusar de sus facultades como la sociedad de abusar de su fuerza. “El señor Blanqui,* decía yo en respuesta a la carta que este estimado economista me había enviado, reconoce que hay en la propiedad una cantidad de execrables abusos; por mi parte, yo llamo propiedad a la totalidad de estos abusos. Tanto para él como para mí, la propiedad conforma un polígono al que hay que limarle los ángulos; pero la diferencia es que el señor Blanqui sostiene que la figura resultante será siempre un polígono (hipótesis admitida por las matemáticas, aunque nunca haya sido comprobada) mientras que yo defiendo que esta figura será un circulo. Dos personas honestas podrían ponerse de acuerdo aún con menos puntos en común.” (Prefacio a la segunda edición, 1841.)

Decía yo en esa época que el hombre, como trabajador, tiene un innegable derecho personal sobre lo que produce. Pero ¿en qué consiste ese producto en la forma que le ha dado a la materia. En lo que se refiere a la materia, ésta no ha sido creada por él. En cuanto a esta materia que él no ha creado y de la cual ha tenido el derecho de apropiarse, es evidente que no lo ha hecho a título de trabajador, sino a título de alguna otra cosa. [...]

Allí donde la tierra no le falta a nadie, donde cada quien puede encontrar en forma gratuita la extensión que necesita, admito la exclusividad del derecho del primer ocupante; pero lo admito solamente a título provisorio. En el momento en que esas condiciones cambian, admito solamente el reparto a partes iguales. De otra manera aparece el abuso. Estoy de acuerdo en que el primero que la ha trabajado tenga derecho a una indemnización. Pero no estoy de acuerdo en que el hecho de haberla trabajado implique su apropiación. Y es importante hacer notar que los propietarios tampoco lo están. ¿Acaso le reconocen a sus campesinos el derecho de propiedad de las tierras que éstos han trabajado y mejorado? ...

Decía yo en mi primer estudio que, si queremos hacer justicia, el reparto igualitario de la tierra no debe existir sólo como punto de partida; es necesario, para que no haya abuso, mantenerlo de generación en generación. Esto en cuanto a los trabajadores de las industrias extractivas. En cuanto a los trabajadores de las otras industrias, cuyos salarios deben ser iguales a los de aquéllos en la medida en que haya igualdad de esfuerzos, deben tener el disfrute gratuito de la materia que necesitan para sus industrias aunque no sean ocupantes de la tierra que la produce. Es necesario que, al pagar con su propio trabajo o, si se prefiere, con sus productos, los productos de quienes poseen la tierra, no paguen más que la forma dada a la materia; es necesario que sólo el trabajo sea pagado por el trabajo y que la materia sea gratuita. Si ocurre de otra manera, si los propietarios perciben una renta para ellos, aparece el abuso. [...]

¿Qué era lo que atacaba principalmente en 1840? Ese derecho de renta, inherente a la propiedad, que le es tan íntimo que allí donde no existe el primero, desaparece la segunda.[27]

Y como consecuencia de mi análisis, al mismo tiempo que repudiaba la propiedad que se acogía al derecho romano, al derecho francés, a la economía política y a la historia, repudiaba en términos igualmente enérgicos la hipótesis contraria: la comunidad. [...]

¿Cuál fue mi forma de pensar a partir de ese momento? Fue que, siendo la propiedad un concepto absolutista y una noción contradictoria, o, tal como decíamos junto con Kant y Hegel, una antinomia, ésta debía ser sintetizada en una fórmula superior que, dando igual satisfacción al interés colectivo y a la iniciativa individual, reuniera todas las ventajas de la propiedad y de la asociación sin ninguno de sus inconvenientes. [...]

Así quedaron las cosas durante varios años. Mantuve todos los puntos de vista de mi crítica a pesar de los ataques de la derecha y de la izquierda que tuve que soportar, y anuncié una nueva concepción de la propiedad con la misma seguridad con que había negado la antigua, aunque no pudiera expresar en qué consistía esta nueva idea. Mis esperanzas, en el fondo, no fueron vanas; [...] pero la verdad que yo buscaba no podía encontrarse sin rectificar mi método.

Proseguía en ese entonces, sin dejar que los ataques que se sucedían en contra mía me confundieran, mis estudios sobre los temas más difíciles de la economía política: el crédito, la población, los impuestos, etc., hasta que en el invierno de 1854 me di cuenta de que la dialéctica de Hegel que yo había [...] utilizado por así decirlo, con toda confianza, tenía una falla en uno de sus puntos y servía más para confundir las ideas que para aclararlas. Me di cuenta entonces de que, si bien la antinomia es una ley de la naturaleza y de la inteligencia v un fenómeno del entendimiento así como todas las nociones que le son relativas, nunca termina de resolverse; sigue siendo eternamente lo que es: causa elemental de todo movimiento, principio de la vida y la evolución por la misma contradicción de sus términos; solamente podemos equilibrarla, ya sea por el contrapeso de sus contrarios o por la oposición a otras antinomias. [...]

Desde ese momento la propiedad, que al principio había entrevisto como en una especie de penumbra, quedó completamente aclarada para mí; comprendí que, como me la había presentado la crítica, con esa naturaleza absolutista, abusiva, rapaz, libidinosa que siempre había escandalizado a los moralistas, de esa misma forma debía ser llevada al sistema social, donde se transformaría.

Estas explicaciones eran indispensables para hacer comprender que la negación teórica de la propiedad era el primer paso hacia su confirmación y su desarrollo prácticos. Si estudiamos la propiedad desde su origen, descubrimos que es un principio negativo y antisocial, pero que se transforma, por su generalización y con la ayuda de otras instituciones, en la base y el engranaje de todo el sistema social. [...]

Por formular esta crítica de la cual ahora cualquiera puede reconocer su importancia, se me acusó de haber plagiado a Brissot. Estoy seguro de que se dirá que, en cuanto a la parte teórica [...] no soy más que el plagiario de un autor sin importancia desaparecido entre el polvo de las bibliotecas hace doscientos o trescientos años. Tanto mejor si me encuentran predecesores; esto me dará más confianza en mí mismo y más audacia. [...]

Otros me acusaron de haber intentado alcanzar la celebridad por vía del escándalo en 1840, 1846 y 1848. ¿Qué respuesta se le puede dar a una inteligencia tuerta? Fourier los hubiera tratado de simplistas, fanáticos de la unidad en la lógica, la metafísica y la política, incapaces de comprender esta proposición tan simple: que tanto el mundo moral como el físico están formados por una pluralidad de elementos irreductibles y antagónicos cuya contradicción produce la vida y el movimiento del universo.[28]

Adopté como regla para mis deducciones que todo principio que resultara contradictorio cuando fuese analizado hasta las últimas consecuencias debía ser considerado falso, y negado; y que si este principio había dado lugar a la formación de alguna institución, ésta también debería ser considerada falsa y utópica.

Basándome en este criterio, elegí como sujeto de experimentación lo más antiguo, lo más respetable, lo más universal y lo menos controvertido de lo que había encontrado en la sociedad: la Propiedad. Ya sabemos lo que ocurrió. Luego de un análisis largo, minucioso y especialmente imparcial llegué, como a través de ecuaciones algebraicas, a esta sorprendente conclusión: ¡la idea de propiedad es contradictoria desde cualquier punto de vista, aunque la relacionemos a cualquier principio. Y puesto que la negación de la propiedad implica la negación de la autoridad, deduje inmediatamente de mi definición este corolario que no es menos paradójico: la verdadera forma de gobierno es la anarquía. Finalmente, después de descubrir, como por una demostración matemática, que ninguna mejora en la economía de la sociedad era posible por la sola potencia de su constitución primitiva y sin el concurso y la voluntad reflexivos de todos; reconociendo así que había un momento en la vida de las sociedades en el cual el progreso, en un principio irracional, exigía la intervención de la razón libre del hombre, llegué a la conclusión de que esa fuerza de impulso espontánea que llamamos Providencia no es la causa de todo lo que ocurre en este mundo: a partir de este momento, y sin ser lo que tan poco filosóficamente se llama un ateo, dejé de adorar a Dios. A propósito de esto, en Le Constitutionnel me decían un día que él no necesitaba de mi adoración. Puede ser.

¿Acaso mi torpeza en el manejo del instrumental dialéctico se debía a alguna ilusión producida por éste mismo recurso que fuera inherente a su constitución o tal vez la conclusión a la que había llegado era solamente la primera etapa de una fórmula que no podía completar a causa del estado insuficiente de desarrollo de la sociedad y, por tanto, de mis estudios? No lo sabía en ese momento y tampoco me ocupé en verificarlo.

Pensé que mi trabajo era lo suficientemente interesante para merecer la atención del público y despertar inquietudes académicas. Envié mis apuntes a la Academia de Ciencias Morales y Políticas: la favorable acogida que tuvieron y los elogios que el señor Blanqui, el encargado de los informes, dirigió a su autor, me hicieron pensar que la Academia, sin responsabilizarse por mi teoría, estaba satisfecha de mi trabajo, y continué con mis investigaciones.

Las observaciones del señor Blanqui no hacían ninguna referencia a la contradicción que yo señalaba referente al principio de la propiedad: contradicción que consiste principalmente en que, por un lado, la apropiación de algo, ya sea por el trabajo o por cualquier otro medio, conduce natural, necesariamente, dado el estado de imperfección económica en que la sociedad se encuentra, a la institución del arrendamiento, de la renta y del interés [...]; mientras que, por otra parte, el arrendamiento, la renta y el interés, o sea el precio del préstamo, son incompatibles con las leyes de la circulación y tienden constantemente a aniquiIarse. Sin llegar al fondo de la controversia, el sabio economista se limitaba a oponer a mis razonamientos una objeción que habría sido decisiva si hubiera tenido bases: “En lo concerniente a la propiedad, decía el señor Blanqui, la práctica desmiente estrepitosamente a la teoría. Esta comprobado, de hecho, que si bien la propiedad es ilegítima ante la razón filosófica, se encuentra en constante progreso en la razón social. De manera que o bien la lógica es insuficiente e ilusoria, cosa que los filósofos confiesan que ha ocurrido más de una vez, o bien la razón social está equivocada, lo cual es inadmisible.” Éstas no son las palabras textuales del señor Blanqui, pero expresan el sentido que les dio.

Establecí en un segundo apunte que los hechos habían sido malinterpretados por el señor Blanqui; que la verdad era precisamente lo contrario de lo que él había creído ver; que la propiedad que el consideraba en estado de progreso se hallaba por el contrario en decadencia, o mejor dicho, en metamorfosis, al igual que la religión del poder, y en general como todas aquellas ideas que, lo mismo que la propiedad, presentaban un aspecto positivo y otro negativo. Las vemos en un sentido mientras que ya están existiendo en otro: para representárnoslas claramente debemos cambiar de posición, dar vuelta a la lente, por así decirlo. Y para completar mi exposición, expliqué las razones económicas de este fenómeno. En ese terreno sabia que llevaba ventaja: los economistas, cuando se trata de ciencia, creen tan poco en la propiedad como en el gobierno.

En un tercer apunte que dirigí al señor Considérant volví a exponer, con cierta vehemencia, mis conclusiones; e insistí en que, en interés del orden y de la seguridad de los propietarios, debería reformarse lo mas pronto posible la enseñanza de la economía política y del derecho. La dialéctica me transportaba. Cierto fanatismo, tan particular a los lógicos, se había apoderado de mi cerebro y había convertido mi apunte en un panfleto. El ministerio público de Besanzón se creyó en el deber de castigarme por este folleto y fui llevado ante la audiencia provincial del departamento de Doubs, bajo la cuádruple acusación de ataque a la propiedad, incitación al desprecio del gobierno, ultraje a la religión y ofensa a las costumbres. Hice lo que pude para explicar al jurado de que manera, en el estado actual de la circulación mercantil, el valor de uso y el valor de cambio son dos cantidades inconmensurables y en perpetua oposición —de hecho la propiedad es ilógica e inestable—, y que ésa es la razón por la cual los trabajadores son cada vez más pobres y los propietarios menos ricos. El jurado no pareció comprender gran cosa de mi exposición: declaró que se trataba de un asunto científico y, por lo tanto, fuera de su competencia, y rindió en mi favor un veredicto de absolución. [...]

Sin embargo, la crítica no debe ser solamente demoledora, también debe afirmar y reconstruir. De otra manera, el socialismo sería solamente un objeto curioso, alarmante para la burguesía y sin ninguna utilidad para el pueblo. Esto me lo repetía todos los días: no necesitaba para ello de las advertencias de los utopistas ni de las de los conservadores.

El método que había servido para destruir se volvía impotente para edificar. El procedimiento por el cual el espíritu afirma no es lo mismo con el que niega: necesitábamos salir de la contradicción para poder construir y crear un método de invención revolucionaria, una filosofía que ya no fuera negativa sino, para utilizar el término del señor Auguste Comte, positiva. Solamente la sociedad, el ser colectivo, puede seguir su instinto y abandonarse a su libre arbitrio sin caer en un error absoluto e inmediato; la razón superior que está en ella, y que se libera poco a poco por las manifestaciones de la multitud y la reflexión de los individuos, la devuelve siempre al camino correcto. Pero el filósofo es incapaz de descubrir la verdad por intuición y si se propone dirigir la sociedad, corre el riesgo de confundir sus propios puntos de vista, siempre defectuosos, con las leyes eternas del orden y de empujar a la sociedad hacia un abismo.

Hace falta una guía: ¿no puede ser la ley del desarrollo, la lógica inminente a la humanidad misma? Sosteniendo en una mano mis ideas y en la otra el hilo de la historia pensaba que debía penetrar los pensamientos íntimos de la sociedad; me transformaba en profeta sin dejar de ser filósofo.

Con el titulo de Création de l’ordre dans l´humanité, comencé una nueva serie de estudios, los mas abstrusos a los que pueda dedicarse una inteligencia humana, pero que, dada la situación en la que me encontraba, me eran absolutamente indispensables. La obra que publiqué entonces, aunque tenga muy pocas cosas por las que deba retractarme, no me satisface: y, aunque hubo una segunda edición, me parece que fue poco apreciada por el público, tal vez justamente. Este libro, verdadera maquina infernal que debía contener todos los instrumentos de creación y de destrucción, esta mal realizado y muy por debajo de lo que hubiera podido producir si me hubiera tomado el tiempo de seleccionar y ordenar el material. Pero, como ya lo he dicho, no buscaba la gloria; como todo el mundo en aquellos tiempos, estaba apurado en terminar. La necesidad de reformas se había transformado para mi en una causa de guerra, y los conquistadores no esperan. A pesar de su originalidad, mi trabajo es menos que mediocre: ¡que esto me sirva de castigo!

De cualquier manera, por defectuoso que pueda parecer ahora, me sirvió entonces para llegar a mi objetivo. Lo importante era ponerme de acuerdo conmigo mismo: así como la Contradicción me había servido para demoler, la serie debía servirme para edificar. Mi formación intelectual estaba completa. La
Création de lórdre estaba apenas terminada cuando, al aplicar entonces el método creador, comprendí que para entender las revoluciones de la sociedad lo primero que se debía hacer era construir una Serie completa de sus antinomias, el Systéme de ses contradictions. [...]

En mis primeros apuntes atacaba de frente el orden establecido, diciendo: ¡La propiedad es un robo! Se trataba entonces de protestar, de hacer resaltar, por así decirlo, la nulidad de nuestras instituciones. No tenía entonces que ocuparme mas que en eso. También en el apunte en que demostraba matemáticamente esta sorprendente proposición, me cuide bien de objetar toda conclusión comunista.

En Système des contradictions économiques, después de haber recordado y confirmado mi primera definición, agregue una que le es contraria, fundada en otras consideraciones, que no podía ni destruir la primera argumentación ni ser destruida por ella: La propiedad es la libertad. La propiedad es un robo, la propiedad es la libertad: estas dos proposiciones están igualmente demostradas y subsisten una junto a la otra en Systéme des contradictions. De la misma forma trabajé con cada una de las categorías económicas, la división del trabajo, la competencia, el Estado, el crédito, la comunidad, etc., demostrando de que manera cada una de esas ideas, y en consecuencia cada una de las instituciones que en ellas se originan, tiene un lado positivo y uno negativo; cómo dan lugar a una serie de resultados paralelos y diametralmente opuestos, y siempre llegue a la conclusión de que se necesita llegar a un acuerdo, a una conciliación o a una síntesis. La propiedad era presentada, junto con los otros elementos económicos, con su razón de ser y de no ser, es decir, como elemento ambivalente dentro del sistema económico y social.

Así presentado, esto parecía un sofisma, algo contradictorio, cargado de equívocos y de mala fe.
Intentaré hacerlo mas inteligible recurriendo de nuevo al ejemplo de la propiedad.

La propiedad, considerada dentro del conjunto de las instituciones sociales, tiene, por decirlo así, dos cuentas abiertas: una es la de los bienes que procura y que son consecuencia directa de su esencia; la otra es la de los inconvenientes que produce, de los gastos que implica y que resultan, al igual que esos bienes, también producto directo de su naturaleza.

Lo mismo es válido para la competencia, el monopolio, el Estado, etc.

Tanto en la propiedad como en todos los elementos económicos, lo malo o el abuso es inseparable de lo bueno, tal como en la contabilidad el debe es inseparable del haber, por partida doble. El uno engendra al otro necesariamente. Suprimir los abusos de la propiedad sería destruirla, tal como suprimir un
artículo del débito de una cuenta implicaría destruir el crédito. Lo único que podemos hacer para evitar los abusos e inconvenientes de la propiedad es fusionarla, sintetizarla, organizarla o equilibrarla con un elemento contrario; que sea a éste lo que el acreedor es al deudor, el accionista al comanditario, etc., de forma tal que sin que los dos principios se alteren o se destruyan mutuamente, las ventajas de uno compensen las desventajas del otro, como ocurre en un balance cuando las partes se han comparado recíprocamente y se obtiene un resultado final que es todo perdida o todo ganancia.

La solución al problema de la miseria consistiría entonces en llevar a una expresión más alta la ciencia de la contabilidad, en hacer las escrituras de la sociedad, en establecer el activo y el pasivo de cada institución, de manera que las divisiones del gran libro social no fueran ya las de la contabilidad común: capital, caja, mercancía, pedidos y entregas, etc.; sino las divisiones de la filosofía, la legislación y la política: competencia y monopolio, propiedad y comunidad, ciudadano y Estado, hombre y Dios, etc. Finalmente, para terminar con mi comparación, hay que tener esas escrituras al día, es decir, determinar con exactitud los derechos y los deberes para poder verificar en todo momento el orden o el desorden y realizar un balance.

Dedique dos volúmenes a explicar los principios de esta contabilidad que podríamos llamar trascendente; he recurrido cien veces [...] a estas ideas elementales que son comunes a la contabilidad y a la metafísica. Los economistas rutinarios se rieron en mis narices; los ideólogos políticos me invitaron cortésmente a dedicarme a escribir para el pueblo. En cuanto a aquellos que veían peligrar sus intereses, me trataron con mayor encono. Los comunistas no me perdonaron haber criticado la comunidad, como si una nación fuese un pólipo gigantesco y el derecho individual no pudiera existir frente al derecho social. Los propietarios desearon mi muerte por haber dicho que la propiedad, por sí sola y en sí misma, es un robo; como si la propiedad no dependiera de la circulación de los productos para crear su valor (la renta), y no dependiera asimismo de la fuerza colectiva y de la solidaridad del trabajo, que le son superiores. Los políticos, cualquiera que sea su bandera, sienten una repugnancia invencible por la anarquía, a la que confunden con el desorden; como si la democracia no fuera otra cosa que la distribución de la autoridad, como si el verdadero sentido de la palabra democracia no fuera el de la destitución de todo gobierno.

El Systeme des contradictions économiques o LIBRO MAYOR de las costumbres e instituciones poco importan las divisiones en cuadros, su recuento o sus categorías es el verdadero sistema de la sociedad, no en la forma en que se ha desarrollado históricamente y en las generaciones sucesivas, sino por lo que aquélla tiene de necesario y de eterno [...]. Para la sociedad, la teoría de las antinomias es a la vez la representación y la base de todo movimiento. Las costumbres y las instituciones pueden variar de un pueblo a otro, tal como los oficios y las técnicas varían de un siglo a otro o en distintas ciudades, pero las Leyes que rigen su evolución son tan inflexibles como el álgebra. Dondequiera que haya hombres agrupados por el trabajo; dondequiera que la idea de valor comercial haya echado raíces; ahí donde la diversificación de las industrias produzca la circulación de valores y de productos; ahí, si se quieren evitar las perturbaciones, el déficit, la bancarrota de la sociedad ante si misma, la miseria y el proletariado; las fuerzas antinómicas de la sociedad, inherentes a todo tipo de actividad colectiva, así como a toda razón individual, deben ser mantenidas en un equilibrio continuo, y el antagonismo —perpetuamente reproducido por la oposición fundamentalmente la sociedad y el individuo— deberá siempre conducirse a una síntesis. [...]

Había publicado en 1846 la parte antinómica de este sistema; trabajaba en su síntesis cuando estalló la Revolución de febrero.[29]  

Apuntes Autobiográficos, Textos escogidos y ordenados por Bernard Voyenne, Fondo de Cultura Económica, México, 1987. pp. 50-98. Con omisiones

[1]“Lettre de candidature à la pension Suard”, 31 de mayo de 1837, Cor., I, 25-27

[2]Justice, III, 103-104

[3] Ibid., II, 407-409

[4]“Lettre de candidature a la pensión Suard”, 31 de mayo de 1837, Cor., I, 27-29

[5]Justice, III, 104-108

[6] Ibid., II, 6.

[7]Cél. dim., 61.

[8]Al señor Ackermann, del 12 de febrero de 1840, Cor., I, 185.

** Sin embargo, se afilió como aprendiz francmasón a la logia de Besanzón, llamada "Sinceridad, Unidad Perfecta y Amistad", en la cual uno te sus primos, un ex cura, tenia el grado de venerable. La ceremonia tuvo lugar el 8 de enero de 1847, y en ella el postulante se comportó, según lo dice el mismo, en forma un tanto provocadora. Podemos encontrar el relato de esta ceremonia en la sexta parte de Justice (III, 63-65). En los años siguientes, Proudhon parece no haber tenido mas que contactos esporádicos con la masonería y no conquistó ningún grado, aunque nunca negó haber pertenecido a ella.

[9]Confessions, 172-173.

[10]Justice, III, 46.

[11]Confessions, 173.

[12] Justice, II, 58-60.

[13]Création, 128 (carta donde dedica el capitulo III a su amigo Bergmann).

[14] Cél dim., 89

[15] Premier Mém. 338-339.

[16]AI señor Charles Edmond, del 10 de enero de 1852, Cor., v, 185.

[17]Al señor Larramat, del 25 de junio de 1856, Cor., VII,

[18] Idée générale, 179.

[19] Contr. écon., II, 388-393.

* Proudhon había agregado en está parte "hoy y para siempre", y más adelante, en lugar de mencionar solamente "el mejoramiento moral e intelectual" escribió "hasta la liberación total". Fue su antiguo maestro, el señor Pérennes, miembro de la Academia quien le aconsejó que moderase sus expresiones. (Cf. Cor;., 1, 52.)

[20] 7'h. propr., edición de Lacroix, p. 200.

[21] Deuxieme Mém., 22.

[22]Ibid., 125-126.

[23] Premier Mém., 134-135.

[24] Ibid., 212-217

* Proudhon, como todos sus contemporáneos, emplea tanto el termino "comunidad" como el de 'comunismo para designar los regímenes de propiedad colectiva. Pero utiliza sobre todo el segundo para referirse a quienes proponen también la propiedad en común de las mujeres, como en su celebre apóstrofe de Contradictions économiques (II, 277): "!Vade retro, comunistas, su presencia es maloliente, y verlos me asquea!"

[25] Ibid., 318-327

[26] Capacité, 115.

* Se trata de Adolphe Blanqui, profesor de economía política en el Conservatorio de Artes y Oficios, y hermano mayor de Louis Auguste, a quien llamaban el Encerrado.

[27] Th. propr., op. cit., pp. 15-20.

[28] Ibid., pp. 204-213.

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