J. S. Mill
1. ¿Con qué medios se ha de combatir, pues, la pobreza? ¿Cómo se ha de remediar el mal de los bajos salarios? Si los expedientes que de ordinario se recomiendan no cumplen la finalidad perseguida, ¿pueden imaginarse otros? ¿El problema no admite solución? ¿Es que la economía política no puede hacer nada, sino objetar todo lo que se propone y demostrar que nada puede hacerse?
Si así fuera, la tarea asignada a la economía política sería tal vez necesaria, pero no dejaría de ser melancólica e ingrata. Si la gran masa de la humanidad ha de permanecer siempre como al presente, esclava de un trabajo en el cual no tiene interés, y por el cual, por consiguiente, no siente interés —trabajando sin descanso desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la noche para poder conseguir las cosas más necesarias, y con todas las deficiencias intelectuales y morales que esto entraña; sin recursos espirituales ni sentimentales; ignorante, pues no puede instruirse mejor de lo que se alimenta; egoísta, pues todos sus pensamientos tienen que ser para sí misma; sin intereses ni sentimientos como ciudadanos y miembros de la sociedad, y con sus almas envenenadas por el sentimiento de la injusticia, tanto por lo que no tienen, como por lo que los otros disfrutan—; si todo hubiera de continuar así, no sé que exista nada que pudiera hacer que una persona capaz y razonable se interesara por los destinos de la raza humana. La única sabiduría consistiría entonces en extraer de la vida, con indiferencia epicúrea, tanta satisfacción personal para sí mismo y para aquellos con quienes se simpatiza, como pudiera obtenerse sin daño de los demás, dejando pasar inadvertida la barahúnda de la llamada vida civilizada. Pero no hay razón alguna para contemplar los asuntos humanos desde ese punto de vista. La pobreza, como casi todos los males sociales, existe porque el hombre sigue sus instintos bestiales sin ninguna consideración.
Pero si la sociedad es posible, es precisamente porque el hombre no es por necesidad una bestia. La civilización en cada uno de sus aspectos no es más que una lucha contra los instintos animales. Sobre algunos de ellos, incluso sobre los más fuertes, el hombre se ha mostrado capaz de adquirir un amplio dominio. Una buena parte de la humanidad se ha hecho tan artificial que no conserva apenas un vestigio o un recuerdo de sus inclinaciones más naturales. Si no ha conseguido restringir el instinto de multiplicación tanto como fuera necesario, hemos de tener en cuenta que nunca se lo ha propuesto seriamente. Si algunos esfuerzos ha hecho, han sido más bien en el sentido opuesto. La re ligión, la moral y el arte de gobernar han rivalizado entre sí para estimular el matrimonio y la multiplicación de la especie. La religión no ha cesado aún de estimularla. El clero católico romano (a los demás no es necesario mencionarlos, ya que no ejercen una influencia apreciable sobre las clases más pobres) juzga en todas partes que es su deber fomentar el matrimonio, a fin de impedir la fornicación. Existe todavía en muchos espíritus un fuerte prejuicio religioso contra la verdadera doctrina. Los ricos, con tal de no sufrir las consecuencias, creen que se contradice la sabiduría de la Providencia al suponer que el ejercicio de una inclinación natural pueda ocasionar la miseria; los pobres creen que “cada hijo trae un pan debajo del brazo:. A juzgar por el lenguaje de unos y otros, nadie creería que el hombre tenga voz y voto en el asunto. Tan completa es la confusión de ideas sobre la totalidad del asunto, debido en gran parte al misterio con que lo encubre una falsa delicadeza, que se prefiere que el bien y el mal se confundan o se juzgue injustamente al apreciar uno de los asuntos más importantes para el bienestar humano, antes que consentir que se hable y se discuta con entera libertad. La gente no se da cuenta de lo que cuesta a la humanidad esta escrupulosidad en el lenguaje. Los males de la sociedad, como las enfermedades corporales, no se pueden prevenir o curar más que hablando de ellas con entera franqueza. La experiencia enseña que la gran masa humana es incapaz de discernir el bien o el mal por sí misma, no lo ven hasta que se les ha dicho con frecuencia dónde se encuentra; y ¿quién les dice que tengan deberes en el asunto en cuestión, mientras se mantienen dentro de los límites del matrimonio? ¿A quién se condena, o más bien, quién es el que no encuentra simpatía y benevolencia por esta especie de incontinencia, cualquiera que sea el daño que haya producido, tanto a sí mismo como a los que de él dependen? En tanto que un hombre que bebe sin moderación, un borracho, encuentra el desagrado y el desprecio de todas las personas que se precian de ser morales[1], el hecho de que un hombre tenga una familia numerosa y sea incapaz de mantenerla se exhibe como motivo de invocar la caridad[2].
No es extraño que el silencio de este ancho campo de los deberes humanos produzca la ignorancia de las obligaciones morales, cuando produce el olvido de las realidades físicas. Casi todo el mundo admite que es posible retrasar el matrimonio, y vivir en la abstinencia mientras se es soltero; pero una vez que las personas se han casado, a nadie parece ocurrírsele, en este país, la idea de que el tener o no hijos, o el número de éstos que se tengan, pueda depender de la voluntad de los casados. Cualquiera creería que los hijos llueven directamente del cielo a los casados, sin que ellos tengan arte ni parte en el asunto; que fuera, según el dicho popular, la voluntad de Dios, y no la suya propia, la que decide el número de sus descendientes. Veamos cuál es la opinión de un filósofo continental sobre este asunto; un hombre entre los más tolerantes de su época, y cuya vida conyugal ha sido celebrada como una de las más felices.
“Cuándo no se han fomentado prejuicios peligrosos —dice Sismondi[3]—, cuando no se ha inculcado en nombre de la más sagrada autoridad una moral contraria a nuestros verdaderos deberes mutuos y en especial a nuestros deberes para con aquellos a quienes hemos dado la vida, ningún hombre prudente contrae matrimonio mientras no ha alcanzado una situación que se asegure los medios de vida, y ningún hombre casado tiene más hijos de los que puede criar como es debido. Un cabeza de familia piensa, con razón, que sus hijos se contentarán con una situación análoga a la suya, y su deseo natural será que la nueva generación represente exactamente a la que muere; que un hijo y una hija cuando lleguen a la edad del matrimonio reemplacen a su padre y a su madre; que los hijos de sus hijos reemplacen a su vez a aquéllos; que su hija encuentre en el seno de otra familia la misma acogida que encontrará en la suya la hija de alguna otra familia, y que los ingresos que bastaron a sus padres sean suficientes para sus hijos”. En un país cuya riqueza va en aumento, podría admitirse algún aumento en el número de sus habitantes, pero ésta es una cuestión de detalle, no de principio. “Una vez formada esta familia, la justicia y la humanidad exigen que se imponga a sí misma una restricción análoga a la que se imponen los solteros. Cuando consideramos cuán pequeño es, en todos los países, el número de hijos naturales; hemos de admitir que esta restricción es en conjunto bastante eficaz. En un país cuya población no dispone de espacio para crecer, o en el cual su progreso es tan lento que resulta casi imperceptible, cuando no existen plazas desocupadas para los que quieren establecerse y fundar una familia, un padre que tenga ocho hijos tiene que esperar que, o bien seis de ellos mueran en la infancia, o que tres hombres y tres mujeres entre contemporáneos y en la próxima generación tres de sus hijos y tres de sus hijas, quedarán solteros por su culpa”.
2. Los que creen que no es posible convencer a las clases trabajadoras de la necesidad de ser prudentes en lo referente al número de hijos, por la razón de que hasta ahora no lo han sido, demuestran ser incapaces de apreciar los motivos ordinarios de los actos humanos. Probablemente, para obtener ese resultado, no sería preciso más que difundir de una manera general la opinión de que es desear tener pocos hijos. Como principio moral, una opinión de esta naturaleza no ha existido nunca en ningún país; y es curioso que no exista ni aun en los países en los cuales, por la actuación espontánea de la previsión individual, se contiene con eficacia, hasta cierto punto, la procreación. Lo que se practica como prudencia no se reconoce todavía como un deber; los que hablan y escriben sobre este asunto pertenecen al otro bando, incluso en Francia, donde las doctrinas de Malthus inspiran tanto horror seudosentimental como en Inglaterra. El hecho de que estas doctrinas no se hayan difundido aún de una manera general puede atribuirse a muchas causas, además de su modernidad. Su misma veracidad las ha perjudicado. Puede dudarse de que, excepto entre los mismos pobres (cuyos prejuicios sobre este asunto son fáciles de explicar) haya existido nunca, en ninguna clase de la sociedad, un deseo ardiente y sincero de que los salarios sean altos. Ha habido el deseo manifiesto de mantener baja la contribución para los pobres; pero, una vez hecho esto, a la gente no le ha disgustado que los trabajadores queden en mala situación. Casi todos los que no son trabajadores, son patrones, y no les disgusta que el trabajo esté barato. Es una realidad que aun el Consejo Tutelar, cuyos componentes se supone han de ser apóstoles de las doctrinas que se oponen al aumento de la población, muy pocas veces se avienen a oír con calma nada de lo que les place designar como malthusianismo. Los consejos de los distritos rurales se componen principalmente de granjeros, y éstos, según se sabe, detestan en general hasta el sistema de lotes, porque hace a los trabajadores “demasiado independientes”. Pudiera esperarse mejores cosas de la alta burguesía, que tiene menos contacto directo con los trabajadores y cuyos intereses chocan menos con los de éstos; además, la alta burguesía de Inglaterra es por lo general caritativa. Pero la gente caritativa tiene también sus flaquezas muy humanas y con frecuencia le agradaría bastante que la gente no necesitara su caridad: es de ellos de quienes se escucha con más frecuencia la despreciable doctrina de que Dios ha dispuesto que haya siempre pobres. Si a esto se añade que casi todos los que se interesan por las doctrinas sociales han imaginado alguna reforma que es su tema favorito y que creen sería relegada al olvido por la sola admisión de este gran principio —o tienen que hacer revocar las leyes de granos, o que hacer reducir los impuestos, o que enmendar la constitución, o que reavivar o abolir una iglesia determinada, o que derrocar a la aristocracia— y que consideran como un enemigo a todo aquel que crea que hay algo importante que no sea lo que a él le interesa; si se tiene en cuenta todo esto, no es de extrañar que desde que se promulgó por primera vez la doctrina sobre la población, las nueve décimas partes de lo que sobre ella se ha hablado sea en contra de la misma, y que no se haya podido oír más que a intervalos la décima parte restante, y que no haya penetrado todavía mucho entre aquellos que pudiera esperarse fueran los menos dispuestos a aceptarla: los mismos trabajadores.
Pero tratemos de imaginar lo que sucedería si se generalizara entre la clase trabajadora la idea de que la causa especial de su pobreza es la competencia de un número demasiado elevado de trabajadores, de tal manera que cada trabajador considerara (como Sismondi) que todo aquel que tenga un número de hijos mayor del que las circunstancias sociales permitan a cada uno, le ocasiona un perjuicio, ya que llena un espacio del que tiene derecho a participar. Todo aquel que suponga que un estado semejante de la opinión general no había de producir un gran efecto sobre la conducta, ha de ignorar profundamente la naturaleza humana; no puede haber reflexionado nunca sobre cuán numerosos son los motivos que inducen a la generalidad de los hombres, incluso a cuidar de sus propios intereses, que se derivan del respecto a la opinión —del temor a la desaprobación o al desprecio de los demás—. En el caso particular de que nos ocupamos, no es exagerado decir que el abuso lo causa tanto el estímulo de la opinión como la mera inclinación animal; ya que la opinión universal, y sobre todo entre las clases menos educadas, ha asociado ideas sobre el valor y la potencia con la fuerza del instinto, y sobre la inferioridad con sus moderación o su ausencia, lo que es una perversión del sentimiento causada por el hecho de que es el medio y símbolo del dominio ejercido sobre otros seres humanos. Sólo con que se hiciera desaparecer este estímulo se conseguiría un gran efecto; y una vez que la opinión se haya vuelto en la dirección opuesta, se produciría a corto plazo una verdadera revolución en este sector de la conducta humana. Se dice con frecuencia que por muy claramente que perciba un trabajador la relación que existe entre los salarios y la población, no por ello influirá sobre su conducta, a causa de que no son los hijos que él mismo pueda tener los que contribuirán de una manera general a rebajar los salarios. Cierto: como también es cierto que no se perderá una batalla porque un soldado huya; por ello no es éste el motivo que mantiene a cada soldado en supuesto; es el oprobio y la vergüenza que caen inevitablemente sobre el individuo aislado que realiza el acto, y que si fuera imitado por la mayoría, sería a todas luces fatal. Muy raros son los hombres que se atreven a desafiar la opinión general de la clase a que pertenecen, a menos que les sostenga algún principio más alto que el respeto a la opinión, o una fuerte corriente de opinión en alguna otra parte.
Hay que tener presente también que la opinión de que nos ocupamos, tan pronto como alcance algún predominio, encontrará un poderoso auxiliar en la mayor parte de las mujeres. Muy pocas veces son las familias demasiado numerosas porque la esposa así lo haya deseado; sobre ella recae (juntamente con todos los sufrimientos físicos y su parte correspondiente de privaciones) la totalidad de las intolerables faenas domésticas que resultan del exceso de hijos. Todo alivio en ese sentido lo acogerían como una bendición multitudes de mujeres que ahora nunca se aventuran a reclamar ese derecho, pero que lo reclamarían si las apoyaran los sentimientos morales de la comunidad. Entre los barbarismos que la ley y la moral no han cesado aún de sancionar, el más repugnante es desde luego que se permita a cualquier ser humano atribuirse un derecho sobre la persona de otro.
Si se estableciera alguna vez de una manera general entre la clase trabajadora la opinión de que su bienestar exige una debida regulación del número de familias, las personas respetables y de buena conducta se conformarían con la prescripción, y sólo se eximirían a sí mismos de ella aquellos que tuvieran por costumbre menospreciar las obligaciones sociales en general; y entonces se justificaría por sí misma la decisión de convertir en legal la obligación moral de no traer al mundo hijos que son una carga para la comunidad, de la misma manera que en muchos otros casos del progreso de la opinión la ley termina forzando a minorías recalcitrantes a aceptar obligaciones que para ser útiles tienen que tener un carácter general y que, por darse cuenta de su utilidad, una gran mayoría ha consentido voluntariamente en tomar sobre sí. No obstante, no habría necesidad de sanciones legales si se otorgara a las mujeres los mismos derechos de ciudadanía que a los hombres, a lo que por todo género de razones tienen derecho. Desde el momento en que dejaran de estar relegadas por la costumbre al ejercicio de una función física como su medio de vida y como origen de su influencia, por primera vez su voz tendría igual valor que la del hombre en lo que concierne a su función y no podría esperarse que ninguno de los perfeccionamientos de la humanidad que es posible prever hoy, fuera tan fecundo como éste en beneficios morales y sociales de todas clases[4].
Nos queda por examinar que probabilidades hay de que se susciten entre las clases trabajadoras opiniones y sentimientos basados en la ley que hace depender los salarios de la población, y por qué medios podrán suscitarse. Antes de examinar las razones por las que cabe concebir esperanzas a este respecto, esperanzas que muchas personas, sin duda, estarán dispuestas, sin ningún examen, a calificar de quiméricas, haré observar que, a menos que se pueda hallar una respuesta satisfactoria a esas dos cuestiones, el sistema industrial que prevalece en este país, que muchos escritores consideran como el non plus ultra de la civilización, puede considerarse irrevocablemente condenado: el sistema que hace depender la totalidad de la clase trabajadora de los salarios del trabajo mercenario. La cuestión que estamos examinando es si la sobrepoblación y la situación degradada de la clase trabajadora son consecuencia de este estado de cosas. Si el sistema de trabajo asalariado es irreconciliable con una prudente regulación de la población, el sistema en cuestión es perjudicial, y el más grandioso objetivo de la ciencia de la gobernación, desde el punto de vista económico, debería consistir (mediante no importa qué medidas concernientes a la propiedad y alteraciones en las formas de aplicar la actividad) en sujetar a la clase trabajadora a la influencia de motivos para esta clase de prudencia, más fuertes y más claros que los que puede ofrecer la relación existente entre patrones y obreros.
Pero no existe tal incompatibilidad. Las causas de la pobreza no aparecen a primera vista con tanta claridad a una población de trabajadores asalariados como a una población de propietarios, o como aparecerían a una comunidad socialista. No obstante, no son en modo alguno misteriosas. Lejos de que la clase trabajadora encuentre difícil de comprender la dependencia que existe entre los salarios y el número de competidores que buscan empleo, la comprenden tan bien que sus grandes asociaciones la reconocen y actúan por lo común de acuerdo con ella. Es familiar para todas las Trade Unions:: toda combinación afortunada para mantener los salarios altos debe su éxito a artificios para restringir el número de competidores; todos los oficios en los cuales se precisa habilidad desean mantener reducido el número de los que pueden ejercitarlo y muchos de ellos imponen o tratan de imponer a los patrones la condición de que no han de tomar mayor número de aprendices que los prescritos. Naturalmente, existe una gran diferencia entre limitar su número excluyendo a otras gentes y alcanzar el mismo fin mediante una limitación voluntaria en la procreación: pero tanto uno como otro muestran una clara percepción de la relación entre su número y la remuneración que reciben. Se comprende el principio por lo que respecta a cada forma de empleo de trabajo, pero no en lo que se refiere a la masa general de empleos. Hay varias razones para que así sea: en un campo limitado se ve con más facilidad y precisión la manera en que las causas actúan, en segundo lugar, los artesanos diestros forman una clase más inteligente que la clase ordinaria de trabajadores manuales: y su costumbre de reunirse y estudiar la situación general del oficio hace que se entiendan mejor sobre sus intereses colectivos; tercero y último, son los más previsores, porque son los que se hallan en mejor situación y tienen más intereses que salvaguardar. Sin embargo, no puede perderse la esperanza de ver comprendido y reconocido como una verdad de carácter general aquello que ya se percibe y se admite en determinados casos particulares. Una vez que la clase trabajadora se haya capacitado para poder tener una opinión racional de su propia situación como colectividad, parece que su reconocimiento, al menos en teoría, ha de ser una cosa necesaria e inmediata. hasta ahora la gran mayoría ha sido incapaz de esto, ya sea a causa de su incultura, ya de la pobreza, que privándoles del temor a empeorar de situación, y de la más mínima esperanza de mejorarla, les hace indiferentes a las consecuencias de sus actos y contribuye a que no piensen en el porvenir.
3. Por consiguiente, a fin de alterar las costumbres de la gente trabajadora, se precisa una doble actuación, dirigida al mismo tiempo a su inteligencia y a su pobreza. Lo primero que se necesita es una educación nacional efectiva de los hijos de la clase trabajadora, y coincidiendo con ella, una serie de medidas que hagan desaparecer (como la revolución lo hizo en Francia) la extrema pobreza durante una generación entera.
No es éste el sitio apropiado para examinar, ni aun en los términos más generales, los principios o la maquinaria de la educación nacional. Pero confiamos en que adelante la opinión sobre este asunto, y que ya no se considere como suficiente una educación palabrera, a pesar de la lentitud de nuestros progresos en este sentido, incluso cuando se trata de las clases a las que la sociedad declara abiertamente que desea dar la mejor educación posible. Sin examinar los puntos discutibles, puede afirmarse sin escrúpulo que la finalidad de toda instrucción intelectual para la masa del pueblo debería ser cultivar el sentido común; capacitarlos para que puedan juzgar con seguridad las circunstancias que les rodean. Lo que se pueda añadir a esto en un sentido intelectual, es más bien ornamental; en tanto que ésta es la verdadera base sobre la que debe descansar la educación. Una vez que se haya reconocido este objetivo y no se pierda de vista como finalidad principal, no será difícil decidir ni lo que se ha de enseñar, ni de qué manera se debe enseñar.
Una educación encaminada a difundir el buen sentido entre el pueblo, con aquellos conocimientos que lo capaciten para juzgar la finalidad de sus actos, aun cuando no se les inculcara directamente, haría brotar una opinión pública con arreglo a la cual se consideraría como deshonrosa la intemperancia y la imprevisión de todo género y se condenaría con severidad, como una ofensa contra el bien público, aquella que tiene como consecuencia inevitable la sobresaturación del mercado del trabajo. Pero aunque no podría dudarse, creo yo, de la eficacia de un estado semejante de la opinión, suponiéndola ya formada, para mantener entre ciertos límites el crecimiento de la población, no obstante, para formar la opinión yo no confiaría tan sólo en la educación. La educación no es compatible con la extrema pobreza. Es imposible enseñar eficazmente a una población indigente. Es difícil hacer sentir el valor de las comodidades a aquellos que nunca las han disfrutado, o hacer apreciar la miseria de una subsistencia precaria e incierta a aquellos que están acostumbrados a vivir al día. Los individuos aislados luchan con frecuencia por alcanzar una situación holgada; pero lo más que puede esperarse de una colectividad entera es que se mantenga en ella; y las reformas en los hábitos y las necesidades de la gran masa de trabajadores jornaleros serán difíciles y lentas, a menos que se imaginen los medios para elevarlos todos a un estado de comodidad tolerable y mantenerlos en ella hasta que haya crecido una nueva generación.
Para alcanzar este objetivo, sin perjudicar a nadie, sin exponerse a los males que acompañan a la caridad oficial o voluntaria, y no sólo sin debilitar, sino por el contrario, fortaleciendo los incentivos para la actividad y los motivos para la previsión disponemos de dos recursos.
4. El primero es la gran medida nacional de la colonización. Quiero decir, la concesión de fondos públicos, en cantidad suficiente para trasladar de una vez y establecer en las colonias una buena parte de la población agrícola joven. Dando la preferencia, según propone Mr. Wakefield, a los matrimonios jóvenes, o cuando éstos no pueden conseguirse, a las familias con hijos ya crecidos, se sacaría el mayor partido posible de los gastos para la obtención del fin deseado, mientras se facilitaría a las colonias lo que tanta falta hace allí y aquí sobra: trabajadores para el presente y para el porvenir. Otros han mostrado ya, y en un capítulo posterior expondremos las razones en que se basa esta opinión, que la colonización en gran escala podría realizarse en forma que no costara nada al país, o por lo menos nada que no pudiera restituirse con seguridad; y que los fondos necesarios, incluso como anticipos, no se retirarían del capital empleado en sostener trabajo, sino de aquel excedente que no puede encontrar empleo con una ganancia que represente una remuneración adecuada para la abstinencia del dueño, y que se envía por ello al extranjero para invertir o se gasta dentro del país en especulaciones atrevidas. Aquella parte de la renta del país que de ordinario es ineficaz para toda finalidad que beneficie a la clase trabajadora podría soportar cualquier sangría que fuera preciso hacerle para costear la emigración de que nos ocupamos.
[5]El segundo recurso sería dedicar todas las tierras comunales a la creación de una clase de pequeños propietarios, poniéndolas así en cultivo. Durante bastante tiempo ha sido práctica corriente sustraer esas tierras al uso público con la sola finalidad de añadirlas a las propiedades de los ricos. Ya es hora de que lo que de ellas queda se retenga para beneficio de los pobres. Existe ya el mecanismo para administrarlas, puesto que lo creó la Ley General de cercamiento. Lo que yo propongo (aunque, confieso, con poca esperanza de que se adopte pronto) es que en todos los casos venideros en que se autorice el cercamiento de tierras comunales, se venda la cantidad necesaria para indemnizar a los propietarios de derechos señoriales o consuetudinarios y el resto se divida en secciones de unos cinco acres, para dárselas en propiedad absoluta a los individuos de la clase trabajadora que las reclamen y cultiven con su propio esfuerzo. Debería darse preferencia a los trabajadores, y existen muchos, que tengan suficientes ahorros para mantenerse hasta que hayan recogido la primera cosecha, o cuya reputación sea tal que puedan encontrar con facilidad alguna persona responsable que les adelante los fondos necesarios con su sola garantía personal. Las herramientas, los abonos y en algunos casos también las subsistencias, podría suministrarlas la parroquia o el estado; la tierra así concedida se gravaría con un censo equivalente al interés producido por los fondos públicos, con el derecho por parte del nuevo propietario de redimir ese censo cuando lo estimara conveniente o fijando de antemano un cierto número de años para su extinción total. Podría establecerse por ley, si se creyera conveniente, que esas pequeñas propiedades fueran indivisibles; aunque, si el plan se llevara a cabo en la forma indicada, no sería de temer una subdivisión apreciable de las mismas. En caso de muerte sin testar, y si no hubiera arreglo entre los herederos, podría establecerse que el estado les comprara de nuevo a su valor para concederlas a cualquier otro trabajador que ofreciera garantías. Probablemente, el deseo de llegar a poseer una de esas pequeñas propiedades sería como lo es en el continente, un incentivo para la prudencia y la economía que se extenderían por toda la clase trabajadora; y así se crearía lo que tanto se echa de menos en un pueblo de trabajadores asalariados: una clase entre ellos y los patrones; lo que les ofrecería la doble ventaja de constituir un objetivo para sus deseos y, como hay buenas razones para suponer, un ejemplo que imitar.
Sería, no obstante, de bien poca utilidad que se adoptara una de esas medidas, o ambas a la vez, sino se realizaran en una escala suficiente para permitir que la masa de trabajadores que permanezca ligada al suelo obtenga algo que les coloque en una situación que les permita vivir y criar a sus hijos con un grado de comodidades y de independencia que hasta entonces desconocía por completo. Cuando el objetivo que se persigue es elevar de manera permanente la situación de un pueblo, los medios mezquinos no producen simplemente efectos mezquinos, sino que sus efectos son nulos. A menos que pueda hacerse que la vida holgada sea tan habitual para una generación entera como lo es ahora la indigencia, no se conseguiría nada; y las medidas tomadas a medias no hacen más que malgastar recursos, que es preferible reservar hasta que el mejoramiento de la opinión pública y de la educación haga surgir políticos que no piensen que, precisamente cuando un proyecto es prometedor, lo mejor que puede hacer el estadista es dejar que se las arreglen como puedan.
[6]He dejado los párrafos que anteceden tal como los escribí, ya que en principio continúan siendo ciertos, si bien ya no urge aplicar esos remedios al estado actual del país. El extraordinario abaratamiento de los medios de transporte, que es uno de los grandes adelantos científicos de la época, y el conocimiento que casi todas las clases del pueblo han adquirido ya, o están en vías de adquirir, acerca de la situación del mercado de trabajo en las más remotas partes del mundo, han dado lugar a una emigración espontánea tan importante desde estas islas hacia los nuevos países del otro lado del océano, que más bien tiende a aumentar que a diminuir y que sin necesidad de recurrir a ninguna medida nacional de colonización puede ser suficiente para provocar una elevación apreciable de los salarios en la Gran Bretaña, como lo ha hecho ya en Irlanda, y mantenerla durante una generación o dos. La emigración se está convirtiendo en una salida permanente para los miembros superfluos de la comunidad, en lugar de ser como antes un respiradero temporal; y esta realidad, nueva en la historia, unida a la prosperidad que ha traído el libre cambio, ha concedido un respiro a este país sobrepoblado, respiro que puede aprovecharse para realizar las reformas morales e intelectuales necesarias en todas las clases populares, incluso las más pobres, que dificulten la recaída a un estado de excesiva sobrepoblación. El que se aproveche o no esta oportunidad depende de la sabiduría de nuestros ministros; y todo lo que de esto dependa es siempre altamente precario. Las razones para tener esperanza residen en queja más en ninguna época de nuestra historia ha dependido tan poco el progreso espiritual de la acción de los gobiernos y en tan gran medida de la disposición general de pueblo; jamás se ha extendido el espíritu de mejora a tantas ramas de los asuntos humanos a la vez, ni se escucharon con tan pocos prejuicios toda clase de sugerencias que tengan como finalidad el bien público en todos los aspectos, desde el puramente físico hasta el de orden moral o intelectual más elevado, ni tuvieron nunca tantas probabilidades de ser tomados en consideración.
• Tomado de John Stuart Mill: Principios de Economía Política con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social. Fondo de Cultura Económica. México, 1951. pp. 333-343
[1] (El resto de esta frase apareció primero en la 3a. ed. (1852). En la 1a. y 2a. ed. (1848, 1849), el texto era: “¿No es hasta ahora una de las recomendaciones favoritas para ser elegido por sufragio popular para una función parroquial el tener una familia numerosa y ser capaz de mantenerla? ¿No publican los candidatos su intemperancia en carteles y circulares por toda la ciudad?” Dickens, The Election for Beadle en Sketches by Boz, “Our Parish”, cap. IV).
[2] Poca mejoría puede esperarse en la moral mientras no se considere el producir una familia numerosa con los mismos sentimientos que la embriaguez o cualquier otro exceso físico. Pero mientras la aristocracia y el clero sean los primeros en dar el ejemplo de esta clase de incontinencia, ¿qué puede esperarse del pobre?
[3]Nouvaux Principes, lib. VII, cap. 5.
[4](Las dos últimas frases se añadieron en la 3a. ed. (1852) )
[5] (En la 3a. ed. (1852), se omitieron las siguientes frases del texto original desde el principio del párrafo:” En el caso de Irlanda, en la crisis por que atraviesa actualmente, la colonización como remedio exclusivo es, creo yo, poco conveniente. Los irlandeses son quizá el pueblo de Europa que peor se adapta a la colonización de tierras deshabitadas; ni tampoco deben reclutarse los fundadores de naciones, que han de ser con el tiempo tal vez las más poderosas del mundo, entre los habitantes menos civilizados y menos adelantados de los países viejos. Es, pues, una gran suerte que las tierras desocupadas de Irlanda ofrezcan un recurso tan apropiado para resolver el caso, que la emigración puede reducirse a un rango muy secundario. En Inglaterra y en Escocia, con una población mucho menos excesiva y mejor adaptada a la vida del colono, la colonización tiene que ser el principal recurso para aliviar el mercado del trabajo y mejorar la situación de la actual generación de trabajadores en tal grado que se eleve el nivel de vida permanente de la siguiente generación. Pero también Inglaterra tiene tierras incultas, aunque menos extensas que las de Irlanda; y el segundo recurso, etc.”.)
[6] (Añadido en la 6a. ed. (1865) ).