James M. Buchanan
La
economía política del déficit presupuestario
Introducción
Tal vez no deba sorprendernos que mis esfuerzos en ambos casos erizaron el plumaje de los economistas, quienes continúan bajo el dominio del paradigma macroeconómico impuesto a mediados del siglo pasado por la “revolución” keynesiana en el pensamiento económico. No continuaré la argumentación que prevalece en este contexto con otros economistas, pero resulta útil mencionar aunque sea brevemente la posición de mis adversarios como trasfondo para la discusión que sigue.
Los
principales elementales
En
los términos más sencillos, las consecuencias económicas de un déficit
presupuestario financiado con deudas son equivalentes a las consecuencias económicas
de un déficit financiado mediante endeudamientos en la cuenta de cualquier
unidad económico-financiera, sea esta una persona, una familia, una corporación,
un club, una iglesia o un sindicato de trabajadores. Cuando los ingresos que se
obtienen son inferiores a los egresos o gastos actuales surge un déficit, y si
no se incrementan los ingresos o se disminuyen los egresos el déficit o
diferencia debe ser financiado pidiendo préstamos, en el caso de los gobiernos
nacionales, que tienen la autoridad para emitir papel moneda, los déficit
presupuestarios también pueden financiarse directamente mediante la emisión de
dinero. Dejaré fuera de esta discusión esta posible fuente de ingresos, ya que
el tema que nos interesa trata de las consecuencias de los déficit financiados
por medio de deudas. Estas consecuencias en sí mismas pueden hacer de la
monetarización un recurso de última instancia, aspecto que trataré en forma
breve más adelante.
Tanto
para el deudor como para el acreedor, la venta y compra de instrumentos de deuda
implica un desplazamiento temporal de la disponibilidad de fondos. El deudor se
ve capacitado a adaptar más que sus ingresos al inicio del período
presupuestal, pero se obliga a gastar menos que sus ingresos en algún periodo
futuro. Por la otra parte, el acreedor gasta menos que sus ingresos en el
periodo inicial pero se ve capacitado para gastar más que los ingresos en los
periodos durante los cuales la deuda se amortiza. Como he sostenido a lo largo
de tres décadas, el gobierno no es fundamentalmente diferente en estos sentidos
de cualquier otro deudor.
Se
hace necesario volver a los orígenes debido a la inmensa confusión que priva
en buena parte de las discusiones sobre la deuda pública y los déficit. Si
descartamos una suspensión en el servicio de la deuda, la consecuencia económica
primaria del gasto gubernamental financiado por deuda es la necesidad
garantizada de que nosotros, como ciudadanos contribuyentes y beneficiarios de
los programas positivos, deberemos renunciar a partes de nuestros ingresos en
periodos futuros para poder cubrir los gastos de intereses y amortizaciones
sobre la deuda. Una parte de nuestros ingresos futuros ha sido comprometida para
satisfacer los legítimos reclamos de los acreedores del gobierno. No importa en
absoluto si estos acreedores son ellos mismos ciudadanos o extranjeros.
El
financiamiento de los gastos gubernamentales corrientes mediante endeudamientos
equivale a “devorar” el valor del capital nacional. Si definimos el valor
capital descontando un flujo esperado de ingresos futuros, entonces cualquier
desviación de dichos ingresos reduce este valor. Y lo hace de la misma manera
como lo haría el consumo de bienes de capital. Al financiar los egresos públicos
actuales mediante endeudamientos, en realidad lo que estamos haciendo es cortar
el manzano para hacer leña, con lo cual reduciremos la cosecha del huerto para
siempre.
Con
frecuencia se rechaza la analogía entre el consumo público financiado por
endeudamiento y la destrucción del valor capital porque se argumenta que,
siendo ciudadanos los acreedores de la deuda interna, las obligaciones contra
los ingresos futuros de ésta se balancean exactamente contra las exigencias de
quienes han comprado participaciones gubernamentales. Desde esta lógica
macroeconómica simplista, no hay efectos sobre los valores del capital sumados
sobre toda la economía. El absurdo de esta argumentación queda demostrado en
cuanto reconocemos que quienes compran las participaciones en el gobierno lo
hacen en forma completamente voluntaria en una transacción de intercambio y
que, precisamente porque la compra es voluntaria, estas mismas personas pudieron
haber empleado esos fondos sea para comprar otros activos privados que rindan
ingresos o para el consumo privado durante el periodo inicial. En cualquier
caso, los valores de capital de los acreedores en manos de aquellos que
compraron participaciones gubernamentales no se pueden contra como contrapartes
positivas del valor de capital negativo que necesariamente entraña la obligación
de satisfacer caros futuros por intereses y amortización. Este valor negativo
es un cargo contra la cartera de los ciudadanos, como miembros de la unidad política,
y no se balancea por ningún incremento positivo al valor de capital asignado
apropiadamente a este mismo portafolio. Este resultado es válido
independientemente de las fuentes de los fondos iniciales prestados al gobierno.
Deuda
interna y deuda externa
Este
error lógico básico en el análisis también anima el conocido argumento según
el cual la deuda en manos de extranjeros, así llamada deuda externa, es más
onerosa que la deuda que está en manos de ciudadanos o de organizaciones domésticas.
El error aquí se origina por no considerar las alternativas que inicialmente se
ofrecen a quienes compran los títulos. Si son ciudadanos quienes compran los
instrumentos de la deuda, se hace imposible el empleo alternativo d los fondos
en la economía doméstica. Si los bonos son comprados por extranjeros, quedarían
abiertas estas alternativas en la economía doméstica. Las reclamaciones contra
ingresos futuros por parte de los extranjeros del segundo caso son exactamente
equivalente al valor de los empleos de los fondos que siguen estando disponibles
para su explotación como inversiones privadas o como oportunidades de consumo.
Como ciudadanos, como miembros de la organización política del gobierno,
quedamos exactamente en la misma posición si la deuda nacional está en manos
de personas al interior o al exterior de la economía nacional.
Se
sugiere con frecuencia que el régimen de los ochenta de déficit masivos ha
podido sostenerse sin perjuicios económicos mayores sólo gracias a que han
sido extranjeros quienes han comprado grandes lotes de las obligaciones emitidas
para financiar los déficit. De otro modo, se sugiere, los déficit
presupuestarios de la magnitud experimentada habrían ejercido presiones
ascendentes inaceptables sobre las tasas de interés. Mi conclusión acerca de
los efectos equivalentes de la deuda externa y la doméstica o interna no
contradicen tal sugerencia. El impacto de un déficit financiado con
endeudamiento de cualquier tamaño sobre las tasas de interés dependerá de la
oferta de fondos para prestar, y si los inversionistas extranjeros ofrecen
fondos para los mercados de préstamos locales, sean públicos o privados, las
tasas de interés serán menores de lo que serían de no disponerse de tales
fondos de inversión extranjera. No hace ninguna diferencia si los extranjeros
compran obligaciones privadas o gubernamentales.
Arrinconamiento
Una
segunda fuente de confusión mayor, o al menos de ambigüedad, tiene que ver con
la cuestión del “arrinconamiento”. Como el financiamiento de la deuda
fuerza al gobierno a vender
obligaciones a cambio de los fondos que proveen los acreedores, fondos que se
consumen cuando gasta el gobierno, parece evidente que estos fondos podrían ser
empleados por los prestadores para comprar obligaciones privadas que rindan
ingresos. Los vendedores potenciales de obligaciones privadas (por ejemplo,
firmas en busca de expandir sus facilidades de capital mediante la emisión de
acciones o bonos) quedan “arrinconados”. Las obligaciones privadas sólo
pueden entrar al mercado a tasas de interés que son muy superiores a aquella
que prevalecerían de no existir la operación de préstamo del gobierno.
Algunos
economistas han cuestionado este argumento en apariencia simple; según ellos la
cuestión de la deuda pública, en sí misma, estimula nuevos ahorros. De
acuerdo con esta argumentación, los ciudadanos se darán cuenta de los gravámenes
tributarios que están implicados en cualquier operación de endeudamiento público
del periodo futuro. En consecuencia, ajustarán su comportamiento de tal manera
que estos futuros pagos de gravámenes, que les serán impuestos a ellos o a sus
descendientes, puedan ser más fáciles de cumplir. Según este escenario, el
ciudadano, al poder observar el endeudamiento del gobierno hará ahorros
adicionales mediante la reducción de sus tasas actuales de sus gastos de
consumo. El ahorro adicional, en la medida en que ser realice, deberá equiparse
con las demandas adicionales de fondos prestables que representa la operación
de endeudamiento público. En el extremo, si los nuevos ahorros balancean
completamente la situación, no habrá “arrinconamiento”. Y, aun de no ser
completo, cualquier ahorro que se genere como resultado de la cuestión de la
deuda pública atenuará el arrinconamiento de la formación de capital privada
más allá de lo sugerido por el argumento inicial.
Mi
propia posición es que el hecho de que el financiamiento por endeudamiento de
los déficit presupuestarios “arrincone” o no a la inversión privada y a la
formación de capital es esencialmente una cuestión no es mi intención sugerir
que carezca de importancia. En vez de ello sugiero que es inexcusable que los
economistas se concentren injustificadamente en esta discusión, que suponga que
no ocurre ningún arrinconamiento. Supongamos que los déficit financiados por
deuda no tiene efectos sobre la tasa de interés, y por ende sobre la tasa de
formación de capital en la economía. Este resultado requeriría que los nuevos
ahorros generados fueran suficientes para financiar por completo todos los
instrumentos de deuda gubernamental ofrecidos.
La
consecuencia económica primaria del
financiamiento por endeudamiento de los déficit seguiría estando presente aun
en este caso extremo y totalmente fuera de la realidad. Seguirá habiendo una
demanda neta contra los flujos de ingresos privados futuros en la economía,
demanda detentada por los acreedores del gobierno, todas aquellas personas,
individuos u organizaciones, domésticos o extranjeros, que posean títulos
gubernamentales. Los impuestos, que por su propia naturaleza son coercitivos,
tendrán que imponerse en contra personas para poder generar los ingresos
necesarios para financiar el pago de intereses sobre la deuda. Por definición,
aquella parte de los ingresos privados que deba destinarse al pago de impuestos
no puede estar disponible para usos privados como podrían desear los
individuos, tanto para efectos privados como podrían desear los individuos,
tanto para efectos privados como públicos. Se hará presente la carga de tener
que efectuar pagos de impuestos a partir del ingreso personal,
independientemente del comportamiento de aquellos que hagan las decisiones del
periodo inicial respeto a cuánto ahorrar y cuánto consumir. La persona que
enfrente un impuesto para financiar el pago de intereses no establecerá ninguna
relación entre el ahorro que sus padres puedan o no haber hecho y la deuda que
se contrajo anteriormente. La persona que enfrente un impuesto para financiar el
pago de intereses no establecerá ninguna relación entre ahorro que sus padres
puedan o no haber hecho y la deuda que se contrajo anteriormente. La persona que
encare un impuesto así razonará simplemente a partir del hecho observado de
que los ingresos que de otra manera podría usar se le quitan así razonará
simplemente a partir del hecho observado de que los ingresos que de otra manera
podría usar se le quitan mediante impuestos. El resultado es análogo
precisamente al ejemplo de la huerta de manzanas que mencionamos anteriormente.
Si el producto de tres de los árboles dentro de la propiedad nominal de un
individuo se destinan al servicio de la deuda, esto es completamente equivalente
a tener una huerta con tres árboles menos.
¿Cuánto
tiempo podemos gravar el futuro?
Las
implicaciones descriptivas del análisis más elemental son claras. El gobierno
federal se ha embarcado en un patrón de gastos financiados por endeudamiento
que no puede sostenerse indefinidamente. El hecho de que el gobierno no pueda
caer en bancarrota en ningún sentido análogo a la bancarrota de personas o de
firmas comerciales no modifica nada la proposición central. Por supuesto, los
poderes últimos que el gobierno tiene para recaudar impuestos y crear dinero
garantizan que se respetarán todas las demandas por deudas a valor nominal,
pero no nos ofrecen una opción viable para una reforma permanente, ni un
incremento continuado de la proporción de la proporción de los impuestos
recaudados, destinada al pago de intereses ni tampoco una monetarización
inflacionaria de las deudas nominales.
Es
necesario reducir el déficit presupuestal. Pero, ¿cuáles son la consecuencias
de esta reducción? Es necesario recortar, tal vez dramáticamente, las tasas
actuales de gasto gubernamental, y/o incrementar quizá dramáticamente las
tasas impositivas actuales. Cualquiera de estas dos opciones, o cualquier
combinación de ellas también debe tener serias consecuencias económicas. Los
recortes en el gasto reducirán los beneficios esperados por todas aquellas
personas y grupos que han anticipado programas de expansión continuos. Los
aumentos en los impuestos, reducirán los ingresos disponibles para los
individuos
privados, una proporción de los cuales se habrían destinado a la inversión
privada.
Podría
predecirse que una reducción en el déficit, financiada por un recorte en las
tasas del gasto gubernamental o por un incremento en las tasas de los impuestos,
haría descender la tasa de interés, ya que la reducción de la demanda
gubernamental de fondos prestables no quedaría completamente compensada por una
reducción en la oferta de tales fondos. Este efecto sobre la tasa de interés
es a su vez una consecuencia secundaria de la reducción o eliminación del déficit.
La consecuencia primaria es un desplazamiento de la incidencia del pago de los
programas gubernamentales que cambia de causantes futuros a aquellos que están
activos durante el periodo en que el gobierno hace realmente sus erogaciones.
En
algún punto será necesario realizar este desplazamiento en la incidencia
temporal del gasto gubernamental. El crecimiento real de la economía nacional
puede posponer el día en que se llegue a esa decisión, pero el pago de
intereses no puede absorber de manera permanente una proporción creciente del
presupuesto federal.
¿Es
necesario cambiar las reglas?
¿Acaso
hay buenos prospectos de que nuestros procedimientos democráticos de decisión
puedan lograr este cambio de incidencia? ¿No será necesario predecir que estos
procesos operarán para asegurar que el dilema del déficit empeore mucho antes
de que mejore? ¿Después de haberse embarcado en este patrón de gasto
financiado por endeudamiento, podrá nuestra estructura política, tal como está
organizada hoy en día, salir airosa del desafío que enfrenta?
No
creo que pueda ni que vaya a hacerlo. Como todos podemos observar, parece haber
costos políticos casi insuperables implicados tanto en una reducción de los
gastos como en el aumento de impuestos. La política moderna de Estados Unidos
opera en concordancia con un conjunto de reglas que vuelven casi imposible una
resolución efectiva de la cuestión del déficit. Debe quedar clara la
implicación de esto. Sólo podemos esperar mejorías o reformas si se cambian
las reglas. Debido a esta convicción, desde hace mucho he apoyado resueltamente
las proposiciones de enmienda a la constitución que exijan un balance
presupuestal.
No
desarrollaré aquí el argumento a favor de tal enmienda. Lo he hecho en muchas
ocasiones anteriormente, y no es éste mi cometido actual. En vez de ello deseo
adoptar una perspectiva “realista” y examinar lo que parece hoy, a fines de
los ochenta, el escenario más probable. Independientemente de lo que yo pudiera
esperar en lo personal hoy no puedo predecir la instrumentación de una enmienda
a la constitución que pueda asegurar un presupuesto balanceado en el decenio próximo.
Es más, no pienso que los compromisos congresionales en la forma general Gramm-Rudman
se vuelvan efectivos. Bien pueden darse esfuerzos del congreso que sean casi
exitosos en el corto plazo para reducir el tamaño de los déficit
presupuestales sin cambios en las reglas o procedimientos básicos de decisión.
Incluso estos
esfuerzos pueden llegar a ser contraproducentes a largo plazo debido a que
pueden, en la medida en que tengan éxito en el corto plazo, servir sólo para
distraer la atención de la reforma estructural de procedimientos que se
requiere. Cualquier restablecimiento del congreso como ese de una disciplina
fiscal efectiva podría y sería probablemente disipado de manera rápida por un
retorno hacia la intemperancia fiscal. Si se da credibilidad a este prospecto,
¿por qué habrían de incurrir los dirigentes políticos en costos políticos y
económicos presentes a fin de beneficiar a líderes políticos y representantes
que vendrán después?
Prospectos
de incumplimiento
Así
pues, ¿qué podemos esperar con realismo? ¿Las constantes expresiones de
preocupación harán algo sobre los déficit financiados por deuda, tomando en
cuenta su magro éxito? ¿Lo harán interesantes cada vez más gravosos que
consumen porciones más y más grandes de los egresos del presupuesto federal?
En
algún punto de una secuencia como ésta, el incumplimiento o el repudio de la
deuda nacional debe convertirse en un tema político central. Como la deuda
nacional de los Estados Unidos está tasada casi exclusivamente en dólares,
puede reducirse su valor real mediante la emisión de dinero en su límite a
cero, dramáticamente. Hay dos vías en las que puede tomar lugar el
incumplimiento mediante la monetarización. Primera, las autoridades monetarias
de la Reserva Federal podrían sencillamente comprar todas las obligaciones
corrientes de gobierno con dólares recién creados. Bajo tales circunstancias,
se garantizaría a todos los acreedores el valor nominal completo de sus créditos.
La inflación generada por el dinero recién emitido reduciría los valores
reales de todas las obligaciones fijas de la economía; la operación sería
equivalente a gravar con impuestos a todos los tenedores de tales obligaciones.
De manera alternativa, la autoridad monetaria podría genera inflación
expidiendo dinero adicional a través de los canales ordinarios, reduciendo de
esta forma los valores reales de todas las deudas nominales circulantes, tanto pública
como privadas. En este caso los efectos serían casi equivalentes a los de la
primera operación: la incidencia efectiva sería sobre los tenedores de
obligaciones fijas. Es más probable que ocurra la segunda de estas operaciones
que la primera, acompañada por la negativa de todos los involucrados en cuanto
a que se trate de un intento explícito de no caer en incumplimiento respecto a
la deuda nacional.
La
relación entre la deuda nacional y otra ronda de inflación merece ser
observada más cerca. La inflación efectuará una reducción del valor real de
la deuda pública pendiente; la deuda como proporción del PIB podría incluso
nivelarse y hasta decrecer. Por esta razón, resultan muy sospechosas todas las
comparaciones entre el tamaño de la deuda nacional y el PIB, ya que la proporción
de deuda a producto se puede reducir dramáticamente mediante una inflación
masiva. No obstante, una política de tal envergadura puede resultar mucho menos
efectúa (desde la perspectiva del gobierno) a fines de los ochenta y
principios de los noventa de lo que resultó en el decenio de los setenta. Dado
que hoy en día la deuda circulante se concentra más en instrumentos de corto
plazo, las expectativas inflacionarias se verían rápidamente traducidas en las
tasas de interés. A medida que el gobierno intentara dar vuelta y refinanciar
instrumentos de deuda que llegasen al vencimiento, los pagos de intereses se
elevarían para alcanzar la inflación anticipada. Los resultados fiscales
aparentemente benéficos tendrían efectos sobre todo en el corto plazo.
En
algún punto de esta secuencia, es indudable que la discusión política tocaría
en forma más explícita el repudio de la deuda nacional; el hecho de que la
mayoría de los comentaristas sobre el déficit, incluyendo economistas,
soslayen un examen serio del repudio de la deuda me parece análogo a cruzar un
cementerio silbando. Cuando consideramos el incumplimiento seriamente, nos damos
cuenta de que los argumentos contra un cambio de política drástico no son ni
tan fuertes ni tan auto evidentes como nos gustaría esperar. No me es posible
en este lugar desarrollar por completo los argumentos contra un cambio de política
drástico no son ni tan fuertes ni tan auto evidentes como nos gustaría
esperar. No me es posible en este lugar desarrollar por completo los argumentos
de ambos bandos, pero permítaseme formular la cuestión como sigue: ¿Por qué
habría que coaccionar a los contribuyentes y a los beneficiarios de los
impuestos que vivan en el año 2000 a pagar los beneficios de los programas públicos
que nosotros, los contribuyentes y los beneficiarios de los ochenta hemos
consumido? ¿Por qué habrían de pagar los contribuyentes de un período futuro
(que por supuesto puede incluirnos a muchos de nosotros) por los dispendios de
hoy? He examinado esta pregunta con cierto detalle, y el argumento más fuerte
que pude encontrar contra el incumplimiento estriba en el reconocimiento legítimo
de los reclamos sostenidos por los acreedores. Aquellos que están comprando
obligaciones gubernamentales, y los que lo han hecho en el pasado, lo hacen y lo
han hecho bajo la expectativa de que sus derechos serán respetados. Repudiar
tales obligaciones equivaldría a una violación contractual, y nos gusta vivir
dentro de un sistema legal en el cual respetan los contratos. Sin embargo, los
gobiernos nos han roto contratos en muchas ocasiones anteriores, y, después de
todo, ¿con quién celebraron el contrato los acreedores? No deseo sugerir que
los argumentos a favor del repudio de las deuda nacional llegaran a ser
dominantes en lo político. Lo que sugiero en cambio es que el incumplimiento se
volverá cada vez más discutido a medida que continúe el patrón de gasto
financiado por endeudamiento.
El
incumplimiento, claro está, implicaría un alto a nuevos préstamos, al menos
por un tiempo, puesto que los prestamistas devendrían bastante escasos. No
obstante, obsérvese que el repudio de la deuda eliminaría el enorme componente
que significan los intereses en el presupuesto. Así pues, una vez que rebasemos
el umbral donde los cargos anuales por intereses excedan el déficit anual (lo
cual no está lejos), realmente será el interés de los contribuyentes y
beneficiarios de los impuestos repudiar la deuda.
Conclusiones
Tanto
nuestras estructuras fiscales como las monetarias se encuentran actualmente en
desorden. Como miembros del cuerpo político, todos nos estamos comportando
irresponsablemente en nuestro poco deseo por observar, analizar y por último
apoyar reformas estructurales que ofrezcan las únicas perspectivas de una mejoría
permanente. Hemos permitido que, accidentalmente, unas autoridades monetarias
casi independientes se hicieran de un monopolio sobre los asuntos que atañen al
dinero fiduciario sin control efectivo de mercado o político. ¿Quién puede
predecir un camino aleatorio, que es la mejor forma de caracterizar la clase de
sistema monetario que hoy padecemos? Al lado de esta autoridad monetaria de
camino aleatorio, tenemos una estructura fiscal de la que ha sido prácticamente
eliminada toda pretensión por balancear los costos de los impuestos contra los
beneficios de los gastos. Sin embargo, el problema no es la irresponsabilidad de
los dirigentes políticos, tanto en las ramas ejecutiva o legislativa del
gobierno. El problema es que las reglas del juego son tales que la prudencia y
responsabilidad fiscales se encuentran más allá de los límites de lo políticamente
realizable. Los contribuyentes disfrutan los beneficios del gasto público; no
disfrutan con el pago de impuestos. La política del déficit es tan sencilla
como esto.
La
tragedia es que tantos de nosotros nos demos cuenta con claridad de lo que está
sucediendo y sigamos siendo impotentes para hacer algo al respecto. Con
frecuencia he hablado a favor de una genuina “revolución constitucional”,
pero ¿cómo podemos avanzar hacia su realización?
A
pesar de todo, permítaseme terminar con una nota más bien optimista. A lo
largo de una década se ha discutido seriamente acerca de la propuesta de
enmienda constitucional para un balance presupuestario, y ello en niveles políticos
importantes. Gramma-Rudman expresa por lo menos un reconocimiento de la
necesidad de varios tipos de pre-compromisos fiscales. Por último, los
economistas están a punto de darse cuenta de la necesidad de examinar cambios
estructurales básicos en nuestras instituciones económicas y políticas, y
sobre todo en nuestra estructura monetaria y fiscal. Todos estos probablemente
sean precursores necesarios de una reforma a las reglas fiscales y monetarias.
Si, y se trata de un si muy grande, tan sólo pudiéramos iniciar esta reforma
antes de que sea demasiado tarde.
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