Revista académica de economía
con
el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas ISSN
1696-8352
Carlos Sabino
La crisis de la deuda externa que, como vimos, tan duramente golpeara a Bolivia a partir de 1981, se extendió a todas las regiones del mundo a partir del colapso financiero mexicano de 1982. La situación de México, para ese momento, no era muy diferente a la de muchas otras naciones en desarrollo que habían confiado en el estado como promotor del crecimiento económico y de la justicia social, construyendo sistemas que suelen denominarse mercantilistas o intervencionistas (v. supra, capítulo 2). Pero México, además de ser uno de los grandes países del planeta por su población, economía y superficie, era también un país exportador de petróleo y el vecino siempre problemático de los Estados Unidos. No extrañará entonces que las repercusiones de su crisis fueran mucho más amplias y profundas que las de otros naciones que, en Africa, Europa Oriental, Asia y América Latina, atravesaban por circunstancias de algún modo similares.
Para nuestra región, por otra parte, México siempre ha sido un punto de referencia fundamental. Desde la legendaria Revolución Mexicana de 1910-17 hasta el nacionalismo de Lázaro Cárdenas en la década de los cuarenta, el país norteño ha ejercido una constante influencia política e ideológica, a pesar del curso singular que ha seguido su derrotero histórico, muy diferente en varios sentidos al del resto de América Latina. Porque México logró mantener, durante un largo período, un sistema político estable que combinaba ciertas formas democráticas con un cerrado autoritarismo, configurando un modelo peculiar de dominación que Vargas Llosa, con verdadero acierto, denominó "la dictadura perfecta".
La crisis significó para los gobernantes mexicanos un desafío sin igual: había que modificar la economía –y era necesario hacerlo en profundidad– pero no se quería desmantelar un sistema político y económico que tenía hondas raíces históricas y que tantos beneficios reportaba a quienes de él usufructuaban. A pesar de este delicado equilibrio las reformas, poco a poco, se fueron realizando, hasta que llegó un momento en que su éxito se mostró al mundo como completo e irreversible. Algunos, como siempre, llegaron incluso a hablar de un "milagro" económico mexicano, con lo que manifestaron entender bien poco, tanto de milagros como de economía. Pero, justo cuando parecía haber llegado el instante del triunfo final de quienes conducían las reformas, éste se convirtió en el imprevisible preludio de otra crisis, brutal por sus consecuencias, que despertó al coro de quienes siempre están dispuestos a señalar que el capitalismo agoniza y que las "políticas neoliberales" han fracasado sin el menor atenuante.
La realidad, como veremos enseguida, se encontraba bastante alejada de estos juicios extremos. Pero los profundos cambios que ha sufrido México en estos años nos autorizan a hablar de un vasto proceso de modernización –accidentado pero efectivo– que está haciendo emerger una sociedad muy diferente a la tradicional. Para comprender estos matices, para abarcar –aunque sea en parte– la complejidad de la transformación mexicana, será preciso que nos remontemos precisamente hasta los antecedentes del colapso financiero de 1982.
1 La Crisis de la Deuda Externa y sus Antecedentes
"Hasta que estalló la crisis [en agosto de 1982], México había disfrutado de cuatro décadas de crecimiento económico sostenido, ... que permitió una sub[id]a constante del producto por habitante, a pesar de una alta tasa de crecimiento poblacional. Entre 1940 y 1980 el PBI creció a una tasa anual promedio de 6,4%, por lo que el PBI per cápita aumentó 2,5 veces entre esos años." [Cartas, José María, El Caso Mexicano. Estabilización Macroeconómica y Reforma Estructural en el Contexto Político y Social, Ed. KAS-CIEDLA, Buenos Aires, 1993, pág. 9.] Este magnífico resultado, que contradice en apariencia la crítica al modelo de economía cerrada que venimos desarrollando en este libro, se debió a un conjunto de factores que es preciso tomar en cuenta para no arribar a conclusiones equivocadas. Entre ellos pueden citarse: a) los beneficios expansivos iniciales que produce toda política de sustitución de importaciones, especialmente en países grandes, donde es posible aprovechar ciertas economías de escala y un mercado interno potencialmente muy vasto (v. supra, 3.1 e infra, 14.1), lo que neutraliza en parte las deficiencias del modelo, al menos durante un cierto período; b) la proximidad con los Estados Unidos, que ha dinamizado siempre la economía mexicana y le ha permitido "exportar" una proporción signficativa de la mano de obra que no puede absorber su economía, provocando a su vez un flujo de remesas que envían los expatriados a sus familias; c) las exportaciones petroleras, que dieron al estado mexicano un margen de maniobra para mejorar sus balances fiscales y realizar inversiones de importancia que otros estados no tuvieron la posibilidad de efectuar, y d) la aplicación de sanas políticas fiscales y monetarias durante las primeras tres décadas, aproximadamente hasta el boom petrolero de 1974, [V. Cartas, íd., pág. 10. Algunos de estos fenómenos los estudiaremos con más detalle cuando veamos en caso venezolano, en el siguiente capítulo, ya que en ese país también hubo una sana política fiscal hasta 1974 y los efectos de los ingresos petroleros han sido aún más amplios y fáciles de percibir.] pues no se recurrió a un endeudamiento desordenado ni se admitieron déficits que pudieran ocasionar inflación.
Buena parte de este crecimiento, además, puede ser atribuido al marco político estable en que se desenvolvió la economía mexicana desde los años treinta. Con un sistema político sui generis, heredero de la revolución de 1910 y consolidado con la creación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), México logró evitar un fenómeno característico de la región y muy dañino para el crecimiento: la debilidad de los gobiernos civiles, con su secuela de inestabilidad política y recurrentes dictaduras militares. Lo hizo, sin embargo, erigiendo un sistema político centralizado y discrecional –que integraba la disidencia siempre y cuando se aceptara su hegemonía fundamental– y convirtiendo al PRI en un partido de estado, que permitía el juego democrático formal siempre y cuando éste no afectara su monopolio del poder.
Del contenido casi socialista que había tenido la revolución a principios del siglo se fue pasando, en una transición que abarca aproximadamente hasta 1950, a un sistema de tipo mercantilista casi sin fisuras que se mantuvo con muy pocas modificaciones durante décadas. Se dio cabida a un sector privado importante, pero siempre ligado estrechamente al poder político, lo que permitió que éste "obtuviera ganancias sin verse sometido a la presión de la competencia en los mercados". [Id., pág. 11.] Estos beneficios –que no exactamente ganancias desde el punto de vista de la teoría económica– representaban más bien el usufructo del botín que se distribuía entre empresarios y políticos, y que derivaron en "una de las reparticiones de ingresos más injustas del mundo". [Mols, Manfred, "Transformación Política en México", en Hofmeister y Thesing, Op. Cit., p. 209.]
El crecimiento de la economía se hizo así sobre la base de una industria fuertemente protegida a través de altas barreras arancelarias y no arancelarias con el exterior, un tipo de cambio fijo y fuertes inversiones estatales, facilitadas como dijimos por los grandes ingresos petroleros que llegaban al estado. Se creaban empresas e institutos públicos a discreción, se ponían severas cortapisas a la inversión privada, especialmente cuando provenía del exterior, y el gobierno intervenía fijando precios, regulando la actividad productiva y controlando de un modo estrecho a los agentes económicos. En el campo, la reforma agraria promovida por la revolución había producido un "régimen de tenencia de la tierra que, al no permitir su propiedad sino solamente su usufructo, [hizo] depender fuertemente a los campesinos de los funcionarios del partido", [Cartas, Op. Cit., pág. 23. Para la descripción anterior v. íd, p. 23 y ss.] aunque no por eso eliminó los latifundios.
El aumento de los precios petroleros que siguió al embargo árabe de 1973 no hizo más que reforzar la presencia del estado en la sociedad mexicana. Con más recursos a su disposición, éste incursionó en nuevas actividades y elevó el control que ya tenía sobre una gran variedad de ramas de la economía. La nueva subida del petróleo en 1979-81, cuando el precio del crudo alcanzó valores veinte veces superiores al que tenía una década atrás, profundizó aún más esta tendencia: del total de las exportaciones un 80% provenía entonces del petróleo y pertenecía al estado, mientras que el gasto gubernamental, como porcentaje del PIB, creció de un 26% en 1970 a un 49% en 1982. [Id., pág. 28.] El número de empresas públicas, según se aprecia en el cuadro siguiente, también se incrementó de un modo sostenido durante todo este período.
Gráfico No. 1
Número de Empresas Públicas en México, 1930-1982
Fuente: Cartas, Op. Cit., pág. 27.
Pero, tal como sucedió en muchos otros casos, el crecimiento del estado contenía las semillas de su propia destrucción. Porque no sólo crecía el papel del sector público en la economía, también aumentaban al mismo tiempo, paradójicamente, los déficits del fisco: el déficit total, incluyendo los pagos por capital e intereses de la deuda, creció del 2,7% del PIB hasta el 16,9% entre 1970 y 1982. [Id., p. 29 y ss.] Este déficit, provocado en buena medida por el resultado de la gestión de las empresas paraestatales, fue compensado por la entrada masiva de préstamos del exterior, pero aún así comenzó a desarrollarse el ya conocido fenómeno de la inflación. Si los precios, durante los años sesenta, habían crecido apenas a la tasa promedio de un 2,7% anual, ya en la década siguiente mostraron una aceleración bastante perniciosa, aumentando un 12,1% promedio entre 1970 y 1975, un 20,6% en el quinquenio subsiguiente y un 28,7 en el año anterior a la crisis, 1981. [Según datos de la CEPAL, Op. Cit.]
El endeudamiento, por otra parte, comenzó a adquirir un carácter preocupante ya a fines de los años setenta. Respaldado por unos ingresos petroleros siempre en alza el gobierno solicitaba préstamos, al comienzo, para financiar sus ambiciosos proyectos de desarrollo. Luego, al aumentar el déficit y acumularse los pagos de esos préstamos, comenzó a pedir dinero fresco para nivelar sus cuentas, para pagar, en definitiva, el servicio de la deuda ya contraída. Pero estos nuevos préstamos se obtenían a tasas de interés cada vez mayores y a plazos más cortos: la espiral de endeudamiento se hacía más pronunciada y sólo hubiera podido manejarse si los precios del petróleo hubiesen continuado su escalada sin interrupción. Pero ésto, por supuesto, no sucedió.
México debía a sus acreedores externos 33.946 millones de dólares ya en 1978. Esta cifra creció durante los dos años siguientes a 39.685 y 50.700 millones, a pesar del incremento en los precios del petróleo, y siguió subiendo cuando estos ya no pudieron sostenerse en el mercado mundial y comenzaron a estancarse y a descender gradualmente: el endeudamiento se amplió así a 74.900 millones de dólares en 1981 y a 88.300 en 1982. [V. íd.] En febrero de ese año aciago las reservas internacionales del país tocaron prácticamente fondo. El Banco de México no pudo entonces mantener el precio de la moneda nacional frente al dólar y tuvo que aceptar que se devaluara de 26 a 40 pesos por dólar. Viendo la situación en que se debatía el país, y temerosa de que ya no pudiese recuperar lo prestado, la banca internacional cerró poco después el crédito voluntario a México. "Con vencimientos de más de $ 9.000 millones a los que no podía hacer frente, en agosto de ese año el gobierno optó por suspender unilateralmente el pago del principal" de la deuda, aunque no así de los intereses. [Cartas, Op. Cit., pág. 31. V. también Ten Kate, Adriaan, "El ajuste estructural de México: dos historias diferentes", en Comercio Exterior, vol. 42, No. 6, junio de 1992, pp. 521 y ss.]
La noticia impactó de lleno en el país y en los mercados financieros mundiales. Si México –un país petrolero de economía bastante grande– era incapaz de responder por la inmensa deuda que había contraído, ¿qué podía esperarse entonces de Nigeria, Argelia, Polonia o los países más débiles de América Latina? El pánico se extendió rápidamente por todo el planeta, los bancos dejaron de conceder nuevos préstamos y comenzó –poco a poco– la larga etapa de negociaciones para lograr la reestructuración de la deuda existente.
En México se produjo, como era de esperarse, un pánico aún mayor. La gente comenzó a comprar dólares ante la constatación de que el gobierno ya no podría mantener la paridad de la moneda, y el valor del dólar comenzó a dispararse sin que hubiese forma de detenerlo. El gobierno del presidente López Portillo, viendo que la situación se le escapaba de las manos, reaccionó con rapidez, pero apelando a todas las tradicionales recetas del nacionalismo económico que prevalecían en esa época. Las dos medidas principales que tomó fueron la imposición de un control de cambios bastante rígido e, inmediatamente despues, la estatización total del sistema bancario privado. Ambas medidas sólo sirvieron, por cierto, para ahondar la crisis.
Para quienes concebían la economía como un teatro de operaciones natural del estado y creían que con medidas administrativas podían modificarse todos sus parámetros, las soluciones parecían correctas y hasta audaces. Pero la sabiduría convencional de la época estaba errada: al establecer un sistema de cambios diferenciales que fijaba un precio de 55 pesos para el dólar mientras este se cotizaba, en transacciones libres, al valor mucho mayor de 80 pesos, se estimulaba aún más la fuga de capitales y la debilidad del peso, que en poco podían contrarrestar la exigencia de permiso previo para las importaciones y otras medidas de parecido tenor que se aplicaban. Al estatizar la banca se agregaban nuevos temores a los que ya tenían inversionistas y ahorristas privados y se incrementaba aún más el control del estado sobre la economía, factor que en realidad había condicionado decisivamente la generación de la crisis. Los resultados finales del año 1982 fueron por eso, en definitiva, muy poco alentadores: la inflación llegó a extremos desconocidos en México, con un 98,8%, y el producto generado por el país descendió un 0,6% en comparación con el año anterior. Se cerraba así la larga etapa de expansión de la economía mexicana y se iniciaba, en cambio, el accidentado proceso hacia la modificación del sistema de gestión comandado por el estado.
2 Las Reformas Iniciales
Miguel de la Madrid Hurtado asumió la presidencia mexicana en diciembre de 1982. A pesar de la crisis, el PRI mantenía un firme control de la vida política del país y no existían serias amenazas al modelo de gestión que había perfeccionado durante varias décadas. Sus primeras medidas económicas, aunque parciales, resultaron mucho más sensatas que las que había tomado el presidente López Portillo unos meses atrás.
Su administración comprendió enseguida que el amplio diferencial cambiario entre el dólar libre y el oficial sólo podría ir mermando las reservas del país, distorsionando la asignación de recursos y presagiando, a la postre, devaluaciones que serían más drásticas y perjudiciales. Por eso se decidió a llevar, de una vez, el precio del dólar a valores más próximos a los que determinaba el mercado, estableciendo un valor de 90 pesos para las transacciones comerciales y la deuda contraída con anterioridad a la crisis y otro precio liberado, de 150 pesos, para las restantes operaciones. Para reducir el nuevo diferencial que esta medida creaba se apeló entonces a un crawling peg, a minidevaluaciones diarias que en principio se fijaron en 0,13 pesos por día. [V. Ten Kate, Op. Cit., passim.]
Esta fuerte devaluación sirvió para recuperar las exportaciones no tradicionales del país, que aumentaron grandemente durante este período de gobierno, pasando de unos 5.000 millones de dólares a más de 14.000 millones –pues los productos mexicanos resultaban así más baratos en los mercados externos– y permitió además que resultase menos traumática la principal medida que se tomó durante esta gestión, la apertura comercial.
Ya hemos explicado que el modelo de economía cerrada prevaleciente en América Latina durante la etapa de sustitución de importaciones tenía como uno de sus pilares las barreras que se interponían al comercio internacional. Estas estaban constituidas por aranceles (impuestos a la importación de mercancías) y otras medidas no arancelarias, tales como permisos, cuotas de importación, precios oficiales de referencia y prohibiciones. El gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado entendió que esta estructura, sumamente compleja, debía ser desmantelada gradualmente para lograr una mejor inserción de México en los mercados internacionales, un mayor crecimiento económico y un control indirecto de la inflación. Por eso inició, en julio de 1985, una reforma comercial que, de partida, suprimió los controles cuantitativos de importación para unos 7.100 tipos de bienes de los 8.000 que estaban codificados en las normativas referentes al comercio internacional, mientras se eliminaban los permisos de importación para 4.400 posiciones arancelarias. [V. para los todos los datos sobre esta reforma, íd., p. 525 y ss., y Cartas, Op. Cit., pp. 38 a 44, passim.] Luego, en 1986, se decretó una progresiva reducción de aranceles que rebajó la tarifa máxima que pagaban ciertos bienes del 100% (en 1985) hasta un 20% (en 1987), procediéndose a unificar y disminuir los aranceles restantes.
El resultado de esta reforma puede apreciarse mejor con los datos que proporciona el cuadro siguiente:
Cuadro 1
La Apertura Comercial Mexicana
Años |
1980 |
1985 |
1986 |
1987 |
1990 |
Producción interna protegida por |
|||||
permisos de importación (en %) |
64.0 |
47,1 |
39,8 |
25,4 |
17,9 |
precios oficiales de importación (en %) |
13,4 |
25,4 |
18,7 |
0,6 |
0.0 |
Promedios arancelarios ponderados s/produc. |
22,8 |
28,5 |
24,5 |
11,8 |
12,4 |
Nota: en 1987 se eliminó una sobretasa uniforme del 5%, que no se incluye aquí. |
Fuente: Ten Kate, Adriaan, Op. Cit. En 1987 se eliminó una sobretasa uniforme del 5% que no se incluye aquí.
Esta apertura comercial tan significativa permitió que México pudiera incorporarse al GATT, Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (hoy OMC, Organización Mundial de Comercio) y participara mucho más activamente en los intercambios comerciales mundiales, pavimentando a su vez el camino para que la nación azteca pudiese integrarse, años después, en el NAFTA (North American Free Trade Agreement) o acuerdo de libre comercio norteamericano, que incluye a los Estados Unidos y Canadá. Sirvió también para generar confianza en la voluntad reformista del gobierno mexicano, lo cual le permitió mejorar su posición negociadora en cuanto al serio problema de la deuda externa.
En efecto, la situación financiera de México no había mejorado durante los años iniciales de estos ajustes. Si bien aumentaron las exportaciones no tradicionales, como ya mencionamos, la acusada caída de los precios petroleros en 1986 repercutió muy negativamente en las cuentas externas del país. La deuda continuó aumentando hasta llegar a más de cien mil millones de dólares en 1987 y México siguió en dificultades para honrar el servicio de esta inmensa suma. El alivio llegó finalmente con las negociaciones que tuvieron como marco el denominado Plan Brady, que reprogramó los pagos y redujo el total de lo adeudado, mejorando así una situación que por momentos parecía tornarse inmanejable.
Las reformas de este período incluyeron también muchas privatizaciones de empresas públicas –paraestatales, como se las denomina en México– aunque éstas se concentraron por lo general en entidades pequeñas, de poca significación económica global. La excepción que debe ser mencionada es la de Aeroméxico, la compañía aérea bandera del país, que dio en poco tiempo resultados muy positivos. También, con la intención de mejorar las cuentas fiscales, se procedió a aumentar el IVA del 10 al 15% ya en 1983, y se hizo posteriormente una reforma fiscal, en 1987, que redujo la tasa marginal del impuesto sobre la renta del 42 al 35% y determinó la indexación de las escalas para evitar mayores pérdidas en los ingresos del fisco. [V. Cartas, íd., pág. 52.]
Ninguna de estas reformas se hizo siguiendo una filosofía liberal. Muy por el contrario, puede decirse que el gobierno estuvo más bien orientado por el criterio de fortalecer la "rectoría del estado en el desarrollo nacional" y de mantener un sistema de "planeación democrática" en la esfera económica, tal cual quedó establecido en la nueva constitución del país aprobada en 1988, que expresaba a plenitud la filosofía política del PRI y del gobierno. [Según lo que aparece en los artículos 25 y 26. V. Cartas, Op. Cit., pág. 59.] No existió una preocupación real por disminuir el papel del estado en la economía ni por reducir sus déficits, la inversión extranjera sólo obtuvo una liberalización muy superficial de las normas que la regulaban y el gobierno se concentró en mantener el crecimiento y en evitar que la inflación y otras variables macroeconómicas se desbordaran por completo. Prueba de que las reformas avanzaron sólo tímidamente hacia una economía de mercado es el principal instrumento que se utilizó, a partir de 1987, para orientar la gestión económica del país: el Pacto de Solidaridad Económica (PSE).
El PSE asumió una visión más bien corporativista de la conducción económica. Se trataba de un acuerdo entre representantes del gobierno, las cámaras empresariales, los sindicatos y las organizaciones campesinas, que fijaba periódicamente metas en cuanto a precios y salarios, comprometiendo públicamente al gobierno a seguir determinada conducta. Este mecanismo de ajuste puede considerarse heterodoxo, pues intentaba controlar la inflación por medio de medidas concertadas por la dirigencia y no a través de la acción sobre los factores que auténticamente la producen. Fue inicialmente firmado en diciembre de 1987 con una vigencia de seis meses y, en esta primera versión –pues se renovó luego periódicamente– las partes acordaron lo siguiente: [V. Ten Kate, Op. Cit.]
El gobierno se comprometió a ajustar las tarifas de bienes y servicios públicos y a reducir sus gastos para disminuir el déficit fiscal, que para ese entonces era muy elevado.
A mantener un tipo de cambio unificado que se devaluase gradual y lentamente como ancla para ir reduciendo la inflación –tal como ya se venía aplicando desde el año anterior.
A dar un aumento de salarios único al comienzo del pacto –en el sector público y en el privado– y a establecer la indexación salarial a partir de marzo de 1988, con el compromiso, asumido por los sindicatos, de cesar las presiones por mayores aumentos.
A no aumentar los precios de todos los bienes más allá de los porcentajes acordados.
A profundizar y acelerar la apertura comercial.
Los resultados del ajuste parcial realizado en estos años no fueron de ningún modo espectaculares, como puede apreciarse en cuadro 2. El enorme peso de la deuda sobre el gasto fiscal impidió que se eliminara el déficit de las cuentas públicas, la inflación no pudo contenerse sino hacia el final del período y el país, sometido a políticas recesivas, no logró expandir su economía. El desempleo no creció, más bien se redujo, pero los salarios reales no lograron recuperarse del fuerte shock sufrido en 1982.
Las medidas heterodoxas, de tipo corporativo, que se tomaron en el marco del PES, sirvieron para lograr cierta mejoría en los indicadores básicos del país, como se aprecia al considerar los datos de 1988. Pero de ningún modo pudieron actuar como una verdadera política económica o como un sustituto para las reformas que era preciso efectuar para acercar la economía mexicana a los equilibrios de mercado. Esta tarea quedó reservada entonces a la nueva administración, también del PRI, que asumiría la gestión del estado a finales de 1988.
Cuadro 2
Principales Indicadores de la Economía Mexicana, 1983-88
Años |
1983 |
1984 |
1985 |
1986 |
1987 |
1988 |
Variación anual del PIB, en % |
-4.2 |
3.6 |
2.6 |
-3.8 |
1.9 |
1.2 |
Déficit Fiscal (como % del PIB), incluyendo pago de la deuda |
- |
- |
9.5 |
16.1 |
16.0 |
12.5 |
Inflación, % |
80.8 |
59.2 |
63.7 |
105.7 |
159.2 |
51.7 |
Deuda Externa Total |
92,100 |
95,900 |
97,800 |
100,500 |
102,400 |
100,900 |
Desempleo abierto |
6.3 |
5.7 |
4.4 |
4.3 |
3.9 |
3.5 |
Salario medio real de la industria manufacturera, 1982 = 100 |
71.1 |
68.8 |
Fuentes: CEPAL y Ten Kate, Op. Cit.
3 Sic Transit Gloria Mundi*
* "Así pasa la gloria del mundo", frase latina que suele colocarse en las lápidas.
Las elecciones de 1988 mostraron, por primera vez, que el poder del PRI también tenía límites. Fueron ganadas por su candidato Carlos Salinas de Gortari con apenas el 50,36% de los votos, pero todo el país comprendió que ese resultado había sido "pulido" por la maquinaria electoral al servicio del partido para dar una imagen de sólida victoria. No obstante, para un "régimen político que durante años y décadas estuvo acostumbrado a obtener logros electorales del 80-90% (gracias tanto a un control eficaz como a la práctica rigurosa del fraude electoral)" este resultado fue la aceptación, al menos parcial, de que algo profundo había comenzado a cambiar en México. [Mols, Op. Cit., pág. 234.] El fortalecimiento del PAN (Partido de Acción Nacional) y la aparición del Partido de la Revolución Democrática (PRD), surgido de una división de las propias filas oficialistas, mostraban ya un panorama político muy alejado de la hegemonía casi total que había tenido el PRI como partido de estado hasta la crisis de la deuda.
Salinas asumió el poder rodeado de un equipo de tecnócratas de alto nivel que, dentro del mismo PRI, habían emergido como respuesta a su anquilosamiento y estaban más interesados "en promover su propia agenda de liberalización económica que en mantener la hegemonía política del PRI en base a los métodos a los que tradicionalmente había recurrido el partido". [Cartas, Op. Cit., pág. 87] El equipo se propuso proseguir y sistematizar las reformas ya emprendidas, dándoles una mayor coherencia y profundidad. Sus metas concretas fueron alcanzar el equilibrio fiscal, combatir la inflación, ampliar el proceso de privatizaciones, modernizar el estado e incorporar a México al NAFTA, llevando al país al selecto grupo de las naciones desarrolladas del planeta. En todos estos objetivos Salinas alcanzó éxitos resonantes que elevaron su figura al primer plano de la escena mundial, pero el último año de su administración se vio ensombrecido por una crisis política y económica que puso en tela de juicio hasta los méritos más sobresalientes de su gestión.
Los primeros pasos de su gobierno estuvieron encaminados a aumentar el poco consenso político con que había asumido el poder. Para ello decidió distanciarse de la imagen de corrupción que parecía inseparable del régimen y emprendió algunas acciones espectaculares, como la detención y captura del Secretario General del Sindicato del Petróleo, Joaquín Hernández Galicia, por tenencia ilegal de armas y negocios fraudulentos, y la sustitución de más de 3.000 funcionarios encargados de la fiscalización de impuestos. [V. íd., pág. 101.] Se ocupó también personalmente, aprovechando las amplísimas prerrogativas que tiene la Presidencia de México, en promover cierta apertura política que mejorara la imagen del régimen. Permitió así que en Baja California, uno de los 31 estados del país, ganase las elecciones un gobernador que, por primera vez en la historia del México moderno, no pertenecía a las filas del PRI sino a las de un partido opositor, el PAN en este caso.
En cuanto a la política económica Salinas mantuvo el PSE, que luego pasó a llamarse PECE (Pacto de Estabilidad y Crecimiento Económico), pero sin darle la importancia crucial que le había otorgado Miguel de la Madrid, y adoptó en cambio un estilo mucho más ortodoxo de gestión económica. Su política cambiaria también continuó la de su predecesor, basada en un crawling peg que devaluaba gradualmente al peso, pero se concentró en reducir el amplio déficit que todavía pesaba negativamente sobre toda la gestión del gobierno (v. supra, cuadro 2). Para lograr esto redujo los gastos del estado, emprendió una amplia política de privatizaciones, que afectó ahora a las grandes empresas y al sector bancario que había sido nacionalizado en 1982, y aprovechó las favorables condiciones con que renegoció la deuda externa, que evitaban tener que seguir efectuando pagos tan grandes a los acreedores.
Los resultados de estas acciones pudieron verse en muy poco tiempo. El déficit fiscal se redujo del 12,5% al 5,6% del PIB en el primer año de su administración y continuó descendiendo hasta el 3,5% en 1991, para llegar por primera vez a obtenerse un superávit en 1992. De allí en adelante se estabilizaron las cuentas fiscales y prácticamente desaparecieron los déficits que habían marcado durante tantos años la acción estatal. La inflación, consecuentemente, se redujo de una manera pronunciada y constante, como puede apreciarse en el gráfico siguiente:
Gráfico 2
Tasas de Inflación Anual en México, 1988-1994
Fuente: CEPAL, Op. Cit.
La política de desincorporación de empresas paraestatales también produjo efectos perceptibles, como puede observarse en el Gráfico 3 (que es continuación del Gráfico 1). El resultado de estas políticas fue una clara disminución del papel del estado en la economía del país, la asunción de un nuevo rol, menos interventor y más sujeto a la lógica de los mercados. El gasto público como porcentaje del PIB descendió así a un 25,9% en 1994, volviendo al nivel que había tenido en el año 1970 (v. supra), mientras México se abría al exterior, diversificando y aumentando su comercio internacional, se asociaba al NAFTA y modificaba muchas leyes y reglamentos que daban al estado una hegemonía total sobre la economía del país. Entre ellas, cabe mencionar las nuevas normativas que se dieron sobre dos sectores de decisiva importancia, el agro y las inversiones extranjeras.
Gráfico No. 3
Número de Empresas Públicas en México, 1930-1993
Fuente: Cartas, Op. Cit., pág. 27.
En noviembre de 1991 se modificó el artículo 27 de la Constitución mexicana para permitir el libre uso de la propiedad ejidal a los campesinos, garantizándoles plenos derechos sobre sus tierras. Se eliminó de este modo el régimen colectivista basado en los ejidos, herencia de la reforma agraria de principios de siglo. Esta reforma agraria, pretendiendo poner barreras al latifundio, había derivado sin embargo en un régimen de tenencia de la tierra que virtualmente impedía toda forma de propiedad para los campesinos. "De hecho el sistema semifeudal de caciquismo se nutrió bajo la repartición agraria [ejidos] por un período de casi setenta años", [Salinas León, Roberto, "La Falacia del Neoliberalismo. El caso de México", ed. CISLE- III, México, 1996, pág. 4.] dejando a los campesinos en la indefensión legal y propiciando en la práctica la concentración de tierras y los excesos de funcionarios y de terratenientes apoyados por la maquinaria política del PRI. Esta falta de un marco bien definido de derechos, y los abusos que propició, pueden contarse entre las causas principales de la posterior emergencia del alzamiento de Chiapas, como veremos más adelante.
La modificación del régimen de inversiones extranjeras formó parte de un conjunto de medidas que fueron concretando el programa de reforma estructural y dando un impulso sostenido a la apertura de la economía. Se desregularon, en tal sentido, los mercados del maíz y la harina del maíz, de las rutas de carga, de los puertos, las notarías, el agua, la energía y la industria cinematográfica. Se dio mayor autonomía al Banco de México y se liberaron los intereses, mientras que se flexibilizó notablemente el control sobre las inversiones extranjeras, hasta 1989 uno de los más restrictivos del mundo.
Bajo el auspicio de estas reformas, que conformaron un todo coherente y bien estructurado, y en el marco de la entrada de México al NAFTA, que disminuían perceptiblemente el llamado "riesgo-país", comenzaron a afluir como nunca los capitales extranjeros. Entre 1991 y 1992 llegaron a México $11.000 millones y al año siguiente lo hicieron 15.000; en los seis años de la administración de Salinas el total de lo ingresado se estima en unos $51.000 millones, cifra verdaderamente impresionante que sirvió para fortalecer las reservas de la nación y situarlas, a fines de 1993, en el récord histórico de $29.000 millones. Para percibir la magnitud del cambio conviene recordar que durante 1982 éstas apenas alcanzaban a $ 1.780 millones.
Con estos ingresos de capital, más los provenientes de las privatizaciones, que alcanzaron una cifra superior a los $24.000 millones, México se encontró en una situación económica envidiable: su mercado de capitales era pujante, su moneda era sólida y la entrada de capitales mencionada compensaba con creces los déficits que producía un comercio exterior en que las importaciones aumentaban como nunca lo habían hecho en la historia, mientras las exportaciones, aunque más lentamente, también crecían de un modo apreciable. El promedio de salarios reales aumentaba y la tasa de desempleo urbano se reducía, no rebasando nunca la barrera del 4% del total de la fuerza de trabajo.
Algunos otros aspectos, sin embargo, no parecían marchar tan bien. El crecimiento económico, aunque apreciable, no pudo nunca alcanzar durante estos años las altas cotas que del período anterior a la crisis, pues según cifras de la CEPAL tuvo un promedio de sólo 3,8% durante la administración de Salinas. Las importaciones crecían mucho más rápido que las exportaciones, en buena medida alentadas por un tipo de cambio que se deslizaba muy lentamente, y el desequilibrio que así se producía era principalmente compensado por capitales externos de muy alta volatilidad. Pero, en el cuadro general que acabamos de exponer, tales problemas parecían apenas efectos secundarios menores de una política que resultaba incuestionablemente exitosa y que recibía continuos elogios de los centros financieros mundiales y de toda clase de analistas económicos. El crecimiento, si bien insuficiente para sacar de la pobreza a un país como México, era no obstante perceptible y sostenido, y podía confiarse en que pronto se aceleraría.
De todos modos Salinas, comprendiendo que su política económica no producía suficientes frutos en cuanto al mejoramiento social de grandes capas de la población, decidió implementar un amplio programa social, el PRONASOL (Programa Nacional de Solidaridad) que asigno fondos "en forma descentralizada para financiar proyectos de desarrollo", tales como la regularización de propiedades en terrenos urbanos, obras de agua potable y alcantarillado, energía eléctrica, etc., abarcando a más de 13.000 comunidades. Los recursos del PRONASOL pasaron de $ 665 millones en 1989 a más de $ 2.500 en 1993, realizándose una labor que en general se ha considerado efectiva, aunque fuertemente teñida de una politización que puso todo este trabajo al servicio del PRI y de su propia imagen. [Cartas, Op. Cit., pág. 129. V. también Oppenheimer, Andrés, México: En la Frontera del Caos. La Crisis de los Noventa y la Esperanza del Nuevo Milenio, Javier Vergara Ed., México, 1996.]
Empero, y cuando ya Salinas de Gortari concluía su tan elogiada gestión, cosechando frutos políticos nacional e internacionalmente –se daba por seguro que asumiría la presidencia de la OMC para cuando dejara su cargo– la situación de México se comenzó a deteriorar. Los inversionistas fueron retirando sus capitales hasta que, ya con un nuevo presidente en el poder, se produjo una estampida de grandes proporciones, la moneda se hundió velozmente, se desató una recesión y México tuvo que acudir otra vez al auxilio internacional. Salinas pasó en muy pocos meses de la gloria política a soportar las críticas más acerbas que haya recibido ningún presidente mexicano al cabo de su paso por el gobierno. Tuvo que salir del país, casi en condiciones de exiliado, en medio de una situación económica crítica y acusado por una opinión pública que lo culpaba de hechos en verdad gravísimos.
Muchos analistas, preparados siempre para cantar el requiem al sistema de libre empresa, se apresuraron a calificar como un mito los grandes avances que se habían producido en México. Se habló, como siempre, de las debilidades del "modelo neoliberal", de las limitaciones de la libre empresa, de la "injusta redistribución de la riqueza" que se estaba produciendo y hasta de la necesidad de volver a expandir un intervencionismo estatal que sólo acababa de recortarse en cuanto a sus más ásperas aristas.
Pero la recuperación mexicana subsiguiente –ya bajo el gobierno de Ernesto Zedillo– y un examen atento de las causas que produjeron la crisis, son elementos suficientes para negar de plano tan pesimista y sesgada interpretación. Para comprender lo que sucedió, para entender el abrupto viraje que dio la situación económica y política en el último año del gobierno de Salinas, será preciso que analicemos algunas de las debilidades que tuvo su gestión –y que no hemos mencionado hasta ahora– y la forma en que México se ha ido recuperando en estos últimos años.
4 El Tequila, Causas y Consecuencias
No sería aventurado afirmar que los principales factores que desencadenaron la crisis de 1994 pertenecían de lleno a la esfera de lo político. Lo político, en el sentido exacto del término, por los hechos que se produjeron a lo largo de ese año nefasto para la administración de Salinas, pero también en un sentido más amplio, por las fallas y omisiones que tuvo su política económica durante los primeros cinco años de su mandato.
El gobierno de Salinas intentó cambiar, y de hecho modificó en buena medida, la cerrada estructura mercantilista que esbozamos en páginas anteriores. Suavizó la implícita dictadura del PRI permitiendo un juego democrático más libre, disminuyó la arbitrariedad de los funcionarios públicos, abrió mercados e impuso una necesaria disciplina financiera a las cuentas fiscales. Pero lo hizo más como tratando de adaptar el viejo sistema a los nuevos tiempos que como quien impulsa un nuevo modelo político y social. Quiso que hubiera democracia pero sin atentar contra algunos de los privilegios fundamentales de que gozaba el PRI; abrió la economía, pero sin renunciar a un cierto control desde el estado de aquellos puntos que consideraba claves y sin resolverse a romper con el sistema de complicidades entre políticos y empresarios que era tradicional en el país. Visto a la distancia esto resulta lógico: Salinas de Gortari era un hombre del PRI, formado en sus ideas y acostumbrado a sus métodos, un hombre moderno e inteligente, pero de ningún modo un liberal convencido de la necesidad de cambiar radicalmente de sistema. Y, aunque lo hubiera sido, gobernaba con el PRI y desde el PRI, con funcionarios que no conocían otra forma de hacer las cosas, con marcos legales y normativas especialmente diseñados para la perpetuación del régimen. Es comprensible que, por eso, sus reformas hayan quedado en muchos sentidos como a mitad de camino, encauzadas hacia objetivos sanos y positivos pero a veces cortas en sus alcances o defectuosas en su puesta en práctica.
Las privatizaciones, orgullo de su administración y un ejemplo para toda la América Latina, son un buen ejemplo de estas limitaciones. Se hicieron de un modo muy poco transparente, favoreciendo a los allegados del régimen y sin preocupación alguna para que sirvieran como forma de difundir la propiedad entre más amplios sectores de la población, por lo que en definitiva se las percibió como "un mecanismo que ha permitido enriquecer a un puñado de altos empresarios a costas del resto de la sociedad", [Salinas León, Op. Cit., pág. 6.] y no como una iniciativa destinada a cambiar sustancialmente el sistema económico. El hecho de que muchas empresas privatizadas siguiesen gozando de los privilegios monopólicos que favorecían a sus antecesoras públicas y la limitada extensión del proceso, que dejó intactos varios sectores claves –como el petróleo, la electricidad, los ferrocarriles y varios subsectores dentro de las comunicaciones, el transporte y las finanzas– hicieron que las privatizaciones no alcanzasen todo el efecto positivo que hubieran podido tener, a pesar de lo mucho que se hizo en este campo. [Cf. Pirie, Madsen, Teoría y Práctica de la Privatización, Ed. por el CEES, Guatemala, 1987, y Salinas León, Op. Cit., pág. 16, y conversación personal con el autor.]
La exclusión de estos importantes sectores del proceso de privatización, junto con las limitaciones al capital foráneo que subsistieron en la nueva reglamentación sobre inversiones extranjeras, tuvieron además una importante repercusión negativa durante el año 1994. Al cerrar las puertas a la inversión en esos sectores y dificultar, en general, las inversiones de largo plazo en la economía mexicana, el capital del exterior se concentró principalmente en el mercado de valores y en la compra de títulos gubernamentales –principalmente en "tesobonos"–, un tipo de inversión mucho más volatil que se asocia directamente con el llamado capital "golondrina", que se limita a aprovechar las ventajas de corto plazo que pueda encontrar. Cuando la situación política empeoró, tal como enseguida veremos, fueron estos inversores los que se retiraron precipitadamente del mercado, provocando la delicada situación fiscal que llevó a la devaluación.
Los sucesos políticos a los que nos hemos referido, y que tuvieron un papel decisivo en la crisis, conforman una cadena ininterrumpida de problemas que se inician en el momento preciso de la ansiada consagración de la administración de Salinas: el 1 de enero de 1994, el mismo día del ingreso formal de México al NAFTA, aparece en el país un grupo guerrillero, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que toma la ciudad de San Cristóbal de las Casas, en el sureño y económicamente atrasado estado de Chiapas, fronterizo con Guatemala. El aspecto militar del problema no resulta preocupante, pero el impacto político del hecho se agigante en los meses posteriores. Algo falla en México, se piensa dentro y fuera del país, para que estallen rebeliones que más parecen un eco de los años sesenta que expresiones de lucha compatibles con la nueva era de apertura y globalización, con el México moderno y desarrollado que se está construyendo.
En Chiapas se presentan, agudizados, los problemas de inseguridad jurídica y de violación de los derechos sobre la propiedad de la tierra que ya hemos mencionado en otras partes de este capítulo. Existe también una mayoría indígena que ha sufrido una constante discriminación, siendo relegada a las posiciones inferiores de la escala social: "Grupos de campesinos mayas habían estado tomando propiedades en Chiapas durante muchos años. Muchas veces reclamaban tierras de las que habían sido expulsados injustamente por funcionarios gubernamentales pagados por ricos hacendados, o bien exigían la entrega de terrenos que se les había prometido bajo las leyes de la reforma agraria mexicana, pero que nunca se les había concedido." [Oppenheimer, Op. Cit., pág. 32.]
La rebelión, por eso, no se desata contra las nuevas medidas que va tomando la administración de Salinas sino precisamente contra los resabios de un pasado que no se han podido eliminar del modo rápido y efectivo que se hubiese requerido. Es un levantamiento contra los caciques del partido, contra la corrupción y la venalidad, contra una política social que más parece diseñada para favorecer el enriquecimiento de los funcionarios y proyectar la imagen del presidente que para resolver los auténticos problemas que se padecen en tan apartada región. Pero la rebelión chiapaneca no es exclusivamente una protesta indígena o un alzamiento espontáneo. Es también "una ofensiva cuidadosamente planeada por un grupo guerrillero marxista dominado por gente de tez blanca" [Id., pág. 62.] que encuentra considerable eco entre los campesinos y que recibe el aliento de los exiliados guatemaltecos residentes en el país y el apoyo activo de otras agrupaciones guerrilleras centroamericanas.
Chiapas, sin embargo, con toda la importancia que pudo tener en su momento, no hubiera bastado por sí sola para desestabilizar un régimen que venía cosechando indudables éxitos económicos. Lo más grave, en realidad, es lo que sucedió a continuación: poco después, el 23 de marzo, es asesinado en un confuso incidente Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI para las elecciones de agosto de ese año. No se trata ya de una sublevación, en parte pintoresca, en un remoto rincón de la nación: son las propias normas de continuidad política las que ahora se ven afectadas, la misma unidad y primacía del PRI, las bases de la estabilidad política del sistema. El nuevo candidato del partido gobernante, elegido apresuradamente, es Ernesto Zedillo, jefe de campaña de Colosio, un hombre de indudables méritos como profesional pero bastante alejado de los centros del poder partidista.
Zedillo logra la victoria en los comicios de 1994 y, aunque obtiene casi la misma votación que recibiera Salinas seis años antes –un 50,06% del total emitido– su respaldo político efectivo resulta mayor, pues las elecciones de 1994 se caracterizan por ser las más limpias de toda la historia mexicana hasta ese momento. El nuevo presidente recibe así, gracias a las reformas políticas realizadas por Salinas, un mandato mucho más claro y nítido que el que obtuviera su predecesor. [Cf. íd., pág. 177, y pp. 139 a 193, passim.] Pero el alentador desarrollo de las elecciones del 21 de agosto no alcanza para devolver la calma a la nación mexicana. Poco después, el 28 de septiembre, se produce un asesinato político que tendrá hondas repercusiones. José Francisco Ruiz Massieu, Secretario General del PRI, muere por obra de una compleja conspiración, aumentando así la turbulencia de una situación política que se hace cada vez más difícil de entender.
Los asesinatos de Colosio, "quien propiciaba planes de apertura política" [Frediani, Ramón O., Planes de Estabilización y Reforma Estructural en América Latina. Una Síntesis, Ed. KAS–CIEDLA, Buenos Aires, 1996, pág. 31.] y de Ruiz Massieu, "crimen supuestamente organizado por el hermano mayor de Salinas de Gortari, Raúl Salinas", [Id.] alientan sospechas sobre una sorda lucha en el seno del PRI entre renovadores y "dinosaurios", de maquinaciones oscuras que no trascienden a la opinión pública, de conflictos personales que se entrelazan con la lucha por el control económico y político del país, de un México todavía sometido a la tutela del caudillismo y la violencia que se aproxima a la inestabilidad. Los tenedores de capitales golondrina comienzan a sentir el pánico –suele decirse que no hay nada más cobarde que un millón de dólares– y se preparan a migrar: hay muchos lugares más tranquilos que México, piensan, para mantener sus inversiones. Las reservas internacionales, que se habían recuperado luego de los incidentes de Chiapas, y que habían vuelto a descender después del asesinato de Colosio para aumentar otra vez tras la elección presidencial, experimentan ahora un nuevo descenso. De unos $ 30.000 millones a comienzos de año han pasado a la mitad, aproximadamente, para el momento de la asunción del nuevo gobierno.
El problema es serio pero está lejos, todavía, de representar una catástrofe. Hay sin embargo una política de la administración de Salinas que contribuye a agravar la situación. Durante todo este período se reinyectan a la economía los ingresos que se obtienen por los tesobonos, creando así una emisión virtual en momentos en que disminuyen las reservas. La economía mantiene su marcha ascendente, pero se están creando las condiciones para la crisis que en poco tiempo sobrevendrá. [Agradecemos a Roberto Salinas León habernos llamado la atención sobre este punto, en entrevista realizada en la ciudad de México el 18 de mayo de 1998. Varios de los aspectos que se tratan a continuación fueron discutidos y aclarados en esa entrevista, en la que también participó Juan Carlos Leal.]
El día 1 de diciembre, prometiendo a sus conciudadanos un nuevo estilo de gestión política, más transparente y democrático, asume Ernesto Zedillo la presidencia de México. La economía atraviesa un momento delicado: además de la ya mencionada disminución de divisas el sistema bancario privatizado se encuentra inundado de pasivos de difícil recuperación. Zedillo está en condiciones, sin embargo, de mantener la paridad del peso y de evitar un colapso mayor: cuenta con la credibilidad de las elecciones en que ha triunfado y con su imagen de figura desvinculada de los escándalos partidistas. Pero, en esos días iniciales de su mandato, el nuevo presidente "empezó a cometer una serie de disparates que –mezclados con una dosis de mala suerte– convirtieron una situación crítica heredada de Salinas en una debacle financiera para México". [Oppenheimer, Op. Cit., pág. 226.] Como producto de este manejo inapropiado de la situación cunde la alarma entre los pocos inversores que aún confían en la solidez del peso, se produce una nueva fuga de capitales hasta que, el 21 de diciembre, se produce lo que todos temían: una drástica devaluación del peso que pierde en pocas semanas más de un 70% de su valor, iniciando lo que internacionalmente se llamará el efecto "tequila" y que tan duramente golpeará a diversas economías de la región en los meses sucesivos (V. infra, 10.4 y 13.4).
¿Por qué un país que parecía encaminarse rectamente hacia un desarrollo sostenido se enfrentó de pronto a una crisis tan aguda? ¿Fue ésta, acaso, el "resultado inevitable de una estrategia económica ‘neoliberal’"? [Salinas, Op. Cit., pág. 1.] ¿Hubo fallas en la conducción de la política económica o se trató, simplemente, de que las reformas realizadas fueron insuficientes?
Ya hemos visto, al comienzo de esta sección, que se mantuvieron restricciones al capital extranjero que hicieron que éste se encaminara, de preferencia, a valores que se cotizaban en bolsa y a títulos del gobierno mexicano. Esta insuficiencia en las reformas, que no llegaron a abrir en profundidad la economía, se mostró muy negativa cuando, debido a los preocupantes sucesos políticos que reseñamos, comenzaron a retirarse en masa los capitales extranjeros. Pero, junto a esto, hubo un manejo de la política monetaria que sólo sirvió para hacer que el problema se agigantara, asumiendo las dimensiones que conocemos.
La administración de Salinas, en un año electoral, adoptó una política monetaria keynesiana, expansiva, de dinero abundante y barato, [V. Frediani, Op. Cit., pág. 32, y Meigs, James A., "Inflation is always and everywhere a monetary phenomenon. (Milton Friedman) ¿Is México an exception?", ponencia pre- sentada a la sociedad Mont Pelérin en su reunión de Cancún, enero de 1996.] sin medir las consecuencias que podía tener sobre la estabilidad de la moneda. Con el capital extranjero que recibía a través de la venta de bonos públicos el gobierno pudo sostener, por unos meses, su precaria situación fiscal. Pero el capital continuó retirándose a medida que se sucedían los escándalos y los conflictos hasta que el estado mexicano se vio ante compromisos que era incapaz de cumplir. Los errores de Zedillo precipitaron entonces una situación ya de por sí muy difícil y la devaluación, al final, cerró otro ciclo de reformas de la economía mexicana.
Para evitar que la crisis adquiriera mayores proporciones el presidente Clinton, con apoyo de la comunidad financiera internacional, elaboró un paquete de ayuda de $ 50.000 millones que evitó la insolvencia del país. La crisis financiera se superó relativamente pronto, pero debido a la rigurosa devaluación acontecida se trasladó entonces "a la economía real bajo la forma de inflación, recesión, quiebra de la cadena de pagos, desempleo, caída del salario real y menor recaudación de impuestos, al punto tal que en todo 1995 la caída del PBI sería del –7%, la mayor recesión en la historia mexicana desde 1931." [Frediani, Op. Cit., pág. 35.] La inflación alcanzó así, en 1995, al 52,1%, el desempleo subió dos puntos, las remuneraciones medias reales descendieron 13,6% ese año y 11,4% el siguiente, y la deuda externa volvió a incrementarse, para situarse en $ 147.000 millones a mediados de 1995. [Datos de la CEPAL y de Frediani, íd.]
Pero la economía, que en tan delicado estado se encontraba al comenzar el gobierno de Zedillo, logró recuperarse con inusitada rapidez. Una política fiscal sana y una flotación bastante libre de la moneda sentaron las bases para que descendiera la inflación (a 27,7% y 15,7% en 1996 y 97, respectivamente) y se eliminara el amplio desequilibrio en la balanza comercial de la nación. El producto total también creció, y lo hizo a tasas superiores a las de la administración anterior, alcanzando alrededor del 5% y 7,5% anual en los años siguientes a la crisis. Pero quizás lo más impresionante de todo es que las reservas internacionales volvieron a aumentar con velocidad y que México pudo devolver anticipadamente, apenas a los dos años de recibirlo, el paquete de ayuda que le habían concedido los organismos financieros internacionales con el respaldo de USA.
La rápida superación de esta crisis, que en su momento pareció por completo imposible a una buena parte de los observadores, se ha debido no tanto a la magnitud del apoyo recibido como a la solidez intrínseca de la economía mexicana. La apertura comercial, las privatizaciones –aun con las limitaciones que expresáramos– la desregulación de muchos mercados y el mayor cuidado por mantener algunos equilibrios macroeconómicos que mostraron las dos anteriores administraciones ayudaron sin duda a Zedillo a salir con más facilidad de la crisis de 1994. Porque ésta no fue, como la de 1982, una crisis general de un sistema que ya había agotado toda posibilidad de continuar sino más bien un episodio regresivo, de manipulación económica excesiva en el marco de una tendencia general hacia un modelo económico más libre y más armónico. En 1982 hizo crisis un modelo cerrado, completamente intervenido por el estado, que llevaba a un endeudamiento progresivo del sector público imposible de sostener. En 1994 se mostraron, en cambio, las debilidades de un sistema todavía en plena transición hacia el mercado, los riesgos de las políticas keynesianas, los peligros de la actitud mercantilista de la administración de Zedillo que nunca se opuso claramente a la idea de una rápida devaluación.
La gestión posterior de Zedillo ha contribuido también a que se superara la crisis sin mayores dilaciones y de un modo poco conflictivo. Manteniendo una sana política fiscal y monetaria su administración parece encaminar a México a otro ciclo de bonanza que, si se mantiene la disciplina en la política económica, no tendrá por qué terminar esta vez en una nuevo descalabro. Prueba de ello no sólo son los indicadores arriba mencionados sino la forma en que la economía mexicana pudo sortear los efectos adversos que han producido en todo el mundo las graves dificultades económicas que, a partir de octubre de 1997, sufrieron varias naciones asiáticas.
No por esto, sin embargo, puede cantar victoria el partido del presidente. La situación social, en cuanto al monto de los salarios reales, el desempleo y la distribución del ingreso, se está recuperando mucho más lentamente –como es usual– que las variables macroeconómicas. Recién en 1998, por ejemplo, se estima que crecerán los salarios reales, luego de tres años de descenso o estancamiento. [V. The Wall Street Journal Americas, 1 de abril de 1998, pág. 1.] Todo esto provoca un malestar que, en las nuevas condiciones de mayor apertura política, ha llevado a un retroceso del PRI inconcebible en otras épocas. La victoria del PRD en la ciudad de México en fecha reciente y lo acontecido en varios estados en diversas elecciones regionales es prueba de este repudio que, frente a las formas tradicionales de dominación política, siente hoy una buena parte de los mexicanos. El PRI parece encaminarse hacia una derrota, por primera vez en su historia, en las todavía lejanas elecciones presidenciales del 2000. [Algunas de estas ideas, y de las que aparecen en los párrafos siguientes, han sido sugeridas o discutidas con Roberto Salinas León en entrevistas sostenidas en México y Guatemala.]
Es demasiado aventurado tratar de predecir el curso político y económico que seguirá en el futuro próximo la gran nación mexicana. Pero dos cosas parecen claras: por una parte, que el viejo sistema político estructurado alrededor de un partido de estado, promotor del mercantilismo y de fuertes privilegios, está llegando a su etapa final; por otra parte, que las reformas económicas pendientes tendrán que realizarse, de un modo u otro, en un plazo históricamente breve. Entre éstas cabe mencionar, por su importancia, la apertura de los sectores que todavía permanecen cerrados a la inversión privada o al capital extranjero –como la electricidad, el petróleo o la banca– la reforma laboral y un nuevo régimen de seguridad social. Sobre todos estos temas, en especial el último de los mencionados, parecen estar produciéndose algunos cambios que sin duda resultan bastante alentadores.
Los problemas políticos y jurídicos que obstaculizan la vigencia plena de un estado de derecho acapararán por ahora, y casi seguramente hasta las elecciones, la atención de la mayoría de la población. Pero una reforma económica en profundidad sigue siendo una asignatura pendiente que México tendrá que aprobar si quiere mantener una alta tasa de crecimiento y lograr un mayor nivel de vida para su población, con menores diferencias sociales y mayor estabilidad política.
La historia de los ajustes económicos en México es una historia compleja, llena de retrocesos y de claroscuros, plagada de inconsistencias y a veces de una lentitud exasperante. Pero es, nada menos, que la transición de una de las economías más reguladas del mundo hacia el mercado, de una sociedad políticamente cerrada y autoritaria hacia la apertura y el estado de derecho. Existe una "presión transformadora a largo plazo y sustancialmente irreversible" que parte de la sociedad civil y que obliga al estado a superar su rigidez, inmovilismo y autoritarismo. [Mols, Op. Cit., pág. 219.] Esta presión ya ha producido resultados notables y es más que probable que aumente en intensidad en un futuro próximo. Por eso el camino hacia un México más abierto y libre, gobernado con más transparencia y democracia, aunque sea largo y accidentado, parece ya prácticamente irreversible.
5. Los Beneficios de la Globalización*
* El texto de la siguiente sección se ha agregado en enero de 2001
Es frecuente que los analistas destaquen, en estos tiempos de globalización, la hipersensibilidad de las economías nacionales a los cambios que se producen en los mercados del mundo: si una depreciación en el bath thailandés crea efectos indeseables en Brasil, o si las dificultades de Rusia repercuten en el desempeño de la Argentina, se levanta enseguida un coro de voces que anuncia los peligros de la economía global de nuestro tiempo. Pero no sólo dolor y crisis ha traído la globalización a los llamados mercados emergentes sino que, y con más frecuencia en realidad, se han obtenido efectos beneficiosos que -sin embargo- capturan con menos intensidad los titulares de los noticieros y las agendas de los foros internacionales. México es un buen ejemplo de lo que acabamos de decir.
La nación azteca es recordada por la crisis de finales de 1994, que llevó a una devaluación importante del peso y obligó a que se dispusiera de un importante paquete de ayuda internacional (v. supra, 4). Pero es mucho menos conocido lo que pasó de allí en adelante, la rápida y sostenida recuperación que acaeció en los años siguientes. La economía mexicana, alentada por una política fiscal bastante restrictiva y el aliciente que provoca el NAFTA, siguió creciendo con vigor luego de la crisis mencionada. En los últimos tres años las tasas correspondientes han sido de 4,9% para 1998, 3,7% para 1999 y 7% para el año que acaba de trascurrir, recuperando así ampliamente lo perdido durante la crisis y provocando una recuperación del salario real, que ha crecido más de un 10% en este breve período.
La disciplina fiscal a la que aludimos se aprecia en el hecho de que el estado mexicano ha tenido déficit fiscales reducidos durante el período 1998-2000, que apenas si ha superado el 1% del PIB en algunos años, a pesar de un aumento en el gasto fiscal que se concentró predominantemente en el área social. Este aumento fue financiado gracias a una mayor recaudación impositiva -producto, a su vez, del crecimiento económico- y del aporte fiscal de la actividad petrolera que, con precios en alza desde 1999, proveyó hasta un 35% de los gastos públicos totales. Estos resultados se obtuvieron mientras la deuda pública externa se reducía considerablemente, hasta bajar a 73.400 millones de dólares, aunque la deuda interna ha aumentado bastante en tiempos recientes. México ha logrado pagar anticipadamente obligaciones externas y deudas contraídas con el FMI, logrando así importantes ahorros en divisas.
Con estos resultados fiscales se ha podido obtener una disminución sostenida de la inflación que, habiendo alcanzado un pico máximo del 52% en 1995 -cuando se sintieran de lleno los efectos de la previa devaluación- fue evolucionando hasta llegar a un 12,3% en 1999 y a un 8,9% en el 2000. Estos valores, comparables por fin a los de 1993 o 1994, no pueden ser saludados en la actualidad con el mismo entusiasmo con que antes se los apreciara. Si hace algunos años un país latinoamericano podía felicitarse por tener una inflación menor al 10% hoy, en cambio, una tasa de esta magnitud parece realmente excesiva y es índice de dificultades todavía no resueltas. Pero es bueno tener en cuenta, para matizar la apreciación, que la inflación mexicana se está produciendo en medio de una etapa de fuerte crecimiento económico, provocada en buena parte por presiones salariales, y no como resultado de las típicas devaluaciones de otros tiempos. En todo caso, sin embargo, el amplio aumento de la masa monetaria (M1) -que ha crecido a un ritmo superior al 20% anual en los últimos dos años- plantea sin duda un problema que tendrá de ser encarado por la nueva administración.
El crecimiento económico mexicano ha estado sin duda influido por la rápida expansión del comercio internacional generada en gran parte por el NAFTA. Hace unos diez años México exportaba alrededor de unos 35.000 millones de dólares a precios corrientes; hoy esa cifra rebasa ya los 180.000 millones, con unas importaciones aún ligeramente superiores. Esta vertiginosa expansión, las condiciones de creciente estabilidad macroeconómica y el aumento en el ahorro interno (que llegó a un 21,7% del PIB el año pasado) han generado el crecimiento económico de los últimos años el cual, a su vez, ha favorecido incrementos en los ingresos reales y tasas muy bajas de desempleo abierto. Los primeros han crecido a un ritmo del 5% anual desde la crisis del "tequila" en tanto que el desempleo urbano, según las últimas mediciones disponibles, se ha reducido a apenas un 2,3%, cifra que en la práctica equivale a lo que suele llamarse desempleo "friccional" e implica una ausencia total de paro.
Con una situación económica tan halagadora como la que estamos describiendo no hubiera sido difícil vaticinar que el partido de gobierno se encontrase en inmejorables condiciones para ganar las elecciones generales de julio del 2000. Pero, naturalmente, tales predicciones no se hubiesen correspondido con lo que ocurría ya desde cierto tiempo atrás en la compleja política mexicana. Las fuerzas que nos hacían predecir una probable derrota del PRI en dichas elecciones (v. supra, 4) siguieron actuando con toda su intensidad sin que la expansión de la economía llegase a afectarlas demasiado. México ansiaba acabar con el largo reinado del PRI que, durante 71 años, había gobernado al país de un modo a veces muy autoritario y siempre proclive al clientelismo. Por eso el PRI, aunque favorecido en algo por los hechos que mencionamos, perdió igualmente las elecciones presidenciales pasadas. Vicente Fox, encabezando una coalición que tenía como principal eje al PAN, logró una victoria que no podemos dejar de calificar como trascendente.
Que México haya podido desembarazarse de la "dictadura perfecta" sin sangre y sin violencia, en un proceso electoral limpio y de alta participación ciudadana, es un hecho que debe apreciarse no sólo por sus obvias repercusiones prácticas sino también por el valor simbólico y emblemático que posee. Porque significa, y no sólo para la nación azteca sino para toda Iberoamérica, que el reencuentro con la democracia que inició la región hace más de veinte años ha alcanzado ya una etapa de madurez y consolidación que parecía impensable cuando ese proceso se inició, que es posible, para los latinoamericanos, crear sistemas políticos democráticos que sean a la vez funcionales y capaces de perfeccionarse. El triunfo de Fox, a nuestro juicio, junto con la ordenada evolución política en Chile, Brasil, Argentina, Uruguay y casi toda Centroamérica -para citar sólo algunos casos-, parece la mejor respuestas a los retornos demagógicos que se han operado en los últimos tiempos con la elección de Chávez en Venezuela, Portillo en Guatemala y los conflictos que tuvo Ecuador a comienzos del 2000 y que Colombia sigue soportando.
Fox propone a los mexicanos un progama moderno de reformas que reconoce el valor de la apertura y el libre mercado, que se propone la reforma del estado y la ampliación de la cooperación comercial y política con los Estados Unidos. No quiere decir esto que no puedan encontrarse matices demagógicos en su discurso o que nos domine un optimismo ciego respecto a los resultados de una gestión que, cuando escribimos estas páginas, apenas si comienza a dar sus primeros pasos. Pero, en todo caso, cualquiera sea la evolución que se produzca en los seis años de su mandato, queda claro por ahora que la nación mexicana ha valorado no sólo los principios de la transparencia y la alternabilidad democrática sino también los logros de una economía que -con todos sus altibajos- es hoy mucho más abierta y dinámica que lo que era hace dos décadas.
Para que el cambio político ocurrido produzca efectos favorables en el largo plazo, para que contribuya a afirmar la democracia mexicana más allá de la presente coyuntura, es necesario que la obra de gobierno de Fox alcance un mínimo de efectividad y de coherencia. Debe, en tal sentido, fortalecer la institucionalidad del país y mantener el curso de integración y apertura que se ha seguido hasta ahora en materia económica, pero es importante también que encare con realismo algunas tareas que no han sido resueltas por las administraciones precedentes. Entre ellas, a nuestro juicio, destacan por sus anticipadas repercusiones positivas:
El control de un gasto fiscal siempre en expansión, que puede repercutir en déficit fiscales crecientes cuando los precios petroleros vuelvan a descender hacia sus valores normales. Si el estado mexicano no logra equilibrios fiscales en los próximos años puede incrementarse otra vez la inflación -o interrumpir su marcha descendente- con lo que se perturbaría seriamente el crecimiento económico obtenido.
El saneamiento de un sistema financiero local todavía afectado por las consecuencias del "tequila" y que resulta aparentemente inadecuado para facilitar la expansión de una economía interna en continuo crecimiento.
La liquidación de algunos focos de estatismo que ya no se corresponden con una economía mexicana cada vez más orientada hacia el mercado. Destacan, en este sentido, el monopolio estatal del petróleo y el de la electricidad, que deberían abrirse para dar paso a nuevas inversiones y generar una plataforma de apoyo adecuada para las empresas locales.
El reforzamiento de los derechos de propiedad en la ciudad y en el campo, junto con la flexibilización de las leyes laborales y la desregulación de ciertos mercados, todo lo cual contribuirá a reducir el tamaño del sector informal que todavía abarca un amplio 29% del empleo del país.