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ISSN 1696-8360
ANÁLISIS DEL COMPORTAMIENTO DEL CONSUMIDOR: EGOÍSMO, ALTRUISMO, COOPERACIÓN Y OTRAS POSIBLES MOTIVACIONES SOCIALES
Juan Carlos Aguado Franco (CV)
juancarlos.aguado@urjc.es
Universidad Rey Juan Carlos
Resumen
Según la teoría del consumidor, cada individuo dedica la renta de la que dispone a la adquisición de todo un conjunto de bienes y servicios, teniendo en cuenta el precio de éstos, buscando maximizar su utilidad, en función de sus preferencias. Sin embargo, el bienestar que alcanza no depende únicamente de sus propias decisiones, sino también de las que tomen los demás, y viceversa, por lo que es necesario analizar esas situaciones de interdependencia, en especial en el caso de los dilemas sociales, para conocer cómo se puede alcanzar el mayor bienestar individual y colectivo. Además, esa búsqueda individual del bienestar parece no mostrarse como la única posibilidad cuando apreciamos la existencia motivaciones sociales hacia la cooperación, el altruismo, la competición, etc. que muestran un abanico más amplio de comportamientos que hay que conocer y comprender.
Palabras clave: comportamiento del consumidor, altruismo, teoría de juegos, dilemas sociales, cooperación.
Códigos JEL: D01, D03, D11, D12
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Aguado Franco, J.: "Análisis del comportamiento del consumidor: egoísmo, altruismo, cooperación y otras posibles motivaciones sociales" , en Contribuciones a la Economía, noviembre 2012, en www.eumed.net/ce/2012
Cuando estudiamos la microeconomía y analizamos el comportamiento del consumidor, asumimos que los individuos racionales buscan maximizar su utilidad1 al disfrutar de distintas cantidades de bienes y servicios que puede adquirir con la renta de la que disponen y dados los precios de dichos bienes y servicios2 , haciéndolo siempre en función de cuáles sean sus preferencias 3.
No obstante, el nivel de utilidad que alcance un determinado consumidor no sólo dependerá de sus propias decisiones, sino también de las que tomen los demás. Por ejemplo, entre los bienes a los que un individuo pueda decidir dedicar parte de su renta pueden figurar bienes públicos4 , para cuyo suministro sea necesaria no solamente su aportación, sino también la que hayan de realizar otros consumidores. Igualmente, si un consumidor utiliza un bien público congestionable5 , su bienestar dependerá de en qué medida otros consumidores también vayan a hacer uso del mismo. Del mismo modo, en la búsqueda de su bienestar individual, un consumidor puede contribuir con sus decisiones de consumo a la explotación de un recurso natural por encima de su tasa natural de regeneración, lo que afectará al bienestar de los demás, de la misma manera que las decisiones que tomen los demás también afectarán a su propio bienestar6 .
Por otra parte, los individuos pueden tener otras motivaciones adicionales que son diferentes a la de maximizar exclusivamente su bienestar. En efecto, si los individuos persiguieran únicamente su mayor bienestar individual, no podríamos apreciar los comportamientos altruistas, competitivos, penalizadores, etc. cuya existencia constatamos diariamente y cuyo significado e implicaciones explicaremos con detalle en este artículo.
Otra motivación importante que será necesario considerar es la búsqueda de una cierta equidad –o más bien la existencia de una aversión a la inequidad- pues parece revelarse como un factor que afecta de manera relevante al comportamiento de los individuos.
Para superar determinados dilemas sociales7 , alcanzando consiguientemente el mayor bienestar individual y colectivo, será necesario que surja la cooperación. Nos detendremos por tanto en el análisis de qué factores pueden provocar o favorecer la aparición de la cooperación en ese tipo de circunstancias.
Finalmente, consideraremos la posibilidad de que los individuos no actúen de una forma que pudiéramos considerar “racional” conforme a los parámetros tradicionales, lo que tendrá interesantes implicaciones al estudiar cuál es el comportamiento adecuado en ese contexto.
Cuando intentamos explicar el comportamiento de los consumidores, asumimos generalmente que buscan maximizar su utilidad (bienestar) repartiendo la renta de la que disponen entre el consumo de diversos bienes, dado el precio de los mismos; decimos que buscan maximizar su utilidad dada su restricción presupuestaria8 . Esa función de utilidad depende únicamente de la cantidad de unos u otros bienes que consumirá. Por tanto, no tenemos en consideración de ningún modo en el análisis el bienestar de los demás, ni de qué manera sus decisiones también van a condicionar cuál va a ser nuestro nivel de bienestar. En efecto, en el caso de algunas –tal vez muchas- personas, puede ser cierto que obren conforme a esta búsqueda exclusiva de su interés particular, pero ciertamente podemos observar que ese tipo de comportamiento no es generalizable para la forma de proceder de todo el mundo ni en todas las circunstancias posibles 9.
En este sentido, Sen (1977) incide en su trabajo en la idea de que los individuos no actuamos únicamente de forma egoísta y sostiene incluso que, aunque Edgeworth afirmaba que el primer principio de la Economía es que cada agente económico actúa solamente según su propio interés, el propio Edgeworth estaba casi seguro de que dicho principio no era especialmente realista.
Efectivamente, como Fehr y Schmidt (1999) señalan, casi todos los modelos económicos presuponen que los individuos persiguen exclusivamente su interés particular, sin preocuparse especialmente de alcanzar metas “sociales”. Este tipo de comportamiento que se presupone propiciaría en determinadas circunstancias la aparición de dilemas sociales. De esta forma, resulta poco probable que surja la cooperación que se antoja necesaria en algunos tipos de dilemas sociales10 para poder eludir esa situación indeseada y evolucionar hacia un mayor bienestar individual y conjunto.
Además, en este planteamiento no queda recogido el hecho de que el resultado final que obtengamos –es decir, el nivel de utilidad que alcancemos-, en numerosas ocasiones depende de la interacción con los demás, en situaciones de interdependencia estratégica11 .
En este sentido, Hurwicz (1945) considera que un factor que influye en la actitud de los individuos es la ausencia de información y el desconocimiento de la actitud que van a tomar los demás implicados en una situación de interdependencia estratégica. Así, propone que habría que rechazar la interpretación al pie de la letra del principio del máximo como sinónimo de comportamiento racional –especialmente en situaciones de incertidumbre-; no es que el máximo no sea deseable si es posible alcanzarlo, pero no es posible llegar a un verdadero máximo cuando el sujeto del que se trate sólo controla uno de los factores que rigen el resultado, dado que la misma racionalidad de su actuación depende de la conducta probable de otros individuos.
Por otro lado, solemos denominar al proceder de los individuos que buscan maximizar su utilidad como económicamente racional; decimos que los consumidores actúan en ese caso con racionalidad económica.
Frank (1989) se plantea entonces cuál sería una forma “racional” de actuar en determinadas situaciones con un ejemplo llamativo, planteando la siguiente pregunta: ¿alguien devolvería un sobre que se encontrara, con la dirección del propietario escrita en él, dentro del cual hubiera un billete de 20 dólares?12
Cita este autor también un ejemplo enunciado por Schelling (1960), en el que se analiza la situación de una persona secuestrada por un delincuente que acaba de cometer un delito. Una actuación “racional” sería la de confesar al secuestrador algo que pudiera llevarle a sí mismo a la cárcel –o incluso en un caso extremo llegar a cometer un delito delante de él-; de esa manera, el secuestrador sabrá que si le deja libre no le delatará, pues él, a su vez, podría delatarle.
Lógicamente, hay muchos factores por los cuales sabemos que ese no es el comportamiento que habitualmente tendría una persona normal; qué es o no racional en el comportamiento económico de los individuos, por tanto, no parece algo que se pueda afirmar de manera taxativa e incuestionable.
Por otro lado, algunos autores parecen inclinarse a pensar que en algunas ocasiones los individuos lo que buscan maximizar no es su utilidad individual, sino su situación relativa frente al resto. En concreto, afirman que en el contexto de los juegos, tienden a maximizar la diferencia en las ganancias monetarias más que las ganancias en sí mismas (Scodel et al., 1959; Bixenstine et al., 1966; Shubik, 1970).
De hecho, esa es la única explicación posible para el sorprendente resultado que muestran Scodel et al. (1959) en una circunstancia en la que las jugadoras que participaban en un experimento de laboratorio tenían una estrategia dominante que les llevaba a un pago óptimo en el sentido de Pareto 13, y en el que sin embargo el 47 % de ellas prefirió elegir la otra opción –con la que obtenían menor pago, pero con la que conseguían que la otra jugadora recibiera otro aún peor-.
En efecto, como describe Liebrand (1984), cabe distinguir cuatro clases de motivaciones sociales en el comportamiento de los individuos –aunque él habla de la renta, aquí nos referiremos al bienestar, por ser éste un concepto más general-: altruismo –se da cuando la motivación del individuo es la de maximizar el bienestar de los demás-, cooperación –cuando la motivación es la de maximizar la suma del bienestar conjunto, tanto el propio como el de los demás-, individualismo –cuando la motivación dominante está encaminada a maximizar únicamente el propio bienestar-, y competición –cuando lo que se persigue es maximizar la diferencia entre el bienestar propio y el de los demás-. El ejemplo anteriormente propuesto de Scodel et al. (1959) se encuadraría, por consiguiente, dentro de esta última categoría.
La representación gráfica de estas cuatro posibilidades se presenta a continuación en la figura nº 1. En este modelo geométrico, las funciones de utilidad se representan como vectores de longitud infinita que se extienden desde el origen de coordenadas, siendo las variables que las determinan tanto la renta propia –en el eje de abscisas- como la renta de las demás personas –en el eje de ordenadas-.
Así, en la figura nº 1 el vector representado con pendiente – 1 se correspondería con el de un individuo competitivo, que preferiría por ejemplo cualquier cantidad de renta para sí y nada para los demás, que esa misma cantidad de renta para sí y algo para el resto.
En el mismo sentido, Rapoport (1963) señala que son muy variadas las motivaciones que pueden llevar a los individuos a seguir unas u otras estrategias, destacando que existen más pagos que los meramente monetarios: aspectos psicológicos (como por ejemplo la autoestima), el refuerzo de las “agresiones” para el futuro, etc. Otra posibilidad consiste en optar por reaccionar penalizando al otro, aunque esto nos pueda costar dinero, o mantener una actitud “testaruda”, permaneciendo en la cooperación, como mandando un mensaje de que se desea la cooperación, ni plegándose a la actitud del otro ni buscando venganza, sino recurriendo a su conciencia.
No obstante, respecto de esta última posibilidad, como ponen de relieve Komorita y Lapworth (1982) y Rapoport y Chammah (1965), esa conducta de “mártir”, que consiste en seguir cooperando siempre aunque el otro no lo haga nunca, raramente obtiene una reciprocidad por parte de su contrincante, por lo que en numerosas ocasiones quien adopta el papel de mártir finalmente acaba optando por no cooperar, desistiendo de su actitud ejemplarizante.
Si como vemos pueden existir todas estas motivaciones que puedan guiar el comportamiento de los individuos, y que no implican la obligatoriedad de la búsqueda de la maximización individual de la utilidad, cabría preguntarse si todas ellas tienen cabida en la teoría convencional de la utilidad.
Así, Andreoni y Miller (2002) señalan que ante la constatación de comportamientos no convencionales, como por ejemplo los altruistas, no estamos necesariamente en presencia de individuos que incumplan la teoría de la utilidad –dada una ordenación de las preferencias y cumpliéndose los axiomas de completitud, reflexividad y transitividad- de forma que no son agentes maximizadores de su utilidad, sino que en realidad esos individuos no son “maximizadores monetarios”; la cuestión radicaría entonces en definir correctamente el conjunto de elecciones posibles, incorporando otros factores que influyen en el comportamiento14 además del mero pago monetario, como estamos señalando.
De esta forma, concluyen que los actos que realicen los individuos y que no vayan directa y únicamente en su propio provecho se pueden describir y predecir con los modelos de elección neoclásicos tradicionales.
Se antoja necesario en este punto repasar el concepto de altruismo 15 que distintos autores han utilizado, con las implicaciones que conllevan las posibles diferentes interpretaciones, pues como veremos no se trata en absoluto de un término perfectamente homogéneo, sino que admite muy numerosos matices en su conceptualización.
Campbell (1983) distingue entre un altruismo “débil”, que mostraría los comportamientos que benefician más a otros individuos que a la propia persona que presenta dicho comportamiento, y un altruismo “fuerte”, que sería un comportamiento que beneficia a los demás, aun cuando sea a costa del propio bienestar. Sería cuestión en este caso de definir con precisión cuáles serían los factores de ponderación en uno y otro caso.
Respecto a las motivaciones que les llevan a actuar de esa manera, se pueden distinguir tres tipos de personas altruistas, según Paramio (2000): los altruistas por cálculo racional, las personas que encuentran satisfacción en la acción misma sin esperar posteriores recompensas, y los individuos que buscan beneficios morales en lugar de materiales.
Rabin (1993) aporta un matiz diferente respecto al comportamiento de los individuos altruistas, afirmando que las mismas personas que muestran un comportamiento altruista frente a otras personas altruistas, están motivadas también para lastimar a quienes les hagan daño16 . Asegura que si alguien se comporta bien con nosotros, si actuamos conforme a una cierta noción de justicia o equidad, nosotros también seremos buenos con él. Por el contrario, si alguien se comporta de forma mezquina con nosotros, al actuar de forma justa o equitativa –e incluso vengativa-, también nos comportaremos mal con él.
Así, este autor pone como ejemplo el hecho de que un consumidor puede decidir no comprar un producto vendido por un monopolista si considera que el precio establecido es “injusto”, incluso en el caso de que su valoración de dicho producto fuese superior al precio fijado. Al no comprarlo, su bienestar particular disminuirá, pero considerará aceptable esa pérdida objetiva de bienestar individual si con ella consigue penalizar al monopolista. En su trabajo, modeliza formalmente estas emociones con el fin de comprender de forma más rigurosa, y más general, las implicaciones económicas y sobre el bienestar de ese tipo de actitudes.
Schelling (1978b) analiza el papel que el altruismo puede desempeñar en la definición de las estrategias que pueden seguir los individuos. Así, define de esta manera a actitudes como la de desarmarse uno mismo en una disputa para probar al contrario que no piensa agredirle –aunque con esa actitud se corra el riesgo de ser agredido más fácilmente por el otro-.
Destaca este autor el hecho de que estas actitudes tienen mayor importancia si podemos anticiparlas, como ocurre el caso de las abejas, que tras picar mueren. Muchas abejas han salvado la vida porque anticipamos que si las vamos a molestar te van a picar, aunque a continuación eso vaya a suponer que vayan a morir. Podemos predecir que eso va a suceder de esa manera porque ya ha ocurrido anteriormente, y podemos anticipar cuál va a ser su comportamiento.
Desde el punto de vista de qué tipo de función de utilidad tendría una persona altruista, Taylor (1976) afirma que se podría representar como una suma ponderada del bienestar de varias personas, entre las cuales se encontraría el suyo propio. Lógicamente, los factores de ponderación variarían en función de la valoración que la persona altruista otorgue al bienestar de cada persona, lo que podría incluir desde la indiferencia –factor de ponderación cero- hasta la animadversión –factor de ponderación negativo-. Lógicamente, en nuestra opinión, en estos dos últimos casos no podríamos considerar que estamos hablando de una persona altruista, sino que de hecho se encuadrarían en lo que Liebrand (1984) denomina “individualista” y “competitivo” como hemos visto anteriormente.
Sea cual sea su motivación, el papel que los altruistas pueden desempeñar en situaciones de acción colectiva o dilemas sociales puede ser fundamental, especialmente en las situaciones en las que la cooperación es más costosa o no existen otros alicientes para participar.
Ostrom (2000) distingue junto a los individuos “racionalmente egoístas” que definiría la obra de Olson, a los “cooperadores condicionales” y los “dispuestos a castigar”. Los primeros serían individuos que están dispuestos a iniciar una acción cooperativa cuando estiman que otros van a corresponderles y que repetirán esas acciones mientras que una proporción suficiente de los demás implicados actúen con reciprocidad.
No obstante, entre los “cooperadores condicionales” existen individuos con diferentes niveles en su tolerancia a los “free riders 17”. Algunos de ellos se desaniman fácilmente si los demás no contribuyen, por lo que tienen tendencia a reducir su propia cooperación en esas situaciones. De esta forma, tienden a desanimar a otros “cooperadores condicionales” para el futuro, provocándose con ello un efecto en cascada negativo.
Los “dispuestos a castigar” las actitudes no cooperativas, por otro lado, pueden convertirse en “dispuestos a premiar” a aquellos que muestran una actitud muy cooperativa.
Estos dos tipos de individuos, “cooperadores condicionales” y “dispuestos a castigar” no son excluyentes, pues algunos “cooperadores condicionales” pueden ser al mismo tiempo también individuos “dispuestos a castigar” en función del comportamiento mayoritario de los demás.
Fehr y Gachter (2002) confirman empíricamente que efectivamente existen comportamientos altruistas de individuos que además de cooperar están dispuestos a penalizar a quienes no cooperan, considerando que se trata éste de un motivo clave para la explicación de la cooperación. Entienden este comportamiento como el perteneciente a individuos que deciden penalizar a aquellos que no cooperan aunque esa penalización les suponga un coste para sí mismos y no obtengan una ganancia material con ello, sino que lo hacen guiados por las emociones negativas que sienten hacia los que se abstienen de cooperar. Fowler et al. (2005), en un análisis alternativo, concluyen que los motivos igualitaristas son más importantes que los encaminados a penalizar el comportamiento no cooperativo.
En el mismo sentido, Henrich et al. (2006) concluyen en sus estudios experimentales que todas las poblaciones muestran una disposición a establecer penalizaciones a los individuos no cooperativos, que la magnitud de esas penalizaciones varían sustancialmente entre las distintas poblaciones y que existe una relación directa entre las penalizaciones y el comportamiento altruista dentro de las poblaciones.
También Fowler (2005) se fija en el comportamiento de los altruistas-penalizadores que están dispuestos a incurrir en un coste para penalizar a quienes no cooperan, subrayando el hecho de que su actitud les proporciona beneficios a quienes no realizan las penalizaciones, mientras que resulta costoso para los primeros. La cooperación sería por tanto un bien público a cuyo suministro colaborarían únicamente unos pocos –los que están dispuestos a pagar por penalizar a los no cooperadores- pero que disfrutarían también quienes no incurren en esos costes18 .
Más complicado es el análisis de Henrich y Boyd (2001), pues consideran distintas etapas, las cuales permiten que se adopten posturas como la de penalizar a quienes en la etapa anterior no hayan penalizado a los no cooperadores, pudiendo alcanzarse con ello según sus estudios un comportamiento cooperativo estable.
Vemos por tanto que uno de los factores que influirían en el comportamiento de los individuos es la persecución de una cierta noción de “justicia” o “equidad”. Fehr y Schmidt (1999) consideran esa “justicia” o “equidad” como una aversión a la inequidad o desigualdad respecto del propio individuo. Así, la gente no se preocuparía en exceso por la inequidad que pudiera existir entre otros, sino más bien en la equidad entre los pagos que ellos mismos reciben y los que perciben los demás.
Estos autores afirman que, junto a los sujetos puramente egoístas, hay otros a quienes desagrada la inequidad –tanto si se manifiesta ésta en su favor o en su contra, aunque especialmente y con mayor intensidad lógicamente en este último caso-.
La función de utilidad de un individuo vendría dada, por tanto, en el caso de sólo dos jugadores, de la siguiente forma:
Ui (x) = xi – αi max [xj – xi, 0] – βi max [xi – xj, 0], i ≠ j.
donde el segundo término muestra la pérdida de utilidad procedente de una desigualdad en su contra, mientras que el tercer término mide la pérdida de utilidad de una desigualdad favorable.
La explicación de la figura nº 2 es sencilla; dado un pago monetario xi, la función de utilidad del jugador i alcanza un máximo cuando se cumple la igualdad xi = xj. La pérdida de utilidad procedente de una desigualdad en su contra (xj > xi) es mayor que la pérdida de utilidad que experimenta si el jugador i está mejor que el jugador j (xj < xi). Esto vendría dado por el cumplimiento, en la función de utilidad mencionada, de la desigualdad: αi ≥ βi.
Igualmente, se suele considerar que el valor del parámetro β está comprendido entre cero y uno. Es lógico que sea mayor o igual que cero si consideramos que los individuos desearán estar igual o mejor que los demás. Parece lógico asimismo que β sea menor que uno, del mismo modo que no sería muy razonable poner un límite máximo al parámetro α.
Clark (1998) incide en este asunto mostrando con un ejemplo gráfico bastante clarificador su concepto de altruismo y de aversión a la inequidad o desigualdad, apoyándose en un juego del dictador 19, destacando las diferencias entre ambos conceptos.
Así, de una renta M dada, el dictador debe decidir qué cantidad quedarse, C1, y qué cantidad transferir a otro individuo, C2.
En la figura nº 3 (a) se pueden apreciar las curvas de indiferencia de un dictador, la restricción presupuestaria y la transferencia óptima cuando actúa de manera egoísta, que en este caso consiste en no transferir nada, pues maximiza su utilidad quedándoselo todo para él.
La figura nº 3 (b) muestra la transferencia óptima del dictador si se trata de una persona altruista, pues en su función de utilidad tiene un determinado peso el bienestar del otro a través del consumo que éste pueda realizar; mientras que la figura nº 3 (c) presenta la transferencia óptima cuando tiene una preocupación por este concepto de “justicia” o “igualdad” que hemos mencionado repetidamente en otros autores.
En este caso particular, aun cuando el concepto de preferencias por la igualdad y preferencias altruistas sean diferentes, producen una transferencia de renta idéntica.
Otros autores, como Dawes et al. (2007) comprobaron en experimentos de laboratorio que los individuos a quienes se les permite reducir y aumentar la renta de los otros lo hacen, incurriendo en un coste personal, incluso cuando no hay un comportamiento cooperativo que apoyar o reforzar. Estos comportamientos han observado que se presentan especialmente ante las desigualdades, mostrando una presencia de motivos igualitaristas en su proceder.
Una de las motivaciones sociales que Liebrand (1984) consideraba como posibles y que mencionamos anteriormente es la cooperación, consistente en intentar maximizar la suma del bienestar conjunto, tanto el propio como el de los demás. En ese sentido, estudios experimentales de comportamiento en dilemas sociales, especialmente en los que se permite un periodo de discusión grupal, se ha apreciado que los individuos no siempre parecen seguir únicamente su propio interés individual en su toma de decisiones. Esto lo corroboran, por ejemplo, los estudios realizados por Caldwell (1976), y Dawes, R.M., McTavish, J. y Shaklee, H. (1977).
En efecto, aunque la teoría de juegos nos indica que los individuos racionales, maximizadores de utilidad, en un entorno de un “dilema del prisionero20 ” repetido un número finito de veces, deberían resolver por inducción hacia atrás el juego y adoptar una estrategia no cooperativa en todas las etapas de las que contase el mismo 21, vemos en el mundo real que esto no siempre es así y que pueden surgir posturas cooperativas –sin necesidad de considerar que las repeticiones del juego sean infinitas22 -.
De hecho, un factor que colaboraría notablemente a alcanzar una mayor cooperación en los dilemas sociales, además de esa valoración de la justicia o equidad que hemos analizado en el epígrafe precedente, es la comunicación; si los individuos pueden comunicarse y alcanzar acuerdos o “contratos sociales”, aun cuando nadie pueda asegurar que finalmente vayan a cumplirlos, el porcentaje de cooperación ascendería sensiblemente. Uno de los motivos para que aumente la cooperación en presencia de comunicación es que ésta ayuda a eliminar el miedo a obtener el pago del “pardillo23 ”. Ese beneficio para la cooperación de la comunicación es obvio y discernible aun cuando la comunicación sea sólo parcial (Braver y Wilson II, 1986).
No obstante, para impulsar la aparición de la cooperación sería positivo que existiese alguna penalización para quien incumpliese los acuerdos. Schelling (1968) se plantea precisamente la credibilidad que merecen las afirmaciones que se realizan cuando no hay penalización para quien miente, proponiendo ejemplos como la respuesta que el marido ha de dar a su mujer que pregunta cómo le queda el vestido nuevo... y mentir en esas circunstancias constituye para este autor un asunto de la misma índole que el romper las promesas efectuadas.
A pesar de ello, hay autores como Smyth (1972) que ponen en tela de juicio la viabilidad de esas penalizaciones o sanciones cuando es necesario que los jugadores implicados otorguen a una tercera parte el poder para establecerlas, ya que argumenta –en lo que denomina dilema del prisionero II-, que es la necesidad de asegurarse de que esta tercera parte cumpla su parte del contrato, y para ello habría que contratar con una cuarta parte, pero sería necesario contratar con una quinta parte para que se aseguren de que la cuarta cumpla, etc. llegando a la conclusión de que no es posible hacer que se cumpla el contrato con el otro prisionero.
Lógicamente, la mayor o menor aparición de cooperación en situaciones de dilemas sociales representables como dilemas del prisionero, tragedias de los comunes, etc., dependerá también en buena medida no ya de la estructura de los pagos, sino también de las diferencias entre estos (Rapoport, 1967). Efectivamente, si las diferencias existentes entre los pagos son notables, se acentúan los incentivos que tienen los individuos para actuar de forma no cooperativa.
De hecho, se ha elaborado un índice de propensión a la cooperación aplicable a situaciones como la descrita, que lógicamente depende directamente del valor de los pagos y de las diferencias entre ellos (en esta línea, Bonacich, (1970), analiza con cierto detalle las características del índice propuesto por Rapoport (1967)).
En ocasiones podemos observar la aparición de la cooperación como consecuencia de la búsqueda egoísta de los individuos de sus propios intereses, sin necesidad de que la cooperación surja de la honestidad, generosidad o bondad de los individuos. Este enfoque consistiría en investigar cómo actuarán los individuos en la búsqueda de sus propios intereses, y ver entonces qué efectos tendrían para el sistema en su conjunto, es decir, se trata de realizar un análisis que explora la relación entre las características de comportamiento de los individuos que componen un determinado agregado social, y las características del agregado. Dicho de otra forma, se trata de hacer supuestos acerca de micro-motivos y deducir a través de ellos consecuencias para macro-comportamientos (Schelling, 1978a).
En este sentido, está claro que la cooperación surgiría espontáneamente en juegos como el planteado por Sandler (1992), alcanzándose la acción colectiva, en lo que él denomina un grupo totalmente privilegiado, utilizando la terminología de Olson (1965), que representa una situación en la que la racionalidad individual y colectiva coinciden perfectamente, ya que el incentivo a defraudar desaparece a consecuencia de que la pérdida neta en el valor del bien colectivo producida después de no cooperar excedería el coste de la contribución. Por tanto, bajo esta estructura de juego, no existiría dilema social alguno.
Marwell y Oliver (1993) exponen la necesidad de que se logre una masa crítica para que se produzca el éxito de la acción colectiva; en su opinión, cuando se alcance un determinado número de personas ya movilizadas se producirá un efecto de bola de nieve y los free-riders progresivamente desaparecerán. La cuestión radica en saber qué motivaciones y con qué condiciones se llegará a alcanzar esa masa crítica que desencadenará el proceso. En esta línea, Aguado (2001) muestra cómo la clave está en alcanzar una masa crítica suficiente, a partir de la cual cada individuo que se decida a adoptar una actitud cooperativa haga que el bienestar general aumente, desarrollando un modelo que permite estimar cuál es dicha masa crítica en función de los pagos que puedan obtener los individuos con una actitud cooperativa o no cooperativa.
En efecto, si la acción colectiva necesaria para superar los dilemas sociales llega a producirse, según algunos autores, es gracias a que una proporción significativa de la población tiene un comportamiento altruista, y decide participar para autorrealizarse o para mantener su reputación entre amigos y familiares, tendiendo a sobreestimar el valor de su participación (Marí-Klose, 2000).
Así, Elster (1989) señala que el hecho de que fructifique una acción colectiva y se consiga alcanzar una situación en la que predominen las actitudes cooperativas depende de que se consiga incentivar a distintos tipos de personas a participar, aunque las motivaciones que les impulsen sean diferentes. De esa manera, este autor considera que se puede provocar una reacción en cadena propiciada por la decisión de incorporarse progresivamente a la acción colectiva en sucesivas oleadas en función de cuáles sean las motivaciones particulares de los distintos individuos.
No obstante, aunque estemos interesados en comprender cómo puede surgir la cooperación en los dilemas sociales, hay que matizar que la cooperación no siempre es deseable. Pensemos en el caso de los mercados oligopolísticos; lo socialmente deseable y económicamente más eficiente es que no se produzcan comportamientos cooperativos, colusivos. En ocasiones, por tanto, las políticas públicas están orientadas a la prevención de la cooperación.
Orbell et al. (1990) mencionan las promesas que pueden realizar los individuos acerca de la actitud cooperativa que puedan adoptar en situaciones de dilemas sociales, diferenciando si el cumplimiento de dichas promesas les sea beneficioso o no. Así, el hecho de que las personas cumplan sus promesas cuando éstas les benefician personalmente parece bastante obvio y previsible, pues esperamos que las personas actúen a favor de su propio interés y por tanto que cumplan dichas promesas. No obstante, tampoco está tan claro que los individuos pensemos que los demás van a actuar de manera racional, como muestran en sus estudios Basu (1994) o Goeree y Holt (2001).
Basu (1994) afirma en su ejemplo que denomina “dilema del viajero”, que aplicar la racionalidad, pensando que los demás también van a actuar de un modo racional, puede conducir a una solución muy poco deseada por ninguno de ellos.
El ejemplo que plantea para explicar este razonamiento y plantear el dilema que surgiría es el siguiente: dos turistas compran idénticos recuerdos en sus vacaciones. Sus maletas se pierden en el viaje de vuelta, y la aerolínea les solicita que realicen independientemente reclamaciones para proceder a su indemnización. Anticipándose a la posibilidad de que realicen reclamaciones excesivas, la aerolínea les comunica: “sabemos que las maletas tenían idénticos contenidos, y aceptaremos cualquier reclamación que realicen entre los 2 $ y los 100 $, pero pagaremos a cada uno una cantidad igual al mínimo de las reclamaciones recibidas. Si las dos reclamaciones son iguales, supondremos que ambos están diciendo la verdad y les pagaremos esa cantidad. Ahora bien, si las dos reclamaciones son diferentes, pagaremos una cantidad de dinero adicional R = 2 $ a la persona que realice la reclamación más baja, y restaremos como penalización esa misma cantidad R = 2 $ a la persona que realice la reclamación más alta –pues suponemos que está intentando engañarnos reclamando una cantidad superior al verdadero valor de la mercancía, dado que el otro ha solicitado una cantidad menor-”.
A primera vista, podría parecer que ambos individuos van a reclamar los 100 $. Sin embargo, cada uno de ellos puede darse cuenta de que, si el otro actúa de esa manera, él podría obtener una indemnización de 101 $ pidiendo 99 $ -recordemos que ambos viajeros realizan sus solicitudes por separado, de manera independiente-. Pero si ambos razonan de esta manera, llegarán rápida e individualmente a la conclusión de que harían mejor pidiendo 98 $, y así sucesivamente. La lógica es inexorable, y no pararán hasta darse cuenta de que ambos pedirán 2 $ -lo que constituye el único Equilibrio de Nash del juego-. Este ejemplo ilustra la forma en la que funciona el proceso de inducción hacia atrás, incluso en juegos de una sola etapa. Además, el valor de la penalización y gratificación no alteraría la lógica del problema.
En el ejemplo propuesto por Basu (1994) que hemos descrito, la penalización y gratificación R era de tan sólo 2 $, aunque en los experimentos realizados por Goeree y Holt (2001) replicando con otras cifras este mismo dilema probaron con distintas cantidades (180 $ y 5 $), y unos límites inferior y superior de la indemnización de 180 $ y 300 $ respectivamente, comprobando que en la práctica el valor de la penalización no es en absoluto irrelevante para determinar la cuantía reclamada por parte de los interesados.
En otras ocasiones puede suceder que no creamos que los demás vayan a tener un comportamiento racional tendente a la búsqueda de la maximización de la utilidad. El siguiente ejemplo de la figura nº 4, tomado de Goeree y Holt (2001), lo muestra claramente.
El planteamiento del juego dinámico que acabamos de representar gráficamente es el siguiente: el primer jugador ha de elegir entre una decisión segura (S) y otra arriesgada (A). Si opta por la decisión arriesgada, el segundo jugador puede elegir entre una decisión (P) que penaliza a ambos y una decisión (N) que no penaliza sino que lleva a un Equilibrio de Nash que además proporciona un pago máximo conjunto. Existe, no obstante, un segundo Equilibrio de Nash en el que el primer jugador elige la decisión segura (S) y el segundo opta por la penalización (P). El segundo jugador no tiene incentivo para desviarse de este Equilibrio puesto que la penalización auto-infligida está fuera del desarrollo del juego, aunque claramente es un Equilibrio de Nash que no es perfecto en subjuegos24 pues no resulta creíble que, si el primer jugador optase por la decisión arriesgada (A), el segundo respondiese con la penalización (P), obteniendo de esa manera un pago de 10 unidades frente al pago que podría percibir de 70 unidades si eligiese la estrategia no penalizadora (N).
En el experimento realizado por Goeree y Holt, el 16 % de las veces el primer jugador optó por asegurarse el pago de 80, mientras que el 84 % de las veces se alcanzó la resolución del juego que lleva al seguir el Equilibrio de Nash perfecto en subjuegos, obteniendo ambos jugadores un pago de 90 y 70 respectivamente.
El juego de la parte inferior de la figura es idéntico al de la parte superior, con la salvedad de que el pago percibido por el segundo jugador en el caso de que optase por la estrategia que conlleva una penalización (P) era de 68. Este cambio no altera el hecho de que como en el caso anterior sigan existiendo dos Equilibrios de Nash, uno de los cuales no es perfecto en subjuegos.
En este caso, sin embargo, el 52 % de los jugadores que actuaban en primer lugar optaron por el pago seguro, por lo que no creyeron que los demás fueran a actuar de manera racional cuando la penalización para el segundo jugador era tan pequeña –de hecho, parte de razón tenían cuando se constató que el 12 % de las veces los jugadores que actuaban en segundo lugar lo hicieron conforme a lo que determinaba el Equilibrio de Nash que no es perfecto en subjuegos, de modo que el comportamiento del segundo jugador muestra que está dispuesto a perder 2 u.m. con tal que el otro pierda 70 u.m.-
En el juego que acabamos de estudiar, dado que la decisión (A) del primer jugador beneficia a ambos, el jugador nº 2 no tiene ningún incentivo para penalizarle, aunque hayamos visto que en ocasiones eso sí que ocurre, tal vez por tratarse de individuos competitivos que buscan maximizar su situación relativa frente al resto, y no su propia situación como tal.
No ocurre así en el juego de la figura nº 5, en el que la decisión (A) del primer jugador hace que disminuya el pago que pueda percibir el segundo. Como en el caso anterior, hay dos equilibrios de Nash, uno de los cuales, (S, P), no es un equilibrio perfecto en subjuegos, pues está basado en una amenaza que no es creíble: la amenaza de que el jugador nº 2 jugará (P) si el jugador nº 1 juega (A). Esa amenaza no es creíble porque entraña para el jugador nº 2 incurrir en una pérdida de 40 unidades frente a la alternativa de jugar (N) en la que podrían obtener un pago de 50 unidades, y así es como lo entendieron los jugadores, que en un 88 % de los que actuaban en primer lugar optaron por llevar a cabo la estrategia arriesgada.
Cumplir la amenaza en la parte inferior de la misma figura, en la B), sin embargo, resulta “barato” para el jugador nº 2 –sólo pierde dos unidades monetarias-, por lo que en los experimentos se apreció un reparto por igual entre los tres resultados posibles.
Elster (1985) afirma que sería racional cooperar si sabemos que nos vamos a enfrentar a problemas de acción colectiva similares en el futuro, algo que no es aplicable lógicamente a problemas intergeneracionales.
Este mismo autor considera también, en un sentido kantiano, el concepto del deber. Plantea la pregunta siguiente: ¿qué ocurriría si todo el mundo hiciera lo mismo? Es decir, ¿qué pasaría si todo el mundo dejara sus botellas de cerveza en la playa, se quedara en casa en día de elecciones o defraudara en sus impuestos? En este contexto, es el sentido del deber quien nos llevaría a hacer lo que consideramos que estaría bien si todo el mundo lo hiciera. Quienes se comportaran de esta manera serían individuos que actúan en función de sus valores morales, sin esperar una utilidad de su comportamiento. Pero actuar de este modo individualmente, sin que los demás también lo hagan, llevaría a cualquier persona a estar en la peor situación descrita en el “dilema del prisionero” –lo que llamamos el pago del “pardillo”-. En ese sentido, por tanto, si no existen más consideraciones como las descritas anteriormente, podríamos considerar esa forma de actuar como “irracional” desde un punto de vista meramente económico.
La utilidad que alcance un consumidor no depende únicamente de sus propias decisiones de consumo, sino que se ve influenciada por la interacción con los demás, del mismo modo que sus decisiones afectan al resto.
Por otro lado, los individuos no actuamos únicamente de forma egoísta; cabe distinguir cuatro clases de motivaciones sociales en el comportamiento de los individuos: el altruismo –que se da cuando la motivación del individuo es la de maximizar el bienestar de los demás-, la cooperación –cuando la motivación es la de maximizar la suma del bienestar conjunto, tanto el propio como el de los demás-, el individualismo –cuando la motivación dominante está encaminada a maximizar únicamente el propio bienestar-, y la competición –cuando lo que se persigue es maximizar la diferencia entre el bienestar propio y el de los demás-.
El altruismo es un concepto que admite muchos matices, y puede mostrar desde comportamientos que benefician más a otros individuos que a la propia persona que presenta dicho comportamiento, hasta aquellos que llegan a beneficiar a los demás, aun cuando sea a costa del propio bienestar. Este tipo de comportamientos puede facilitar la aparición de la cooperación en entornos de dilemas sociales.
El altruismo además está relacionado con otros tipos de comportamientos, como el de aquellos individuos que están dispuestos a castigar a quienes no cooperen, o quienes están dispuestos a iniciar una acción cooperativa cuando estiman que otros van a corresponderles y que repetirán esas acciones mientras que una proporción suficiente de los demás implicados actúen con reciprocidad.
Otro de los factores que influyen en el comportamiento de los individuos es la persecución de una cierta noción de “justicia” o “equidad”. Esa “justicia” o “equidad” se podría interpretar como una aversión a la inequidad o desigualdad respecto del propio individuo. Así, la gente no se preocuparía en exceso por la inequidad que pudiera existir entre otros, sino más bien en la equidad entre el bienestar que ellos mismos disfrutan y el que gozan los demás.
Finalmente, todos estos tipos de comportamientos pueden llegar a ser considerados “irracionales” pues no cumplen los postulados tradicionales de la teoría del consumidor –no solemos considerar racional, por ejemplo, que alguien esté dispuesto a perder dinero siempre y cuando otro lo haga en mayor medida, y ese tipo de comportamientos, entre otros, existen-. Por tanto, no podemos obviar su existencia y debemos realizar esfuerzos por integrarlos en la teoría si nuestra aspiración es que esta plasme de la forma más precisa posible la realidad que pretende reflejar, con todos sus matices.
1 Podríamos definir la utilidad como esa percepción subjetiva de bienestar que experimenta un individuo al consumir una determinada cantidad de un bien o de un conjunto de bienes.
2 No entraremos en este artículo en consideraciones relativas al bienestar que pueda generar al consumidor el disfrute de condiciones diferentes a las que pueda adquirir con su renta, tales como el régimen político existente, las condiciones climatológicas, su situación amorosa, etc. Aun siendo indudablemente muy importantes para su bienestar, caen fuera del objeto de estudio de este trabajo.
3 Y las preferencias de los individuos son totalmente subjetivas y personales, de tal forma que algo que le guste consumir a uno en particular (por ejemplo, el tabaco), de ningún modo se puede generalizar suponiendo que vaya a tener que gustarle al resto, pues a otros puede no proporcionarles ninguna utilidad –e incluso puede llegar a resultarles molesto o muy desagradable-.
4 Un bien público es aquel en el que no existe rivalidad en el consumo (la cantidad que un individuo consuma no limita las posibilidades de consumo de los demás) ni se puede excluir de su disfrute a quien no colabore a costearlo (es decir, que una vez suministrado para uno, los demás pueden disfrutar de él libremente sin pagar). El típico ejemplo es el de un faro para que se orienten los barcos, pero también es un bien público por ejemplo la seguridad privada de una urbanización.
5 Un bien público congestionable es aquel en el que a partir de un determinado nivel de uso empieza a existir rivalidad en el consumo. Si el tráfico es fluido, una carretera es un bien público; si el tráfico es denso el uso de unos dificulta el que los otros vayan a poder realizar de ese bien.
6 Las situaciones conocidas en la literatura como “tragedia de los comunes” son un ejemplo paradigmático de estas circunstancias en las que la libertad de acceso a un recurso puede generar en determinados casos la sobreexplotación de los recursos, incluso su extinción, si la tasa de extracción sobrepasa continuadamente a la de regeneración de un recurso renovable.
7 Kollock (1998) define los dilemas sociales como esas “situaciones en las que la racionalidad individual lleva a una irracionalidad colectiva”, es decir, son las que se producen cuando los agentes implicados, al buscar la maximización de su bienestar individual, actúan de forma que el resultado que consiguen no resulta ser el mejor para ellos (ni individual ni colectivamente).
8 Véase, por ejemplo, Aguado (2010).
9 En efecto, si aceptamos que los individuos persiguen únicamente su interés particular no existirían comportamientos altruistas ni generosos. De hecho, ni siquiera tendría ningún sentido hacer algo tan común como dejar propina en un restaurante al que no tengas pensado volver –sí que sería más razonable hacerlo si eres un cliente habitual ya que podría afectar al servicio que te vaya a prestar el camarero en el futuro-. Véase al respecto, por ejemplo, Frank (1987).
10 No todos los dilemas sociales precisan de la cooperación de todos los implicados para que se pueda alcanzar el mayor nivel de bienestar conjunto. En concreto, en aquellos que son catalogables dentro del “juego del gallina” o del “dilema del voluntario” basta con la cooperación de uno para obtenerlo, y la cooperación de los demás sería redundante e innecesaria.
11 Existe interdependencia estratégica cuando la situación final en la que nos encontramos –por ejemplo, el bienestar final que gozamos- depende no solamente de nuestras actuaciones, sino también de las de los demás. Del mismo modo, la situación final de los demás se ve influenciada por la estrategia que nosotros llevemos a cabo –por cuál sea nuestro comportamiento-. La teoría de juegos estudia entre otras cosas qué equilibrios se pueden alcanzar en este tipo de situaciones de interdependencia estratégica.
12 El autor parece estar convencido de que nadie lo devolvería, aunque no es en absoluto infrecuente encontrar en las noticias ejemplos de taxistas que han devuelto maletines con dinero que los clientes se han dejado olvidados, y otras muchas situaciones similares.
13 Un óptimo en el sentido de Pareto es una situación en la que nadie puede mejorar si no es a costa de que otro empeore. Un óptimo de Pareto es por consiguiente una situación eficiente. Si nos encontramos en una situación ineficiente, en la que alguien puede mejorar sin necesidad de que otro empeore podríamos acercarnos al óptimo de Pareto a través de lo que denominamos “mejoras paretianas”.
14 Loewenstein (1999) ha analizado esta cuestión con experimentos de laboratorio, y afirma que otros motivos que pueden encontrarse el deseo de comportarse de una determinada manera, el cumplir con ciertas expectativas del experimentalista, dar la impresión de ser una buena persona, o de ser inteligente, etc.
15 Para ver distintas concepciones del término altruismo desde diferentes disciplinas, véase Piliavin, J.A. y Charng, H.W. (1990). En este trabajo, citan a Margolis (1982) para indicar que desde la Economía se podría interpretar que lo que define al comportamiento altruista es que quien lo lleva a cabo podría obtener mejor resultado para sí mismo en su elección si ignorara los efectos que ésta tendría sobre otros. Desde el punto de vista de los dilemas sociales, remitiéndose a Liebrand et al., (1986) define a los altruistas como aquellos individuos que dan una mayor ponderación al resultado de otros que al suyo propio a la hora de decidir en situaciones estratégicas.
16 Axelrod (1984) inscribe estos comportamientos dentro de lo que denomina “enseñar la reciprocidad”. Una estrategia que muestra esta actitud es la conocida como tit-for-tat, u “ojo por ojo” que requiere para su posible aplicación el poder identificar al otro para poder responderle con la misma moneda.
17 Un “free rider”, o gorrón, es el individuo que no manifiesta ninguna disposición a colaborar económicamente al suministro de un bien público, pues espera que los demás sí que lo hagan y poder él de esta forma disfrutarlo sin pagar.
18 En efecto, si un conductor incívico y maleducado estaciona su vehículo en un paso de peatones frente a un colegio, dificultando el paso a padres e hijos, no recibirá la recriminación de más de un pequeñísimo porcentaje de los afectados, debido al riesgo que supone la posibilidad de que el conductor incívico, encima, se ponga violento defendiendo su derecho a estacionar donde y cuando le plazca. Los pocos que osen afearle la conducta, incurriendo en un coste por ello, estarán beneficiando a todos los demás, pues posiblemente en días posteriores busque un mejor sitio para detener el coche.
19 Un juego del dictador es una situación en la que un individuo ha de tomar una decisión, generalmente consistente en el reparto de una determinada cantidad de dinero, que afecta tanto a su propio bienestar como al de otro individuo, que no tiene capacidad para responder.
20 El “dilema del prisionero” es un juego en el que hay dos individuos que han de optar entre cooperar o no cooperar, y la mejor elección para cada uno de ellos, independientemente de la estrategia que lleve a cabo el otro, es la de no cooperar –es un equilibrio en estrategias dominantes-. El equilibrio que alcanzan de ese modo, sin embargo, no es deseable socialmente, pues ambos estarían mejor si se decidieran a cooperar.
21 Véase Aguado (2007)
22 El surgimiento de la cooperación puede darse incluso en situaciones tan comprometidas como la descrita por Axelrod (1984) para unos soldados en trincheras enfrentadas durante la Primera Guerra Mundial, en la que sin necesidad de comunicarse, llegaron al acuerdo tácito de disparar siempre de manera desacertada tanto unos como otros, desobedeciendo obviamente las órdenes recibidas por parte de sus superiores.
23 El pago del “pardillo” es el que se obtiene en una situación como el “dilema del prisionero” y decidimos cooperar, mientras que los demás no lo hacen. Incurrimos en un coste, beneficiando a los demás, pero no nos vemos correspondidos. Nos encontramos, por tanto, en la peor situación de las posibles.
24 Un Equilibrio de Nash Perfecto en Subjuegos es un Equilibrio que informa verazmente no sólo del desarrollo previsible del juego, sino también del equilibrio en cada subjuego del mismo (Aguado, 2007).